TRADICIÓN CLÁSICA Y POESÍA ÁUREA

José Miguel Serrano de la Torre

Universidad de Almería

 

    G. Cabello Porras, Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro, Universidad de Almería, 1995, 184 págs.

    Bajo la denominación de Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro, su autor, G. Cabello, reúne en colectánea y de forma totalizadora cuatro estudios distribuidos en una estructura bipartita que configura una trayectoria ejemplar en el estudio riguroso de la poesía clásica al tiempo que se abre a ámbitos nuevos. La proyección fragmentaria del conjunto alcanza una representación microcósmica en la primera parte, donde tiene cabida la reedición de tres artículos bajo la «única justificación posible» (pág. 9) de la «diversidad geográfica y editorial» (pág. 9) que circunstanció su nacimiento. Sin embargo, la actualización y la precisión en ciertos puntos del texto, contribuyen a una renovación que incide sobre el valor reconocido de estos estudios [1].

    El capítulo primero, «Sobre la configuración del cancionero petrarquista en el Siglo de Oro (La serie de Amarilis en Medrano y la serie de Lisi en Quevedo)», al que acude en más de una ocasión Mª L. Cerrón Puga en su revisión de la edición de la poesía de Medrano [2], examina detalladamente la proyección de las dos tensiones poemáticas que generan el Canzoniere de Petrarca en las series que identifica el título. Tales ejes tensionales quedan esenciados, por un lado, en la estructura cerrada en cornice que configuran un soneto proemio y una canción final, conformando «una unidad de sentido ejemplarizante (exemplum) que se superpone y proporciona un significado alegórico al resto de los poemas» (pág. 15). Por otro lado, el conjunto de poemas que constituye el cuerpo del cancionero, relacionados sucesivamente por una trayectoria amorosa paralela a la biográfica a efectos de exemplum unificador, se contrapone a los fragmenta en dispersión, «contradicción inherente a un sentimiento de amor irrealizado» (pág. 15). Esta diferenciación analítica conduce al autor al establecimiento de una tipología doble de cancioneros: el cancionero manierista y el cancionero barroco, con base en los estudios de E. Orozco para ambas determinaciones. En el primero se da «un dominio claro de la tendencia a la dispersión frente a la acción unificadora que determina el exemplum, ya que éste permanece como un elemento impuesto a la obra desde un nivel extratextual» (pág. 16); en el segundo se resuelve «equilibradamente la tensión entre los fragmenta y el exemplum. El contenido monitorio de éste actúa en un sentido integrador, apartado de toda superposición artificial y forzada al texto» (pág. 16).

    En el fundamento imitativo que comporta el procedimiento descrito repercute de forma esencial la concepción dinámica del desarrollo narrativo del cancionero petrarquista, traída de J. Lara Garrido, frente a posiciones más estancas, como la de J. G. Fucilla. De esta forma, la consideración de «la distancia, funcionalidad y significado que adquieren [versos, imágenes o ideas del modelo] en estructuras poéticas diferentes» (págs. 13-14) no supone obstáculo alguno para «comprender la lógica interna de la expresión petrarquista en cada una de ellas y "el carácter de acercamiento y distorsión que tal lógica conlleva respecto a la esencialidad de Petrarca"» (pág. 14).

    Tras trazar las perspectivas críticas de D. Alonso en relación con las series de Flora y Amarilis, y la de O. H. Green acerca de la poesía amatoria de Quevedo, claramente en la línea expuesta por J. G. Fucilla, G. Cabello establece su propio punto de partida, netamente distinto, al abordar ambas series: «Señalar cómo el sistema petrarquista que subyace en la serie de Medrano se inscribe en una caracterización manierista, ahondando ya en lo que será la configuración barroca del petrarquismo, y cómo la lógica interna de la serie de Lisi en Quevedo marca la distancia respecto a la modelización barroca y emprende un proceso de disolución en las estructuras del cancionero» (págs. 14-15).

    La superposición del esquema petrarquesco a la serie de Amarilis conduce al establecimiento de una serie de poemas en el corpus de Medrano entre el i y el liv —sobre la edición de Mª T. Cerrón— que sirven de proemio y retractatio final a todo el decurso. G. Cabello lo resitúa más concretamente en el concepto de microcancionero elaborado por A. Quondam, resultando un «modelo de disposición textual que proyecta su organización desde una estructura manierista a una barroca» (pág. 18). El soneto-prólogo se interpreta como premisa sumarizadora de todo el cancionero, que a su vez es entendido en tanto despliegue amplificativo de aquél. Al mismo tiempo queda advertida la variatio que supone un mayor énfasis en la intención didáctica que lo inspira, al sustituir la imagen tradicional del peregrino de amor por la del niño al que se le suministra, mediante el engaño, la medicina que lo remedia. Todo el corpus poemático subsecuente en el que se proyecta el soneto-prólogo constituye propiamente el «engaño medicinal» (pág. 19), el cual alcanza su realización totalizadora en la palinodia final del soneto LIV.

    Con todo, la serie de poemas dedicados a Amarilis por Medrano, queda meridianamente expuesta cuando G. Cabello propone tres motivos axiales en torno a los que gira cada uno de los tres bloques poemáticos en que también divide la serie a Amarilis, de tal forma que: «Dentro de cada uno de ellos, los ejes temáticos se encadenan entre sí por medio de remitencias internas, de modo que cualquiera de las tres seriaciones transmite todo el proceso amoroso que aquéllos describen» (pág. 120). Los tres momentos de cada bloque o seriación se tematizan bajo los siguientes conceptos:

    a) Exaltación de la belleza de la dama, lo que provoca el rendimiento del enamorado.

    b) Dificultades en el desarrollo del proceso amoroso.

    c) Ausencia y distanciamiento de la dama.

