LA ORTOGRAFÍA EN LA PRENSA[1]

José Martínez de Sousa

Barcelona

 

    0. Introducción

    Es difícil que transcurra un solo día sin que en algún periódico o revista aparezca una carta de algún lector quejándose de las faltas de ortografía de los medios de comunicación social escritos. Algunos corresponsales llegan a mostrar hasta indignación... De un tiempo a esta parte, los periódicos, en especial los diarios, se complacen en publicar este tipo de cartas, incluso si los acusados de desidia ortográfica son ellos mismos. Esto indica, creo, cuán en serio se toma la ortografía por parte de los lectores y de los medios; estos parecen sentirse espoleados por aquellos a escribir bien, al cumplimiento de las reglas ortográficas de nuestra lengua. Se trata de algo saludable y digno de aplauso. Sin embargo, las faltas de ortografía siguen apareciendo con igual intensidad todos los días sin que, aparentemente, las admoniciones de los lectores ejerzan influencia alguna sobre los medios. ¿A qué puede deberse este fenómeno?

 

    1. Las causas de las faltas ortográficas en la prensa

    Con magnanimidad venimos achacando tradicionalmente las faltas de ortografía a las prisas que reinan en la prensa y, cuando no tenemos otra vía de escape, a los duendecillos de la imprenta. Por lo que se refiere a las prisas, en parte es cierto, y esto lo sabemos bien quienes nutrimos la fragua de la cultura escrita: sabemos que a las dificultades de la composición del mensaje, a la búsqueda de la elegancia expresiva, a la lima y corrección para conseguir un lenguaje claro y apropiado hay que añadirles la recta grafía de todas y cada una de las palabras que forman el texto. Y a veces la excesiva atención a uno de los dos aspectos redunda en detrimento del otro... En cuanto a los duendecillos de la imprenta, escrito está que no existen... Esos duendecillos se llaman Juan, Pedro, Andrés o María, Clara, Pilar, que son personas y, por lo tanto, falibles.

    Hay otras causas de errores en la prensa; por ejemplo, los personalismos en el campo de la ortografía. Puesto que nos regimos por las reglas instauradas por una institución, la Real Academia Española, cuya autoridad reconocemos, cualquier grafía que se aparte de sus normas constituye falta de ortografía. En el diario de difusión nacional El País, admirable por tantos otros conceptos, tenemos un caso clamoroso de este comportamiento: durante mucho tiempo, prácticamente hasta 1990, mantuvo la grafía *jersei (en lugar de jersey), utilizada esporádicamente incluso después de esa fecha por algunos de sus redactores. Aunque uno de los defensores del lector de la publicación llegó a decir que se trataba de una errata en su libro de estilo, sé de al menos dos personas que enviaron cartas a dicho periódico indicando que se trataba de una grafía errónea, pero no la rectificó.

    Además, no es la única disgrafía mantenida en este diario. También instauró un anglicismo ortográfico consistente en utilizar en primera instancia las comillas inglesas (" ") en vez de las latinas (« »), que en los teclados de autoedición y fotocomposición se consiguen con el mismo esfuerzo, y además componer los incisos dentro de una cita mediante el procedimiento de cerrar las comillas y volverlas a abrir después de la aclaración, a veces de forma antiestética; ejemplo:

"El procedimiento", dice, "no debe generalizarse";

esta solución ortotipográfica es absolutamente rechazable en español; nosotros escribiríamos (siguiendo el mismo modelo):

«El procedimiento —dice— no debe generalizarse».

    Cuando una palabra o sintagma dentro del entrecomillado necesita comillas, El País introduce una grafía inaceptable:

"El procedimiento", dice, "no debe ‘generalizarse";

es decir, que la palabra generalizarse va entre comillas, pero como al fin de la frase se juntarían tres signos de comillas simples (’"), lo resuelve omitiendo uno de ellos, el de cierre de la palabra generalizarse.

    El mismo diario, cuando decidió acentuar gráficamente las letras mayúsculas, renunció a ponerle tilde al título de cabecera (escrito el pais en la portada y en la última página), justificándolo por razones de estética. No parece que la grafía el país sea antiestética, pero, de desear acentuarlo, se pudo haber buscado un diseño especial para dotar a la i de un añadido parecido a una tilde, como, por ejemplo, una rayita: el paî s.

    Todavía un desafuero más: cualquier lector habitual de este diario habrá observado que en el suplemento Babelia aparece una falta de ortografía tan escandalosa como escribir con inicial mayúscula, a la inglesa, los adjetivos y sustantivos que forman parte de los títulos; por ejemplo,

«La Narrativa Contemporánea».

