La POÉTICA DEL NOMBRAR EN JOSÉ ANTONIO MUÑOZ ROJAS

Asunción Escribano Hernández

Universidad Pontifica de Salamanca

 

        

    En el poema «Yo sé decirte», perteneciente al libro Canciones,[1] del que se extrajo el verso que da título a la edición del Premio Reina Sofía[2] escribe José Antonio Muñoz Rojas:

 

Yo cantarte no sé.

Yo sé decirte lluvia,

o tierra, o desazón, olivo

hundiendo su raíz

en mí, mi aire

por sus ramas.

Yo sé decirte era

donde tus pensamientos trillan,

y alforja y almiar,

tejado, fuélliga.

Yo sé dentro de mí

dónde caminas.

Te digo agua,

rumor, alcaraván,

alberca, tilo.

Yo sólo sé nombrarte

con palabras que dicen

cosas que amo y que conozco:

brasero, labio

–el mismo que te nombra;

de donde no te caes–.

 

Lo demás tiene nombre.

Se dice y se nos pierde.

Lo demás tiene extensión.

Se oculta y se consume.

Lo demás tiene peso.

Vuela y nos abandona.

 

Lo tuyo no se nombra.

        

    El poema comienza con el reconocimiento de una limitación poética: «Yo cantarte no sé». Sin embargo, si concebimos la calidad poética de una obra por su desnudez, como lo hizo León Felipe cuando escribió:

 

Deshaced ese verso.

Quitadle los caireles de la rima,

el metro, la cadencia

y hasta la idea misma.

Aventad las palabras,

y si después queda algo todavía,

eso

será la poesía.[3]

 

tendremos, entonces, que situar a José Antonio Muñoz Rojas, sin duda alguna, en el territorio de la poesía. El poeta como afirma María Zambrano “no busca, sino que encuentra” y, según esta autora, «tendría que adoptar el nombre de lo que le posee»[4]. Quizá por ello, Muñoz Rojas niega su capacidad para el canto, pero afirma su palabra como un decir del alma, y nombra no desde el conocimiento racional, sino desde la verdad vital.

    Quizá tampoco es consciente nuestro poeta antequerano de que son muchos los sabios que definen el contenido de su saber por negación. No sólo aquel sabio griego cuya certeza «Yo sólo sé que no sé nada» lo situó al límite de la sabiduría absoluta, sino también otros como aquel gran tañedor del ritmo puro, que buscando al Amado escondido en los seres que le referían mil gracias de Él, experimentaba también por negación: «un no sé qué que quedan balbuciendo»[5].

    Muñoz Rojas, por su parte, no nombra movido por la técnica y la erudición, sino que lo hace alentado por la afinidad afectiva y la semejanza. Nuestro poeta consigue, de esta manera, regresar a ese estado paradisíaco y mítico en el que las cosas todavía no tenían un nombre que las separara.

    Es en el hueco que queda entre la percepción de los objetos y sus nombres donde se instala la sabiduría y la esencia de la poesía en nuestro poeta. Este reconocimiento a la fractura como lugar de encuentro verdadero con la palabra, lo comparte José Antonio Muñoz Rojas con otros escritores como José Ángel Valente, que abogaba por crear el poema en el espacio «entre el hombre y su rostro», «entre el nombre de dios y su vacío», «entre el filo y la espada», «entre la muerte y su naciente sombra»[6]. La metáfora es, en este contexto, el vehículo perfecto del prodigio, porque permite

 

captar la estructura de lo desconocido en virtud de lo ya conocido, manifestando la homogeneidad oculta de la realidad[7].

 

    En este sentido Muñoz Rojas opone al silencio de no «saber cantarte», la experiencia de saber «decirte lluvia,/ o tierra, o desazón, olivo/ hundiendo su raíz/ en mí, mi aire/ por sus ramas». El poeta se transforma así en un hacedor de milagros nombrando con palabras cercanas lo que está vivo y cerca de él física y afectivamente: lluvia, tierra, u olivo. Muñoz Rojas, habitante de un sur aceitunero, consigue en su palabra que este árbol, símbolo de la paz universal, enraíce en su interior, e intercambie con él su naturaleza de aire y ramas para siempre. Es ésta una misión que el escritor hace consciente en otro poema del libro Retornos, donde afirma:

 

Tu oficio, poeta, es contemplar,

que todo se te escriba dentro[8].

