ALGUNAS DIFICULTADES TEÓRICAS

DE LA NOCIÓN DE SIGNIFICADO

Ramón Trujillo

Universidad de La Laguna

    1. Cuestiones preliminares

    1.1. Lo que dice el diccionario

    Aunque el diccionario académico comience definiendo la semántica como «el estudio del significado de los signos lingüísticos y de sus combinaciones», no logra luego decirnos qué es —o en qué consiste— ese significado que han de estudiar los semantistas. Para empezar, la simple consulta del diccionario nos sume en un mar de dudas. Según la 3ª acepción de esta palabra, es «significación o sentido de las palabras y frases», definición que iguala significado, significación y sentido, como si realmente fueran sinónimos, cuando, entre otras cosas, significación es nada menos que el «objeto que se significa» (3ª acepción) [1]. Y no digamos nada del «significado» de sentido, que, a su vez, se define de una manera confusa, como «significado, o cada una de las distintas acepciones de las palabras» [2]. Se mezclan aquí, con el significado, cosas tan diferentes como sus sentidos o variantes semánticas, e, incluso, cualquier «objeto que se significa» mediante la palabra (esto es, las cosas «reales» denotadas en cada ocasión). No obstante, el diccionario agrega algunas acepciones «técnicas» a la definición de significado, en las que se procura eliminar la idea del «objeto significado», que pertenece a la «realidad», para sustituirlo por nociones abstractas, como conceptos, connotaciones, etc. Así, de acuerdo con la ac. 4ª, por ejemplo, es «concepto que, como tal, o asociado con determinadas connotaciones, se une al significante para constituir un signo lingüístico. En aquella asociación, pueden dominar los factores emotivos, hasta hacerse casi exclusivos como en el caso de la interjección». En todo caso, no queda clara la naturaleza de lo que se une o se asocia al significante; es decir, si se trata de un concepto o de una mezcla de conceptos y de matices de diversos tipos que se asocian a ellos.

    Ahora bien: para definir el significado como concepto habría que definir, a su vez, el término concepto, no como un simple término del habla cotidiana, sino como un objeto inequívoco e inconfundible. Mas, en este aspecto, el diccionario no nos saca de dudas, con lo cual y de acuerdo con su propia información, es imposible saber a ciencia cierta en qué consiste el significado de un signo lingüístico. Concepto es, en efecto, cosas más o menos semejantes entre sí, como «idea que concibe o forma el entendimiento» (2ª ac.), «pensamiento expresado con palabras» (3ª ac.), «sentencia, agudeza, dicho ingenioso» (4ª ac.), «opinión, juicio» (5ª ac.), o cosas tan diferentes de éstas como «crédito en que se tiene a una persona o cosa» (6ª ac.), o «aspecto, calidad, título» (7ª ac.). Pero la «semejanza» que parece darse, en especial entre las dos primeras acepciones citadas, no implica ningún tipo preciso de «comunidad conceptual», ya que no parece posible determinar de manera clara e inequívoca —como corresponde a la condición técnica de los conceptos científicos— en qué son iguales y en qué son diferentes los supuestos significados de concepto: «Idea que concibe o forma el entendimiento» y «pensamiento expresado con palabras».

 

    1.2. ¿Concepto, idea, pensamiento?

    Para empezar, la idea, según el mismo diccionario, no implica la expresión verbal [3] (lo «expresado con palabras»), ya que es el «primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de una cosa» (1ª ac.), o la «imagen o representación que del objeto percibido queda en el alma» (2ª ac.). Está claro que estas acepciones sólo se refieren a la intuición directa de las cosas y no a ninguna operación que consista en establecer tanto los caracteres comunes como los diferenciales de cualquier conjunto de seres concretos o abstractos. Sólo al definir la expresión «ideas universales», echa mano el diccionario de un concepto técnico que podría servir para interpretar aquella primera definición de concepto, formulada como «idea que concibe o forma el entendimiento», ya que esas ideas universales son «conceptos formados por abstracción, que representan en nuestra mente, reducidas a unidad común, realidades que existen en diversos seres; por ejemplo, hombre, respecto de Pedro, Juan, Antonio, etc., y así todas las especies y los géneros». Resulta llamativo, en fin, que el Diccionario no registre esta acepción de idea como una de las más usuales de la palabra concepto.

    Es evidente, sin embargo, que no es lo mismo entender el significado como el «primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de una cosa», que entenderlo, bajo la forma de conceptos universales, es decir, como «conceptos formados por abstracción, que representan en nuestra mente, reducidas a unidad común, realidades que existen en diversos seres...», etc., porque la diferencia que existe entre los objetos de estas dos definiciones es la que hay entre la intuición, que es «facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin razonamiento» [4], y la racionalización, que implica una operación abstractiva que nos coloca ante objetos que no pueden ser intuidos directamente, porque no existen como datos de la experiencia inmediata, sino como elaboraciones mentales condicionadas por la selección arbitraria de las propiedades abstractas elegidas como definidoras de una clase cualquiera de objetos reales [5].

    Ahora bien: según se aplique uno u otro de estos valores del término concepto [6] a la interpretación de la definición «técnica» de significado, «concepto que, como tal, o asociado con determinadas connotaciones, se une al significante para constituir un signo lingüístico...», se entenderán cosas que no sólo son diferentes entre sí, sino, a mi entender, contrapuestas e inconciliables. Si se aplica la acepción «intuitiva», habrá que entender por significado la «cosa» [7] que cada significante directamente sugiera, con lo que el acto de significar «se limita al simple conocimiento de una cosa» [8] en la que se reúnen la palabra propiamente dicha y «lo mentado», como un todo que el hablante no descompone ni analiza. Si, por el contrario, se aplica la definición «analítica» de concepto, que representa la descomposición del referente en rasgos (genéricos y específicos) que comparte con otros referentes, con los que, a su vez, forma una misma clase conceptual [9], habrá que entender por «significado» un objeto abstracto, formado por las propiedades, también abstractas, que definen un conjunto de entes, concebido como una unidad de «lo real», de acuerdo con criterios que de ningún modo pueden considerarse lingüísticos, sino culturales [10].

