Mª Jesús Torrens Álvarez, Edición y estudio lingüístico del Fuero de Alcalá (Fuero Viejo), Fundación Colegio del Rey, Alcalá de Henares, 2002, 687 páginas.

 

En este libro se presenta una fuente documental del segundo cuarto del siglo xiii, de incalculable valor paleográfico, histórico y filológico, el Fuero de Alcalá de Henares, gracias a la excelente edición que Mª Jesús Torrens ha llevado a cabo junto a su análisis lingüístico.

En cuanto a la estructura del libro, aparece, en primer lugar, una amplia Introducción (págs. 13-28) en la que se trata el contexto histórico del texto, la presentación del códice, algunas de las cuestiones lingüís­ticas de destacado interés por sus implicaciones y, además, su filiación y su posible relación con otros fueros, de manera que se adelantan muchos de los aspectos que se analizarán con más detenimiento en los siguientes capítulos.

Así pues, se explica que se trata de un documento oficial destinado al concejo de la villa. Es el legajo número 825 del Archivo Municipal de Alcalá de Henares y se encuentra en un códice en pergamino, de 55 folios. No hay datación crónica ni tópica, pero, al saber que fue otorgado por Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, tal como viene avalado por su firma, se sitúa cronológicamente en la primera mitad del siglo xiii, con anterioridad a 1247, fecha de la muerte del arzobispo, quien recopila los fueros otorgados por los arzobispos anteriores y los amplía. La importancia de este Fuero municipal radica, pues, en que permite conocer con más detalle el romance anterior a Alfonso X, mostrando los rasgos gráficos y lingüísticos, en general, de la etapa previa a la fijación ortográfica alfonsí. En opinión de la autora, debe situarse entre 1230 y 1245 y, más concretamente, en 1235, según parecen indicar sus características paleográficas, gráficas, fonéticas y morfosintácticas que se analizan de forma minuciosa y con gran acierto. Se atiende también a datos extralingüísticos como el cambio producido en la política lingüística del arzobispo a partir de los años 30, ya que, si antes de esta fecha se escribían en latín las cartas y los fueros breves, a partir de los años 30 se redactaron en romance.

Con intención de aportar cuanta información extralingüística sea posible, Mª Jesús Torrens también señala que «el núcleo primigenio del texto es un fuero latino otorgado por don Raimundo en 1135, base de las adaptaciones y adiciones de los arzobispos Juan, Celebruno, Gonzalo Pérez, Martín López de Pisuerga y Jiménez de Rada», que explican la acumulación de materiales de diferentes etapas de redacción, aunque no se aprecian diferencias lingüísticas destacables entre ellas, por lo que se aboga por la labor unificadora ejercida por su redactor o redactores.

 Asimismo, se atiende a la materia legislativa, al explicar que este Fuero parece basarse en el Derecho consuetudinario, anterior al Romano, el visigótico.

Siguiendo con los aspectos extralingüísticos, convendría, tal vez, añadir una explicación del género foral no sólo desde el aspecto legislativo sino también histórico y social, tal como han observado otros autores (R. Wright en el libro que estamos reseñando, pág. 179), lo cual redundaría en un mejor entendimiento del texto.

En su intento de relacionar las cuestiones extralingüísticas con las lingüísticas, la autora trata los posibles parentescos del Fuero con otros como el Forum Conche (El Fuero de Cuenca), el de Sepúlveda, de 1300, el de Uclés, quizá compuesto unos años antes que el de Alcalá, y el de Brihuega, posiblemente de la misma fecha que el de Alcalá. Tras la comparación de los diferentes fueros, la autora considera que las similitudes entre ellos se deben, tal vez, bien a que tuvieron el mismo redactor o redactores, bien a la «existencia a finales del xii y comienzos del xiii de una tradición formularia común, un sustrato compartido que dio lugar a manifestaciones parecidas sin necesidad de una dependencia directa» (pág. 21).

Como se ha señalado más arriba, ya en la «Introducción» se tratan algunas de las cuestiones lingüísticas que pueden presentar más controversia. Este planteamiento parece muy acertado porque así se pueden presentar desde un principio cuáles son los posibles problemas lingüísticos a los que hay que enfrentarse en busca de una explicación que aporte soluciones.

De este modo, ante los posibles dialectalismos que se presentan en el texto, es sin duda un acierto considerar como arcaísmos, más que como dialectalismos (esto es, características propias del aragonés o del leones), ejemplos como delexar, la a de faciere, ad ante vocal, las diferentes soluciones de los grupos iniciales de consonante + l, como clavija, llavija, lavija, e incluso podría verse como tal el posesivo lur, siguiendo a G. Colón, para quien se trata de un arcaísmo que fue desapareciendo de oeste a este. Otras interpretaciones pasan por la posible influencia mozárabe, que comparte algunos de sus rasgos principales con el leonés o el aragonés, y que podría incluso apoyarse en datos extralingüísticos como por ejemplo la migración de copistas mozárabes a Alcalá, según explicó Menéndez Pidal, o la dependencia de Alcalá del arzobispado de Toledo.

Aun es más, aunque la explicación de estos rasgos lingüísticos como arcaísmos, evitando así recurrir a influencias dialectales, parece adecuada, sería conveniente no utilizar indistintamente el término arcaísmo junto al de latinismo (aun especificando que se trata de latinismos gráficos no fonéticos), para explicar estas características, puesto que estamos ante realidades diferentes[1]. Y no debería extrañar nunca en el caso de un Fuero medieval su conservadurismo ortográfico si se tiene en cuenta que no deja de ser un lenguaje técnico jurídico que presenta similitudes con el que se encuentra en la documentación notarial, que, como característica definitoria de su género, presenta dicho conservadurismo gráfico.

Habría que tener en cuenta, igualmente, en la explicación de algunas de las características lingüísticas más dudosas, la posible intención latinizante del escriba, con el objetivo de dar prestigio a lo que estaba redactando, del mismo modo que ocurre muy frecuentemente en la documentación notarial. De esta forma, podrían explicarse, por ejemplo, en el Fuero Viejo de Alcalá algunos rasgos gráficos como la solución o < Ŏ, y, tal vez, el mantenimiento del grupo -ct-, etc., sin tener que recurrir a la explicación de que se trata de características propias de una tradición escrituraria, tal como se sostiene en el capítulo cuarto.

Otro aspecto que parecen compartir los fueros y los documentos notariales redactados en las mismas fechas y lugares son los escribas a quienes se deben, de manera que las posibles similitudes que puedan presentar podrían explicarse teniendo en cuenta que son obra de un mismo escriba. A esta idea puede llegar el lector a partir de la comparación y el contraste que Mª J. Torrens lleva a cabo de este Fuero con otros textos redactados aproximadamente en las mismas fechas, desde diferentes vertientes, esto es, gráfica, codicológica y morfosintáctica. Las diferencias encontradas entre ellos tal vez sean indicativas, únicamente, de diferentes manos, esto es, no han de verse como divergencias entre los textos, sino entre los escribas que los redactaron, teniendo en cuenta que cada escribano tenía sus preferencias, que no debían coincidir necesariamente con las de otro escribano, aun coetáneo. De la misma manera, las similitudes que presentan algunos textos podrían explicarse considerando que son obra de una misma mano. Por esta razón, la comparación entre diferentes escritos, no ha de considerarse innecesaria o superflua, puesto que, sin duda alguna, aporta datos relevantes que amplían la perspectiva de análisis. El acierto de la comparación del Fuero de Alcalá con otros textos hace que deba tenerse en cuenta este estudio en otras ediciones similares.

Asimismo, es imprescindible en un análisis lingüístico de un texto medieval partir de una de las premisas que la editora del Fuero de Alcalá establece desde el principio, y que desarrollará ampliamente más adelante. Afirma que «la escritura no puede considerarse mera transcripción de la oralidad, por lo que el acercamiento al nivel fonético-fonológico de una lengua en un momento dado de su evolución exige la evaluación crítica del sistema gráfico utilizado para su representación...» (pág. 26).

Esta obra distribuye su contenido en ocho capítulos. El primero (págs. 29-48) presenta el análisis del códice describiendo exhaustivamente su proceso de copia y, sobre todo, sus características codicológicas, puestas, asimismo, en relación con las de otros códices redactados en las mismas fechas. Este análisis de los aspectos materiales del manuscrito repasa todos los rasgos codicológicos impuestos por condicionamientos tanto internos como externos. Externos serían, por ejemplo, el género al que pertenece la obra, e internos podrían ser, entre otros, el destinatario, el centro productor, el precio de los materiales y del proceso de elaboración de una producción más o menos lujosa. Estos últimos adquieren, a su vez, matices diferentes según el lugar y el momento histórico. Así pues, el formato del manuscrito, esto es, el tamaño y la disposición en una o más columnas del texto viene determinada principalmente por el contenido, pero también por la utilización de diferentes tintas, la decoración, la ornamentación, etc. que, además, ayudan a caracterizar y catalogar los códices medievales. A la vez, los aspectos codicológicos permiten aventurar la fecha del texto. En este caso concreto, la autora ha comparado el códice con los resultados obtenidos del estudio de unos ciento treinta y ocho códices de Teología, Historia, Derecho, Literatura, Biblias, Medicina y Filosofía, de los siglos xii al xiv y algunos del xv, procedentes del Inventario general de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, además de los Fueros citados anteriormente. La comparación se basa principalmente en la disposición del texto, esto es, en los tamaños de las letras y en la redacción a una o más columnas, pero también se tiene en cuenta la talla de la hoja, la talla de la caja de escritura, etc. Mª J. Torrens llega a la conclusión de que los fueros se caracterizan desde el punto de vista codicológico por tener un formato mediano, por redactarse en romance y por su disposición en una columna, lo que implica que existía una tradición bastante marcada en la confección de este tipo de códices.

El análisis de la estructura del Fuero de Alcalá indica que está dividido en 305 leyes y los únicos sistemas de marcación que presenta son las rúbricas y capitales que señalan el inicio de cada ley. La autora explica que en la segunda mitad del xiii «los códices españoles no emplean la primera línea como renglón, quedando el texto enmarcado entre las cuatro rayas que delimitan la caja de escritura» (pág. 46). Aunque no se conserva el sello, posiblemente hubo dos diferentes, que no puede saberse si coexistieron, y también se encuentra la suscripción en latín del arzobispo Jiménez de Rada, lo que le otorga al Fuero el carácter de documento oficial.

A continuación, en el capítulo segundo del Fuero de Alcalá (págs. 49-60), se delimitan las cuestiones paleográficas, distinguiéndolas de las gráficas y de las fonéticas desde un punto de vista teórico y práctico. De este modo, se trata la relación que se da entre paleografía, grafía y fonética desde una perspectiva teórica y metodológica, partiendo de la consideración general que diferencia la lengua hablada de la lengua escrita, y cuya relación conlleva el indispensable estudio de la escritura. Así, tras un repaso por la historia de la escritura, revisando el estado de la cuestión que, además, resulta de indudable interés por su concreción, se analizan los condicionamientos para la elección de las grafías y se justifica la estaticidad de la escritura frente al dinamismo de la oralidad. La autora, desde la premisa de que la escritura no es un simple reflejo de la oralidad, explica que hay que atender a las reglas internas de los sistemas escriturarios para evitar errores en las apreciaciones fonéticas y señala que «la clara distinción entre los conceptos de grafía y alógrafo será fundamental en la descripción de la dimensión material de la manuscritura, y de manera especial en los estudios de los diferentes tipos escriturarios de la Edad Media» (pág. 57)

En el capítulo tercero (págs. 61-78) se analizan, en primer lugar, las características paleográficas del Fuero. Este estudio paleográfico resulta excelente, no sólo porque facilita la interpretación del manuscrito, sino por los datos que desde un punto de vista generalizado se aportan sobre la disciplina paleográfica. Y, a continuación, se presentan varias láminas (págs. 79-88) en las que puede comprobarse de forma fehaciente la teoría explicada previamente. La paleografía adquiere, por lo tanto, en este libro la importancia que se merece en un estudio de estas características.

Vistas las tradiciones de escritura, el estudio propiamente lingüístico empieza planteando el análisis gráfico-fonético como uno de los ejes principales de toda esta investigación. Así pues, las características lingüísticas gráficas y fonéticas se estudian extensamente en el capítulo siguiente, el cuarto (págs. 89-209). El problema principal en el estudio de los textos antiguos se centra en la correspondencia entre lengua y escritura. Por lo tanto, el estudio fonético de estos textos debe apoyarse en el análisis gráfico, desde la clara distinción entre ortografía y fonética que puede llevar a considerar más acertadamente como usos gráficos los que se han venido considerando únicamente como fonéticos. Este capítulo dedicado al estudio de la grafía y su interpretación fonética, puesto en relación con la paleografía, es al que se le dedica una mayor atención, para, de esta forma, «poner de manifiesto las peculiaridades de orden gráfico debidas a su pertenencia al tipo gótico librario» cotejándolo, además, con otros textos con el objetivo de «caracterizar y situar cronológicamente el manuscrito» (pág. 89), según explica Mª J. Torrens. Esta comparación con otros textos, que, en un principio, podría parecer innecesaria, si se tiene en cuenta que el texto es anterior a 1247 (fecha de la muerte del arzobispo), en realidad permite presentar una de las dos consideraciones que se tratan en este estudio desde una perspectiva general, la que se centra en la escritura de los años 1230 a 1247 en Castilla. La otra consideración es la que establece, también desde un punto de vista general, que cada tradición de escritura conlleva un uso gráfico que va más allá de la simple relación entre grafía y sonido. Así, siguiendo a Margherita Morreale, la autora defiende «la posible continuidad en los textos romances de la tradición gráfica hispana del latín» (pág. 129), de manera que los manuscritos latinos y romances de un mismo escritorio comparten algunos de sus rasgos más característicos, tal como va demostrándose a lo largo de este capítulo. En estos dos aspectos se basa, principalmente, el estudio lingüístico que conjuga las teorías tradicionales de análisis de la lengua con otras más innovadoras, que son las que consideran que antes de 1250 los cambios no se producían en el habla sino en la escritura y que la variación gráfica no implica variación fonética ni ésta última tiene que reflejarse de forma obligatoria en el sistema gráfico, puesto que la relación entre grafía y fonema no era biunívoca.

Por ejemplo, una afirmación que sostiene, a propósito de la pronunciación del grupo -ct- en el Fuero, diferentes realizaciones como / t / , / ĉ / , / it / sin descartar / kt / , de forma que podría tratarse de «una verdadera coexistencia de una pronunciación propia de las clases altas y otra de las bajas» (pág. 185), permite comprobar en el estudio la presencia de consideraciones tradicionales como la que sostenía que los cultismos no hacen sino «recoger las más altas creaciones del espíritu» en opinión de Bustos Tovar [2].

Así pues, el análisis lingüístico, de gran exhaustividad, parte de planteamientos tradicionales para llegar a otros más recientes y presenta grandes aciertos, como, por ejemplo, considerar como arcaísmos voces del tipo de delexar, etc. Y, por ello, debería dejar de considerarse tan insistentemente la posible adscripción dialectal del texto, ya que esta explicación, que entiende como arcaicas algunas palabras, podría aplicarse a otras con lo que no resultaría necesario tener que interpretarlas como dialectalismos propios del castellano oriental, si tenemos en cuenta, además, que nos encontramos en una etapa previa a cualquier normativi­zación.

El arcaísmo lingüístico, por tanto, está muy presente en los Fueros, y ha de tenerse en cuenta a la hora de explicar algunos casos concretos, y así se evita tener que recurrir a otras explicaciones [3].

El análisis lingüístico continúa en el siguiente capítulo, el quinto (págs. 211-369), ahora desde el punto de vista morfosintáctico. Se presenta un completo y bien tratado estudio de la morfología y de la sintaxis del texto y se justifica la ausencia del estudio del léxico por razones de espacio, y, porque como bien explica la autora en la «Introducción», no tiene intención de hacer del Fuero una historia de la lengua, explicando todos los cambios regulares del latín al castellano, sino que «sólo se estudian los fenómenos lingüísticos por lo que tienen de diferencial en el Fuero, ya sea por su antigüedad, por su adscripción geográfica o por la tradición escrituraria a la que pertenecen» (página 27). De esta manera, se intenta dar una interpretación crítica de todos los datos descritos, revisando las teorías existentes.

Aunque la justificación de este planteamiento resulte lógica, sería conveniente contar con un índice de las palabras que se encuentran en el manuscrito [4], o, en su defecto, al menos de las desconocidas hoy en día, acompañadas de una indicación de su significado.

Tras el análisis lingüístico se presenta seguidamente, en el capítulo sexto (págs. 374-447), la edición del manuscrito en transcripción paleográfica. Previamente se exponen los criterios de transcripción y edición, y, a pesar de presentarse con algunas modificaciones respecto de los folios originales, se trata de cuestiones muy concretas, como los cambios de algunos símbolos, la presentación del título de cada ley en paréntesis cuadrados, la adición entre paréntesis de los números de línea que no están en el original; sin embargo, faltan los números de las leyes, presentes en los folios. Ahora bien, estos cambios son poco trascendentes y no desmerecen ni dificultan en ningún caso la transcripción que, además, puede cotejarse con la original en la edición fotográfica que se presenta más adelante y que da tranquilidad al investigador al saber que puede comprobar cualquier detalle. En este facsímil se presentan siete páginas más, tras la que recoge la firma del arzobispo, que no se encuentran en la edición crítica ni en la transcripción paleográfica.

La edición crítica se recoge en el siguiente capítulo, el séptimo (págs. 449-512), siguiendo los criterios que se explican en la «Introducción» y que parten del método de trabajo que Pedro Sánchez-Prieto Borja explica en su obra Cómo editar los textos medievales. Criterios para su presentación gráfica[5]. Se trata, como explica Mª J. Torrens, de una propuesta de lectura que libera al lector de «una interpretación constante de las soluciones del manuscrito y para ello se aplica una serie de convenciones ortográficas guiadas por el principio de la coherencia» (pág. 449). Por ejemplo, la normalización de algunos usos gráficos, sobre todo los que tienen que ver con la acentuación, puntuación, usos de mayúsculas, números, resolución de abreviaturas y separación de palabras, principalmente, que no hacen sino facilitar la lectura del texto. De la misma forma podría interpretarse la resolución de la l que se lleva a cabo bien en el dígrafo ll, cuando representa una palatal, como en el caso de billa, bien en l·l, cuando se trata de geminada que no debe pronunciarse palatal, como en casal·la, sin alterar la geminada ll en palabras como collation. Asimismo, la señal diacrítica que se utiliza para indicar los casos de apócope en pronombres como por ejemplo no·l, que·l. prove·l, etc. Estas últimas interpretaciones al menos resultan acertadas, y, en cuanto a las anteriores, parece que no dificultan la lectura del texto, por lo que pueden tenerse en cuenta para otras ediciones de textos antiguos, siempre y cuando se expongan y justifiquen previamente. Sin embargo, junto a la normalización de la u para la vocal y de la v para la consonante, se mantiene el uso de la distinción entre la b y la u, o, mejor dicho, de la v en este caso (billa / villa), por lo que no se acaba con la variación gráfica totalmente. Y podrían evitarse las vacilaciones que la editora mantiene en el adelanto del título de la ley y la ley en sí (por ejemplo, en la ley número 58: [d’Alcalá] / de Alcalá). Por otro lado, no hay ninguna alteración que desvirtúe la morfosintaxis o el vocabulario del texto.

Las conclusiones que se desprenden de la edición y del estudio lingüístico de este Fuero se exponen, a modo de resumen, en el capítulo que sigue, el octavo (págs. 513-529), con lo que se confirma que la escritura romance anterior a Alfonso X estaba muy consolidada en Castilla. Este texto, por tanto, ha de considerarse un claro testimonio de la prosa romance de la etapa lingüística correspondiente al primer tercio del siglo xiii.

Por último, se presenta una reproducción fotográfica del manuscrito completo (páginas 531-649). Así pues, la edición crítica de la obra va acompañada de la transcripción paleográfica y de la reproducción fotográfica del texto, con lo que resulta posible consultar el original. Esto redunda en la fiabilidad que ofrece la edición y, por lo tanto, debería estar siempre presente en cualquier trabajo de estas características, siempre que fuera posible. Sigue, finalmente, la extensa bibliografía utilizada (págs. 651-672), en primer lugar aparecen los manuscritos y, a continuación, las obras citadas. El «Índice» ocupa las páginas 673 a 687.

Este estudio resulta, pues, excelente porque en él se combina con gran acierto la innovación con el mantenimiento de planteamientos más tradicionales. Es decir, junto a algunas consideraciones lingüísticas, principalmente las que se desprenden del análisis gráfico-fonético, expuestas desde un punto de vista tradicional, destaca sobre todo lo novedoso de este estudio que se aprecia tanto en el método de trabajo utilizado, a partir de la consideración de que los diferentes niveles de análisis están estrechamente relacionados en el texto medieval, como en los criterios de edición que se han seguido, innovadores por la perspectiva interdisciplinar adoptada para su desarrollo. Asimismo, se muestra muy adecuado el estudio paleográfico presentado, en el que se analiza juntamente con la ortografía el aspecto material del códice, el tipo de letra utilizado, etc.

 

A. García Valle

Trinidad Sánchez Muñoz y José Luis Herrero Infelmo, Diccionario Estudio Salamanca, Ediciones Octaedro, Barcelona, 2007, 1442 págs.

 

El Diccionario Estudio Salamanca Maior puede convertirse en una de las herramientas fundamentales para los alumnos tanto de la eso como de Bachillerato ya que, entre las 1218 páginas de que consta la obra, los alumnos pueden encontrar 30214 artículos y 59210 acepciones que han sido extraídas por más de treinta profesores de los libros de texto de los alumnos. Con lo cual, uno de los problemas más frecuentes al que continuamente deben enfrentarse los alumnos de Enseñanza Secundaria ha sido solucionado. Hasta ahora tenían que buscar en distintos diccionarios las palabras que no entendían de sus libros de texto, ya que muchas de ellas eran tecnicismos propios de la materia. Y ya sabemos que hoy en día nuestros alumnos, salvo excepciones, se acogen a la ley del mínimo esfuerzo y, si no encuentran una palabra, generalmente en el drae, no acuden a otras fuentes de información y consulta.

Este diccionario recoge 12393 tecnicismos. Además las definiciones son claras y sencillas; incluyen información enciclopédica y no sólo en animales y plantas. Otro aspecto fundamental es el hecho de que recoge ejemplos tomados de esos mismos libros de texto. Al final del ejemplo y entre paréntesis aparecen unos números separados por dos puntos. El primer bloque hace referencia al libro de donde procede; el segundo, a la página.

Dirigido por Trinidad Sánchez Muñoz y coordinado por José Luis Herrero, Atilano Lucas y Trinidad Sánchez, ha supuesto el trabajo y el esfuerzo de más de treinta profesores, colaboradores, técnicos de especialidad, correctores ortográficos, diseñadores... pero al final ha dado su fruto: el desal. Un diccionario pensado para los alumnos y que parte de las aportaciones hechas por los propios alumnos para mejorar su competencia léxica así como su capacidad comprensiva y expresiva, tan bajas en los últimos años y que confirman los estudios realizados recientemente en donde los alumnos españoles no salen muy bien parados.

El grupo de autores está formado por doce profesores de Enseñanza Primaria, de Secundaria y de Bachillerato. Además, un grupo de dieciséis técnicos expertos, profesores de diferentes materias, ha colaborado en la redacción de los artículos correspondientes a los tecnicismos.

Las acepciones están determinadas por el distinto significado de la palabra, pero, además, por su distinto contexto de uso, por el contorno lingüístico en que aparece y por la estructura sintáctica que exige el término en cada caso. Las definiciones están realizadas partiendo del hiperónimo, al que se le añaden los rasgos distintivos; además se evitan las definiciones sinonímicas. No se indica la etimología, salvo en aquellos casos que puedan resultar de interés para los alumnos.

La información normativa abarca aspectos fonéticos, morfológicos y sintácticos. La información semántica se centra en los sinónimos y la información pragmática recoge aspectos relacionados con el uso de las palabras en los actos comunicativos.

Al comienzo del diccionario figura una lista de los símbolos y abreviaturas empleadas, así como de las instrucciones para el uso de este diccionario, ambas claras y suficientes. Ofrece información sobre el modo en el que están organizadas las palabras, las posibles formas de escritura, el empleo de entradas diferentes para determinadas palabras homónimas, etc.

Incluye también apéndices, incorporados al final del diccionario, que ofrecen información muy útil para los alumnos sobre ortografía (acentuación, signos de puntuación, empleo de letras, partición de palabras a final de renglón, abreviaturas, siglas, acrónimos, dudas de carácter ortográfico); gramática (clases de palabras, conjugación verbal, errores lingüísticos de carácter gramatical más frecuentes); relación de gentilicios y topónimos; símbolos de uso general y mitología. Son estos apéndices una herramienta muy útil para nuestros alumnos, que tienen por costumbre deshacerse de los libros de texto, en este caso de Lengua Castellana y Literatura, de tal manera que cuando tienen dudas sobre las formas verbales, reglas de acentuación o normas de ortografía carecen de material donde poder consultar. Gracias al desal los alumnos no tendrán que preocuparse por conservar esta información y podrán consultarla año tras año.

 

Mª G. Latorre Rodríguez

 

 

Antonio Ortega Carrillo de Albornoz, Terminología, definiciones y ritos de las nupcias romanas. La trascendencia de su simbología en el matrimonio moderno (Colección de Monografías de Derecho Romano, dirigida por Antonio Fernández de Buján), Dykinson, Madrid, 2006, 128 págs.

 

Nos encontramos ante una monografía en la que el profesor Antonio Ortega Carrillo de Albornoz, catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Málaga, nos introduce en las más variadas cuestiones sobre el matrimonio romano, cuya terminología y ritual han dejado notorias huellas en el matrimonio de nuestros días, como él mismo concluye al final del libro.

Apoyado en su esmerada y cuidada prosa, el profesor Ortega nos deleita con un tema ameno, pero no por ello carente de rigor científico sobre materia nupcial romana. El libro ha sido dividido en tres partes de desigual extensión. La primera, la más breve, de dieciocho páginas, está dedicada a estudiar la terminología actual que pone en relación con la latina respecto a los vocablos matrimonio, nupcias, bodas, casamiento, esponsales. A través de este examen semántico el autor ha dejado clara la etimología del término matrimonio, a propósito de lo cual llega a considerar poco adecuada la utilización del vocablo para uniones del mismo sexo, dada la necesidad del jurista a utilizar un lenguaje «parco, técnico y preciso» (sic) para definir una institución con un significado inequívoco.

La segunda parte ocupa un número superior de páginas en las que el autor se detiene en examinar de un modo minucioso dos definiciones romanas del matrimonio que con alguna variante expresan la misma idea, una de Erennio Modestino del siglo iii d. C. que aparece en el Digesto, y otra que se encuentra en las Instituciones de Justiniano. Cada uno de los conceptos que conforman esa definición son analizados por partes con una gran exhaustividad, y, para mayor claridad, recogidos en apartados distintos, de tal forma que el lector sabe con sólo leer el índice que el matrimonio romano era considerado como a) coniunctio maris et feminae, «unión de un hombre y de una mujer», b) consortium omnis vitae, «consorcio en todas las cosas de la vida», c) divini et humani iuris communicatio «comunicación del derecho divino y del humano».

En este estudio de los conceptos no sólo se examinan las etimologías, sino que también, para corroborar el concepto romano del matrimonio, hace un recorrido por las fuentes jurídicas y literarias, intercalando incluso, de vez en cuando, algunos textos de los autores antiguos.