    La inconsistente excusa de que se trata de una forma intencionada para dotar de determinada estética a las páginas de ese suplemento no es de recibo: la estética de la página se busca de otra manera, no a costa de la grafía de los mensajes informativos, tanto más cuanto que a la vista de esta forma, inconscientemente, el lector puede considerar que esa grafía es correcta e imitable y llegar a variar sus hábitos de escritura. Dada la enorme difusión e influencia nacional e internacional de El País, tales grafías, contrarias a la tradición ortográfica y ortotipográfica española, pueden ser muy perjudiciales.

    Tiene el diario mencionado otras peculiaridades ortográficas notables. Por ejemplo, escribe, en mi opinión correctamente, Abc, y este periódico madrileño, también de difusión nacional, le responde escribiendo El país, en este caso con una falta ortográfica, puesto que tradicionalmente se han escrito con mayúscula los sustantivos y adjetivos que forman parte de un título de publicación periódica. El caso de la grafía Abc es distinto: muchos periódicos escriben el título en la cabecera con mayúsculas; por ejemplo, la vanguardia; sin embargo, cuando reproducimos ese título en otra publicación, escribimos La Vanguardia, con mayúsculas en la partícula inicial y en los sustantivos y adjetivos, pese a que en su cabecera figure la grafía con mayúsculas. Esta es una práctica internacional, pese a que tan mal les haya sentado a los periodistas o al director de turno del diario Abc.

    Debe reconocerse que existen muchas otras causas para que la escritura de la prensa no resulte tan perfecta como nos gustaría, aunque algunos de los errores a que dan lugar no sean fácilmente identificables por el grueso de los lectores. En un país como el nuestro, en el que se hablan cuatro idiomas, la situación se complica enormemente al interrelacionarse continuamente en los medios de comunicación social escritos. Por ejemplo, es un grave problema todo lo que atañe a la grafía de los antropónimos y topónimos catalanes, gallegos y vascos. El País escribe Egibar, apellido de un político vasco que, aunque el lector no lo sepa, hay que leer [egibár ]. ¿Qué leerán los lectores?: [exibár ], naturalmente, y hacen bien. En varias emisoras de televisión se escribe Karlos Arguiñano, mezclando dos códigos en un solo nombre; es obvio que, si se escribe Karlos, hemos de escribir Argiñano. Pero a sabiendas de que este apellido, así escrito, va a ser leído [arxiñáno]. Considérese algo similar en relación con las grafías toponímicas propias de otras lenguas de España, como el catalán. Por ejemplo, al escribir Girona, lo más probable es que el lector lea [xiróna] y no [yiróna], que es la pronunciación catalana.

    Hoy se presta especial atención a la grafía de las abreviaturas y de las siglas, y en este terreno se han conseguido dos adelantos notables: por un lado, suprimir el uso de abreviaturas (incluido etcétera) en la mayor parte de las publicaciones periódicas, siguiendo una feliz iniciativa de El País. Por otro, unificar la grafía de las siglas, escribiéndolas con mayúsculas y sin puntos (ONU, OTAN); ahora falta dar el paso siguiente: escribirlas con versalitas (ONU, OTAN), grafía que contribuye a equilibrar los elementos gráficos de la página sin dejar de escribirlas con mayúsculas (las versalitas, como su nombre indica, son versales del tamaño de las minúsculas).

    Hay cuestiones de la ortografía que ni siquiera tendremos ocasión de afrontar aquí, por evidente falta de espacio. Por ejemplo, todo lo relacionado con las letras mayúsculas, aspecto capital en la prensa escrita en español, precisamente por la subjetividad que influye en su empleo. Por tal causa los criterios aplicables carecen de uniformidad, no solo en la prensa, sino también en cualquier clase de escrito.

    A la unificación de criterios en la prensa contribuyen decisivamente los libros y manuales de estilo, que en España han proliferado desde los primeros años ochenta. Desde el Manual de español urgente (10ª ed., 1994), de la Agencia Efe, que sirve de faro a muchos periódicos nacionales y extranjeros («es el más antiguo de los publicados en la Comunidad de habla española», se dice en su prólogo), hasta el de El Mundo (1996), pasando por el de El País, que va ya, creo, por la 13ª edición (yo he manejado la 11ª, 1996), el de La Vanguardia (1986), el de La Voz de Galicia (1992) y el de Abc (1993). Su abundancia no va en detrimento de tal unificación, porque, en general (con pocas excepciones notables), se copian unos a otros y las diferencias en lo relativo al lenguaje y la ortografía son prácticamente nulas. No obstante, bueno sería llevar adelante el proyecto anunciado por Fernando Lázaro Carreter de redactar un solo libro de estilo para toda la prensa nacional (y mejor si pudiera ser para toda la de habla hispana).