 

    2. La organización de la experiencia

    Lo primero que debe de tenerse en cuenta es que la organización de la experiencia no es lingüística, aunque sólo pueda alcanzarse o manifestarse mediante el lenguaje. Y ésta parece una verdad indiscutible, si tenemos en cuenta que una misma lengua se puede usar para representar organizaciones diferentes de la experiencia, tanto porque abarque culturas diferentes, como porque, intencionalmente, alguien modifique los supuestos de esa experiencia (es decir, las reglas por las que ésta se rige). En nuestra cultura, por ejemplo, sólo existe un paquidermo doméstico que «parece coincidir» —sólo parece— con una serie de palabras como cerdo, cochino, tocino, puerco, chancho, etc., cuando en realidad no hay más coincidencia que la de ciertos animales concretos con una clase abstracta, incluida en la especie, también abstracta, de los paquidermos (como el jabalí o el hipopótamo), que entra, a su vez, en el otro conjunto abstracto más genérico de los mamíferos. Y, sin embargo, a pesar de los vínculos que establecemos entre los seres concretos y las clases en que, bien la tradición científica, bien la popular, los ha ubicado, no hay que olvidar que esas relaciones no existen realmente más que como resultado de un criterio clasificador. Cada uno de esos paquidermos es un ser concreto y diferente de los demás de su clase abstracta, de la misma manera que cada una de esas palabras (cerdo, cochino, tocino, puerco, chancho) no es más que un miembro concreto de otras clases abstractas, como ‘palabra’ o como ‘sustantivo’, establecidas esta vez por los gramáticos.

    Una misma lengua puede relacionarse (y lo hace de una manera natural y extremadamente frecuente) con organizaciones diferentes de la experiencia, que es lo mismo que decir con «realidades» también diferentes. Un ejemplo elemental: el futuro castellano, cantaré, mantiene su identidad, invariable como valor semántico, en todo el ámbito de la lengua española, pero no se relaciona siempre con los mismos tipos de experiencia, porque la sociedad no es homogénea en relación con la percepción ni con la configuración de lo «real». El futuro, por ejemplo, que significa como acto lo que está por venir, puede no corresponderse bien con la mentalidad de un grupo social tímido o poco seguro de sí mismo, con lo cual, o no lo usa, o su uso queda restringido a «lo menos comprometido», o a lo inevitable, en tanto que se prefiere una construcción de presente prospectivo como la de «ir a + infinitivo», que sólo significa el mero propósito actual de un hacer venidero. En estas circunstancias, el futuro suele quedar relegado a la expresión de la «confianza plena» en algo que, si bien se ha cumplido ya, está aún pendiente de verificación o confirmación: «Si tú lo dices, será cierto». Sigue siendo un futuro, pero no ya un futuro «comprometido», en el que lo por venir se considera como efectivamente venido [11]. Con todo, cuando el «compromiso» es ineludible, se emplea el futuro sin más, como sucede en Cuba, donde acaso el único futuro «comprometido» que se haya usado en mucho tiempo sea el «¡venceremos!» de los revolucionarios. La lengua, pues, no es la representación de la realidad, ni la «forma» de ésta, sino un mecanismo capaz de «significarla», es decir, de entender la realidad como si ésta fuera un hecho idiomático.

    La importancia, pues, de la lengua —de cualquier lengua— consiste en que ella es el único referente posible —el único referente «estable»—, porque la realidad, que, como veremos, no es un absoluto, depende siempre de códigos sociales enormemente variables. Por ello, si hemos de hablar del significado, y éste, o es un concepto mediante el que se abstraen las «cosas reales», o es una idea o intuición directa de esas mismas «cosas reales» (es decir, el «primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de una cosa», tal como define el diccionario académico la palabra idea, definidor del término concepto, que, a su vez, lo es del término significado) [12], no nos va a quedar más remedio que averiguar primero cuál es la naturaleza de las cosas, es decir, de la «realidad», para que, a la postre, podamos decir algo más o menos claro sobre el significado, si éste es realmente algo.

 

    2.1. Significado y realidad

    Parece, pues, evidente que la cuestión del significado no puede librarse de la subordinación a eso que llamamos «realidad» y que no es otra cosa que el resultado de nuestra interpretación de los hechos que funcionan como datos primarios de la experiencia del mundo: en realidad, los hechos no existen como tales y, como pensaba Nietzsche [13], «sólo hay interpretaciones». Cada sujeto, individual o colectivo, fabrica su visión del mundo interpretando los datos de su experiencia de acuerdo con sus necesidades y apetencias. La realidad (palabra de la que Vladimir Nabokov decía que no tenía sentido sino usada entre comillas) no es, en efecto, «lo que existe», sino la organización cultural de lo que existe. Ésa es la razón de que no sea «una cosa única», es decir, el conjunto de lo que existe, sino, en cada caso, el punto de vista de cada una de las organizaciones culturales humanas: «En la medida en que la palabra "conocimiento" tiene en general sentido, el mundo es conocible: pero es interpretable de maneras diferentes; no tiene detrás de sí un sentido, sino innumerables sentidos» [14]. Sería sin duda un disparate, afirmar que no existe «el conjunto de lo que existe» [15]: lo que no existe realmente es un individuo que conozca ese conjunto desde todas las perspectivas posibles. Las nociones de realidad y de existencia son «complementarias» porque representan la voluntad del sujeto, que afirma su «yo» y, en consecuencia, las «cosas» en que cree. Para el diccionario académico, que comparte ese punto de vista «natural», la existencia define a la realidad, ya que ésta es «existencia real y efectiva de una cosa», o, simplemente, «verdad, lo que ocurre verdaderamente», si nos atenemos al texto de la 2ª acepción. Al mismo tiempo, existencia es «acto de existir» y existir, «tener una cosa ser real y verdadero», en tanto que verdad se define como «conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente». Como se ve, se trata de un callejón sin salida en el que la realidad se confunde con «lo que es verdad», y el «ser verdad», con la coincidencia entre los conceptos y las cosas, es decir, con la igualdad «mente-mundo», que es algo imposible, porque una cosa concreta, o, si se quiere, «real», sólo puede ser igual a sí misma, pero jamás a un concepto en el que queramos englobarla [16]. Lo que parece indudable es que hay tantas «realidades» como ordenaciones culturales de los datos de la experiencia, es decir, tantas normas lingüísticas [17] como normas culturales. No cabe una descripción científica, en el siglo en que vivimos, que no incluya —o que no tenga en cuenta— las consecuencias que se derivan de la relación que se establece entre el observador y los hechos observados. David Bohm, un físico de nuestros días, afirma que «ya no se puede mantener por más tiempo la división entre el observador y lo observado [...] Más bien ambos, observador y observado son aspectos emergentes e interpenetrados de una realidad total, la cual es indivisible y no analizable» [18].