Pero el profesor Antonio Ortega no ha querido limitarse en exclusividad a precisiones semánticas, —que, además de útiles, son tan importantes, a mi juicio, para dotar de seriedad a un trabajo de investigación—, y para los interesados en las ceremonias romanas se adentra en la tercera parte, mucho más extensa, a informar sobre las costumbres y los rituales que se llevaban a cabo a propósito de unas bodas; para ello bucea con no poca frecuencia en los autores latinos como Ovidio, Catulo, Juvenal, Marcial, Varrón etc., e incluso en más de una ocasión en autores griegos como Plutarco y Dionisio de Halicarnaso que sintieron una fuerte inclinación por los temas romanos, lo cual contribuye a compaginar lo que puede parecer divulgación con la rigurosidad científica. Nos habla de las bodas, de los banquetes, de la introducción de la novia en la casa del marido, los rituales del agua y del fuego etc., pero todo aderezado con las expresiones latinas que definían cada paso del ceremonial.

En resumen, se trata de un trabajo serio, muy claro, plagado de erudición con la introducción de innumerables citas de autores antiguos y modernos, pero a la vez ameno y útil para un lector interesado en el tema.

 

I. Calero Secall

Antonio Rey Hazas / Juan Ramón Muñoz (eds.), El nacimiento del Cervantismo. Cervantes y el Quijote en el siglo xviii, Verbum (Col. Verbum Mayor), Madrid, 2006, 487 págs.

 

Transcurrido el celebradísimo año cervantino del cuarto centenario del Quijote, quizás proceda empezar a preguntarse qué ha sido de todo ello, qué se ha realizado digno de memoria o, simplemente, qué podrá permanecer de tantos fastos y eventos. Pues, ciertamente poca cosa, o relativamente poca cosa, y, de entre estas pocas que estamos seguros, contamos, a buen ojo, dos preferentemente: la biografía de Álvarez dedicada a Cervantes y la presente compilación de textos indispensable no sólo para el estudio del Quijote y en general de la gran obra cervantina sino para toda comprensión posible de la fortuna, que se decía antes, de la fortuna intelectual en el mundo de la mayor de las novelas y el más grade de los noveladores. A trazar esa incidencia, su primera época intelectualmente relevante, esto es el siglo xviii, se destina la presente edición que comentamos.

Y asalta de inmediato una pregunta: ¿por qué esto no había sido llevado a cabo tiempo antes; por qué ha habido que esperar al siglo xxi; no era esto una labor propia del xx y principalmente de críticos o historiadores literarios españoles? Pues bien, quizás la única respuesta un tanto convincente que se pueda dar, aparte la constatación de que el cervantismo hispánico, quitada alguna excepción, no es mucho más que un nombre y unas cuantas actividades rutinarias, consiste en tomar en cuenta la precariedad de los estudios literarios comparatistas en España a lo largo del pasado siglo, pues sólo ahora, a una editorial se le ocurre promover tal realización con el propósito de reunir no ya algunos materiales dieciochescos españoles conocidos, sino también otros no conocidos y, finalmente, esos otros, aun más breves y extraordinariamente significativos, que Europa consagró tempranamente al cervantismo y sin los cuales ni el Quijote ni Cervantes hubiesen llegado a ser lo que son, han sido y, al menos en parte, habrán de ser.

Y me permitiré seguir el hilo de la excelente nota editorial que acompaña al libro, empezando por afirmar que es difícil tributar mejor homenaje al autor del Quijote y a su obra que la puesta en claro y a disposición del lector de aquellos escritos que fundaron críticamente su posición universal reconocida de manera unánime durante los dos últimos siglos, más allá de circunstancias culturales y políticas. En el siglo xviii es cuando el Quijote, entendido como una nueva y original variante de la épica heroica, alcanza esa gran dimensión europea y mundial, una dimensión simbólica, ideológica y estética que ya nunca le abandonaría. Se trata, pues, de esa gran reconstrucción cervantista, centrada primeramente en los textos españoles de la Ilustración neoclásica, desde Mayans y Antonio Eximeno, desde Jovellanos y Juan Pablo Forner y Juan Andrés, pero también otros escritos, así ingleses, como los de Bowle, Addison y Johnson, representantes de un crítica cervantista inglesa que se remonta a mediados del siglo xvii; o así alemanes, excepcional homenaje de románticos e idealistas: tomando como límite la Introducción a la estética de Jean Paul Richter, de 1804, y, en consecuencia, incluyendo la Filosofía del Arte de Schelling y al joven Friedrich Schlegel. Vale.

 

J. Caralt

AA.VV., Góngora Hoy viii: Góngora y lo prohibido: erotismo y escatología (coordinación y edición de Joaquín Roses), Actas del Foro de Debate Góngora Hoy, Diputación de Córdoba, 2006.

 

Con motivo de la celebración del viii Foro de Debate Góngora Hoy (Córdoba, Palacio de la Merced de la Diputación de Córdoba, 21-22 abril de 2005) aparece esta colectánea de artículos que reúnen los esfuerzos de cinco investigadores, dando lugar al sexto volumen de la Colección de Estudios Gongorinos, albergue para las actas de dichas jornadas. El ambicioso reto que se propuso este viii Foro Gongorino ofrece a un amplio mosaico de trabajos sobre la figura del poeta cordobés; en esta ocasión, el núcleo temático del debate gravitó en torno a las facetas erótica y escatológica, esenciales en su lírica. Facetas que, por desgracia, hasta el momento no habían acaparado la atención de la crítica y sobre las cuales, aún hoy, no existe estudio alguno en profundidad. El erotismo ha sido y es una constante en la literatura de todos los tiempos, incluso en la época de Góngora. Pero la peculiaridad gongorina reside en la capacidad para conseguir que algo que aparentemente parecía generador de polémica se convierta en admisible. Don Luis tiende a situarse continuamente en los límites de lo permitido, e incluso en muchos de los casos se atreve a superarlos gracias a su hábil empleo del lenguaje.

En el trabajo que abre el volumen, Mercedes Blanco (Université de Lille, Francia), pretende examinar cómo se traduce la libertad de palabra de Góngora y en qué clase de arte poético se funda. Ya desde el comienzo de su estudio señala cómo el cordobés, mediante el sabio cultivo de un formidable ingenio, había adquirido la sorprendente facultad de moverse graciosamente y con total libertad en el terreno de la injuria y el escarnio. La profesora Blanco se ocupa, en primer lugar, de un romance de 1596, «Temo tanto los serenos», para mostrar los recursos de los que se sirve don Luis para tomar el pelo burlonamente a un colega de timba que unos días antes había mostrado su furia de mal perdedor. El poema está construido sobre una combinación de narratio y argutia que favorece la apariencia frívola de la anécdota, pero que al mismo tiempo permite apreciar lo ingeniosamente comentada que está. En el romance todo resulta ligero, amable e inofensivo, pero la burla sería insignificante si tras el tema principal (el tratamiento cómico e indulgente de la pasión del juego, agriamente condenada por confesores y predicadores) no se dejara asomar un discurso con criterios morales.

Así, el texto se sostiene como una agudeza crítica disimulada tras una fachada cómica y que apunta no al personaje ni a la anécdota que le sirven de pretexto, sino más bien a una nobleza que solo vive para jugar sus bazas en la feria de los honores cortesanos. La literatura clandestina era poco recomendable en el Siglo de Oro por su falta de legitimidad moral, política e incluso literaria; muchos autores, al evitar enfrentarse a la censura, renuncian a sus privilegios como poetas, corriendo el riesgo de ser demasiado explícitos e insustanciales, por lo cual, la poesía clandestina tendía a ser mediocre. En cambio, esto no le ocurre a Góngora; en este romance no opta por ser explícito, sino por construir un epigrama en el que se pone de relieve el poco sentido del juego social en un momento histórico concreto.

A continuación, Blanco se plantea un nuevo interrogante acerca de si realmente Góngora ha cultivado en algún momento de su vida la literatura realmente prohibida, es decir, excluida del ámbito público. En este sentido, podemos apreciar que más allá de algunos poemas satíricos contra personas, cuya prohibición es de tipo coyuntural y pasajero, la libertad de su poesía consiste en jugar con las normas, en conquistar un terreno donde la norma no rige, pero nunca transgrede los límites de lo que realmente lo hubiera privado de legitimidad literaria. De hecho, sus poemas sólo esporádicamente necesitan la intervención de procedimientos de censura legales o institucionales.

Ángel Luis Luján parte de la premisa de que los tratados tradicionales están hechos para explicar y dar reglas sobre el discurso serio y honesto, deteniéndose en el estudio de las estrategias discursivas de la retórica del género torpe, y concretamente en la poesía de Góngora, que se encuentran, en consecuencia, sin modelos consagrados y faltas de ejemplo preciso. En el Siglo de Oro español la turpitudo latina pasó a significar simplemente lo indecente y lo obsceno, por tanto, era necesario un estudio de la intención con que se usan ciertas estrategias discursivas que en un principio son neutras y válidas para cualquier contenido. Así, el concepto de intención que habitualmente induce a polémica, se puede reconducir acudiendo al concepto de decorum, siempre y cuando tengamos en cuenta la distinción entre decoro interno, aquel que regula la coherencia de los distintos niveles y elementos textuales, y decoro externo, aquel que regula la apropiación del discurso a las circunstancias de enunciación y a los participantes comunicativos. Basándose en este contexto, Luján Atienza analiza la figura del hablante interno textual, es decir, la figura del autor en cuanto creador de un discurso literario, y la del autor, como ser social, pero no sin afirmar la dificultad para distinguir, en ocasiones, todos estos papeles.

Pero, asumiendo que el propio Góngora jugó constantemente a confundir y borrar estas fronteras entre los papeles discursivos, hay que afirmar que el lector se ve obligado a hacer un esfuerzo interpretativo que lo convierte casi en coautor del poema. Para explicar este planteamiento, Luján Atienza examina el valor plurisignificativo del concepto «candil» en varios poemas del cordobés, poniendo de relieve las alusiones al sexo femenino. El lector puede elegir entre el significado literal o el obsceno, según crea conveniente, luego no es el poeta el que establece la exégesis figurada del término, sino que deja toda libertad al lector. A propósito del romance «Ahora que estoy de espacio» aborda el problema del establecimiento de la figuración del yo. Para ello se centra en el análisis del exordio, que tiene como fin justificar el tratamiento burlesco del juego, que acerca el poema al terreno infantil; o de los personajes ficticios, aquellos que no pueden confundirse con el autor que escribe. Finalmente juzgo significativa la conclusión del trabajo, ya que aporta las claves necesarias para entender la poesía prohibida y burlesca de Góngora: «la verdadera subversión gongorina no estriba simplemente en nombrar lo prohibido o regocijarse en ello, sino en establecer entre la seriedad y la burla una frontera inexistente».

Valerio Nardoni (Universidad de Florencia, Italia), profundiza en el tema del elemento del agua y la fisiología del «mundazo» en los sonetos satíricos y burlescos de don Luis. Para ello, sugiere la hipótesis de que todos aquellos elementos de la lengua oral que Góngora conserva en sus poemas satíricos pasan a través de infinitos filtros que en ocasiones no son purificadores. Según la retórica del «mundazo», en esta tipología de sonetos se transmiten todos los malhumores del poeta, el cual exaspera hasta la ironía, la caricatura y lo grotesco las cualidades empíricas de la realidad. El soneto 27 de los dedicatorios, «Si ya el griego orador la edad presente», y algunos otros, llevan a Nardoni a deducir que esa retórica no se limita exclusivamente a los textos burlescos, sino que aparece en toda la obra de Góngora, ya que encontramos los mismos elementos en sonetos satíricos y amorosos. La diferencia estriba en que en los sonetos satíricos entran en juego la ironía, la sátira y lo grotesco; Góngora se aleja del mundazo cotidiano, donde aparece lo real, todas las clases sociales y animales, objetos verdaderos que el poeta lleva al práctico vaciado de la apariencia para sustituirla por su imagen enrevesada.

Tras estas consideraciones, procede a la comparación detenida de cuatro sonetos en los cuales encontramos la presencia del término «agua». Estos sonetos son «Con cuatro onzas de agua de chicoria», «¡Oh qué malquisto con Esgueva quedo / con su agua turbia y su verde puente!», «Bajel, que desde el faro de Cecina / a Brindis, sin hacer agua, navega», y «¡Oh, tú, cualquier que el agua pisas leño!». En los tres primeros las referencias al agua son claras; por ejemplo, agua turbia, en «¡Oh qué malquisto», o agua del río, en «Con cuatro onzas de agua de chicoria», donde se habla de un imprevisto cambio de nivel del río Manzanares. En cambio, el hispanista, a través de su acercamiento al último de los cuatro sonetos destaca cómo las dos repeticiones de la voz «agua» aluden a esferas semánticas diferentes. Por un lado, encontramos el agua del mar que separa la Mamora de la patria, y, por otro, las lágrimas de la mujer. En el soneto encontramos dos campos semánticos esenciales: el del agua y el de las partes del cuerpo, pero de una forma u otra la dinámica del soneto es siempre acuífera; el agua es la forma gongorina de la realidad, sea cual sea su forma, es decir, aunque la palabra «agua» no aparezca. Y es que el elemento agua abarca líquidos de todo género (jarabes, lluvias, lágrimas, ríos, mares...) y otras eventuales figuras conectadas como fuentes, puentes, botas...

Marcial Rubio Árquez (Universidad de Nápoles) aporta un minucioso comentario del soneto «Al tronco Filis de un laurel sagrado». Señala, en primer lugar, el «olvido» de don Gonzalo de Hoces y Córdoba al no incluirlo en su edición de la lírica gongorina titulada Todas las obras, aunque posteriormente lo rescatara del olvido. Existe unanimidad a la hora de indicar la autoría y datación del texto por parte de casi todos los editores. La fecha elegida es 1621, y el autor, sin duda, Góngora. Siguiendo su análisis, hay que tener en cuenta que los protagonistas del soneto son tres: la dama, el sátiro y la abeja, y no exclusivamente la dama y el sátiro como muchos se han empeñado en señalar. Los tres protagonistas, conectados con la tradición bucólica, nos introducen en el contexto de un locus amoenus, característico de la tradición pastoril de raíz petrarquista. El «laurel sagrado» forma parte también de ese contexto, y remite inmediatamente al mito de Dafne y Apolo. Así, el laurel, con su rasgo notorio de árbol sagrado, se convierte en representante de la honestidad (a través de sus hojas verdes) y de la virginidad.

El primer verso acapara todo el interés, ya que Góngora inserta en él las claves de interpretación de todo el poema mediante la trilogía Laurel / Laura / Dafne, y nos invita a leerlo en clave petrarquista, sobre todo en lo referente a los conceptos del amor y la belleza. Pero, a partir del segundo endecasílabo, se produce un cambio de tono que trastoca nuestros esquemas hermenéuticos. La escena se carga de sensualidad y de rasgos hedonistas; la presentación de Filis tumbada y con el cabello suelto permite destacar la insaciable lascivia del sátiro mientras la contempla. La abeja se convierte en el eje central del análisis. A propósito del motivo de la abeja, alude a una serie de sonetos en los que Góngora se inspiró. Entre los más significativos, menciona a autores como Luigi Alamanni, con una composición de su Operere Toscane (1532-33), y Torquato Tasso, con varios textos de sus obras Amintia (1573) y Rime (1591-93). Pero el ejemplo más claro lo halla en el soneto de Tasso «Chiapa felice un´ape, la quale avea morso un labbro de la sua donna mentre ch’ella dopo lungo passeggiare sedeva in un giardino». Este soneto, traducido por Juan Bautista Mesa, fue publicado en las Flores de Poetas Ilustres (1605); su lectura, junto con la de otros semejantes, pudo llevar a Góngora a escribir el suyo. En este sentido, la profesora López Suárez se dispone a publicar un trabajo sobre la huella del motivo italianista de la abeja en la poesía española del Siglo de Oro.

En su análisis, Rubio Árquez deja a un lado la figura del sátiro (personaje que realmente provoca envidia en la abeja, ya que esta es incapaz de besar) y se centra entre otros en el simbolismo del insecto: la honestidad y la castidad. El objeto envidiado por la abeja, en suma, es el mismo beso; la abeja aparece como un ser frustrado por su incapacidad para el amor físico. Finalmente, se detiene en la dificultad de catalogar un género tan complejo como el de este soneto: lírico por las imágenes, erótico por el tema y, de acuerdo con la moralidad final, también satírico.

En el último de los trabajos, Luis Miguel Vicente García (Universidad Autónoma de Madrid) se ocupa del estudio de la retórica de imágenes celestes que utiliza Góngora, y concretamente de aquellas que lo diferencian de la retórica de Dante. Para ello, lo acerca a algunos textos a partir de los cuales busca las referencias a la concepción neoplatónica de la existencia y de la máquina universal, expresadas generalmente en la poesía gongorina de un modo sutil y escondido. El tema central de su estudio es el de «Venus-Eros» y sus antídotos, pues posee una dimensión arquetípica en la poesía del cordobés y que supone el punto de partida de la Fábula de Polifemo y Galatea. Los personajes gentílicos y la simbología numérica se convierten en un anuncio de lo que va a suceder en la fábula; así, Vulcano y Tifeo, personajes mitológicos secundarios, constituyen el prototipo del Dios celoso, el primero de ellos, introduciendo por tanto el tema de los celos y la relación entre la bella y la bestia; el segundo, Tifeo, actúa como un presagio de la muerte de Acis.

La función del número, cuestión muy cuidada desde el medievalismo, es esencial en la Fábula de Polifemo. El número 9, asociado a las metamorfosis provocadas por la fuerza de Venus, es el elegido por Góngora para dar significado a la estructura del poema: 63 son las estrofas (octavas) en el Polifemo (6+3=9), número asociado al tablero del juego de la Oca y al simbolismo esotérico relacionado con este juego; 504 son los versos, que también suman 9. Otros números significativos son el 5, que representa a los cinco elementos (los cuatro más el macrocosmos), o el 4, que se relaciona con el mundo sublunar. Así se constituyen los dos mundos que se dan cita en el poema: el celeste y el terrenal. En este contexto, Venus es la encargada de establecer la relación entre la naturaleza y los pastores, entre cielo y tierra. En el Polifemo, Venus (relacionada con la belleza, el silencio, la luz, el color...) afecta sobre todo a los jóvenes, los cuales no hallan antídoto contra sus efectos. En un nivel más amplio impera la relación Venus-Saturno, ya que los excesos de la diosa se compensan con lo saturnal, más subjetivo, y viceversa; en cambio, en el Polifemo Venus es la base de todo, incluso del propio cíclope, el elemento más saturnal de la obra. El mundo de los efectos musicales es sumamente importante, ya que se relaciona con los efectos de Eros y la belleza de Galatea, y asemejan el poema al ballet clásico, e incluso a la ópera. Y es que el mismo Polifemo se asocia con la música, una música que interrumpe la feliz y erótica escena entre Acis y Galatea, y que les hace huir. Dentro de este conflicto amoroso, Góngora expresa el poder de Eros sobre la existencia, su poder para doblegar el desdén de Galatea o para desencadenar los fatales celos de Polifemo. Incurable veneno que parece no tener antídotos.

En consecuencia, los estudios aquí recopilados por Joaquín Roses, constituyen una excelente muestra de concreción y diversidad de enfoques que enriquecen, sin duda, el caudal siempre creciente del conocimiento sobre una de las mayores figuras de nuestro Siglo de Oro. Cuestionando viejas teorías, proponiendo nuevas tesis, lo verdaderamente importante es que, a estas alturas del siglo xxi, cuando todo parecía dicho sobre la poesía del cordobés, continúan apareciendo nuevas líneas de investigación que completan el panorama de los estudios gongorinos y mantienen vivo el interés de sus regocijados lectores.

 

Mª T. Hernández Ramírez

José María Ferri Coll, Los tumultos del alma. De la expresión melancólica en la poesía española del Siglo de Oro, Instituto Alfonso El Magnánimo, Valencia, 2006, 191 págs.

 

La melancolía fue descrita como una patología por la antigua ciencia hipocrá­tica, fundada en la teoría de los humores. Dicha teoría asumía que se podían hallar en el cuerpo humano cuatro fluidos, uno de los cuales se denominó bilis negra (melancolía en griego, y atrabilis en latín), debido al color oscuro que los médicos griegos observaron en sus manifestaciones físicas. Al hallazgo físico hay que sumar la aportación aristotélica, que ligaba la melancolía a la genialidad. El hombre melancólico, según el Estagirita, era más propenso a la creación de grandes obras que el que poseía otra clase de temperamento. Toda aquella especulación intelectual estuvo vigente en el ámbito médico hasta el siglo xix, cuando se iniciaron los estudios acerca del sistema nervioso. Sin embargo, las proyecciones artísticas sobre este motivo tuvieron una importante presencia en la literatura española del Siglo de Oro.

El libro del profesor Ferri Coll ofrece al lector un panorama de las principales ideas sobre la melancolía que despuntaron en la literatura áurea. La obra está dividida en seis capítulos, precedidos de una compendiosa introducción en la que el autor da cuenta del significado del mal melancólico en las letras del Siglo de Oro. El primer capítulo está dedicado al análisis de la melancolía en el mundo antiguo, desde sus orígenes al planteamiento aristotélico. En el segundo capítulo se aborda el fenómeno en el Renacimiento, que tendió a revitalizar y a ennoblecer el concepto clásico de acuerdo con la cosmovisión de la época. A partir del tercer capítulo se reúnen diversos estudios sobre Garcilaso, Fray Luis y San Juan, Cervantes, y finalmente Góngora. Cada uno de ellos ejemplifica un tiempo diferente y una manifestación particular del sentimiento melancólico: amoroso en Garcilaso, religioso en Fray Luis y San Juan, paródico en el personaje de don Quijote, y desencantado en el Polifemo de Góngora. La continuidad del tópico se enriquece así con las peculiares modulaciones de la historia literaria y de la historia vital de los escritores citados.

En Garcilaso la melancolía se relaciona con la pasión amorosa y con los conflictos derivados del amor hereos. El sentimiento me­lancólico en el terreno religioso se expone a través del análisis de dos poemas mayores: la «Noche serena» de Fray Luis, y el Cántico de San Juan. El desengaño barroco se explica a propósito del Polifemo, donde la brillantez de los versos no basta para acallar la profundidad del pensamiento. Y, aunque el presente libro está centrado en la poesía, el autor incluye un capítulo protagonizado por la figura de don Quijote. Al imitar a los héroes melancólicos, Alonso Quijano se convierte acaso en paradigma —entre burlas y veras— de los efectos de la bilis negra.

En la elaboración de esta obra se han conjugado las fuentes literarias con las científicas. De esta forma, Ferri Coll ilustra los ejemplos literarios con ideas e intuiciones procedentes de tratados médicos, físicos, astrológicos, etc. Asimismo, la detallada información bibliográfica contribuye a recuperar los códigos culturales compartidos por los lectores y autores del Siglo de Oro, y que el lector actual no siempre conoce. La acepción coloquial con la que hoy se emplean términos como humor, melancolía o temperamento provoca que a menudo se olvide su verdadero origen. Basta con ojear cualquiera de los numerosos tratados médicos de la época para comprobar cómo se describen patologías relacionadas con los humores y se prescriben remedios contra éstas. Varios ejemplos prueban que tanto la teoría de los humores como sus efectos en la especie humana llegaron a ser un lugar común en la cultura de la época. Así, en Lope, un personaje se quejaba de que él no padecía melancolía, enfermedad que podía sufrir hasta un sastre, sino hipocondría, padecer más refinado y propio de seres distinguidos. Por su parte, Quevedo dedicó numerosos poemas a las muchachas que comían barro («linda golosina») para emular el aspecto demacrado del melancólico que se había puesto de moda por entonces. Y Covarrubias, en su Tesoro (1611), reconocía que la melancolía era «passión muy ordinaria» en aquel tiempo.

El estudio de Ferri Coll identifica las fuentes científicas de las que los escritores se valieron en la descripción de personajes y estados de ánimo. Como ocurre con todos los tópicos, la grandeza de la melancolía radica en su capacidad para acomodarse al estado de conciencia de cada etapa cronológica. Mientras que en la Edad Media se identificó con la pecaminosa acedia, en el Renacimiento se descubrió la sublimidad del temperamento melancólico gracias a la voz de Ficino. Por último, el Barroco español quiso emparentar la atrabilis con las diversas modalidades del desengaño.

En definitiva, los tumultos del alma en los que profundiza Ferri Coll suponen una contribución rigurosa y bien documentada al tema de la melancolía en el Siglo de Oro. Pero, además, el motivo de la melancolía —como el de las ruinas, al que el autor ya dedicó una espléndida monografía— es un excelente pretexto para indagar en las claves estéticas de uno de los periodos más apasionantes en la historia de nuestras letras.

 

L. Bagué Quílez

Jesús Gómez, La figura del donaire o el gracioso en las comedias de Lope de Vega, Alfar, Sevilla, 2006, 141 págs.

 

En la colección Alfar Universidad se editaba en el 2006 La figura del donaire o el gracioso en las comedias de Lope de Vega, libro en el que Jesús Gómez, especialista en literatura del Siglo de Oro, presenta al lector un estudio dedicado al teatro de Lope de Vega a través de uno de sus personajes más característicos: la ‘figura del donaire’ o el ‘gracioso’. Susceptibles de ser usados como términos sinónimos —hecho que se colige desde la disyunción identificativa del título como del desarrollo analítico posterior—, el objetivo de la publicación es el análisis sistemático de la figura del gracioso en el paradigma lopesco, desde sus inicios como dramaturgo hasta la fecha límite de 1604.

El gracioso es un personaje típico del teatro clásico español que hace su aparición en gran parte de las obras más destacadas de la época. Como tipo no prescinde de una larga tradición literaria, pero a la vez se construye a partir de varias categorías inspiradas en la realidad histórica de la época de los Austrias. Su función ha sido puramente contrastiva; en su figura los autores han ido concentrado conscientemente el sentido prosaico, económico y positivista del vulgo con un objetivo determinante: la atribución de un mayor realce, en posición directamente opuesta, al sentido caballeresco de la figura central de la comedia, el galán. A pesar de que el gracioso cuenta con un repertorio relativamente limitado (codificado por una larga tradición), no han faltado estudios empeñados en una clasificación taxonómica que permita la formulación de una definición categórica. Así, se le atribuye genéricamente la tendencia a mostrarse poco heroico y oportunista; a preferir una vida regalona siguiendo solamente las leyes de su gusto; a comportarse como charlatán, burlón o jugador; a parodiar a su amo y a reírse de los demás, siendo mozo travieso y alegre, en tal grado que viene a formar un vivo contraste con el mundo grave y problemático de sus dueños.

La figura del donaire o el gracioso se relaciona directamente con el teatro español del Siglo de Oro, en cuyo horizonte, presidido por la magna figura del Fénix de los Ingenios, se va perfilando autónomamente, en un primer momento de forma fragmentaria, y posteriormente cobrando peso y solidez como un carácter plenamente asumido por la escena y por el público. Su posición en las tablas, siempre adyacente a su señor, lo sitúa en una posición medial como contrapunto cómico o irónico que impulsa ascendentemente las figuras primarias del galán y la dama. Entre los rasgos más significativos de la figura conviven simultáneamente la contraposición a su amo, el papel de consejero, la lealtad y el carácter pragmático, pero también la codicia, la cobardía y la afición por la comida y la bebida. Lo cómico del gracioso reside muchas veces en que su pragmatismo y cobardía no le libran de peligros, ni su codicia le hace dueño de nada, ni su hambre se ve saciada jamás, ni su pereza es viable entre las incesantes aventuras de su amo. Como contrafigura del galán el gracioso opone a la vertiente idealista de su amo la materialista y vulgar, estableciendo de ese modo en construcciones paralelas el contraste entre los ideales y acciones del gracioso y las de su amo. Otra característica inherente que configura su caracterización es la perspectiva de admiración desde la que contempla privilegiadamente las audacias de su señor. En algunas ocasiones representa incluso la inteligencia práctica, activa, de la comedia: su cerebro planea ardides, es sugeridor de tramas y pone remedio a los males. Complemento paralelo de la voz del galán, puede llegar a convertirse en portavoz de la moral, subrayando irónica y críticamente ciertas realidades sociales.