    Con todo, no se debe ignorar que los errores ortográficos en el periodismo escrito también se deben a otras causas, como las erratas, las disgrafías y las dificultades para el dominio de las reglas de la ortografía...

 

    1.1. Las erratas

    Las erratas en la prensa han existido siempre. Tal vez más cuanto más atrás nos remontemos en el tiempo, y ello por razones obvias: los medios empleados para la composición de los textos eran muy primitivos comparados con los de ahora. Los cajistas y linotipistas cometían entonces tantos errores como los teclistas de la autoedición y fotocomposición actuales, con la desventaja de que subsanarlos resultaba mucho más lento y complejo, con posibilidades de que la operación diera lugar a la aparición de otros nuevos en la misma línea.

    Muchas veces los lectores confunden las erratas con las faltas de ortografía. Hay que distinguir: una errata, o yerro de imprenta, es una falta relacionada con el hecho físico de la escritura o composición de un texto. Se comete a medida que se compone el texto, no por ignorancia de las reglas (aspecto que no interviene aquí), sino por un fallo mecánico o fisiológico en el proceso de composición. En estos casos no se puede hablar de faltas de ortografía en sentido estricto, sino de erratas; es decir, de «disgrafías técnicas». Sin embargo, para el lector, que lo suele meter todo en el mismo saco, se trataría de faltas de ortografía y en razón de ello consideraría ignorantes a los periodistas del medio respectivo... La aparición de erratas en los textos indica desidia, descuido o, en el peor de los casos, falta de respeto al lector, el cual, al pagar el precio de la publicación, adquiere también el derecho a que sus textos estén debidamente elaborados y limpios de erratas.

    La postura ante la errata por parte de los periodistas es un factor importante en relación con la presentación de los textos periodísticos. Hay profesionales que desprecian las erratas o les conceden una importancia mínima: a la postre, no es que ignoren las reglas ortográficas —piensan o se disculpan—, sino que teclean mal. Otros las valoran adecuadamente, pero no hallan la solución para evitar que aparezcan. En realidad, no se trata de que los periodistas eviten las erratas (o gazapos, como a veces se les ha llamado, debido a la facilidad con que se escabullen): se trata, más bien, de que los editores o directores de publicaciones periódicas se convenzan de que el respeto que dicen sentir por los lectores debe traducirse en una corrección cuidadosa y suficiente de los textos que publican, para lo cual debieran contar con un equipo de profesionales de la corrección tipográfica, que son los llamados a rectificar grafías erradas y a enderezar oraciones mal construidas. Es decir, que, una vez compuesto el texto por el periodista, redactor o colaborador, ordenadas cada una de sus partes, revisado en cuanto a propiedad, claridad y elegancia por parte del compositor, debe dicho texto pasar a un profesional de los medios de comunicación escritos que tradicionalmente se ha llamado corrector tipográfico. La función del corrector tipográfico es leer atentamente las pruebas de un texto ajeno para comprobar que todas y cada una de las palabras que lo forman están bien escritas desde el punto de vista de las reglas ortográficas y tipográficas y corregir aquellas que no se ajusten a tales reglas. Por desgracia, este profesional (si es que aún queda alguno vivo) es, cada vez más, una rara avis en las empresas periodísticas, las cuales, apoyadas en los modernos medios de composición y compaginación, confían ese trabajo a los periodistas que tienen a su cargo la sección del periódico en que aparece el texto. Sin embargo, sabemos que los periodistas no son buenos correctores tipográficos, como no lo son los autores respecto de sus propios libros: comprobado está hasta la saciedad que, preocupados por el fondo de lo escrito, descuidan su forma. Las erratas tienen, así, el camino despejado para su aparición masiva y para convertir un texto interesante en una calamidad indigerible. Nada hay más enojoso que un texto lleno de erratas. «Las erratas son heridas del texto», decían los tipógrafos clásicos y así se reconocía. De hecho, son algo más: una errata puede hacer cambiar el sentido de lo escrito, aspecto muy importante en el proceso de comunicación de la información.

    Muy frecuentemente, las erratas de los periódicos se consideran como un mal menor, ya que los textos en los que aparecen son «flor de un día». Es una consideración errónea: no es cierto que un periódico pasado de fecha solo sirve para envolver bocadillos; con frecuencia se trata de un texto de referencia o consulta muy importante, y cada vez más los periódicos y revistas de calidad, o recortes de ellos, se guardan y archivan y sus textos se citan para disipar dudas y documentar usos lingüísticos. Por ejemplo, los textos de los periódicos forman parte, en los porcentajes correspondientes, de los corpus lingüísticos en que se basan los diccionarios de uso, los de lengua, los bilingües e incluso los enciclopédicos. De aquí la importancia de cuidar bien los textos que se publican en los medios informativos, ya que con ello se contribuye en medida no despreciable al desarrollo y buena presentación de los hechos culturales. ¿Cómo se podría citar, por ejemplo, uno de los «dardos en la palabra» de Fernando Lázaro Carreter, en su estado de artículo periodístico, si estuviera lleno de erratas? ¿Acaso estas no desvirtuarían la intención del autor de las disquisiciones lingüísticas que posteriormente se han reunido en libro de amplia difusión?