    El desarrollo de la trayectoria amorosa en cada una de las seriaciones conforme a los tres centros de contenido puede resolverse de forma sinóptica y sin hacer referencia explícita a las relaciones entre una seriación y otra, según el siguiente esquema:

EJES TEMÁTICOS

EXALTACIÓN

DIFICULTADES

AUSENCIA

(bloques)

 

 

Seriación I

-Amarilis más hermosa que la naturaleza y que ella misma

-Acentuación de la belleza física frente a la del alma, desplazando el tópico

-Imágenes del mar enfurecido y de las ruinas de Itálica

-Celos: se presenta a la amada fiera y cruel, al amante despechado y humillado. Los celos, enemigos del amor, favorecen el desengaño

-Viaje

-Separación de las almas

-La ausencia no causa olvido, pues la herida de amor es imborrable. Esto presenta un movimiento ascensional en el proceso amatorio

 

 

Seriación II

-Imágenes del canto del cisne y de la llama agonizante

-Tonos de serenidad y plenitud propios de un sentimiento amoroso de vejez

-Carpe diem

 

-Imágenes del mar proceloso, de la nave en peligro y del piloto sabio

-Se postulan destinos diferentes para el amante y la amada

 

-Imágenes marinas

-Esperanza en la unión absoluta

Seriación III

-Amor

-Venganza

-Dolor

    Frente a esta concepción del cancionero petrarquista, la serie a Lisi en Quevedo «se presenta como un perfecto modelo de descomposición y disolución del cancionero petrarquista» (pág. 27). Las tensiones internas que generaban el Canzoniere no alcanzan superación alguna, ni se reúnen las composiciones bajo la solución globalizadora del desengaño. Esta ruptura del petrarquismo en Quevedo las descubre G. Cabello en «un conjunto de factores de orden vivencial, poético y filosófico» (pág. 27) que alcanzan justificación en su vital y desgarrado mundo afectivo interior, el forzado «"convencionalismo" barroco» (pág. 27), su escepticismo relativista y su «esencial neoestoicismo» (pág. 28) junto a los componentes traídos de la escuela sofística. Esta continua falta de síntesis conduce al autor al concepto de difracción forjado por M. Molho, que aplica a tres momentos tensionales de la serie:

    a) El soneto-prólogo, diseñado para desempeñar la función apropiada en un cancionero petrarquista, no se completa en el desengaño final, aunque crea esta expectativa.

    b) La ruptura de la correspondencia del soneto-prólogo favorece la tematización de la perennidad del amor humano. Las composiciones reivindicativas de la eternidad para el amor adolecen de un fuerte carácter neoplatónico y la intelección de que el cuerpo se halla incluido en la salvación que procura la muerte, mas no existe una solución que sintetice ambas ideas.

    c) No se da una progresión estructural que conduzca a la retractatio final debido al establecimiento de una marcada dinámica de contrarios. Cada bloque temático contiene el enfrentamiento entre el ejercicio retórico de carácter petrarquista y el contenido emocional y afectivo, además de los contrastes aludidos en los puntos anteriores. Así, la figura del dios Amor es tratada según los cánones ortodoxos, abriendo una gama de posibilidades que alcanzan la versión paródica; la descripción paradigmática de la belleza y psicología de Lisi acaba por traducirse en una «distorsión hiperbólica en el sentimiento» (pág. 35), y el silencio obligatorio del amante pasa de ser un sufrimiento a un condicionante deseado.

    Efectivamente, G. Cabello concluye que «este cancionero a Lisi no deja de aparecer, en última instancia, como todo un ejercicio de retórica amorosa, tanto en su concepción general como en la de los distintos poemas que lo componen. Retórica con el significado de defender con ingenio los puntos más dispares, incluso los inexistentes, y retórica demostrada en los ejemplos prácticos de argumentación sofística que encontramos en la serie de Lisi. De ahí que supongamos una base eminentemente sofística en la raíz creativa del cancionero de Lisi, y que veamos en ella un determinante directo en la degradación estructural del código petrarquista desde su formulación como cancionero barroco» (pág. 30).

    El capítulo segundo tiene por título «Del paradigma clásico a una apertura significacional en el motivo de las ruinas a través de la poesía de Fernando de Herrera». La consideración de la doble perspectiva desde la que tradicionalmente ha sido acometido el estudio del motivo de las ruinas en Herrera, abre este ensayo con un resumido y esclarecedor estado de la cuestión, dando cuenta de la aplicación indiscriminada de los rasgos que caracterizan el motivo según las categorizaciones elaboradas por J. A. Maravall, H. Hatzfeld y especialmente O. Macrí. Este último llega a mezclar conceptos tan distantes «como el de la vanitas senequista y la vanitas barroca, además de la visión clasicista, y periodos como el barroco y el prerromanticismo» (pág. 40). Estos extremos quedan justamente reubicados en virtud de la argumentación aducida por G. Cabello:

    a) Herrera está muy lejos de «las reflexiones e imágenes que despiertan las ruinas en la literatura clásica latina y en la del primer renacimiento [...]. Ya no nos enfrentamos a la observación directa de unas ruinas que conducen a la contemplación histórica [...], bajo un recuerdo idealizante, y las confirma como soporte alegórico, no retórico, de la impotencia del hombre ante el destino» (págs. 40-41).

    b) Tampoco el de Herrera es un punto de vista barroco, «puesto que su sentimiento de la temporalidad es radicalmente distinto al de este periodo, además de que en él no aparecen las connotaciones estoico-religiosas de las que se impregna el tema en la primera fase del siglo XVII» (pág. 41).

    c) Por último, no es coherente hablar de prerromanticismo y romanticismo en la poesía de Herrera respecto al motivo de las ruinas, ya que, como aduce G. Cabello en palabras de J. Lara Garrido, «todavía no comportan el sentido inmanentista y voluptuoso de la hybris romántica, un espacio caracterizado por el valor del signo, de indicio que cumple una función mediatizadora como soporte de una pluralidad de discursos (histórico, filosófico, moral, filográfico)» (pág. 41).