Con el fin de presentar aspectos novedosos relacionados con este representante destacado del teatro clásico español, Jesús Gómez ha llevado a cabo una revisión sistemática de todas las figuras cómicas que aparecen en las comedias de Lope de Vega (el pastor ‘bobo’, el villano simple, el soldado, el criado pícaro, etc.). Según su rastreo a lo largo de la producción lopesca, el investigador constata que los estudios presentados hasta el momento carecen de la suficiente claridad para delinear y caracterizar convenientemente a una figura que debe ser bien diferenciada —y situada posicionalmente— del resto de los personajes cómicos que pueden intervenir en la representación.

Dado que hasta el momento no se ha llegado a unos criterios exactos a la hora de catalogar a un determinado personaje bajo la categoría degracioso’, la publicación dedica su primer capítulo a la cuestión de su definición. Amén de enumerar una plantilla con todos sus rasgos básicos, se observa el interés definidor del estudioso por construir su evolución desde una figura subsidiaria hasta un ente cada vez más funcional, activo y versátil. El libro brinda al lector numerosos ejemplos que ilustran los aspectos definidores que se asocian con el personaje. A continuación su concepto es ejemplificado y aplicado al caso concreto del Tristán de La francesilla (1596), según palabras de Lope, la primera figura del donaire en su teatro. Se observa asimismo en el gracioso la función caricaturesca y deformada del modelo del galán y el dualismo contrastivo entre los dos caracteres. Se trata, sin embargo, de un gracioso temprano que todavía no lleva, como en comedias posteriores, el peso de la intriga.

Del segundo capítulo, dedicado a la figura del donaire anterior a 1596 se desprende que es efectivamente en esa época cuando aparecen los primeros graciosos, pero no como caracteres plenamente desarrollados, ya que su función, por lo general, continúa siendo meramente episódica. Por otra parte, en el corpus de obras estudiadas está ausente la función de contraste: los galanes acaparan también el protagonismo cómico, quedando equiparados a sus trasuntos. Para ser graciosos les falta a los criados asumir un protagonismo mayor, reforzando al mismo tiempo el carácter sistemático de la oposición que los define con respecto al galán en una relación estrecha de amo / criado. En todas las primeras comedias de Lope el protagonismo de la intriga es generalmente asumido por los propios galanes y las damas, con lo cual, el papel de los otros personajes, entre ellos el gracioso, está no solo reducido sino subordinado a los caracteres principales.

El apartado tercero traza la evolución del personaje en comedias posteriores a La francesilla. Jesús Gómez demuestra convincentemente a través de un análisis contrastivo cómo paulatinamente se va estableciendo la antítesis entre las acciones del gracioso y las de su amo: en intrigas amorosas paralelas, la inversión que a través de la burla hace el criado gracioso de la retórica afectiva que emplea su amo, amén de otros motivos secundarios que apoyan la dualidad. A lo largo de la exposición de muchos pasajes comentados el estudioso comprueba que se producen de forma cada vez más clara paralelismos y oposiciones entre las acciones del noble y las de su criado. A la acción principal, protagonizada por el galán, se subordina la del gracioso como si fuera un espejo deformador en el que se refleja el mundo idealizado de la nobleza.

El siguiente apartado expone los hechos que desencadenan la evolución ulterior del personaje en tanto que figura consolidada dentro de una tipología de caracteres habituales en la comedia nueva. La madurez y estabilidad que ha ido adquiriendo le ha permitido asumir una pluridimensionalidad resultado de su mejor consolidación y complejidad en el texto dramático y en la escena. Ya no actúa exclusivamente de compañero y consejero de su amo, sino que puede asumir un papel decisivo en la trama (como es demostrable de nuevo en el Tristán de El perro del hortelano) adquiriendo una progresiva importancia cuantitativa y cualitativa.

Uno de los méritos de la obra de Jesús Gómez reside en su carácter analítico, que examina de forma exhaustiva la peculiar caracterización cómica de la figura del donaire con el fin de delimitarla en relación al resto de personajes menores del teatro lopesco. Los resultados de la investigación han logrado subrayar que la comicidad del argumento es finalmente polarizada por el gracioso a lo largo de una línea evolutiva que va de un humorismo ‘difuso’ a una función cómica casi exclusiva, que contrasta, sobre todo, con las características del galán. En su estudio Jesús Gómez ha recurrido directamente a las fuentes dejando claro que sólo un estudio riguroso y minucioso de los textos permite verificar o falsear las hipótesis de trabajo. En conclusión, este aná­lisis del teatro de Lope de Vega a través de uno de sus personajes tipo más representativos reúne varios aspectos valiosos y novedosos acerca de un tema todavía no explorado con la hondura y la precisión necesarias.

 

D. Leuenberger

Miguel Hernández, Antología (ed. de Jesús García Sánchez), Madrid, 2005, 245 págs.

 

Además de las muchas antologías que existen ya sobre la obra poética de Miguel Hernández, la Colección Visor de Poesía presenta ésta que comentamos ahora, de la cual vamos a ofrecer un análisis crítico, en general, favorable. El criterio con que se ha planificado la selección de poemas es perfectamente lógico y deseable en toda buena antología: ofrecer un panorama breve pero a la vez completo de toda la producción poética del autor. Y así tenemos que el libro recoge poemas de todas las obras de Miguel Hernández: Perito en lunas; El silbo vulnerado; Imagen de tu huella; El rayo que no cesa; Viento del pueblo; El hombre acecha; Cancionero y romancero de ausencias. No obstante, echamos en falta algo de aparato crítico en los poemas que ayudaran a situar cronológicamente su gestación y las circunstancias biográficas que contribuyeron a la creación de muchos trabajos: por ejemplo el autodidactismo inicial, su correspondencia con Neruda, Juan Ramón Jiménez y otros amigos. O su activa colaboración en la Guerra Civil, al lado de la República. En esta copiosa documentación hay muchos datos que arrojarían luz para la lectura de los poemas que aquí se insertan.

Procedamos ahora a repasar los libros citados de los que se ofrecen muestras y analicemos su presencia en la antología.

De la etapa juvenil y primeriza de Miguel Hernández tenemos el poemario titulado Perito en lunas. Un libro, como se sabe, influenciado por la poesía clásica y barroca de Góngora. El libro se gestó en los años cercanos a 1927, cuando los poetas de aquella generación prodigaron conferencias y homenajes sobre el clásico cordobés. El joven Miguel abunda en la estrofa octava real, sin duda imitando el modelo del Polifemo, y sus versos están llenos de metáforas conceptuales, algunos latinismos gramaticales e hipérbatos de uso gongorino. También se nota la base campesina que conforma la experiencia vital del poeta; mas la presencia de estos elementos está supeditada a un manierismo artificioso que les resta calidad: son los años de los primeros tanteos, de autodidactismo y de una voluntad inquebrantable. Todos estos rasgos pueden encontrarse con facilidad en los poemas seleccionados por García Sánchez, aunque, dado que el libro no parece estar destinado a un público especialista, antes bien, a un público de cultura media, tampoco habría estado de más alguna aclaración didáctica que ayudase a entender los poemas de esta etapa, tan influenciados de gongorismo que merecen aclaraciones como: el valor concesivo de la conjunción condicional «si», o la aclaración del mecanismo de elaboración en algunas metáforas especialmente complicadas.

El siguiente paso vital en la biografía poética de Hernández lo constituyen los libros: El silbo vulnerado e Imagen de tu huella. Estas obras fueron, más tarde, refundidas en el volumen de consagración: El rayo que no cesa. No obstante, antes de ese libro de madurez, conviene analizar esta etapa previa. Estamos en los años en los que Hernández colabora con Ramón Sijé en la revista de corte catolicista y misticista que éste último dirige: El Gallo Crisis. La antología de Visor no incluye ningún poema de esta influencia, que si bien fue transitoria, y pronto abandonada por el poeta alicantino, sin embargo, dio algunos sonetos bastante conseguidos, como el dedicado a María Santísima en el Misterio de la Encarnación. También son éstos los libros en los que se refleja la amistad con los intelectuales del 27, como Bergamín, María Zambrano... Registramos, asimismo, sonetos de amor tormentoso, inspirados por las turbulentas relaciones que mantuvo con la pintora Maruja Mayo. Desde un punto de vista estilístico, esta etapa está dominada por dos trayectorias estéticas muy bien reflejadas en la antología con sendos poemas. En primer lugar, Miguel Hernández procuró darles a sus vivencias campesinas una expresión más suya, más sincera. Es un intento de huir del lenguaje gongorino, y de liberalizar la expresión. De hecho, en la métrica, se atreve a experimentar modificando deliberadamente la estructura de estrofas clásicas como la octava real o la lira. No obstante, se siguen empleando imágenes metafóricas conceptuales que siguen vinculando los poemas al estilo gongorino de inicio. Buenas muestras de esta lucha estilística son las odas al vino o a la cigarra. Mas, el propósito está ya trazado. El poeta demuestra su capacidad para hacer una poesía propia con una composición que, sin duda, es la mejor de estos libros: «El silbo de afirmación en la aldea». Aquí su experiencia vital del campo, opuesta a los ruidos mundanos de la ciudad, alcanza una expresión lírica perfecta por lo propia. Ya no hay gongorismo y sí una delicada percepción poética del campo: el ritmo vital, más sosegado y auténtico, la pureza visual del paisaje, el silencio...; todo lo que la ciudad sugiere por contraste y carencia: ruido, vértigo... y frivolidad. El segundo camino estético que Hernández desarrolla por estos años es la experiencia del mundo taurino. Son los años previos a la Guerra Civil, y Hernández se gana la vida en Madrid como redactor para la enciclopedia que dirige José María Cossío: Los Toros. En la antología se incluyen buenas muestras de las impresiones que en él dejaron toros y toreros, como «Corrida-real».

Pero el poeta sigue avanzando en la búsqueda de una estética propia. Y aquí se insertan los poemas pertenecientes a El rayo que no cesa, libro de madurez en el que se aprecian algunas características decisivas. Para empezar, abandona sistemáticamente los residuos de dos tendencias anteriores que ya considera superadas. Ni poemas de corte catolicista, ni experimentos con la poesía pura. Su camino, ligado a la personalidad popular, está más enderezado a la estilización lírica de su rica experiencia campesina que a las creaciones intelectuales. Por eso en El rayo que no cesa, Hernández despliega imágenes metafóricas y simbólicas profundamente cargadas de mensaje sutil y expresivo. Sus referentes son ahora el toro, la imagen maternal y femenina de la mujer, la plasticidad de las emociones y los instintos, la fuerza de la naturaleza como un pulso inconsciente, la sensualidad, en una palabra: un intento acertado de captar al hombre como viva pasión. Aquí la antología incluye sus famosos sonetos, tan conocidos como los que empiezan: «Me tiraste un limón, y tan amargo, ... / Umbrío por la pena, casi bruno... / Como el toro, he nacido para el luto...». Además hay otras composiciones de métrica mixta, con las que el poeta demuestra no sólo su versatilidad, sino su necesidad de acomodar rítmicamente las emociones al paso de un metro apropiado, que varía, sí, y que cambia dentro de un mismo poema, según su sentir. El tratamiento de la antología hacia esta obra ha sido especialmente cuidadoso si nos percatamos de un detalle. La parte dedicada a El rayo que no cesa tiene como poema liminar la composición en cuartetas con la que, autobiográficamente, el poeta pone fin a su relación con Maruja Mayo y declara un ideario poético nuevo, marcado por la sensibilidad y el dolor trágico. Es sin duda un acierto encabezar esta parte con ese trabajo. Se induce a pensar en una estética inaugural, llena de pasión dolorosa, pero muy firme y rotunda en sus intenciones. Los poemas aquí recogidos constituyen un equilibrio notable entre el asunto y la técnica. Ya no son las composiciones de Perito en lunas, donde el cuidado métrico excedía a la materia del poema, dejando huecos de sentido, que el poeta llenaba con metáforas lógicas. Ahora el ritmo y el tema fluyen equilibrados.

Y vamos a acabar esta andadura crítica con los poemas reservados a sus dos últimas etapas: la del compromiso activo con la Guerra Civil y la redactada durante su estancia final en la cárcel, donde muere.

La poesía de guerra que la antología selecciona pertenece a los dos libros clave de este periodo: Viento del pueblo, publicado en Valencia en 1937, y El hombre acecha. Toda la poesía bélica de Hernández posee una excelente calidad porque supo rechazar un defecto peligroso en estos momentos tan difíciles: el propagandismo ideológico. Sabido es que durante las guerras, el sentimiento general se radicaliza; polariza los rasgos positivos y los antagónicos. Por eso el arte en estos periodos tan lamentables se hace propagandista y cercano a la consigna y la sublimación idealista. Sin embargo, la poesía hernandiana evita este peligroso defecto gracias a la esencia popular que nutre a su autor. Ahora se declara comprometido, igual que siempre, pero con más ardor, con los valores de libertad, trabajo y relevo secular: intuiciones que el escritor se ha esforzado siempre por expresar, sólo que ahora entiende que la guerra es un trance en el cual esas virtudes están en peligro. Y aparece su poesía de siempre, sólo que más acentuada por el ánimo y el apóstrofe; la voluntad esencialmente popular de una empresa de todos, anónima y grande.

El primero de los dos libros citados, Viento del pueblo, respira ilusión en la victoria. Hay poesías de enardecida recitación pública, entre la arenga y el júbilo animoso, como el archisabido de «aceituneros», o el dedicado a Rosario, la dinamitera. También amargas expresiones de dolor entre el deber de milicia y la paz truncada, el hogar y el trabajo que el campesino tiene que abandonar transmutado ahora en miliciano. Es «la canción del esposo soldado».

El segundo libro está dominado por un tono pesimista desde el título. Derrumbadas ya las esperanzas de ganar la guerra, las poesías que se recogen están llenas de desánimo. Es el caso de «El tren de los heridos» o el de «Llamo al toro de España». La visión que tiene Hernández del hombre es la de un ser dañino, dueño de pasiones rencorosas y violentas.

La antología se cierra, naturalmente, con un puñado de poesías pertenecientes al Cancionero y romancero de ausencias. El tono que preside a los versos es de nostalgia dolorida, de pena y de tristeza concentrada en el desamparo que le inspira todo: sobre todo, su mujer y su hijo pequeño. Las mejores composiciones recogidas por la antología son: «A mi hijo», «Las nanas de la cebolla», «Hijo de la luz y de la sombra» y «Orillas de tu vientre». Éste último hubiese quedado muy bien cerrando el volumen. En la cárcel, solitario y lejano, elabora este poema de versos cortos, de aires sencillos y populares, que unas veces parece dominado por el silencio, y otras parece inspirado en tarareos recurrentes de faenas campesinas, que van y vuelven, como los paralelismos sencillos. Reduce esencialmente el sustantivo y el adjetivo, y lo despoja de adornos, así como fue haciendo con su vida, agarrotada por la enfermedad y vencida en 1942 en la cárcel de Alicante. «Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes». Tristes.

 

J. J. Bazán Sánchez

 

Luis Rosales, El náufrago metódico. Antología (ed. de Luis García Montero), Visor Libros, Madrid, 2005, 488 págs.

 

De un tiempo a esta parte, asistimos —en unísona mezcla de júbilo y urgencia— a un parsimonioso proceso de reediciones, inéditas publicaciones y selecciones de la producción literaria cultivada por lo que se conoce como «Generación del 36», los jóvenes cuyo primer balbuceo discursivo se vio definitivamente estigmatizado por la guerra civil española, cuyos coqueteos con la palabra acontecieran allá por el primer lustro de los años treinta, siglo xx; aprendices y devotos compañeros —devoción que no anega la disonancia— de los poetas del 27, nacidos en la primera década del siglo anterior[6], y cuyo advenimiento literario sería hacia el año 1935. Hoy por hoy, no hay suplemento cultural festivo que no incluya el nombre de uno de aquellos desafortunados componentes, silenciado en el tardofranquismo, tanteado en la Transición, y ahora renombrado, ahora aplaudido porque ha vuelto a pisar imprenta: «ver volver es vivir(lo)», rotularíamos, invirtiendo y manipulando el verso de Rosales. Y es precisamente su palabra inquieta, su sintaxis balanceada en la aflicción, precisamente es la mirada encendida del poeta granadino Luis Rosales (1910-1992) la que, gracias a la edición antológica del profesor Luis García Montero, hemos visto volver, hemos visto vivir.

«¡Alguna tarde tenemos que nacer!». Y ya es tiempo. Tanto para la comunidad filológica como para regocijo del lector ya es tiempo de normalizar la edición, comercialización y el comentario crítico de este nutrido grupo de buenos poetas y mejores prosistas que trabajaron con resignación y duelo bajo la dictadura franquista, unidos por una perentoria necesidad de fe, de afirmación vital en una axiología cercana y certera: la familia, la amistad, Dios, únicos valores aún en pie.

Sin abandonar la cautelosa sospecha estremecida ante las súbitas y prolijas recuperaciones de la memoria literaria de un pueblo (¿quise decir memoria histórica?), esta reparación es motivo de júbilo. La calidad artística de los textos está fuera de duda y ya hemos vivido lo suficiente como para perpetuar un flagrante error científico que historiaba —con sutileza acrobática de prestidigitador— la poesía española del siglo xx, saltando desde las filas del 27 a la de los cincuenta, bautizada como única heredera de las destrezas formalistas y las conquistas libertarias. Un error histórico-filológico y exhibición de un gusto corto de miras, estrecho en sus filias y tuerto en las fobias; y casi una imperdonable ignorancia yerma de raíces, si se permite.

Motivo de júbilo, porque poetas como Luis Rosales —lo diré sin pudor— son una necesidad. Personas como Luis Rosales son una necesidad ayer y todavía; y son un rumor de corazón confiado en el hombre y una pasmosa reconcentración de palabras, creciéndose hasta el alma; y una invención desesperada y cálida, surrealista e implacablemente humana; una destreza en las más variopintas técnicas expresivas y un éxtasis de adjetivos en el versículo; y una misericordia en la memoria del alma. Y hoy eso es necesidad («gracias, Señor, el camino» / terminará donde empieza»).

La exhaustiva selección de las poesías de Luis Rosales, en edición del también granadino García Montero, viene a cubrir un vacío significativo en el mercado y en el comentario crítico de este autor. Desde la década de los ochenta no se había vuelto a antologar al poeta en textos, por otra parte, filológicamente deficientes [7] y, hoy, de difícil acceso, remanentes en los rimeros de librerías de segunda mano o de municipales bibliotecas. No obstante, la fecha —hoy lejana— de 1996 sí nos brindó la edición de sus Obras Completas, que reproducía los textos definitivos —ultimados por el autor— y que, en su primer volumen dedicado a la Poesía, se hacía acompañar de un sabroso e insondable prólogo a cargo de Félix Grande. De la fijación del texto, así como de su ordenación cronológica, debidamente acordada con el autor, se ha aprovechado la edición de García Montero.

Rosales es uno de los componentes esenciales de aquella promoción que antes denominábamos «Generación del 36», mayormente conocido como poeta, pero, a la par, lírico memorialista, perspicaz crítico, original ensayista, incansable investigador, humanista de talante liberal que ha dilatado los géneros hasta hacerlos uno y múltiple. El grupo cuenta con el desdichado azar de la irrupción de una guerra salvaje, inesperada para todos, que les vino a quebrar y alterar el decir poético, que instauró la inevitable diáspora de vidas y talentos, la formación de un carácter doliente, la impaciencia en la sangre; que envejeció un país inaugurando tiempos de indigencia verbal, de miseria y máscara: «Demasiado jóvenes en 1936 fuimos después, de pronto, demasiado viejos en 1939»[8].

Junto a esta circunstancia, es preciso subrayar que en la consideración del conjunto ha tenido mucho que ver el infortunio de carecer de partida de bautismo, de geografía exacta que imprimiera sus huellas. Mas no sólo eso; la práctica desaparición (en manuales, discursos, en la Historia) de los productos y hacedores que continuaron trabajando, inevitable pero gravosamente, bajo la opresión de un ambiente totalitario; que funcionaron como eslabón imprescindible uniendo los logros artísticos de las vanguardias con la lectura de la tradición del medio siglo tiene mucho que ver con que la mayor parte de este grupo perteneciera (sin entusiasmo en casi todos, sin convicción luego) al bando que ganó la contienda, y que —como los otros— bien sabía que lo había perdido todo («que la muerte no vendrá / vencedora ni vencida», escribía Rosales ya en 1937). En su Antología, no obstante, García Montero sí refiere el conflicto ideológico (restallante con innumerables matices y acompañado de hirientes tintes existenciales) que sufrieron aquellos intelectuales que, habiendo apoyado inicialmente al bando vencedor, restaron en España tras la contienda, pero ya nunca iguales; un posicionamiento agónico agudizado en el caso de aquellos que eran católicos como Rosales. «Nadie sabe hasta dónde puede llevarle la obediencia».

Y es que, por una suerte de precaución ideológica, un fervor crítico angosto en sus luces, el grupo al que perteneció Luis Rosales, ha sido hasta hace poco ninguneado de la escena literaria y omitido en la historia cultural española del pasado siglo. La ceguera es aquí si cabe flagrante omisión (punible, entonces) pues nacía de un estulto prejuicio de que aquellos que triunfaron en la guerra y permanecieron en España, bajo el vergonzoso régimen, carecen de un valor estético estimable (¿quise decir ético?) frente a la excelencia del exilio. Y así hemos ido leyendo nuestro pasado, y recreando nuestro presente, sin el justo reconocimiento al grupo de intelectuales que, desde la intimidad de sus conciencias, desde su ritmo doméstico y monótono, se esforzaron por la concordia entre los españoles, por caminar hacia un Humanismo integral, por la reconciliación —al menos— en la vida cultural. Apostaron por la ética de la estética. «Nos juntó el dolor de nuestro pueblo. No su saña, aunque entonces la había, sino su dolor».[9]

No es este espacio para argumentar a favor o en contra de las etiquetas generacionales. De sobra es conocido su rentabilidad en la economía del decir y su inhabi­lidad en la clarificación del mostrar. Como si se dieran puñetazos en la mesa, uno habla de Generaciones y parece que habla en nombre de la Historia. Es palabra tan avenida con los oídos filológicos que la dejamos pasar sin alerta ni despliegue crítico. Y, sin embargo (ah, sin embargo, que diría Machado), si retenemos el sintagma que funciona como sujeto, advertiremos que su referente es incierto, su significante móvil, su signo más connotativo que denotativo, en fin. Y, no obstante, como la heraclitiana pescadilla, también sucede que unos poetas sin Generación a la que adscribirse, son como personajes sin creador (ni autor) que los asuma, los aglutine y justifique: los nombres, en resumidas cuentas, y así, los cree, los convierta en texto, en relato, en Historia. «y en el mirar de Dios seremos náufragos / de muerte semanal y para nunca».

A mi juicio, es nítida la existencia —en nuestro devenir cultural— de un conjunto de hombres que, cuando iniciaban su actividad intelectual, se vieron arrojados a una sangría fraticida, que definiría indefectiblemente su producción intelectual; como nítido es su perfil obstinadamente conciliador, su perímetro que apostó por una digna solidaridad entre tonos escindidos; y como heteróclito es su contenido (genérico, temático, estilístico). Acaso es que, como se ha propuesto a propósito del grupo del 27: es «una Generación más estética que ontológica».

En estas páginas se acepta, pues, la etiqueta «Generación del 36» con igual crujir de hombros con el que se acepta la denominación aplicada al 27 o al 98; y es este mismo escepticismo sustantivo ante el marbete el que permite sustituirlo, sin desastres finiseculares, por otros igualmente válidos: «promoción» o «grupo»; coyuntura de hombres que funcionaron como generación: eslabón entre las progresivas estéticas de un sistema cultural.[10]

«Abril, porque siento creo, / pon calma en los ojos míos». Al iniciar la década de los años treinta, nuevos aires renovaban el decir poético y en ellos las voces de los jóvenes (estos jóvenes que luego serían los «del 36») colaboraron con su apuesta por lo «impuro». La Historia avanzaba y la actitud frente a la vida y frente al arte se ajustaba a la nueva climatología social; el corazón volvía a estar de moda,[11] el refulgir del sustantivo absoluto calmaba los brillos y el poema parecía querer volverse uno, desjerarquizando el protagonismo de sus versos. Suelen convenir los críticos en que la publicación de Abril de Luis Rosales en el año 1935 clausuraba una poética y apuntaba otra: era patente el desgaste de la fraseología imaginística y la revalorización de la palabra; la celebración de una realidad elemental y no transmutada; la renovada atención a una religiosidad confiada, a una espiritualidad sencilla y mansa, una tímida reivindicación de la ética unamuniana, de la temporalidad de Machado y una asunción de los méritos de las vanguardias, en lo que tenían de destreza verbal, de hipérbole conceptual, de aventura vital. El mérito de Rosales fue evidenciar el nuevo balanceo del péndulo, y hacerlo con un repentino calor de mundo, con voluntad de acierto y afán unitario en los labios.

El estudio del profesor García Montero ha tenido a bien plasmar, metódicamente, este formarse del decir poético de Rosales, imbricándolo con una circunstancia no sólo artística, sino histórica y social, de profundas convulsiones para todos los cimientos del ser humano. Frente a anteriores recopilaciones de los versos de Rosales (en los que el granadino era un poeta único en su singularidad, un primer plano sobre fondo de racionamiento), García Montero lo ubica en el contexto generacional del 36, situando la fenomenología del grupo en los albores de los años treinta, por el apremiante afán de reconciliación entre realidad cotidiana y realidad artística del que, desde los inicios, hicieron bandera. Sin embargo, hay algo no aclarado en las palabras preliminares del antólogo. A la hora de definir la coyuntura artística de los años treinta, la encrucijada de planteamientos que buscaban acercarse a la realidad sensible y alejar la preocupación formal, García Montero abusa en demasía del concepto liminar «rehumanización», como una especie de movimiento artístico coherente, mas sin que sea definido ni concretado referencialmente; en abstracto, y sin convención terminológica en cuanto al término —circunstancia que no sucede con «deshumanización», aceptado en la comunidad artística por la realidad intelectual y cronológica tan específica a la que alude—, resulta absurdo hablar de «ser más humano», de «profundizar en lo humano». Si no se aclara semánticamente, lo normal es que se deduzca su significado desde el lexema «deshumanización», resultando entonces un movimiento antagonista de este último, como si se trataran de las dos caras de una misma moneda. Evidentemente, la realidad artística era otra, y bien distinta. Los conceptos poesía pura-poesía impura me parecen los más apropiados para re­ferirse a las tendencias poéticas del momento.