    En honor a la verdad, hay que decir que, si bien es cierto que siguen apareciendo erratas en la prensa española (en algunos periódicos, incluso de difusión nacional, más de las tolerables), son hoy, en general, muchas menos que hace treinta, cuarenta o cincuenta años, pese a que entonces se contaba con excelentes correctores de imprenta que se dejaban los ojos sobre las pruebas. Los elementos técnicos actuales permiten salvar muchos de los inconvenientes que existían antes. Por ejemplo, lo normal hoy en día es que el autor de un reportaje, crónica, etcétera, lo envíe al periódico en soporte informático. El archivo en que se encuentra el trabajo presenta un texto ya compuesto, de manera que basta traerlo a la pantalla para corregirlo y perfeccionarlo. Las operaciones subsiguientes no hacen más que acumular correcciones a un texto original, con lo que, cuando se decide compaginarlo, está ya preparado para su publicación (bien o mal corregido, que es cosa distinta). Los sistemas antiguos obligaban a rehacer líneas (en las linotipias), de tal manera que, corregida una errata señalada por el corrector, nadie estaba seguro de que en lugar distinto de la línea (o en el mismo incluso) no apareciera otra. Esta función, además, tenía un límite, y no es fácil que los textos se leyeran dos veces; sencillamente, porque no había tiempo. Hoy, con la autoedición y los sistemas de fotocomposición usuales en los periódicos, los trabajos son leídos cuando menos dos veces: por el autor y por el editor de la sección. Si sigue habiendo erratas es porque, como hemos dicho, ninguno de los dos es corrector profesional...

 

    1.2. Las disgrafías

    Las disgrafías o faltas de ortografía, también llamadas cacografías, son las equivocaciones que comete el escritor o periodista por insuficiente conocimiento o aplicación equivocada de las reglas de escritura de la lengua que utiliza al comunicarse con sus lectores. Las suelen cometer no solo los ignorantes, sino también los apresurados y los despreocupados. Los ignorantes escriben mal creyendo que escriben bien, razón por la cual solo conseguirán corregirse si alguien les hace ver que determinadas grafías que utilizan recurrentemente son erróneas. Los apresurados carecen de tiempo para comprobar las grafías dudosas que emplean; intuyen que tal vez aquella no es la forma correcta de escribir una determinada palabra, pero, pese a la duda, no hay tiempo para la consulta de un manual de ortografía o un diccionario. En cuanto a los despreocupados, escriben a su manera lo que tienen que escribir y esperan: a) que alguien les corrija los errores antes de que aparezcan publicados; b) si aparecen publicados, que sean mínimos, y c) en cualquier caso, que el lector no los descubra o, si los descubre, que se los perdone.

    Existe, de todas maneras, un concepto muy relajado e inexacto de lo que es una falta de ortografía. Entienden algunos que escribir *ombre es falta grave, pero que no es tan grave escribir *sinverguenza. Las cosas son exactamente al revés: según la opinión de José Polo, las más graves de las faltas de ortografía son las que se relacionan con la puntuación, seguidas de aquellas de las que se deriva un cambio fonético, como escribir *gerra o *pinguino por guerra o pingüino; les siguen en gravedad descendente la omisión de una tilde o su colocación en sílaba que no la lleva, como *medico por médico o *adecúo por adecuo (tiempo del verbo adecuar); próximas a estas están las grafías erradas cuando confunden un término con otro homófono de distinta significación, como escribir *baca cuando nos referimos al animal y no a la parte superior del automóvil; en último lugar se encuentran los cambios de una letra por otra de idéntico sonido, como *jeneral por general, o cuando se omite una letra que no suena sin que afecte a la fonética ni a la semántica, como la mencionada *ombre por hombre. Así pues, estas, que tradicionalmente se han considerado las faltas más graves, son en realidad las más leves. Son también, hay que reconocerlo, las que más escandalizan a los lectores en general. Estos dejarán pasar sin advertirlas o sin escandalizarse las faltas de puntuación (aunque a causa de ello no entiendan bien el texto en su exacto sentido), mientras que levantarán los brazos al cielo ante un cambio de una letra por otra en una palabra a la que resulta fácil devolver mentalmente su verdadera grafía. Si en un texto noticioso aparece la grafía *hanbre en un contexto relacionado con el hambre, ¿acaso no se advertirá que se trata de una simple errata debida al hecho de que en los teclados la n y la m están juntas, una a continuación de la otra? Sin embargo, es probable que esa grafía ocasional origine una airada carta de protesta al director de la publicación...