    Por otra parte, en cuanto a la inserción de Herrera en la cadena que tematiza el motivo de las ruinas, sólo se ha advertido tradicionalmente de las influencias ejercidas por Castiglione y Gutierre de Cetina, postura defendida emblemáticamente por J. G. Fucilla y enriquecida con Petrarca por parte de O. Macrí. Para G. Cabello, adoptando una visión renovadora, sintética, global y profundamente aclaratoria, el canon clásico del motivo de las ruinas, incluidas sus proyecciones de carácter ético y amatorio, «es absorbido y asimilado por Herrera en una forma particular, inaugurando un proceso de apertura significacional» (pág. 43), según el término acuñado por J. Lara Garrido. Ésta se debe a que «su profunda erudición y conocimiento de las literaturas clásica e italiana no pueden dejar de impulsarlo a recurrir a fuentes de otra procedencia» (pág. 43), tendencia ya vislumbrada por Juan de Arguijo y que conducirá a lo que el autor denomina, en palabras de E. Orozco, «nacionalización del tema» (pág. 44). La apertura significacional queda cifrada en una serie de nuevos contenidos en relación con el motivo de las ruinas: «La íntima necesidad de creer en la inmortalidad de su obra poética lo lleva a tematizar el motivo de la vanitas en un sentido opuesto al que irá tomando cuerpo en la poesía barroca. En sus poemas encontraremos una contaminatio entre la res histórica y el motivo retórico. Introduce nuevas ruinas, recupera otras ya tematizadas en composiciones clásicas e incluso anuncia las ruinas acuáticas que más tarde desarrollaría Rioja. Realiza una breve cala en un tema fundamental en el barroco, el jardín "deshecho" o en ruinas» (págs. 43-44).

    El estudio continúa analizando primero cómo se realiza el esquema clásico en Herrera para, después, examinar las distintas proyecciones temáticas que abren el tópico clásico desde la circunstancia intelectual del propio Herrera. Herrera, como descubre el autor del ensayo, se atiene a rasgos definitorios del motivo de las ruinas según Castiglione y Cetina, concibiéndolas como «una fragmentación de su totalidad» (pág. 45), patente en la descriptio de los elementos arquitectónicos. La enumeración de tales elementos «se atiene a una ordenación cimentada en la contraposición de la material destrucción presente con un pasado glorioso y lleno de vida» (pág. 46). De esta forma, las ruinas se convierten en «una excusa retórica para proyectar otros temas» (pág. 44). Estos nuevos contenidos se mantienen dentro del esquema clásico y según los presupuestos éticos y eróticos del mismo. Respecto a los primeros, en Herrera, la ruinas funcionan siempre en conexión con la vanitas, al igual que en la literatura renacentista italiana. Sin embargo, el desengaño inherente al motivo da escape a su angustia personal, procurando la pervivencia de su obra. Asimismo, la vanitas, al atentar contra la propia configuración del hombre, contra el aurea mediocritas que proporciona todas las cosas en un justo equilibrio, se erige como primera causa de las guerras, las verdaderas generadoras de las ruinas. Este desengaño humano de Herrera apunta ya a un desengaño barroco. En cuanto a los consecuentes éticos de carácter erótico heredados del canon clásico, «son casi inexistentes en Herrera, dado que las ruinas fueron poetizadas preferentemente en un contexto épico-histórico» (pág.48). El autor presenta como único ejemplo el soneto 122 en tanto consuelo o remedio de amor.

    A partir de «una óptica distanciadora» (pág. 49) que tiende a diluir el modelo clásico, G. Cabello elucida distintas variantes que posibilitan la apertura significacional. La primera de ellas se sustenta en interpretar el motivo de las ruinas como poesía portadora de eternidad, contradiciendo el valor de mudanza y fugacidad con que se entendía en el ejemplo clásico. En este sentido, Herrera acude a la diferenciación de obras arquitectónicas y plásticas, frente a obras del espíritu, que resisten el tiempo. El objetivo básico de Herrera queda explicitado en la conquista de la fama eterna a través de su obra. Sin embargo, esta concepción herreriana de la temporalidad respecto a la fama lo diferencia de la concepción barroca, ya que falta el componente de angustia, según advierte G. Cabello. A continuación se presenta «una determinada res historica en la poetización de las ruinas» (pág. 55). Este apartado es abordado desde tres puntos de vista:

    a) En el soneto 228, sobre la muerte de Príamo. La contraposición entre el tiempo pasado y el presente, que siempre había supuesto una sucesión, se expone de forma simultánea: Troya en llamas y cuerpo sin vida.

    b) El soneto 236 proporciona otra forma de acometer la res historica respecto a las ruinas desde la contemplación de las mismas: Mario contempla las ruinas de Cartago.

    c) En la elegía 313 «la velocidad del tiempo y de las edades en su mudanza se concentran en una reunión de etapas que van desbordándose y acaban transmitiendo la idea de un tiempo que se repite» (pág. 58).

    Bajo esta nueva óptica que propicia G. Cabello, las ruinas tematizadas en la poesía de Herrera revelan una diversidad renovada: el poeta sevillano acude a nuevas ruinas, que no son clásicas, procurando la nacionalización del tema; se convierte en precursor de Rioja al tratar Tartesos como ruina acuática; proyecta el motivo de las ruinas en el jardín, y, por último, llega a utilizar el motivo de las ruinas como un motivo accesorio.

