El mundo rural de Mágina.

Una aproximación ecocrítica a El viento de la Luna

de Antonio Muñoz Molina

 

Marco Janner y Daniel Leuenberger

(daniel.leuenberger@rom.unibe.ch)

universidad de berna

 

 

Resumen

En El viento de la Luna Antonio Muñoz Molina regresa al mundo imaginario de Mágina, espacio en el que la Naturaleza desempeña un papel determinante. Nuestra lectura ecocrítica sitúa en un primer plano la relación entre el hombre y el medio ambiente.

 

Abstract

In El viento de la Luna (The Wind of the Moon) Antonio Muñoz Molina returns to the imaginary world of Mágina, a place where Nature plays a determinant role. Our ecocritic lecture is focussing on the relation between mankind and environment.

 

Palabras clave

Antonio Muñoz Molina

Ecocrítica

Naturaleza

Lugar

 

 

 

 

Key words

Antonio Muñoz Molina

Ecocriticism

Nature

Place

 

AnMal Electrónica 24 (2008)

ISSN 1697-4239

 

 

INTRODUCCIÓN

 

En su última novela, El viento de la Luna, Antonio Muñoz Molina (2006) regresa una vez más al mundo de Mágina, esa localidad andaluza con las características de Úbeda, la ciudad natal del autor. De esta forma se abre un nuevo ciclo narrativo con un espacio conocido por los lectores, que empezó en 1986 con Beatus Ille para seguir con El jinete polaco (1991) y Los misterios de Madrid (1992). Mágina vuelve a ser el espacio donde se desarrollan, en una concatenación causal, los acontecimientos más importantes, el macrocosmos que condiciona y determina, en última instancia, el desenlace. A ello se añade el hecho de que las costumbres y el peculiar modus vivendi de la localidad adquieren un significado especial, connotativamente revalorizados, al ser contrastados con el mundo externo, representado, hasta el último grado de distanciamiento, por la misión espacial del Apolo XI, que llegaba a la Luna el 20 de julio de 1969.

Igual que en las obras mencionadas, en El viento de la Luna el espacio es uno de los elementos organizadores en la estructura del relato. Muñoz Molina manifiesta de nuevo su magistral habilidad en la percepción y configuración de lugares y ambientes de una alta impresión sensorial, a lo que contribuyen elementos sugestivamente perceptibles y estimulantes: luces, colores, voces y olores. En nuestra novela, el pueblo, las huertas y los olivares constituyen el espacio propio de un protagonista adolescente que arrastra al lector al mundo arcádico de su infancia.

Aquel 1969 en que el hombre pisa la Luna, el narrador-protagonista tiene trece años. Éste es precisamente el referente que elige el autor para mantener esa constante relación de correspondencias entre la intrahistoria del protagonista y un condicionamiento modelador. La tensión narrativa basará su movimiento discursivo, a la par que constituye el marco macroestructural que subordina la acción principal, en la dialéctica que se crea entre la trascendencia que marca el hito universal frente a la voluntad de una aldea que no puede sustraerse a su influjo: el narrador-protagonista vive en un mundo en el que aún se usa el arado romano y se explota la tierra según las técnicas y procedimientos moriscos. La tensión entre la vida diaria, con sus trabajos arduos, y la realidad extramuros que transmite la pantalla de la televisión, se constituirá en el eje vertebrador de la obra, que estructuralmente establecerá toda una red semántica de oposición espacial que derivará en una inconciliable tensión mítico-simbólica entre dos isotopías irreconciliables.

Ese ritmo opositivo será la pauta bajo la que serán abordados varios temas, entre los que destaca la superposición de dos viajes. El primero es real: la misión al espacio y la transición de la infancia a la adolescencia. Como es comprobable a nivel textual, los dos mundos se conectan y vinculan recíprocamente en una interrelación fluida susceptible de ser analizada en un marco semasiológico que enfrente dos áreas vitales. En una entrevista el autor explica: «este chico vive una especie de metamorfosis, todavía no acaba de ser ni mariposa ni nada. Está brotando del capullo. Se siente muy cerca de la infancia y tiene una conciencia muy clara de que ha perdido el estado de gracia de la infancia, entre otras cosas porque ha empezado a descubrir la culpa, la vergüenza» (Cruz 2006). El segundo viaje es metafórico y recurrente en la obra del autor: el periplo de la memoria. Muñoz Molina ha invocado reiteradamente la función mnemotécnica de la literatura, y su escritura ha estado continuamente encaminada a dicho fin. En este sentido es revelador que opte por un verso del gran poeta sevillano como cita que abre la novela, el primero del poema «Sólo recuerdo la emoción de las cosas, / y se me olvida todo lo demás; / muchas son las lagunas de mi memoria» (Machado 1997: 429). Y es cierto: aunque Muñoz Molina admita implícitamente que la memoria tiene muchas lagunas, en El viento de la Luna consigue magistralmente recrear y transmitir a sus lectores aquella «emoción de las cosas».

