RECENSIONES

 

SUMARIO

Miguel de Cervantes, Obra Completa (ed. de F. Sevilla Arroyo y A. Rey Hazas) (E. Garcés); E. Fernández Tejero (trad. y ed.), El cantar más bello (G. Fernández Ariza); Mª Azucena Penas, Análisis lingüístico-semántico del lenguaje del «Gracioso» en algunas comedias de Lope de Vega; El lenguaje dramático de Lope de Vega (C. Valcárcel); Javier Huerta Calvo, El mundo de la risa. Estudios sobre el teatro breve y la comicidad en los Siglos de Oro (I. Moreno García); Francisco Mariano Nipho, Idea Política y cristiana para reformar el actual teatro de España y conducirle en pocos años al estado de perfección que desea el Magistrado y pueda constituirse por modelo de todos los de Europa (ed. de Ch. España y pról. de L. Domergue) (S. Medina); L. de Santiago Guervós (ed.), Nietzsche y la polémica sobre el nacimiento de la tragedia (S. Medina); Ignacio González-Varas Ibáñez, La catedral de Sevilla (1881–1900). El debate sobre la restauración monumental (E. Navas Martín); Mª Isabel Jiménez Morales, La literatura costumbrista en la Málaga del siglo XIX (Un capítulo del costumbrismo español) (C. V. Martín); Cristóbal Cuevas García (ed.), Juan Valera. Creación y crítica (C. J. Duarte); Amparo Quiles Faz, Málaga y sus gentes en el siglo XIX. Retratos literarios de una época (J. González Ruiz); Adela Ginés y Ortiz, Apuntes para un álbum del bello sexo. Tipos y caracteres de mujer (ed. de Mª I. Jiménez Morales) (J. González Ruiz); F. J. Díez de Revenga (ed.), Poesía española de vanguardia (19181936) (C. J. Duarte); Juan Cano Ballesta, La poesía española entre pureza y revolución (19201936) (A. Marchant); Manuel Antonio Arango, Símbolo y simbología en la obra   de Federico García Lorca (C. J. Duarte); Jorge Guillén, Los grandes poemas de Aire Nuestro (ed. de A. Gómez Yebra) (A. Marchant); H. Bunge (ed.) Una vida con Brecht. Recuerdos de Ruth Berlau (E. Gago Sánchez); Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad (B. Molina).                       

 

Publicadas en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 322-357.

Miguel de Cervantes, Obra Completa (ed. de F. Sevilla Arroyo y A. Rey Hazas), Alianza, Madrid, 1996. 21 vols. 1. La Galatea, LII + 443 págs. y disquete 3,5; HD. 2. El trato de Argel, XLIX + 175 págs. y disquete 3,5; HD. 3. La Numancia, XLIV + 182 y disquete 3,5; HD

   Queremos aprovechar esta ocasión para dar la bienvenida a una nueva serie de Alianza Editorial, Cervantes completo, en la línea de formato y precios de Alianza Bolsillo. Pretende reunir la producción literaria de Cervantes en su totalidad, con la ventaja de ofertarse en volúmenes independientes.

    Aunque resulte difícil de creer, no había muchas posibilidades de conseguir la obra completa de Cervantes en una edición crítica. Tan sólo la clásica de A. Valbuena Prat en Aguilar que en 1986 sacaba a la luz su décimoctava; y la no menos conocida de F. Ynduráin, editada en 1962 para la Biblioteca de Autores Españoles. Sin embargo, gracias al Centro de Estudios Cervantinos, los dos editores han compilado desde el pasado año la presente obra, que ahora se pone al alcance de mayor cantidad de público debido a la colaboración con Alianza Editorial.

    Es una edición crítica común: con una pequeña introducción, criterios de edición, tabla de abreviaturas, bibliografía y notas a pie de página.

    Sin embargo, la presente tiene una novedad muy digna de reseñar. Además del libro en soporte de papel, se ofrecen a la vez, y sin aumento de precio, los textos cervantinos en soporte informático: disquete 3,5; HD. Al estar archivado en formato MS-DOS (ASCII), es posible leerlo desde cualquier pc que tenga dicho sistema operativo, independientemente del programa procesador de textos que utilice cada lector. Este doble formato al alcance de cualquier usuario de PC, abre muchas oportunidades al deleite de la lectura, y no digamos, posibilidades a la investigación para los amantes de los textos. Este caso práctico en el mercado rompe el maniqueísmo teórico de los defensores de uno u otro soporte. Por supuesto que el informático no tiene por qué desbancar al tradicional en papel, pero sin duda lo enriquece en gran manera. Estudio de estructuras sintácticas, análisis de terminaciones morfológicas, rimas, agrupaciones de campos semánticos, un acercamiento maravilloso al texto impensable hace tan sólo unos años para los investigadores. Pero también para la didáctica de la literatura, un acercamiento de la materia a un mundo donde los niños se mueven mejor que nadie. Por ejemplo, el adolescente puede buscar los más de cuatrocientos contextos en que aparece la palabra «amor» en el libro de La Galatea, así como sus derivados.

    Esta reseña se va a referir sólo a los tres primeros volúmenes que se han editado este año.

    En la introducción los editores pretenden poner el énfasis en lo que Cervantes tiene de excepcional dentro de la producción del género en el momento, pues pretenden demostrar, y lo consiguen, el ánimo siempre innovador del incipiente autor de estos libros. De esta manera en La Galatea, se detienen en exponer lo que entra y lo que no entra dentro del género de la novela pastoril. En La Numancia, dedican un epígrafe a «Género e impulso creador», donde colocan los logros personales de la obra frente a la tragedia senequista al uso. Y en El trato de Argel, donde más claramente encabezan una parte de la introducción: «Aportaciones cervantinas: género de Los tratos de Argel», defienden nuevas aportaciones concretas del autor a la formación del teatro. Además no falta la situación de la obra en el momento biográfico del escritor, pues están convencidos de que uno de los grandes logros del autor es la imbricación de vida y literatura. Un comentario de la estructura de la obra y su significación termina cada introducción. Hay un enfoque coherente en los tres libros, destacándose ya la defensa de la libertad, el idealismo y un nacionalismo castellanista. Son dignas de alabanza también, las menciones a las opiniones de otros críticos, desde las ya clásicas hasta las últimas editadas, ya sea para apoyar sus teorías, ya sea para discutirlas o rebatirlas.

    En los criterios de edición también tenemos una gran aportación, especialmente en el caso de las dos obras de teatro. De las dos se conservan tan sólo un manuscrito en la Biblioteca Nacional y otro en la Hispanic Society de Nueva York, transcrito por A. de Sancha con fecha 1784. Para La Numancia toman como texto base para la anotación la copia de Sancha, pero al final transcriben también el ms. 15.000 de la Biblioteca Nacional, señalando en negrita las diferencias entre uno y otro. De esta manera el lector tiene en sus manos todo el material textual existente sobre esta tragedia. Lo mismo ocurre en El trato de Argel, sólo que en este caso los editores se decantan por elegir como texto base el ms. 14.630 de la Biblioteca Nacional y después publican el texto de Sancha con los mismos criterios.

    En cuanto a las notas a pie de página pretenden ser variadas y más prácticas que eruditas. Parece casi inevitable, al hacer una edición crítica, que el lector encuentre algunas innecesarias y otras ausentes en el cómputo total de las notas, siempre en aras de la funcionalidad; pero, en general, nos parece especialmente interesante el esfuerzo que hacen los editores por anotar el léxico no sólo en referencia a los instrumenta clásicos, léase Diccionario de Autoridades o Tesoro de la lengua castellana, que por supuesto también son tenidos en cuenta, sino la continua confrontación del uso del léxico con las otras obras cervantinas, así como otras coetáneas a nuestro insigne autor. Clarísimo hincapié hacen en la relación de La Galatea con Garcilaso. De esta forma, la edición se hace mucho más importante como aportación fundamental al verdadero uso del léxico en la época áurea.

    La lista de abreviaturas convierte en más cómoda la incesante alusión a otras obras del mismo autor, si acaso una objeción sería que están citadas no por la paginación de la presente edición, sino por la anterior de los mismos autores en el Centro de Estudios Cervantinos. Este problema queda subsanado gracias al soporte informático, donde podemos buscar de una manera muy cómoda todas las referencias comparativas de la obra completa cervantina.

    Por último, una bibliografía selecta de textos y estudios termina cada introducción.

    No nos queda más que esperar impacientes la aparición de los otros volúmenes en breve espacio de tiempo, que nos dará el placer a muchos de tener a todo Cervantes en casa, en edición crítica, a precios asequibles, y con la novedad de poder pasear en el ordenador por los textos del genio de la literatura española. 

E. Garcés

 

El cantar más bello (trad. y comentario de E. Fernández Tejero), Trotta, Madrid, 1995, 111 págs. 

    En su segunda edición (la primera en 1994) aparece un nuevo libro sobre el Cantar de los cantares, un estudio que aborda la obra desde una triple perspectiva: la primera, El Texto, consiste en una nueva versión española del original hebreo, «siguiéndose para la determinación de los versos las pautas de cantilación fijadas por los masoretas tiberienses»; la segunda, La Crítica, es una revisión de las diversas interpretaciones del Cantar a través de los siglos; la tercera, con un título sugerente, Ven conmigo, es un comentario integrador de lo existente y abierto al impulso de la propia imaginación.

    Los 117 versículos de la Biblia (Cantar de cantares de Salomón) han sido objeto de interpretaciones y comentarios de muy distinto signo, con dos cuestiones, siempre revisables, la datación y la autoría, y dos sentidos, el alegórico y el literal. Dos formas de pensar las bellas palabras de un texto, aún rico y enigmático.

    En el presente libro se traza un extenso itinerario, que va desde el siglo X a. C. hasta el siglo XX. Desde la época del sabio rey, «gran amante y compositor», hasta nuestros días. La crítica lo atribuyó al monarca y ese hecho fue decisivo para la suerte del poema, puesto que, en el siglo I, cuando los rabinos cerraron el Canon de las Escrituras, pasaría a formar parte de los libros sagrados. Así, según la interpretación alegórica, el amado y la amada quedaron identificados con el Dios de Israel y su pueblo; la simbología esposo / esposa fue un tópico de los profetas, que identificaron «las fases del amor, abandono, adulterio y reconciliación, con las tortuosas relaciones de Yahwek e Israel a lo largo de la historia». Pero, ya en los siglos I y II d. C., rabí Aqiba daba constancia de que se cantaban en las tabernas aquellos versos: «Son mejores que el vino tus caricas». Hecho que queda explicado por la capacidad para la versificación y el canto del pueblo de Israel en todo tipo de circunstancias, tal y como se advierte en el Antiguo Testamento.

    La datación ha sido analizada atendiendo a los rasgos lingüísticos (grecismos, arcaísmos procedentes del ugarítico, etc.) y se abre en un amplio periodo de diez siglos e incluso se propone una posible composición con materiales de diversas épocas.

    En cuanto a las dos interpretaciones (literal y alegórica) se han mantenido en el tiempo; la segunda predominó en la tradición religiosa judía y cristiana, aunque cada periodo histórico ha hecho su propia lectura: con Orígenes, el gran exégeta del Cantar, el sentido alegórico se enriqueció y se fijó en el cristianismo, siendo Jerónimo el introductor de la lectura alegórica en Occidente. Los intentos de seguir la letra del Cantar fueron, a veces, condenados (Concilio de Constantinopla, año 550) y sería en el siglo XVIII cuando el racionalismo rechazó la interpretación alegórica. Ya en el siglo XIX habrá nuevos matices, considerándose el texto con una estructura dramatizada o como relato de sueños, así como también conjunto de canciones nupciales (K. Budde); en el siglo XX surgen otras teorías, con planteamientos que lo contemplan en conexión con otras culturas o proponiendo la interpretación cúltica, es decir, letanías asociadas al rito de las estaciones; se vuelve a la interpretación alegórica (R. Tourney), e incluso se sugiere la idea de un canto de amor como rito funerario (R. Pope).

    La tercera parte del libro, Ven conmigo, presenta una nueva mirada sobre el Cantar: «Ejemplo magnífico de la expresión poética amorosa es el texto del Cantar de los cantares». Desde esa primera advertencia, siguiendo el orden de los capítulos y versículos, la autora han elegido la poesía como pauta, ofreciendo así las claves explicativas de los misteriosos sentidos del Cantar. Con Fray Luis de León se abre el camino, lugar de encuentro de los versos de grandes poetas con la tradición bíblica. En esa confluencia los versículos del Cantar, iluminados por sus propios reflejos, recobran un significado, que es expresión directa de la palabra, de aquella «sagrada» palabra, nacida del sentimiento amoroso, y que, en el correr del tiempo, reverberó para ser de nuevo forma ejemplar de la seducción. Y así, aquel comienzo, espontáneo y sensual («Bésame con esos besos tuyos / son mejores que el vino tus caricias»), sería una fórmula de gran vigencia en la poesía amorosa posterior: Pablo Neruda, haciendo suyos los ecos del versículo, expresó con impaciencia: «Amor, cuantos caminos hasta llegar a un beso». Pero, entre el Cantar y Neruda, otros poetas salieron al camino: Fray Luis con su bello comentario en prosa fue tras el motivo del «beso»; y Quevedo volvió también al motivo del beso reclamado como forma suprema de comunicación amorosa. Porque en torno al Cantar, visto como juego del amor y la pasión, del sensual encuentro de los amantes, acuden desde Teócrito en sus Idilios hasta los versos de Pablo Neruda, Pedro Salinas, Antonio Machado, Gerardo Diego, García Lorca, Juan Ramón Jiménez... Sus versículos constituyen un gran poema unitario, un poema amoroso.

    La exégesis de nuestro libro es integradora, no desdeña el sentido alegórico, expresión de la lectura sagrada de un pueblo, ni el carácter de liturgia mistérica, pero esencialmente la nueva lectura es otra aventura imaginativa, en la que su autora, arrastrando los célebres versículos, ha podido construir una de las más bellas antologías de versos, de temática amorosa, de la poesía en lengua española, para postular la pluralidad de sentidos, la pluralidad de lecturas, en torno a un mito que las suscita. 

G. Fernández Ariza

Mª Azucena Penas, Análisis lingüístico-semántico del lenguaje del «Gracioso» en algunas comedias de Lope de Vega, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 1992, 139 págs.

Mª Azucena Penas, El lenguaje dramático de Lope de Vega, Universidad de Extremadura, Cáceres, 1996, 299 págs. 

    Las dos obras que presentamos corresponden a la Tesis de Licenciatura y a una parte de la Tesis Doctoral de Mª Azucena Penas, profesora de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid. En ellas, su autora estudia el lenguaje de los distintos personajes en las comedias de Lope de Vega para posteriormente adentrarse en la caracterización estilística de este lenguaje dramático. Como acertadamente expone Eugenio de Bustos Tovar, uno de nuestros más destacados lingüistas, por desgracia recientemente fallecido, quien dirigió ambos trabajos académicos, hay en ellos dos ambiciones intelectuales extraordinarias: por un lado, la de integrar el estudio de lengua y literatura y, por otro, la de enfrentarse con un autor dramático como Lope de Vega, tan fundamental para la historia de la lengua y de la literatura españolas.

    En Análisis lingüístico-semántico del lenguaje del «Gracioso» en algunas comedias de Lope de Vega, Azucena Penas logra estructurar los fenómenos semánticos más relevantes presentes en el discurso del «gracioso» en tres comedias de Lope de Vega: El amor enamorado, El caballero de Olmedo y El castigo sin venganza, mediante la sistematización de los temas comunes a las tres obras y mostrando la adecuación lingüístico-semántica y temática, tanto del discurso del personaje como del género de la comedia. Por su parte, El lenguaje dramático de Lope de Vega constituye, a lo largo de sus casi trescientas páginas, la parte teórica de las conclusiones de su Tesis Doctoral, cuya extensión total abarca tres tomos de tesis y nueve apéndices comprobatorios. En su «Introducción», la Dra. Penas presenta el trabajo y las fases de la investigación, así como el aparato semántico y semiológico esencial en que ésta se basa y un concepto operativo de «comedia». A continuación, pasa a abordar el estudio cuantitativo y cualitativo de la cala cronológica y temática de treinta comedias de Lope de Vega; la lexicalización, tópico literario y creación individual en las comedias de Lope de Vega y, por último, la estructuración de los elementos semánticos y semiológicos. Completan la obra, precisamente, tres índices de elementos semánticos y semiológicos, aplicados no sólo al discurso del «gracioso» sino a todos los demás personajes dramáticos.

    A nuestro juicio, uno de los méritos más destacables de ambas obras estriba en el enfoque adoptado para la investigación, que consiste en integrar, desde un punto de vista estilístico, las aportaciones más relevantes de la lingüística y de la semiología, y, en especial, de la semántica estructural. Tal enfoque «interno» e híbrido, sumamente original, permite a Azucena Penas abordar el análisis de los recursos expresivos vinculándolos con los contenidos temáticos de las obras más representativas de Lope de Vega. Para ello, ha construido una metodología relativamente compleja de técnicas de análisis, que hace posible establecer un elenco de elementos semánticos y semiológicos a través de una cala temático-cronológica en las treinta comedias seleccionadas de Lope de Vega, todo ello desde la perspectiva de su evolución dramática interna, tanto de temas como de contenidos.