    «La mariposa en cenizas desatada: una imagen petrarquista en la lírica áurea o el drama espiritual que se combate dentro de sí» se corresponde con el tercer capítulo y último de la primera parte de las dos que constituyen Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro. A lo largo de ciertas composiciones pertenecientes a nueve poetas, G. Cabello va configurando el tópico de la «mariposa en cenizas desatada» hasta alcanzar una conceptualización globalizadora tras la comprehensión de la multiplicidad de matices que se acumulan en la reelaboración sucesiva del tópico. El punto de partida lo constituye Petrarca en sus sonetos XIX y especialmente CXLI. Aunque ya tratado por Plinio bajo una perspectiva científica, los poetas españoles van a tener por referencia de sus composiciones el segundo poema de Petrarca en particular. De amplia recepción entre los poetas petrarquistas italianos, se caracteriza en primera instancia por la «equipolencia del enamorado con la mariposa» (pág. 67). De aquí se deriva una serie de rasgos que serán atendidos en mayor o menor medida por los imitadores: la ingenuidad, la estulticia y la inevitabilidad de la atracción de la luz-dama por el insecto-poeta. Sobre los esquemas esencializadores de los mitos de Ícaro, Faetón o Leandro, el amor es causado por una influencia externa que llega a identificarse con la muerte, la cual se acepta fatalmente e incluso se desea.

    Gutierre de Cetina es el primer poeta traído a través de su soneto «Como la simplecilla mariposa». Pese a ser tachado de traducción por J. Hazañas y la Rúa, G. Cabello sabe señalar la inexactitud de este extremo desde los propios textos, llevando a demostración práctica y probatoria opiniones en ese sentido como las de R. Lapesa o B. López Bueno. Así, «constantes en la evolución del topos a lo largo de la literatura áurea española» (pág. 71) resultan la identificación de la mariposa con el amante y la ingenuidad que ambos demuestran respecto a su objeto polarizador. Las disensiones ofrecen una variación importante: en el soneto cetiniano el motivo de la identificación aludida responde a una organización discursiva diferente, realizándose en una estructura diseminativa-recolectiva; una mayor concreción se traduce en lo que el autor denomina «innovación cosificadora» (pág. 73) al hablar de fuego / hielo frente al amor / temor de Petrarca, así como otras oposiciones: «ojos» pasionales y «candela», «fren de la region» respecto a «hielo». Mas la diferencia básica reside en un cambio de la ideología poemática, bien reseñada por G. Cabello; para Cetina, la llamada fatal del amor de Petrarca se convierte en un proceso más dilatado que favorece la introducción de la duda, el debate o la interrogación. El amor cobra así un matiz de libertad parejo al sentir del hombre renacentista.

    El soneto «Cual simple mariposa vuelvo al fuego» de Diego Hurtado de Mendoza ofrece el segundo eslabón en la cadena imitativa del soneto petrarquesco estudiada por G. Cabello. Éste, bajo la indicación de A. Prieto sobre la peculiaridad de este poeta en la recepción del Renacimiento y de la concepción del Canzoniere en función de unos parámetros de ruptura y desmitificación, advierte de una transformación más profunda del paradigma petrarquista. Se trata de «una subjetivación del topos» (pág. 76) por la que se produce un «reconocimiento del "yo"» (pág. 77); además, provoca «una especie de suicidio o anegamiento continuado en un elemento que no puede ser entendido como reposo» (pág. 77), tal se entiende en Petrarca al cifrar a la dama como meta final en la que el amante encuentra su quietud satisfecha. Efectivamente, desaparece ese «voluntarismo funerario» (pág. 78) en favor de un presentimiento de desengaño y desmitificación. Esto convierte al poeta en su intento continuo de acercamiento en una «paradoja racional» (pág. 78) que, como vislumbra certeramente el autor del estudio, apunta hacia el territorio barroco con la alusión al fénix en el último terceto.

    Góngora, con el soneto «De la ambición humana», proporciona una nueva tematización del motivo de la mariposa en llamas desatada. Aquí, bajo una fuerte influencia de Herrera y no tanto de Petrarca, como plantea claramente G. Cabello, permanece una serie de valencias como la temeridad, la fatalidad ciega, el determinismo inapelable a la muerte —Góngora matiza sobre la fragilidad de las alas en alusión patente a la trama icariana—, la glorificación del amor aunque a través de un filtro de desengaño. Por otro lado, se introduce la «prevención de la aueja breue» (pág. 99) junto al ave Fénix en una interacción entre éstos y la mariposa. Ésta aporta los rasgos de estulticia, osadía temeridad y fatalismo ciego, el Fénix la regeneración, y la abeja la prudencia, la diligencia, la elocuencia y el trabajo. Frente a la interpretación de Salcedo Coronel respecto al soneto gongorino, el autor apoya la de R. Jammes que, desde un punto de vista social, identifica «la ciega tendencia direccional de la mariposa con la de los "pretendientes" cortesanos y con la propia aspiración vivencial del poeta» (pág. 102), procurando un traslado «desde la materia amatoria al desengaño profano que afectó la última y agónica etapa del poeta» (pág. 102). A este juicio crítico se unen otros de E. Orozco y A. Carreira.

    Por último, Soto de Rojas se yergue en el postrer eslabón de la cadena tematizadora del motivo que tratamos estudiado por G. Cabello. Bajo el estigma de la perpetuación de una obra artística y poética, Soto, «mediante la traducción de un madrigal de Guarini» (pág. 104), acude a «la expresión del problema amoroso a partir de un código paradigmático conformado por motivos, expresiones e imágenes "que se transmiten de poeta en poeta sin que ninguno ose renovar o variar radicalmente"» (pág. 104). Para G. Cabello, la originalidad del madrigal de Soto reside en su inclusión en una trayectoria poemática de carácter petrarquista. Las alteraciones del esquema general de «Una farfalla cupida e vagante» son mínimas en lo que respecta al número de versos y la rima. Sin embargo, Soto, además de llamar a los ojos de la dama «tiranos» y «piadosos», se distancia de la concepción icariana del modelo para lograr la perpetuidad convirtiendo la mariposa en Fénix. La originalidad aludida acerca de la nueva significación del poema en función del entorno poemático en que se inserta lo dota de un significado abiertamente reivindicativo del amor humano en un tono fuertemente moralizante.