 

    Así, el poema refleja esta unidad y no distingue dónde termina el hombre y dónde empieza su palabra. «La palabra es el hombre mismo», ha dicho Octavio Paz[9]. Y Muñoz Rojas encarna en estos versos esa certeza. Versos absolutamente novedosos que no sólo ejemplifican el prodigio del nombrar poético, sino que reflejan todo el proceso cognoscitivo que el poeta experimenta ante la realidad, su comprensión y su bautizo.

    En este texto, por lo tanto, está contenida la actitud de nuestro escritor ante el mundo y las palabras. El poema, por tanto, es una evidencia de todo el proceso interior por el que Muñoz Rojas llega a la experiencia poética, donde se produce la propia transformación de quien nombra y recupera la unidad inicial en la que no hay separación entre sujeto y objeto, esa fusión del «yo», el «» y el «mundo» perfectamente reflejada en un poema de Chantal Maillard, en el que la escritora afirma lúcidamente:

 

Digo «»

y estoy diciendo «yo».

Digo «» de la misma manera

que digo «mundo» [10].

 

    Continúa Muñoz Rojas el poeta, con su proceso del nombrar, diciendo:

 

Yo sé decirte era

donde tus pensamientos trillan,

y alforja y almiar,

tejado, fuélliga.

 

    Y de nuevo toda la imaginería lírica se pone al servicio de la transmutación. El poeta llega entonces a confesar su verdadero conocimiento: «Yo sé dentro de mí/ dónde caminas». Avanza así Muñoz Rojas hasta instalar su palabra definitivamente en el terreno fértil de la metáfora como nudo que funde la mirada y lo mirado, espacio donde, en palabras de Paul Ricoeur, «se manifiesta la indistinción de lo interior y de lo exterior»,[11] única posibilidad de volver a dar la vida a las realidades desgastadas por el nombre cotidiano, que asfixia con su corsé lingüístico convencional. Metáfora que es más que nunca un símbolo que quiere recuperar su perdida unidad con lo nombrado y que busca , como ha escrito Emilio Lledó, «reunirse con el trozo perdido»[12].

    El poeta aspira, por lo tanto, a la asimilación de un tú que siente separado, y para ello dirige su mirada a los objetos que ama y que conoce, capaces de dar forma viva a ese encuentro.

 

El lenguaje poético –vuelve a decir Emilio Lledó­– se presenta como símbolo total. El sentido de esas palabras rotas en el deseo de interpretación expresa mucho más que el encuentro con unos significados compartidos en el espacio común de la lengua[13].

 

    Por ello, el poeta inventa un nuevo mundo al nombrarlo y ese tú al que se dirige Muñoz Rojas se transforma en cada uno de los objetos aludidos. Es en la estancia de la mirada interior, donde todo ocurre de nuevo. De este modo, el poeta asume la misión, como escribiera Canetti, de ser el «custodio de la metamorfosis»[14].

    Dentro y fuera son intercambiables en la poesía de nuestro escritor, por ello nombrar al tú como «agua», «rumor», «alcaraván», «alberca» o «tilo», es transustanciar su realidad en estos elementos. La metáfora aquí no es sólo una forma de enriquecer la realidad con los nuevos matices de la sustitución, sino que da la medida del milagro del mirar poético. El lenguaje es, en este sentido, una apuesta por lo no convenido, una deserción de la mirada habitual. Es una forma de conocimiento en la que no hay separación entre hombre y universo[15].