Por otra parte, el editor codifica la sustantividad del grupo más en sus inicios (Garcilaso frente a Góngora) que en su postrer desarrollo, cuando fue precisamente la etapa posbélica, con toda la avalancha de duelo que carcomía las palabras, la que otorgó entidad estética (y ética) a esta promoción. El salto cualitativo entre Abril y Rimas únicamente puede ser entendido a raíz de la experiencia traumática de la sangre derramándose inútilmente, del desengaño y la tristeza de papeles que sufrió Rosales. Parecidas reflexiones pueden hacerse a propósito de la producción de Gil-Albert, Luis Felipe Vivanco, Serrano-Plaja o Ildefonso-Manuel Gil. Como programa de reconstrucción, todos se retrotrajeron hacia un diálogo íntimo consigo mismo y con sus muertos. «Cuántas personas hay en el mundo que no saben cómo es un hombre / porque no han muerto nunca de repente». Nacían así como grupo reconocible, desnacían como hombres.

«Lo vivo era lo junto». Los conceptos que maneja García Montero para definir la poética de Rosales son de gran precisión crítica, además de útil herramienta metodológica para rastrear el proceso de peripecia vital y construcción discursiva: por un lado, las tensiones pacíficamente resueltas, la escritura solazándose en las fronteras; por otro, la intimidad confesional, que reagrupa y revive nombrando el mundo desde una voz unitaria y totalizadora. Lo disperso se hace junto en la voz del poeta pero también en la textura del poema. Además, se incluyen referencias a escritos ensayísticos de Rosales que resultan particularmente convenientes, que iluminan los mecanismos textuales del escritor, así como su conceptualización de la actividad poética.

Ya Alberto Porlán detectaba en el Rosales de principios de los cuarenta la necesidad de unidad directriz en el poema, lo que le conduciría a aunar las pluralidades (técnicas, temáticas, espacio-temporales) en una «unidad estructural, una unidad orgánica, y, para sí, además, una unidad biográfica»[12]. A partir de aquí —historia Porlán y registra García Montero— su afán unitivo se corporeizaría en El contenido del corazón y La casa encendida, muestras desconcertantes de esa poesía totalizadora, omnívora, supragenérica y elemental, que es su ojo hecho lengua. El término «estructura» acota la aventura poética y vital de Rosales: un sistema donde todo cabe, pero en el que nada sobra, de puertas abiertas a la emoción pero de un único esqueleto dinámico; letanías sin género ni actor, imágenes potenciales que conducen de la mano a una razón fatigada de equívocos, en busca de la exactitud de la memoria —«La imprecisión es el infierno conocido»— que devuelva la verdad de lo uno.

Este proceso dialéctico de rejuntar lo aparente opuesto y nombrarlo a través de una palabra que asume, y supera, la imagen se encauza a través de un sentir religioso, como bien explicita García Montero. Es significativo que en ninguna de las antologías de los ochenta se recojan textos pertenecientes al Retablo sacro del nacimiento del Señor, libro anticipadamente familiar en el que Rosales, no queriendo enfrentarse a la dura realidad posbélica, regresa a sus raíces axiológicas y a sus raíces culturales (relectura del 98; reinterpretación del Barroco). Afortunadamente, García Montero —cuyo propósito es ofrecer una imagen completa del total de la producción poética— solventa esta lacra, y nos brinda buenas muestras del candor con el que quiso nacerse Rosales. En el prólogo a la segunda edición de Retablo..., afirma: «He escrito villancicos quizás con el deseo de que todo lo que era mío no se acabara de una vez». Si esta religiosidad apenas había sido remarcada por los antólogos anteriores, para el editor granadino es la fe mansa, inevitablemente doliente, la que determina dos de los procedimientos compositivos más característicos de la poesía de Rosales: el predominio de la comparación frente a la metáfora vanguardista; y la isotopía semántico-estructural memoria-esperanza, que sustituye a la dialéctica clasicismo-vanguardia.

A propósito del hábil manejo de la comparación por parte de Rosales y de su protagonismo como técnica compositiva, el antólogo establece unas observaciones de gran perspicacia analítica. Afirma García Montero que el símil «amplía el protagonismo definidor del sentimiento que mira. Más que la objetividad del mundo, brilla el proceso de los ojos que establecen semejanzas inéditas»; efectivamente, Rosales, como sujeto que une lo disperso, introduce un tercer horizonte de descodificación que enriquece y personaliza el discurso, que lo hace fronterizo y participante en el ser.

«Y tú ¿que harás ahora cuando los muertos vuelven?». Como sugiere García Montero, tras la experiencia traumática de la muerte de tantos, Rosales tomaría conciencia de un existir que es sucesión y regresión, dolor y esperanza, fe metódica, inevitable duda. A partir de entonces, habitará un espacio común de vivos y muertos, pues donde hay memoria no hay soledad y la casa se enciende: «y crecerán los muertos y los vivos / unos dentro de otros / hasta formar un solo árbol que llenará completamente el mundo». Presenciamos en la textura lírica de Rosales dos planos que confluyen unitariamente: el esencial, donde la memoria otorga identidad y certera pertenencia; y el circunstancial, el devenir histórico y existencial, que rastrea la urgencia de la infancia: «Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo. / Y ahora, / después de nieve, / después de siempre, / ha venido, ha venido».

De ahí que la memoria y la temporalidad desplieguen su proceso existencial a partir de entonces, ilustrado a través de la significativa imaginería barroca. Con la certidumbre de la falibilidad del lenguaje, escruta la cotidianeidad, los ámbitos familiares de antes y de siempre; realismo que trasciende, que viaja a través de la palabra desde la instantánea a la inocencia preterida en la infancia; dialoga con su intimidad, fundada en la sangre. Este intimismo unifica sus experiencias vitales y es material poético. Rosales va desviviéndose, descosiéndose por dentro, para vivirse en los otros, en lo uno y en lo junto.

En la última parte de su introducción, García Montero registra el proceso, complejo y nunca satisfecho, de la edición de la poesía del granadino Luis Rosales, dada la reescritura paciente del poeta, la confiada profundización en su propio decir, la falta de premura en la publicación (a modo de ejemplo: Segundo Abril fue escrito entre 1938 y 1940, y finalmente editado en 1972). La búsqueda consciente de una voz per­sonal, la resonancia del dolor y lo inesperado de nuevas resurrecciones, la voluntad de deletrearse fiel originalmente, de estar «hablando para siempre, viviendo para siempre, ardiendo / para siempre», traducen el crecimiento creativo del escritor, dificultando la linealidad en su sintaxis poética, la sucesión cronológica en la edición textual. Sus textos irán corporeizando ese sucederse que, en la vida de Rosales, será irse «des-sucediéndose», regresando, con equivocaciones y sistemática obcecación, hacia la totalidad original. Teniendo presente el volumen i de sus Obras completas, esta Antología nos presenta los textos con las últimas correcciones del poeta, contando, además, con el buen proceder de no fragmentar los poemas y ofrecerlos en su integridad. Estos y otros criterios seguidos por el antólogo para la edición se explicitan en una necesaria y enjundiosa «Nota sobre la antología», lo cual es de agradecer.

Puede cuestionársele el que haya prescindido de las citas y dedicatorias que precedían los poemarios según voluntad del autor; tampoco incluye las diversas secciones en que se reparte el contenido de los libros, dato este que ofrece valiosas claves para la interpretación de su poesía. Alguien echará en falta un breve apunte biográfico.

Mas, lo cierto es que a la recopilación de García Montero hay que reconocerle una suerte de acierto horizontal y vertical. Horizontal por lo que tiene la colección de exhaustividad a la hora de abarcar los sucesivos movimientos que conformaron su decir: desde el júbilo contemplativo y guilleniano en Abril a la figuración plástica y tropiezo enmarañado de La casa encen­dida, desde los romancillos de cristal en Retablo a la precisión matérica de Diario de una resurrección. Vertical por el sesudo preámbulo que contextualiza y analiza en su profunda dimensión humana, poética, social, el texto de Rosales; situando frente a nuestra conciencia el relato de un naufragio cotidiano y acuciante, la peripecia desesperada y corriente de una des-vivencia hacia los orígenes, la exactitud ineludible de un hombre que fue, en el buen sentido de la palabra, bueno. Y, por encima de todo, la obra de uno de los mejores poetas españoles de este finado siglo xx.

 

«—Sí, ya sé que esperabais y he tardado:

Vivía—»

 

M. Jiménez Naranjo

 

Antonio Jiménez Millán, Poesía hispánica peninsular [1980-2005], Renacimiento (col. Iluminaciones), Sevilla, 2006, 386 págs.

 

El estudio de la literatura necesita de elementos variados: erudición, sentido crítico, capacidad analítica y de relación y, en no pocas ocasiones, grandes dosis de valentía. Estudiar la literatura que se hace hoy, a pie del día, es difícil. Siendo el estudioso, además, poeta ampliamente reconocido y posicionado, parece más que un ejercicio intelectual, una tour de force entre arenas movedizas. Antonio Jiménez Millán (profesor, crítico literario, poeta, traductor), asume con una aparente facilidad la compleja labor de establecer, en el marco histórico de 25 años convulsos política y literariamente, el panorama de las literaturas hispánicas, sin el límite de la lengua cas­tellana, sino, tal y como su formación le habilita (es filólogo románico), abarcando lenguas distintas al castellano. Ya había mostrado su interés por el gallego y el catalán en la edición de sendas ediciones antológicas para la revista Litoral: Poesía catalana contemporánea (1993) y Poesía gallega contemporánea (1996, en colaboración con Luciano Rodríguez). Este volumen continúa esta senda de apertura asumiendo, por otro lado, la imposibilidad de analizar la poesía escrita en euskera.[13]

El libro se compone de tres bloques: «Poesía en lengua castellana», «Poesía en lengua catalana» y «Poesía en lengua gallega», precedidos de una «Nota previa», en la que justifica su proyecto. Si cada lengua expresa el mundo a su manera, como afirma Steiner, la rica personalidad histórica de cada una de ellas hace evidente la necesidad de establecer estudios que proyecten luz sobre las características específicas de cada una de ellas. Claro que los acontecimientos políticos del último cuarto del siglo xx propiciaron una radicalización de cada una de las propuestas —nacio­nalismos que excluyen y se arrogan la exclusividad de la buena literatura, que, por otro lado, «suele mantenerse al margen de localismos, reductos cerrados e intereses partidistas» (pág. 13)—. Sin embargo, se ha podido constatar a lo largo del siglo xx innegables muestras de unión y comprensión entre las diferentes culturas, pese a los difíciles tiempos. Respecto a la posible crítica a la «objetividad» del autor, el propio Jiménez Millán asume las limitaciones de su discurso: «El poeta desdoblado en crí­tico es juez y parte; no puede (y quizás no debe) prescindir de sus convicciones estéticas, que derivan en afinidades y rechazos evidentes, con el riesgo de arbitrariedad que ello supone» (pág. 15); sin embargo, para luchar contra este escollo el autor sigue «un criterio relativamente amplio», reflexionando también «sobre autores bastante alejados de mi manera de escribir poesía» (pág. 15). Son estas páginas «impresiones de lectura», lejos de «la codificación académica» (pág. 15). Así se recogen reseñas de libros, prólogos y presentaciones de autores cuya elaboración cronológica alcanza casi veinte años.

Bajo el epígrafe «Poéticas para un fin de siglo» recoge el autor un extenso pórtico a los diferentes estudios de la poesía en lengua castellana. Dos «trampas» enturbian el acercamiento a la literatura, ambas con la rúbrica de Ortega y Gasset: en primer lugar, la autorreferencialidad de la poesía, su alejamiento de lo externo, en una asepsia ideológica defendida por los críticos; la segunda, el marbete «generación» como llave ineludible para el acceso al canon poético (etiqueta que tranquiliza a lectores, críticos... y permite parametrizar instantáneamente la obra poética sin mayor complicación). Sin duda la situación política de España propició el sólido funcionamiento de una poesía social que pronto se vio abocada a la decepción, al fracaso, dada la imposibilidad de incidir en el orden de las cosas, lo que propició nuevas alternativas al discurso. Esta oscilación poético-crítica se ejemplifica en la labor antológica de José María Castellet: si en Veinte años de poesía española (1939-1959) se defendía el realismo crítico como propuesta legítima, en Nueve novísimos se afirma que en 1962 ese mismo realismo era ya «pesadilla estética». De ahí la necesidad —y también el interés editorial— de plantear un nuevo panorama con soluciones estéticas bien distintas. El cambio literario viene acompañado o motivado por la lenta liberación ideológica que en España se iba asimilando paulatinamente. Ya en Estados Unidos, en Europa, diversos pensadores habían señalado a partir de los cincuenta la necesidad de una liberación hacia el fructífero placer, el divertimento como forma clave del hombre que niega ser represor, estar reprimido. Es indudable que la aparición de nuevos elementos dictatoriales como los mass media, o la inclusión de referentes artísticos modernos como el cine o la música contemporánea sustentaron también este viraje. De ahí que encaje, en todo este panorama político, la propuesta impostada como revolucionaria de los novísimos. Si bien rompen tajantemente con lo anterior[14], sus sucesores, los posnovísimos, no son más que una continuación que asume su legado y niega tan solo lo que los mismos precursores ya rechazaban (el venecianismo se diluye en la búsqueda de una poesía individualista). Dos de los novísimos señalan el elemento clave en la definición del nuevo signo poético: el lenguaje como pilar central de la reflexión; en esto radica la modernidad, en la obsesión metapoética. Existen excepciones, como la de Manuel Vázquez Montalbán, que sí vin­dica la materia política en sus escritos, aunque sin negar en ningún momento la primacía de lo literarios sobre lo histórico.

Pero poco a poco la ruptura como objetivo deja de ser primordial para los escritores: Las voces y los ecos, de José Luis García Martín, antologa a una serie de escritores despreocupados por el desprecio a sus predecesores, que, además, niegan la autorreferencialidad del lenguaje poético. En el panorama general de la literatura se percibe la nueva codificación del culturalismo, mucho más discreto, atenuado, lejos del exhibicionismo anterior: así lo integran en sus poemas Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo o Víctor Botas. A finales de los setenta se produce —corsi et ricorsi, según lema de Vico—, el regreso a la tradición; asumiendo la intimidad, la memoria y los sentimientos: «experiencia biográfica y experiencia de cultura» dominan la poesía de los ochenta, en relativa continuidad.

Será en los ochenta cuando se produzca uno de los puntos de inflexión más importantes del último cuarto de siglo, tanto por la producción lírica que conllevó como, en no menor medida, por la batalla dialéctica, muchas veces campal, entre defensores y detractores: «la otra sentimentalidad». Autores como Luis García Montero o Javier Egea se distancian del canon establecido en «la voluntad de no separar literatura, ideología y política» (pág. 71). Línea fundamental de los ochenta, rebautizada como «poesía de la experiencia», cuya uniformidad en propuestas y en haceres ha de ser necesariamente matizada, aunque sí que podría asimilarse al cambio de «relativa normalización democrática» (pág. 75). Palpable es la recuperación de la «dignidad de las palabras corrientes», como afirmó Coleridge, la ficcionalidad en la construcción de un personaje lírico que elabora un discurso intimista de la vida sin alardes retóricos innecesarios, la narratividad de los poemas, y donde la ciudad adquiere, como segunda piel, una importancia indudable (ejemplar es la obra de Fonollosa: Ciudad del hombre: Barcelona).

En su recreación macerada del yo autobiográfico, la poesía recoge tanto lo acaecido como lo soñado (integradores ambos del yo). Asimismo, los referentes culturales de cada autor disponen las diferentes sendas de experimentación poética. Finalmente, lo que queda por descubrir es el proceso de artificio, de ficcionalización del personaje que protagoniza los poemas: una ficción verosímil, algo muy distinto de «la sinceridad mal entendida» (pág. 87). Otro rasgo que caracteriza las poéticas de la modernidad es la ironía. Así surgen títulos como «Coplas a la muerte de su colega», de Luis García Montero, o La destrucción o el humor, de Javier Salvago, y, muy especialmente, la poesía de Jon Juaristi.

El cambio de siglo conlleva la confirmación de algunas voces indiscutibles de finales del xx: Carlos Marzal, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes... Y surgen nuevos panoramas que confirman la diversidad de opciones a que se enfrenta el crítico de poesía al enjuiciar las nuevas voces: las antologías de Luis Antonio de Villena y José Luis García Martín esbozan panoramas quizás dogmáticos, quizá descriptivos, de una poesía cuya constante, según Antonio Jiménez Millán, es el «vitalismo» (pág. 121). Pero hay que matizar toda intención de ruptura: «si se atiene a una perspectiva histórica observamos que el discurso de la modernidad apenas ofrece rupturas [...] y sí una cierta continuidad en la búsqueda de sentido o de significación que, en la escritura de poemas, suele revestirse de un halo de melancolía» (pág. 124). Culmina este vasto ensayo en erudición y acierto crítico con la frase de Eugenio Montale, que resume la posibilidad y necesidad de distintas opciones líricas: «En el mundo hay sitio para Hölderlin y hay sitio para Brecht».

Completan esta primera sección treinta y una breves presentaciones de libros. No es posible, ni deseable, mencionarlos a todos, pero sí recalcar la unión de afectividad emocional (en algunos casos) y, sobre todo literaria, en cuanto a la concepción del buen poema, que recorren todas las aproximaciones. Retratos de deudas y afinidades desde la pérdida, en el caso de la reseña a la obra de Pablo del Águila; páginas que diseccionan con inteligencia rotunda la evolución de un poeta como Francisco Díaz de Castro, reseñas a libros de Javier Salgado, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes... Poco a poco, el panorama breve que anticipaba esta selección de ensayos va adquiriendo una mayor profundidad gracias a la extensión en pequeñas reseñas de todo lo que antes solo ha podido citarse, enumerarse, sugerirse, al fin y al cabo. No podrían recoger estas páginas la sensibilidad especial con que se desbroza cada texto, cómo se vincula cada obra a la bibliografía del poeta, sus relaciones con otros referentes... Quede, pues, para el lector, el placer de descubrir todo este oasis hermenéutico, que se repetirá en las siguientes secciones.

Centrémonos ahora en el segundo bloque, dedicado a la poesía catalana. A las ocho aproximaciones a autores catalanes concretos antecede, como en el bloque anterior, un estado de la cuestión que recorre hasta desfondarlos, los recodos complejos de la elaboración de una literatura. Esta «Introducción a la literatura catalana contemporánea», concebida inicialmente para la antología publicada en Litoral, comienza planteando la supremacía de la poesía como género catalán frente a la pobreza novelística: una cultura literaria, la catalana, sometida a los grandes desarrollos poéticos pero que, sin embargo, no puede afrontar con igual solvencia el avance de su novelística. Determinante en la evolución del panorama literario será la guerra civil, que supondría una ruptura mucho mayor de lo que pudo ser para la lengua castellana: al desastre político siguió un desastre cultural agudizado por la falta de un público lector medianamente amplio, así como editores, traductores... Frente a la prohibición de expresarse públicamente en catalán en los primeros años de la postguerra, surge entonces la «misión casi trascendental» de la poesía catalana: «la de salvaguardar los valores culturales amenazados, la continuidad y la pureza de un idioma casi proscrito» (pág. 302). Autores como Salvador Espriu encabezan una misión reconstructora del desértico estado de la cuestión. A él se sumarán nombres definitivos como el experimentador Joan Brossa, Joseph Palau i Fabre (enlazando con la vanguardia histórica)... Todo ello dentro de la impostura de normalidad absoluta tras la gran derrota, certificando así el verdadero desafío de reconstrucción cultural. A esta norma general escapan creaciones como las de Joan Oliver, que bajo el seudónimo de Pere Quart ofrece versos «de denuncia de un mundo burgués cobarde y opresivo ante el que sólo cabe la reducción al absurdo» (pág. 305). Joaquim Horta, Francesc Vallverdú, entre otros, siguen la estela de Oliver al confirmar el rechazo al formalismo de signo novecentista, y reclamando la «austera rebeldía moral» de Espriu encauzada en el «tono coloquial de Pere Quart» (pág. 305). La aparición de Gabriel Ferrater, con su poema Da nuce pueris (1960), abre una pequeña brecha en un panorama definido al presentar la subjetividad como valor deseado y deseable de los poemas, en la línea de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma. Sus poemas son «miradas particulares, relatos de experiencia individual, verdades relativas que se exponen desde la conciencia del artificio» (págs. 306-307). La obra de Ferrater adquiere la condición de legado con la publicación de sus poesías completas: Les dones i els dies (1968), recogida a finales de los sesenta por autores como Narcís Comadira o Marta Pessarrodona. Poesía que tiende a la reflexión moral, no exenta de ironía, de una época que comienza a superar el falso dilema formalismo/realismo. También, con la llegada de la normalización lingüística que conllevó el régimen democrático, la cultura catalana solventó la falta de estructura para poder erigirse como foco de entidad indiscutible en la península (editoriales, revistas y otras iniciativas culturales), con una característica primordial: la diversidad. Conviven, junto a líneas experimentales, tendencias neopopularistas o dirigidas hacia el realismo íntimo.

En los ochenta se produce —dentro de esta diversidad «signo de normalización» (pág. 325) aplaudida por autores contrarios al dogma, al canon impositivo—, un cambio de signo al enlazar la renovación poética con la obra de anteriores poetas: Vinyoli y Ferrater. La función de la poesía es un tema debatido, y fruto de esa discusión surge el gusto por las palabras corrientes (dados los aspectos comunicativos y constructivos de la escritura), por el presente del hombre que expresa sus experiencias comunes; esto la aleja de la órbita vanguardista, empeñada en la máxima modernidad. La poesía, por tanto, «se instala en el presente, pervive como forma de explicación de la vida e integra recuerdos de infancia con ilusiones frustradas de la madurez, hace suyas la elegía y la exaltación del goce» (pág. 320). Tiempo, ámbito urbano y amor-erotismo son temas centrales en la poesía catalana de los ochenta. Poesía que alcanza un desarrollo adecuado a la calidad literaria indudable de sus escritores. Con una abarcadora reseña de editoriales y revistas catalanas cierra Antonio Jiménez Millán esta introducción, que da paso a ocho escritos sobre poetas catalanes (Joan Margarit, Pere Rovira, Alex Susanna... entre otros).

El tercer bloque del libro —«Poesía en lengua gallega»— es el más breve de todos: una aproximación a la obra de Ramiro Fonte y un estado preliminar de la cuestión.[15] De fuerte raíz histórica, la lírica gallega ostenta «una de las más importante tradiciones poéticas de la Romania» (pág. 370). Tras su interrupción en la Edad Media, habrá que esperar hasta el siglo xix, con el romanticismo liberal de Manuel Murguía y la obra de tres poetas de irrefutable valía: Rosalía de Castro, Manuel Curros Enríquez y Eduardo Pondal. Desde la nada se defiende una lengua despojada de su prestigio social, de su propia tradición, a través de «una determinada interpretación de lo popular que va desde la nostalgia a la denuncia» (pág. 370), como es el caso de Rosalía de Castro. Se forja, con su obra la norma literaria, se construye un léxico funcional y se establecen mo­­delos formales. Este Rexurdimento gallego conlleva una ideología que, más que teoría política, era definida por Ramiro Fonte como «una teoría estética que encubría un misticismo esotérico» (pág. 372), en la contemplación del paisaje céltico. La fuerza de estas poesía alcanzará al propio García Lorca, que no duda en homenajear a la autora de Follas novas en una de las composiciones de Seis poemas galegos.

La guerra civil supuso también para Galicia la decapitación de su proyecto cultural. Surgen exilio y resistencia, con algunos autores, como Celso Emilio Ferreiro, que se convierten en verdaderos adalides de la lucha contra la dictadura. A la poesía social le sucede, en los ochenta, un territorio poético de coordenadas similares a las demás peninsulares: «culturalismo e intertextualidad, interés por el tema amoroso, preo­cupación por los aspectos formales, síntesis de tradición y modernidad» (pág. 375).

La lectura de este volumen proporciona, como valor fundamental, el conocimiento suficiente para aprehender la poesía peninsular como una mezcla indudable de valores personales y colectivos, la suma de tradiciones comunes o no que forman un entramado mucho más interrelacionado de lo que podríamos pensar. Pero sobre todo, posibilitan la desaparición del pensamiento único: obligan a pensar en el otro, a asumir la necesidad de comunicación y trasvase de culturas. Fino y delicado mapa histórico el que nos presenta Antonio Jiménez Millán, donde la ingente información, bien articulada y clarificada en todo momento por el recurso al texto no hacen más que reivindicar sus páginas como provisional manual (con las ventajas, y no los inconvenientes, de este tipo de libro), de la poesía española peninsular del último cuarto del siglo xx, y de sus comienzos. Esperemos que el diario de lecturas, de presentaciones y de afinidades lectoras y de amistad que lleva a cabo Antonio Jiménez Millán nos depare aún muchas claves de la última poesía.

 

R. Díaz Rosales

Luis García Montero, Los dueños del vacío. La conciencia poética, entre la identidad y los vínculos, Tusquets, Barcelona, 2006, 245 págs.

 

Cuando un libro sobre literatura deja de ser un simple manual, apuntes de clase, o ejercicios de análisis varios para convertirse en un ensayo de hondo calado literario-filosófico, como es el caso de Los dueños del vacío. La conciencia poética entre la identidad y los vínculos, nos hallamos frente a una obra singular que merece que demos cuenta de ella lo más pormenorizadamente posible, no sólo por su interés literario, pues parte de ahí, sino por sus repercusiones ensayísticas, por el arco que alcanzan sus reflexiones, y por su actualidad. De Los dueños del vacío ha afirmado Emilio Lledó que es el mejor libro de crítica literaria publicado en las cuatro últimas décadas, y es que nos hallamos frente a un volumen absolutamente moderno, en el sentido rimbaudiano, un libro que se hace cargo de las complejidades de la modernidad y que las asume, intentando —y logrando— dar explicaciones al desconcierto ideológico en el que vivimos.

La literatura, desde que existe, y en concreto la poesía, se considera la vanguardia artística-intelectual de cualquier sociedad en cualquier momento histórico determinado. Es cierto que la filosofía también se adentra en los complejos lazos de la viva actualidad, pero aborda esas complejidades de manera directa, a veces incluso plana y sin desdoblamientos ficcionales eficaces, poco amenos; mientras que la literatura se erige como un camino de reflexión simbólico que nos seduce por su conjugación retórica, con sus verdades al fondo y por la seducción con la que nos ha enganchado su discurso. La realidad se puede pensar de muchas formas. Además, también es cierto que en multitud de ocasiones filosofía y poesía coinciden en el punto de llegada, pero no de partida. En la historia de la literatura hay muchos casos de convergencia con la filosofía, realmente felices, y otros casos no tanto; y de igual modo, desde los tiempos de Platón, la poesía ha sido atacada por los filósofos precisamente por ese riesgo que posee cierta filosofía de creación de no atenerse a las normas del género. Si la buena literatura y la buena filosofía nos enseñan algo en ese sentido es que lo importante no son los puntos de partida, sino los de llegada. Así, ni la filosofía puede sostener el discurso de la levedad, ni la poesía el de la gravedad, pues ambas flaquean precisamente por ahí por donde les cuesta más trabajo sostenerse. No obstante, esto no quiere decir que la poesía tenga que hablar de cosas ligeras, y la filosofía levantar el dedo acusando a los inmorales. Con todo, la historia de la literatura, o la de la filosofía, están demasiado tipificadas (al menos para aquellos que nos dedicamos a su estudio), y cuando hablamos de afrontar algunos de sus aspectos, ya sea de manera global, ya sea partiendo de situaciones concretas, siempre llevamos de antemano un a priori como si de un molde se tratara o, para entendernos, una orientación previa. Para la filosofía, hablar de las cosas concretas puede resultar un ejercicio de banalización de las realidades trascendentes a las que tiene derecho el hombre: la cotidianidad resulta light dentro del desprecio histórico que mantiene el idealismo por la preocupante materialidad: el dinero, la prosperidad individual o familiar, los intereses públicos y privados y el afán de dinero o fastos, en general, como motor económico-social. Y mientras el hombre miserablemente se enloda en estos detalles amargos a diario, una problemática universal lucha en su interior, peleando por comprender nuestro lugar en el mundo. Hay quien opina que todos somos idealistas y que provengamos de la cultura que provengamos, vamos a mantener internamente esos debates hasta que el hombre deje de ser hombre. Y hay quien cree, casi como una fe contrarreformista, que el materialismo en un futuro más o menos lejano, nos hará olvidar los vuelos metafísicos e inútiles para centrarnos en las contradicciones históricas del hombre, las injusticias sociales, y nuestras necesidades reales.