    Y, sin embargo, esa realidad «en la que —como dice el diccionario [19]— coincide toda la comunidad lingüística», ha llegado a ser, para los lingüistas, la esencia última del lenguaje, o, al menos, de la significación, pese a que se trata siempre de algo que no se puede definir con criterios «objetivos», porque, como se ha visto, consiste siempre en el resultado de la interpretación. Nos encontramos sólo con interpretaciones del mundo, pero esas interpretaciones no son hechos, sino actos de voluntad: «Quienes interpretan el mundo son nuestras necesidades —afirma Nietzsche—: nuestros instintos y sus pros y sus contras». Ni siquiera se sostiene la existencia del «yo», que Descartes fundaba en el «hecho» del pensamiento. Según Nietzsche, el «pienso, luego existo» equivale a «algo es pensado: en consecuencia hay algo pensante», lo cual «significa postular ya que nuestra creencia en el concepto de substancia [20] es algo "verdadero a priori"». Para Nietzsche, el que tenga que existir «algo pensante», si algo es pensado, no es más que «una formulación de nuestra habituación gramatical, la cual le pone un autor a un hacer» [21]. Nietzsche reduce la idea cartesiana a «algo es pensado; en consecuencia hay pensamientos», que, según él, es una tautología con la que se esquiva «aquello que está en cuestión, la "realidad del pensamiento"», ya que esto sólo confirma su carácter meramente aparente, deduciendo una suposición de otra suposición: «Lo que Descartes quería —termina diciendo Nietzsche— era que el pensamiento tuviese no sólo una realidad aparente, sino una realidad en sí»: pero esa realidad no es más que algo que se confunde con la vivencia del sujeto que piensa. Realidad y sujeto son inseparables, y, este último, «algo interpretado desde nosotros, de modo que el yo es considerado como substancia, como causa de todo hacer, como autor». Creo, en fin, que Nietzsche tiene toda la razón cuando afirma que el concepto de realidad «está tomado de nuestro sentimiento del "sujeto"» [22]. ¿No parece, pues, una ingenuidad la de hablar, como hace el diccionario, de «una realidad en la que coincide toda la comunidad lingüística»; esto es, de unos referentes absolutos («una realidad en sí»), acerca de cuyos «nombres» podamos estar de acuerdo?

 

   2.2. La fragmentación de lo real

    Esa realidad en la que coincide toda la comunidad lingüística no es, en efecto, más que un conjunto de creencias o de teorías acerca de todo lo que está más allá del pensamiento, si consideramos que éste se refiere al «mundo desde el punto de vista del observador», y la realidad, al «mundo observado». Esa realidad de nuestros lingüistas no es ni siquiera, y como ya se ha dicho, un todo único y verdadero, sino el resultado de «teorías» particulares, más o menos generalizadas. «Podemos muy bien decir —afirma Bohm [23]— que una teoría es, en primer lugar, una manera de formarse una idea, es decir, una manera de mirar el mundo, y no una forma de conocimiento de lo que es el mundo». Recuerda Bohm cómo, en la Antigüedad, los hombres creían que la materia celestial era distinta de la terrena, y cómo, luego, desde Newton, ya no se trata de materias distintas, sino de las distintas maneras de caer la materia hacia diferentes campos gravitatorios. Pero, evidentemente, esas ideas que construimos acerca del mundo, esto es, «las teorías», no constituyen ninguna forma de conocimiento del mundo. Porque «si suponemos que las teorías nos dan verdadero conocimiento, que corresponde a «la realidad tal como es», tendremos que concluir que la teoría newtoniana fue verdadera hasta aproximadamente el 1900...» [24], y ésta sería una conclusión disparatada, pues sabemos que los modos de observar sólo son eso, «modos de observar» y no «hechos», por lo cual no pueden ser ni verdaderos ni falsos.

