XVII + 10 = Veintisiete

(en tres tiempos de Gerardo Diego)

 

Gaspar Garrote Bernal

(ggb@uma.es)

universidad de málaga

 

 

Resumen

La poesía del Veintisiete está enraizada en la del Siglo de Oro. La reflexión y la práctica cubista o creacionista del profesor Gerardo Diego, impulsor del homenaje a Góngora de 1927, muestran que el formalismo crítico de intención cientifista y su hermana, la poesía de vanguardia, deconstruyeron y reciclaron el legado áureo para poder leerlo como contemporáneo.

 

Abstract

Generation of 27 poetry is taken root in Spanish Golden Age poetry. The cubist or creacionista reflection and practice of the teacher Gerardo Diego, impeller of the homage to Góngora in 1927, show that the critical formalism of scientist intention and his sister, the Avant-Garde poetry, deconstructed and recycled the Golden Age legacy to be able to read it like contemporary.

 

Palabras clave

Gerardo Diego

Generación del 27

Poesía española del Siglo de Oro

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

Gerardo Diego

Generation of 27

Spanish Golden Age poetry

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 24 (2008)

ISSN 1697-4239

 

 

 

EQUIS: LA POESÍA COMO CIENCIA

 

Lejano ya, hubo un tiempo en que se creyeron ciencia los estudios literarios: fue después de perdida la inocencia, durante la Vanguardia, aquel exceso neomanierista de conciencia artística. Signo de época era entonces describir los estilos de cada quien mediante fórmulas inspiradas en la cuenta de la vieja. Fue práctica de Giménez Caballero, de Gerardo Diego y, en Mediodía, XI (1928), de Luis Montanyà:

 

Sueño + lirismo + subconsciente + intuición + relatividad + retórica + introspección + lógica subjetiva + influencias y / o coincidencias: Reverdy / Einstein, Max Jacob-Freud ¿vanguardismo? ¿romanticismo? = Un vanguardista neorromántico clasicizante = J. V. Foix.

 

Si no tenía intención humorística —y la Vanguardia fue derroche de humor—, esta reiterada costumbre esbozó el ansia de un lenguaje formal o, en la terminología del momento, de una crítica pura: «Lo mismo que un tratado copioso puede reducirse al logaritmo de una ramoniana “greguería” […] volvamos si es preciso al lenguaje ideográfico: encontraremos tal vez la crítica pura» («Escolios a Gecé», Mediodía, VIII [1927])[1]. Esta aspiración formalista, fuente nutricia de estructuralismos y de la lingüística que, parafraseando a Boscán, acordó de llamarse general, sembró durante el siglo XX tanta inercia y tal cansancio que la necesidad hace ya virtud del renovado historicismo que, a poco que se mire, germina hoy en los dichosos estudios culturales. La deriva de la física en mística y de la ciencia gobernada por el principio de incertidumbre en teoría del caos —ese paradójico seguro azar de Salinas— contribuye a que nuestra mirada, si condescendiente, escéptica, contemple como muestras de ingenuidad románica aquellos intentos ermitas de alzar la catedral científica de las letras. Así en Química, 1-4, 21-22, 29-32 y 35-36, de Gerardo Diego:

 

Poeta, tu dolor de amor

dánoslo en un solo verso.

En el átomo menor

está todo el universo. […]

Conténtate con lo poco

y poetiza lo vulgar. […]

Luego sobrio, austero, parco,

da a tu pensamiento forma.

Y no te cuides del marco.

Sea «desnudez» tu norma. […]

Cántanos todo el poema

—infinito— en un solo verso.[2]

 

La poesía-química implica desnudez: un aquilatado átomo o verso lo dirá todo. Al menos hasta 1925, Diego relaciona la poesía y el arte con la química: los «químicos de la poesía» (1924e: 280); «Ni el retrato me fija con su química / el momento justo» (1925b: 295 [cita que procede a su vez de «Mujer de ausencia…», la canción 21 de Versos humanos (OCP: I, 277]). También acude en sus artículos al campo semántico ciencia: «el instinto —o ciencia— de hacer resaltar el vocablo precioso en la cima de la frase poética» (1924a: 80); y, con clara inercia luisiana, afirmará Diego que la «escondida ciencia poética» es «lo mismo» que la «inspiración» (1923b: 130). Asimismo, la «moderna sociología etnográfica y biológica» es, «en el fondo», «nuestra filosofía de la historia», esa «conmovedora ciencia de lo profundo y lo probable, esto es, de lo humano» (1925c: 389). Siete años después, Diego ya define la poesía como aritmética: «La Poesía no es álgebra. Es aritmética, aritmética pura. El álgebra es la Filosofía. La literatura es todo lo más aritmética aplicada, aritmética mercantil, contabilidad» (1932: 264). Sólo el arte impuro o humano no es reducible a fórmulas: «La vida es muy varia, y el arte no se resigna a una fórmula cuando aspira, como el cervantino, a ser humana y genialmente impuro» (1926: 368).