Para la literatura no es tampoco sencillo afrontar esta dialéctica idealismo / materialismo, lo cual no significa que no deje de intentarlo. Y habría que advertir que nos referimos al sintagma literatura de creación, ya que literatura no es todo lo que va escrito con letras, sino aquello que se atiene al paradigma occidental (clásico y moderno), a sus reglas y leyes, pero también a la inventiva individual, al genio de cada autor. Hecha esta salvedad, la literatura nos ayuda a superar las problemáticas esbozadas al plantearlas con distanciamiento. E intenta dar explicaciones —que no rotundas respuestas— al continuo marasmo de preguntas que ella misma formula y reformula, desarrollando incluso, en muchas ocasiones, nuestras propias interrogaciones, de tipo filosófico, ésas que se nos plantean vitalmente, ésas que nos impulsan a cuestionar nuestra complejidad. Y el modo en que elabora ese recíproco juego de preguntas, de búsqueda de salidas (las encuentre o no), es el espacio axial donde la literatura pone su semilla de esperanza antropológica, una esperanza que desde la modernidad y la con­temporaneidad se lee con las marcas del optimismo melancólico, por la forma en que vivimos —en que discurrimos por— el tiempo, es decir cómo sentimos su erosión, pero que en cualquier caso abre a través de la vía de lo lúdico una tenaza a la gravitas que caracteriza a la filosofía.

El ludismo es una constante de la modernidad más rabiosa, desde el simbolismo, pasando por las vanguardias históricas, hasta las neovanguardias. El soneto de las vocales de Rimbaud ya exigía una concepción distinta de la poesía, una concepción fónica y alejada de los academicismos pesados, positivistas y gravosos para la palabra poética, que siempre tenía que deberle algo a la filosofía; y la solución de la página en blanco mallarmeana es precisamente eso, un lugar donde se hacen solubles —al anularse— las contradicciones de la modernidad, la palabra y el silencio. En este sentido, la literatura busca más bien sus relaciones con la levedad —alegre o no— de la música, alejándose de la gravedad filosófica, aun corriendo el riesgo de la banalización ya citada, y de que a los poetas se les pueda acusar de avestruces, que prefieren meter la cabeza bajo tierra para no ver lo que sucede. Pero los poetas, como dijo el Nobel siciliano Salvatore Quasimodo, son siempre seres solidarios, y no atienden a ideologías, aunque sí coyunturalmente pueden aliarse con alguna política concreta. El poeta, como buscador de la palabra lírica, se halla más cerca de las injusticias que nadie, y es quien las canta, denunciándolas, y es siempre la vanguardia de cualquier sociedad. Practique el estilo poético que practique, se deba a una escuela o no, el compromiso de los poetas con las injusticias sociales es indudable. Otra cosa bien distinta es que tengan que encabezar manifestaciones, o que escribir panfletos. Hay muchas formas de compromiso y hoy en día no vivimos tiempos de consignas. De igual manera hay muchas formas de interpretar el ludismo sin tener que caer en los desenfrenos aparentemente frívolos de la literatura de otros momentos históricos, la cotidianidad y los problemas que nos acucian, las preguntas que nos asedian, sean de la índole que sean. Y el poeta es el encargado de extraer de esas realidades momentos de tensión sentimental, de verdades interiores y emociones, de —si no respuestas, sí al menos— explicaciones, aunque esas explicaciones no sean tajantes y no dejen de plantear otras preguntas.

Otro ejemplo bien desarrollado, en diferentes ocasiones, en este libro, es la cuestión del arte puro, o arte deshumanizado, o sintético, formal, inmanente, bello, etc. Hay muchas denominaciones, y todas podrían ser válidas, pues atienden a una misma cualidad. Como sabemos, García Lorca estuvo impresionado durante toda la década de los años veinte por la lectura del «Ensayo de estética a manera de prólogo» a El pasajero (1914), de Moreno Villa, que escribió Ortega y Gasset, después recogido en La deshumanización del arte (1925): «El arte nuevo, pues, defiende un proceso de conocimiento objetivo, no tanto porque tenga fe en una esencia inmutable de los objetos que haya que descubrir, sino porque quiere aplaudir los esfuerzos de la mirada individual que intenta depurarse, limpiar el peso de la biografía y los sentimientos particulares, borrar la identidad propia, para acceder a un territorio de valores universales» (pá­gina 38).

Las relaciones de la vanguardia española con la teoría orteguiana estarán en el volumen que reseñamos frecuentemente relacionadas. El proceso formalista que se había desarrollado en las vanguardias europeas, ya sea desde la perspectiva práctica (futurismo, cubismo, dadaísmo, expresionismo, más tarde surrealismo), como experiencia de creación literaria, o ya desde la perspectiva teórica (formalismo ruso, Escuela de Praga, etc.), como experiencia de crítica literaria, también dejó huella en la intelectualidad española. Ortega había diseñado un sistema claramente idealista —Ortega era un liberal, formado en Alemania— por el cual un ramillete de intelectuales y jóvenes —algunos muy jóvenes incluso— pertenecientes a las elites culturales debían asumir la responsabilidad de guiar a las masas analfabetas e incultas hacia el horizonte cultural de Occidente. España se encontraba muy atrasada respecto a Europa y debía ponerse al día. El proyecto de regeneración, de estabilización y modernización del Estado Español por fin iba a llevarse a cabo, pues había sido truncado durante varios siglos, y esa realidad no podía seguir siéndole negada a un pueblo y a una nación que tenía que tomar cuerpo como el resto de democracias liberales europeas.

Muchos de estos planteamientos se encuentran en los desarrollos y las derivaciones del prólogo, y en los ocho capítulos de Los dueños del vacío. La conciencia poética, entre la identidad y los vínculos. En el prólogo se nos están abriendo las puertas a los más variados y ricos razonamientos, sirviendo de antesala de lujo para ocho inolvidables capítulos, unidos por las inquietudes del poeta y catedrático de Literatura Española Luis García Montero. El granadino, autor, entre otras obras ensayísticas, de Poesía, cuartel de invierno, El realismo singular, Confesiones poéticas, El sexto día, Historia íntima de la poesía española, etc., ha dispuesto durante sus últimos años estos capítulos-conferencias, avalado por la seguridad de la trayectoria de un profesor universitario —él— con casi treinta años de docencia en los que ha podido ir madurando sus singulares disertaciones que, por su lectura amena, por su sintaxis madura y su alto interés, nos ayudan a poner los pies sobre la tierra, sin olvidar nuestras proyecciones utópicas. Los poetas seleccionados pertenecen fundamentalmente al siglo xx, con la excepción de una mirada a San Juan de la Cruz, siempre a la luz del siglo xx, entreverada con otros poetas y poemas. No podían faltar por estas páginas las lecturas y relecturas de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Pablo Neruda, o Luis Cernuda, sin duda un ramillete de la mejor poesía de su tiempo, prototipo de poetas que vivieron hasta sus últimas consecuencias la literatura, y modelos durante décadas para posteriores generaciones literarias. La complejidad ante la que se enfrentaron, y el modo de abordar esa complejidad, los distinguen en su poesía, y ahora podemos apreciarlo en los análisis de García Montero. Alternando otros autores, las reflexiones fructifican alrededor de temas como la belleza y sus lecturas, la urbanidad y la poesía, el erotismo y la tristeza, el compromiso...

Si siguiéramos al pie de la letra los textos que aquí modestamente glosamos, podríamos observar a simple vista que las problemáticas tratadas plantean en toda su extensión, a partir de la reflexión que se establece entre el yo y la sociedad (los vínculos sociales), entre las aspiraciones individuales y los compromisos sociales, que vivimos en un mundo cada vez más confuso donde se han borrado, en beneficio de no sé sabe bien qué intereses, las identidades clásicas. Nos referimos a que de una manera u otra ha habido una especie de reconversión de la episteme por la que nos regíamos, y hoy en día pensamos de otro modo, como si se hubieran abierto los canales de comunicación y tuviéramos que hacer frente a varios estímulos al mismo tiempo. ¿Es éste, por tanto, un libro posmoderno? Si aceptamos que desde la posmodernidad hay un sector crítico que no acepta el fin de la historia y que plantea una radical ruptura con los planteamientos conservadores de la tan cacareada posmodernidad, entonces el sí es rotundo: nos hallaremos ante un libro de actualidad, que pone sal en la herida y que no teme adoptar decisiones.

No podemos olvidar que el tema fundamental del pensamiento y de la poesía del siglo xx ha sido el sujeto, su fragmentación, su ruptura. La inasibilidad del yo o, por decirlo con otras palabras: cada vez que queremos acercarnos al yo, el yo más se aleja. El yo se ha vaciado de contenido histórico y ha sido rellenado. Del yo sólo nos queda su estructura gramatical, su esqueleto fónico, y lo demás obedece a un relleno en el que en cada época o momento se van añadiendo diferentes ingredientes. Bajo estos parámetros, asistimos a un yo que tiene cada vez menos sentido, pues parece que al decir yo en realidad no decimos nada. ¿O al decir yo decimos lo que no queremos, aquello que la ideología nos impone decir? Obviamente, nos referimos al problema de la autenticidad del yo, de la esencia del yo, y de todas esas patrañas que lo cubren, intentando barnizarlo con lo invariable y lo permanente. Y, como sabemos, el yo responde en cada época determinada a unas necesidades históricas concretas, poco existe de inmanente en su oquedad, más allá de lo que nosotros queramos construir, más allá del sistema que hayamos decidido. Y si esa decisión ha sido tomada de común acuerdo, podremos asistir a las dudas razonables que se ciñen sobre cualquier sistema, pero si imponemos su significado, estaremos abocados ante un régimen autoritario que nos dicta qué debemos pensar cuando decimos yo.

El yo, como deíctico subjetivo capaz de «sujetar» una entidad, y por lo tanto capaz de albergar un contenido, un ser, tiene valor individual, como hemos visto, pero también colectivo. Las nociones de patria, nación, religión, arrastran ese discurso monológico y esencialista que pretende hacer natural una cultura, un folklore, unas tradiciones, para —en demasiadas ocasiones— imponer después unas identidades nacionales, hacer desaparecer las diversidades, y crear un pensamiento único que en muchos casos se convierte, tal y como hemos advertido, en autoritario. El volumen Los dueños del vacío analiza, entre otras cosas, la raíz romántica de ese yo y cómo los poetas —en el caso de los poetas seleccionados, pero haciéndolo extensible a muchos otros— se dieron cuenta, en el siglo xx, de que ese yo encubría fragmentos que pretendían imponer su verdad al Todo.

Y llegamos a las abstracciones que crea la identidad colectiva, a los lazos invisibles que crean los vínculos sociales y nuestra propia proyección que se esfuerza en hacernos —conformarnos como— ciudadanos, eliminando nuestras particularidades, nuestros detalles, nuestras experiencias históricas concretas, borrándolas a favor de un ideal abstracto: el ciudadano, el ideal de ciudadanía. Sólo así podremos ser iguales todos, puesto que la experiencia bien nos dice que todos somos diferentes, y porque en estos planteamientos de felicidad pública se debe ir canalizando los intereses privados, a pesar de las contradicciones que significa perder los propios signos identitarios que nos definen.

Los esfuerzos que realizamos en mostrarnos —en representar que somos— seres solidarios no pueden ser interpretados sino como parches, remiendos de una sociedad imperfecta, una sociedad muy lejos de ser perfecta. La poesía habla de esas imperfecciones y no pretende dar respuesta —quizá sí algunas razonables explicaciones—, pero ante todo lo que intenta es mantenernos a flote con dignidad, darle un sentido digno a nuestra existencia. De entre la multitud de ideas o referencias que podríamos extraer de las interesantísimas páginas de Los dueños del vacío, nos puede servir esta cita: «Cuando Adorno se interrogó sobre la oportunidad de la poesía después de los campos de concentración, no estaba cuestionando únicamente el mal gusto de ponerse líricos después de una tragedia. Estaba denunciando, y es más grave aún, que muchos de los valores culturales de prestigio superior en Occidente, esos que adornan el altar sublime de la poesía y de las bellas palabras, pueden desembocar en una operación de exterminio» (pág. 14).

Las fallas ideológicas de nuestro mundo contemporáneo, los abismos que estamos constantemente desafiando en nuestro caminar por la cuerda floja —el conflicto— de nuestra individualidad, nuestras relaciones sociales y deseos de trascendencia, no nos dejan apenas margen. El yo, los otros, el mundo... la representación que poseemos de estas tres instancias fundamentales —fundacionales del ser— ha cambiado de sentido, se ha vuelto a plegar —recordando a Foucault— sobre sí misma. Si el discurso monológico del teocentrismo dio paso al del antropocentrismo, con el consiguiente desplazamiento de las esencias divinas hacia las esencias humanas, lo que ocurre ahora —siglo xx— es algo distinto: no es un mero cambio de la esencialidad de un lado a otro, sino un cuestionamiento de esa esencialidad, una puesta en duda de los valores que han venido sustentando l’âge classique. Eso conlleva un desplazamiento —o giro— hacia un discurso dialógico que se basa precisamente en la ruptura de la concepción del sujeto moderno, en tanto que puesta en duda de los valores logocéntricos: la creencia en una racionalidad humana que puede llegar a comprenderlo todo.

Ese todo conecta directamente con el que anula las particularidades identitarias de cada uno, y que busca igualarnos mediante la abstracción del iguales ante la ley, del ciudadano, y de las leyes universales que comenzaron a promulgarse a finales del siglo xviii: el Estado moderno que hoy vemos fracasado.

Pero no debe parecer esta lectura catastrofista. Ya adelantábamos que el impulso con el que se pueden afrontar estas fallas —estos conflictos— poseía un sesgo optimista y melancólico. Esa melancolía optimista, o ese optimismo melancólico, definirán al poeta, definirán la conciencia poética que nos envuelve, ideológicamente, a nivel superestructural. Una vez más la voz de los poetas nos salvará, nos servirá como voluntad y representación en un mundo cada vez con menos voluntad, más apagado, y mensajes cada vez más confusos, envueltos en un imaginario colectivo e individual revuelto. Cuando los poetas descubren el vacío que existe detrás del relleno antropológico de la noción de sujeto moderno (literario o no: del yo en sus relaciones intrapersonales, pero también de los vínculos interpersonales); cuando los poetas descubren que las ideologías modernas y positivistas se han empeñado en embutir nuestra representación del mundo en un corsé que no sostiene nada, que es sólo corsé, y que dentro no existe nada, entonces surge la denuncia de poetas como T. S. Eliot —Los hombres huecos—, Federico García Lorca —trajes vacíos, seres asesinados por el cielo—, Rafael Alberti —hombres deshabitados—, Luis Cernuda, Pablo Neruda... una denuncia que encierra la conciencia poética que les salva, que les hace críticos, no polémicos, y que pone en cuestionamiento un sistema que ya no satisface, no sólo por sus contradicciones reales y concretas, por un progreso total que no existe, como denunció Baudelaire casi un siglo antes, un progreso científico-técnico que arrasa y que sólo favorece a los ricos, un progreso moral inexistente; una conciencia, en suma, que sirve de refugio vital —casi como una trinchera— para poder entender el novum de las relaciones del yo consigo mismo y con el mundo, del yo, en definitiva, sus conflictos con la otredad. Y los poetas serán también los encargados, con su conciencia, de elaborar un nuevo imaginario con sus respectivas significaciones: una nueva forma de pensarlo, de sentirlo, de vivirlo.

Concluyendo: La conciencia poética y los poetas poseen una tarea de responsabilidad histórica, inyectar vitalismo en los ánimos decaídos de la posmodernidad y, parejo a ellos, una nueva —entiéndase otra forma de representar el mundo, tanto individual como colectivo.

 

J. C. Abril

Lara Cantizani, El invernadero de nieve, dvd Ediciones, Barcelona, 2007, 108 págs.

 

Sin duda, esta nueva época de globalización ha propiciado un conocimiento superficial de esta aldea cada vez más provinciana, que araña en el exotismo de otras culturas, preferentemente orientales, para que el yo pueda seguir inventándose (o mintiéndose) en los otros. La tupida trama de producciones culturales que elevan a categoría de mito culturas diferentes de la que apenas puedes ofrecer un inexacto, por tópico, conocimiento predispone, en no pocas ocasiones, a rechazar probables trasvases literarios excesivamente especiados, pero sin la profundidad y seriedad responsable que entraña cualquier aproximación a fenómenos de civilización tan distantes del propio.

En el caso del libro que centra la atención de esta reseña, tal prevención resulta inútil: en el campo de la literatura oriental, concretizada en formas como el haiku y el tanka, Lara Cantizani ofrece el territorio japonés importado hasta Lucena con un aprehendimiento veraz que logra no desvirtuarlo y con una imaginación renovadora que logra enriquecerlo. Y es que la suya no es una atención puntual, sino que, como demuestra su bibliografía, la pasión por esta literatura, a la par que experiencia personal de escritura, se ha convertido en comunión con los alumnos de secundaria de los que es profesor, y que han asumido esa herencia como demuestra la coautoría de compilaciones de haikus como Once de marzo, antología de haikus desde Lucena, los Haikus del mar amor y Deshielo en primavera.

En el invernadero de la nieve los cuatro puntos cardinales —como ha señalado Juan Antonio Bernier— son la delicadeza, la ternura, la inteligencia y el humor. Ingredientes que sirven para equilibrar la perfecta simbiosis de elementos en principio lejanos: Japón y Lucena, un cálido invernadero con la tenaz gelidez de la nieve, naturaleza y artificialidad... Lo que en principio podía ser estéril yuxtaposición de valores (significante oriental a significado occidental) muda, sorpresivamente, en perfecta amalgama, hasta desvirtuar el primigenio sentido de este viaje... y ya no sospechamos la aridez de una forma extraña para un contenido radicalmente actual. Porque en ningún momento el libro se acomoda en la recuperación «facsimilar» del haiku, sino que la avezada escritura surge de una lectura de similar inteligencia; sin duda el alfiler, utilizando la terminología de Josep M. Rodríguez, que aguijonea sus haikus es el del maestro Matsuo Basho: «No sigas las huellas de los antiguos; busca lo que ellos buscaron». La asimilación positiva que realiza Lara Cantizani se produce: los suyos son haikus que no importan la cultura japonesa, sino que adoptan la filosofía vital, el prisma con que vislumbrar lo pequeño, lo accesorio y, por eso mismo, fundamental, pero con una visión inmaculada, que estrena el prisma desde el descubrir una lírica emotiva que ahonda, como los antiguos, en la naturaleza como parte esencial.

«Charcos», «Lagos» y «Mares» son los tres capítulos en que se desarrolla su creación. Construcciones acuáticas que, en función de su tamaño, van agrupándose para recrear el invernadero acuático de nieve. En los «Charcos», las más breves y deli­cadas iluminaciones poéticas de Lara Cantizani, 36 haikus (5-7-5) son la apuesta delicada de los copos de nieve, floreciendo agua, y dibujando un nuevo mundo que no rechaza su localización hispánica: «En el tractor / anidan colorines. / Cortijo en ruinas», rezumando delicadeza y ternura: «La piruleta. / Y mis labios se pegan / contra el olvido» y cierto toque naïf; así en la Apología de la dolce vita japonesa: «Mi mujer tiene / el nuevo Nissan Micra / descapotable». Muestra el poeta su facilidad en detener, no solo el instante para esbozar la fotografía perfecta, como ordena la tradición («Luna en la piel / tatuada de noche. / Jazmín oscuro»), sino para establecer la inmersión reflexiva que detiene al lector para arrojar ecos de luz: «En mi memoria / castillos enterrados. Arena antigua» sobre la existencia. Pero ante todo, convoca una singularísima y acertada colección de pinturas de fino trazo, de exquisita sensibilidad y cuyo mayor valor es la sugerencia; Así, «Funambulista»: «En equilibrio / el horizonte rojo / tensa la tarde», o «Bosque perenne. / La tierra está cubierta / de verdes sombras».

La segunda parte del libro, «Lagos», reúne once tankas (5-7-5-7-7) que transitan por coordenadas de contemplación estática, detención del tiempo en el detalle, en la pintura lírica de la inmensidad del fragmento. Propicia la mayor amplitud del molde poético una mayor densidad en la mirada, una aguda percepción que ya no depende tanto del relámpago conceptual, sino que puede demorarse en una mayor complejidad narrativa. Así, en una morosidad de detalles en la descripción paisajística: «El pararrayos / y la cruz. / Fe segura / en la espadaña. // Un ciprés, de rodillas, / herido desde el cielo». Y también en la reconstrucción arquitec­tónica de la pasión: «Astillo un orden / de adúltero deseo. / Bajo tu pulso / y mis manos un puente / sin piso ni barandas». Pero es básicamente en la recreación de una postal indómita, un puente hacia el pasado eterno que arrebata a la mirada el dinamismo de la búsqueda: «El capitel / petrifica el pasado. Misa en el templo. Una flauta divina / en la boca sonaba» (Detalle románico). Porque hay una obsesión por el pasado que solo puede afilarse en la memoria, que devuelve el esplendor a los colores ahora mudos: «El regador. / Esto fue un crisantemo. / Espantapájaros / de macetas. Olvidos / y fantasmas brotando» (Un patio enfermo). Y destacan, en esta parte, la serie formada por cuatro tankas, agrupados bajo el título «Las 4 estaciones». Otoño, invierno, primavera y verano se reinventan en la imaginería inteligente y arrogantemente deslumbrante del poeta: «Solo en invierno. / Las vísceras soldadas / de estaño inerme. / Alambres en las venas / para arañar el frío» (2.), donde no deja de cultivar la delicada sublimación del detalle hasta convertirlo en cultivo poético de lo absoluto: «Brota una hierba / en el páramo seco. / Una tan sólo. / El universo alumbra / su blanca soledad» (3.).

En la tercera parte de libro, Mares, se abandonan las estructuras métricas orientales para recopilar 17 poemas en verso libre que, asumiendo los presupuestos estéticos y temáticos anteriormente utilizados (el instante vital detenido como paisaje de reflexión y el preciosismo lírico), integran nuevas posibilidades de expresión a través de un yo lírico cuya presencia deviene eje central de la narración poética. Porque en este caso, más que el instante, se radiografían secuencias de mayor amplitud temporal. Así, en el poema de apertura Un parque tranquilo: «Dos en un banco. / Un mundo compartido. / Él la manosea. // Irrumpo en bici. / Me sonríe, con ojos tristes. // La vida habrá de ser su mirada perdida». Hay un espacio mayor para fijar, en primer lugar, el cuadro, y posteriormente, establecer, a modo de conclusión, la reflexión que sobrevuela por encima de la experiencia.

Una experiencia, la del yo-lírico, que se descubre a través de la memoria: «Y vuelvo al portal de mármol gastado». Este primer verso del poema El perfil más hermoso, construye el marco en el que el fruto de una anécdota permite la narración lírica dulce, atenuada, de una realidad aparentemente trivial pero que impone, desde la focalización artística del poeta, una atención poemática ineludible: «Ella y su amiga, cómplices de una historia / jamás contada, / me piden, sin saberlo, / un rincón cálido / en este libro de nieve». Contemplación banal (de lo de siempre), el mérito del poeta radica en la relectura, en la recreación delicada (sea este el adjetivo clave en el desvelamiento de la obra) de tonos mates a través de paletas de infinita variación cromática. La memoria, incluso cruel, es una práctica aceptada con resignación por el poeta: «He vuelto a plantar el naranjo / agrio de tu recuerdo» (en Universo), que no duda, sin embargo, en combatir el recuerdo: «me hice astronauta / sólo para alejarme de tu mundo».

Libro de viajes interiores, de contrastes, de unión ligera —sin pesados entramados chirriantes— de realidades distantes, la transición gozosa entre culturas se materializa, en mayor o menor medida, en cada uno de los poemas. Pero es composición paradigmática Mi sombra se derrite en el verano (2): aquí se cruzan «el apetito del Ártico» con «el orden de los olivos», las «cigarras displicentes y «los áridos arrecifes / interiores de una siesta». Aquí el sueño propicia la lucha del poeta contra un entorno no hostil, pero lejano a sus deseos. Es, en suma el enfrentamiento de «mis anhelos contra la realidad». Porque el yo lírico se enfrenta a sus temores, los desvela y exorciza en honda reflexión desmembrada en imágenes novedosas, en alegorías semánticamente funcionales y, sobre todo, estilísticamente arrolladoras: así en el poema Rompecabezas, encabezado por toda una declaración de intenciones («Queridos filósofos, pensar me entristece», de Charles Simic). Realidad y deseo se escinden, y el poeta certifica su indolencia en la quietud inofensiva y roma de la tranquilidad: «La vida es una pecera segura y aburrida». Porque hay un yo que se escapa a su voluntad, desdoblado en sus anhelos: «Yo / soy el otro, / el que no arriesga». Un yo contemplativo, voyeur de los relámpagos de vida, cuyo sufrimiento se apresta a desechar: «ignora el dolor / del arpón de la aventura». Idea esta, de lejanía de la realización personal, que se repite en Completar las cosas, reflexión de la ataraxia que invade el discurso: «Sé que no llegaré a ningún lado / si no empiezo a moverme», afirma en Completar las cosas, donde ya se explicita la posible inutilidad de la existencia: «Hay vidas imperfectas. Seres tan prescindibles / como la piel de los invernaderos».

Pero hay espacio también para el poema como juego intelectual, quizás más frívolo, buceando en las causalidades y destrozos del infortunio amoroso, como ocurre en La cocinera interior, donde la corporeidad de la amada desdeñosa y el despreciado amante se convierten en la arquitectura lírica del rechazo. Muy cercano en planteamientos e intenciones a la poesía más sentimental de Luis Alberto de Cuenca, especialmente en el poema Nieve tendida, aunque finalice Lara Cantizani su composición con una vuelta al sentimiento de pausada quietud al finalizar el verso. Pero vuelve inmediatamente el poemario a transitar los caminos de la anécdota (el humor es pieza clave) para establecer en Ciego ante el peligro (tras un codazo accidental) la narración de una pérdida (la de las lentillas) donde la sorpresa final busca es objetivo prioritario.

Si la nieve era paisaje en que dilucidar al poeta en las dos primeras partes del libro, en Mares se recoge la biografía de esa pasión: «No miento, / sólo exagero / al repetirte que la nieve era un homenaje / a la nieve. [...]». Son estos los versos que inauguran el Carmen epigraphicvm, que certifican el sometimiento y rendición ante el frío: «La nieve lenta cautivaba con reflejos tranquilos de / ternura / la sinestesia del paisaje. La nieve, la nieve, la nieve, / la nieve... / Sí, / yo me / he- / lé».