    No se puede, por ello, hablar de «una realidad en la que coincide toda la comunidad lingüística», sino, todo lo más, de una «teoría» más o menos generalizada entre los miembros de una comunidad cultural, que no tiene por qué ser «unitariamente» lingüística [25]. Pero ninguna comunidad humana tiene tampoco una sola teoría acerca de la realidad, sino un conjunto enormemente heterogéneo de ellas. Las «teorías intersubjetivas» sólo parecen homogéneas si se observan como formas de comportamiento, pero no si se examinan como «explicaciones de la percepción inmediata de la realidad». Una cosa es, por ejemplo, que todos estemos más o menos de acuerdo en comportarnos en relación con una cosa determinada «como si ésta fuera un árbol», y otra muy distinta que estemos todos de acuerdo en «dónde empieza lo real a ser ‘árbol’ y en dónde termina de serlo». Porque la «realidad», que no es más que un conjunto de interpretaciones o de teorías, se nos presenta como algo tremendamente fragmentado. «Si consideramos nuestras teorías como «descripciones directas de la realidad tal como es» —afirma Bohm [26]—, entonces trataremos inevitablemente esas diferencias y distinciones como divisiones, lo que supondrá la existencia separada de los diferentes términos elementales que aparezcan en la teoría. Esto nos conduce a la ilusión de que el mundo está realmente constituido de fragmentos separados y, como ya se ha indicado, esto nos hará actuar de tal manera que, de hecho, produciremos la verdadera fragmentación presupuesta en nuestra actitud hacia la teoría» [27]. Vemos, efectivamente, la realidad como un conjunto de cosas y de fenómenos diferentes y no somos capaces de establecer los límites entre los miembros de ese conjunto, porque la división no es real, sino el producto de nuestra interpretación; de «nuestras teorías». En efecto: tan caótica e inabarcable es esa «realidad en la que coincide toda la comunidad lingüística», que el diccionario se embrolla cada vez que tiene que definir el supuesto contenido semántico de las palabras, de suerte que nunca quedamos satisfechos con lo que nos dice, porque siempre faltará o sobrará algo que, en nuestra «particular teoría», atribuimos a esa «realidad en la que coincide toda la comunidad lingüística». La definición de denotar, de la que estamos hablando, sólo parece clara y evidente mientras que no tengamos que definir cualquier fragmento de la «realidad denotada» [28].

    Si queremos hablar de la «realidad significada» por cada palabra (o por cada texto), nadaremos siempre en la imprecisión que resulta de haber fragmentado teóricamente ese «continuo» que es una palabra o un texto, creando objetos como «significante», «significado», «denotación», «realidad en la que coincide toda la comunidad», etc. La fragmentación teórica ha llevado con facilidad a los semantistas, gramáticos y lexicógrafos, a multiplicar cada palabra y a hablar, por ejemplo, de cosas tan fantásticas como un día1 o un día2, o como un que1 o un que2, en función de las partes imaginarias de una «realidad», también fragmentada de acuerdo con cada punto de vista más o menos particular o más o menos general, y, al fin, a confundir una cosa tan clara y evidente, como la identidad de las palabras, con una cosa tan oscura y aleatoria como la naturaleza de los objetos que constituyen esa «realidad objetiva». Hay un ejemplo excepcional de esta fatal tendencia a la «fragmentación teórica»: el de la enseñanza de la estructura sintáctica reflexiva, descompuesta no sólo en una diversidad imaginaria de estructuras sintagmáticas, sino también en una serie diabólica de clases distintas de se. Creo que ésta es una de las razones del aborrecimiento que sienten los alumnos más inteligentes por nuestra Filología oficial. Pero la enfermedad que divide el «continuo semántico» de ese se en multitud de partículas de diferente naturaleza hay que buscarla en una «teoría», muy arraigada en la lingüística de todas las épocas, y de acuerdo con la cual las palabras son los representantes de las cosas: algo así como las ideas abstractas que construimos —o que podemos construir— a partir de esas cosas reales y concretas.

    La concepción del lenguaje como mecanismo sustitutivo, o, mejor, como «conformador de la realidad», es moneda común, y causante de la fragmentación progresiva y creciente que invade la explicación y descripción de los hechos lingüísticos. Si la «teoría» que domina nuestro pensamiento consiste en imaginar al lenguaje como un «conformador» o «estructurador» de la realidad, habrá que esperar, como consecuencia, que la diversidad de la percepción de lo real se eleve a la categoría de «forma», bajo la especie de «sustancia conformada» o de «materia lingüísticamente organizada». Pero debe de advertirse, antes que nada, que, desde Saussure, al menos, se acepta como verdad recibida e indiscutible que «la lengua no calca la realidad», pues «es una forma y no una sustancia», y que tal doctrina sólo es compatible con la teoría subyacente del carácter sustitutivo de los lenguajes si se acepta el truco de transformar esa realidad sustituida en «realidad elaborada por la lengua»; en «realidad conformada» por ella. Mediante esta trampa, se restablece sin peligro la vieja creencia en el carácter vicario de los lenguajes, disfrazando la «realidad bruta» bajo la apariencia de una «realidad conformada por el lenguaje» y, por tanto, perteneciente exclusivamente a la forma de una lengua determinada.

    Se confunde así lo que no son más que «interpretaciones» o «teorías acerca de la realidad», tal como las ha elaborado, al margen de cualquier lengua [29], cada pueblo, con las estructuras particulares de las diversas lenguas. Porque una cosa es que, con cada lengua, se pueda hablar de cada una de esas «teorías acerca de la realidad» y, de camino, darles nombre, uno a uno, a los objetos que la componen, y otra cosa muy distinta es que «la realidad», es decir, las interpretaciones sociales del mundo, consituyan la estructura semántica de las lenguas. Hay que tener presente, antes que nada, que no existe ninguna forma lingüística de la realidad, simplemente porque cada forma lingüística es, también, una realidad: pero no una realidad vicaria o sustitutiva, sino una realidad tan concreta como la que atribuimos a cada una de las cosas que nos rodean. La «forma de la realidad» es el conjunto de «teorías» que sostiene cada comunidad (es decir, cada «observador») acerca del «mundo observado». Por el contrario, la «forma de una lengua» no es una teoría, sino la forma misma de nuestro conocimiento: la forma única en que todo el universo puede ser pensado. Cuando hablamos, no se suceden, paralelas a las palabras que forman la cadena del discurso, las imágenes sucesivas del conjunto de las «cosas» supuestamente representadas por cada una de esas palabras. Cuando hablamos, por el contrario, es sólo la cadena discursiva lo que se representa nuestra mente y sería necesario que alguien preguntase acerca de alguna palabra o acerca de algún sonido, para que el proceso del pensamiento, que es absolutamente idiomático, se detuviese e intentase la separación entre el texto y un determinado referente suyo, que siempre resultaría no sólo confuso, sino difícil —cuando no imposible— de describir con la exactitud necesaria.