Un especial esmero ha sido puesto también en la construcción de los personajes. Muy elaborado y entrañable es, por ejemplo, el padre del protagonista; el autor retrata aquí una etopeya íntimamente caracterizada que, sin lugar a dudas, puede ser identificada con su progenitor, a quien consagra la dedicatoria inicial.

En El viento de la Luna, Muñoz Molina no diseña simplemente un cuadro costumbrista y nostálgico del mundo rural de su infancia; la naturaleza, por el contrario, llega a desempeñar un auténtico protagonismo autónomo en la obra. Asimismo, la relación entre los hombres y el medio ambiente se mantiene en un primer plano, siempre en contraste con la más estridente modernidad representada por el viaje de Armstrong, Collins y Aldrin a la Luna. Ésta es precisamente la razón por la que quisiéramos proponer un acercamiento ecocrítico a la obra.

Entre las muchas definiciones existentes del término ecocrítica, destaca la de Glotfelty (1996: xix), que, al ser la menos restrictiva, ofrece, en consecuencia, una mayor apertura interpretativa:

 

What is then ecocriticism? Simply put, ecocriticism is the study of the relationship between literature and the physical environment. Just as feminist criticism examines language and literature from a gender-conscious perspective, and Marxist criticism brings an awareness of modes of production and economic class to its reading of texts, ecocriticism takes an earthcentred approach to literary studies.

 

Dado que un enfoque ecocrítico implica romper con la desfasada noción de la autonomía del texto literario y crear una fluencia asociativa entre la obra y su entorno, Kerridge (1998: 5) destaca el potencial sociopolítico del acercamiento, y así nos brinda otra definición:

 

The ecocritic wants to track environmental ideas and representations wherever they appear, to see more clearly a debate which seems to be taking place, often part-concealed, in great many cultural spaces. Most of all, ecoctriticism seeks to evaluate texts and ideas in terms of their coherence and usefulness as responses to environmental crisis.

 

La ecocrítica parte de un abanico de preguntas que surgen como consecuencia del encuentro entre medio ambiente y literatura: ¿cómo se representa la naturaleza en un texto determinado? ¿Qué papel desempeña el espacio en la trama? ¿Son compatibles los valores expresados con la responsabilidad hacia la naturaleza? ¿Cómo se va introduciendo la crisis ambiental en la literatura contemporánea? Partiendo de un análisis inductivo aplicado a aspectos del lugar y de la temporalización, el estudio concluirá con algunos recursos narratológicos de los que se sirve el autor para describir por un lado la naturaleza y por otro la relación que establecen los hombres con la misma.

 

 

VINCULACIÓN AL LUGAR

 

Buell destaca y discute en varios ensayos la importancia del lugar (place) en el análisis ecocrítico de una obra literaria. Más específicamente habla de la «place connectedness», que en castellano podría ser traducido como «vinculación al lugar». Buell (2001: 55-83) distingue hasta cinco dimensiones de vinculación: un lugar es susceptible de ser descrito en áreas concéntricas de intimidad en gradación decreciente. Esta vinculación es propia de una sociedad arcaica, mientras que la segunda dimensión, el archipiélago de lugares, entendido como una estructuración constelar donde hay un lugar específico para cada actividad (trabajo, ocio, descanso en familia), es más característica de una sociedad moderna. En tercer lugar existe otra dimensión que describe lugares no estables; se trata de espacios que han cambiado estructuralmente de forma debido a fuerzas exteriores o interiores, como el cambio que vive el medio ambiente en América después de la colonización europea o las huellas culturales que dejan, con el paso del tiempo, los habitantes de un territorio: cultivos, acequias, etc. La cuarta dimensión concibe el lugar como acumulación de todos los ámbitos que fueron significativos para una persona. En la infancia se forma el «patrón del lugar» gracias a una fuerte energía emocional relacionada con recuerdos del profundo pasado. Esta cuarta dimensión tiene particular importancia para forjar la identidad y los sueños colectivos. Finalmente, existe la vinculación a lugares ficticios o virtuales: la experiencia personal en un determinado lugar no está en relación directa con la influencia que el medio puede ejercer sobre la conciencia individual.