En el mencionado año de 1932, el motivo de la poesía científica se había asentado, y Diego lo compartía con un par de amigos y la sombra apócrifa de otro, convocados y consultados todos en Poesía española. Antología 1915-1931, en cuyas declaraciones en prosa se lee, de Guillén, que «No hay más poesía que la realizada en el poema […]. Poesía pura es matemática y es química —y nada más […]» (1932: 195); y de Larrea: «¿qué otra cosa puede ser una obra artística que un artefacto animado, una máquina de fabricar emoción, que, introducida en un complejo humano, desencadene la multiforme vibración de lo encendido?» (1932: 236). Por lo demás, Diego cita a Alberti («El Álgebra, ¡quién sabe lo que era!») e imagina «lo que hubiera respondido» éste sobre su poética: «No me he preocupado demasiado de meditar sobre lo que es o debe ser la poesía» (1932: 327-328)[3]. Este último hilván de texto real y apócrifo reconstruye, pues, la fórmula Álgebra = x = Poesía, absurda donde las haya.

Dos poéticas coinciden en la Antología de 1932. La recién citada pregunta retórica de Larrea lleva al «principio de Arquímedes» enunciado por Diego: «Poesía es el volumen de anhelo espiritual que automáticamente ocupa el espacio desalojado por un volumen equivalente —casi un alma entera— de pasión humana concreta». Y mientras Larrea sentenciaba que «Inteligencia y sensibilidad son enemigos […] en cada interior humano», Diego, menos radical, geometrizaba su unión en la separación: «La Poesía es la encrucijada del Norte-Sur = Imaginación-Inteligencia, con el Este-Oeste = Sensibilidad-Amor». Se trata de un «Norte. Sur. Este. Oeste. / Cenit. Nadir. No sigo» con que cierto metapoema de Versos humanos (1925) situaba a la poesía, a la que se refiere el estribillo «Tú oblicua» (Diego 1925b: 297 = OCP: I, 280). Con estas coordenadas trazó Gerardo Diego su territorio poético, para —como dijo en la epístola A Juan Larrea de Versos humanos— «emprender en mi mapa tus viajes» (OCP: I, 315).

Para orientarse en tal mapa propongo pensar a lo vanguardista, es decir, construir un GPS o un modelo para armar según las siguientes instrucciones o serie correlacionada de axiomas:

 

1. El poeta es un fingidor que delimita su construcción. Temáticamente, Manual de espumas (1924) es un Libro de texto de la naturaleza y lo cotidiano, y por tanto Diego acotó para su poesía el campo de lo habitual: «poetiza lo vulgar». Su obra vanguardista tiene en este sentido mucho de autónoma e irónica poesía de circunstancias, de acuerdo con el Góngora leído como autor de gran «fortuna en las piezas de circunstancias o apropósitos» (Diego 1924a: 80). Tengo para mí que esos apropósitos que el Diccionario académico sólo definió en 1956 («breve pieza teatral de circunstancias»)[4] terminan dando en el título de Poemas adrede (1932).

Según Diego, en la Fábula de Píramo y Tisbe, «dilatado prodigio de ingenio, donde se hallan acaso los más bellos versos de Góngora», en el Castillo de San Cervantes o en el Romance de Angélica y Medoro, «encontramos los acentos más actuales del arte de Góngora»: su «agudo sentido del arte por el arte, del verso en sí, redime, sostiene y espiritualiza los motivos más prosaicos», trazando una zona de «ambigüedad entre humorismo y poesía», donde «la ironía triunfa genialmente» y alcanza «el brote de la emoción poética», «procedimiento favorito de tantos artistas contemporáneos»; es lo que sostiene Diego (1924a: 87-88), para quien también «Cervantes es un buenhomorista [sic]» (1926: 371). El Góngora de Diego: arte por el arte, humorismo, prosaísmo poetizado. Otro Góngora.

No por casualidad he partido en este primer axioma de Pessoa. La intertextualidad es un viaje de ida y vuelta en la primera máquina del tiempo inventada, la literatura. Y como nunca en la historia universal de la imitación, la Vanguardia, por haber perdido la inocencia o respeto a las auctoritates, comprende que el intertexto no sólo refleja el texto previo, sino que lo reexiste, como sostuvo Diego: «Fray Luis se enajena en Virgilio, en Horacio, en Habacuc, precisamente porque se los apropia, recreándolos, repoetizándolos en sus interpretaciones, a un tiempo apócrifas y fidelísimas, únicas posibles interpretaciones poéticas» («El intérprete enajenado», Carmen, 3-4 [1928]; pero cito por Serrano Asenjo [1996: 22]). En esta imitatio vanguardista, el poeta actual se aliena en otro yo pasado, y —a nuestra mirada— éste en aquél. El resultado es múltiple, poliédrico o cubista: una nueva arquitectura se alza sobre pasadas ruinas textuales reconfigurando sus cimientos, haciéndolos a la vez actuales (creacionistas) e irreconocibles u ocultos desde los viejos manuales de preceptiva e historia literaria, como irreconocible desde la tauromaquia es la ingeniería genética soñada por Fernando Villalón, según palabras que Diego le adjudicó: «Mi ideal, como ganadero de reses bravas, se cifra en obtener un tipo de toro de lidia que tenga los ojos verdes» (1932: 365-366). El toro, creación del pasado, es clásico (es decir, actual), si descontamos sus ojos: que sean verdes es lo que ha de conseguir el vate-ganadero que cultiva la tradición del toro de casta.