    La complejidad teórica del enfoque se basa en conceptos acuñados por la retórica literaria y la semántica estructural principalmente, así como en los de la escuela estilística española y la semiología postsaussureana de Hjemslev, tales como lexicalización, tópico literario, estructuración por el significante y por el significado, convencionalidad motivada o arbitraria... Cada análisis se cierra con estudios comparativos de los distintos elementos en que, desde la óptica adoptada por la profesora Penas, cabe descomponer el «estilo» de Lope de Vega, esto es, su lenguaje dramático. Ni qué decir tiene que un estudio de esta índole exige, además, una no menos compleja, aunque oculta, estructuración informática, sobre todo desde las aportaciones de la lingüística computacional, ya que, en suma, se basa en el establecimiento de un corpus estructurado de elementos lingüísticos, temáticos y semiológicos caracterizadores del lenguaje de Lope de Vega desde el punto de vista estilístico. Pero el análisis no acaba ahí, sino que se completa con toda una serie de gráficos y de formalizaciones estadísticas que, al final, culminan con una síntesis conclusiva de resultados y una nómina estructurada de los elementos semánticos y retórico-expresivos caracterizadores de la evolución dramática de Lope.

    Sin duda se trata, en su conjunto, de dos trabajos rigurosos y exhaustivos, de gran amplitud y enorme interés, sobre todo desde el punto de vista metodológico. Por tanto, es de desear que Azucena Penas pueda culminarlos en el futuro, presentándonos, a partir de su asombrosa investigación, una valoración completa y personal del genio lingüístico y literario de Lope de Vega. 

C. Valcárcel

 

Javier Huerta Calvo, El nuevo mundo de la risa. Estudios sobre el teatro breve y la comicidad en los Siglos de Oro, Oro Viejo, Barcelona, 1995, 185 págs.

    Bajo el título El nuevo mundo de la risa. Estudios sobre el teatro breve y la comicidad en los Siglos de Oro, la joven colección editorial Oro Viejo reúne en este volumen siete artículos del investigador Javier Huerta Calvo en torno a los aspectos teóricos y la interpretación crítica del teatro breve en el Siglo de Oro español. Ya previamente editados en publicaciones especializadas, la compilación actual de estos trabajos se anuncia como prólogo a una futura Historia del teatro breve en España, proyecto de investigación en marcha que promete ver la luz en esta misma casa editorial.

    La escasa atención crítica y bibliográfica que han merecido las formas breves del teatro áureo hasta finales de este siglo se ha visto superada en las últimas décadas por una intensa corriente especializada, preocupada por desentrañar la peculiar morfología de estas obras y su conexión con aspectos sociológicos lindantes de tanta relevancia como son la risa y sus funciones en la sociedad española del Barroco. Si el panorama crítico anterior evidencia una escasez de estudios sólo alumbrada por los magistrales y ya clásicos trabajos de Emilio Cotarelo y Mori, Eugenio Asensio y los más específicos de Hannah E. Bergman y Henri Recoules, es a partir de 1981, y con motivo del Congreso de Madrid en torno a la figura de Calderón de la Barca, cuando la faceta más desconocida de su obra, la de autor de piezas cortas, recibe un nuevo impulso en el que destaca la labor de E. Rodríguez y Antonio Tordera. Los años siguientes verán simposios —recordemos el organizado en 1982 por L. García Lorenzo, Teatro menor en España a partir del siglo XVII, jornadas —entre las que destacan las Jornadas sobre teatro popular en España de 1986, o las Jornadas de Almagro de 1987 en torno a Los géneros menores en el teatro español del Siglo de Oro—, congresos —el anunciado bajo el título El teatro español a fines del siglo XVII, celebrado en Amsterdam en 1988, recoge numerosas ponencias en torno a piezas breves— y, en general, un gran número de estudios destinados a esclarecimiento de la naturaleza de estas obras y los aspectos más próximos a su realidad escénica. Los trabajos de Robert Jammes, Fréderic Serralta, Marc Vitse, Ricardo Senabre, Maxime Chevalier, Maria Gracia Profeti o Laura Dolfi, entre otros investigadores de esta interesante y aún desconocida producción teatral, han contribuido al conocimiento de su particular configuración y sus relaciones con las obras en las que se insertaban, con el público o con actitudes y acontecimientos tan barrocos como son la fiesta o los rituales de origen carnavalesco. A pesar del camino recorrido, muchas son las obras breves fundamentales que carecen aún de edición y muchos son los aspectos aún desconocidos de un teatro complejo, pero de gran interés sociológico y literario, pues nos muestra la cara más altamente vitalista de la escena: la peripecia profesional de los comediantes y la cotidianidad festiva del público español del siglo XVII. El presente volumen, pues, anuncia e introduce un proyecto ambicioso y necesario en el panorama de los estudios en torno al teatro breve del Siglo de Oro.

    En el primer capítulo, «Teoría poética de los géneros teatrales menores», Javier Huerta Calvo analiza la problemática a la que se enfrentaban los preceptistas de la época al tratar de hallar entre los géneros de la Antigüedad un modelo adecuado sobre el que erigir las bases teóricas de las piezas entremesiles modernas. La reflexión, originada siempre al hilo de la especulación en torno a la comedia, llevará al mismo Lope a recoger el calificativo de «comedias antiguas» para estas obras, pues, como ya alumbró L. Carreter, sólo en ellas pudo conservarse en estado puro lo esencial y clásicamente cómico —entendido esto siempre como trama cómica en la que sólo intervienen personajes plebeyos— y sin mezcla de aspectos trágicos o altos personajes, como ocurría en la antipreceptiva comedia nueva. La comicidad, en sentido estricto, fue rasgo pertinente de loas, entremeses, mojigangas, jácaras y bailes, pero no de la heterogénea comedia nueva, que se asimilaba, de forma genérica, a la noción de representación teatral. Para J. Huerta Calvo, por tanto, es en esta unidad mayor del espectáculo, que rebasa el marco de la comedia, donde debe entenderse la inserción de piezas artísticas menores destinadas a cubrir los peligrosos vacíos y las necesidades colectivas del variado público barroco. Las relaciones entre «los episodios» y «la fábula», entendidos éstos como unidades intercaladas secundarias y acción pricipal imprescindible respectivamente, según la definición de El Pinciano, son analizadas por el crítico en términos de su adecuación. Las dificultades de esta tarea son evidentes, pues los datos conservados no siempre arrojan luz sobre la identidad de las piezas breves insertadas en las comedias llevadas a la escena. Para solventar esta laguna, recurre Huerta Calvo al análisis de dos obras que contienen sendos entremeses insertados en la trama principal: la cervantina La entretenida y Los malcasados de Valencia, de Guillén de Castro, donde ambos autores recurren al barroco procedimiento del teatro dentro del teatro para convertir a los personajes de sus comedias en improvisados actores de una obra subordinada, cuyos límites son confusos y cuya finalidad abierta es la premeditada ruptura de la ilusión teatral en el público. Éste, por tanto, y no otro, parece ser el objetivo generalizado y último de las obras breves en relación con la representación principal. Volviendo los ojos de nuevo al panorama genérico clásico, el crítico halla en los antiguos «mimos» latinos, en «la farsa» —caricatura inteligente de la realidad— y en el «drama satírico» del que había hablado Horacio los modelos antiguos adecuados para la morfología de las nuevas piezas breves. En este último predominaba la misma función de contraste que en el entremés moderno: si en el «satyrikón» aparecían en tabernas y con lenguaje impropio los mismos héroes y dioses que después protagonizaban la alta tragedia, también en el entremés tendían a subvertirse los altos valores defendidos en la comedia principal y se jugaba sistemáticamente al desenmascaramiento de las ficciones, presentando abiertamente ante el público la realidad inmediata de los actores.

    Tras dedicar un capítulo a la «Morfología del entremés», en el que destaca el análisis del esquema dramático carente de trama argumental, en el que es habitual un desfile satírico de personajes o figuras caricaturizadas y que ya Asensio vinculó con las medievales Danzas de la Muerte, Huerta Calvo se detiene en la importancia temática del amor y el buscado resorte de la risa en gran parte de los entremeses que denomina «de burlas amatorias». Será en estos argumentos, y puesto que las piezas cortas escapaban con mayor facilidad al control de los censores, donde el carácter lascivo y de abierto erotismo de las situaciones contraste más claramente con la rigurosa honra defendida en la comedia. Figuras recurrentes como el «sacristán», amante solícito y libertino de herencia goliardesca, o el popular «barbero» aseguran en las piezas entremesiles el triunfo de la subversión y el desahogo de los instintos primarios sobre el orden y la virtud que defendía la comedia. Los viejos contenidos de la comedia clásica, la risa de los estratos inferiores y marginales vinculada siempre a lo material y lo corporal, aseguran su pervivencia en el entremés. Huerta Calvo se adentra en sus significados a través de la visión bajtiniana del carnaval y la cultura popular de raigambre medieval.

    Bajo el título «Los juegos del lenguaje», el capítulo cuarto se detiene en las peculiares formas de la oralidad en el teatro breve. Con una abierta provocación de comicidad y ligado siempre al ambiguo concepto de la cultura popular, el lenguaje del teatro breve —recordemos que ya Asensio vinculaba el cambio hacia la prosa realizado por Lope de Rueda al modelo celestinesco y su voluntad clara de emparentar el lenguaje literario con el habla de los personajes de bajos fondos— contiene en su esencia una vocación transgresora e iconoclasta. Para Huerta Calvo, este género de raíces festivas y carnavalescas procura mimetizar el lenguaje popular, elevando a la categoría literaria y parodiando a un mismo tiempo lenguas maginales como la germanía de las jácaras, el vocabulario caló de los gitanos u otras variantes callejeras. Frente al estereotipado lenguaje de la comedia, será en el territorio de las piezas breves donde el lenguaje ofrezca «su propuesta más renovadora», remitiéndonos con su voluntad de originalidad al teatro moderno más experimental, tendente a la exhibición en la escena de jergas marginales y con una clara vocación paródica de los altos lenguajes oficiales.

    Tras detenerse brevemente en la cuestión de la licitud del entremés, Huerta Calvo se adentra en uno de los aspectos más interesantes y fructíferos del teatro áureo en general y del teatro breve muy en particular: su influencia italiana. La tradición de las farsas medievales se funde con las novedosas aportaciones de la «commedia dell’ arte» italiana en figuras como la del criado entremesil, heredero a un mismo tiempo del viejo «bobo» o «pastor» rústico castellano y del cómico «zanni» que habían popularizado las compañías italianas. La formalización de unos tipos y asuntos de carácter popular y cómico aportados por la «commedia dell’ arte» dejó, sin duda, su huella en la configuración de las piezas entremesiles. Figuras del recurrente elenco de los «dramatis personae» como «el doctor», «el vejete» o «el soldado» evidencian abiertamente su deuda con los italianos «Dottore», el anciano «Pantalone» o el bravucón «Capitano Spavento». Pero no sólo eso. Las formas de representación de los cómicos italianos y las máscaras que portaban en la escena también debieron seducir a los profesionales españoles. Así, el más famoso cómico entremesil español, el actor Cosme Pérez, personificó al célebre y cambiante Juan Rana, personaje-máscara que presenta analogías funcionales con la figura de Pulcinella, igualmente cómico y proteico, y cuya esencia dramática reside en su capacidad para asumir muy diferentes papeles sin abandonar nunca la identidad primera de su personaje cómico. Tras las numerosas coincidencias y similitudes, se vislumbra siempre, según el crítico, el sustrato cultural común que vinculaba a las manifestaciones cómicas italianas y a las españolas, pues ambas hunden sus raíces en las formas de las fiestas teatrales de la Antigüedad y la cultura carnavalesca y folklórica de origen medieval.

    Dedica Huerta Calvo el último capítulo de su volumen al análisis de lo que denomina «De la locura festiva en el teatro breve». Sin duda, el elogio de la locura había sido una constante de la cultura humanista. Desde Erasmo, pasando por Christophoro Gnophoso, que se proclamaba originario de la Ínsula Eutrapelia, o Rabelais y su gusto por las mismas islas utópicas, hasta Tomás Moro, dignificador de la risa y lo bufonesco, la literatura renacentista busca la conciliación entre el rigor artístico y científico y la expansión lúdica y vital. La presencia de Sancho en el Quijote respondería, por tanto, a estas mismas nociones. El paso de la realidad de lo bufonesco a su transformación literaria y artística venía facilitado por la propia naturaleza teatral y figurada del bufón, cuya identidad se articula siempre sobre la máscara y la presencia exterior de una otredad constante. Las relaciones entre la ficción y la vida, inquietud permanente del arte barroco, se unían así en las propias biografías de bufones, que, como es el caso de Juan Manuel de León Merchante, ejercieron también de entremesistas. De nuevo, la confluencia y superposición de lo personal con las ficciones de innumerables personajes a través de la máscara o proteica transformación de la figura encuentran su ejemplo más notable en en caso del famoso Juan Rana. La alabanza humanística del «loco» fructificó en todas las expresiones literarias del Barroco. Las obras del teatro breve, con una especial predisposición por su misma esencia carnavalesca y festiva, otorgaron un indiscutible protagonismo temático a las diversas formas de la locura. Abundantes son entre sus argumentos los figurones enloquecidos por el poder alineante de la literatura: recordemos al famoso Bartolo, protagonista del entremés de Los romances, que pudo haber inspirado a Cervantes la figura de Don Quijote; o la Mari Pizarra calderoniana, protagonista del entremés Las jácaras, que enloquece con las historias de jaques. Especialmente interesantes son también las piezas que versionan la locura quijotesca, entre las que destaca el Don Guindo, de Francisco Bernardo Quirós, personaje que pierde el entendimiento por la lectura de la obra cervantina. La risa, por tanto, como factor de regocijo, pero también de reflexión, es en estas piezas breves del teatro áureo español el prisma desde el que los autores recreaban una y otra vez el gran tema del Barroco: las relaciones y confusiones entre la literatura y la realidad.

    La presente recopilación de J. Huerta Calvo supone un valioso y esperanzador prólogo al gran proyecto que se anuncia desde el mismo volumen. Las orientaciones y nuevas perspectivas de análisis que abre en estos artículos crean, sin duda, nuevas y fértiles líneas de investigación de gran utilidad para una de las áreas más desconocidas de la dramaturgia española de los Siglos de Oro. El carácter recopilatorio de esta aportación de la col. Oro Viejo, de la que es destacable su alta calidad editorial, se deja entrever en la ausencia de unidad que presentan los contenidos en ocasiones, donde el lector puede añorar un criterio orgánico y sistemático que orientara los aspectos tratados en los diversos capítulos. Sin embargo, las lúcidas reflexiones de J. Huerta Calvo, que combinan el imprescindible dominio de las poéticas de la época y el conocimiento riguroso del teatro español y de la tradición clásica con orientaciones contemporáneas, entre las que destaca su utilización de la semiótica y, muy especialmente, la visión bajtiniana, arrojan nueva luz sobre la compleja naturaleza de estas piezas breves y sobre el largo camino que se abre ante la crítica especializada para futuras lecturas y caminos de investigación. 

I. Moreno García

 

Francisco Mariano Nipho, Idea Política y cristiana para reformar el actual teatro de España y conducirle en pocos años al estado de perfección que desea el Magistrado y pueda constituirse por modelo de todos los de Europa (ed. de Ch. España y prólogo de L. Domergue), Centro de Estudios Bajoaragoneses, Alcañiz, 1994, 250 págs. 

    El objetivo de este libro es dar a conocer la obra de Francisco Mariano Nipho, periodista del siglo XVIII, quien, a lo largo de de sus publicaciones, propugna la necesidad reforma del teatro, así como la de la enseñanza, la agricultura, la industria y el comercio.

    El teatro, en la época, era considerado una escuela del vicio; a petición del clero se prohibían las representaciones en casi toda España. En ese contexto, Nipho defiende el teatro nacional como algo genuino: no comparte la petición de los ilustrados de aplicarle las reglas clásicas de acción, espacio y tiempo; critica los sainetes de Ramón de la Cruz y las obras de Calderón y Rojas. Es bastante moderado en sus ataques y buen conocedor del tema: por esto será el encargado de la reforma.

    La autora de la presente edición atribuye a Nipho dos grandes innovaciones: la publicación del primer periódico diario español, Diario Noticioso, y la venta a través de suscripciones, pagadas por adelantado para financiar la empresa.

    Entre las principales publicaciones del autor destacan Diario Estrangero, semanario dedicado a los «escritos en artes y ciencias que ofrecen en el día los reinos más civilizados de Europa», y Noticias de moda, donde comienza dando cuenta de las distintas compañías teatrales y sus relaciones entre sí, los actores y actrices, las representaciones y la recepción por parte del público, y termina proponiendo la reforma del teatro, que debería ser llevada a cabo por el Estado.

    Comienza la editora ofreciendo un panorama socio-político de la España de 1700 a 1769. Detalla las publicaciones del autor de 1742 a 1769, año de presentación de la reforma para su impresión. Tras aportar una lista de las representaciones más exitosas entre 1700 y 1769, analiza el estado del teatro en el XVIII. Finalmente, explica cómo se encomienda a Nipho la reforma del mismo.

    Observa Christiane España que el teatro representado entonces es el de autores del Siglo de Oro, prefiriendo el público las comedias, en concreto las de magia. La gente acudiría al teatro a lucirse y para evadirse de la realidad, siendo favoritos del público los momentos más criticados por sus detractores: los entreactos.