    «Tradición clásica y acción dramática en Cómo han de ser los amigos de Tirso de Molina» constituye el cuarto y último capítulo del libro. Abarca toda la parte segunda del mismo y se trata de un estudio inédito. G. Cabello traza, desde la conexión con pautas biográficas e históricas, con lo que esto supone de codificación ideológica y pluralidad conceptual, la trayectoria moral respecto a la amistad en Cómo han de ser los amigos, en un recurso continuado a la tópica clásica que configura el tema de la amistad. Uno de los aspectos más significativos revierte en una cuestión que este ensayo viene a alumbrar desde otra perspectiva. Frente al esquema generalizado sobre la comedia española que divide a los autores prelopescos de los posteriores en función de un criterio de orden ético inspirado en el pensamiento moral contenido en la poética de Aristóteles, G. Cabello demuestra cumplidamente en su estudio el fundamento de la obra en los tratados morales, con una recurrencia notoria a la Ética a Nicómaco  [3].

    La acción, que transcurre en una estructura tradicional tripartita, es analizada en función del motivo de la amistad, resultando una adecuación más que pertinente del método de análisis empleado. Cada personaje encarna una serie de valores que varía de uno a otro en función de su calidad o su propia ocurrencia, de forma que la amistad constituye un valor más, en contradicción con otros del mismo carácter, y a su vez con los del resto de los personajes. Si esto ya es un logro, destacado convenientemente por G. Cabello, el análisis va más lejos al hacer patente la simultaneidad y el paralelismo entre el decurso dramático y el desarrollo de esos valores en su continua conflictividad. Esto distancia mucho la obra de Tirso de cualquier tipo de alegoría, ya que la problematicidad planteada llega a tal extremo de verosimilitud que el buen desenlace de la trama tiene que venir impuesto por el rex ex machina. Según este criterio, las tres jornadas con sus respectivas escenas se reagrupan en torno a diez secuencias sucesivas dirigidas a la exaltación apoteósica del sentimiento de la amistad.

    La primera de estas secuencias es presidida por «el encuentro de los amigos» (pág. 113) (I, I-II). Desde la comunicación mutua del mal que aqueja a cada uno surge una estrategia de ayuda recíproca. Las alusiones a De amicitia de Cicerón son puestas de relieve precisamente para este momento del origen de la amistad, que G. Cabello reagrupa en tres momentos:

    1. Necesidad y carencia.

    2. Amor, más cercano a la naturaleza humana, frente al interés.

    3. Identificación de la amistad con la admiración mutua desde la virtud.

    Se resalta el carácter iniciático del proceso amistoso, «que a pesar de la igualdad de estrato social de los protagonistas, irá dando paso a un verdadero aprendizaje en la amistad» (pág. 115), estableciéndose una relación de magisterio que fluye desde Manrique a Gastón.

    En ningún momento se descuida el ámbito recepcional tan importante en la obra de teatro. El origen caballeresco y nobiliar da un carácter universal, atemporal, a la situación, al tiempo que ésta queda definida perfectamente en espacio y tiempo. El autor del ensayo descubre cómo Tirso logra «una combinación entre los principios ciceronianos sobre la amistad y la doctrina de la honra ligada al linaje propia de la escena teatral española del siglo XVII» (pág. 116), lo cual se funda, asimismo, en la doctrina aristotélica de la amistad, que traducida a la obra que nos ocupa, define la condición nobiliar de ambos. Desde que contactan, se reconocen «como portadores de un puesto social: su pertenencia a la nobleza» (pág. 117).

    Don Manrique sufre una especie de catasterización al ser encomiado por Gastón, quien lo sitúa en la cuarta esfera. El ser noble, español y amigo, son rasgos que legitiman su perfección, además de otras cualidades que lo convierten en espejo de caballeros: cortesía y valentía que lo lanzan a la fama y el valor, y justifica apelativos como Torneador o Castellano. En él se conjuga al enamorado, la interrupción trágica de la amistad y la decisión de vengar al amigo y restablecer el orden.

    En este punto, advierte G. Cabello con agudeza crítica del deslizamiento verificable en el concepto de amistad desde una postura platónica a otra aristotélica como sustento teórico del encuentro y reconocimiento en la amistad de ambos protagonistas. El neoplatonismo explica la amistad a priori homólogamente a lo que sucede con el amor, en relación con un platónico prôton philon como principio último y no causado. Esto halla una vía estrecha y rápida de relación con el linaje y sus implicaciones estamentales.

    El traslado a la concepción aristotélica se funda en el proceso de interiorización desde el reconocimiento apariencial mutuo en la clase nobiliar hacia la «circulación de los spiriti peregrini entre los dos amigos» (pág. 121), en un recurso directo a la philía aristotélica, esto es, al trato, la convivencia y el diálogo.

    El paso siguiente se concentra, siguiendo la línea accional, en el torneo de Narbona (I, III-XI). Amor se transmuta en aquello que engendra el valor en los hombres, el dios más eficaz; en este sentido no deja de ser guía clave la definición de Aristóteles de los tres tipos de amistad que certeramente trae a colación G. Cabello: la amistad útil, la deleitable y la honesta.

    Como queda explicado, Manrique configura una concepción de la amistad en torno a la utilidad. Se compromete a matar al de Tolosa en Narbona antes de su unión con Armesinda. Manrique necesita ocultar su verdadera identidad. Nada más llegar a Narbona, Manrique y Armesinda se reconocen en la unidad primera de su alma a través de la mirada. Violante, por su parte, se prenda de Gastón.