Neoplatónica o mística («amada en el Amado transformada» [Juan de la Cruz, Noche oscura, 25]), la mutualidad transmutadora de la imitación enajenante dio poemas como Espinas cuando nieva (En el huerto de fray Luis), de Larrea, y A fray Luis de León, de Aleixandre, ambos antologados por Diego (1932: 241-242 y 407). Asimismo, el Altolaguirre que declara en Poesía española que «mis poetas preferidos son Garcilaso, San Juan de la Cruz y Juan Ramón Jiménez», imita enajenado al primero en Fábula y al segundo en «Sentidos ignorados del universo…» (Diego 1932: 447, 452-453 y 458). La historia unidireccional de la literatura también queda alterada: a lo vanguardista, y dadas sus circunstancias biográficas, Pedro de Medina Medinilla será para Diego «el Rimbaud español» (OCP: I, 501).

La consecuencia de la imitación enajenante es el heterónimo, mecanismo esencial en la literatura del XX (Nicolás 1981: 898; Garrote Bernal 1995): fray Luis, otro yo de Horacio (y al revés). O Diego, el que reconocía «que han influido en mis gustos y en mis versos algunos clásicos, Lope sobre todo, a quien adoro» (1932: 264), otro yo de Lope de Vega (o viceversa): del soneto Quiérele mucho (Glosa a Villamediana, 1961) dice esta variante del cervantino segundo autor que en él «me superpongo a Lope, y en él me encarno o viceversa»[5]. En este sentido, formulo la hipótesis de que Diego se propusiera ensayar una forma de macro-imitación enajenada sobre el modelo del Góngora menéndezpelayista, «príncipe de la luz y las tinieblas». Comentando la monografía de Artigas, «jefe de la Biblioteca Menéndez y Pelayo» y premiado por la Academia en 1925, Diego propuso una combinación hasta entonces imposible: «Góngora, Academia, Menéndez Pelayo»; y de Artigas —«un erudito comprensivo que ha sabido engañar a los sacerdotes del buen gusto con el tinglado recio de las aportaciones biográficas»— subrayó que «arremete una vez más […] contra la ridícula especie de “la luz y las tinieblas”» (1925a: 246 y 248). Si válida mi hipótesis, explicaría que Diego, enajenado en Góngora, practicara, en «simultaneidad», la luz de «una poesía relativa», «directamente apoyada en la realidad», y las tinieblas de «una poesía absoluta», «apoyada en sí misma, autónoma frente al universo real del que sólo en segundo grado procede» (1941: 15). En las Notas a Alondra de verdad (1941), Diego insistirá en que «los sonetos de Versos humanos son coetáneos de mis poemas “creacionistas”» (OCP: I, 487). Entonces, habría llevado al extremo su encarnarse en un alter ego, sincrónicamente luminoso y oscuro, tal como lo había presentado otro santanderino, y polígrafo por más señas. De hecho, Góngora encabeza la nómina de artistas (Strawinski, Bartók, Picasso) que Diego aduce para justificar tal práctica simultánea y dual (1941: 16). No será por eso casual que todavía en 1980 titule una de sus antologías como Poemas mayores: con regusto gongorino.

 

2. Todo salto cuantitativo genera otro cualitativo. Cuadratura del círculo: la calidad es un producto de la cuantificación, como pretende hacernos creer hoy la tarea inspectora, y por tanto presentada como aséptica, de tantas agencias evaluadoras, esas aplicaciones capitalistas del materialismo dialéctico. La literatura —y no digamos la poesía— es una cadena de mensajes sobre el amor, la muerte, los dioses, el tiempo y la fortuna, que son los temas más tratados desde el origen de las letras. Pero durante el siglo XVII, el apogeo de la imprenta multiplicó la capacidad de leer y escribir, salto cuantitativo que convirtió el mundo en otro textualizado: lo llamamos modernidad. A ésta acompaña, junto con la conquista económica de los derechos de autor y el mercado editorial, un tema literario propio: el salto cualitativo de la metaliteratura, que muestra cómo leer es una experiencia tan activa como frecuente en tal mundo. De ahí al arte por el arte sólo queda otro paso cualitativo (axioma 1). Lo dijo Diego: los «escaparates» de «las librerías» «atraen siempre más a un escritor que otras cualesquiera sirenas de ciudad» («Crónica francesa» [1941], que cito por la edición de Díez de Revenga 1996: 17). De otra forma: desde el arte contrarreformista (también llamado manierismo), los escritores se han esforzado por presentarse ante sus receptores como previos lectores. Y la Vanguardia es manierismo al cubo.