    Sigue la autora abordando el problema de la reforma de Nipho. Ésta se compone de dos partes: en la primera se detallan los puntos principales de reforma, que son ocho; en la segunda, se relacionan unos hipotéticos gastos anuales del teatro, para comprobar su viabilidad.

    Los aspectos más necesitados de reforma serían los siguientes: 1. Reforma del teatro: los autores carecen de inspiración y los cómicos no saben su oficio. Hay que someter las obras a una doble censura: la de la Real Academia de Poesía y la de la Real Academia de la Lengua Española, para que el público «aprenda a hablar con pureza y energía y a pensar con menos desorden y preocupación de las cosas»; 2. Formación de comediantes: los comediantes han de formarse en las buenas maneras y en el arte antiguo, para imitarlos. Han de meterse en situación, lo cual es difícil, por representar varios papeles a la vez. La solución a este problema es la especialización de actores y teatros por géneros: tragedia, comedia y ópera; 3. Dotación de comediantes y demás dependientes del teatro: los comediantes pasan a ser funcionarios del Estado, a través de una oposición, siendo supervisados por la Dirección General del Teatro. Sin las preocupaciones materiales harán mejor su trabajo. Cuando se jubilen tendrán una pensión; 4. Vestidos de los comediantes, ornato y decoración del teatro: los gastos derivados de todo esto correrán a cargo del Estado; 5. Seminario para 24 jóvenes de uno y otro sexo: creación de una escuela para comediantes, así como de una beca de perfeccionamiento de estudios en el extranjero; 6. Academia Real de Poesía: creación de una Asamblea Real de Poesía que asesore al poeta y al dramaturgo, editando las mejores obras noveles; 7. Cómo han de ser las obras que se han de ofrecer en el teatro: tienen que rivalizar con Molière y Goldoni, con Corneille y Racine, y con Metastasio. Se darán premios a las mejores obras y entremeses; 8. Dirección General del Teatro, cómicos, Seminario y Academia de Poesía: enumeración de las funciones que corresponden a la Dirección General del Teatro.

    Continúa Christiane España estudiando las variantes y constantes ortográficas del manuscrito. Asimismo expone las reglas adoptadas para la presentación del texto. Finalmente, resume cómo el manuscrito de Nipho pasa a ser archivado ante el temor a cualquier descontento popular. Christiane España recuerda los principales problemas a los que se enfrentó el gobierno de Aranda, Campomanes y Olavide: el recuerdo del motín de Esquilache pervive en la memoria del pueblo; la enseñanza ha de ser reorganizada tras la expulsión de los jesuitas; la rivalidad anglo-española continúa en las Malvinas.

    Christiane España consigue rescatar del olvido la reforma teatral de Nipho, ofreciendo por vez primera el manuscrito hasta ahora inédito. Revaloriza la importancia de este autor, cuyos presupuestos teóricos —algunos aún vigentes— serían puestos en práctica treinta años después de resultar denegada la publicación de su obra: en 1799 se aprueba la Idea para reformar los teatros de Madrid. Sobre ella reflexiona Leandro Fernández de Moratín, tocando los mismos puntos anotados por el «pionero del periodismo cotidiano, de la publicidad, de la crítica teatral y de la reforma del teatro», lo que lleva a la editora a pensar en la posible inspiración de Moratín en la primitiva idea de Nipho. 

S. Medina

 

Nietzsche y la polémica sobre el nacimiento de la tragedia (ed. de L. de Santiago Guervós), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1994, 183 págs. 

    Frecuentemente, ante la edición de ciertas obras estalla la polémica; polémica sostenida por sus seguidores y sus detractores, aduciendo razones más o menos acordes con los intereses de ambos, y que no siempre implican un final feliz para el autor.

    Polémica, y de las mayores, suscitó la publicación, en 1871, de El Nacimiento de la Tragedia desde el espíritu de la música, de Friedrich Nietzsche, donde el autor rompe con el concepto histórico de «filología», proponiendo un nuevo término: la «filología filosófica». Toda filología que pretenda ser «creativa» ha de ir acompañada de una visión estética y filosófica del mundo. El filólogo que la practique habrá de adoptar una postura más espiritual, menos científica; tendrá que ser también un poco artista, deberá confiar en sus instintos para poder hallar tesoros completos, no parciales, como un día hicieran los griegos.

    El autor había establecido ya ciertas ideas innovadoras con respecto a la filología clásica antes de sus lecturas de Schopenhauer: desde su cátedra de filología quería inculcar a sus alumnos la «nueva savia» de su fervor filosófico. Pero es tras frecuentar el círculo wagneriano cuando el escritor afianza sus tesis.

    Como bien explica el editor, en toda polémica intervienen elementos tanto intrínsecos como extrínsecos. En este caso, como casi siempre, los extrínsecos son los menos objetivos. Tras la publicación de la obra, el mundo filológico mantuvo un gran silencio, justificándolo con el escaso valor filológico de la misma. En aquel momento no podía ser otra la recepción de una obra revolucionaria que atacaba directamente los cimientos de la filología clásica; incluso el padre intelectual de Nietzsche, F. Ritschl, no se pronunció a este respecto. Los únicos que se atrevieron a apoyarlo fueron sus compañeros del círculo wagneriano, quienes la aceptaron con el mayor de los entusiasmos. El propio autor pensaba que el mundo filológico aún no estaba preparado para entender su libro.

    Uno de los mayores detractores de El Nacimiento de la Tragedia fue el eminente filólogo Ulrich von Wilamowitz-Möllendorf, quien denunció en la obra una carencia de rigor filológico, partiendo de la base de que Nietzsche no poseería suficiente formación académica para argumentar correctamente sus propuestas. Wilamowitz había sentido, desde los tiempos en que compartiera estudios con Nietzsche en la escuela Pforta, cierta animadversión hacia éste. Creía injustificado el favoritismo evidente de los maestros hacia su compañero. Siempre le reprocharía el suspenso obtenido en Matemáticas y el no haber obtenido, como él, el Doctorado. Somete a crítica toda la obra, sin observar ningún aspecto positivo de ella. Habiendo reconocido antes del estallido de la controversia cierta necesidad de intuición y espíritu artístico por parte del filólogo, niega esta posibilidad a la obra de Nietzsche.

    Por otra parte, Richard Wagner intenta defender a su amigo en una revista no especializada, con tan mala fortuna que, al reconocer el distanciamiento de la ciencia y el arte, y alabar a Nietzsche por dirigirse a los artistas y no a los científicos, aleja involuntariamente al amigo de los filólogos, argumentando en favor de Wilamowitz.

    Entre los pocos defensores especializados de la obra se halla el profesor Erwin Rohde, quien, tras intentar publicar, sin éxito, una reseña filológica acerca de la misma, se dirige a la revista proclive al círculo wagneriano, alabando el libro de Nietzsche desde un punto de vista más pasional que científico. Se dirigía a intelectuales que defendían las ideas de Schopenhauer y Wagner, no a los filólogos. Nietzsche no comparte este modo de defender su obra; él quería que se reconociese su valor filológico, que todo aquel que estudiase la antigüedad se creyera en la obligación de leerla, y no que se defendieran sus tesis como mero proyecto cultural. De este modo, Nietzsche propone a Rohde que escriba una carta abierta a Wagner para ser publicada en una revista filológica, instándole a que defienda su postura de un modo científico, aunque no demasiado riguroso filológicamente, para que sus amigos no expertos pudieran comprenderla. La revista en cuestión se niega a hacerlo.

    Pero, ¿cómo defender al amigo, contra todo el mundo filológico, sin salir mal parado? Rohde sacrifica su carrera filológica tomando partido por Nietzsche, a sabiendas de que no conseguiría el éxito.

    Efectivamente, Wilamowitz contesta con otro panfleto, menos zahiriente, admitiendo algunos errores y argumentando cómo Rohde se ha dejado llevar, mas que por su cientificismo, por su amistad.

    El resultado final de tan intensa discusión fue el alejamiento de Nietzsche de su cátedra de filología y el retraso de Rohde en conseguir la suya por haberle apoyado.

    El editor deja hablar directamente a los implicados en la polémica, aportando documentos originales de cada uno de ellos. Aclara notablemente ciertas posturas entre los detractores del Nacimiento, cuestionándose si realmente movían a Wilamowitz razones científicas al atacar a Nietzsche o solamente personales. La cuestión es que la credibilidad filológica de Nietzsche quedó tan maltrecha, que hoy día se ha olvidado que, en principio, era filólogo y no filósofo. La aparición de este libro supone un necesario reconocimiento a la faceta menos estudiada de F. Nietzsche. 

S. Medina

 

Ignacio González-Varas Ibáñez, La catedral de Sevilla (1881–1900). El debate sobre la restauración monumental, Excma. Diputacion Provincial de Sevilla, Sevilla, 1995, 321 págs., 35 ilustraciones. 

    La labor del arquitecto Adolfo Fernández Casanova, una vez nombrado director de las obras de restauración de la catedral de Sevilla, estuvo siempre en consonancia con un fondo doctrinal cargado de idealismo, que la convertía en labor, no sólo de restaurador, sino de arqueólogo y, aún más, de artista.

    La influencia de corrientes europeas difundió entre los eruditos de la Real Academia de San Fernando los principios teóricos del neomedievalismo racionalista, en un proceso de abandono de lo que de ornamental y pintoresco tenían la llamada arquitectura nacional y la arqueología positiva. Un giro en beneficio de un detenido análisis arquitectónico de las construcciones desde su inicio —arqueológico, por tanto—, con especial énfasis en sus estructuras. Sólo a través del «estudio filológico» de éstas —una lectura crítica que desvelase sus claves históricas y el orden intelectivo de sus fábricas— se podía intervenir en el edificio respetando su «unidad de estilo».

    La formulación de un modelo racionalista del gótico —en este caso, tardío— fascinaba por el equilibrio mecánico y la ascesis de la estructura. Al montar los apeos que debían sustentar la construcción mientras lo deteriorado era sustituido, Fernández Casanova reproducía el sistema de tensiones neutralizadas mediante su contraposición característico del gótico, y ponía así en práctica la racionalidad del estudio crítico estructural que había realizado adaptando las experiencias de Juan de Madrazo en la catedral de León.

    Ignacio González-Varas deduce el concepto de restauración propio de Fernández Casanova a través de las opiniones que éste dejó por escrito —de las que incluye numerosos fragmentos— y de los resultados de su intervención. Se desprende cómo se mantuvo al margen de la polémica que, desde mediados de siglo, enfrentaba a partidarios de la conservación con los de la restauración. Lo realmente importante era recrear la esencia unitaria del monumento, su razón de ser. La catedral, expresión del espíritu de una época, organismo espiritualmente vivo, tenía una «unidad de estilo» que el restaurador sólo podría mantener dando a su intervención un carácter emocional: «No se apercibe en las obras primitivas y en las reparaciones posteriores, sino un pensamiento único y una sola mano encargada de su ejecución» (pág. 212).

    La reconstrucción material comenzó tras la búsqueda y selección minerológica —la mala calidad de la roca fue la principal causa de la ruina anterior—, y tras la formación de talleres que reprodujeran los métodos constructivos de los gremios medievales. Proyectos, obras e informes se suceden hasta el primero de agosto de 1888, día del derrumbe del crucero. González-Varas prefiere un enfoque no tremendista de la catástrofe —a pesar de lo sublime—, pues, como en su momento se hizo y luego olvidó, exculpa a Fernández Casanova, y se afana en mostrar la seriedad de su trabajo y las continuas penalidades que le surgen de imprevisto.

    No deja de ser usual encontrar historiadores —a mí tan cercanos— que emplean un lenguaje filosófico inconexo, falto de un conocimiento real tanto de sus posibilidades como de sus límites. Toda la sobrecogedora impresión de espacio y de simbología de una catedral pareció desmoronarse sin fin; todo lo trágico de esa visión no dejaría de ser sublime para el idealismo, y no deja de serlo para el lector actual; a salvo en la lejanía, no deja de sérmelo.

    Desde este punto de la narración, el protagonismo arquitectónico de este «casanova» —amante de catedrales— será compartido con otros, en especial con Fernández Ayarragaray, así como el de las fábricas góticas lo será con las almohades. Arreglos en la capilla real y detalles ornamentales, la realización de nuevas portadas, la problemática de los cuerpos superiores renacentistas, los errores en la Giralda, la falta de dinero estatal, las donaciones particulares, la política del cabildo hispalense, terremotos y descargas eléctricas completan el contenido de este libro que se caracteriza por el cuidado puesto en la exposición cronológica de los acontecimientos, la búsqueda previa de fuentes críticas, y hasta por el diseño de portada. 

E. Navas Fernández

 

Mª Isabel Jiménez Morales, La literatura costumbrista en la Málaga del siglo XIX (Un capítulo del costumbrismo español), Servicio de Publicaciones de la Diputación Provincial de Málaga (Col. Monografías), Málaga, 1996, 323 págs. 

    Captar y atesorar la esencia del devenir cotidiano de su entorno: tal era el generalizado propósito de los escritores que se incorporaron a la fructífera, aunque a veces menospreciada, corriente costumbrista del pasado siglo. Junto a autores de la talla de Salvador Rueda o Serafín Estébanez Calderón, figuraban como cultivadores del cuadro de costumbres en nuestra ciudad un nutrido elenco de literatos y periodistas que, con mayor o menor fortuna, probaron salvar del olvido los tipos y hábitos amenazados por el progreso de los tiempos. Entre estos amantes del realismo, decididos detractores de los excesos del Romanticismo, J. C. Bruna, S. Casilari, E. de la Cerda, V. R. Coscollá, F. Flores y García, N. Franquelo, I. Marzo Sánchez, J. Navas Ramírez, F. Rando y Barzo, J. J. Relosillas, T. Rodríguez Rubí o R. A. Urbano Carrere, pero también un buen número de autores que han quedado para siempre en el anonimato u ocultos tras seudónimos o iniciales de no siempre fácil dilucidación.

    A través de una extraordinaria labor de documentación y análisis, abordada con una metodología ejemplar, la joven profesora de la Universidad de Málaga María Isabel Jiménez Morales ha rescatado de bibliotecas y archivos —tanto locales como nacionales— los valiosos materiales que testigos tan privilegiados de la sociedad malagueña del XIX legaron a la posteridad. No es la primera —aunque sí la más ambiciosa y completa— incursión de la autora en el tema del costumbrismo, al que ha dedicado ya buena parte de su trabajo como investigadora. Resultado de ese esfuerzo son, entre otros, sus artículos sobre diferentes tipos malagueños: «La romántica, una visión satírica de la mujer española del XIX», en C. Canterla (coord.), De la Ilustración al Romanticismo. La mujer en los siglos XVIII y XIX, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1994, págs. 497-510; «Presumidos, calaveras y tronados: sátira contra la ociosidad decimonónica», Encuentros De la Ilustración al Romanticismo 1750–1850. Cádiz, América y Europa ante la modernidad, Cádiz, 17, 18 y 19 de mayo de 1995; «Una visión del mundo laboral femenino en la Málaga del siglo XIX: la vendejera», en M. D. Ramos Palomo y M. T. Vera Balanza (eds.), El trabajo de las mujeres: pasado y presente, Diputación de Málaga, 1996, I, págs. 275-286; los estudios sobre «La obra literaria de Ramón Urbano Carrere» (Jábega, 62, 1990, págs. 69-80) y «Pedro Gómez Sancho, una mirada comprometida de la Málaga romántica» (Jábega, 70, 1990, págs. 69-76); la edición crítica de la obra de Adela Ginés, Apuntes para un álbum del bello sexo. Tipos y caracteres de la mujer, Ayuntamiento de San Agustín del Guadalix, 1995, o su último trabajo —cuya publicación ultima ya el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga— Escritoras malagueñas del siglo XIX.

    Partiendo de la división en tipos y escenas como marco para la clasificación del costumbrismo decimonónico malagueño, procedente de los antecedentes clásicos del género, Jiménez Morales efectúa, en la obra que ahora nos ocupa, un minucioso y exhaustivo recorrido textual, con dos objetivos fundamentales: «Analizar como parte de un todo, como parcela dentro del conjunto hispánico, el costumbrismo decimonónico malagueño, para comprobar si adopta voz independiente y propia, o si, por el contrario, es eco del nacional» y, por otro lado, aunque simultáneamente, «fijar el daguerrotipo malagueño y reconstruir los personajes que recorrieron las calles de esta ciudad hace ahora un siglo, así como sus hábitos y costumbres».

    El primer camino conduce a la autora a la afirmación de un carácter genuino y autóctono de la literatura costumbrista malagueña —pese a su indudable entronque en el nacional— posible gracias a una peculiar riqueza temática y a una extraordinaria variedad de enfoques. Desde la tendencia más castiza y pintoresca, cuyos representantes lamentaban la pérdida o la degeneración irremisible de tipos y costumbres genuinamente malagueños, hasta la perspectiva más censora y crítica, que en tono grave o satírico ponía en su punto de mira a una sociedad corrompida y viciosa que debía mejorar o desaparecer. María Isabel Jiménez aporta una información detallada de tan diversas orientaciones literarias, contrastándolas con el costumbrismo español contemporáneo, y demostrando con ello un profundo conocimiento no sólo de la literatura malagueña, sino de la creación y la crítica literaria en su conjunto. Acierta asimismo en la equilibrada selección de citas, y en la lúcida reflexión estilística e ideológica a que somete los textos.