 

    1.3. Las dificultades para el dominio de las reglas de la ortografía

    Las reglas o normas de ortografía son los procedimientos que representan el uso considerado normal y general en la escritura de una lengua. La normalidad o generalidad en el uso escrito de una lengua no es siempre una elección libre e individual. Ni siquiera del conjunto de los hablantes de esa lengua. Aunque a fin de cuentas las formas del lenguaje tarde o temprano las impone la sociedad, en el campo de la ortografía estrictamente considerada, de sus normas, es, en el mundo hispanohablante, cuestión de las academias, comenzando por la Real Academia Española, con sede en Madrid.

    Ninguna ley nos obliga a escribir de una determinada manera. De hecho, podemos escribir una obra o un medio de comunicación, totalmente o en parte, con una grafía personalizada, con la única salvedad de que probablemente los lectores rechazarán una y otro porque el código de escritura del mensaje no es común a emisor y receptor. Ante riesgos de este calibre, los periodistas y autores que escriben en español aceptan de buena gana la función de la Real Academia Española, la cual toma sobre sí la responsabilidad de ordenar el sistema de normas y excepciones que rigen el lenguaje escrito, sistema al que llamamos ortografía.

    Quizá no hubiera sido necesario referirse a este apartado si las relaciones entre la escritura y la ortografía fueran todo lo coherentes que un código de esta naturaleza exige. Me temo que, por no ser así, la escritura de los textos, sean periodísticos o de cualquier otra índole, seguirá presentando dificultades. El desajuste entre fonema y grafema, el hecho de que un mismo fonema pueda representarse con más de un grafema, la abundancia de alternancias ortográficas existentes y la falta de reglas en unos casos y la oscuridad de algunas de ellas en otros hacen que la ortografía española sea injustificadamente difícil, y esta dificultad afecta a los escritos periodísticos y a cualesquiera otros.

 

    2. Problemas actuales de la ortografía

   2.1. Ortografía de la letra

    El conjunto de reglas y excepciones académicas para la recta escritura de las letras es un batiburrillo. No es fácil que alguien se aprenda y recuerde ese conjunto inflacionario de reglas y excepciones, algunas de las cuales carecen de justificación. Véase, por ejemplo, lo que sucede con la g: el apartado b, regla 2ª, del párrafo 19 (pág. 15 de la orae74) indica que se escriben con esta letra las voces que acaban en -gélico (cuatro palabras), -genario (seis palabras), -géneo (dos palabras), -génico (23 palabras), -genio (cuatro palabras), -génito (seis palabras), -gesimal (seis palabras), -gésimo (cinco palabras), -gético (ocho palabras). Si exceptuamos la terminación -génico —por la que podría valer la pena recordar que las palabras que tienen esta terminación se escriben con g—, las restantes pueden pasarse por alto: hay que recordar una regla de ocho apartados para saber cómo se escriben un conjunto de 41 palabras de un total de 87.000 que registra el drae92. En ese mismo apartado, la regla 3ª recoge terminaciones como -giénico (dos palabras), -ginal (cuatro palabras), -ígena (una palabra), -ígera (ninguna palabra, puesto que es la forma femenina de -ígero, que también entra en la norma con dos palabras). El esfuerzo que se exige solo en estas dos reglas está descompensado con los beneficios que de ellas se obtiene. Por otro lado, hay que poner al día no solo las reglas, sino también las excepciones. Por ejemplo, una regla de la g dice que se escriben con ella las palabras que acaban en -gismo, y exceptúa espejismo y salvajismo, pero deben entrar también parajismo y esparajismo.

    Entre las simplificaciones que podrían introducirse en este terreno figura la eliminación de las alternancias grafemáticas existentes; por ejemplo, en las palabras que se pueden escribir con b y con v (chabola / chavola), con g y con j (pagel / pajel), con h o sin ella (harmonía / armonía) y en casos semejantes, eliminar aquellas grafías que resulten menos apropiadas: entre b y v, eliminar las palabras que se escriben con v; entre g y j con sonido velar, eliminar las que se escriben con g; cuando una palabra se pueda escribir con h y sin ella, eliminar la que lleva h; y así en los demás casos. No creo que haya ninguna razón de orden práctico para que la Academia registre la grafía hacera...

 

    2.2. Ortografía de la sílaba

    En la división de palabras, la Academia debería suprimir la regla según la cual algunas voces pueden dividirse por sus componentes, como nos- / otros, vos- / otros, des- / amparado y otras semejantes, todas las cuales deben someterse a la regla absoluta de que las palabras se dividen por sílabas cabales (ORAE74, § 53, 1º): no- / so- / tros, vo- / so- / tros, de- / sam- / pa- / ra- / do.