 

    3. Más fragmentación: ¿dos semánticas?

    En la bibliografía lingüística actual nos encontramos con mil semánticas —casi una por lingüista—, nacidas, aparte de la natural picaresca editorial, de dos puntos de vista radicalmente diferentes, acerca de la cuestión esencial de la función del lenguaje (no «de las funciones»). Como se ha dicho antes, la idea más generalizada acerca de la naturaleza del lenguaje tiene que ver con su pretendida condición sustitutiva. Se parte del supuesto de que la función esencial del lenguaje es la de la comunicación; es decir, de la idea de que el lenguaje es un mecanismo transmisor de información, y, dando esto por bueno sin más pruebas, se concluye que en él sólo es relevante cuanto posea esa capacidad de traspasar un determinado contenido de conciencia de la cabeza de una persona a la cabeza de otra. Porque —no se olvide— sólo podemos transmitir contenidos de conciencia, es decir, objetos que «están en nuestra mente», aunque nuestra fe en «la realidad», entendida como algo independiente, nos haga creer que están también fuera de nuestra conciencia y dotados de una existencia absoluta, ajena al punto de vista de un observador determinado. Y, de esta manera, inmersos en esa creencia, nos olvidamos de la única verdad incontestable: podemos transmitir las palabras; pero no las cosas ni los contenidos de conciencia.

    Ésa es la única conclusión razonable que puede extraerse de lo dicho: sólo se transmiten efectivamente palabras. Lo demás queda en el reino de lo hipotético; en el ámbito de la fe en esas «teorías» que tomamos por «realidades en sí». Cada vez que intentamos «ver» lo que hay detrás de las palabras, nos encontramos perdidos en el mundo confuso de «lo real en sí», que no es un mundo definido, sino el conjunto infinito de nuestras experiencias en relación con tales o cuales palabras. Basta, por ejemplo, con examinar, en el diccionario, lo que se dice del verbo dar [30], para comprobar que no se trata de «significado» alguno, sino de un conjunto de esquemas de «realidades en sí», que poco o nada tienen que ver con ese verbo, como tal verbo, sino con situaciones de experiencia, por definición indefinibles.

    Por poner un ejemplo, basta con recordar que los «definidores» de dar son, entre otros, verbos como donar, entregar, proponer, indicar, producir, etc., tan diferentes entre sí, como diferentes del «definido» dar. Las relaciones en que se funda la presencia de estos «definidores» no son relaciones que se den en ninguna lengua, sino entre situaciones «reales» absolutamente imposibles de precisar como «situaciones objetivamente definibles» [31]. Nótese que, desde la vigésima edición del diccionario académico, la vieja acepción unitaria [32], «producir, dar fruto la tierra; rentar un interés; procurar, ocasionar», se fragmenta en tres, que, por tal razón, habrá que suponer ahora como «no coincidentes»: la novena, «producir, dar fruto la tierra»; la décima, «producir, rentar un interés», y la undécima, «producir, procurar, ocasionar». Lo que ha hecho el lexicógrafo es tratar de «afinar» en las diferencias imaginables entre las situaciones que podrían ser designadas por dar: una exploración inútil porque el número de esas situaciones es infinito por definición, tratándose, como se trata, de interpretaciones [33] y no de las propiedades idiomáticas de ese verbo dar ni de las propiedades físicas de acontecimientos que, como tales, nunca podrán ser iguales entre sí.

    Ahora bien: si el lenguaje no se reduce a un mecanismo sustitutivo o transmisor, está claro que la semántica, entendida como una verdadera ciencia y no como una técnica auxiliar para construir diccionarios, no podrá tener por objeto el análisis de «lo transmitido», porque «lo transmitido» o son contenidos de conciencia, o son palabras. Por eso he dicho que caben dos semánticas: una «prelingüística», que clasifica las cosas o los conceptos, y otra «lingüística», que trata de las palabras y de los textos en tanto que tales. La primera es «simple», o, al menos, ingenua, y se propone construir abstracciones que unifiquen los contenidos de conciencia en «clases de realidad» y, en consecuencia, en formulaciones de supuestos significados. Pero esta semántica light sólo puede inventar estructuras conceptuales, como las de los llamados «campos semánticos», o servir como auxiliar en la elaboración de diccionarios, y no es, en el fondo, más que una modesta ontología, es decir, una «parte de la metafísica, que trata del ser en general y de sus propiedades», que es como define el diccionario académico esa vieja disciplina filosófica. Y, en ese sentido, puede resultar práctica, aunque no se trate en rigor de una ciencia lingüística, ya que su objetivo no es la lengua, sino el conjunto de las convenciones que componen la visión del mundo de cada colectividad: lo que se ha llamado «norma» en la tradición lingüística reciente. A esa semántica light llaman algunos «semántica posible», en oposición a una «semántica imposible», que sería la que exigiese pensamiento y reflexión. Por el contrario, una semántica verdaderamente científica, es decir, «lingüística», debe de empezar por someter a análisis sus propios datos y presupuestos, para separar lo que es lenguaje de lo que es Weltanschauung, es decir, formalización social de la experiencia. Es evidente que una semántica científica auténtica no sirve para hacer diccionarios, que no son más que los catálogos del uso de las palabras; los catálogos de los fragmentos en que creemos que la realidad se encuentra parcelada. A la semántica científica, o «lingüística», corresponde la preocupación crítica, como a cualquier otra ciencia, y no la cuestión de su aplicabilidad a menesteres con frecuencia tan sospechosos como los de la confección de diccionarios.