    Por el segundo recorrido, surge ante los ojos del lector un paisaje urbano redivivo, desde los barrios del Perchel y la Trinidad hasta las playas de la Caleta, pasando por la Alameda, el Muelle, la Plaza de la Merced o la calle Larios. Un entorno animado por calaveras, duelistas y señoritos flamencos, bandoleros, lechuguinos y coquetas, empleados y cesantes, faeneras y vendejeras, marisabidillas y beatas, charranes, jabegotes, cenacheros, servitas y menosos. Recreándolos literariamente, los autores costumbristas contribuyeron a mantener viva su memoria, a fijar una presencia que hoy, después de un siglo, se nos antoja legendaria. A través del estudio de las escenas —más abundantes que los tipos, como advierte la autora, en el costumbrismo malagueño del XIX— asistimos al ajetreo diario de las gentes de la ciudad, cuyo relato conforma un cuadro variopinto y alegre de personajes entregados al ocio o al trabajo: los paseos vespertinos por la Alameda, donde se daban cita representantes de todas las clases sociales; las comidas en la hacienda de San Rafael o en Bellavista; la esforzada labor de las faeneras en la vendeja o de los cenacheros en pescadería; las celebraciones religiosas y las corridas de toros, los carnavales, los baños y las tertulias burguesas, las noches de San Juan.

    Completan el volumen un valioso catálogo de los artículos de costumbres seleccionados minuciosamente por la autora y una exhaustiva bibliografía, contenida en los límites impuestos a este tipo de publicaciones.

    La obra que María Isabel Jiménez saca a la luz, de la mano del Servicio de Publicaciones de la Diputación Provincial de Málaga, pone de manifiesto el interés de los nuevos investigadores —emanados de nuestra Universidad— en la recuperación de un patrimonio literario que ya no debería permanecer oculto por más tiempo. Una cuidada y elegante edición del texto, en el que apenas se ha dejado pasar alguna errata, y el estilo pulcro y equilibrado con que se relaja en la lectura el rigor académico de la exposición vienen a sumarse a los méritos de este libro que contribuye a ahondar en nuestras raíces históricas, a profundizar en el alma de nuestra tierra. 

C. Vega Martín

 

Juan Valera. Creación y crítica (ed. de C. Cuevas García), Biblioteca del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 1994, 240 págs.

    La obra de Juan Valera constituye una de las claves de las que depende la riqueza y fecundidad de nuestra literatura del siglo xix, lo que hace inexplicable el escaso interés que la crítica ha venido mostrando por rescatarlo de un largo silencio y del olvido de los lectores actuales. En el estudio de su obra y vida fueron fundamentales los Ensayos sobre Valera de Azaña, los estudios de Fernández–Montesinos o DeCoster, entre otros, obras pioneras que, paulatinamente, han ido descubriendo al crítico y ensayista que fue aquel intelectual, discípulo de nuestro malagueño Serafín Estébanez Calderón —algo olvidado quizás— y «padrino» de un joven Menéndez Pelayo que daría mucho que hablar.

    La Biblioteca del Congreso de Literatura Española Contemporánea publica su VIII entrega con las actas del encuentro sobre Juan Valera. Creación y crítica, en edición dirigida por Cristóbal Cuevas y coordinada por Enrique Baena. La publicación de estas actas viene a ser testimonio del congreso que tuvo lugar en la Universidad de Málaga en noviembre de 1994, ciudad por la que en su día pasó el joven Valera para proseguir sus estudios de filosofía en las aulas del Seminario, de 1837 a 1840. Se trata de una indagación que actualiza y ofrece las lecturas más novedosas y rigurosas sobre el arte de novelar, la poesía o el teatro de nuestro autor, a través de una selección de los trabajos presentados en el VIII Congreso de Literatura Española Contemporánea.

    Como subrayó Cristóbal Cuevas en su discurso inaugural, «la personalidad de don Juan Valera es rica en experiencias humanas»; es un autor capaz de interesar a los lectores por la autenticidad y maestría de su comunicación, a lo que contribuía su versátil pluma, apta para cualquier género. Autor que, según la crítica, pretendía sobre todo entretener al lector «desde una amable apuesta por la amenidad», fue sin embargo, un intelectual en cuyas obras «subyace un ideal ético [...] que presenta como atractivo lo que a él le parece digno de imitar, y como repulsivo, lo innoble». Humanista moderno, conocía como nadie el arte de la prosa. «En cualquier caso, —concluye Cuevas— su lectura es uno de los ejercicios culturales más atractivos y provechosos que podemos realizar en el campo de las letras españolas».

    Cyrus DeCoster, profundo conocedor de la obra de Valera, abre la serie de ponencias que se recogen en este volumen, con un documentado estudio sobre El empleo de neologismos y de alusiones literarias en su ficción. La posición de Valera ante los neologismos, intelectual de fuerte formación clásica, es la de un conservador en asuntos estéticos. Le inquietaba «la manía» de su tiempo por los neologismos, pues casi todos los literatos estaban empapados de la cultura francesa. «Con todo, Valera no era tan conservador en su actitud en cuanto a los neologismos como se podría suponer», matiza DeCoster, ya que consideraba la lengua como un organismo vivo y no condenaba el uso de los neologismos, sino su empleo abusivo, aceptándolos siempre que cumpliesen una verdadera necesidad lingüística. Con el tiempo, y tras expresar fuertes reservas sobre éstos, terminaría por intercalarlos en su correspondencia, artículos y novelas, destacándolos para subrayar la connotación irónica que les atribuía. La mayoría de los neologismos que usó se encuentra en sus novelas de escenario madrileño, como Genio y figura, donde, además de neologismos franceses e ingleses, intercala palabras portuguesas, etc. Valera, como expone DeCoster, usó los neologismos con una función humorística, para mofarse de las flaquezas de sus personajes; con ellos, ironizaba sobre la idiosincrasia de aquéllos en sus novelas. Esta técnica se veía reforzada por anacronismos que, en la lectura del lector contemporáneo, no deja ya lugar más que a la sátira, la risa de las marionetas que él mismo había creado, con las pretensiones sociales de los «arribistas que aspiran pertenecer a la high life» y su manera ostentosa de vivir.

    Enrique Rubio Cremades expone El tema de la libertad humana en «Genio y figura». Genio y figura, algunos de cuyos episodios se relacionan con la biografía del autor, remite a los últimos años de su producción, alejado ya de la diplomacia, cuando Valera no puede valerse por sí mismo ya a causa de su ceguera. Por esta razón, se trata de una obra nostálgica, donde recrea experiencias vividas. Como destaca el profesor Rubio Cremades, «lo realmente interesante de la novela es la visión ideal que Valera tiene del espíritu en su contacto íntimo con el mundo libre». Los puntos comunes, en esta novela, con otras heroínas suyas son evidentes: los personajes femeninos no actúan tal y como imponen las normas sociales, sino que son mujeres libres de prejuicios que se comportan como hombres en sus resoluciones, configuradas a veces como un alter ego del propio autor. La heroína sufre una honda transformación en la obra, de mujer vulgar a hetaira griega, que nos lleva a una concepción arquetípica del mundo pagano, según una perspectiva parcial muy sui generis. La posición de las hetairas fue elevada y se caracterizaba por el amor-lujo, la astucia y la superioridad intelectual. Valera toma la valorización positiva que de ellas había en el siglo XVIII. La novela expone el propio estoicismo del autor; sus heroínas vienen a ser personalísimas visiones de la mujer, hechas por un profundo observador de los cambios sociales que se estaban desencadenando, y que algunos escritores coetáneos no percibieron.

    Enrique Baena, en Juan Valera y el arte por el arte, demuestra que Valera «es un autor moderno capaz en sus novelas de situarnos al borde mismo de la contemporaneidad y las grandes claves literarias que la definen». Tanto su pensamiento literario como su obra se desenvuelven a expensas del mito de la poesía pura, cargado de modernidad. Valera sería un «apreciable neoclásico en sus convicciones artísticas», que vive, por un tardorromanticismo, el desequilibrio entre fondo y forma. El escritor plantea en sus dos novelas principales una densa tematización de carácter romántico al cambiar la desarmonía entre el hombre y la sociedad, su medio. Valera dotó a sus personajes no sólo de psicología, sino de un voluntarismo formalista, «un estado de conciencia» que los sitúa «prefreudianamente en el umbral del inconsciente y de su representación dramática como más tarde hará el surrealismo», aunque, aún, este personaje prepsicoanalítico, como observa el investigador —y de ahí su novedad— debe mucho al drama neoclásico de la ilustración. Esta «recreación sublimada» que persigue Valera le lleva a depurar los núcleos dramáticos y centrarse en el amor, articulando su modelo narrativo de acuerdo con la literatura canónica de su tiempo, imbuido en la dramática de origen burgués, que representa los conflictos del ámbito privado, asumiendo para su poética un proyecto generalizador que fusiona las diversas corrientes narrativas e incluso artísticas. Las ideas del Nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, y de la poesía pura, expuestas por Brémond, estaban en el aire: ambas confluían en el hecho de que la poesía conserva su esencia espiritual en el seno mismo del satanismo; por ello, Valera dota a su personajes de alma y trata de individualizarlos por medio del amor, que los adentra en ese camino de la esencia.

    Francisco Abad se detiene en el análisis de Las ideas estéticas de don Juan Valera, quien acogió las tesis romántico-idealistas sobre las lenguas nacionales, participando del nacionalismo español de la segunda mitad del siglo XIX, y reclamando, con Kant, la libertad en lo estético. Valera manifestó sus reservas ante la filosofía del krausismo español, pues su elocución no le parecía acorde ni con la lengua propia, ni con el espíritu de la nación, por lo que pedía, por el contrario, la pureza de la lengua propia para que, en ella, permaneciera el espíritu nacional. Por esta razón, aunque gustaba de la lírica de nuestro Siglo Áureo, recriminaba el gongorismo de ciertos períodos y exaltaba el romancero por encima de todo, salvando sólo al Góngora de los romances. Como destaca Abad, la Historia de las ideas estéticas literarias en España está aún por hacer desde 1814, donde la dejó Menéndez Pelayo, y entre los grandes críticos de ese Ochocientos español se halla Juan Valera, quien desplegó su obra a lo largo de cincuenta años, adentrándose en nuestro siglo. Para Valera, el arte debe crear belleza —pues, como dice Kant, en la belleza está el arte libre— y debe ser «una finalidad sin fin». Para él, la originalidad era «la expresión natural y sin deformaciones de la individualidad de pensamiento y de elocución».

    «Pepita Jiménez» y la literatura de viajes europea es el tema que desarrolla Ana Navarro, quien recuerda el éxito editorial que alcanzó la obra en su tiempo: a Francia, Polonia o Alemania llegó como novela de costumbres andaluzas, de aquella España que, desde el viaje de Taylor, era el paraíso oriental de Europa, tal y como la vio Gautier, con el exotismo que irritaba a los liberales españoles y a los viajeros cuyas expectativas de aventuras empezaban a verse defraudadas ante la joven modernidad europea de España. La carta —el género por excelencia de la literatura de viajes— permite a Valera, según expone Ana Navarro, tanto la introspección como la expresión de lo externo, como «una trampa y a la vez una válvula de escape». La obra, en definitiva, podría considerarse como un rendido homenaje a la noche andaluza; de ahí el trasfondo sonoro de la novela, que procede del folklore de Andalucía. Árboles, montañas, agua y nieve aparecen aquí, como en Viaje por España, de Gautier, con los reflejos de la luz, esos efectos lumínicos que cautivaron a los viajeros europeos. «La España mítica y folklórica se insinúa en Pepita Jiménez mediante la alusión evocadora con la que Valera hace —en ocasiones— un guiño de complicidad con el lector iniciado en las “cosas de España” y mantiene las expectativas de aventura en el romántico rezagado europeo», cumpliendo la función catalizadora de despertar el orgullo español que, literariamente, se reveló en el cuadro costumbrista romántico y, posteriormente, en la novela de costumbres, a partir de los libros de viajes.

    Entre el diálogo filosófico y el cuento maravilloso se sitúa Joan Oleza, quien califica toda la obra del autor como «cuento de hadas en medio de la batalla», pues a ningún lector se le escapa el aire de maravilla y fantasía de las páginas de Pepita Jiménez —el mismo autor lo reconocía al presentar la novela en Norteamérica; no olvidemos su afición a los cuentos—. El contexto de la obra es el año 1874 y todo el Sexenio revolucionario, años de euforia en los que fracasa el afán de renacimiento de la cultura española y la novela como gran género literario, las luchas estéticas entre los idealistas románticos, el arte por el arte y los conservadores o partidarios de un realismo de origen francés. Valera estuvo convencido de que la sociedad atravesaba su mejor momento, encaminada por la ciencia y la razón a la perfección humana. Así era el modelo histórico-filosófico que el autor seguía en sus novelas, modelo que revela su estética, una poética expuesta en el tan citado estudio De la naturaleza y carácter de la novela. Para Valera, la novela es poesía en prosa, un género en el que todo cabe y en el que es fundamental la imaginación. Hasta ahora, de acuerdo con Oleza, todo sigue fielmente la poética de los románticos alemanes, destacándose su «cercanía al idealismo platónico y al pensamiento cristiano, en especial al de raigambre mística». Valera se aproximó, sin saberlo o calladamente, al simbolismo, tomando de Kant el «instrumental teórico» necesario, de modo que la filosofía de Schelling significa todo «un panteísmo poético». Su objetivo fue el de sintetizar misticismo español e idealismo alemán, esa oscilación entre lo nuevo y lo viejo que Valera no dejó de repetir a lo largo de toda su vida.

    Andrés Amorós desarrolla la Clave de la obra de Valera a partir de una obra poco conocida del gran público, Asclepigenia, drama-cómico breve que escribe el autor a los 54 años en 1878 —años de difícil vida conyugal, como nos recuerda Amorós—. En su interesante epistolario adscribe la obra al original género del «sainete filosófico» —como se sabe, Valera concedía a la literatura fin en sí misma: divertir y crear belleza—. El autor acudió al teatro buscando aplauso y ganancia, pero no lo consiguió y, desengañado del éxito de la obra, decidió publicarla. Sin embargo, de acuerdo con Leopoldo Alas, Valera es más teatral de lo que se ha señalado, ya que es evidente que sus escritos escapan a los géneros tradicionales, desde una intención innovadora. Por esta razón, Azaña, con motivo de una representación de la obra en 1928 en Madrid por el grupo El Caracol, revelaba su condición de pieza clave en el corpus literario del autor, además de su relación con las experiencias eróticas de éste. La vinculación temática con Pepita Jiménez —obra que, con motivo de las jornadas que dieron lugar a este volumen, ha publicado Arguval, con un estudio introductorio y aparato crítico a cargo de Cristóbal Cuevas y Salvador Montesa, quienes rescatan, en versión facsimilar, el texto de la edición de 1874— se sintetiza en una filosofía particular del amor. El ideal de Valera es el de la armonía con la naturaleza, unir «lo alto y lo bajo, lo serio y lo cómico», la sonrisa de Asclepigenia es, pues, una burla de todos los neos, de su incultura y puritanismo. Una burla del krausismo desde dentro, como dice Amorós.

    Antonio A. Gómez Yebra inaugura la serie de comunicaciones que recoge el volumen, desarrollando el tema de los «cuentos andaluces» y El humor popular en Valera. El humor es algo que no falta en ninguna narración valeriana; en sus 36 cuentos y chascarrillos no deja atrás ningún tema, religión y estado, refranes y problemas lingüísticos, educación, cuestiones escatológicas o asuntos de sexo. Es, en fin, una búsqueda del humor en cualquiera de los aspectos de la vida misma. Valera suele dar noticia de la localidad en que ocurren los hechos o, al menos, el lugar de nacimiento del protagonista, lo que mostraría que son cuentos que pertenecientes al inmenso corpus del folklore de toda la Península. Desde tiempo inmemorial, ha sido recibido el género del humor en nuestro país con gusto: «Lo normal es que, con diferencias de amplitud, en cuentos y chascarrillos se perfile una historia verosímil que concluye siempre con algún elemento cómico». En opinión de Valera, el cuento habría dado origen al refrán, aunque bien pudo ser al revés, como apunta Gómez Yebra. «El aguzado ingenio, el fino humor de Valera, y su atención a la musa popular nos han proporcionado un conjunto de textos de extraordinario valor. En todos ellos el autor de Pepita Jiménez ha sabido dejar su impronta sin estorbar para nada las formas y los pensamientos más arraigados en el pueblo español». Valera se mantuvo siempre atento a las modas literarias europeas —recordemos los volúmenes titulados Library of Humour, donde tenían cabida «las producciones de humor alegre de Francia, Alemania, Italia, América, Holanda, Irlanda, Rusia, Japón y España»— y cumplió con éxito las dos pretensiones que se proponía con esta empresa: salvar del olvido dichos textos y, por supuesto, según su poética, entretener y divertir con su lectura.