    La distinción de un primer enfrentamiento interno antes del torneo es esencial en el desarrollo de la obra: Manrique se debate entre las leyes del amor y de la amistad, cumpliendo estas últimas al tornear y matar al de Tolosa, tras lo cual, huye. La decisión de Manrique se justifica desde que la amistad, «para lo que representa dentro de un orden social de valores fijamente establecidos, significa mucho más que una mera conveniencia o utilidad. La amistad inter pares [...], es el vínculo que mantiene unido al universo, que da cohesión a la gran cadena del ser» (pág. 124). Esta idea de concordia también es rescatada desde los presupuestos aristotélicos y ciceronianos. Efectivamente, «Manrique acude al torneo sabiendo que la traición al amigo comportaría la desintegración de su entidad como caballero y un atentado imperdonable contra la legislación ética que él mismo está encargado de velar y guardar» (pág. 125). Finalmente, se resalta el empleo del emblema como síntoma de la dirección artística hacia la que apunta esta obra en aras del Barroco.

    El tercer grado lo constituye el pacto entre don Manrique y el rey de Navarra (II, I-II). Aquí se plantea una segunda prueba a la permanencia de la amistad: «La codicia de riquezas, y con ello, la ambición de honores y de gloria» (pág. 129), como también enunció Cicerón. Ahora, el hermano del de Tolosa, Guillén, quiere casarse con Armesinda, que es encerrada hasta que asienta a tal unión. Gastón ha sido malherido. Manrique propone al rey de Navarra «liberar a su amigo y a sus tierras, el condado de Fox, para luego atacar Narbona y entregársela al rey» (pág. 129). Aquí reside el máximo exponente de la amistad, pues no hay contrapartida ni promesa. Manrique se impone la obligación de liberar a su amigo en virtud de su sentimiento de amistad que lo llevará a dar su vida si fuera necesario.

    Acertadamente, trae G. Cabello la interpretación política vislumbrada en W. Jaeger en la que la amistad se inmiscuye de forma categórica en tanto «protección contra los peligros de la vida pública en los tiempos de conmociones políticas» (pág. 130). Este aserto es conectado con la reflexión que sobre la amistad y la justicia entabla Aristóteles, confirmando la exención social de aquélla, al tiempo que se restituye este sentido en el ejemplo que ofrecen Gastón y Manrique.

    Dentro de la trama argumentativa, G. Cabello entiende que el encarcelamiento de Gastón produce la ruptura de la identidad que Manrique había conseguido en su exilio, de ahí su empeño en recuperar al amigo, ahora ya circunscrito a un ámbito político y colectivo que predica un diseño estratégico con el rey de Navarra. Éste le propone adueñarse del Condado de Fox con su ejército para «fortalecer así los intereses de Aragón y España, por el carácter fronterizo de esas tierras y las permanentes pretensiones francesas» (pág. 133); a cambio, el rey obligaría al de Tolosa a que consintiera su matrimonio con Armesinda. Esta propuesta crea un conflicto en Manrique que lo tensiona hasta límites no alcanzados antes. La precisa cita de Aristóteles ilumina eficazmente el estado profundo de la relación entre el rey de Navarra y Manrique, pues descubre la imposibilidad de la amistad entre superiores e inferiores. Sin embargo, no es una cuestión de amistad la que se dirime entre ambos personajes, sino la ambigüedad y la situación conflictiva en la que se halla Manrique, encrucijada de varios códigos: del amor cortés, caballeresco, amistad, del honor y de la virtud. Especialmente se contradice su relación de vasallaje al rey y su «sentimiento real de la virtus entendida desde la profesión de la amistad» (pág. 135), oposición que se resuelve en su decisión de fidelidad. Alcanzar esta conclusión ha supuesto una ardua reflexión donde el motivo protagonista lo han constituido los límites de la amistad. Esta decisión, siempre según el autor del ensayo, supone asimilar su ubicación en «un trayecto de peregrinación» (pág. 138) cuyo objetivo se encuentra en la virtud. Así se supedita el interés social y colectivo al personal, en consonancia con la filosofía tomista.

    De forma evidente, G. Cabello establece la clave estructural y a la vez temático-social de la comedia cuando advierte que «Manrique, con su actitud, abre una brecha insalvable en esta sistematización jerarquizada, desgarrándose del conjunto "humano" para, de manera paradójica, buscar en la amistad lo que en sí es la razón última de esa sociedad: el honor y la honra» (pág. 139). Sin embargo, es pertinente también la diferenciación del caballero renacentista que nos ocupa con el héroe épico medieval o incluso con el caballero del Barroco. Manrique se caracteriza por una «actitud de heroicidad voluntarista en pos de un ideal» (pág. 140). Sin embargo, aquella actitud se alía con la actividad de un personaje que sabe desenvolverse en su mundo, de modo que tratará desde el pragmatismo, la prudencia, la discreción, lograr una solución que contente al rey y a su ideal.

    El desarrollo narrativo de la comedia conduce a la distinción de un momento de separación y enredo (II, IV-V). Si Aristóteles y Cicerón postulaban la necesidad de una serie de pruebas que certificaran la verdadera amistad, nos encontramos ante la primera prueba a la que es sometido Gastón. Violante, hermana de Armesinda, «libera a éste de su prisión y le informa sobre los sucesos acaecidos desde una perspectiva engañosa: Manrique se ha apoderado de sus tierras, el condado de Fox, y pretende a Armesinda» (pág. 141). El soneto en respuesta a este estado de cosas proferido por Gastón enuncia exclamatoriamente la cuestión de la amistad fingida sirviéndose de una alegoría fundada en la figura del perro y la golondrina.

    En este estado de cosas, se produce la venganza de don Manrique (ii, vii). Éste es enterado de la ejecución de Gastón, provocando su cólera y deseo de venganza. La proyección a momentos literarios análogos es advertida explícitamente por G. Cabello al recurrir al llanto de Aquiles por Patroclo en la Ilíada, la elegía de David por Saúl y Jonatán en el Libro de Samuel o la meditación de San Agustín por la muerte de su amigo, en sus Confesiones.