    También debe establecerse la regla de que el grupo consonántico tl es indivisible a final de línea, aunque en la pronunciación ambas letras sean separables en algún caso. Asimismo, limitar el uso del guión en los gentilicios: germanosoviético, con esta grafía (y no con guión, germano-soviético), tanto puede referirse a un tratado de amistad como a un enfrentamiento armado.

    La Academia debería dejar de recomendar divisiones como al- / haraca, in- / humación, clor- / hidrato, des- / hidratar para evitar los encuentros de las letras lh, nh, rh, sh a principio de línea; igualmente se impide ello dividiendo, como mandan las normas generales de la propia Academia (por sílabas cabales; prohibición de leer in-herente), así: alha- / raca, inhu- / mación, clorhi- / drato, deshi- / dratar. Si las sílabas iniciales, antes del guión, no caben en la línea de composición, el remedio es sencillo: se pasa todo a la línea siguiente, con lo que se ahorra una división de palabra.

 

    2.3. Ortografía de la palabra

    La materia más importante de este apartado está constituida por la acentuación. A los problemas que ya arrastraba antes de 1959 (a pesar de ser el terreno en el que más y con mayor acierto ha trabajado la Academia) han venido a sumarse algunos otros derivados de ciertas decisiones tomadas en la segunda edición de la Ortografía de la Academia (ORAE74).

    De las aún llamadas nuevas normas de prosodia y ortografía de 1959 heredamos la ficción ortográfica de que el grupo vocálico ui (y también iu, ii e incluso uu, aunque la Academia no lo diga explícitamente) se consideraba siempre diptongo para la práctica de la escritura, y «solo llevará acento gráfico, que irá sobre la i, cuando lo pidan las reglas 1ª a y 3ª del § 34 [es decir, las voces agudas, como benjuí, y las esdrújulas, como cuídamela]». Esta regla, que trataba de agrupar con calzador una serie de palabras de distinta pronunciación, ha sido conculcada por la Academia en varias ocasiones. Por ejemplo, en el DRAE92 escribe cocui como alternancia de cocuy; como no es imaginable que haya una diferencia tal de pronunciación que la primera grafía haya de leerse còcui, es razonable deducir que la verdadera grafía es cocúi, con igual pronunciación que cocuy. Mutatis mutandis, lo mismo podría decirse de la pareja tipoi (antes tipoí) / tipoy. En la misma edición, la Academia registra la grafía intúito, contraviniendo lo dispuesto en la regla anteriormente mencionada en el sentido de que solo llevará acento gráfico sobre la i; aquí se lo ha puesto a la u (y es palabra llana, no esdrújula, como dice la regla mencionada). Además de las inconsecuencias que suponen estas irregularidades, lo grave de las decisiones citadas es que uno se siente inclinado a tildar cúidate, ya que probablemente la pronunciación más extendida es precisamente la que hace preponderante a la u, y así podría acentuarse también cúida, descúida, cúita, súido. Si la Academia tilda intúito, con más razón debería haber mandado acentuar los infinitivos, participios y otras formas posverbales o deverbales de los verbos acabados en -uir, puesto que tienen hiato; por ejemplo, en disminuir, disminuido, disminuimos, disminuiste, etcétera. Esto nos llevaría de nuevo a la eterna discusión, que ya parecía superada, acerca de si palabras como genuino, estatuilla, jesuita, casuista, circuito y otras tienen diptongo o hiato y si se deben tildar o no. Por supuesto, si se acentuasen estas palabras, en ningún caso se acentuarían intuito, cuida, descuida, cuita, suido, con lo que se vería de forma clara que se trata de un diptongo decreciente.

    En cualquier caso, con las normas ortográficas actuales en la mano, es incorrecta la grafía Rociíto que tanto ha empleado la prensa de todos los colores últimamente, por más que el grupo vocálico ii tenga hiato y no diptongo; también tienen hiato tiito, diita, liito y se escriben sin tilde en aplicación de la misma ficción ortográfica que se aplica a las palabras en que interviene el grupo vocálico ui. Por esta razón, mientras la Academia no cambie sus propias normas, no debe escribir, como escribe en el DRAE92, chiísmo, chiíta, sino chiismo, chiita, y tampoco intúito, sino intuito.