    La comunicación de Alberto González Troyano sobre la correspondencia del autor, Las andalucías posibles de Valera..., parte de la premisa de que «ya no se hace necesario insistir en la calidad y validez, a toda una serie de efectos, de la correspondencia de Valera. Es algo reconocido, dado además que, a medida que ha ido haciéndose pública, los estudios sobre Valera y su obra se han beneficiado significativamente de las aportaciones brindadas por esa labor epistolar». Sin embargo, existen peligros, como advierte; así, el carácter de meros borradores podría crear un lastre que dificulte el acercamiento, ya que muchas podrían apreciarse como un género relativamente autónomo. Andalucía casi siempre que aparece en sus escritos, lo hace destacando su armonía, la belleza que preside todos los acontecimientos de sus relatos. Esa idealización denunciada por muchos, se encuentra «justificada por las exigencias de la preceptiva en uso». Responde también a su labor ensayística el reflexionar sobre Andalucía en sus escritos, llegando a formular, incluso, «una teoría de Andalucía: país predispuesto naturalmente para ser asiento de una civilización original», tierra de poesía, a la que «deben ir los poetas a buscar inspiraciones y a sorprender en el seno del pueblo la vida latente del espíritu inmortal de la patria», frases que escribía desde Cabra o Doña Mencía, su Andalucía real.

    Expone Ana Sofía Pérez-Bustamante una interesante perspectiva en la novelística del autor a lo largo de su trabajo: Valera y la novela como comedia, centrándose en la que califica de novela «más “comediesca” del autor: Juanita la larga». Valera concibe la literatura como imitación de la belleza, siendo la tragedia, la épica y la lírica los géneros más nobles. Como demostró Fernández-Montesinos, Valera mostraba un prejuicio neoclásico contra la novela, que, para él, se relacionaba con la comedia, en lo que coincide con la mayoría de los novelistas barrocos, desde Cervantes, hasta el siglo XVIII y el naturalismo. «Puede resultar paradójico —en opinión de Pérez-Bustamante— hablar de teatralidad en el caso de un escritor que fracasó en el teatro», pero del análisis de las relaciones intertextuales se revelan más de ocho motivos que constituyen la base de la comedia española de costumbres, desde Lope hasta Moratín: éstos son el tema de «la honra», «el viejo y la niña», la moza que ha de elegir entre varios pretendientes o el forzado monjío, los enredos del amor, etc. Todo lleva al lector a una evidentísima tradición teatral, tanto en la estructura, como los personajes o el argumento, todo nos sitúa en el Siglo de Oro. «La concepción del lugar como teatro —Villalegre— y de la historia como comedia no es sólo metáfora eventual, sino que se traduce de manera concreta en la acción [...] y en la composición de la novela; [...] Juanita la larga resultaría compuesta por tres actos y dos entreactos costumbristas», lo que responde a la dinámica teatral barroca o postbarroca, que logra Valera desde los diálogos mismos, las digresiones o esa comicidad que nunca falta en sus obras.

    La Construcción de la realidad y ficción narrativa en la prosa de Valera es el aspecto que trata Ángeles Ezama Gil, quien afirma que se produce «un deslizamiento de material narrativo entre las cartas y la novela», facilitado por los imprecisos límites entre ambas formas literarias, a pesar de ser dos géneros distintos. La correspondencia entre Valera y Estébanez Calderón se concibe al modo de un diálogo privado donde, con gran libertad de expresión, la realidad brasileña es ofrecida con toda su complejidad. La novela de 1897 Genio y figura se constituye, también, como «un proceso de comunicación» que rompe los límites de la novela, un género sin fronteras para el autor, aunque nos ofrezca sólo una parte de la realidad brasileña conocida por él y recogida en sus cartas. En las descripciones del paisaje destaca «el exotismo y la extrañeza ante un entorno para el que se carece de referentes descriptivos», entorno en el que el tema de la esclavitud es «uno de los más frecuentados en las cartas del Brasil». Sin embargo, lo que más destaca de su novelística son sus personajes: Doña Rafaela es también suma de experiencias autobiográficas e ideas filosóficas, un ideal femenino que no es otro que el de la «hetera clásica».

    En relación con el epistolario, José Enrique Serrano Asenjo presenta con Las cartas rusas de Valera en «La España», entre la censura y el eufemismo una visión de la España del momento. Se trata de las cartas que el autor envió a Cueto a lo largo del viaje que realizó a Rusia entre 1856 y 1857 junto al Duque de Osuna. Cartas íntimas que fueron publicadas en el periódico moderado La España, sometidas a algunas modificaciones en los pasajes más comprometedores, a veces por simple eliminación, es decir, censurándolos, o cambiándolos por un eufemismo. Para Serrano Asenjo, «el clasicista don Juan adopta unas herramientas bastante barrocas en su afán de divertir, mas la mayoría de los lectores no supo de estos “excesos” verbales, con lo que las cartas perdieron parte de su mejor atractivo», aunque saber que circulaban, incluso en un ámbito internacional, no impidió al escritor seguir con su ejercicio de crítica.

    Cierra esta serie de trabajos la comunicación Una polémica de Valera con «El Imparcial», a cargo de Enrique Miralles. Valera escribió una carta, no recogida en su obra impresa a raíz de los acontecimientos que provocaron la dictadura del general Serrano, y que dirigió al diario madrileño El Imparcial, haciendo un balance de los primeros días de gobierno. Cuarenta días después, ya no tan optimista, sólo le parecía viable la salida a la República unitaria, lo que causó las iras del periódico, que se declaraba monárquico no alfonsino. En realidad, los acontecimientos que dieron lugar a la polémica no eran otros, como afirma Miralles, que los que estaban a punto de originar una crisis política en el seno de la coalición gubernamental: dar legitimación o no a la continuidad de la República a través de un plebiscito popular. La crisis no se resolvería hasta un año después, con el pronunciamiento de Martínez Campos, lo que significó el advenimiento de la Restauración.

    No hay duda, a modo de conclusión, de que esta obra se convertirá en una herramienta de referencia y consulta obligada en las bibliografías de los futuros trabajos sobre la estética del siglo XIX y la figura del escritor don Juan Valera, pieza clave de nuestras letras, como visión de conjunto de su personalidad y de toda una época, sin la cual no pueden comprenderse las complejidades que encierra toda su poética entre el arte por el arte y la literatura realista, que es donde se nos revela como el autor genial que ha sido siempre. La lectura de este volumen es, por tanto, un recomendable vuelo a través de sus novelas, cuentos y chascarrillos, y su inusitada visita al teatro, donde, de la mano de grandes estudiosos de Valera, expertos conocedores de todo su mundo, se conforman estas actas como el estudio fundamental que son, síntesis de las nuevas visiones más interesantes que la crítica literaria ha aportado al tema con motivo de estas jornadas. 

C. J. Duarte

 

Amparo Quiles Faz, Málaga y sus gentes en el siglo XIX. Retratos literarios de una época, Arguval (Col. Alcazaba), Málaga, 1995, 317 págs.

    El interés despertado en un amplio sector de la crítica por la recuperación y el estudio de temas, autores y obras del xix se ha hecho más creciente en los últimos años. El libro de la profesora Amparo Quiles Faz, Málaga y sus gentes en el siglo XIX. Retratos literarios de una época, se encarga de recoger y transmitir el patrimonio literario, histórico y social de la Málaga del siglo pasado. No estamos, sin embargo, ante una publicación sólo interesante en este sentido; se trata, además, de una obra seria y meticulosa. Seria, en cuanto a la profundidad con que la investigadora del XIX aborda el retrato de Málaga y sus gentes durante el siglo pasado, basándose, por una parte, en el análisis de textos literarios coetáneos; y auxiliándose, por la otra, de la historia social de la época. Meticulosa, si atendemos al rigor científico con que se lleva a cabo dicho análisis y a la elaboración que hace la autora de los temas que configuran el corpus temático desarrollado en la obra. Con esta completa visión de análisis, el volumen de Quiles Faz viene a cubrir el vacío dejado hasta el momento por las calas y aproximaciones parciales que la crítica había realizado en este campo.

    La investigadora malagueña se propone como objetivo de su investigación el estudio y análisis de la vida cultural y social de la Málaga decimonónica como un medio para abordar el contenido de las publicaciones literarias de la época en su más variada y numerosa tipología. Para ello, Quiles Faz se sirve de una amplia selección bibliográfica sobre el período decimonónico malagueño que abarca desde libros de historia acerca de Málaga y su provincia, Andalucía y España; diccionarios geográficos, estadísticos e históricos; guías de Málaga y la provincia; manuales para viajeros, escritos por nacionales y extranjeros; artículos periodísticos; actas capitulares; manuscritos; bandos municipales; un vasto elenco de artículos de las más diversas revistas: Gibralfaro, El Liberal, Blanco y Negro, El Guadalhorce, La Unión Mercantil, Actualidad Médica, El Correo de Andalucía, Revista de Estudios Regionales, Andalucía, Cuadernos de Historia Contemporánea, o Jábega; hasta incluso artículos —algunos inéditos—, poemas, canciones, novelas y cuadros de costumbres de autores de la talla de Salvador Rueda, Arturo Reyes o J. J. Relosillas, entre otros.

    La importancia que supone la contribución de la obra de Quiles Faz a la recuperación del patrimonio histórico y literario andaluz es señalada ya en el prólogo por Cristobal Cuevas. Éste subraya, esencialmente, dos aspectos ligados a la relevancia del estudio realizado por la autora malagueña. El primero de ellos se refiere a «la cantidad y calidad de literatura que produce nuestra tierra en esa época», «fenómeno cultural» digno de ser analizado. El segundo tiene que ver con «la profunda impronta especular» de tales publicaciones, dada la objetividad con que los autores malagueños de la época reflejaban cualquiera de las mil caras de la Málaga del XIX.

    El libro de Quiles Faz se estructura en seis partes, que van de lo general a lo particular. El primer capítulo está dedicado a la configuración del ámbito urbano malagueño. En el resto se analizan los diferentes grupos que conformaron la pirámide social y el mundo que rodeaba a cada una de esas clases sociales de la Málaga decimonónica. En la primera parte, Vision de la Málaga del siglo XIX, Quiles Faz comienza tratando el escenario urbano, y el proceso a través del que Málaga se convierte en uno de los principales puntos comerciales e industriales de España gracias a la actividad comercial de la burguesía. El desarrollo de la agricultura y actividades artesanales, el avance técnico y la especialización convertirían, posteriormente, a Málaga en ciudad moderna, atractiva al comercio nacional e internacional. La autora se sirve de testimonios con que escritores e historiadores describían la ciudad, su configuración urbana, sus características climáticas, etc. La población malagueña; barrios como el Perchel o la Trinidad, enclaves eminentemente populares por ubicarse en ellos los centros fabriles; o el río Guadalmedina, relevante en la estructura del ámbito urbano malagueño, son otros de los puntos importantes de este primer capítulo.

    En la segunda parte, Notas a la aristocracia malagueña, la profesora Quiles Faz se remonta al s. XVIII para documentar la existencia —si bien no en número elevado— de la elite aristocrática malagueña, sus títulos y posesiones. A partir de ahí, la especialista en el s. XIX cuestiona la idea, bastante extendida entre escritores y estudiosos, de la inexistencia de aristocracia en Málaga durante el siglo pasado.

    A continuación, en la tercera parte del volumen, trata la autora el tema de las familias extranjeras, «que llegaron a Málaga atraídas por el comercio de la ciudad», dedicándose mayormente a negocios de importación y exportación de productos locales. Estos comerciantes extranjeros no fueron bien recibidos por productores y cosecheros autóctonos, que les acusaron de controlar el mercado y monopolizar el comercio local y gran parte del que llegaba a puerto; también se les criticó desde las clases populares por la posible competencia laboral. A esta problemática se añadieron las diferencias religiosas y culturales de los nuevos grupos, que se relacionaban entre ellos en las grandes mansiones consulares, a las que también solía asistir lo más granado del comercio malagueño. Según testimonio de Ricardo Huelin, recogido por Quiles Faz, «[sólo] tres factores importantísimos, el amor, el tiempo y el dinero, habrían de encargarse de relajar la tirantez entre los dos bandos contendientes». Sin embargo, la autora del estudio maneja abundantes textos en los que se constata la importancia —según opinión extendida en la época— que tuvieron estos comerciantes extranjeros para el auge económico de Málaga y su provincia.

    Bajo el epígrafe La oligarquía de la Alameda se abre la siguiente parte del volumen en el que se trata, fundamentalmente, de las familias oligarcas malagueñas, comerciantes e industriales venidos tanto de fuera de España como de Castilla —este es, por ejemplo, el caso de los Heredia y los Larios—, Cataluña o Levante. Estas familias, conocidas popularmente como «las de la manteca» —según testimonios literarios de E. de la Cerda Gariot, F. Bejarano y J. Cepas, que explican el uso del término entre los malagueños—, constituyeron la llamada oligarquía de la Alameda, zona en la que edificaron sus mansiones unifamiliares y que se erigiría en representativa de esta clase dominante. Estos grupos oligárquicos practicaron la endogamia, sistema de enlace que les permitió preservar el monopolio de «la mayoría de la actividad económica, política y social de Málaga, sin que nunca salieran sus intereses de los círculos del “clan”». El estilo de vida de esta clase dominante; su distanciamiento de las clases sociales inferiores; su vida social y momentos de ocio; o la influencia extranjerizante, que determinaba desde el tipo de educación de sus hijos hasta los patrones de comportamiento a adoptar, muy en consonancia con las costumbres sajonas —según se recoge en textos de E. de la Cerda Gariot, P. Gómez Sancho, «El tío Pedro», J. J. Relosillas, y A. Jerez Perchet, entre otros—, son algunos más de los temas analizados por Quiles Faz en el capítulo dedicado a la oligarquía de la Alameda.

    Con El impreciso mundo de las clases medias bajamos un peldaño más en la escala social. La autora de Málaga y sus gentes en el s. XIX nos introduce aquí en el estrato social de más compleja definición. Tendríamos, por un lado, la burguesía progresista, militantes de las filas reformistas y republicanas, en cuyo portavoz se erigió el escritor y periodista Emilio de la Cerda Gariot desde su periódico El País de la Olla. Del otro lado, la pequeña y mediana burguesía conservadora, el llamado «impreciso mundo de las clases medias», difícil de delimitar, ya que «si por arriba podía aproximarse al estilo de vida de la burguesía dirigente, por los peldaños inferiores podían y solían llevar una existencia de estrecheces económicas, de ritos y simulaciones, para diferenciarse del proletariado», del que en realidad no se alejaban tanto. Dentro de esta burguesía del «quiero y no puedo» había que distinguir dos grupos: el de los profesionales liberales, más cercanos a la burguesía dirigente; y el de la burguesía integrada por maestros, funcionarios de la Administración, escritores, profesores o periodistas. Tipos, estos últimos, representativos de un grupo social que debía hacer verdaderos milagros con un salario que estaba muy lejos de permitirles llevar una vida digna. En este capítulo la profesora Quiles Faz alcanza, en suma, a retratar el estilo de vida, las características y los momentos de ocio de las clases medias, así como los ámbitos públicos y privados en los que este grupo social se movía. En esta ocasión, sin embargo, la tarea de investigación de la autora malagueña ha debido ceñirse, prácticamente, a los testimonios ofrecidos por la literatura de la época, dada la casi inexistencia de cómputos y estudios acerca de las formas de vida de las clases medias en el siglo XIX. Textos literarios y estudios de autores como M. Martínez Barrionuevo, S. Rueda, A. Reyes, J. J. Relosillas, M. J. de Larra, N. Muñoz Cerisola y E. de la Cerda Gariot, entre otros, contribuyen en gran medida a la reconstrucción de la vida cotidiana de la pequeña y mediana burguesía conservadora de la Málaga del pasado siglo.

    Finalmente, en el capítulo sexto, aborda Quiles Faz el estudio de las clases populares. Para ello, la investigadora del s. XIX adopta un tratamiento opuesto al tradicional; es decir, analiza las clases populares por segmentos individualizados y no como grupo social homogéneo enfrentado a las clases burguesas. Comienza Quiles Faz estableciendo las premisas generales de las clases populares españolas para, a continuación, concretar en el caso malagueño, en el que la tipología popular se divide en dos grupos: el campesinado y el proletariado urbano. El primero de estos dos grupos se refleja en la literatura del XIX a través de estampas típicas ofrecidas por «cuadros descriptivos y escenas de labores agricolas, como la trilla, el riego de la huerta, el “esayo” del maíz, llenas de pintoresquismo y colorido», y en los que la crítica moral o la denuncia social están completamente ausentes. Así, se nos acerca a la vida cotidiana del campesino malagueño a través del análisis costumbrista de textos narrativos como los de Salvador Rueda que en El cielo alegre. Escenas y tipos andaluces, El gusano de luz y en muchos de sus poemas muestra al campesino en sus quehaceres agrícolas, costumbres y fiestas. El proletariado urbano, integrado por hombres, mujeres y niños, será dibujado, asimismo, a partir de los testimonios literarios de la época. Éstos ofrecían una imagen de «tono idílico, costumbrista y colorista», opuesta a la cruda realidad y exenta casi por completo de crítica social. Quiles Faz apunta, al respecto, que se trataba de una literatura burguesa, «financiada, leída y comprada por las clases burguesas, aquéllas que tenían posibilidades económicas y culturales para poder leer novelas y folletines». A través de los textos literarios la autora nos asoma al mundo obrero de las ferrerías «La Constancia», «El Ángel», o «La fundición de Trigueros»; al trabajo en las fraguas; en textiles, como «La Industria Malagueña» o «La Aurora»; y, en definitiva, al complejo mundo de las fábricas malagueñas y sus operarios, retratado por M. Martínez Barrionuevo en novelas como La Generala, Paca Cielos, Andalucía. Costumbres y recuerdos, etc., en las que el autor malagueño pinta la amarga realidad de niños y niñas aprendices, operarios y tejedoras de las industrias malagueñas. Una gran cantidad de estudios y testimonios literarios nos acercan también hasta las corralas de barrios como El Perchel y La Trinidad, El Bulto o Huelin, en que se desarrollaba la vida cotidiana de las clases populares. Al margen del mundo fabril y sus operarios tenía lugar el de las gentes de la mar, que comprendía toda una galería de tipos. Éstos son recogidos en textos de E. de la Cerda Gariot, M. Martínez Barrionuevo, P. Gómez Sancho, A. Reyes, o R. A. Urbano Carrere, en los que se pinta la vida de charranes, tiznaos y colilleras. Estos tipos se convertirían —con el pasar del tiempo y de no acabar en la cárcel— en jabegotes, cenacheros o barateros. Termina la profesora Quiles Faz con un análisis del ocio y las formas de diversión de las clases populares malagueñas durante el siglo pasado. A partir de los cuadros y descripciones de las fiestas y costumbres que ofrece la literatura de la época, la investigadora malagueña se permite realizar un estudio del ciclo anual de festejos de acuerdo con el calendario cristiano: comienza con la festividad de San Antón y termina con las parrandas de inocentes, pasando por la romería del Calvario, la feria de los borregos o la procesión de impedidos, entre muchas otras.