    A estas alturas del texto, José Antonio Muñoz Rojas llega a tocar su centro más acendrado y lírico, cuando escribe:

 

Yo sólo sé nombrarte

con palabras que dicen

cosas que amo y que conozco

 

reconociendo que es en el espacio del nombrar afectivo, en el hueco donde habitan los sentimientos, donde surge el auténtico nombrar, el ámbito donde se produce el verdadero conocimiento[16]. Y es aquí donde el poeta, tocando la esencia del conocer, refleja  en el uso del adverbio «sólo» su humildad, sin percibir que esa forma de nombrar que él concibe como «sólo saber nombrar», es el nombrar verdadero, el fruto de esa búsqueda de unidad y de reconciliación de la que habla Eugenio de Andrade cuando afirma que el poeta «descubre lo que otros esconden, se atreve a amar lo que otros ni siquiera son capaces de imaginar»[17]. Este escritor portugués confiesa en otro de sus textos:

 

Escribo para llevarme a la boca

el sabor de la primera

boca que besé temblando[18]

 

donde alude a ese estado de inocencia inicial no transitado todavía por el nombrar sucesivo que nos introduce en la fugacidad de lo nombrado. Eugenio de Andrade se instala, igual que lo hace Muñoz Rojas, en ese temblor inicial que supone el asombro, manantial de que se alimenta la mirada del poeta. También aquí la escritura rescata lo más verdadero de la verdad: la infancia o la palabra sacral que no se ha contaminado por una civilización en la que importa la eficacia de un lenguaje puesto al servicio del utilitarismo. Por eso, Eugenio de Andrade concluye:

 

Escribo para ascender

a las fuentes.

Y volver a nacer[19],

 

y Muñoz Rojas reconoce en uno de los textos de Consolaciones:

 

Decir es siempre hermoso.

Poder decir, cantar.

O irse por jardines

la primavera y luego

dejar la primavera

y encontrar aquel niño

que acaso fuimos. Irnos

con él, irle contando

lo que fuimos. Oírle:

Igual que yo, lo mismo [20].

 

    Muñoz Rojas sólo sabe nombrar desde la ausencia de distancia interior, desde el corazón, lugar del verdadero conocimiento en todas las tradiciones[21]. Por ello nombra al tú como «brasero» o «labio», tú que se hace tibieza y unidad con el «labio que te nombra», consiguiendo así esa fusión esperada.

 

Y quien ha alcanzado la unidad –ha escrito María Zambrano– ha alcanzado también las cosas que son, pues en cuanto que son participan de ella o en cuanto que son, son unas. Quien tiene pues la unidad lo tiene todo[22].

 

    El nombre de las cosas que se aman, por lo tanto, es el único nombre que el poeta puede decir con autenticidad. Aquél que reclama su derecho al milagro, a transformar la arbitrariedad de la palabra en un reclamo de lo invisible. En este caso, el lenguaje de la ciencia que provoca la ruptura entre las cosas a las que señala, recupera su unidad perdida, puesto que el poeta que es José Antonio Muñoz Rojas alimenta su palabra de afecto y dice así la palabra esencial que nombra por vez primera[23].

    Frente a la palabra del poeta que señala lo innombrado, en términos del propio Muñoz Rojas: «lo inexpresable en su pugna con la palabra»,[24] nuestro escritor afirma que «lo demás tiene nombre». Pero es éste un nombre arbitrario que no permanece, que muere y que se pierde al ser dicho. De manera que no consigue la cualidad fundamental de la palabra poética: la permanencia en el tiempo (cualidad que ya intuyó otro Premio Reina Sofía, José Hierro, cuando se preguntaba: «Nombraros ¿no es poseeros/ para siempre, cosas, nombres?»[25]), mientras que la extensión de lo que «tiene nombre» y su peso lo sitúan en el mundo de lo pasajero, de lo que «se oculta y se consume», y de lo material, lo que «vuela y nos abandona»[26].

    El verso final del poema, «Lo tuyo no se nombra», resume en cinco palabras de una densidad lírica absoluta toda la cosmovisión poética de Muñoz Rojas y refleja, perfectamente, lo que acabamos de exponer. Frente al decir convencional de la palabra arbitraria que se dice, se consume y acaba abandonándonos con su vuelo, el decir poético y metafórico, que siembra dentro del corazón su huella y alimenta de afectos su palabra, permanece eterno y restaura la unidad de lo que vive[27]. Lo ha escrito el propio autor en uno de sus versos más hermosos y con sus palabras quiero acabar esta reflexión sobre su poética: «no hay sitio para nada que el amor no proclame»[28].

 

NOTAS
 

[1] J. A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), Yo sólo sé nombrarte, Ediciones Universidad de Salamanca,  Salamanca, 2002, págs. 93-94.

[2] J. A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), loc. cit.