Muñoz Molina emplea virtuosamente la técnica de áreas concéntricas de decreciente intimidad para focalizar y proyectar el mundo agrario, rico en costumbres ancestrales, donde vive el muchacho-narrador. Al comienzo del segundo capítulo el protagonista es presentado a la hora de la siesta en su habitación de la segunda planta; está en su pequeño refugio, el lugar adonde se retira para leer y soñar. De pronto lo llama su abuelo y después de un largo rato el chico se viste lentamente y baja:

 

Me he vestido [...] y he bajado hacia el mundo de ellos [...]. Cruzo la planta en penumbra de los dormitorios de los mayores, en la que también están las vastas cámaras en las que se guarda el grano y en las que se extienden a secar los jamones [...]. Bajo hacia los portales hacia donde sucede la vida diurna de los adultos y del trabajo, donde está la cocina, la habitación de invierno, que llaman despacho, la cuadra de los mulos, el corral con la parra y el aljibe, con la caseta del retrete. En el corral también está el pozo de donde sacamos el agua salobre [...]. (2006: 34)

 

Más adelante el lector podrá pasear ampliamente por el barrio donde vive el muchacho: conocerá plazas y calles de Mágina e irá también a las afueras de la ciudad, a la huerta del padre. Durante las largas vacaciones de verano el protagonista tiene que ayudar al padre, horticultor, en sus tareas cotidianas. La primera impresión que le llega al lector de este lugar es el momento en que padre e hijo desayunan juntos al amanecer bajo un granado: «Bajo las ramas del granado, en el espacio umbrío donde está la alberca en la que lavamos la hortaliza y la fruta a la caída de la tarde, mi padre y yo desayunamos con la primera luz de la mañana, cuando el sol aún no ha remontado los cerros del este» (Muñoz Molina 2006: 180). Ya hacia el final de la novela el narrador recuerda, relacionando e interconectando motivos sensoriales registrados en su memoria, que el año anterior, justamente cuando Apolo VIII voló a la Luna, se fue con su madre a ganar su primer jornal en la cosecha de la aceituna. De este modo alcanza el lector el área concéntrica más alejada: los olivares, cuyo reflejo verde-gris llega hasta el horizonte en esta provincia de la Andalucía oriental.

 

 

EL TIEMPO ARCAICO EN EL VIENTO DE LA LUNA

 

En el mundo arcaico de Mágina el tiempo transcurre de forma circular. Es un tiempo lento y cíclico que se propaga en ondas concéntricas por la ciudad y por el campo desde el reloj de la torre de la Plaza de Orduña:

 

Engranajes herrumbrosos se mueven en el interior de las torres de las iglesias y en la gran torre del reloj que hay en la plaza del General Orduña y van marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un lago o de un estanque […]. (2006: 96)

 

Muñoz Molina es muy explícito en lo que sigue: esta sucesión del tiempo es tan lenta y pausada como las tareas del campo, como el transcurso translaticio de las estaciones o como el paso lento de los bueyes. El trabajo del campo en estrecho contacto con la naturaleza es cíclico y cada etapa se repite sin alteraciones, «porque el tiempo en el que viven [los campesinos] no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite, al ritmo demorado y previsible con que se suceden las estaciones, los trabajos del campo, los períodos de la siembra y de la cosecha» (2006: 109). Esta actitud del campesino que se adapta a los ritmos de la naturaleza es profundamente respetuosa hacia el medio ambiente, no desde un conocimiento teórico, sino desde una humildad y una comprensión intuitivas. El tiempo en que vive la familia del muchacho «no es una flecha lanzada en línea recta», diferenciándose diametralmente de un tiempo moderno en que una nave espacial es lanzada como una flecha al cielo para aterrizar aquel 20 de julio de 1969 en el Mar de la Tranquilidad: «el Mar de Tranquilidad en el que dentro de menos de cuarenta y ocho horas se posará el módulo Eagle, Águila según mi diccionario de inglés, la cápsula en forma de poliedro con largas patas articuladas que parecen extremidades de una araña o de un cangrejo robot» (2006: 97). Esta continua combinación alternante entre el mundo de Mágina y la más estridente modernidad — según la cita que procede de un recorte de periódico, «Los vuelos espaciales son el mayor exponente de la nueva era en la que ha entrado la Humanidad y han sido posibles gracias a los computadores electrónicos» (Muñoz Molina 2006: 200)— del viaje a la Luna, que casi parece sacado de uno de los cuentos de ciencia ficción que lee el muchacho, es característica de toda la novela:

 

he tardado tanto en dar señales de vida y responder a las llamadas de mi abuelo, al que ahora oigo atareado en la cuadra, quizás preparándose para sacar a la burra diminuta sobre la que va cada mañana y cada tarde a sus tareas en el campo. Algún día las máquinas dominarán el mundo y habrá coches voladores y viajes turísticos al planeta Marte, pero por ahora mi abuelo disfruta saliendo a los caminos montado en su burra, animándole el trote con una vara flexible de olivo, cantando por lo bajo coplillas flamencas. (2006: 39)

 

Este ejemplo, basado en una evidente construcción antitética, revela la desaparición, en paulatina progresión, de un mundo arcaico, mientras se vislumbra la llegada de la modernidad a Mágina: la tienda de electrodomésticos de la tía Lola, el televisor en la casa del protagonista recién comprado ese año, la publicidad de los centros turísticos de la costa y el interés de la gente por las innovaciones técnicas, sea el invento de una ducha improvisada en casa o los vehículos motorizados que poco a poco empiezan a sustituir a los animales. La presencia de los dos mundos es constante y se refleja a cada paso en la novela. Muñoz Molina los contrapone hábilmente en la microestructura del texto: el mundo arcaico local frente a la modernidad representada por la tía Lola y el viaje al espacio:

 

Los tacones altos de mi tía Lola repican con un ritmo festivo cada vez que viene de visita a nuestra casa, y enseguida se oye el rumor de sus pulseras y llena el aire la fragancia de su agua de colonia, que disuelve transitoriamente los olores habituales, el del estiércol en la cuadra, el del grano almacenado, el olor a trabajo y fatiga con que mi padre y mi abuelo vuelven del campo al final del día. Los astronautas esperan el momento de la ignición de los motores de la tercera fase. (2006: 22)

 

Este fragmento, aplicable a toda la obra, fija el ritmo pausado de un mundo rural que se enfrenta a otro ritmo, marcado por los tacones y las pulseras de Lola; los olores del campo se oponen a los de la ciudad y la fatiga del trabajo manual, al poder inmenso del mundo técnico.

 

 

LA REPRESENTACIÓN DE LA NATURALEZA EN EL VIENTO DE LA LUNA

 

¿Cómo consigue Muñoz Molina transmitir con esa fina maestría el sentimiento que late en «la emoción de las cosas»? Con frecuencia, el autor describe la naturaleza desde un enfoque impresionista con breves pinceladas evocadoras: impresiones y sensaciones siempre tamizadas por la memoria. La descripción del espacio natural es léxicamente traducida en un calculado juego de aliteraciones que pretenden reconstruir fonosimbólicamente el espacio narrado: «En el techo denso de ramas y hojas de la parra que cubre el corral zumban las avispas y aletean y pían los pájaros que esperan a que las uvas alcancen su primera sazón para empezar a picotearlas» (2006: 108-109).

Una noche el protagonista está asomado a la ventana y observa los animales nocturnos. Los murciélagos «cruzan volando, se deslizan sin apenas rozarlas entre las ramas» y la salamanquesa espera a que un insecto «se ponga al alcance de su lengüetazo instantáneo» (2006: 94). La recurrencia de fonemas laterales /l/, vibrantes alveolares /r/ e interdentales /q/ en la primera cita evoca el vuelo de estos mamíferos nocturnos, mientras que en la segunda tanto el sufijo -azo como el calificativo instantáneo remedan los ágiles movimientos del reptil.

Los procedimientos sinestésicos también son empleados en la minuciosa descriptio de la naturaleza, como cuando se enfoca, en una proximidad extremamente evocadora, una de la plazas de Mágina: «Después del sol de las cinco de la tarde en la plaza y del aire ardiente, denso del olor húmedo de la savia en los álamos» (2006: 51). La ekphrasis se va elevando climáticamente desde el realismo tradicional hasta un poder altamente expresivo y comunicador que convierte a la tradicional ancilla Dei en un sujeto enérgico e influyente. En general los olores juegan un papel decisivo en la descripción de la naturaleza a modo de conservas emotivas preservadas por la memoria del autor. Por encima del resto de los sentidos, el olfato se erige en el medio empírico de aprehensión del mundo. Así cuando el narrador describe por primera vez la huerta del padre recuerda vivamente la impresión que ha plasmado en él «el olor de las ovas en la alberca, el de las hojas ásperas y la savia picante de las higueras, el de las hojas tiernas y empinadas en el fresco del día de las matas de tomates» (2006: 180).