    El volumen de Quiles Faz, Málaga y sus gentes en el siglo XIX. Retratos literarios de una época, supone, en definitiva, una aportación de incalculable valor en el campo de los estudios literarios malagueños. La recuperación y el análisis por parte de la investigadora malagueña de importantes testimonios literarios arroja no poca luz sobre aspectos de la historia social y literaria de la Málaga del siglo pasado. Viene, pues, esta obra a completar una visión histórico-literaria global de la Málaga decimonónica, que no es sino contribuir a la fijación de nuestro pasado y nuestra memoria. 

J. González Ruiz

 

Adela Ginés y Ortiz, Apuntes para un álbum del bello sexo. Tipos y caracteres de la mujer (ed. de Mª I. Jiménez Morales), Ayto. de San Agustín del Guadalix, Madrid, 1995, 174 págs.

    Muy rara vez tenemos la oportunidad de que llegue hasta nuestras manos uno de esos libros que dada su naturaleza suelen ser atesorados por coleccionistas, especialistas y amantes de la investigación filológica. La edición crítica de la obra de la escritora madrileña del siglo XIX Adela Ginés y Ortiz, Apuntes para un álbum del bello sexo. Tipos y caracteres de la mujer, por la profesora María Isabel Jiménez Morales, es una de esas joyas. Nos encontramos ante una edición no venal, de tan sólo 2000 ejemplares, que tiene como principal atractivo la recuperación de una obra que, como su autora, quedó sepultada en el olvido. La Jiménez Morales, especialista en siglo XIX, ha sido, además de la encargada del estudio preliminar y la anotación, la que ha llevado a cabo la edición de este volumen de apuntes decimonónicos sobre los diferentes y numerosos tipos y caracteres femeninos. La obra, editada en 1874, presenta una recopilación de veinte artículos publicados originariamente como folletín diario en La Iberia de Madrid entre febrero y marzo de ese mismo año. El texto, según señala en el estudio preliminar la editora, se inscribe en la tradición de obras como Álbum del bello sexo o Las mujeres pintadas por sí mismas (1843), proyecto interrumpido tras las primeras entregas y que, además, no respondía a la idea original de ser escrito sólo por mujeres; Los españoles pintados por sí mismos (1843–44), primera colección costumbrista del XIX; la francesa Les femmes peintes par elles-mêmes (1858); y en las también españolas La mujer. Apuntes para un libro (1861) y La Biblia de las mujeres (1867), obras más cercanas en el tiempo a los artículos de Adela Ginés y Ortiz, y con las que la escritora compartía la concepción de la responsabilidad que el hombre debía asumir como «educador» de la mujer. Y es que el libro de «apuntes» de la escritora madrileña surge en unos años en que el papel de la mujer, la polémica sobre su educación, y todo lo concerniente a su identidad femenina son temas de discusión incesante. No sólo escritoras como Pardo Bazán, o institucionistas y asociacionistas se interesaron por la cuestión, sino que ésta también logró captar la atención del medio académico. María Isabel Jiménez Morales comienza su estudio preliminar situando la figura de Adela Ginés y Ortiz en unos años en que se está experimentando un cambio en los fundamentos pedagógicos de la educación femenina, al que Adela pronto se adhiere. Comenzó como alumna de la progresista Escuela de Institutrices, y más tarde participaría en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, donde ejerció como profesora de pintura, su medio de vida hasta su muerte. A la obra artística de Adela Ginés está dedicado, precisamente, «El siglo de las Exposiciones», segunda parte del estudio introductorio a la edición de Apuntes para un álbum del bello sexo. En él, la profesora Jiménez Morales documenta exhaustivamente los datos y noticias de la actividad pictórica de la escritora, «una de las pintoras más participativas y premiadas del último tercio del siglo». Fue pocos años antes de iniciarse en la pintura, sin embargo, cuando Adela Ginés y Ortiz comienza su singladura literaria con colaboraciones periodísticas de las que nace su volumen de apuntes en torno a los diferentes tipos y caracteres de la mujer. Con los artículos publicados sobre las innovaciones en pedagogía alternó, además, la escritura de cuentos, relatos e incluso una novela, Los Cavilas. De éstos últimos sólo se tiene referencia testamentaria de la propia autora, aunque no sabemos si llegaron a convertirse en letra impresa. Con «El eterno femenino», el siguiente apartado del estudio preliminar, se nos sitúa en el contexto histórico-social del siglo pasado, en el que Adela Ginés debió nadar contra corriente, afrontando, como tantas otras mujeres, las críticas de la mayoría de los escritores más afamados de su tiempo. Éstos se oponían sin reservas a la educación femenina, pese a la importancia progresiva que cobraba el tema del papel de la mujer como miembro activo e independiente en la sociedad del último tercio del siglo. Es en la quinta y última parte, Apuntes para un álbum del bello sexo (1874), donde la especialista e investigadora del XIX aborda con rigor el estudio específico del conjunto de tipos que conforman el volumen de Ginés y Ortiz. Para ello, hace unas calas en las críticas que en los siglos XVII y XVIII se dirigían a la mujer, y que la literatura costumbrista del XIX también recogió. Adela Ginés y Ortiz no pretendía defender con sus «apuntes» los vicios y defectos que la tradición literaria había atribuido justamente a la figura de la mujer, sino, simplemente, «llevarlas al tocador del espíritu». Era ésta una tarea moral dirigida —en palabras de la editora— a «fijar los rasgos comunes a todas las mujeres y perseguir la corrección de todos sus defectos». Jiménez Morales establece, además, una clasificación de las cualidades manifestadas en el retrato de tipos desplegados a lo largo de la obra: éticas, intelectuales, de relaciones familiares, económicas, de actitud en sociedad, profesionales... Estas cualidades se van perfilando, para cada caso, a través de la anotación exhaustiva que hace la editora de los tipos femeninos descritos por la escritora madrileña. De todos ellos son, como señala Jiménez Morales, «los que recogen caracteres perfilados y autorizados por una larga tradición literaria» los que, efectivamente, resultan más interesantes al estudio crítico por presentar innovaciones en su tratamiento: «las niñas de moda», «la piadosa», «la coqueta», «la instruida», etc.

    En definitiva, la importancia que tiene la recuperación y el estudio de una mujer como Adela Ginés y Ortiz y su libro Apuntes para un álbum del bello sexo. Tipos y caracteres de la mujer, no sólo radica en la revalorización del papel de muchas de las mujeres del siglo pasado que, como Adela Ginés, encarnaron el prototipo de la mujer moderna. Adelantándose a su época y circunstancias, estas mujeres tomaron la pluma para reivindicar el reconocimiento del valor creativo de la mujer. Este estudio supone, además, una revisión y un nuevo análisis —hasta el momento sólo llevado a cabo desde una óptica fundamentalmente masculina— de un amplio elenco de tipos y caracteres femeninos denostados, en su mayoría, por la tradición literaria. María Isabel Jiménez Morales nos propone con esta edición una relectura de la obra de una mujer que, como tantas otras en la historia de la literatura, comenzó a escribir pidiendo disculpas al lector por su atrevimiento. En un momento como éste en que los estudios sobre la mujer, y desde una perspectiva femenina, estan tan de moda, Apuntes para un álbum del bello sexo es un volumen sobre mujeres, escrito y editado también por ellas. 

J. González Ruiz

 

Poesía española de vanguardia (1918–1936) (ed. de F. J. Díez de Revenga), Clásicos Castalia, Madrid, 1995, 331 págs.

    La discutida y efímera vanguardia española queda redefinida a partir del trabajo del profesor Díez de Revenga, excelente conocedor de nuestra literatura contemporánea, como vienen demostrando los distintos estudios que ha dedicado a esta parcela de nuestra historia literaria. Publicada por la colección Clásicos Castalia que fundara Antonio Rodríguez Moñino, la antología colma los esfuerzos por esclarecer el período lírico que va de 1918 a 1936. La velocidad con que se han sucedido los diversos ismos —la dinámica característica de las vanguardias—, la filosofía deshumanizadora de Ortega y el carácter efímero de las revistas literarias —el medio de comunicación de la vanguardia por antonomasia y el mejor «termómetro» para medir su actividad artística— han llevado a este período de nuestra literatura del hermetismo al silencio, como explican los teóricos de la poesía del siglo XX, desde el cronista Guillermo de Torre y su Historia de las literaturas de vanguardia a Gustav Siebenmann, entre otros.

    El problema de la vanguardia, a nivel general y más concretamente en España, viene a resumirse en la antagónica y arcana oposición existente entre lo nuevo y lo viejo. Lo viejo, en la España del siglo XIX, se había convertido en un decadente vivir del pasado; lo nuevo, rabiante de una juventud ansiosa por estallar, no podía esperar más tiempo para realizarse y abrir la puerta del futuro para retomar el camino hacia Europa.

    Viene siendo la norma, en la mayoría de los manuales de literatura sobre este período, cuestionar si realmente hubo tal vanguardia y, si la hubo, destacar su brevedad y marginación en buena medida, por la falta de una antología rigurosa y la escasez de ediciones de los propios libros. Suelen destacar algunas figuras del 27 como representantes de esta pasajera moda literaria, tales como, por ejemplo, García Lorca, con Poeta en Nueva York, Alberti y Sobre los ángeles, Cernuda, Aleixandre, etc. Además, para aumentar la confusión, hay que destacar la multitud de denominaciones que han recibido los movimientos, como ha ocurrido con el tan discutido surrealismo español. Esta antología trata de superar todos estos problemas y asentar definitivamente la realidad de una verdadera vanguardia española.

    Es, pues, una labor de justicia con todos estos anónimos precursores de aquel segundo Siglo de Oro, como lo llamara Dámaso Alonso, el vulgarizar la producción de poetas ultraístas como Xavier Bóveda, Rafael Cansinos-Assens, César A. Comet, Guillermo de Torre o Adriano del Valle, entre otros, o la del creacionista —siempre difícil y problemática su determinación por las diversas etapas por las que fue evolucionando su obra, ya que los ismos españoles compartieron objetivos comunes— Juan Larrea, cuya influencia será importante en los poetas del 27, los denominados surrealistas españoles, autores de la talla de Rafael Alberti, Luis Cernuda, José María de Hinojosa, Federico García Lorca, Emilio Prados, etc.

    La actualización del lenguaje poético con los adelantos científicos de principios de siglo, el afán de modernidad y la admiración por la máquina, la libertad de la forma —que ya arrancara del Romanticismo—, una forma sin fronteras, la escritura caligramática y la búsqueda de una autorreferencialidad en un pasado remoto o en el futuro más innovador para reconstruir un presente que hastía al poeta, la bohemia y la lucha por las utopías que han cambiado nuestro siglo son las claves de la vanguardia actualizadas en el prólogo, un prólogo útil y rigurosamente documentado que abarca hasta el año 1936, fecha que significa el fin de la vanguardia en España, cuando aún no habían terminado de conseguir sus objetivos y ya las circunstancias llevaban a los poetas a una lucha más activa y directa por la defensa de la universalidad de la cultura.

C. J. Duarte

 

Juan Cano Ballesta, La poesía española entre pureza y revolución (1920–1936), Siglo XXI España editores, Madrid, 1996, 259 págs. 

    Fue febrero de 1996 el mes que vio renacer este labrado y logrado esfuerzo de crítica literaria. Hace exactamente ahora veinticuatro años que La poesía española entre pureza y revolución (1920–1936) fue objeto de una generosa acogida por parte de quienes ansiaban una audacia crítica sin ambages relativa al corpus lírico de la segunda y tercera décadas del siglo.

    Desde el primer momento los especialistas subrayaron como aportaciones valiosas la lectura meditada de un gran número de revistas literarias y la impecable traza diacrónica en el seno de la poesía y la teoría poética españolas de las citadas décadas. Ahora, a estas reconocidas virtudes se une la confirmación de la coherencia interna de la obra, así como la incorporación, primeriza, de todos los fragmentos y páginas que en su día tachó la censura franquista. En este sentido, la edición que comentamos es la primera verdaderamente completa de esta obra.

    La elección del periodo de análisis no fue azarosa: el interregno de los años 20 y 30 marca un distingo en la trayectoria de la lírica española del siglo XX. No en vano se ha denominado a esta etapa «segundo Siglo de Oro» de las letras españolas. Inmersa en él de lleno, la discutida Generación del 27 y sus vivencias, piezas-clave que Juan Cano Ballesta pretende encajar en el seno de un puzzle de mayores dimensiones, que el lector, debidamente alertado, tratará de completar a lo largo de las 217 páginas que conforman el grueso de la actual edición.

    Mientras el público español de los primeros años 20 aplaudía aún con vehemencia estrenos de los hermanos Álvarez Quintero, y en 1922 el maestro Benavente recibía el Nobel de Literatura, los avezados críticos literarios del momento dejaban en sus testimonios escritos clara constancia de la crisis que atravesaba la escena española. Por su parte, las pujantes vanguardias europeas, crecidas tras la hecatombe del primer conflicto mundial, hallaban receptáculos para su desbordamiento en la novela experimental de la década de los veinte (pensemos por ejemplo en Benjamín Jarnés) y fundamentalmente en la poesía.

    El arte de Calíope buscaba lucidez, pureza y exquisitez artística; sus intenciones aspiraban a disolverse en lo esencial, intelectual y ahistórico. Las vanguardias, con su espíritu dinámico y tumultuoso, cumplieron así una indudable función purificadora preparando el clima artístico de la gran floración poética surgida en la segunda parte de la década.

    Para ello se contó con el cauce de expresión de la revista malagueña Litoral (1926–1929) y con la modulada voz de los jóvenes poetas reunidos en el año 27 en Sevilla en torno a la figura de Góngora. Hacia esa fecha el mecanismo se había puesto en marcha, y poesía y vida tomaban cada vez caminos más divergentes: era el comienzo de la denominada por Ortega deshumanización del arte. Y el liderazgo, para un Juan Ramón que desde la tribuna de El sol exponía y defendía sus ideales estéticos, consagrando a jóvenes poetas o condenando movimientos literarios «heterodoxos».

    El triunfo de la estética purista puso así punto y final al esplendor de las vanguardias; no obstante la tan discutida recepción española del surrealismo, vanguardia rezagada que se señoreaba por Europa, aportaría la nota discordante y exquisita con creaciones como Sobre los ángeles, Poeta en Nueva York, Espadas como labios, La destrucción o el amor... Se fraguaba pues el replanteamiento de un problema: la existencia y explicación del binomio poesía y sociedad. Mientras voces como la de César Vallejo, por aquel entonces en Madrid, y la de Antonio Espina inducían a una poesía en relación directa con la sociedad, críticos como Azcoaga pensaban que «el poeta es la antítesis de la sociedad [...]. El poeta no es hombre social. El poeta no es parte colectiva».

    Entretanto se dirimía el debate crítico; los balbuceos de lo que años más tarde sería un firme compromiso no se hicieron esperar: en 1929 publicaba Alberti Auto de fe (Mapas de humedad), obra que exteriorizaba la herida punzante de una acuciante realidad social y política. Emilio Prados será el primero en secundar a Alberti en el sinuoso proceso de librarse de las cadenas de la estética purista e iniciar la senda de una poesía comprometida que desembocará en tonos revolucionarios. Su compromiso firme, cifrado en poemas como ¡Alerta!, quedaría por voluntad expresa inédito. Todo este proceso que germina contaba ya con un antecedente; y ésta es una de las varias novedades que nos ofrece la sólida exégesis practicada por el instinto crítico de Juan Cano Ballesta: en 1925 José A. Balbotín da a conocer su libro poético Inquietudes, que incluye poemas clasificables en la estirpe de lo combativo: ¡Libertad!, Mi tragedia interior, Alzaba el brazo ingenuamente, etc.