 

3. La poesía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Admirando «el salto hacia el futuro que representa el vanguardismo», no debemos perder de vista «el suelo tradicional desde el que se salta» (Palenzuela 1997: 112). Porque la Vanguardia, cosa de lectores-poetas (axioma 2), interpreta «con una luz nueva» la tradición, y así ésta «recobra la energía innovadora que tuvo en su día» (Rivera 1999: 156). Energía. Diego concibió la tradición como energía: «Ahora ya no somos —vana empresa— fabricantes de energía. Más modestos, buscamos la coyuntura precisa a nuestras turbinas. Hay que obtener el máximo de rendimiento. Aprovechar la posible energía» (1924e: 282).

Como cualquier vanguardia, el Veintisiete reaccionó no contra todo lo anterior, sino contra lo inmediatamente anterior, armado con el recuerdo de lo que realismo, regionalismo y modernismo habían olvidado: fundamentalmente, la poesía del Siglo de Oro. «La hora de las nuevas normas es seguro que ha sonado. Todos la hemos escuchado, y cada cual se apresura a confeccionar sus nuevos patrones remedando hábilmente —mal sistema— las viejas telas, o ensayando a toda fiebre combinaciones inexploradas» (Diego 1923a: 368)[6]. No había, pues, que remedar la tradición áurea, pues el nuevo poeta debe partir de los lenguajes coetáneos: «Para reanudar la tradición no es necesario el salto atrás. No podemos renunciar a una sola de las conquistas de expresión que lograron sucesivamente románticos, simbolistas y los diversos futurismos del ayer inmediato» (Diego 1923b: 132); se trataba de reciclar, diríamos hoy, el Siglo de Oro desde la última poesía, mediante combinaciones inexploradas. Así, «Diego se convirtió en actor y testigo de la actualización de los clásicos» y, «nutrido de extensas lecturas de poetas “clásicos” y coetáneos», se alejó «del rigor y disciplina de la ortodoxia creacionista» (Pérez 1993: 107). De tal manera quedó Góngora «rehabilitado» en el «novecientos», «por obra, claro es, de los poetas, no de los eruditos», ejemplo de los cuales es la «posición» «bastante expresiva» de Menéndez Pelayo (Diego 1924a: 78).

 

4. La poesía es abolición o sincronización del tiempo. ¿Cómo se produjo esa rehabilitación? Pues leyendo a los clásicos áureos como si fueran poetas contemporáneos (axioma 3). Con científico «experimento probatorio», Cossío mostró que «nuestra sensibilidad» estética —la de los años veinte— rechaza en un soneto de Camoens sus «metáforas tópico, hoy apenas expresivas», y que esa sensibilidad «busca la imagen, e imagen no es sino lo que puede reproducirse pictóricamente. En nuestro inquirir de belleza plástica, no nos gozamos en la mera intención metafórica del poeta»; por eso, del soneto camoniano se salva esta imagen, en tanto experimento que puede reconfigurarse como pintura: «la garganta / de alabastro, por donde como yedra / las venas son de azul muy rutilante» (1927: 267-268). El erudito Cossío no fue rechazado por la Vanguardia, como entre otros muchos datos muestra la primera de las Epístolas de Versos humanos, A José María de Cossío (OCP: I, 311-312). Tampoco uno de los «nietos espirituales» de Menéndez Pidal y «biznietos» de Menéndez Pelayo, el editor en 1926 de las Poesías líricas de Lope, Montesinos, cuyo «fervor lopista», «heredado de su maestro» Castro, elogió Diego (1926: 365)[7]. Otros catalizadores de esta nueva inspiración en los odres viejos y áureos fueron instituciones como el «benemérito Centro de Estudios Históricos» (Diego 1925a: 249) y el canon del positivismo, digo, la BAE, al alcance económico de aquellos hijos de la burguesía que se rebelaban contra la Academia.

Y lo que no estaba en la BAE podía buscarse en la Biblioteca Nacional, a mano derecha, en «Raros». ¿Qué mejor lugar para poetas que eran profesores o para profesores que eran poetas? Erudita vanguardia: la Nacional de París también regalará a Apollinaire algunos de sus descubrimientos. Cierto día del invierno de 1923-1924, un admirado Diego mostraba a Salinas, en la sala de «Raros», «unos deliciosos versos», «plenamente poéticos», «de Pedro Soto de Rojas, espléndido poeta oscurecido del XVII»: «tiende las velas del vestido al viento / la hija de la espuma», o estos otros del «llanto de Venus por Adonis»: «y con las manos de cristal manchadas / como maestra los compases lleva / a la música nueva, / arrancando madejas de su frente» (Diego 1924d: 144). Cossío y Diego, pues, tenían un método: hacer que los poetas áureos se comportaran como creacionistas. Lope de Vega respondía al juego, como notó Gerardo Diego en estos versos del poeta del XVII: «Y veré que en la luna cristalina / la noche mal tocada / se aliña la cabeza desgreñada» (Nicolás 1981: 881). En tal sincronismo, Baroja puede influir sobre el Lope de Los ramilletes de Madrid, donde cita unos versos en vasco y adjunta «la traducción al modo del Baroja de Jaun de Alzate» (Diego 1924c: 135).