    Frente a la dicotomía muerte / resurrección, se produce la variante de la muerte / venganza, según cabe esperar del «sentimiento del honor que procura su condición nobiliar» (págs. 146-147) y del agravante que supone «la relación de igualdad sustancial y anímica» (pág. 147) inherente a la amistad.

    Don Gastón pasa a ser en palabras de G. Cabello peregrinus amicitiae (III, I-IV). Se produce el encuentro de ambos amigos: Manrique pensando que el otro ha muerto, Gastón sintiéndose traicionado en su amistad. Destaca el autor del ensayo la indumentaria con que se presenta Gastón: la vestimenta de peregrino. Se trata de un recurso iconológico que implica unos «consecuentes éticos y morales, por no hablar de religiosos» (pág. 149) que lanzan al personaje al motivo barroco de una peregrinatio vitae que adquiere el matiz y significado más preciso de una peregrinatio amicitiae: «Su destierro y búsqueda de un nuevo amigo se plantearían como intento de reconstruir la unidad de un mundo en desintegración, el mundo interior del propio Gastón, fragmentado por el dolor» (pág. 150). El engaño sufrido a su entender es representado en su discurso por los símbolos del vidrio (fragilidad y distorsión de la percepción) frente al diamante y la sombra. Asimismo, remite aquél, como bien advierte G. Cabello, a una recreación del mito platónico de la caverna.

    Al fin, la situación es abocada irremediablemente al debate entre los amigos (III, V). En el capítulo V de la tercera jornada la tensión alcanza un grado más al intervenir uno de los criados y anunciar las bodas de Manrique con Armesinda en presencia de tres reyes en Zaragoza. Allí se dirige Gastón produciéndose un encuentro que repercutirá gravemente en la devaluación de la amistad. Este encuentro es explicado en términos iconológicos por G. Cabello, revelando así todo el complejo situacional de la relación entre ambos amigos. La primera oposición se establece entre la «pintura al temple» (pág. 155) y la «pintura al óleo» (pág. 155), registrada en Calderón, El pintor de su honra. En segundo lugar, el desarrollo de un proverbio referido a la falsa lealtad del griego, que el mismo Tirso había utilizado en la jornada i. La tercera imprecación de Gastón tiene que ver con una moneda, el doblón. La interpretación se dirige hacia la doble cara de la moneda y por extensión al doble comportamiento del individuo, sancionado por Cicerón y por Aristóteles con referencia incluso a la moneda y su falsificación.

    El cuarto y último motivo iconológico que aduce Gastón trae «al oro como apariencia y al cobre como verdad» (pág. 158). De hecho, el oro simbolizaba la amistad que Gastón creía haber alcanzado frente al cobre que se encuentra. Una segunda fase del símil se funda en el «engaño alquimista» (pág. 168) por el que oro y cobre son extremos de una cadena que desde un punto de vista valorativo puede trasplantarse a una relación de amistad. De esta forma el primer encuentro sufre un proceso de inversión por el que se corresponde con la degradación de la verdad, a la que ha llegado al final de la cadena mediante el desengaño.

    La discusión acaba con la necesidad de un árbitro, el cual, según Manrique, debe ser el propio Gastón, en un intento de probar su amistad no con palabras, sino con hechos.

    El suceso que deviene a continuación es protagonizado por Manrique en un acto ejemplarizante de sacrificio (III, VII-VIII). Se produce la «necesaria evolución desde el nivel de lo privado al de lo público» (pág. 162), sin embargo, se interpone un último obstáculo antes del final feliz colectivo cuando ambos protagonistas se encuentran. Con todo, la actitud de Manrique, que G. Cabello explica como trasunto del Banquete de Platón, presta facilidad al desenlace final: «La vergüenza ante la fealdad de la acción y el deseo del honor por lo que es noble» (pág. 163). De esta manera, en la renuncia de Manrique «quedan comprometidas tanto la dimensión afectiva de la amistad como la de una ordenación política y social» (pág. 164). Renuncia a Armesinda y a los territorios para pasar a un soliloquio en el que «se cuestiona interiormente todos los factores que se han ido documentando en el texto de Aristóteles, en una sucesión de preguntas y respuestas que oscurecen gradualmente el ámbito de su yo» (pág. 165).

    Con la locura de don Manrique (III, IX-XI) se alcanza el efecto paródico sobre el amor en un diálogo sostenido por Manrique y su criado Tamayo. Aquél afirma «estar muerto y pide a su criado que le organice el entierro y los funerales» (pág. 166). Moviéndose en una esfera neoplatónica, las convicciones propias de este plano se quiebran en el inferior por medio del ridículo, en opinión rescatada de Mª P. Palomo. Como, efectivamente, recuerda G. Cabello, se trata ahora de romper la rutina petrarquesca de la tópica amorosa, y lo mismo que lo hacen Quevedo, Góngora o Lope, lo hace Tirso.

    La conclusión del conflicto se resuelve desde la enunciación del rex ex machina (III, XII-XVII). Como afirma G. Cabello, en las escenas XII a XVII se produce «una verdadera apoteosis de la amistad» (pág. 168). El duque Aymerico acepta el plan matrimonial de Manrique, que apoya el rey de Aragón. Con todo, la intervención de Armesinda recriminando a Manrique y la del rey de Castilla, que aparece de sorpresa, desmintiendo el acuerdo que Manrique había interpuesto para dejar a Armesinda en manos de Gastón, suponen la ordenación de la peripecia en loor de la amistad.

    Un aspecto insoslayable al que hay que aludir al hablar de Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro no es otro que el referido a la organización retórica que G. Cabello va delatando en los autores estudiados. En las páginas dedicadas a Quevedo y Herrera, sobre todo, queda de manifiesto cómo el empleo de la retórica sirve al mismo tiempo para su propia desestabilización, especialmente en la fase de la inventio, algo tradicionalmente no lícito pero que repercute muy positivamente en la vigencia y actualidad críticas de los puntos de vista que articulan el libro que nos ocupa.