    «El arte puro —dirá Luis Araquistáin— fuera o por encima de las luchas sociales o de las clases, es sólo el sueño de los tontos o de los insensibles». La nueva orientación quedaba así definida: la vida real, tanto personal como política, se aproxima cada vez más a la ansiada fusión con la dicción poética. Muestra de ello nos ofrecen poemarios como Salón sin muros —1936— de José Moreno Villa, Andando, andando por el mundo (1930-1935) de Emilio Prados o Nuestra diaria palabra de Rafael Alberti.

    Socava Cano Ballesta las entrañas culturales de este convulso bienio; con su razonar bien hilado y documentado nos conduce por las señas de identidad de una lírica que, según ya dijimos, comenzaba a vincular la vida a la poesía. Pero la vieja estética todavía no había muerto: Juan Ramón Jiménez aún abanderaba sus presupuestos, Cántico de Jorge Guillén se seguía leyendo e imitando en 1936, y Manuel Altolaguirre sigue escribiendo, aún muy avanzada la década, con la mirada fija en los ideales de la poesía pura. Paralelamente, el arte pasaba a manos más cálidas: en 1933 La voz a ti debida de Salinas nos trae la pasión controlada ascéticamente. A este caudal se unen los sonetos amorosos de El rayo que no cesa y las jóvenes voces de un grupo de poetas que comienzan a publicar el año clave de 1936: Germán Bleiberg, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo María Panero y el Gabriel Celaya de Marea de silencio. Arribamos así a un tiempo literario en el que los ambientes eruditos y la crítica periodística confirman esta nueva orientación: la neorromántica. Nada extraño si tenemos presente que la celebración del centenario de Bécquer en 1935 trabaja por que el romanticismo recupere su perdido prestigio.

    Incentivo poderoso para esta derivación del mundo lírico fue, sin duda, la presencia de Pablo Neruda en España y su vinculación a Caballo verde para la poesía: el magisterio del chileno destronaba casi definitivamente la acendrada defensa purista de Juan Ramón Jiménez.

    Vertebrando estas tres orientaciones del mundo lírico del 36 —compromiso, ecos puristas y neorromanticismo— concluye Juan Cano Ballesta su viaje por la poesía española de pre-guerra, viaje exento de erudición pedante y con clara voluntad de liberar la clave teórica de una poesía que, corporizada en dos visiones del mundo antagónicas, presagiaba la inminente presencia del conflicto civil.

    De punto de partida le ha servido la propia poesía en la esencia de sus textos, las reseñas de las revistas que fueron copartícipes de esa floración lírica, las voces de los propios protagonistas de ese esplendor del Parnaso.

    Hilando fino y preciso Juan Cano Ballesta, como ya lo ha demostrado en anteriores producciones —La poesía de Miguel Hernández (Gredos, 1978), Literatura y tecnología: las letras españolas ante la Revolución Industrial, 1900–1933 (Orígenes, 1981)— coloca su intuición de crítico al servicio del buen hacer documentado. El resultado, previsible: lectura ilustrativa y deleitosa, sutiles y acertados comentarios de poemas, visión en «perspectiva» de ese tramo de nuestro patrimonio lírico del siglo XX.

    Completan la presente edición dos atractivos apéndices que explicitan algunos trazos de su viaje crítico-literario: «Poetas celestes, poetas demoníacos: J. R. J. y la Generación del 27» y «Un poema político de Lorca: interpretaciones y sentido de Grito hacia Roma».

    Dejemos finalmente que clausure esta reseña la voz del siempre-equilibrio Jorge Guillén, quien se refirió al propio Juan Cano Ballesta a propósito de La poesía española entre pureza y revolución (1920–1936): «Con tu libro la poesía española de los años 20 y 30 cobra perspectiva. Se ve dónde surge, cómo se desarrolla y en qué desemboca bajo la presión de los acontecimientos». 

A. Marchant

 

Manuel Antonio Arango, Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca, Fundamentos, Espiral Hispano Americana, Madrid, 1995, 479 págs. 

    Manuel Antonio Arango, profesor en la Laurentian University de Canadá, profundiza con su trabajo en uno de los aspectos esenciales de la crítica lorquiana: me refiero a la dimensión del lenguaje poético. Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca viene a sintetizar todo el entramado lírico-simbólico que se establece en torno a la obra lorquiana, es decir, todas aquellas relaciones míticas, sociales o políticas que quedan ocultas entre significante y significado en el papel escrito.

    El profesor Arango divide su estudio en tres partes. La primera se refiere al símbolo, el arquetipo y el mito, un buen modo de centrarnos e introducirnos en el núcleo de la cuestión. Para él, la presencia de lo mítico y arquetípico en la obra del granadino es una realidad constante, ya que la poesía se basa directamente en estos elementos para llevar a cabo aquella función simbólica que la caracteriza. Para el autor, símbolo es la «expresión lingüística que refleja un pensamiento determinado por estructuras reales y por simples leyes lógicas [...]». No debemos olvidar, sin embargo, el carácter plural de los signos, pues los símbolos pueden repetirse variando su significado, creando así, un abanico de posibilidades, como demuestra el análisis del lenguaje de cualquier poeta, mientras que el arquetipo, según Jung, tendría la capacidad de evocar todos aquellos símbolos universales, al que recurre el autor en su explicación. El mito, a mi modo de ver, sería una realidad cultural más compleja. El mito es siempre simbólico, posee un carácter sagrado y arcaico, está lleno de intención, pues desea ordenar y estructurar la realidad, dar una visión armónica del mundo a partir de la vida cotidiana y la conciencia colectiva.

    Es en la segunda parte de su estudio, la más extensa y cuidada, donde pasa a analizar detalladamente todos aquellos símbolos a los que recurre Federico en su obra. Para ello, parte el autor de una clasificación previa: en primer lugar, todos aquellos símbolos que se refieren a la muerte —tema por excelencia del poeta—; luego, los símbolos cósmicos, religiosos, eróticos y de fecundidad —símbolos ambos amorosos, en definitiva, y que, junto a la muerte, vienen a ser la constante de toda su labor poética—; a continuación, los símbolos de protesta social, vegetales y zoológicos, y, por último, el cromatismo y su simbología.

    El profesor Arango lleva a cabo un riguroso análisis del símbolo rastreando cada obra para mostrar abundantes ejemplos en cada caso específicamente. En el apartado que dedica a la muerte, estudia, por ejemplo, símbolos tan característicos en García Lorca como pueden ser la calavera, la luna, los ángeles o el puñal —la muerte lorquiana, oculta, acechando siempre al sujeto lírico—, entre otros muchos. De entre los que clasifica como símbolos cósmicos, destaca la función del sol y la luna, fundamentalmente. Más relevante, creo, son los símbolos religiosos, así por ejemplo, Cristo y la cruz, el cáliz, etc., símbolos que desarrollan esa filosofía cristológica que García Lorca plantea no sólo en su obra de madurez, sino también a lo largo de toda su juvenilia, tal y como demostró Eutimio Martín.

    Junto al tema de la muerte, el tema erótico —y con ello quiero referirme tanto al amor físico, sexual, como al puramente espiritual— es una constante que marca el ritmo poético de todo el corpus lorquiano; se trata de dos temas que el poeta relaciona desde sus inicios, como principio y fin vital. En el apartado de los símbolos eróticos se estudian como elementos el caballo o el cisne, la manzana, el trigo o la flor del naranjo, la luna, etc., destacándose el valor fecundador que posee en la obra de Lorca el mundo vegetal.

    Los símbolos que expresan la protesta social, aquélla que quiso dejar patente Federico, muestran, una vez más, el talante humanista del poeta y su claro compromiso con la realidad que le rodeaba y sus raíces culturales, sociales o, incluso, étnicas. La figura del gitano es central, como también la del color negro. Desde esta perspectiva, son el canto lejano del gitano, sus orientales quejidos y el triste ritmo de la guitarra, sus agrias guitarras, compañera de caminos, los símbolos más señeros y significativos. En el tema de las reivindicaciones sociales fue determinante el movimiento surrealista de la generación del veintisiete, «un elemento para expresar la angustia y la protesta social [...]», como subraya Arango.

    Los símbolos vegetales o zoológicos resumen el mundo andaluz que tan bien conocía el poeta; aparecen, pues, la higuera y el olivo, el espino o la granada, junto al grillo, el gallo o el caballo, entre otros muchos, revelándonos lo moderna, vanguardista o lejana que puede llegar a ser su voz. Finalmente, cierra este conciso análisis el estudio del cromatismo y su simbología, es decir, el papel de colores tan importantes para Federico como el blanco, verde, amarillo o negro, un resumen casi de su poética completa. Como plantea el estudioso, Doña Rosita, o el lenguaje de las flores constituiría una de las obras más cromáticas del granadino.

    La última de las tres partes de que consta este trabajo, se reserva para abarcar la función del símbolo en Poeta en Nueva York, obra que supone en Federico el paso a la madurez poética y estilística a través de la vanguardia —«a partir de esta estética proveniente del surrealismo francés, García Lorca obtendrá un lenguaje particular y una técnica poética diferente [...]»—, obra compleja, que requiere un mayor detenimiento por parte del lector. Se aborda el tema haciendo repaso de las influencias del surrealismo en la España del joven grupo del 27, y lo que éste supuso de cambio en todos aquellos poetas ebrios de imágenes y modernidad. La imagen surrealista lorquiana —la novedad del «duende», tal y como la plantea García Lorca en la conferencia «Teoría y juego del duende»—, que ya aparecía desde su Romancero gitano, será, ahora, una imagen cargada de sentido simbólico y de origen onírico e inconsciente.

    Un trabajo interesante y útil, en definitiva, es el realizado por Arango, por cuanto supone una aproximación más a la figura de uno de los autores andaluces más atractivos para la filología y la crítica literaria. Es, además, un estudio de obligada lectura en la abundante bibliografía lorquiana para todos aquellos que se acerquen a su obra desde cualquier perspectiva, pues siempre un apoyo desde el plano del significado y el símbolo será de gran ayuda para abordar el objeto literario en todas sus dimensiones.  

C. J. Duarte

 

Jorge Guillén, Los grandes poemas de Aire nuestro (ed. de A. Gómez Yebra), Clásicos Castalia, 1996, 382 págs. 

    «Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado “difícil” para ellos». Ante esta explícita defensa de la libertad del lector, lector que se propone explorar densas novelas o extensos corpus de poesía, los antólogos lo darían todo por hecho. Pero, si cierto es que la lectura es un libre placer, no menos cierto es que su disfrute es doble cuando alguien versado en el tema a tratar nos allana el camino. Y mucho más se agradece esta deferencia cuando nos disponemos a extraer el jugo de un poemario, solar donde las concreciones del lector corren el peligro inevitable de derivar hacia interpretaciones, cuando menos, desencaminadas.

    A la mayoría de los lectores nos complace toparnos de cuando en cuando con esos volúmenes que llevan impresa como lema de presentación la palabra antología. Con ellos se abre ante nosotros la posibilidad de obtener una visión globalizadora acerca de la obra completa de un escritor, del fruto de un grupo poético... Pero si para nosotros antología puede significar, y debiera hacerlo en todos los casos, conjunto de textos compilados y seleccionados en base a un criterio válido, bien filológico, histórico... no siempre ocurre así. Y es entonces cuando nos veremos inmersos en la situación descrita en el primer párrafo: alguien se habrá apoderado de las grandes tijeras de la imbecilidad y recortará todo lo que le resulte demasiado «difícil».

    No es éste nuestro caso. Los grandes poemas de Aire Nuestro han nacido de una certera selección, avalada por la labor de un antólogo que tuvo la envidiable oportunidad de conocer personalmente al que desde ahora, y hasta el final de esta reseña, denominaremos nuestro poeta, Jorge Guillén. De todos es sabido la peculiar concepción que el poeta, vallisoletano de nacimiento y malagueño en su senectud, tuvo acerca del conjunto de su obra poética: «Clamor, pues, está concluido. Ahora estoy terminando Homenaje. ¡Y no irá más! Me gustaría publicarlo —no pronto— junto con los dos otros libros en un solo volumen» [1].

    «Así, en relación con el conjunto de Aire Nuestro, se puede entender el sentido de este final que es Final. Si Dios me diese vida para seguir redactando poemas, ello se añadiría a la última parte. Ése es mi propósito».

    Y este corpus poético, que ya había visto la luz en su conformación última (ediciones de Barral, Anaya y Centro de creación y estudios Jorge Guillén de Valladolid) se nos presenta hoy antologado por vez primera.

    Ha transcurrido el tiempo necesario para poder «volver a Guillén»; doce años desde la muerte de nuestro poeta es período más que suficiente para añadir nuevas connotaciones a la ya consagrada exegesis de su obra, pero también lo es para rememorar unos contenidos y una sensibilidad que siempre tendrán asegurada su validez universal.

    Los grandes poemas de Aire Nuestro se acogen a la máxima que ya nos proponía Juan Ruiz en su Libro de Buen Amor: «De todos instrumentos yo , libro, só pariente; / bien o mal, qual  puntares, tal diré ciertamente», ya que se trata de una antología a la que pueden acudir tanto desconocedores como iniciados y expertos en la materia.

    Todos ellos, pulsando cada uno los resortes que elija, lograrán sacar partido de su lectura. De modo que al cerrar la contraportada, tras haber surcado el mundo de Guillén, estaremos en situación de asimilar esa poesía que se ha definido densa, compleja y difícil... Las abundantes y precisas notas a pie de página nos habrán ayudado en la tarea de desciframiento. Y así se producirá el encuentro frente a frente entre nosotros, lectores, y una poesía «pura» que en ningún momento deja de lado las constantes humanas.

    Iniciamos pues nuestro viaje literario y nuestro primer puerto es el estudio que se lleva a cabo sobre la trayectoria vital de nuestro poeta: ciudades como Valladolid, Florencia o Málaga; nombres como el de Germaine, Claudio o Irene...; amistad como la de Salinas o Aleixandre....; premios como el «Joseph Bennett Award» o el más popular Cervantes...; todo ello nos irá aproximando poco a poco al talante humano y profesional de Jorge Guillén, cuya opinión acerca del género biográfico merece la pena reseñar en este alto: «Mi querido José Luis: no puede usted imaginarse con qué placer he leído —y he hojeado muchas veces— su biografía de Federico. Justa, precisa, muy armoniosamente compuesta, salvando los escollos públicos y privadísimos, de muy deleitosa lectura... La biografía, usted lo sabe mejor que yo, es un género difícilísimo» [2].

    Tras esta carta de presentación, Antonio A. Gómez Yebra nos propone empaparnos de la orientación vital de cada libro, de cada uno de los sumandos que conforman Aire Nuestro. Aunque el antólogo nos previene de la condición de muestrario que baña Los grandes poemas de Aire Nuestro (la selección de composiciones radica en última instancia en su gusto personal), no por ello dejan de darse cita incondicionales como «Potencia de Pérez», «Huerto de Melibea», «Más allá» y otros tantos poemas que el buen lector de Guillén echaría de seguro en falta a la hora de acometer la lectura de una antología suya.

    Completa esta primera parte del trayecto un nutrido apunte bibliográfico y el obligado y siempre tan orientativo prefacio. La edición crítica se cerrará con un índice de títulos de poemas, guía dispuesta a brindarnos una solución si somos lectores indecisos y un tanto heterodoxos y plano concreto en el que podremos buscar con avidez aquel título que llama incesante a nuestra memoria.

    Pero, he aquí que va siendo hora de explorar el grueso de la antología. Equipaje necesario será la predisposición a emocionarse y a degustar todos y cada uno de los vocablos que se van desgranando en la lectura y cobrando vida en el papel. Empezamos pues a ser lectores de Guillén, pero lectores en potencia, porque quién sabe si al final del recorrido habremos logrado acceder al grado de lector-amigo: «El “lector amigo” —el único que me importa— no es el que obra por motivos de estrategia literaria. No, ni milicia ni política, en esta ocasión; ya florecen bastante en torno nuestro a todas horas» [3]. Lectores amigos o en disposición de serlo, nos adentramos en el sí a la vida que supone Cántico: entre un amanecer y un anochecer asistimos al desarrollo de un proceso poético luminoso, centrado en un radiante poema de mediodía. Mediodía, hora perfecta, momento ajeno a las coordenadas espacio-temporales al que también cantó Paul Valéry —no en vano la traducción que de El cementerio marino hizo Guillén figura como referencia inexcusable al iniciar el estudio del poeta francés—[4]. Su talante por ahora es decididamente antirromántico: no hallaremos ocasos ni atardeceres bañados en tristeza, sino amaneceres plenos de un vitalismo como pocos perviven en las letras españolas (poema «Más allá»). Y en medio de esta exaltación gozosa de la que lentamente nosotros, lectores amigos, nos vamos gustosamente contagiando, la voz de un yo poético que aún no ha perdido los visos del candor infantil. En efecto, son numerosos los poemas del conjunto de la producción guilleniana dedicados a cantar el tema de la infancia. Y no sólo en Guillén hallaremos la recurrencia a este tema. Bastaría recordar otros títulos, también del 27, como «1910, intermedio» o «Tu infancia en Menton» de Poeta en Nueva York, este último encabezado por un verso del propio Guillén: «Sí tu niñez: ya fábula de fuentes. / El tren y la mujer que llena el cielo» («Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes», de Jorge Guillén). Y junto al recuerdo infantil, la madura capacidad de amar y de soñar... Me refiero concretamente al poema que lleva por título «Salvación de la primavera» (pág. 103 de la Antología), poema en el que la plenitud del mediodía alabada en Cántico parece haber hecho nido entre dos seres que se aman: pocas veces presenciamos un erotismo tan sutil, recubierto de esa especial pureza...