En virtud del «equilibrio» «de poeta y crítico» que reclamó Diego (1941: 13), el Veintisiete conecta poesía y filología. En su prosa crítica sugirió Diego que la Vanguardia influyó sobre los creacionistas del Siglo de Oro —según la idea de que lo poético de un texto pretérito es lo que en él sigue resultando actual—, y asentó que el verdadero artista, como el greguerizador Lope, profetiza los estilos futuros (Serrano Asenjo 1996: 22-23). Es una teoría que aún se aplica al postromántico Manuel del Palacio: «Siempre he pensado y predicado que nada hay tan revelador de un verdadero artista como su profecía de los estilos futuros» (Diego 1974: 91). Esta crítica pura conlleva, pues, abolir el tiempo y otras categorías aristotélicas: en la teoría vanguardista de la imitatio, la fuente es causa del nuevo poema, pero también su efecto (axioma 1).

Debo avisar que soy de letras y que, por lo que llevo dicho, el signo XVII no significa aquí esos «nuestros razonables abuelos del XVII» (Diego, «La vuelta a la estrofa», Carmen, I [1927]; pero cito por Rivera 1999: 156), sino puramente ‘Siglo de Oro’ tanto como ‘modernidad’. Sin embargo, la ecuación no funciona aún: XVII ≠ Veintisiete.

 

5. El todo es mayor que la suma de sus partes. Según la mística matematización que debemos a Saussure, el todo incluye lo tangible de sus unidades y lo abstracto de las relaciones. Éstas, a su vez, cohesionan los elementos del sistema, pero también establecen correspondencias —por decirlo en lengua simbolista— con otros todos (otras sincronías: axioma 4) y, por tanto, con la diacronía o tradición.

Como el poeta, el investigador inventa su campo de laboreo (axioma 2), orientando los resultados con sus preguntas previas. En el caso del Veintisiete, el mínimo común denominador de estudios y antologías está constituido por diez autores (Garrote Bernal 1994: 10-14). La cuantificación que implica todo canon deriva en este caso del índice de frecuencia con que un poeta aparece en las antologías del Veintisiete, desde la primera: aquélla que Diego cobijó tras las coartadas de Unamuno, Juan Ramón y los Machado, estrellas del firmamento poético de entonces, pero que el antólogo convierte en teloneros de los poetae novi que presenta a continuación, y donde figuran, entre otros, él y los nueve restantes del canon futuro, al que Diego dio forma casi definitiva en 1932. Las diez unidades del todo Veintisiete son: a) cuatro profesores o críticos literarios profesionales: Salinas, Guillén, Alonso y Diego; b) dos manieristas que recrean múltiples estilos: Lorca y Alberti (en sí misma, la poesía de éste es otra excelente antología del Veintisiete); c) un pseudomístico (Prados) y su epígono (Altolaguirre); d) dos deconstructores del ritmo: Aleixandre y Cernuda. Sin embargo, la ecuación sigue sin funcionar: 10 ≠ Veintisiete. Habrá que refinar el modelo para cuadrarla, acudiendo a la también fallida procedente del axioma 4 (XVII ≠ Veintisiete) y que corresponde a las relaciones abstractas que se derivan de los axiomas 1-4: e) sus lecturas o revisiones del pasado poético, y f) un calendario o agenda cultural y administrativa que pauta sus palabras en el tiempo con los centenarios de Góngora (1927), Lope (1935), Garcilaso (1936) y Juan de la Cruz (1941).

No le demos más vueltas, que así es la ecuación: XVII + 10 = Veintisiete. Sin embargo, y cuando convenga, la investigación programada de esta manera podrá modificar la fórmula a posteriori, tal como los economistas, esos otros científicos, hacen con sus cálculos: 11 + XVI = Veintisiete.

 

 

Y GRIEGA: LA LECTURA COMO DESMONTAJE

 

El catedrático Gerardo Diego explica literatura en el instituto. Desmontar textos para analizarlos es su método profesional de lectura, que no obstante criticó: «no es simpático descender a minuciosos análisis técnicos que lindan con la fría irreverencia» (1924a: 89). También porque temía que con el «método aislador de textos» de la filología «se puedan demostrar —me parece, al menos— tesis bastante diversas» sobre un autor (1926: 370), en lo que se vislumbró como deconstruccionista avant la lettre, de la misma manera que entre Azorín y Borges inventaron la teoría de la recepción, aunque ellos aún no lo supieran[8]. Que Diego practicó una suerte de deconstrucción queda testimoniado, ya desde su desmonté, en la canción 17 de Versos humanos (OCP: I, 275), que se lee bien como metapoética —pasa casi siempre con Gerardo Diego— y que expresaba la última insatisfacción generada por ese procedimiento:

 

Una a una desmonté las piezas de tu alma.

Vi cómo era por dentro:

sus suaves coyunturas,

la resistencia esbelta de sus trazos.