Se ha mencionado ya en esta reseña la capacidad de unión de referentes lejanos entre sí, aunque haya que matizar la idea. Lara Cantizani huye de lo esperable, de lo sensatamente establecido en el canon poético para practicar una sana heterodoxia que revitaliza el discurso poético. Así en la declaración de principios que supone el poema En tanto que tan poco: «En tanto que ya no me emociona Mozart, / ni Garcilaso, / ni el carpe diem, / ni el noctem / -me quedo con los Smashing Pumpkins, / Placebo, The Cure, / con Charlie Parker». No solo en la música se trasciende el gusto clásico (Miss Venezuela antes que a la victoria de Samotracia), y todo para establecer un nuevo marco de ansiedad ante el asombro de un cuadro expectante: una mujer que ofrece el cuerpo y apremia a abandonar viciosos lirismos. Pero hay también en este poemario un espacio propio para el gesto comprometido, para la reflexión agria por encima de la vivencia reflexivamente íntima del yo lírico: El peso del orden es denuncia del maltrato y abuso infantil con certera reflexión final: «La arquitectura feliz del desorden moral / es un mosaico de teselas sin equilibrio».

La expresión poética de Lara Cantizani rebasa claustros conceptuales. Uniendo emotividad, honda reflexión, anécdotas cercanas logra aquilatar una cosmovisión del mundo que ordena movimientos casi antitéticos en un discurso lírico preciosista sin caer en lo pretencioso. Nuevo lenguaje poético radicalmente moderno con el orgullo de una herencia cultural bien aprehendida, la lectura provoca el poso de la firme satisfacción ante un espacio claro y templado como el del invernadero de nieve que se recrea. Que este libro, además, haya sido ganador del xxxiii Premio de Poesía Ciudad de Burgos, dicho lo dicho, no es más que la anécdota puntual para unas páginas que pretenden, y consiguen, asegurar la resistencia al tiempo. Y es que Lara Cantinzani, finalmente, consiguió el milagro de equilibrar, con el calor de la llama poética, la nieve de la inspi­ración.

 

R. Díaz Rosales

Álvaro García, Poesía sin estatua (Ser y no ser en poética), Pre-textos, Valencia, 2005, 200 págs.

 

«Propongo llamar estatua, en cualquier arte, tanto a la proposición simple y pasional de una persona —el modelo, el molde— como a la presencia excesiva de sustancia —el bulto, el moldeado»[16]. Así comenzaba la poética que Álvaro García publicaba en una de las antologías de José Luis García Martín. En apenas cuatro páginas, a través del concepto de estatua y su discusión, rebatía una poesía basada en ese «doble abultamiento» defendiendo la gran poesía, aquella basada «en una síntesis de la situación humana ante las cosas y, en todo caso, en una ideología poética»[17], más allá de «tiempos y lugares», importa la «médula»: «el pedestal no tiene estatua porque lo que sostiene es algo más valioso: el aire»[18]. Vivificador que oxigena rancios compartimentos estancos de vivencias personales imposibles de trascender. «La poesía de todo poeta grande y sus paralelos, mismo clima, distinta latitud, es una captación poética del tiempo, la historia, la cultura, la guerra, el paisaje, el vacío, el arte y la poesía misma»[19].

Como explica en la poética ya citada, el término de estatua nace de la crítica hecha a Cavafis y a Eliot: una poesía casi deshabitada, «pedestal sin estatua», afirmaba P. Blastós [20]. El concepto que nació como crítica, como ha pasado en tantas ocasiones en la historia, ha sido recuperado por el malagueño para enarbolarlo como seña de identidad y orgullo. Si bien esta primera formulación necesariamente había de ser escueta, dado el soporte en que se integraba, quedaba claro en su lectura que había mucho terreno fértil en que desarrollar esta idea, esta convención poética convertida en dogma amable de su quehacer poético.

Así nace Poesía sin estatua, su tesis doctoral. En diez bloques («Prefacio», «Introducción», siete capítulos y el cierre final de «Algunas conclusiones») se asedian los diversos componentes que pueden llegar a construir una poesía duradera, universal, una verdadera poesía, por encima de versificaciones más o menos falaces de la materia lírica. En «Prefacio» se formula la pregunta: «El arte surge de la vivencia personal o colectiva y de la voluntad de interpretarla en mayor o menor grado. La cuestión es ésa: ¿qué grado?» (pág. 11). Aquí surge la dicotomía que enfrenta dos tipos de poesía: la que relata, la que contempla sin mayor tratamiento y la que utiliza esa materia vivencial, para considerarla, para reflexionar sobre ella, yendo más allá de ella: una evocación que asume los ejes de lo real para escapar hasta los resultados vivenciales. No es lo que ha ocurrido, sino en la focalización de esa experiencia desde un plano reflexivo, supraindividual. La experiencia concreta, personal, se traspasa y nace una nueva entidad: la meditación acerca del suceso, la extrapolación de lo común, permite a la colectividad formar parte de ella, por encima de épocas y culturas. Es lo que denomina «épica interior» (pág. 12), que escapa de lo que Pound denominaba «tiranía de los afectos», para regalarnos una literatura más sugerente, evocativa, que denotativa. En estas páginas no se pretende «considerar vida y poesía por separado [...] sino sólo lo vivencial en su destilación generadora de poesía. De algunos aspectos del roce o la intersección entre el hecho del vivir humano y el hecho de poetizar», en suma: «analizar el proceso de la interpretación de la vivencia en poesía» (pág. 14).

En la «Introducción» se establece el desarrollo histórico de la reflexión teórica sobre el binomio poesía / experiencia. Desde el mundo grecolatino, donde la poesía era ejemplo moral que se construía en torno a la descripción de hechos y la imitación de acciones, el arte era un elemento prioritariamente útil para la sociedad: son las necesidades del día a día, en sus argumentos imprescindibles y nimios, las que determinaban su tipología y uso. Una obra literaria que aún no ha superado su dependencia de la imitación para elevarse a la expresión individual, como ocurrirá en el siglo xvii. Es entonces cuando comienza a considerarse lo poético como ficción verídica de fondo y como arte liberal de forma o de función» (pág. 22). El utile dulce puede ya romperse para potenciar el placer estético de su autor, convertido en entidad independiente sin necesidad de la colectividad, ni como albergue del individuo ni como receptor de sus textos. El auge de lo sensorial, de la recepción de lo real como fuente de creación más importante que lo real mismo, se sitúa en la obra de Baudelaire, a quien siguen Rimbaud, Mallarmé, Verlaine y el simbolismo. Será Baudelaire el que defina que «todo consiste» en «la vaporización del Yo» (pág. 23). Esta línea que ensalza la belleza el placer como objetos autónomos dignos de ser el eje central de la experiencia poética, adquiere un mayor empuje el romanticismo y el surrealismo. A partir de esta vindicación del yo, se plantean diversas hipótesis de trabajo sobre cómo manejar conceptos como vivencia y creación poética. Autores como Rilke, Ortega y Gasset, Gadamer... abordan la mecánica compleja de esta relación, y surgen teorías aparentemente nuevas, como el valor del lector en la creación del texto, en una revitalización y reconstrucción que puede conllevar nuevas coordenadas interpreta­tivas (ya sugerido por Platón). También se define la poesía como «código anómalo» (así lo sancionan manuales literarios), lo que ha provocado no pocos malentendidos en la lectura y escritura poética, que aún no es conceptuada correctamente como disciplina artística.

En el capítulo i, «El autorretrato que retrata a muchos: la experiencia individual como punto de partida en poesía», comienza a perfilarse el proceso de transición de vivencia a arte. Altolaguirre, Hofmannsthal y Rembrandt son los ejemplos escogidos. Observemos aquí en el del pintor: en sus retratos, logra capturar el «ser», no el «individuo», se trata por tanto, del reconocimiento del paso del tiempo, del movimiento vivencial que se captura sin que nos ahogue el yo modelo de la obra. Se trata, en suma, de que en la transición de vivencia a la obra medie al menos «la interpretación de la vivencia en forma de experiencia para que después ocurra la interpretación de la experiencia en imagen» (pág. 34). No es necesario abandonar el instante, sacrificar la porción de vida que nos acontece, pero sí olvidarnos del yo, no tomar en serio sus particulares pasiones, y entender lo universal, lo inmanente de ellas y del yo mismo para comulgar con todos los lectores fuera del aire viciado del lugar común. Y el yo lírico es también lugar común: hace falta ser nadie, afirma Álvaro García, centrarse en el libro, en la poesía; no en lo que ocurrió, sino en el proceso de extraer de ello arte admisible por todos, placentero para todos.

Pero el propio poeta puede ser obstáculo para su poesía: en el capítulo ii, «El coágulo del yo», se plantea tal rémora. Gottfried Benn, al hablar del yo moderno «parece sugerir la necesidad de echar abajo el yo como se echa abajo una estatua que sin embargo podrá ser visitada, horizontal o rota, en un museo» (pág. 52). La impostura construye la estatua, la atenaza, impide, claro, el movimiento: necesidad de ser observado y evitado al discurrir una plaza. En poesía, el lastre de lo personal arruina, en momentos, la gran poesía: el biografismo que, sobre todo a la hora de definir poetas malditos, ha hecho del poema la coartada para leer vida, obra y milagros. La necesidad de explicaciones extratextuales impide que el poema se erija en unidad funcional independiente y autónoma y, por tanto, realizada más allá de la vida de su autor. La necesidad de conocer la biografía de Miguel Hernández para entender las «Nanas de la cebolla» proyectan un halo documental que es innecesario y molesto para la gran poesía.

De la conclusión del capítulo ii, «la construcción poética, como todas las construcciones, ha de partir de alguna destrucción» (pág. 62), nace el capítulo iii, «Alguna destrucción». Ese yo poético, vivencial, que anteriormente ha sido cuestionado sistemáticamente, ha de ser controlado, se debe negar su empuje sin destruirlo. Utilizando la frase de Shakespeare: «Ser o no ser. O las dos cosas a la vez» (pág. 67). Esta destrucción supone la negación de lo aparente, el cuestionamiento de lo establecido, de lo que se acepta sin mayor discusión. Lo que se debe salvar es la circunstancia personal, no por ser personal y por tanto solamente atribuible al poeta, sino como circunstancia que posibilita el nacimiento del arte en tanto que materia prima poetizable. ¿Pero hasta qué punto es alcanzable tal objetivo? «La paradoja de la poesía es que es la cifra no de una estancia, no de una existencia sino de una huida o una sublimación o una metamorfosis» (pág. 89). Y en esa huida la materia, siendo la misma, logra hacerse nueva.

 El breve capítulo iv, «El sometimiento», ahonda en dos perspectivas para afrontar la escritura: la superación de una actitud meramente descriptiva y la necesidad de leer el poeta aquello que se esconde. Bucear por debajo de capas superficiales para lograr aprehender el valor sólido, inhóspito para prejuicios y opiniones a priori. Finalmente, el poema que se obtenga por este método, dará cuenta de una realidad (la vivencia) sometida a las imposiciones formales de la poesía (métrica y demás accidentes propios de la verbalización) y sobre todo al nuevo fenómeno de mutación de la vivencia personal a un nuevo estado trascendente.

«El descubrir», capítulo v, continúa exponiendo esa necesidad de buscar y hallar en poesía. Brodsky afirmaba que es «el apetito de metafísica» lo que distingue la verdadera literatura de creaciones pueriles, y Pound advertía, en su Arte de la poesía que «para decir sólo lo visible de lo visible, mejor callarse». El poema como mirada, supone la adopción de una visión interior no condicionada que proporcione una adecuada visión exterior. Afirmaba Cernuda: «Hay que impulsar el intelecto, ejercitarlo en la acción». Álvaro García plantea que sería la acción de mirar a la que se refiere el poeta del 27, a la contemplación de realidades interiores, más allá del sentimentalismo de la vivencia: componer el poema como ejercicio intelectual a salvo de las acometidas pasionales. De este modo: «El poeta redescubre lo que hay, descubre en lo que hay lo que parecía no haber» (pág. 107). No se conforma con lo visible, con la imposición de la realidad: la trastoca hasta vindicar que la ceguera ante lo tangible ilumina de manera profunda lo realmente válido para el arte. Porque el conocimiento auténtico del poeta no llega a través de la contemplación de la realidad, sino en la reflexión aprehensiva que se realiza construyendo el propio poema.

En «La construcción», capítulo vi, se estudia cómo «la tarea de la poesía no consiste en contar la vida, sino en tener en cuenta sus procedimientos» (pág. 115), haciendo un ejercicio de limpieza, de sobriedad, arrancando a la poesía lo que le sobra también al hombre: «saturación de sus propias emociones o de su neurosis restrictiva hasta el silencio en que quizá sería mejor el silencio del todo, es decir, callarse» (pág. 116). No significa esto, sin embargo, que el poeta deba obviar su existencia, en el proceso de destruir la realidad: ese «gozne entre lo visible y lo invisible» (pág. 117); es necesaria esa realidad como asidero, materia prima o simple motivo para la construcción e la realidad poemática. Lo vivido como instrumento.

«El decir», último capítulo del libro, aborda el andamiaje retórico de la escri­tura. Cómo el decir posibilita grandes creaciones o las lastra inevitablemente. Expresar un sentimiento no es suficiente, hay que saber transformarlo en palabras, si solo es acta biográfica el poema corre el riesgo de satisfacer tan solo a aquel que ha compartido tal vivencia. Para ello también resulta indispensable establecer nuevas asociaciones que vivifiquen componentes gastados: así Claudio Rodríguez habla del viento de primavera; no viento de otoño ni brisa de primavera, esta nueva conexión permite ofrecer una nueva percepción artística. Así formula este procedimiento Álvaro García: «Llegar a la metamorfosis cuenta con conseguir que las cosas se conviertan en sí mismas y no se queden en su cansancio literario a causa del tópico» (pág. 157). Y ahí entran también en liza procedimientos retóricos (una retórica bien entendida, no el extrañamiento formal, nublado, en torno a usos distorsionados del lenguaje).

Como compendio final, «Algunas conclusiones» establecen las coordenadas de llegada de la hipótesis que expone el poeta malagueño: «La construcción de una rea­lidad nueva cuenta en poesía con una vivencia previa que pasa a ser instrumento. Lo argumental pasa a ser poesía por un movimiento que ya no es argumental» (pá­­gina 177). Es un proceso de destilación, lograr de la anécdota biográfica materia artística pura. Es el rechazo, por tanto, de la estatua, mero soporte documental que no crea nueva vida, sino que remite a una ajena. Solo en la afirmación del yo que somos todos se puede crear una poesía equilibrada en el binomio vivencia-retórica. Donde ninguno de esos elementos ahogue y pueda, por tanto, respirar el poema.

En este (forzosamente) breve resumen de esta obra, se ha omitido uno de sus aspectos más interesante: el recurso constante a los textos, la ejemplificación acertada, concisa y reveladora de cada una de las teorías en otros autores, ya sea en reflexiones teóricas o en sus creaciones. Difícil dar cuenta de la luminosidad que proporcionan al lector en materia tan ardua como es la de explicar la aventura de lo poético y sus rutas.

El libro de Álvaro García, sensato, inteligente y lúcido, aporta el paradigma necesaria de la revolución poética que está (esperemos) por venir. La que destierra el yo histórico, la que desprecia la anécdota pueril si no permite un reconocimiento del hombre, la que entiende la retórica como medio de unión y no construcción ficticia de un lenguaje exclusivo. Afirmaba Jaime Gil de Biedma: «Al fin y al cabo, un libro de poemas no viene a ser ora cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos —atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual— de unos cuantos entre ellos»[21]. No creo que pueda hacerse oídos sordos a una definición tan solvente. Para finalizar, un juicio de valor incluido en la poética germen de este libro: «Me parece que la poesía no puede ser sólo estatua, y que es más poesía cuando menos estatua»[22].

 

R. Díaz Rosales

Xaquín Núñez Sabarís, La novela corta en Valle-Inclán. Estudio textual de Femeninas, Servizo de Publicacións e Intercambio Científico, Santiago de Compostela, 2005, 293 págs.

 

Tras el regreso de su viaje a México, de vuelta a su tierra natal de Pontevedra, Ramón del Valle-Inclán compuso su primer libro de novelas cortas, Femeninas (Seis historias amorosas) (1895), considerado por la crítica uno de los hitos del Modernismo en España. Esta obra inaugural del novelista, poeta, ensayista, periodista y dramaturgo arosano evidencia el espíritu original e innovador de un forjador del idioma que trabaja incansablemente sus obras literarias en una perpetua y persistente revisión.

El presente estudio de X. Núñez Sabarís surge del segundo capítulo de su Tesis Doctoral, Femeninas de Valle-Inclán. Estudio y edición crítica (2003), que tenía como objeto el establecimiento y la fijación de un texto base a partir del cotejo de las más de cincuenta versiones que integran el conjunto de Femeninas. Reanudando su labor filológica, el crítico ahora se dispone a abordar un análisis textual de la opera prima de Valle con el fin de ofrecer una respuesta válida y razonable «a la diversidad editorial de las narraciones breves y en sintonía con la línea metodológica utilizada por Serrano Alonso (1996) en su trabajo sobre la génesis de los cuentos» (pág. 11), para lo cual ha tenido en cuenta las versiones conocidas de las historias amorosas a través del manejo de los textos originales (en parte publicados en prensa) y las primeras ediciones.

En el capítulo introductor, «Panorama editorial de las novelas cortas», demuestra que Femeninas, a pesar de su escasa y poco entusiasta acogida por la crítica, constituye el primer peldaño de un consistente trayecto literario: temas y personajes cincelados según el ideal artístico de Valle reaparecerán, con aspecto multiforme, en textos posteriores. A la vez, el estudioso testimonia documentalmente el auge de la narrativa breve en el período que oscila entre los últimos años del siglo xix y principios del xx, por lo que la preferencia por el subgénero de la novela corta encajó perfectamente con los gustos de su época. Distanciándose de la novela decimonónica, los jóvenes escritores preferían los procedimientos experimentales narrativos con géneros breves que suponían el acceso a colaboraciones en periódicos y revistas literarias. Esta circunstancia, unida a las innegables necesidades económicas del escritor, que promovían la casi constante reedición de sus creaciones en prensa y colecciones, conduce a la situación en la que «la mayoría de sus relatos breves cuentan con versiones —previas o posteriores— en los diarios o revistas de la época, motivo que ha originado la enorme complejidad textual de sus primeras creaciones» (pág. 21).

La valiosa introducción al contexto sociocultural de la novela corta es seguida por las dos partes principales que conforman el libro: «Estrategia de la escritura en Femeninas: las novelas cortas» y «Sistematización de variantes». En la primera se analiza el conjunto de las alteraciones que experimenta cada obra en particular y en la segunda se clasifican y ordenan las variantes lingüísticas y estilísticas que se repiten de forma constante en el conjunto de los seis relatos breves.

La metodología empírica que rige el trabajo de Núñez Sabarís es sistemática y coherente a lo largo de todo el desarrollo expositivo: en un primer paso, enumera las versiones conocidas para documentar; en un segundo estadio, el proceso de gestación. Agrupa los textos en diferentes bloques de vinculación más o menos estrecha y, antes de adentrarse en sus pormenores, presta atención al paratexto: le interesan los títulos en su variación o constancia, la estructuración en capítulos y la segmentación discursiva, reelaboraciones que varían según el formato de la publicación y que pueden estar relacionadas con la extensión o autocensura que aplicaba el propio autor como garantía de su publicación. Se trataba sobre todo de eliminar pasajes demasiado extensos o con una carga erótica conflictiva. La argumentación del crítico siempre es clara, y gracias a las muchas citas textuales, en cada momento verificable. De particular interés es el análisis de una serie de variantes estilísticas que documentan el esfuerzo de Valle-Inclán por pulir constantemente sus relatos. Son analizados elementos constitutivos de la narración como la caracterización de los personajes, la cronología y el espacio así como el proceso de depuración de «excesivas adjetivaciones, coordinaciones o yuxtaposiciones» (página 57). El crítico observa el recorte de períodos sintácticos demasiado amplios y la supresión de una excesiva subordinación con el fin de conseguir oraciones menos cargadas y más rítmicas.

Después de un detenido repaso por la génesis de cada uno de los relatos, Núñez Sabarís se ocupa de las variantes en un estudio conjunto: «A medida que Valle-Inclán reproducía y corregía sus textos breves alteraba [...] algunos elementos referentes a la trama, a los personajes o, incluso, a su disposición narrativa, pero, sin duda, el mayor empeño lo reservó para acometer la renovación de dos aspectos estrechamente conectados entre sí: la lengua y el estilo» (pág. 211). Se trata, en definitiva, de un intento de trazar la evolución de Valle como escritor que anhela, en una labor constante de perfección de su prosa, el estadio último de refinamiento estético. En un primer apartado revisa las frecuentes incorrecciones en sus escritos: a nivel morfológico observa la abundancia de adjetivación doble y triple que poco a poco se va purgando; estudia las modificaciones pronominales y verbales, siempre dirigidas a una depuración expresiva y a una creciente intensidad narrativa; a nivel léxico se sustituyen muchas palabras de proveniencia gallega que resultaban vocablos excesivamente coloquiales o rudos.

El estudio documenta de forma exhaustiva y convincente la elaboración continua y meticulosa a la que Valle sometía los relatos de Femeninas con el fin de adaptarlos a una estética exigente y de progresivo perfeccionamiento formal. Las variaciones se manifiestan en un primer momento de forma aproximativa y se consolidan conforme va avanzando el trabajo de reelaboración, subrayando la tendencia del autor por simplificar la frase y por purificar el texto en los planos léxico y morfológico: los regionalismos desaparecen y la ortografía y puntuación se ajustan a la norma. «En el cómputo de modificaciones efectuadas —concluye el autor— también se ha podido observar un esfuerzo constante por mejorar estilísticamente el texto, incluso a medida que se suceden las versiones hay una evidente progresión en el mejor dominio del género» (pág. 263).

En suma, el libro se inserta perfectamente en la tradición de los estudios textuales de la obra de Valle-Inclán y revela de manera muy lograda su sistemático trabajo de perfeccionamiento. A pesar de su inteligibilidad y solidez discursivas, el libro de Xaquín Núñez Sabarís no sólo excluye de la estela potencial de receptores a todo lector de formación no universitaria, sino que, como todo estudio de crítica textual, conferido del mecanicismo monocorde imprescindible en esa parcela del estudio filoló­gico, circunscribe casi imperativamente su obra al círculo reducido de los especialistas en Valle-Inclán. Salvando su rigurosidad metodológica y su ingente y laborioso esfuerzo documental, el trabajo no logra desprenderse del cientifismo positivista y convertir la árida suma de datos en una lectura atractiva y sociológica.

 

D. Leuenberger

Antonio Sánchez Trigueros, Los libros y los días. El palco del hechizado, Alhulia, Granada, 2005, 150 págs.

          

Con Los libros y los días Antonio Sánchez Trigueros presenta, en sus propias palabras, «un conjunto de textos breves, casi tantos como años llevo de profesor universitario». Se trata de artículos publicados entre 1999 y 2003 en la sección El palco del hechizado —homenaje del autor a Francisco Ayala— del suplemento Artes y Letras del diario granadino Ideal y reunidos —mediante una cuidada edición, dentro de la colección Mirto Academia— en un libro hermoso y evocador, cuyo título recuerda tanto Los trabajos y los días de Hesíodo como Los placeres y los días de Proust.

Los retratos, los recuerdos y las reflexiones que aparecen en Los libros y los días se articulan en la mayoría de los artículos a través de conversaciones con el hechizado, interlocutor ficticio que logra convencernos de su realidad. ¿Quién es aquí el hechizado y qué función cumple en la construcción del libro? La introducción de este ayaliano y enigmático personaje convierte el conjunto de textos que es Los libros y los días en un texto plural y dialógico, en un juego de espejos e identidades (la lectura de la «Nota preliminar» dará algunas pistas en este sentido) y, en definitiva, siguiendo el título de uno de los artículos recogidos, en «el placer de los discursos cruzados».

Detengámonos en la «Nota preliminar», que ofrece varias claves de interpretación del libro y, sobre todo, de la figura del hechizado: «Bajo este personaje, con el que solía dialogar, se oculta un interlocutor que hace muchos años se me cruzó en el camino y con el que mantuve una profunda e interesante amistad hasta su reciente desaparición, que espero no sea definitiva». El doble se descubre y se construye, se cruza en el camino como por casualidad, nace del diálogo amoroso que el personaje-autor necesita mantener con los libros y los días. Y aún más: «Quizá lo más sorprendente de nuestra relación es que al cabo de los años, al decir de algunos, acabé por parecerme tanto a él que en privado el propio hechizado llegó a considerarme su doble». Hay todo un cuento-homenaje en esta breve nota preliminar. Cervantes, Ayala y Borges son algunos de los homenajeados. Si el autor es susceptible de convertirse «al decir de algunos» en doble de su personaje, según este último da a entender «en privado», significa que la conversación ha llegado a este punto de intensa amistad y correspondencia de imaginarios afectivos, punto en el cual los interlocutores a veces parecen confundirse. Pero el autor matiza: «No creo que la identificación llegara tan lejos; de todos modos, hubiera sido apasionante ser el doble de un fantasma, aunque fuera por poco tiempo». La existencia diaria de «este personaje» aparece así ligada al ámbito de las conversaciones sobre los libros, pero también sobre el placer de la lectura y de la propia conversación, en una fértil alternancia presencia / ausencia: «Así hubiera podido alcanzar, aunque efímeramente, el estado ideal de sujeto que conseguía a diario este personaje: Me afirmo y me borro. Pienso, luego existo».

La metáfora de la conversación es asimismo básica en Los libros y los días. El personaje-autor no dialoga sólo con el personaje hechizado, sino también con los destinatarios de sus textos, por cuya obra se encuentra asimismo hechizado. Los textos recogidos funcionan en cierto sentido como conversaciones insertas en la urdimbre de otras conversaciones.

Algunas de las figuras que transitan por las páginas de Los libros y los días, y de las que Antonio Sánchez Trigueros construye retratos muy vivos y emotivos son Francisco Ayala, Rafael Alberti, Gabriel Celaya, Pedro Salinas, Francisco Villaespesa, José Antonio Muñoz Rojas, Javier Egea, Pilar Mañas, Antonina Rodrigo, Julia Olivares, Rafael Guillén, Manuel Talens, Salvador Távora, Antonio Carvajal, Manuel Barrera o Antonio Domínguez Ortiz. Estos nombres se convierten en destinatarios de cariñosos homenajes y emocionantes evocaciones, pero también de lúcidos análisis. La conjugación del comentario erudito y preciso con el dibujo entusiasta de la impresión provocada por el disfrute de la lectura o la contemplación constituye una constante del libro; podríamos mencionar al respecto y a modo de ejemplo los textos dedicados a Francisco Villaespesa, Paul Celan o Rosa Toro. Sobre la obra de la artista granadina escribe el profesor Antonio Sánchez Trigueros las siguientes palabras: «Cuando yo la descubrí, la pintura de Rosa Toro era una insólita galería de puertas cerradas, puertas campesinas, silenciosas en su hermetismo, texturas abandonadas a la aspereza, rugosidades gastadas; era una pintura no sólo para la vista, sino pensada también para el tacto, para tocarla y disfrutarla pasando suavemente las yemas de los dedos sobre ella, acariciando la pasividad de unas puertas llenas de secretos de interior o de olvidos. Puertas alpujarreñas, por ejemplo».

A través de la galería de retratos que elabora, retratos siempre luminosos, Los libros y los días abre puertas al viaje y al disfrute de la excelente literatura, o, para decirlo en palabras de Roland Barthes, al «placer del texto». En este sentido, los artículos recogidos son textos coquetos que invitan a la lectura de otros textos coquetos. Y, en el juego de espejos e identidades que el libro construye, el lector tiene un papel fundamental: se encuentra también hechizado por los placeres del texto.