    No puede haber, pues, dos semánticas, una conceptual y otra lingüística, sino sólo esta última: la semántica que plantea los problemas de la significación, como instrumento del conocimiento; la que indaga más allá de las convenciones culturales con que solemos asociar las palabras. La «otra» semántica, la que yo llamo light y a la que muchos consideran como la única «posible», sólo sirve para describir el «mundo de las cosas», desde la creencia ingenua de que describen unas estructuras semánticas (que, en verdad, no son otra cosa que el aparato conceptual con que definimos y parcelamos «lo real»). Es cierto que la verdadera semántica —la semántica lingüística— no sirve para hacer diccionarios ni para construir «campos semánticos»: pero esto no se debe a que sea «imposible», sino a que lo verdaderamente imposible es la descripción científica del contenido del vocabulario (la tarea del diccionario) o la demostración de la existencia de subsistemas léxico-semánticos (los «campos semánticos»). Y no quiero decir con esto que el diccionario sea imposible —porque a la vista están—, sino que no es posible científicamente: que por muy respetable que sea un diccionario, por grande que sea su mérito, sólo será semejante al de una novela o al de un poema: cosas que no son, ni pueden ser, objeto de elaboración científica de ninguna clase. La semántica lingüística es, por otra parte, «imposible» si lo que se pretende es que produzca diccionarios o que establezca campos semánticos; pero es, al mismo tiempo, la única posible, si lo que se pretende es desarrollar una teoría acerca de la significación, que, como ya se ha dicho, es, o debe ser, una parte esencial de la teoría general del conocimiento.

 

   4. Sólo se transmiten palabras

    Ya lo he dicho antes: no se puede demostrar que, en eso que llamamos «comunicación lingüística», se transmita alguna cosa diferente de las palabras que la componen, ni que, a esas palabras, se agreguen otros elementos «invisibles» y diferentes de ellas mismas. Ése es el problema: que no se puede demostrar; de manera que lo más probable es que se trate de una más entre nuestras «teorías» acerca de las cosas. De la misma manera que dividimos la naturaleza humana en cuerpo y alma, sin que haya otra razón que la de nuestra fe en el yo, fragmentamos la palabra en significante y significado o, el texto, en forma y fondo, o en cosas por el estilo. Pero, ¿quién podría demostrar que, junto a esas palabras indiscutibles en que consiste la comunicación, existen otras entidades tan indiscutibles como inconfundibles y precisas, aunque invisibles [34]? En la descripción de las lenguas, hay que tener mucho cuidado con la tentación que nos puede llevar a imaginar objetos «invisibles» cada vez que las cosas no son como quisiéramos que fuesen: así nacen distintos que, distintos se, o cosas tan fantásticas como las estructuras profundas de los generativistas, o la visión del significado como un «querer decir», entre los sociolingüistas, que confunden lo que una lengua es con lo que se supone que los usuarios «pretenden decir» con ella en cada una de las circunstancias de uso, que, dicho sea de paso, son infinitas.

    La misma noción de «significado» alude a uno de esos «objetos invisibles», ya que no se trata nunca de algo explícito que esté en la palabra o en el texto, sino de algo que hay que suponer tras la palabra o tras el texto, sin que su naturaleza real se pueda precisar jamás en la forma inequívoca que posee el ser concreto e intuitivo de las palabras o el de los textos, que son siempre objetos evidentes, inconfundibles e invariables. Ésa es la cuestión: la palabra dar o el Quijote son objetos tan concretos como estas manos con que escribo; pero si queremos asignarles un «significado» a cualquiera de estos dos objetos idiomáticos —dar o el Quijote—, más allá de lo que intuitiva y evidentemente son [35], se nos transformará todo en un conjunto heterogéneo, contradictorio y siempre cambiante, de opiniones o de «teorías». Y que conste que no trato de decir con esto que el significado no exista, sino que, en todo caso, no es un objeto separable de las palabras o de los textos a los que se les atribuye, de manera que nunca podremos describirlo como un objeto dotado de existencia independiente, ni como el correlato de esta o de aquella palabra.

    En efecto: lo que toda palabra o lo que todo texto sugiere es siempre un contenido de conciencia y no un objeto «real» y autónomamente existente. No debemos dejarnos engañar por el hecho de que toda palabra, o todo texto, «cree» un referente en nuestra percepción del mundo, porque ese referente no pertenece al mundo, sino a su percepción, sea ésta individual o social. Nada más común que atribuirles existencia a los contenidos de conciencia, en especial, cuando constituyen percepciones socializadas, es decir, compartidas por «toda la comunidad lingüística». El acuerdo en los términos de la codificación del mundo, de la Weltanschauung, es una operación abstractiva que reduce las experiencias colectivas a «clases conceptuales» que, a su vez, se comportan como los trasuntos intelectuales de las cosas. El hombre se hace así «idealista», en el sentido de que no cree más que en los conceptos, en tanto que olvida las «cosas concretas», de una parte, y las «palabras concretas», de otra. Sin embargo y, a pesar de todo, cuando empleamos las palabras, no las reducimos a conceptos ni a cosas. Hablamos sólo con palabras y son esas palabras las que crean la única realidad a que tenemos acceso. Sólo la «deformación» que introducen los lingüistas —o los aficionados y los pedantes— cuando intentan aclarar «lo que las cosas son», confundiéndolo con «lo que las palabras son», puede provocar en los hablantes el deseo de indagar acerca de lo que «quieren decir» las palabras, esto es, acerca de las «cosas», que, de esta manera, se convierten automáticamente en conceptos, al no ser aquéllas analizables como «cada una de las cosas concretas».

    Así empleamos, por ejemplo, palabras como pájaro o como ave, con la intuición perfecta y absoluta de sus diferencias y, por tanto, sin planteárnoslas en términos de realidad o en términos conceptuales. Los problemas comienzan cuando haya que decir qué «cosa» es un pájaro o qué «cosa» es un ave, o en qué se diferencia una «cosa» de la otra, porque entonces no se tratará ya de unas palabras, sino de unas cosas, o, lo que es lo mismo, de unos conceptos que tendremos que elaborar, con todas las dificultades que esto entraña, ya que ningún concepto es la imagen de ninguna cosa, sino una «intelectualización» de las propiedades que creemos percibir en esa cosa; es decir, una reducción arbitraria de los datos procedentes de su observación, o, lo que es lo mismo, de ciertos contenidos de conciencia que, naturalmente, no están, ni pueden estar, en la «cosa».