    Finalmente, es de resaltar en este punto otro rasgo básico en la conformación de Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro, como es el de la documentación. El corpus notacional abarca todo el libro, ilustrando y justificando profusamente la multiplicidad de cuestiones y matices que asaltan la materia tratada. Mas en ningún momento la amplia erudición de que se da muestra llega a ahogar el texto en alardes gratuitos, configurándose siempre en aportaciones rigurosas y eficaces. De este modo, el ensayo crítico se convierte en juicio sólido, ya que su fundamento se apoya firmemente en la investigación más solvente, depurada a lo largo de los años, en conjunción con los estudios recientes más brillantes. Sería prácticamente imposible —y tampoco es éste el lugar— citar los estudios considerados en la elaboración de Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro, donde queda atestiguada la amplia recurrencia a grandes teóricos de la estética lo mismo que a los filólogos más reputados del ingente ámbito de la hispanística, entre los que se encuentran maestros del mismo G. Cabello: H. Wölfflin, O. Spengler, J. Burckhardt, G. R. Hocke, E. R. Curtius, O. H. Green, E. Panofsky, I. Bialostocki, J. G. Fucilla, H. Hatzfeld, E. Orozco, D. Alonso, J. M. Blecua, A. Vilanova, M. Molho, F. Lázaro Carreter, R. Lapesa, A. Quondam, J. B. Avalle Arce, A. Prieto, Mª P. Palomo, A. Egido, R. Jammes, B. Ciplijauskaité, O. Macrí, J. Lara Garrido, A. Rallo Gruss.

    Esta gravedad crítica, generalizada en todo el libro, hace de Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro una obra determinante en el estudio de los clásicos hispánicos y en buena medida actualiza de forma pertinente la ilustración que aparece en la portada bajo la doble vertiente que afecta, de un lado, a los poetas estudiados, y de otro, al autor de estos ensayos; se trata del grabado perteneciente al emblema CXXXII de Alciato [4], cuya interpretación sintetiza su inscriptio: ex litterarum studiis immortalitatem acquiri.

 

NOTAS:

[1] La referencia de Tr. J. Dadson a la labor crítica de G. Cabello resulta suficientemente locuaz en este sentido: «Especial mención merecen los excelentes trabajos de Cabello Porras, quien ha estudiado el trasfondo clásico de Soto de Rojas [1986], la influencia petrarquista [1985b] y la contemporánea de Medrano [1982], la interacción entre vida y literatura en el motivo de la Peregrinatio [1987b], y la fabulación mítica [1985a, 1987a]». Tr. J. Dadson, «Trayectoria de la poesía barroca», en Fr. Rico, Historia y crítica de la literatura española. Siglos de Oro: Barroco, Primer suplemento, por A. Egido, Crítica, Barcelona, 1992, pág. 348. Asimismo, es ampliamente citado en el apartado bibliográfico (pág. 355) y se incluye un fragmento de su estudio de 1982 (págs.375-378). Los artículos a que Dadson hace referencia en la cita reseñada son, respectivamente: «Significación y permanencia de Horacio y Tibulo en el Desengaño de amor en rimas de Pedro Soto de Rojas», Castilla, 11, 1986, págs. 81-110; «Significación y permanencia del Canzoniere de Petrarca en el Desengaño de amor en Rimas de Pedro Soto de Rojas», Revista de Investigación, IX, 1985, págs. 41-69; «Francisco de Medrano como modelo de imitación poética en la obra de Soto de Rojas», Analecta Malacitana, V, 1982, págs. 33-47; «El motivo de la Peregrinatio en Soto de Rojas: sumarización ejemplar de un itinerario en la vida y en la literatura», Analecta Malacitana, X, 1987, págs. 81-106 y 273-318; «“Ero infeliz, Leandro temerario”: La adhesión de Pedro Soto de Rojas a una fabulación mítica», Cuadernos de Investigación Filológica, XI, 1985, págs. 79-90; «Apolo y Dafne en el Desengaño de Soto de Rojas. De la eternidad del amor a la “Defensa contra el rayo ardiente”», Edad de Oro, VI, 1987, págs. 19-34.

 

[2] Francisco de Medrano, Poesía (edición coordinada por Mª L. Cerrón), Cátedra, Madrid, 1988. Las páginas donde se cita este estudio son las 164 y 231. Mª Luisa Cerrón Puga apela  también en ciertas ocasiones (págs. 164, 190, 229) al logrado estudio del mismo autor, no contenido en la miscelánea que tratamos y que referenciamos en la nota anterior con año de publicación de 1982. Este estudio aparecerá próximamente en un volumen dedicado al Desengaño de amor en Rimas, de Pedro Soto de Rojas, que publicará la Universidad de Almería en coedición con la Universidad de Málaga.

[3] Sobre este problema, vid. D. H. Darst, «La polémica entre el arte y la naturaleza en la “comedia”», en su Imitatio. Polémicas sobre la imitación en el Siglo de Oro, Orígenes, Madrid, 1985, págs. 83-106, con útil y selecta bibliografía al respecto. Al comienzo del capítulo (págs. 83-84), D. H. Darst explica: «Los del XVII no obstante, seguían acudiendo a dichas definiciones tradicionales de la comedia para defender su teatro, rechazando solamente la recién introducida definición de Aristóteles por insinuar fines éticos y morales ajenos a sus conceptos dramáticos. Este rechazo de Aristóteles era lo que separó a los nuevos dramaturgos del XVII de sus predecesores tanto como de los teóricos académicos contemporáneos».

 

[4] Andrea Alciato, Emblemas (ed. S. Sebastián, pról. A. Egido, trad. P. Pedraza), Akal, Madrid, 19932 [1985; Ausburgo, 1531], pág.172.