Toda una gama de elementos secundarios apoya la construcción de una sociedad ancestral. El protagonista vive en una casa sin agua corriente y el retrete está en el patio. En verano el abuelo calza «alpargatas de lona con la suela de cáñamo, que amortigua y hace más grave el sonido de sus pasos» (2006: 22), un calzado primitivo y pobre adaptado al ambiente en el que se desenvuelve la vida. Amén de estar provista de un cariz cariñoso y suave, esta descripción ilustra perfectamente el equilibrio entre el ser humano y su entorno. Localizamos igualmente descripciones escrupulosamente minuciosas, profusas en adjetivos procedentes del mundo doméstico del muchacho. En lugar de recurrir a los más habituales electrodomésticos (como una nevera), se suele guardar la sandía del postre del domingo en el pozo del patio, una técnica antiquísima que prescinde de energía eléctrica.

El padre del protagonista afirma con orgullo que es hortelano, no un mero agricultor o campesino. Cuando explota la huerta con técnicas ancestrales todo refleja la lentitud y armonía con su entorno:

 

En la primera luz y en el aire fresco y perfumado de la mañana de julio mi padre desayuna en pie pan con tocino y mira en torno suyo la tierra que le pertenece, la que ha cuidado, labrado, limpiado de malas hierbas, sembrado en cada momento justo, abonado con el mejor estiércol y roturado según una geometría inmemorial de acequias, caballones y surcos, nivelándola para que el agua del riego avance sobre ella a la velocidad precisa, de modo que no se desborde pero que tampoco se quede inmóvil y empozada: es una tierra en la que no hay nada de ilimitado o de agreste, en la que todo está calculado con arreglo a una larga experiencia y a la medida de fuerzas humanas casi siempre solitarias o de grupos muy reducidos de trabajadores diestros en un cierto número de saberes que requieren sobre todo celo y constancia. (2006: 187)

 

Trabaja con esmero, querencia y respeto una naturaleza de la que saca su pan cotidiano. Las expresiones que emplea el autor son significativas: «actuar con mucho cuidado, delicadeza última, aproximación cautelosa, ojo adiestrado, con una diestra sutileza, tiene algo de caricia» (2006: 181). El muchacho tiene que recorrer la huerta con un cencerro para espantar los pájaros, y a los escarabajos los recoge en un cubo de agua para ahogarlos: técnicas atávicas, arraigadas a lo telúrico, y anteriores, por supuesto, al DDT, cuyo uso ya estaba ampliamente generalizado en la sociedad.

Todo tipo de animales domésticos o salvajes invaden el escenario de este mundo agrícola: la burra, la mula, los cerdos, las golondrinas, los gorriones, los murciélagos, la araña, el ratón. Cuando el narrador focaliza su mirada en una gallina que acaba de poner un huevo pretende imbuir al lector en la atmósfera embriagadora de un mundo «bien hecho», eco del Cántico de Jorge Guillén:

 

una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre. (2006: 35)

 

Finalmente se presenta el olivo, el árbol por antonomasia de la región mediterránea que da su característica inconfundible al campo jienense. En las antiguas culturas mediterráneas el olivo era considerado árbol sagrado. Una deidad egipcia se llamaba Jeribakef (‘el que está debajo de su olivo’). En el Antiguo Testamento ser comparado a un olivo era equivalente a estar bajo la protección divina: «Pero yo, como un olivo verde en la casa de Dios, confío en el amor de Dios para siempre jamás» (Salmo LII, 10-11). Para el profeta Zacarías los dos olivos «son los dos ungidos que están ante el Dueño de toda la tierra» (IV, 14). En el mundo helenístico, el olivo estaba consagrado a Palas Atenea, la diosa de la sabiduría protectora de la ciudad de Atenas; y en el Corán es símbolo de la bendición divina. No es casualidad, pues, que Muñoz Molina hable de una «deidad austera» cuando describe por primera vez el olivo:

 

El árbol es una deidad austera y resistente a los golpes de las varas, un organismo de una fortaleza hosca, casi mineral, adaptado a los extremos del clima, a la escasez de agua, a las heladas del invierno, con un tronco duro y rugoso por el que parece imposible que circule la savia, con el volumen y la textura de una roca o de una joroba de bisonte, con raíces tan hondas que pueden alcanzar las humedades más escondidas de la tierra, con hojas puntiagudas, con el haz verde oscuro y el envés de un gris de polvo, hojas pequeñas y combadas para resistir en el aire muy seco reduciendo un mínimo la evaporación. (2006: 254)