    Otra ficción problemática es la que se deriva de la regla enunciada en el párrafo 34, 1ªc: «La y final, aunque suena como semivocal, se considera como consonante para los efectos de la acentuación», regla que se enuncia después, en el párrafo 36b, de forma diferente: «Los vocablos agudos terminados en -ay, -ey, -oy, -uy [...] se escribirán sin tilde: taray, virrey, convoy, [...] Espeluy». Sin embargo, en la edición citada de 1974, después de haber enunciado esta doctrina, la orae añade: «Túy, bisílabo y llano, lleva tilde sobre la u». Pero ¿no habíamos quedado, según la citada norma 34, 1ªc, en que la y final, aunque suena como semivocal, se considera como consonante para los efectos de la acentuación?; y, por otro lado, ¿es realmente bisílaba la palabra Tuy? De que lo fue en una época pasada no cabe duda; de que lo sea actualmente, sí. La Academia acaba de enmarañar las ideas cuando añade, en esta regla, que también se considera consonante, a los efectos ortográficos, la u semivocal, y en la 36b añade los diptongos -au, -eu, -ou, y pone como ejemplos Aribau, Bayeu, Salou. Esta confusión ha llevado a la Academia a admitir grafías erróneas, como son, por ejemplo, carau, cauchau, llaullau, cuyas formas correctas, sin duda, deben ser caráu, caucháu, llaulláu, de la misma manera que escribe marramáu, caucáu y agnusdéi y en su tiempo escribió paipái y hoy bonsái (aunque probablemente sea por poco tiempo, hasta que la convierta en bonsay, de la misma manera que en su día convirtió paipái y samurai [sic] en paipay y samuray). El error académico en esta regla viene del hecho de que, con acierto, considera extranjeros los antropónimos y topónimos catalanes acabados en -au, -eu, -ou, como Aribau, Bayeu, Salou, pero no debe extender esa excepción a las palabras españolas con esas mismas o parecidas terminaciones, ya que en español deben tildarse las voces agudas que acaban en diptongo decreciente, como se hace con acierto en voces como marramáu, caucáu, bonsái y agnusdéi y debe hacerse, como se dice antes, con caráu, caucháu y llaulláu. La Academia nos haría un gran favor a todos si reconsiderase su doctrina y su práctica respecto de estos problemas, sin duda fuente de errores en la prensa, en los libros y en las mentes de los profesores y de los alumnos de cualquier nivel de la enseñanza, desde la primaria hasta la universitaria.

    Por sus peculiares características, y sobre todo porque el vascuence carece de acento en las palabras, debería la Academia tomar una decisión en lo relativo a antropónimos y topónimos de esa procedencia. Aunque lo parezca, no es el mismo caso que el del catalán, ya que esta lengua tiene un sistema acentual y no presenta dudas a la hora de leer sus palabras. No sucede igual con el vascuence, lengua en la que se escribe Beasain y se pronuncia normalmente Beasáin o algo parecido. Para la grafía del español, este es un problema grave que permanece irresuelto. De hecho, la Academia ni siquiera ha decidido que los antropónimos y topónimos vascos conserven en español la grafía del vascuence, lo cual ya sería una regla. Lo mismo se le podría exigir en relación con los antropónimos y topónimos de otros orígenes, como los trascritos del ruso: Andréi, Tolstói, Yeniséi, etcétera, cuando su grafía sea semejante a estas y su pronunciación aguda.

    En este mismo orden de cosas, la Academia debería rectificar otras reglas. Por ejemplo, las referidas a este, ese, aquel, con sus femeninos y plurales, de los que dice (§ 38d): «Los pronombres éste, ése, aquél, con sus femeninos y plurales, llevarán normalmente tilde, pero será lícito prescindir de ella cuando no exista riesgo de anfibología». No se entiende bien cómo se conjuga eso de que normalmente lleven tilde, pero se pueda prescindir de ella cuando no exista riesgo de anfibología. Como decía José Mejía, un excelente corrector de imprenta ya fallecido, «si esos pronombres "llevarán normalmente tilde", ¿por qué han de dejar de llevarla? Y si no existe riesgo de anfibología, ¿por qué ponerla "normalmente", puesto que la anfibología es lo menos "normal" que pueda darse?». De hecho, en la práctica se comprueba que tal riesgo no existe; y si se siguen acentuando estos pronombres, no es más que por el «fetichismo de la letra» de que hablaba Ángel Rosenblat.

    En lo que atañe a la palabra solo, considérese lo mismo: si no lleva tilde, no existe riesgo de anfibología y, en cualquier caso, el contexto, siempre presente, sirve para desambiguar cualquier situación oscura que pueda presentarse. Frases como Estuvo solo una hora en casa, si a uno se las dicen así, de sopetón y sin más preámbulos, lógicamente pueden no significar nada; pero si están rodeadas de algo más, este algo más nos indicará sin ningún género de dudas si estuvo solo, sin compañía, o si estuvo solamente una hora.