[3] L. Felipe, Nueva antología rota, Finisterre, México, 1974, pág. 13.

[4] M. Zambrano, Filosofía y poesía, FCE,  México, 1996, pág. 63.

[5] S. J. de la Cruz, Cántico espiritual. Poesías, Alambra, Madrid, pág. 365.

[6] J. A. Valente, Obra completa 1. Punto cero (1953-1976), Alianza, Madrid, 1999, pág. 393. O como B. Prado, quien también ha intuido esta certeza cuando escribe: «La poesía es todo/ lo que hay entre un disparo y el animal herido». Ecuador, Hiperión, Madrid, 2002, pág. 77.

[7] Concepción de la metáfora aristotélica recogida por E. de Bustos, La metáfora, FCE, Madrid, 2000, pág. 49. También Nietzsche, en la misma línea afirma que «no existe ninguna expresión 'real' y ningún conocimiento independiente de la metáfora», loc. cit., pág., 57.

[8] J. A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), op. cit., pág. 235.

[9] O. Paz,  El arco y la lira, FCE, México, 1997, pág. 30.

[10] Ch. Maillard, Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998, Pre-Textos, Valencia, 2001, pág. 37. También M. Zambrano considera que «el poeta se abre a todas las cosas, se ofrece íntegramente sin ofrecer resistencia a nada, quedándose vacío y quieto para que todas las criaturas aniden en él; se convierte en simple lugar vacío donde lo que necesita asentarse y vaga sin lugar, encuentre el suyo y se pose». Pensamiento y poesía en la vida española, Endimión, Madrid, 1996, pág. 48.

[11] P. Ricoeur, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1080, pág. 331.

[12] E. Lledó, «Lenguaje, poesía y amor», La Vanguardia, 30 de julio 1999, pág. 6.

[13] E. Lledó, loc. cit. pág. 7.

[14] G. Abril, Presunciones II, Junta de Castilla y León, Valladolid, 2003, pág. 72.

[15] Así lo entiende María Zambrano cuando escribe que «por el conocimiento poético el hombre no se separa jamás del universo y conservando intacta su intimidad, participa de todo, es miembro del universo, de la naturaleza, de lo humano y aun más allá de él». Pensamiento y poesía en la vida española, pág. 50.

[16] «El poeta, por amor, posee algo más que el universo, se posee a sí mismo fuera de sí». Ch. Maillard, La creación por la metáfora, Anthropos, Barcelona, 1992, pág. 40.

[17] E. de Andrade, Todo el oro de día, Pre-Textos, Valencia, 2001, pág. 17.

[18] E. de Andrade, Los surcos de la sed, Calambur/Editora regional de Extremadura, Madrid, 2001, pág. 61.

[19] E. de Andrade, loc. cit., pág. 61.

[20] J.A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), op. cit., pág. 215.

[21] «En la  doctrina tradicional, el corazón es el verdadero asiento de la inteligencia», en J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos, Labor, Barcelona, 1979, pág. 145. En esta misma línea, véase también la entrada «corazón» en E. Ancilli, Diccionario de espiritualidad, Herder, Barcelona, 1987, pág. 187.

[22] M. Zambrano, Filosofía y poesía,  pág. 20.

[23] «El poeta, al decir la palabra esencial, nombra con esta denominación, por primera vez, al ente por lo que es y así es conocido como ente». M. Heidegger, Arte y poesía, FCE, Madrid, 1999, pág. 137.

[24] J. A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), op. cit., pág. 276.

[25] J. Hierro, Antología poética, Espasa Calpe, Madrid, 1993, pág. 208

[26] En la misma dirección, M. V. Atencia, otra andaluza universal, ha un poema titulado «La palabra», en el que dice: «La palabra agotada por su uso,/ su propio peso exhausto, su medida,/ alza de nuevo su antigua dimensión y viene/ -aspiración apenas- a  mi lápiz,/ tan transitoria y leve/ como el amor, en la memoria/ atosigada por su desmesura». El hueco, Tusquets, Madrid, 2003, pág. 33.

[27] H. A. Murena, La metáfora y lo sagrado, Laia, Barcelona, 1984, pág. 55.

[28] J. A. Muñoz Rojas y A. Escribano (eds.), op. cit., pág. 104.