Te aprendí palmo a palmo.

Pero perdí el secreto

de componerte.

Sé de tu alma menos que tú misma,

y el juguete difícil

es ya insobornable enigma.

 

Procedimiento con el que desmontó Diego al Góngora de las Octavas sacras a la beatificación de san Francisco de Borja. Destacando la imagen de los vv. 3-4 («cuyos campos el céfiro más puro / jardinero cultiva no sin arte»), Diego afeó la «imperturbable serenidad de policía» de Salcedo Coronel, que la anotó sin sentir «emoción» estética alguna, lo que indica que esa imagen se adelantó a su tiempo, pues sólo la «sensibilidad» contemporánea puede gozarla. Por tanto, Góngora es un creacionista avant la lettre en otros «versos favoritos» deconstruidos: «El ayuno a su espíritu era un ala, / la oración otra, siempre fiscal recto / de su conciencia; bien que garza el Santo, / las plumas peina orillas de su llanto», versos que «no sugieren nada; pero hacen algo más importante: inventan, crean», al disponer con «limpia audacia» «la imagen final en toda su realizada claridad» (Diego 1924a: 81-83). Tratando la «peculiar sintaxis» gongorina, que «agrupa y recorta frases que, aparte lo que en sí son, están colmadas de incitaciones», Diego relata el proceder deconstructivo de cierto «admirado poeta» (¿el recurso al heterónimo?)[9], que «me señalaba en cierta ocasión algunos de estos hallazgos, que él obtenía aislando, según el giro del ritmo, determinados versos». Así, en «que espejo de zafiro fue luciente / la playa azul de la persona mía» (Polifemo, 419-420), destaca, «en su falso sentido aislado», un verso «de una belleza imponderable»: «la playa azul de la persona mía» (Diego 1924a: 85). Sí: «las ínclitas obras de arte están cabales en cada fragmento» (1924b: 385).

Desmontar un poema del pasado es acceder a los elementos menores de su construcción o arquitectura: sus ladrillos y piedras. Significativo por tanto es que precisamente el manifiesto-poema Creacionismo, de Imagen (1922), dé la pauta: «con los mismos ladrillos, / con las derruidas piedras, / levantemos de nuevo nuestros mundos» (OCP: I, 95). Es un «respeto» «por la tradición» que «distinguirá siempre el creacionismo de Diego» del practicado por Huidobro y Larrea (Rivera 1999: 155). Y «lo tradicional ofrece […] al lector, a pique de sumirse en el mar de la incomprensión, una posible tabla de salvación» (Espejo-Saavedra 1982: 211). Añádase que la tradición es aludida aquí mediante un tópico muy tratado por la poesía áurea, y singularmente por la barroca: el de las ruinas. La gramática poética dieguina se constituye así sobre dos grados, en diedro: el sintagma las derruidas piedras simboliza en el primer grado (el español estándar) el significado ‘tradición cultural’, y denota en el segundo grado (la lírica del Siglo de Oro) el sentido ‘poesía de las ruinas’. La fórmula de Montanyà que cité al principio, «vanguardista neorromántico clasicizante», es paradójica sólo en apariencia. Pues que la Vanguardia fue literatura para minorías selectas, capaces de descifrar los guiños intertextuales que explican su génesis y su sentido. La Vanguardia es poesía de catedráticos —universitarios y de instituto— con la que comulgan otros profesores y estudiantes en el laico monacato de la Residencia: también por su oposición a la juglaría burguesa del realismo y el modernismo, la Vanguardia fue oficio de intelectuales, redivivo mester de clerecía.

Revisemos someramente, con telescopio y microscopio, es decir, y como quería Química, 9-10, mirando lo grande y lo pequeño, los mecanismos derivados de la teoría de la imitatio enajenadora, con los que Diego compone una poesía vanguardista clasicizante[10].

 

Actualizaciones de prácticas poéticas áureas. Sólo algunos ejemplos: el ambiente eglógico de La caravana de las lecheras (El romancero de la novia, 1920), de Aldea (Manual de espumas) y de Idilio en Poemas adrede (OCP: I, 38-40, 180-181 y 372-374); las secciones de Epigramas en Imagen y de Glosas, Canciones, Elegías y Epístolas en Versos humanos (OCP: I, 155-159, 253-266, 267-282, 283-290 y 309-315); y Viacrucis  (1931), intento de enlazar con una tradición perdida: «Después del siglo XVII, son en nuestra lengua muy contadas las poesías religiosas» (OCP: I, 327).

 

Ruptura paródico-humorística. Los versos «Amor amor obesidad hermana / soplo de fuelle hasta abombar las horas» (Fábula de Equis y Zeda) remiten al soneto XXVII de Garcilaso, «Amor, amor, un hábito vestí….», que deriva del cant LXXVII de Ausias March, «Amor, amor, un habit m’e tallat…», también imitado por Hurtado de Mendoza: «Amor, Amor, me ha un hábito vestido…». Diego «hermana» tanto amor con la «obesidad», hasta definirlo como un «soplo de fuelle» que lo abomba todo, pues «el goce de amar» (Química, 6) y cualquier otro goce se asocia en español coloquial («poetiza lo vulgar») a la gordura o hinchazón: «No cabía en sí de gozo».