    Otra revisión que la Academia debería realizar es la tilde de la letra o cuando va entre cifras. Dice (ORAE74, § 38b) que «3 ó 4 nunca podrá tomarse por 304». Desde luego, pero 3 o 4 tampoco, y eliminamos una tilde gratuita, ya que en 304 no hay espacios y el cero (0) es distinto de la o (o). A mayor abundamiento, en este caso debe escribirse tres o cuatro.

    Consideremos también brevemente un problema de gran importancia. Me refiero a las llamadas palabras biacentuales, es decir, las que pueden pronunciarse y escribirse de dos maneras en cuanto al acento; por ejemplo, período / periodo, cónclave / conclave, cíclope / ciclope, orgía / orgia, y así hasta 113 voces en el DRAE92. Aquí, la Academia renuncia a su función normadora y prescriptiva y deja al usuario de la lengua en libertad de utilizar la forma que le parezca más oportuna. La prensa, el mundo editorial en general y el usuario agradecerían que la Academia no renunciara a esa función, sino que nos dijera cuál de las voces es más usada en general y la prefiriera, con eliminación de la otra forma.

    Otro aspecto importante de la ortografía de la palabra es el uso del guión para unir (o separar) dos términos relacionados. No es costumbre tradicional de la Academia abusar de grafías como aovado-lanceolada, que registra, pero que no tiene justificación alguna. Tampoco parecen estar justificadas caá-miní, ping-pong, astur-leonés, navarro-aragonés, judeo-español. En estos casos es mejor la grafía en un solo término sin guión, aunque para ello haya que alterarla ligeramente: caaminí, pimpón, asturleonés, navarroaragonés, judeoespañol. La propia Academia convirtió cau-cau del DRAE84 en caucáu en el DRAE92. En este ha añadido algunas más, como café-cantante y café-teatro. Sin embargo, no escribe mesa-camilla ni decreto-ley, sino mesa camilla y decreto ley. Este campo en particular merece un mayor trabajo de simplificación y unificación de criterios, puesto que aparece muy desordenado en el DRAE.

 

    2.4. Ortografía de la frase

    La ortografía de la frase comprende todo lo relativo a la estructuración del discurso, es decir, a la puntuación. Se trata, según vimos, del aspecto más grave de las faltas ortográficas, por cuanto una mala estructuración del discurso es indicio de falta de organización mental. Quien no conoce la función de los signos de puntuación no puede puntuar correctamente, de lo que se deriva un desorden en la exposición de las ideas. Las normas que da la Academia en este punto son insuficientes, pero hay que decir que su complicación o enriquecimiento no supondrían necesariamente una solución del problema. De hecho, hay ortografías no académicas que tratan estos aspectos con mayor amplitud y casuística (pienso en la obra de José Polo Ortografía y ciencia del lenguaje, 1974) y, pese a todo, ahí están los textos periodísticos, tantas veces mal puntuados. Aún no hace mucho, en un periódico provinciano había, en una misma noticia de la portada, dos casos de coma entre sujeto y verbo. Esta ignorancia es elemental. Y si estos errores aparecen actualmente, ¿pretenderemos que los diarios hagan florituras con aspectos mucho más complejos de la ortografía, como los expuestos aquí?

 

    3. Conclusión

    La ortografía de la prensa es, en general, deficiente. Para demostrar este aserto no hay más que leer cualquier periódico, incluso los que suponemos que tienen una actitud positiva con respecto a la grafía del mensaje escrito. Podríamos asegurar que si los periódicos aplicasen siquiera la ortografía académica, sin meterse en mayores honduras, la prensa sería mínimamente legible. Sin embargo, sabemos por experiencia que a las deficiencias de aplicación de la ortografía académica hay que añadirles las que arrastra este código oficial, según hemos visto anteriormente. Sumadas las dos, nos da un estado de la cuestión realmente preocupante, ya que va en detrimento de la inteligibilidad de los mensajes emitidos. Si no está en nuestra mano, sino en la de los periodistas, resolver la primera parte de tal problema, fíjense ustedes a cuántos años luz nos encontramos de resolver el segundo, que corresponde a los miembros de la Real Academia Española.

    Sin embargo, no debemos bajar la guardia, sino seguir enviando cartas a los directores de los periódicos que no presentan sus textos bien escritos, porque, como dije antes, la pulcritud y corrección de los textos periodísticos entra en el precio que pagamos por el ejemplar que adquirimos.

 

NOTAS:

[1] Este trabajo fue leído por su autor el día 24 de octubre de 1997 en el seminario «Corrección de textos en la prensa escrita», dirigido por Fernando Lázaro Carreter y celebrado en la Universidad de Salamanca entre los días 22 y 24 de octubre de 1997, con el patrocinio de la Fundación Duques de Soria.