 

Altamente adaptados al medio en el que vive, con sus raíces profundas y hojas fuertes y pequeñas, los olivares son la huella más antigua que ha dejado el hombre en la naturaleza andaluza, tendiendo sobre el paisaje de suaves colinas una exacta geometría sumamente cuidada: «Plantados en filas paralelas, a distancias iguales, sobre la tierra clara y arcillosa, los olivos cuadriculan el paisaje con una seca geometría que sólo se suaviza en las distancias, cuando la bruma azulada y la sucesión de las copas enormes ofrece un espejismo de frondosidad» (Muñoz Molina 2006: 254). El olivo recuerda, en un sistema de relaciones metonímicas, al peón del campo andaluz con su «figura ascética, huraña» (2006: 254), que gana su pobre jornal en la cosecha de la aceituna, lo que le confiere su identidad, vigor y fuerza[1].

 

 

CONCLUSIONES

 

El viento de la Luna no sólo permite al lector su regreso a Mágina; por encima de todo rinde un formidable homenaje a la figura del padre y a una cultura rural en vías de extinción que se presenta en permanente oposición a la más estridente modernidad (el viaje del Apolo XI a la Luna). Lejos del equilibrio clasicista de un retrato costumbrista y evocador, la novela confiere un auténtico protagonismo a la naturaleza, permitiendo de este modo al investigador la posibilidad de un acercamiento ecocrítico. El autor se sirve de varios recursos estilísticos para describir una sociedad arcaica que vive de la naturaleza y en su compañía. Al tiempo que mantiene un trato deferente y considerado con su entorno, al habitante de Mágina —lugar resguardado del poder arrollador del progreso— se le abren las puertas de otra sociedad, moderna y aparentemente venturosa, que se aleja irreparablemente de los viejos saberes.

Muñoz Molina nos cuenta —ficcionalizada, pero claramente reconocible—, la historia de su Úbeda natal en el momento crucial en que se sustituye la bicicleta por la motocicleta y las reuniones familiares por las tardes delante del televisor. En una cuidada destilación se percibe cierta añoranza de la securitas de un refugio edénico que se nutre de la experiencia generacional de muchos siglos. Sin condenar lo venidero, sin juzgar el mundo técnico, la novela constata que ha tenido lugar un cambio de paradigma importante. Lo antiguo, que ha sido señal de un trato respetuoso con la naturaleza y que ha implicado siempre el equilibrio entre hombre y medio ambiente, ha dejado lugar a una renovación de consecuencias desconocidas. La dicotomía es evidente. Por un lado, en el protagonista de la obra se manifiesta la alienación irreversible: atenuada por el optimismo y el entusiasmo de la juventud, no deja de señalar que se ha abierto un camino que puede distorsionar equilibrios socioculturales y biológicos. Por otro lado, la modernidad también es una ocasión que permite liberarse de vínculos atávicos de dependencia mantenidos por la jerarquía terrateniente y la Iglesia. El viaje metafórico del protagonista apunta claramente en esa dirección: en el cálido verano del 69 el niño vive una especie de metamorfosis que se manifiesta en el tránsito de sus iniciales lecturas de aventuras al interés por la actualidad y a la lectura de libros de ciencia. Descubre así otro mundo posible, el mundo de la racionalidad y del progreso.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

l. buell (2001), Writing for an Endangered World, Cambridge (Mass.), Harvard University.

j. cruz (2006), «De Nueva York a la Luna», El País Semanal, 10 de septiembre, pp. 37-42.

c. glotfelty (1996), «Introduction» a C. Glotfelty y H. Fromm, eds., The Ecocriticism Reader: Landmarks in literary ecology, Athens (Ge), University of Georgia.

r. kerridge y n. sammells (1998), eds., Writing the Environment. Ecocriticism & Literature, London-New York, Zed Books.

a. machado (1997), Poesías completas, Madrid, Espasa Calpe.

a. muñoz molina (2006), El viento de la Luna, Barcelona, Seix Barral.


 

[1] La invocación al poder telúrico de los olivares como fuerza motriz que imprime el empuje bélico y los bríos comunistas a los trabajadores explotados de Jaén, aparece en el conocido Aceituneros, de Miguel Hernández, recogido en su poemario de guerra Viento del pueblo (1937).