 

Sintagmática áurea. Diego juega con los apellidos («valle Vallejo» [1932: 291 y 293]; vega-Lope de Vega [1974: 15]), según una práctica frecuentísima en el Siglo de Oro (Simón Díaz 1952). El sintagma «Los días niños» (Primavera, en Manual de espumas) ha sido entendido por Espejo-Saavedra (1982: 205) como imagen, pero responde al uso barroco del sustantivo adjetivador: la imagen es en realidad todo el verso («Los días niños cantan en mi ventana»), como cruce de dos frases gramaticalmente posibles (Los días [se ven desde] mi ventana; Los niños cantan [bajo] mi ventana), cruce que genera un nuevo sintagma (creacionismo), que significa ‘los días recién amanecidos’. Según Espejo-Saavedra (1982: 207), Diego presenta esos «días» como «Violadores de rosas», verso que remite a «Tempus edax rerum» (Ovidio, Metamorfosis, XV, 234: «El tiempo devorador de las cosas»). Pero su formulación verbal no es ovidiana, sino que se apoya en sintagmas del XVII como el tiempo Nerón (Quevedo), que significaba ‘el tiempo destructor’.

 

Lexemas clave. A veces, un lexema será señal de lectura áurea reinstaurada en el nuevo poema, como ocurre con el garcilasiano somormujas (OCP: I, 84) de Acuario (Imagen).

 

 

ZEDA: LA CIENCIA DEL DESMONTAJE Y EL RECICLADO

 

Diego se pasó la vida o su poesía fingiendo que despreciaba a los comentadores, y a la vez sembrando pistas para la crítica futura: celando y revelando, como dice una de las tres sextinas, la enderezada a José María de Cossío, de En la «Fábula de Equis y Zeda» (Hasta siempre, 1949), que habían sido otras tantas dedicatorias escritas en ejemplares de aquel poema (OCP: I, 604):

 

Retórica por ti, José María,

en reales sextinas irreales,

bajo pliegues de estrofa mi poesía

cela y revela miembros virginales

para que en torno de ellas, como sueles,

doctamente salzedocoroneles.

 

Siendo «una de las muchas “metamorfosis” de la poesía barroca» (Alonso 1941-1944: 239)[11], en la Fábula de Equis y Zeda «confluyen» «las tradiciones “clásica” y moderna», así como «los discursos creador-lírico y crítico-humorístico: señas y contraseñas para transformar la mítica aventura amorosa en una nueva aventura poética» (Pérez 1993: 108). Aventura que no se limita a lo que Peinado Elliot define como «parodia» del «modelo barroco y tardo-modernista» (2006: 186). En un reciente artículo he comentado este poema, aplicando la hipótesis de que responde, en segundo grado, a otro de Gabriel Bocángel (Garrote Bernal 2007). Diego ya había puesto las cartas sobre la mesa en la epístola A Juan Larrea de Versos humanos (OCP: I, 315):

 

Al radio de mi brazo se me ofrecen actuales

el Góngora de Hozes y mi Bocángel raro;

mi Bocángel, un cofre de esplendores verbales

cuyo oro hilado arde sus destellos de faro.

 

Ya adivino tu gesto esquivo y enigmático.

Sí. Ya te entiendo. Temes que me tienten las glosas,

que me contagie el morbo estéril del gramático

y en heroico herbolario pare el cultor de rosas.

 

No, amigo, te prometo ganar siempre mi día […]

 

El cultor de rosas injertará a Bocángel dentro de mi día: en esa operación consistirá la Fábula de Equis y Zeda, que reescribe no tanto el Fernando y el Retrato panegírico de Bocángel, textos mencionados a este propósito por Bernal (1993: 59-64), como la Fábula de Leandro y Hero (Bocángel 1637: 319-346). Adelantemos la sextina 34 de Diego:

 

Es la hora exacta de los capiteles

que pliegan sus follajes convecinos

La historia ya de los amantes fieles

se reduce a muy pocos Apeninos

Uno dos tres tal vez quién lo diría

cuatro no más a fuerza de miopía

 

Deconstrucción de piedras y ladrillos, decíamos. Aquí, del templo de Venus, a cuyas «cien colunas» alude la Fábula de Leandro y Hero también con la palabra capitel (v. 195), y que se situaba en medio de un bosque, los follajes convecinos de Diego: «Hay en la parte donde Sesto acaba / templo grande, gran bosque y gran teatro» (vv. 137-138). Materia para la ecfrasis bocangelina, sobre aquellas columnas se habían labrado numerosas escenas en relieve (vv. 145-152):

 

En orden circular hay cien colunas

en alto, que grabó mosaico vano

con adversas y prósperas fortunas

del griego, del egipcio, del tebano.

Relevantes estatuas hay algunas

que burlan la atención, después la mano;

finge el bulto vivaz artificioso

voluntario sosiego, no forzoso.