    En efecto: saber la diferencia que hay entre pájaro y ave no es cosa de los hablantes, que se conforman con saber usar ambas palabras sin hacer más indagaciones metafísicas acerca de ellas. Las indagaciones físicas [36] son cosa de los llamados «científicos», sean éstos naturalistas o lexicógrafos: pero una cosa es una lengua, que es algo que forma parte de la naturaleza biológica del ser humano [37], tal como lo conocemos, y otra cosa muy distinta, lo que se dice o lo que se puede decir con esa lengua. Lo que sucede, en realidad, es que en la actividad idiomática normal no está nunca presente la indagación de la naturaleza de las cosas que se dicen o que se han querido decir. El naturalista, por un lado, o el lexicógrafo, por el otro, no se preguntan por las palabras, sino por la «intención» que se puede ocultar tras ellas, tanto se trate de la «intención» individual, como de la colectiva, es decir, de la que se corresponde con una determinada clasificación cultural y generalizada del mundo. Por el contrario, para las personas que hablan, lo que dicen no sólo «lo es todo», sino que no tiene más forma que la de las palabras con que lo dicen: no es posible que cada expresión que pronuncien se corresponda, en sus mentes, con cada una de esas cosas o de esas definiciones que leemos en los diccionarios. Una cosa es, en fin, la lengua vista por un «científico», profesional o aficionado [38]—que, para esto, lo mismo da—, y otra muy distinta, la lengua tal como la ven y la viven los que la usan y en tanto que la usan.

    Cuando dos personas hablan tranquilamente —y como personas— sobre los pájaros y sobre las aves, no tienen por qué estarse refiriendo necesariamente a los mismos contenidos de conciencia, cosa que sería muy difícil, si no imposible, de determinar, sino a esas dos mismas palabras, que son siempre las mismas, sea cual sea la interpretación que le dé cada uno, o la representación que se forma cada vez en cada una de sus mentes. Los seres humanos, cuando hablan, no intercambian cosas, sino palabras. Y es en las palabras donde coincide «toda la comunidad lingüística»; no en esas famosas «realidades» que nadie podría definir jamás de una manera clara e inequívoca, porque sólo tenemos de ellas intuiciones siempre cambiantes. Entre la «realidad» y la palabra, lo único que permanece estable es la palabra: podrán cambiar los referentes o la percepción que tengamos de ellos; pero nada habrá cambiado mientras que se mantenga la palabra, y todo habrá cambiado cuando desaparezca la palabra.

    Cada palabra, cada signo idiomático, representa algo así como el punto de unión —la encrucijada— de un conjunto no determinable de experiencias, y aunque esas experiencias habrán de cambiar necesaria y constantemente, siguiendo el fluir de un universo continuo y siempre en marcha, la palabra mantendrá su identidad y asegurará tanto la unidad del yo de cada hablante, como la unidad de lo que cada uno de ellos piense como real. Sabemos que la palabra, a diferencia de los objetos externos al lenguaje, exige siempre un sentido, o, si se quiere, que implica siempre una representación [39]; pero sabemos también que ese sentido, esa representación, no pertenece a la palabra ni al texto, sino al «observador», y de una manera diferente cada vez que tenga que ver con ella. Podemos hablar de significado, sin duda, pero sólo como una potencia de la palabra o del texto; nunca como una cosa que se pueda describir independientemente [40].

 

NOTAS:

[1] O, también, el «sentido de una palabra o frase», si nos atenemos al texto de la 2ª acepción.

[2] Que es la 9ª acepción de sentido.

[3] Como tampoco la implicaría el otro definidor pensamiento, si no apareciese como «pensamiento expresado con palabras», ya que este vocablo significa, de acuerdo con el diccionario académico, «potencia o facultad de pensar» o «acción y efecto de pensar», y pensar, «imaginar, considerar o discurrir», «reflexionar, examinar con cuidado una cosa para formar dictamen» (2ª ac.), o «intentar o formar ánimo de hacer una cosa» (3ª ac.). En ningún caso se alude a la posible vertebración verbal del pensamiento.

[4] Según la ac. 2ª del diccionario académico. La primera es «percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad, tal como si se tuviera a la vista».

[5] Los «definidores» que componen un concepto o definición no constituyen la «imagen verdadera» del objeto definido o abstraído, sino el conjunto de propiedades que queremos o que necesitamos que tenga ese objeto. Toda definición es la formulación de un acto de voluntad; no de un acto de conocimiento sin más.

[6] Tal como los hemos inducido de los datos que proporciona el diccionario.

[7] Esa «cosa» es siempre única e irrepetible, porque es subjetiva y carece, en consecuencia, de existencia independiente.

 [8] Recuérdese el contenido de la primera acepción de idea, según el diccionario académico: «Primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de una cosa».

 [9] La de las sillas, la de los árboles, la de los gorriones, etc.

[10] La atribución de existencia a un ente conceptual (que, en realidad, no puede existir como objeto, porque no es más que una abstracción arbitraria) responde a la necesidad social de considerar verdaderas aquellas interpretaciones de los datos de la experiencia que convienen a los intereses de cada grupo humano.

[11] A esta cuestión de los futuros dedico la totalidad del capítulo xxiv de mi libro Principios de semántica textual. Los fundamentos semánticos del análisis lingüístico, Arco / Libros, Madrid, 1996.

[12] «Concepto que, como tal, o asociado con determinadas connotaciones, se une al significante para constituir un signo lingüístico...».

[13] Cf. F. Nietzsche, «La creencia en el “yo”. El sujeto», Archipiélago, 23, invierno de 1955, págs. 88-93. Se recoge en este número una traducción de los doce fragmentos póstumos que publicaron, con este título, la hermana de Nietzsche y P. Gast.