 

I. Gruia

Joy Landeira, Ernestina de Champourcin. Vida y literatura, Sociedad de Cultura Valle-Inclán, Ferrol, 2005, 309 págs.

 

Estudiando la totalidad de la producción artística de Ernestina de Champourcin a través de una sistemática división conceptual en tres períodos temporales («amor humano», «amor divino» y «amor anhelado»), Joy Landeira, profesora estadounidense de literatura española, se propone explorar conjuntamente, en un recorrido evolutivo global, la personalidad y la estética literaria de la autora (1905-1999). Relegada al olvido por un amplio sector de lectores y críticos, la escritora vitoriana es, junto a Josefina de la Torre, una de las pocas mujeres de la Generación de 1927, aquel grupo poético que con motivo del tricentenario de la muerte de Góngora celebraba varios homenajes —el más famoso en Sevilla, patrocinado por el Ateneo y el torero Ignacio Sánchez Mejías— en los que eran reivindicados y defendidos una determinada estética y un modo de hacer poesía. Los nombres de los miembros más destacados son de sobra conocidos. La lista de los «poetas del 27» que suele considerarse definitiva está compuesta por Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. De más está decir que este elenco surge de un canon excluyente: coetáneos sumamente afines como Juan Larrea, Juan José Domenchina, Antonio Espina, Adriano del Valle, José María Pemán, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse y muchos otros quedan suprimidos de esta primera selección.

Según la investigadora, la falta de atención crítica que sufre Ernestina de Champourcin es debida a varios motivos: «el desdén por las mujeres como autores, la censura franquista, su propia auto-censura, las exigencias de la guerra, el silencio del exilio, su lealtad a las voces críticas y elitistas de Juan José Domenchina y Juan Ramón Jiménez, la falta de preparación académica que no le permitía la carrera de poeta-profesora como muchos de su círculo, su abandono de temas innovadores para sumergirse después en poesía religiosa y más» (pág. 12). Consecuencia de este olvido —que comparte con muchos otros escritores de su generación— es, en el ámbito editorial, la ausencia de segundas ediciones de su obra.

Antepuesto al primer capítulo, un breve Prólogo y una Cronología recogen de manera esquemática las fechas centrales de la vida privada y artística de la autora. El prólogo se centra más en la anécdota que en ámbito científico, concediendo parcialmente más importancia al encuentro personal y la consiguiente amistad entre E. de Champourcin y Landeira que a consideraciones metodológicas. Con un enfoque abarcador el primer capítulo, Vida y obra, presenta de nuevo la biografía de la autora, pero esta vez desde un desarrollo textual, de modo que un estudiante u otra persona no especializada pueda localizar asequiblemente información sobre la vida, formación, influencias, evoluciones y publicaciones de Ernestina de Champourcin. El siguiente subcapítulo, «En el exilio», reúne homogéneamente los testimonios que se diseminan sobre el exilio español tanto en su obra como en entrevistas, demostrando, en contra de la opinión de otros críticos, que «Champourcin se adaptó bien al exilio observando la belleza de México y aceptando sus quehaceres» (pág. 40). Landeira señala la influencia omnipresente de dos generaciones y tendencias que laten sobre la escritura de la autora: la Generación de 1898 y la Generación de 1914, así como dos autores, Juan Ramón Jiménez y Juan José Domenchina, «a quienes ella misma llama “los dos Juanes”» (pág. 52). De la amistad con el primero, a través de tertulias literarias y conferencias, se contagió de los autores franceses e ingleses que este había ido traduciendo al español. Con todo, lo que, según la investigadora no asimiló ni de Juan Ramón ni de su esposo Juan José fue el método sumamente disciplinado de elaborar y perfeccionar los versos: «La elaboración de mi poesía —afirma la autora en una entrevista con José Hierro en 1984— es muy poca, sale espontáneo, no soy perfeccionista» (pág. 55).

 Joy Landeira se orienta hacia distintos campos literarios, pero tiene un interés especial en la crítica feminista, de ahí su pregunta «Champourcin, ¿feminista?», y con ello la rotunda afirmación de que la autora «tipifica la mujer más progresista de su tiempo» (pág. 70). Efectivamente, Champourcin escribió, en el año 1929, un ensayo «donde se documenta la actividad poética de mujeres en España en los años veinte» (pág. 70), participó en tertulias literarias progresistas y fue miembro del Lycéum Club Femenino. Pero no quiso continuar escribiendo desde la perspectiva comprometida de una connotación genérica, y en los años ochenta dejó claro que nunca había sido feminista y que para ella en la poesía no existía la diferenciación hombre» mujer, sino la categoría del valor estético.

De gran utilidad es el capítulo dedicado a los Temas principales en la obra de la autora; sin embargo, la afirmación de que en ningún momento escribió poesía política o social se basa más en citas de entrevistas personales que en un análisis pormenorizado del conjunto poético. En el mismo capítulo Landeira divide su obra en verso en tres períodos parcelados temática y cronológicamente. Al primero, denominado «amor humano», lo considera el más creativo e intelectual. Se compone de cuatro poemarios (En silencio... [1926], Ahora [1928], La voz en el viento [1931] y Cántico inútil [1936]) en los que no solo se reflejan influencias modernistas y características de la generación del 98; también las últimas tendencias vanguardistas hacen su aparición en una gran variedad de elementos poéticos experimentales.

El ciclo que Landeira designa «amor divino» abarca la poesía publicada entre 1952 y 1976. Gestado en el exilio mejicano, refleja el distanciamiento de las formas experimentales y la vuelta a los temas religiosos, al diálogo con Dios y a la trascendencia espiritual; una escritura que es, en consecuencia, menos interesante para la crítica. La «única polémica —concluye la estudiosa— que ha suscitado entre los críticos es el cómo calificarla» (pág. 78). Después de su regreso a España, E. de Champourcin emprende un nuevo ciclo que abandona la orientación estrechamente religiosa y que canta un amor nostálgico designado por Landeira el tiempo del «amor anhelado». Es, en buena parte, una escritura retrospectiva que prescinde de ofrecer soluciones a la existencia humana.

En el segundo capítulo, «Poesía del amor humano: desde el simbolismo hasta el vanguardismo», la estudiosa brinda al lector una valoración subjetiva a partir de los resultados que confiere un estudio minucioso de algunos poemas que giran temáticamente en torno al silencio que propugnaban las corrientes simbolistas y vanguardistas de la época. Teniendo en consideración textos y cotextos, su análisis abarca un nivel textual que se amplía hacia la intertextualidad entre la poesía de la autora y otros escritores que compartían con ella la misma fascinación por un mundo en vertiginoso desarrollo.

En su obra, Landeira también se ha acercado a varios textos en prosa de Ernestina de Champourcin, aunque menos conocidos, reveladores de elementos autobiográficos. Limitándose a una novela (La casa de enfrente) y a varios fragmentos de otra obra inconclusa, la autora señala simultáneamen­te aspectos psicológicos freudianos, surrealistas y nietzscheanos muy presentes en este corpus. Finalmente son destacados rasgos incontestables que representan «la silenciada voz femenina, precursora de mucha crítica feminista, y que nos lleva a calificar a Ernestina de Champourcin como prefeminista» (pág. 124). El análisis en sí mismo resulta convincente, pero incomoda al filólogo el recurso repetido a anglicismos prescindibles y a palabras en alemán que en algunos casos incluso no respetan la ortografía (aparece, p. ej. kunstlerroman en vez de Künstlerroman).

En los capítulos «La cárcel de amor, Hai-Kais espirituales» y «Los sentidos de la sinestesia» Landeira continúa en su estudio textual la periodización tripartita de la obra de la autora. Un énfasis especial es concedido al subgénero del Hai-Kay, de origen japonés, que emerge entre los poetas vanguardistas del 27, entre ellos, Ernestina de Champourcin, en cuyos Hai-Kais espirituales se refleja sobre todo «su preocupación filosófica y visionaria [...] hacia lo espiritual religioso, cristiano y católico» (pág. 211).

La larga entrevista que se publica como apéndice (Madrid, 1991), y que constituye sobre todo un testimonio conmovedor de la amistad entre Landeira y la autora, nos presenta a una persona muy viva e interesada, una autora que ha vivido casi un siglo sin dejar de creer en el poder de la palabra.

Es necesario alabar el trabajo de la investigadora estadounidense, que constituye sin lugar a dudas una valiosa contribución en el arduo trabajo de rescate de textos y autores hoy en día casi olvidados. Sin embargo, y salvando sus méritos, la estrecha relación que Landeira entabló con E. de Champourcin supone paralelamente un arma de doble filo: le permitió darle a su trabajo un enfoque íntimo y personal con la consecuencia de que a veces el estudio carece del distanciamiento necesario en todo análisis crítico. Por otro lado, la intención didáctica del estudio y sus objetivos claramente pedagógicos, dirigidos en especial a un ámbito estudiantil o a un lector medio, se perciben con absoluta notoriedad desde el epígrafe «Champourcin y las generaciones anteriores» (pág. 48); a partir de ese momento la autora recurrirá a ejemplos y modelos que, bajo una técnica de correlación, siglas y relaciones nemotécnicas, traten de grabar determinado significado en la mente del lector. La generación de 1898, por poner un ejemplo, es identificada con el acrónimo ¡vabumm!: Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Unamuno, Machado y Maeztu. Con lo cual, y a pesar de la reconocida aportación en el amplio campo, a veces postergado y subestimado, de la producción literaria de miembros «secundarios» de la Generación del 27, la obra de Joy Landeira se concibe más como una lectura didáctica que como una profunda exégesis filológica.

 

D. Leuenberger

 

Antonio Ballesteros González, Escrito por brujas. Lo sobrenatural en la vida y la literatura de grandes mujeres del siglo xix, Oberón (Anaya), Madrid, 2005, 263 págs. + 8 ilustraciones.

 

Aunque la literatura de mujeres conoce desde hace unos años un auge tan inusitado como merecido, puede decirse que queda todavía un nutrido grupo de autoras cuya obra yace en el abandono y que, por razones de lo más variado, constituyen el canon olvidado de la literatura occidental. La obra que aquí reseñamos pretende rescatar a algunas de ellas, restañar en parte las heridas de su olvido académico, al tiempo que las pone en relación con algunas de las autoras más conocidas, para así ver hasta qué punto hay coincidencia entre ellas.

Según reza el título del libro, el estudio se centra sobre las autoras más vinculadas a los temas vitales y literarios cercanos a lo sobrenatural, es decir, la irracionalidad, lo demoníaco, lo gótico, etc. Para ello, nos ofrece su autor un recorrido amplio y generoso en el que se incluyen autoras tan dispares como Ann Radcliffe, Mary Shelley, Vernon Lee o Madame Blavatsky. El hilo conductor es la idea de la mujer como elemento subversivo en tanto que escritora (la «bruja» desafiante a la sociedad patriarcal), sobre todo en tiempos de conflicto ideológico y espiritual (pág. 23). Antonio Ballesteros focaliza su estudio sobre el período de la gran crisis de autoridad que se extiende entre el clímax de la Ilustración europea y las diferentes generaciones románticas —aproximadamente entre 1750 y 1850— aunque extiende sus consideraciones a autoras tradicionalmente consideradas «victorianas» y a otros países no occidentales. Para ello recurre a los datos biográficos, históricos y de recepción literaria que condicionaron la génesis y dispersión de las autoras estudiadas, para así mejor entender el vínculo entre la novela inglesa y la cultura del siglo xix. Es éste un intento hasta ahora inédito en nuestra lengua, al menos hasta donde a mí se me alcanza, y ahí reside el primero de sus méritos.

Escrito por brujas parte de una necesaria panorámica general sobre la cultura literaria del mundo europeo occidental a finales del siglo xviii y sus particularidades socioeconómicas, pasando de allí a describir la situación de la mujer lectora y escritora en ese mismo periodo. Ello le sirve al autor como motivo para desacreditar, creo que acertadamente, dos mitos de la literatura escrita por mujeres, a saber, que hay diferencias constatables entre la escritura masculina y la femenina, por un lado, y que la segunda es por naturaleza más humanitaria y ética que la primera a causa de la situación de sometimiento a la que las mujeres se han visto sujetas durante siglos. Hace bien su autor en desterrar tales leyendas, pues sólo contribuyen a la esquizofrenia genérica que hoy predomina en las Humanidades.

A partir de esta introducción histórica, Ballesteros se aplica al nutrido grupo de autoras que integra su estudio. Se recorren con Clara Reeve, Sophia Lee, Charlotte Smith, Ann Radcliffe, Charlotte Dacre y Mary Shelley los albores del Romanticismo y el interés por lo sobrenatural como desafío filosófico e ideológico al férreo patriarcado de la Ilustración, en cuyos estertores movieron casi todas ellas, así como el surgimiento de lo demoníaco y lo monstruoso, cuya culminación será el Frankenstein de Mary Shelley. De ahí salta nuestro autor a Alemania, en especial a Karoline von Günderrode y Annette von Droste-Hülshoff, nombres muy probablemente desconocidos para el gran público, y que encontraron en los sueños y la presencia de los espíritus un leit motif para sus escritos, subvirtiendo con ello el pragmatismo racionalista de la Alemania ilustrada. De ahí saltamos al continente americano con Juana Manuela Gorriti y su herencia gótica, procedente de Europa (Hoffmann) y Estados Unidos (Poe). De allí volveremos a la Inglaterra victoriana, sobrepasando así la época romántica de la mano de algunas de figuras más canónicas (Elizabeth Gaskell) y otras menos conocidas (Vernon Lee, Margaret Oliphant y Amelia Edwards), para así comprobar el desarrollo de lo sobrenatural y lo fantástico en la época del más conservador utilitarismo. Concluye la obra con dos capítulos que rescatan a autoras prácticamente desconocidas hoy por pertenecer a la tradición no eurocentrista (Petrovna, Blavatsky y David-Néel).

En un tiempo en que la literatura de mujeres se entiende y se escribe contra la tradición, este libro muestra un espíritu de integración, no por ello obviando el contexto hostil en que muchas escritoras se han movido durante sus vidas (remitimos de nuevo al lector a la parte introductoria). Aun así, Escrito por brujas busca la integración antes que el antagonismo. En este sentido y otros, es una lectura más que recomendable.

 

R. Miguel Alfonso

Claudia Wenner (ed.), Die Geister Indiens. Ein Kaleidoskop, Fischer, Frankfurt, 2006, 464 págs.

 

No todo está globalizado. No todas las universidades ni todos los aeropuertos son iguales, por más que se intente hacer creer lo contrario. En el de Múnich, entre toneladas de best-sellers repetidos hasta la saciedad de librería en librería, pude encontrar (en la sección de «libros prácticos») este volumen académico a un precio razonabilísimo. Siguen siendo válidas las palabras de Heine en nota a su participación en la Corona de sonetos en honor de August Wilhelm von Schlegel: «Portugiesen, Holländer und Engländer haben lange Zeit Jahr aus Jahr ein auf ihren großen Schiffen die Schätze Indiens nach Hause geschleppt; wir Deutsche hatten immer das Zusehen. Aber die geistigen Schätze Indiens sollen uns nicht entgehen. Schlegel, Bopp, Humboldt, Frank u.s.w. sind unsere jetzigen Ostindien-Fahrer; Bonn und München werden gute Faktoreyen seyn» (dha, 1 / 1, 144).

«Colonialismo», en las facultades de Letras y Filosofía (o de cosas que pretenden parecerse a las Letras y a la Filosofía, como los estudios culturales), es una palabra que lleva implícita siempre una connotación negativa y que sólo se pronuncia para ser condenada, y esto ya se trate de la Commonwealth (que ya la quisiéramos —y ya la quisieran— para nuestra América, Guinea o Filipinas) o de la prohibición del sati por los británicos. Pero el caso es que fue un alemán nacido en Schwiebus en 1943, Michael E. J. Witzel (aunque Schwiebus ahora se llame Świebodzin y, por razones que no vienen al caso, pertenezca a Polonia) quien reveló el burdo engaño de Natwar Jha y N. S. Rajaram sobre el «caballo» de los sellos de la cultura del valle del Indo, como recuerda en este libro Amartya Sen (pág. 45). Casos como este, o ideas ampliamente difundidas por los partidos confesionales hinduistas como la de que los arios no invadieron la india sino que, en todo caso, salieron de allí a conquistar otros sitios, o la pacífica continuidad de la cultura del valle del Indo en la India védica (cuando aún pueblan las calles de sus ciudades los cadáveres dejados sin piedad por los bárbaros invasores, seguramente arios), merecen que los eruditos alemanes se calcen el salacot y los pantalones cortos y monten torretas de vigilancia en tierra india.

El colonialismo tiene sus cosas buenas y malas, pero una descolonización fundada en el medalaganismo (como diría Manuel Alvar) es siempre funesta y desastrosa: Alemania no debe dejar sus factorías. Menos que nunca ahora que los partidos confesionales hinduistas pretenden ejercer otras concepciones alemanas muy distintas de este colonialismo académico del que hablaba Heine, y que el propio Heine sufrió, al ser convertido en un «Anónimo alemán» en los libros de texto del iii Reich con objeto de negar la intervención de los judíos en la cultura alemana. En la traducción alemana, la síntesis «eine Nation, ein Volk, eine Kultur» atribuida por Sunil Khilnani al bjp (pág. 20) vuelve a su lengua de origen (ein Volk, ein Reich, ein Gott, o Kaiser, en el ii Reich, ein Führer en el iii Reich), y remite a la Kulturkampf bismarckiana.

Insisto tanto en el valor teutónico de este libro porque es una antología de textos escritos mayoritariamente en inglés y traducidos al alemán por la autora: a veces incluso se traduce una traducción inglesa, como la de Karukku de Bama, en tamil, o la de Paul Zacharia, en malayalam. El lector español o anglosajón podrá preguntarse por tanto qué interés puede tener este libro para él.

Sencillo: quien, como yo, haya tenido la suerte de estudiar académicamente la cultura india contemporánea (y pude hacerlo gracias a Ana Agud y Eva Borreguero), estará acostumbrado a manejar materiales dispersos, artículos y revistas radicalmente heterogéneos y páginas de Internet del estilo de Hindunet; lo que este libro nos presenta, si se nos permite el juego de palabras, es Indranet, la red de Indra del Avatasakasūtra, quizá la imagen india que mejor se corresponde con el caleidoscopio que pretende ser este libro. Quien lo compre tendrá en sus manos, en efecto, un instrumento pequeño y manejable capaz de contener miríadas de imágenes. Como en la obra que sirve de portada, de las gemelas Singh (Amrit y Rabindra), contiene en un solo cuadro la representación de la cultura más arcaica y más actual de la India, y puede dar una satisfactoria respuesta al lector que pregunte qué es la India; si bien por satisfactoria debe entenderse más bien ‘tranquilizadora’, ya que la pregunta qué es la India, como dijo Lazzaro Papi, es una pregunta mal formulada. Si reconocemos la esencia de la India en una miniatura con el estilo de la dominación islámica en la que se espantan las moscas al libro sagrado de los sijs y se cuela el payaso de McDonald’s, podemos llegar a pensar que la esencia india es todo lo que quepa en el subcontinente: de ahí en obligado plural de Geister.

Pero si nos limitamos a ser espectadores de caleidoscopio, este libro nos ofrecerá todas las combinaciones que esperamos ver, ya que no falta ninguna de las piedrecitas de colores que identificamos como realidades de la cultura india: las lenguas arias y dravídicas, el islamismo, los novelistas indios en lengua inglesa, Bollywood y Satyajit Ray, Ravi Shankar, el Kumbh Mela, el premio Nobel de economía Amartya Sen, la miseria en Calcuta, los restaurantes indios, incluso Salman Rushdie y Naipaul. Me inquietó no encontrar a Narayan en las exposiciones sobre literatura india en lengua inglesa, pero es la propia autora de la antología, Claudia Wenner, quien lo presenta en la pág. 91, llamándolo Altmeister. Otros viejos maestros en cambio sí son antologados, como A. K. Ramanujan o Raja Rao, muerto en el mismo año de publicación del libro. En 2006, además, el economista Muhammad Yunus obtuvo el Nobel de la Paz; pero Yunnus es de Bangladesh. Definitivamente, esta colección de gemas reunidas bajo una sola lente académica, esta red tudesca de Indra, este cuidado instrumento cromático merece sin duda el nobilísimo y muy honroso nombre de manual, y puede ser un oráculo en manos del estudiante.

 

J. Mª Bellido Morillas

Wang Wei, Poemas del río Wang, traducción y edición de Pilar González España, Editorial Trotta, Madrid, 2004, 210 págs.

 

Esta edición nos presenta veinte breves poemas de Wang Wei como «si estuvieran ensartados en un maravilloso y compacto collar de veinte perlas blancas» (pág. 72). Esa unidad que Pilar González percibe, la transmite al lector a través sobre todo de los comentarios que siguen a cada poemita; comentarios que continúan el pulso poético, y que justifican con creces el juicio con que Julio César Abad Vidal cierra su prólogo a esta edición: «este libro es un hallazgo de penetración en una fabulosa literatura que quizás pueda convencernos de la existencia de salidas del imperio de la palidez» (página 15). Y tiene razón Abad Vidal: los comentarios de Pilar González son una renovación fresquísima del comentario filológico; no arrastrado en este caso por retóricas vanas ni visiones de escuelas que toman el texto como pretexto.

Las dos o tres páginas que se suelen emplear para cada comentario no están improvisadas. Dejan ver detrás una intensa labor de estudio y comprensión que Pilar González sintetiza luego para iluminar los poemas, sirviéndose de su comprensión de sinóloga tanto como de su natural don poético. Con esa síntesis, las glosas de la editora, fluyen casi en el mismo registro que los poemas, y sin embargo también incorporan el registro, los conocimientos, y el prurito de filóloga, que consigue sentir y enseñar al tiempo. Es imposible no percibir la dedicación y estudio que hay detrás de esas relativamente breves glosas a los poemitas de Wang Wei. Detrás de esas también perlas que son sus comentarios, está el trabajo de su tesis doctoral, Claves textuales y contextuales para la comprensión de la poesía de Wang Wei, que inspira esta edición. Podemos decir de nuevo que su prologuista, Abad Vidal, encuentra la expresión justa para referirse a la peculiar presentación de los textos poéticos que hace Pilar González: «Los poemas de Wang Wei, que se transcriben en pinyin, código fonético del chino actual, se enfrentan en esta presentación bilingüe con su traducción literal. Cada una de ellas se acompaña a continuación de una elaboración exegética alumbrada por un vibrante fulgor poético. La tarea de Pilar González España es encomiable, su dificultad, extrema» (pág. 15).

Encomiable y difícil lograr que el lector lea el poema chino y la glosa de la autora casi como si formaran un todo, pues no es lo mismo la lectura del poema sin lo que Pilar González dice sobre ellos. Los poemas serían igualmente hermosos, pero Pilar logra despertar, sobre todo para el lector occidental, la hondura de los poemas, sin agotarla, apenas sin cambiar de registro, pues lo poético sigue siendo el pulso que aúna texto y comentario, en un diálogo natural donde la sinóloga, sin que se note demasiado, le devuelve a los poemas su contexto hondo, en el universo chino y en el universo de la poesía. Pues, como sabiamente decía Ramón Gaya cuando le preguntaban sobre las influencias sobre su pintura, la pintura es una, y la poesía también, por más variaciones que adopte.

En la introducción, «Paisaje más allá del paisaje» (págs. 17-65), Pilar González proporciona una útil contextualización de los poemas en la época de la dinastía Tang (618-907), pero es en los comentarios que acompañan a cada poema donde mejor introduce el los comentarios que la autora al lector occidental en la mirada del poeta chino y el significado de los textos; significado que no cierra, para no caer en las interpretaciones formulares que aspiran a la definición más que a la comprensión. El discurso dialéctico tan acostumbrado en Occidente no es del todo adecuado para comprender la mirada china sobre la existencia. Otro gran sinólogo arroja luz sobre la diferencia (que Pilar González ha sabido incorporar a sus glosas) entre la aproximación dialéctica occidental y la articulación de la intuición directa del pensamiento taoísta. Así expresa Richard Wilhelm el principio fundamental en que se basa la piedra angular de la cultura tradicional china, el Libro de Las Mutaciones: «Consiste en suponer que existe una armonía y un nexo general entre el macrocosmos y el microcosmos, entre las imágenes que el cielo envía y las ideas culturales que conciben los santos para imitarlas»[23]. Para comprender el significado que Lao Tsé atribuye a tales imágenes, dice Wilhelm: «Sirva la comparación con la doctrina de las Ideas de Platón, pero teniendo en cuenta que la enseñanza de Lao Tsé no nace de un proceso dialéctico. Él se inspira en una visión primaria que tiene lugar en las profundidades de la psique, y ve “imágenes” en vez de desarrollar las ideas de una manera abstracta. Las imágenes de las cosas son las semillas de la realidad. Igual que la semilla contiene al árbol como entelequia, de un modo incomprensible, invisible, y sin embargo completamente unívoco, así encierran las imágenes-simiente los fenómenos reales» (pág. 145).

Pilar González trata en su exégesis los poemas de Wang Wei como a esas semillas de las que brota lo más sutil del pensamiento chino. Irreductibles a una mera fórmula o definición, pueden esas semillas sin embargo ser desarrolladas para que veamos su fecundidad. La arboleda que puede brotar de ellas. Y para hacerlas brotar es necesario la motivación y la actitud correctas: «Este libro ha sido impulsado desde la emoción y el sentimiento que me han provocado como lectora (y traductora) los Poemas del río Wang. Se basa en el convencimiento de que la poesía es universal y de que todo lector, con conocimientos de chino o sin ellos, puede acercarse al núcleo invisible que conforma a los poemas [...]. Por lo demás, que perdone el lector la osadía de este libro, pero ha sido impulsado desde mi fe (en estos tiempos de de-construcción) en el significado poético, y desde mi placer en todos estos asuntos» (págs. 63-65).

A Pilar González no se le ha de perdonar, sino agradecer, una edición tan bella.

 

L. M. Vicente

 

María Teresa García-Abad García, Intermedios. Estudios sobre literatura, teatro y cine, Editorial Fundamentos, Madrid, 2005, 382 págs.

 

«Yo nací —¡respetadme!— con el cine», apostillaba con ingenio y taimado pudor Alberti.

No fue el único artista español que dejó constancia de la inflexión producida en las artes y en el ordinario mirar objetivo a raíz de la invención y masiva expansión del cinematógrafo. La máquina del cine (aparato que, según algunos, producía poesía con mayor eficacia que las asociaciones sintagmáticas) fue para la mayoría la más genuina manifestación artística del pasado siglo xx, la que más había alterado la sensibilidad de los hombres y la concepción de las diferentes artes. No sin razón, Hauser denotaba la centuria anterior con una lacónica inscripción: «la era del cine». Y nada menos que el perspicaz, lúcido y juguetón, Antonio Espina lleva a cabo una apreciación brillante: «En esta [la pantalla cinematográfica] es donde hemos descubierto el sentido desfilatorio que anima el cosmos violento de la Modernidad». Las citas se multiplican en el estudio de la investigadora María Teresa García-Abad García, donde junto a sugerentes reflexiones acerca de los procesos de «transtextualidad» entre las disciplinas artísticas, se hace acopio de un material valiosísimo procedente de archivo; testimonios impagables que reconstruyen la historia de una bienvenida, de una inmediata impregnación de sensores y plástica visual, de una súbita ósmosis que vino a desordenarnos el escenario de las artes; procesos de hibridación genérica y ambición ontológica que hoy pueden resumirse en un lema de alcances globalizadores: «el abrazo de los géneros». Pero, además, hay todo un reto metodológico en las hipótesis que lanza el libro: desde una Semiótica de la Cultura, se propone un modelo de texto abierto, desvinculado (pero íntimamente unido, pues está en el origen) al discurso escrito, trascendente al código verbal, que, diseminado, es apropiado luego por diferentes sintaxis artísticas, lo que nos llevaría a hablar de «modelos de ficción» y, posteriormente, a procesos de «re-escritura». Junto a ello, la autora sabe mantener el tono apasionado y el consiguiente interés del lector, abriéndole traslúcidas ventanas a campos de creación e investigación aún no suficientemente explorados en nuestro territorio; por ejemplo, el desarrollo de una escritura fílmica, de una «filmoliteratura», escollo temible de la producción cinematográfica y de su oficio desde los orígenes, y responsable de la mayoría de los fiascos en los fenómenos de adaptación.