 

Así pues, los versos iniciales de la sextina 34 puede parafrasearse como «Era la hora de contar historias». Las que narraban mudas aquellas estatuas del Leandro que llamaban la atención y luego eran tocadas de tan reales como parecían, cifra metaartística habitual en Bocángel y Diego. El que las estatuas fueran relevantes, es decir, talladas en relieve sobre el fondo del mármol, da pie a la imagen de Diego, que transforma tal relieve en esos ya no desconcertantes Apeninos. Por lo demás, el «mosaico» bocangelino trataría de lo histórico-mitológico «del griego, del egipcio, del tebano», pero Diego lo cruza con la «historia de los míseros amantes», verso 548 del Leandro, reescrito ahora como La historia de los amantes fieles. Es que Bocángel había aludido en otro pasaje a mitos de amor frustrado, que Diego interpreta como amor fiel y de los que dice que eran muy pocos: Uno dos tres, lo que coincide con los mencionados en el Leandro: Orfeo-Eurídice, Narciso-Eco y Venus-Adonis (vv. 169-184 y 201-208). Cuando apunta a que quizá fueran cuatro, Diego parece incluir a la propia pareja de Leandro y Hero. En todo caso, no más, afirma con giro muy de Bocángel: «donde nace no más vive el conceto», «Esto [dice] el joven no más», «puede serlo no más mientras empieza» (vv. 237, 361 y 534). El cierre de la sextina, a fuerza de miopía, es humorístico: hay que rebuscar mucho en los relatos míticos para hallar parejitas fieles; tanto, que uno se queda miope.

Sí: «Es la hora exacta de los capiteles». Todo puntual, o Bocángel punto por punto. La historia de los amantes de Abido y Sesto, relatada por éste y sobreescrita por Diego, se convierte en un palimpSESTO.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] Cito este texto y el anterior por Soria Olmedo (1988: 212 y 213). La primera versión del presente artículo fue leída en el congreso La poesía española del siglo XXI: los caminos de la tradición (Madrid, Facultad de Filología de la Universidad Complutense, 18 de octubre del 2004).

[2] Diego (1989: I, 41-42), en adelante OCP. El libro donde se colecciona este poema, Iniciales (1917-1918), sólo fue publicado en 1943 como parte de El romancero de la novia (OCP: I, 53). El anticipo de Diego (1941: 17-24), no incluyó Química.

[3] Del verso final de Giralda (OCP: I, 433), «Volumen nada más: base y altura» (Alondra de verdad, 1941), Diego subrayó su «geometría —que yo quiero aún humana—» (OCP: I, 489).

[4] Cfr. los diccionarios académicos en el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española de la Real Academia Española. Esa acepción no figura en Covarrubias.

[5] VV. AA., El autor enjuicia su obra, Madrid, Editora Nacional, 1966, p. 56; pero cito por Nicolás (1981: 883 y n. 29).

[6] Este mal sistema de imitación demasiado apegada al modelo, sería el empleado por Alberti en la Soledad tercera (Cal y canto, 1926-1927), pero no por Lorca en la Soledad insegura (1926-1927); cfr., para ambos poemas, Pérez Bazo (1998); para el primero, Garrote Bernal (1994: 98-104).

[7] Florit Durán (1996: 26) destacó el «magisterio filológico de Montesinos» sobre el Veintisiete.

[8] Diego no sólo anuncia la deconstrucción; también la teoría de la recepción, esta vez tras las huellas de Azorín: «una impresión de época ¿se consigue más viva a través de unas páginas mediocres, de unas estampas vulgarmente bien hechas, o frente a las claras obras maestras de la generación? […] “Azorín” no dudaría» (Diego 1925d: 122).

[9] Cfr.: «sé de algún discreto amigo que lo ha elevado [el punto de vista de Sansón Carrasco] a la categoría de estética quijotesca, cervantina y casi general» (Diego 1926: 371); «según me advertía un dilecto poeta, sentimos por Charlot la misma simpatía compasiva que guardaríamos para un perro […]. Charlot, diríamos, es humano como un perro. Y esta paradoja es la paradoja fundamental de todo arte. Sólo al hombre le es negado en el arte ser humano. Como al perro ser cínico»  (Diego 1924b: 386), donde por otra parte se explicita el típico salto lógico que hay detrás del discurso vanguardista: «humano como un perro».

[10] En su fundamental trabajo, Nicolás rastrea en la poesía de Diego las «alusiones explícitas a Lope», en las que incluye la presencia de éste en Canciones a Violante (1959) y Sonetos a Violante (1962), y cataloga las relaciones entre ambos poetas en dos grupos: «construcciones e imágenes» (halla 16 semejantes) y «“pastiche” […] a la manera y estilo de Lope» (1981: 884-897).

[11] Alonso también apuntó que en la Oda a Belmonte (La suerte o la muerte, 1963; OCP: I, 1380-1386) «a veces se presiente casi la fábula mitológica y barroca» (1941-1944: 240).