[14] Cf. F. Nietzsche, op. cit., pág. 89.

[15] Sería disparatado negar la existencia de las «cosas»: lo que negamos es que nuestro conocimiento de las cosas sea igual a las cosas mismas.

[16] Ese concepto sería un «texto nuevo» y, por tanto, diferente de «lo definido».

[17] En relación con una sola lengua, naturalmente.

[18] Cf. D. Bohm, La totalidad y el orden implicado, Kairós, Barcelona, 1992, pág. 30.

[19] Cf. drae, s. v. denotar.

[20] Es decir, la creencia de que «lo pensado» es una substancia de la que se puede predicar la existencia.

[21] F. Nietzsche, op. cit. El subrayado es mío.

[22] F. Nietzsche, loc. cit.

[23] D. Bohm, op. cit., pág 22.

[24] D. Bohm, loc. cit., pág. 23.

[25] Las «teorías» acerca de lo real no son lingüísticas, sino sociales, y pueden, por tanto, ser compartidas por comunidades más amplias que las que se corresponden con una lengua concreta. Gran parte de la «realidad» que nos afecta a los hispanohablantes la compartimos con casi todo eso que llamamos «mundo occidental».

[26] D. Bohm, op. cit.pág. 27.

[27] El subrayado es mío. Pone Bohm el ejemplo de las teorías antiguas sobre las plagas: si son inevitables, no se puede hacer nada y, en consecuencia, las plagas aumentan y se desarrollan. Por el contrario, si, como nosotros pensamos, son evitables, las combatimos y las destruimos.

[28] Para hacerse una idea de este «caos denotativo», basta con leer lo que he escrito acerca del significado del verbo dar, en mi trabajo «Diccionario y semántica científica» (Cf. Panorama der Lexikalischen Semantik. Festschrift für Horst Geckeler, Gunter Narr Verlag, Tübingen, 1995, págs. 681-696).

[29] Las lenguas son ajenas a la organización de la realidad, es decir, a las «teorías sobre lo real» con que funcione cada comunidad humana. La historia de la cultura nos enseña que una misma lengua puede servir, sin contradicción, a visiones totalmente diferentes de la realidad.

[30] Cf. mi artículo «Semántica científica y diccionario», citado más arriba.

[31] Las «situaciones objetivamente definibles» no existen, simplemente porque son siempre interpretaciones de un observador, colectivo o individual.

[32] La acepción novena, en la edición decimonovena del diccionario académico.

[33] Como se ha dicho antes, sólo conocemos interpretaciones; no hechos. Los verdaderos hechos tendrían que cumplir la condición imposible de ser ajenos a toda «teoría» que los explicara.

[34] Quizá el término «invisible» no parezca apropiado, si se tiene en cuenta que tampoco las palabras «se ven». Cuando sugiero el carácter «visible» de las palabras o de los textos, me refiero a su existencia indiscutible como datos inmediatos de nuestra experiencia. Ahora bien: cuando hablo de «objetos invisibles», aludo sólo a las «teorías» que construimos, con frecuencia sin darnos cuenta de que no son más que «teorías» acerca de aquellos datos inmediatos.

[35] Intuición es evidencia, o, según la Academia, «facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin razonamiento».

[36] Es decir, acerca de las cosas a las que se le supone una existencia real e independiente. Uso aquí el término «físico» en el sentido de ‘lo exterior a la palabra’; pero no olvido que la palabra es, acaso, la única parte cognoscible de la «fysis».

[37] El lenguaje constituye el medio natural humano. Según F. Cordón, «el surgimiento de los primeros hombres a partir del homínido ancestral corresponde a este esquema general de la especiación, en el sentido de que una especie se diferencia efectivamente en dos grupos simpátridas, pero con la peculiaridad notable de que uno de los grupos se ha diferenciado del resto de la especie precisamente por haber adquirido una facultad (la palabra) de una eficacia tan notable que [...], no sólo va a suplantar al resto de la especie en la explotación de su medio peculiar, sino que va a irrumpir en el medio de un número creciente de especies, disputándoles sus respectivos alimentos y trastornando, en consecuencia, los equilibrios entre especies; pero, sobre todo, dejando de evolucionar frente a un medio animal [...], para hacerlo con el impulso irresistible que le permitió la constitución de un tipo nuevo de medio ya supraanimal (la sociedad humana trabada por la palabra), de modo que, en verdad, esa nueva especie, el hombre, es, por así decirlo, la especie animal cuya culminación consiste en dejar de serlo [...]». Cf. F. Cordón, La naturaleza del hombre a la luz de su origen biológico, Anthropos, Barcelona, 1981, pág. 28. Ya he hablado en otras ocasiones de este texto revelador.

[38] Una de las plagas más insufribles de nuestro tiempo la constituye esa nube de aficionados a la lingüística y, en especial, a la lexicografía, que andan viendo por todas partes usos incorrectos de las palabras, cuando no coinciden con sus particulares opiniones sobre las cosas, o, lo que es peor, con las definiciones de los diccionarios, que son «tan opiniones» como las suyas. Es ese personaje —entre periodista y «aficionado» a la lectura— el que realmente no sabe hablar, porque no sabe usar el lenguaje para lo único que éste sirve, sino para contrastarlo neciamente con las cosas o con las conclusiones de su ridícula lógica doméstica.

[39] He tratado con más extensión esta idea en los capítulos XV y XVI de mi libro Principios de semántica textual. Los fundamentos del análisis lingüístico, citado más arriba.

[40] Se me dirá que el significado ha de describirse en función de las dependencias internas de cada lengua, pero siempre volveremos a lo mismo: no se pueden describir otras dependencias que las que ve el «observador», y no las que podamos imaginar que existen «ahí y por sí mismas», porque esto sería situarse en el punto de vista de Dios, es decir, en todos los puntos de vista posibles de todos los observadores posibles.