«Entre el papel y la pantalla: Literatura y cine» es el nombre del proyecto de Investigación bajo el que se fraguó este trabajo, dentro del Departamento de Litera­tura del csic, coordinado por la Doctora García-Abad García, quien lleva años dedicada a la tarea de analizar las relaciones del binomio literatura y cine, atendiendo sobre todo a los fenómenos de deslizamiento, de apropiación y diseminación, y a la recepción crítica de tales manifestaciones. Y es que con el cinematógrafo la distancia histórica que usualmente se reclama a fin de obtener un juicio ponderado sobre las cosas ha menguado sobremanera; la celeridad con que el cine ha ido probándose en los ritmos, midiéndose en los alcances, inventándose y estilizándose hasta volver a su «ser imagen» original; la bidireccionalidad que establece con las demás artes, especialmente con la literatura, en un enriquecedor proceso de feedback, exige una reflexión inmediata y una bien fundada ubicación teórica-crítica.

El estudio se articula en cuatro capítulos de desigual extensión y tono irregular, sin una línea argumental clara que los ordene y permita progresar paulatinamente en los conocimientos. La mayoría de los apartados comprendidos en el volumen fueron antes publicados independientemente, y ahora son ensamblados bajo un mismo título. El resultado de esta suma es una acrítica distribución de la materia, un desorden de asuntos y jerarquías, una enmarañada miscelánea de brillantes observaciones que, en ocasiones, llega a despistar al lector. Esta circunstancia y la insistente propensión, por parte de la autora, al rebuscamiento conceptual en los títulos de los apartados, es la única salvedad que cabe hacerle a un estudio fundacional para esta nueva rama de estudios que concibe relatos, obras dramáticas y películas como corporeizaciones de un mismo apremio: el atávico afán de contar historias. Una categoría (cuyas raíces se hunden en el inconsciente colectivo) que recibe la denominación de «Literatura Narrativa», y que comprende los procesos de contaminación o mestizaje, los territorios de transición y frontera en los que se mueven la mayor parte de nuestras obras de arte, convergentes, no obstante, en la necesidad de la fábula.

El primer capítulo es particularmente reseñable, por ser uno de los más sabrosos y enjundiosos, que hará las delicias de aquellos letraheridos reticentes a trasvases e interfaces; repartido a su vez en seis apartados, en línea cronológica ascendente —desde los primeros lustros que bostezaban la Modernidad hasta la fenomenología de la soluble Postmodernidad— y bajo el epígrafe «Poéticas cinematográficas», efectúa una inteligente revisión crítica de la escritura de seis literatos españoles (paradigmas, cada uno, de una modalidad literaria diferente) desde la óptica cinematográfica. Lugares de cruce, de mestizaje genérico, los sistemas estéticos en los que se inscriben estos creadores son definidos en su hibridación y en su espíritu de frontera; ajenos a la rigidez del especialista, se regodean en las lindes de formatos y temáticas, y enarbolan, aún sin saberlo, una suerte de comportamiento panartístico. En esta continua renovación, adivina la autora, sagazmente, una retina imbuida de imagen, de lírica cinésica.

A propósito de su producción artística, y de su devenir en el sistema cultural (lo que a partir de ella hicieron otros artistas con materiales y construcciones diversas; véase, por ejemplo, las adaptaciones cinematográficas de las piezas teatrales de Jardiel Poncela), se abordan múltiples cuestiones de carácter teórico, en un camino de ida y vuelta: de la grafía a la imagen, de la imagen a la grafía (no sin agudo juicio, con permiso de Menéndez Pidal, resuena el vocativo de «cinegramas» para calificar obras de difícil adscripción genérica). De especial interés resulta el enjundioso apartado que se le dedica a la experiencia acumulativa de García Lorca, prototipo del artista europeo de vanguardia; con su hiperestesia poliédrica, con su potencial sinestésico, recibió entusiasta a aquella máquina que poetizaba la realidad. Los poetas aplaudieron al cinematógrafo en los años veinte —y es lástima que el hábito decimonónico que arrastramos nos haga olvidarlo— como ilimitada fuente de inspiración artística, como «poesía en imágenes», que ya sentenció Benjamín Jarnés. De modos de expresión que vio en la pantalla, pudo tomar soluciones estéticas que adoptó en su teatro; así, la poética del objeto, asimilada en su drama La casa de Bernarda Alba. Continuando el fecundo diálogo entre el cine y la literatura dramática, son sugerentes los casos de Jardiel Poncela y Alejandro Casona, artífices de una suerte de renovación teatral a partir del dominio —teórico y práctico— de la escritura escénica y de una exquisita sensibilidad por los aspectos plásticos de la palabra. Encarnan la conflictividad que acompañó al contacto de la literatura (especialmente, la dramática) con el cinematógrafo. El interés de ambos por la dimensión más espectacular de la escena aparece íntimamente vinculado al nacimiento del cine, ancho universo, maleable e incansable, donde descubrieron novedosas soluciones. Así habrá en su literatura presencia de técnicas cinematográficas (en cuyo discurrir se marcan primeros planos, disoluciones, fundidos, predominio de la angularidad sobre la linealidad, movimientos de cámara...) al tiempo que despliegan un dominio muy efectivo de la escritura fílmica.

De la mano de Manuel Rivas nos adentramos en la nueva producción cinematográfica española, donde ya hay una relativa normalización —frente a los tanteos y cautelas de la primera mitad de siglo— en la relación entre literatos (inventores de historias) y cineastas (creadores de imágenes). Una perspectiva novedosa, que auspicia postreras elucubraciones, es la que presenta al cinema como heredero del imaginario colectivo que, con anterioridad, suministraban los cuentos; la entrada al paisaje mítico se hace ahora a través de la pantalla, la cual cuenta con un potencial infinito para ello, como atestigua el controvertido Almodóvar.

Acierto de la investigadora, como puede inducirse de esta selvática nómina de apellidos y fechas, es ampliar el campo de análisis hasta las más recientes producciones creativas, en un marco cronológico que se extiende desde los primeros gateos cinematográficos hasta la llegada de la «iconosfera», donde el cine es el espacio propicio para hacer desaparecer la realidad, ocultando el mismo hecho de la desaparición. La función social de la imagen es ahora, no ser referente de lo real, sino denotación de otra realidad, la virtual, que favorece los procesos de creación. Los nombres de Juan Bonilla y Mateo Gil ilustran este inquietante fenómeno.

En la consideración de las relaciones entre el arte cinematográfico y la literatura, un capítulo imprescindible, de significación —al parecer— vitalicia en los estudios sobre cine, es aquel que atiende a la obra literaria como hipertexto, como origo diseminado en otros formatos expresivos, dentro de un fértil diálogo entre las disciplinas que multiplica los productos y los procesos. La versión cinematográfica supondrá un replanteamiento de la fuente sobre la que se actúa, lo que puede significar desvirtuar, manipular, el discurso, pero también resemantizarlo, leerlo y recrearlo de acuerdo con diferentes leyes estéticas, que es acto legítimo del lector. En esta fenomenología de la retroalimentación —unidireccional, en un primer momento; bidireccional, más adelante, cuando las comedias norteamericanas principian su singladura por los escenarios de España, en una inversión denominada por la autora «síndrome Belinda»— el nuevo resultado se carga de lecturas enriquecedoras, propiciando un vasto terreno de reflexión teórica, a partir de un análisis comparativo de las variables presentes en los procesos de adaptación, para el investigador.

A lo largo del volumen, con un arsenal de datos y con una documentación convincentes, la Doctora García-Abad García, reproduce fielmente el debate teórico y práctico que, desde las primeras décadas del siglo xx, mantuvieron en España los defensores y detractores de esta suerte de «reciclaje». En clara sintonía con los primeros, demuestra cómo, ya en los orígenes, gran parte de nuestra intelectualidad era consciente de que el formato no definía por sí solo a un género; más allá del soporte, se hablaba de una sintaxis, de una esencia que otorgaba entidad y atributo al producto en cuestión, adscribiéndolo genéricamente. Lo que hoy algunos consideramos iniciática rebelión, un amago de justicia poética, ya lo reivindicaban en los años 40 los cinéfilos (calificativo que pronto estuvo en boca de todos): las leyes estéticas del cine, infinitamente amplias, exigían que el trasvase de una categoría a otra, fuera realizado, por un nutrido grupo de expertos en el oficio cinematográfico. Rechazaban la fidelidad, pues eso suponía desconocer los medios expresivos del séptimo arte y convertir la película en un trasunto, excesivamente sincronizado con el modelo de papel. Y reclamaban el desarrollo de un guión con ritmo cinematográfico, de un lenguaje adaptado a las particularidades estéticas del cine.

En la última parte de su estudio, la autora registra el arduo camino que hubo de recorrer el cinematógrafo en aras de ser reconocido como disciplina artística independiente de las demás (sobre todo del teatro, con el que compartía su dimensión espectacular, y con el que entró en competencia cuando aún el cine no había definido su propio lenguaje); esta obstinación de los partidarios en obtener carta de naturaleza estética para aquel torrente de expresivas imágenes mudas propició un debate ontológico y una revolución estética consignada en el primer tercio del siglo, que afectó sobre todo al lenguaje dramático: cuestionamiento sobre los modos de expresión y una verdadera inversión copernicana en las tablas.

La doctora García-Abad García muestra gran perspicacia analítica al demostrar sobradamente la beneficiosa influencia estética que el cine ejerció sobre la dramaturgia que, lejos de perjudicarle, «amplió y consolidó posibilidades que están en el origen del teatro moderno, de la reteatralización de la escena, de modalidades no ligadas a la palabra, como la danza». El cine mudo, al apartar el discurso de la pantalla puso en evidencia la falta de elocuencia del mismo, a favor del valor de imágenes en silencio. La concepción logocéntrica de la escena, de raigambre aristotélica, comenzó entonces a tambalearse. Entre otros muchos testimonios, las palabras del dramaturgo Gaston Baty son suficientemente explícitas: «En nuestro propio corazón tampoco la palabra es soberana», definiéndose con ello en la mímica, en el gesto, en el silencio y su poética. Decaería la creencia en la infalibilidad del verbo para transmitir emoción en las tablas de principios de siglo, y se apostaría por una revolución tecnológica e ideológica. Gracias al cine, y la locuacidad que demostró haciendo uso de los lenguajes no verbales, la fisonomía de otras disciplinas alteraría sus perfiles significativamente.

Es mérito de la autora la hábil exposición y desarrollo convincente de una idea ignorada por la celeridad de las transiciones: la dramaturgia más renovadora de nuestro siglo debe al magisterio del cine sus nuevas aspiraciones (la valoración de los elementos paraverbales en la escena y la necesidad de un teatro de raíces poéticas, que expresase la simultaneidad de los sentidos) y su estética más original; una verdad obviada y olvidada en la mecánica de las mutaciones. Mérito suyo es historiar y nominar el camino que va de la reteatralización a la cinematización de la escena dramática, dentro de una reconcentrada red de interferencias que definen las tendencias del placer estético contemporáneo. Sin ningún género de duda, este es un libro esencial para profundizar en la relevancia del cine en el teatro y en la literatura de nuestros días, a partir del conocimiento de nuestra historia cultural, y de las coordenadas dialécticas que la forjaron a golpe de formulaciones. Porque leer el cine supone leer la dinámica que animó la sociedad del pasado siglo, y que se perpetúa, exacerbada, en este; y desnudar sus resortes es explicitar la parábola de la sensibilidad moderna / posmoderna. A esta demanda, y al inteligente disfrute de la plástica visual, a la interrogación y exclamación laudatoria sobre sus goznes, responde el libro de la Doctora García-Abad García. Si cada arte debe nacer en sintonía con un lenguaje que defina su sustancia estética, con igual apremio ha de hacerse acompañar de una Crítica que le hable con sus propios recursos. Y si, como reclamaba Alberto Insúa, «el cineasta puro no ha de servir un argumento, no ha de ser un intérprete del novelista, del dramaturgo, del asuntista...», así la Crítica pura habrá de preocuparse únicamente por el resultado cinemático. En este sentido, los juicios de la investigadora, al hilo de los hechos culturales, son ejemplo de buen hacer.

Finalmente, la sentencia desiderativa de Sartre, reproducida en el volumen, se nos antoja adecuada para despedir estas páginas de pasión y hondura intelectual, en las que la autora colabora muy activamente para que la promesa sea ya realidad: «Quiero al cine entrañablemente. Sus juegos de luz y sombra; sus silencios, sus ritmos; su relegación de la palabra —vieja esclavitud del hombre— a un término remoto, me parecen promesas de un arte maravilloso». Que así sea.

 

M. Jiménez Naranjo

Stanley Cavell, Philosophy the Day after Tomorrow, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 2005, 302 págs.

 

Hace ya más de cuatro décadas que Stanley Cavell viene dedicando la mayor parte de sus reflexiones a las cuestiones relativas al carácter metafísico de la filosofía y su relevancia para la vida ordinaria, así como a la estética y otros asuntos adyacentes. Philosophy the Day after Tomorrow, que es una de las pocas obras suyas que quedan por traducir al castellano, nace como colofón a este interés, tanto así que en cierto sentido puede considerarse una suerte de síntesis de los temas y aproximaciones favoritas de su autor.

Según las propias palabras del autor, el arte y la literatura moderna prometen «not the re-assembly of community, but personal relationship unsponsored by that community; not the overcoming of our isolation, but the sharing of that isolation—not to save the world out of love, but to save love for the world, until it is responsive again». La sensibilidad altamente individualista de la cultura moderna tiene sus raíces en el desasosiego que cause lo que él denomina «la intimidad perdida», una intimidad que su obra quiere recuperar y que toma la forma del diálogo. En el campo de la teoría literaria, este escepticismo afecta sobre todo a nuestra respuesta como lectores. Aplicar el escepticismo al ámbito literario supone, en primer lugar, reconsiderar qué es lo que esperamos del texto. Para Cavell, el texto no es la representación de determinados ideales, sino una experiencia lectora única cuyo efecto sobrepasa los límites del texto. Para defender esta tesis, Cavell modifica el concepto de «intencionalidad», que había sufrido ataques de muy diversa índole desde el New Criticism y otros formalismos, y pasa a considerar la obra de arte como una estructura significativa cuyo objetivo es producir una determinada respuesta. Ésta no viene determinada de antemano, lo cual quiere decir que la «intencionalidad» no equivale a la «intención del autor». El texto literario, especialmente en la poesía, no es el producto de la voluntad del autor por guiar (o incluso tutelar) las creencias y opiniones del lector, sino el efecto de determinadas estructuras estilísticas y cargas semánticas, las cuales obran sobre nuestra experiencia. Nos dejamos guiar por el texto mismo. El poema, el cuadro, la escultura «[are] meant, meant to be understood».

Son numerosas las consecuencias de esta visión en el campo de la literatura. Philosophy the Day after Tomorrow recorre algunas de ellas. La primera y más relevante es que debemos reajustar nuestra experiencia como lectores al necesario relativismo del conocimiento, lejos de los sistemas lógicos y positivistas. El significado que damos al texto es precisamente lo que hace que el potencial ético de nuestras actuaciones sea más ambicioso. Igual que nuestras acciones pueden interpretarse (o leerse), también podemos serlo nosotros; igual que hacemos que el texto signifique algo para nosotros, incorporándolo al acervo de nuestra experiencia, también el texto hace que, al leerlo y obrar con él según ese acervo, nuestras acciones tengan sentido. Es ésta una versión extrema de la autoconciencia textual, que Cavell demuestra en análisis de autores tan dispares como William Shakespeare, Henry James o Henry David Thoreau, en el cual el circuito de la comunicación literaria cambia: el vínculo unidireccional entre autor y lector se convierte en recíproco, con el texto de mediador esencial.

 

R. Miguel Alfonso

Lidia Taillefer de Haya, Traductografía y traductología en lengua inglesa, Ediciones Grupo de Investigación Traductología, Málaga, 2007, 195 págs.

          

El estudio de la historia de la teoría y la práctica de la traducción ha sido materia descuidada en el panorama de la investigación. Sin embargo, en este volumen la profesora Taillefer logra cubrir muchas lagunas existentes en la materia, guiando amenamente al lector por cuestiones tanto teóricas como prácticas en el amplio escenario de la historia de la traducción en lengua inglesa.

Es en este idioma donde la actividad de la traducción fue más prolífica antaño; no obstante, la autora hace asimismo un recorrido desde sus orígenes por Occidente. Aspectos históricos de la práctica y la teoría de la traducción conforman la primera parte de este libro, seguida de un capítulo dedicado exclusivamente a la traducción de la Biblia en lengua inglesa. En tercer lugar, el libro ofrece la visión más actual de la materia al analizar ciencias auxiliares de la traducción tales como la traducción automática y la traducción asistida por ordenador. Y, por último, la doctora Taillefer dedica una sección final a la didáctica de la traducción.

El libro comienza equiparando la Historia de la Traducción a otras tales como la Historia Universal o la Historia de la Literatura, más valoradas hasta ahora en ámbitos científicos. El primer capítulo distingue dos bloques: la historia de la traducción e interpretación en el mundo occidental, que se usará para contextualizar el contenido de este volumen; y la historia de la traducción en países de habla inglesa a partir de la Edad Media, que servirá de base e inicio para el resto de los capítulos del libro. Siglo a siglo, y civilización a civilización, la autora describe cómo distintos gobernantes prestaron su ayuda a actividades de traslación. Las prácticas de traducción, en las que cabe destacar su secular vínculo con la Iglesia, el clero y las clases más altas de la sociedad, poco a poco se convierten en indispensables para el entendimiento entre pueblos de diferentes lenguas. Las funciones del intérprete y del traductor se convierten en cuestiones de Estado, ya que sus influencias a nivel político e interestatal han podido variar el rumbo de la historia. El lector disfrutará de un minucioso recorrido por la historia de la traducción en Gran Bretaña, estrechamente unida a las actividades desarrolladas en los monasterios y la Corte. Al contrario de lo que ocurre en otros países europeos, como Francia, la traducción en Gran Bretaña funciona como portadora de la cultura clásica hasta bien entrado el siglo xviii. Más adelante, se especializa en las lenguas modernas (español, italiano, alemán) y en géneros más específicos (historiografía o biografías).

Si nos movemos en el ámbito de la teoría de la traducción, el libro demuestra que ésta ha estado ligada a la evolución del pensamiento, dependiendo de la época, más que al patrocinio de mecenas. A lo largo del siglo xx, la lingüística ha jugado un papel importante en el desarrollo de la teoría de la traducción; la aparición de diferentes teorías lingüísticas ha provocado numerosas corrientes o tendencias teóricas que luego se ven reflejadas en la práctica de la traducción. Hoy en día, en la práctica de la traducción se tienen en cuenta distintas disciplinas, ya que entran en juego diversos aspectos como el contexto, cuestiones sociológicas y culturales de las lenguas de procedencia y destino, etc. No obstante, el siglo xvii fue el siglo de oro para los traductores ingleses, una época de disputas políticas y religiosas que se ven reflejadas en los textos. Desde la traducción literal, palabra por palabra, hasta la traducción libre, en la que el traductor olvida el original y sólo toma la idea general para trasladarla con sus propias palabras y recursos poéticos, todos los tipos de traducciones tienen cabida en esta época, siendo las de autores clásicos las más frecuentes. La traducción literaria seguía estando dirigida a una minoría intelectual; lleno de arcaísmos y tecnicismos, el texto podía llegar a convertirse en una versión alejada y subjetiva con respecto al texto original. Con el tiempo el traductor se sirve de teorías lingüísticas y técnicas de documentación para contextualizar el texto dentro del marco del original e intentar causar el mismo efecto. En la actualidad, la traducción es considerada una rama importante de la lingüística aplicada, y como tal requiere la conjugación de distintas disciplinas.

La traducción de la Biblia merece un capítulo aparte, tanto por motivos de contenido e interpretación como de forma. Desde la primera traducción al griego en el siglo iii, el texto ha sufrido inevitables añadidos y modificaciones al pasar de una lengua a otra. Esta actividad no siempre fue fácil, ya que llegó a ocasionar condenas a muerte, exilios y excomuniones a aquellos que se aventuraban con versiones más libres. Así, pues, los traductores se convierten en evangelizadores al guiar espiritualmente a la población de la época, ya que sus tendencias teológicas quedan siempre reflejadas en mayor o menor medida en sus notas o en el propio texto. Precisamente, este libro demuestra que la proliferación de traducciones de la Biblia benefició y enriqueció tanto al propio texto como a la lengua inglesa.

Tras el recorrido por las actividades de los traductores de pluma y tintero, como los describe la autora, el libro ofrece en una segunda parte el lado más actual de la traducción. El papel de la informática en el proceso de documentación, así como en las actividades de traducción automática y asistida por ordenador, tienen especial relevancia a partir de la segunda mitad del siglo xx. Aquí encontramos una exhaustiva descripción de los diferentes programas y proyectos de Traducción Automática que se han llevado a cabo en distintos países, junto con las distintas asociaciones que se han encargado de la terminología.

Si la traducción y sus ramas apenas se habían historiado hasta este trabajo, aún menos se había hecho con la didáctica de esta disciplina. No es hasta el siglo xx cuando la didáctica de la traducción empieza a ocupar un lugar relevante en los ámbitos de la enseñanza, a pesar de que siglos atrás varias escuelas de traductores tuvieron un  papel crucial en la tarea de divulgación de obras traducidas y en la tarea misma de traducir.

En conclusión, en esta obra la profesora Taillefer presenta muy interesantes líneas de investigación, para un mejor desarrollo de la profesión en un futuro. En definitiva, sólo queda sumarme al prólogo de la doctora Terando y decir que se trata de un manual de referencia para el traductor, a través del cual podrá conocer el pasado de su profesión y así explicar su situación actual. Es más, sus valiosas aportaciones a nivel histórico, didáctico e instrumental lo convierten en un libro de referencia para los profesionales de la traducción en general.

 

R. Muñoz Luna

 


 

[1] Véase la distinción entre arcaísmo, cultismo y latinismo en A. García Valle, La variación nominal en los orígenes del español, csic, Madrid, 1998.

[2] J. J. de Bustos Tovar, Contribución al estudio del cultismo léxico medieval, Anejos del Boletín de la rae, Madrid, 1974, pág. 13.

[3] A. García Valle, «El arcaísmo lingüístico en los Fueros: una cuestión de morfología nominal», Analecta Malacitana, xxx, 1, 2007.

[4]Así lo creen también otros autores como R. Wright, op. cit., pág. 173, J. Rodríguez Molina y Mª J. Torrens Álvarez, Edición y estudio lingüístico del Fuero de Alcalá (Fuero Viejo), Fundación Colegio del Rey, Alcalá de Henares, 2002; Revista de Filología Española, lxxxiv, 1, 2004, pág. 251.

[5] P. Sánchez-Prieto Borja, Cómo editar los textos medievales. Criterios para su presentación gráfica, Arco-Libros, Madrid, 1998.

[6] L. Jiménez Martos extiende la cronología desde el 1905 al 1915, permitiendo así la entrada, sin reparo, de algunos nombres antes postergados a una promoción posterior; es el caso de Dionisio Ridruejo [Véase, del propio Jiménez Martos, La Generación poética de 1936 (Antología), Plaza & Janés Editores, Madrid, 1987].

[7] Sirva, a modo de ejemplo, la siguiente mención: en la selección que prologa Guido Castilla se entiende que Segundo Abril es la última versión ofrecida por Rosales de su primer poemario, Abril, por lo que se prescinde de los textos de este último (Verso libre. Antología 1935-1978, Plaza & Janés, Barcelona, 1980).

[8] G. Díaz-Plaja, Memoria de una generación destruida, Aymá, Barcelona, 1966, pág. 143.

[9]Palabras de Laín Entralgo, citadas por F. Grande, Poesía, volumen 1 de las Obras Completas de L. Rosales, Trotta, Madrid, 1996, pág. 16.

[10] Un acercamiento muy razonado al concepto historiográfico que nos ocupa puede encontrarlo el lector en La generación de 1936. Antología poética (ed. de F. Pérez Gutiérrez), Taurus, Madrid, 1976. En la nota preliminar se hallarán valiosos testimonios de los miembros de esta promoción.

[11] «El corazón ya no se lleva», afirmaría Cocteau. Bien es sabido cómo Guillén condenaba lo sentimental como la peor de las obscenidades.

[12] Luis Rosales. Antología poética (preámbulo y selección A. Porlán), Alianza Editorial, Madrid, 1984.

[13] Su desconocimiento del euskera le obligaría a depender de traducciones, lo que en ocasiones podría peligrar la exactitud del análisis. Remite, por ello, a la Antología de la poesía vasca contemporánea editada por Patricio Hernández en Litoral (1995), así como a los estudios de Jon Kortázar, reconocido especialista.

[14] Así en el prólogo de la antología se afirma: «Los criterios seguidos en la elección de los poemas —incluso en la de los poetas— se han basado en la intención de mostrar la aparición de un nuevo tipo de poesía cuya tentativa es, precisamente, la de contraponerse —o ignorar— a la poesía anterior» (J. Mª Castellet, Nueve noví­simos poetas españoles, Península, Barcelona, 2001, pág. 13).

[15] Los trabajos que en la revista Litoral incluían Luciano Rodríguez y Ramiro Fonte comparten la misión de perfilar las líneas claves de la poesía gallega.

[16] J. L. García Martín (ed), La generación del 99, Ediciones Nobel, Oviedo, 1999, pág. 223.

[17] J. L. García Martín (ed.), loc. cit., pág. 223.

[18] J. L. García Martín (ed.), loc. cit., pág. 224.

[19] J. L. García Martín (ed.), loc. cit., pág. 225.

[20] P. Blastós, La lengua griega y otras diglosias paralelas, Icaros, Atenas, 1935, pág. 188.

[21] J. Gil de Biedma, Las personas del verbo, Seix Barral, Barcelona, 1985, pág. 26. Extraído del «Prefacio» a Compañeros del viaje.

[22] J. L. García Martín (ed.), op. cit., pág. 223.

[23] Lao Tse, Tao Te King (trad. del alemán por M. Wohlfeil y M. P. Esteban), Sirio, Málaga, 82004, pág. 139. Y añade algo que sirve para comprender el fundamento de la astrología bajo cualquier latitud o cultura que se la estudie: «Allí [en el Libro de las Mutaciones] prevalece la idea de que el Cielo enseña las “imágenes”, es decir, las imágenes primordiales, que sirven de modelo a los gobernantes escogidos y a los profetas a la hora de establecer las instituciones culturales (“reflejos”). Los ideogramas del Libro de las Mutaciones representan posibles situaciones mundiales y las leyes que rigen sus transformaciones, a partir de las cuales se puede deducir de qué manera se desarrollan los cambios a nivel cósmico» (pág. 149).