    Prácticamente sin apercibirnos hemos consumido el preludio. Ahí queda Cántico, que como creación puramente humana fue creciendo con el tiempo —de los 75 poemas de la edición de 1928 pasamos a los más de trescientos de la versión definitiva en 1950—.

    Y es tiempo de enfrentarnos a Clamor, contrapunto de esa primera afirmación vital y prolongación de la misma: no hallaremos ecos de desánimo ni pesimismo vital, tampoco aires de poesía social; denuncia, sí pero desde el equilibrio. Equilibrio que puede quedar manifiestamente ejemplificado en los que a mi parecer, se alzan como líderes indiscutibles de esta segunda serie, «Potencia de Pérez» y «Huerto de Melibea» (ambos poemas presentes en la Antología, en las págs. 179 y 235 respectivamente): los ecos trágicos del coro griego pondrán la nota de denuncia, la obra de Fernando de Rojas será el referente de un pieza exquisita repleta de valores poéticos y dramáticos (ver nota a pie de página en «Huerto de Melibea»).

    Tercera entrega, aún el poeta no nos ha defraudado: el canto a la vida sigue latiendo con fuerza debajo de todas y cada una de las letras ya impresas, Homenaje. Poemas a las más diversas figuras de las letras, la historia, las artes, desde Homero a los contemporáneos, ejemplo de la voz poética con ansias plenas de comunicación, de fraternidad, de amistad..., de esa amistad que definió de forma tan precisa en su De amicitia Cicerón (a quien nuestro autor hubiera deseado escuchar en una de sus intervenciones en el senado), y que recrea el poema de Homenaje titulado «Pedro Salinas»: «Amigo. / Sin quimeras / De trances absolutos, / Fiel a tantas verdades relativas, / Comunes las delicias y aflicciones, / Más acá de las últimas reservas: / El clave temperado / De la amistad segura». Una amistad que Guillén supo valorar y mimar, la amistad propia de un talante que, como el de Aleixandre, siempre acabó sobreponiendo el espíritu creador y de grupo a los desagradables avatares que hubieron de sufrir. Guillén fue señorío y equilibrio; otros como Cernuda colocarían el acento bronco a una voz nacida en el exilio.

    Antes de concluir nuestro paseo por Homenaje es necesario reparar en «Obra completa», el poema que cierra la serie (pág. 306). Con esta composición pretendía Jorge Guillén dar punto y final a una ya dilatada tarea creadora; razones para ello, entre otras, la de no cansar al lector. Esto viene a corroborar el afán de comunicación que había guiado hasta ahora su labor de poeta, la obra como un proceso dialéctico que se forma y se conforma por la acción recíproca de autor y lector. Pero todavía Guillén tenía mucho que decirnos, de ahí nacieron Y otros poemas y Final.

    Surcando los poemas que Antonio A. Gómez Yebra entresaca como más representativos de la penúltima serie se enfrentará el lector a un Guillén que nuevamente nos habla de la infancia («Puerilidad»), aunque en esta ocasión desde la óptica de un septuagenario, y también de nuevo del amor, esta vez embriagado de mito («Ariadna en Naxos»); un Guillén que nos ofrece ya madura su teoría poética («Hacia la poesía», «Escritor y escritura»).

    Y así, lentamente, llegamos a Final, su libro de senectud, que sigue manteniendo el frescor y la lucidez de las primeras páginas de Cántico. Las diecisiete composiciones (ocho de ellas en selección) que se nos ofrecen en Los mejores poemas de Aire Nuestro son botón de muestra más que indicativo para inducirnos a la lectura de Final, con el que Jorge Guillén concluyó, y esta vez definitivamente, su labor creadora.

    Se acaba nuestra lectura de Guillén y ¿cómo condensar lo que se ha podido experimentar o soñar durante estas casi cuatrocientas páginas de recreo? Mejor opción será que cada cual guarde estas cosas y las medite en su corazón. Nos dejó con la miel en los labios, pero Aire Nuestro tuvo que ser así, no pudo ni debió crecer más. Cada verso que lo compone es un ejemplo patente de poesía equilibrada llena de salud espiritual, la de su animador, que se propuso crear por encima de todo «cántico a pesar de clamor».

    No he de olvidar hacer mención de las seis láminas que, dispersas por las páginas de esta antología y colocadas acertadamente, han contribuido a llenar de vida, complementaria a la de sus versos —de por sí insuperable—, la imagen siempre inasible de ese poeta enamorado del mar y de la bahía malagueña: «Málaga, Paseo Marítimo, 17 de enero de 1977. Mi querido José Luis: [...] ¡Qué bien me encuentro en Málaga! Como el pez en el agua (pez castellano en agua andaluza....). A cada regreso, Málaga me gusta más [...]».

    Y tanto le gustó que terminó quedándose con nosotros en el cuerpo y en el alma, y con sus versos para siempre en nuestro recuerdo y en nuestro hacer literario.

Y en este año de 1996 (doce años después de la muerte de nuestro poeta), Antonio A. Gómez Yebra, haciendo honor al étimo griego de antólogo —el que escoge la flor—, nos ha brindado la oportunidad de este reencuentro tan gratificante y por el que le quedamos muy agradecidos. Pero dejemos que finalmente autor y editor se miren y se reconozcan mutuamente. El marco nos lo propicia otro fragmento de las cartas que Jorge Guillén solía enviar al también poeta malagueño Jose Luis Cano: «Ínsula me ha conmovido de veras. Ha dispuesto usted las páginas de modo magistral. La primera página, en el centro Vicente, a los lados Casalduero y Alvar, y también el dibujo de Halty con su nota. ¡Primoroso! Aún no he leído todo el “homenaje”. Hay estudios muy buenos: Casalduero, Alvar, Emilio Miró, Antonio Romero... y en un punto central de la revista, sus precisiones, las de usted, sobre “nuestra Málaga”. (Y Gómez Yebra y Alfonso Canales)».

NOTAS

[1]  J. L. Cano, Epistolario del 27, cartas inéditas de Guillén, Cernuda y Prados, Versal, Madrid, 1992, pág. 31.

[2]  J. L. Cano, op. cit., pág. 25.

[3]   J. L. Cano, loc.  cit., pág. 14.

[4] Sobre la conexión Guillén-Valéry véase la cita que aparece en la página 18 de Los grandes poemas de Aire Nuestro. La transcribo aquí por su precisión y contundencia: «A mí me interesa Valéry por la elevación del tema y el rigor del estilo. Su contenido no me podía ser más remoto... Yo  no reniego nunca de que me ha formado y enriquecido. He admirado y admiro a Válery, pero que quede claro que la poesía pura no me importa nada».

A. Marchant

 

Una vida con Brecht. Recuerdos de Ruth Berlau (ed. y epílogo de H. Bunge; trad. de A. Asensio y J. Sierra), Trotta, Madrid, 1995, 265 págs.

    La obra de Hans Bunge recoge ante todo, la vida de Ruth Berlau y su amor por Bertolt Brecht, centro del único mundo de la mujer que fuera su eterna colaboradora. La relación que vivieron Bertolt Brecht y Ruth B. quedó para siempre impresa en la obra del autor alemán. Los destinos de ambos personajes estuvieron ligados por el interés común por la creación, un condicionante feroz que hizo, sobre todo de Ruth B., una voluntaria esclava de su causa. Este libro ofrece, a través de su propia voz, una secuencia de recuerdos que se sucedieron en la mente de la polifacética danesa, espontánea y desordenadamente; aún después de haber vivido el rechazo por parte de «su creador», Ruth B. habla de Brecht hundida en una profunda y serena emoción, cargada de subjetividad: lo retrata como «genio aplicado, marxista, normal», omitiendo voluntariamente y en favor de él, capítulos especialmente dolorosos de su vida en común.

    Ruth B. fue una mujer luchadora y obstinada hasta el fin de sus días, más sabia a cada momento, más útil y más productiva. El ciclo de una vida repleta de tensiones, de apasionantes experiencias, de motivaciones, no alcanzó ese punto de felicidad que Brecht había descrito y prometido, un momento en el que lograsen el aparentemente sencillo objetivo de convivir sin más: et prope et procul, «en la proximidad y en la lejanía», serían las palabras de esperanza para Ruth B. El hecho de que ambos hubieran sido modelo de confianza, comprensión y entendimiento durante años, no les libró de caer en una dinámica destructiva en el momento en el que la relación amorosa fue deteriorándose, algo que afectó directamente al trabajo que realizaban en común, lo que había sido el motor de sus existencias.

    Ruth. B. conoció a Bertolt Brecht cuando éste se encontraba en el exilio, «perdido» en Dinamarca. A partir de ahí, el camino de la por entonces ya comunista actriz y periodista, quedó marcado por las exigencias del autor alemán, por el entusiasmo que la personalidad de Brecht despertó en ella misma. Tanto que le hizo abandonar su hogar, a su marido, el científico Robert Lund, y una promesa de vida burguesa en círculos intelectuales, para dirigirse a Suecia, Finlandia, la Unión Soviética y América. Todo por seguir a Brecht, aun en la distacia.

    Ruth se convirtió en su indispensable colaboradora, traductora, secretaria y mecanógrafa; más tarde sería co-autora (aunque no figurase como tal), y editora de sus obras. Para Bretch, el proceso de creación era sumamente sencillo y complicado al mismo tiempo, haciendo de las sensaciones más inmediatas —sensaciones que el mundo y la gente corriente le proporcionaban—, el instrumento perfecto para defender sus argumentos, siempre marxistas, con la lucha de clases como base de cualquier planteamiento. Pero Brecht necesitaba constantemente de alguien que ordenase sus ideas, al tiempo que su agenda. Antes que Ruth B., otras mujeres habían desempeñado este papel vital en el trabajo de Brecht, mujeres que también de algún modo llegaron a ocupar aquella parte del corazón de Brecht que éste reservaba al amor, un amor entendido como producción, como trabajo conjunto, como aportación de ideas para un fin común y compartido: Elisabeth Hauptmann y Margarete Steffin fueron colaboradoras de Brecht durante años; también ellas padecieron esa invencible influencia que el autor ejercía sobre todo aquél a quien decidía tomar como «discípulo».

    La importancia que tuvo Ruth B. en el desarrollo y difusión de la obra de Brecht fue determinante. Se encargó de realizar traducciones para él, tratar con editores, llevar a escena sus obras; pero fue su labor como «aduanero» la que más valoraría el alemán desde un primer momento: el genio creador de Brecht se había encontrado de frente con una sabiduría innata en la persona de Ruth B. para captar la esencia de las cosas que a ambos ocupaban, al tiempo que detectaba los vacíos en los planteamientos del autor. Esta capacidad se unía a la excepcional habilidad de Ruth B. para exponer a Brecht todos estos casos, de manera que sus críticas fueran un modo de abrir camino en su mente, de hacerle avanzar un paso. De forma espontánea, Ruth B. sería el ejemplo más práctico del concepto de «dialéctica» sobre el que se apoyaría Brecht. Sería para él «la hermana, ardiendo sin llegar a consumirse». Brecht valoraba enormemente su ayuda, su «capacidad para prestar un gigantesco rendimiento en circunstancias difíciles».

    Ruth B. jamás se sintió explotada a pesar de trabajar para Brecht durante toda su vida sin que se reconociera, al menos entonces, la importancia de su labor. Aún hoy como entonces, cuando Brecht desapareció y se quedó completamente sola, su fascinación y casi ceguera ante el mito de Brecht hicieron que para muchos se tratara más de una fanática que de una intelectual. El socialismo, o «la tercera cosa» como el autor la denominaba secretamente en los tiempos difíciles para las ideas, junto al teatro, fueron todas las pasiones de Ruth B., además del mismo Brecht.

    La independencia de la que Ruth B. había hecho alarde en los años en los que se desenvolvió como freelance por los países de Europa, o la que le hizo dejar todo por responder a una petición que Brecht formularía sin ningún escrúpulo, iría difuminándose suavemente hasta perderse por completo. A pesar de autodenominarse tiernamente «tu criatura» (como creación), la pérdida de esa independencia fue algo que ella no quiso jamás aceptar: prefería pensar que eran muchos los caminos y las alternativas, pero que elegía objetiva y libremente su vida con Brecht. Las exigencias del «hombre» fueron muchas, y no solamente a nivel profesional. Quizás Bertolt Brecht hiciera muy desgraciada a Ruth Berlau como mujer.

    Brecht estuvo siempre casado con Helene Weigel, una actriz excepcional, con una fuerte personalidad y una filosofía de la vida muy particular. Fue la inspiración para muchos de los papeles de Brecht, creados especialmente para ella, sobre todo en los primeros tiempos. Ruth B. habla de ella con una admiración inmensa. Realmente, y como puede suponerse, la relación entre ambas mujeres no fue tan buena como Ruth B. evoca: su benevolencia se extiende también a «la Weigel». Pero a pesar de las tensiones que inevitablemente debieron surgir, eso sí, calladamente, Helene Weigel recibió siempre a Ruth en su casa con cortesía, amabilidad e incluso afecto, consciente de la situación. Helene intentó separarse de Brecht en 1953, cuando todos habían regresado a Europa. Pero no fue muy lejos el propósito. La Weigel aportaba a Brecht una estabilidad preciosa para él, y habían alcanzado la convivencia organizada y civilizada necesaria para los dos.

    El hombre sereno que era Brecht se comportó duramente con Ruth B. en los últimos años: ella empezó a presionarle cuando percibió que su relación se debilitaba. La «escribidora» había pasado a un segundo plano y Brecht había encontrado otra colaboradora más útil que Ruth B. en aquellos momentos. Quedaban lejanos los días en los que los dos trabajaban en una dinámica continua, «al alimón» (expresión utilizada por Ruth B. ante Hans Bunge) sin esperar éxitos, sin detenerse, sin distinguir capítulos.

    Bertolt Brecht le proporcionó a Ruth B. una vida intensa y productiva, la rodeó de toda la intelectualidad del momento, hizo que fuese un continuo caudal de ideas. Le ofreció todos sus recursos, le privó de su libertad.

    El editor de esta obra, Hans Bunge, trabajó con Brecht en el Berliner Ensemble como asistente de dirección y dramaturgia; realizó su tesis acerca del autor alemán, y se encargó de organizar el «Archivo Brecht».

    El trabajo de Bunge, ahora como colaborador de Ruth B., tal y como lo fuera de Brecht en su día, dio luz a estas memorias que con amor fueron brindadas a Bunge y al mundo. Queda atrás la escena de la tremenda muerte de Ruth Berlau en el Hogar para veteranos perseguidos por el régimen nazi, tan sólo un día después de abandonar su casa en Charitéstrasse, donde ella habría querido terminar, rodeada de los objetos de Brecht.

E. Gago Sánchez

 

Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad, Torremozas (Col. El vaso de Berceo), Madrid, 31995, 61 págs.

    Irrumpe siempre la Poesía perturbando distancias: los espacios del tiempo, los del hombre, los del Misterio... Su claridad ajena se abre paso deslumbrando en la noche y, como los sueños, secuestra los paisajes y los deseos. ¿Dónde queda la realidad entonces? ¿Acaso existe ya otro camino más allá de la palabra inevitable? Tras la fusión en la luz, ¿dónde los límites del creador, de lo creado?

    Con esta tercera edición de Don de la ebriedad regresan los primeros poemas juveniles de Claudio Rodríguez. En ellos, el ardor del nacimiento de la experiencia poética, y de las dudas y de las certidumbres que permanecerán a lo largo de los años en su trayectoria como poeta. Tal como expone el autor en «Palabras para esta edición» a modo de prólogo, el título de la obra pretende hacer síntesis de las dos dimensiones que reconoce en la Poesía: la poesía como don exterior al hombre que se ofrece en toda su generosidad; y la poesía como ebriedad, como extravío, como rapto de la conciencia, deseo de disolución... Enmarcando y ocupando este universo poético, las tierras de Castilla son de nuevo protagonistas como lindes trascendentes y referentes especulares de quien las comtempla preocupado en dar forma a sus sensaciones. El tono irracional que en ocasiones alcanzan los poemas se justifica en este intento de salvar las fronteras entre la experiencia y su expresión. Pero, ¿seré capaz de repetirlo, / capaz de amar dos veces como ahora? Representa para C. Rodríguez el «Grave problema: ¿La experiencia es concreta? Se trata de una invención —que es canto— en el sentido de descubrimiento, sorpresa. Transfiguración y emoción. Expresar un alma tangible, configurar, y fundirse, amasarse si fuera posible en el aire retador. Ver, poseer. Intentar hallar la certeza única, lo secreto, lo sagrado, la salvación, a través del lenguaje».

    El autor ha resuelto en claves místicas el valor de la experiencia poética y traduce su vivencia de palabra y conocimiento a un «cántico espiritual» propio en heroicos romances. Así, como el iluminado describe sus experiencias una vez que el alma ha logrado fundirse con la divinidad, el poeta, tocado una vez por el abismo de luz de la Poesía, reconoce su contingencia pero inicia su búsqueda incontenible «con llama que consume y no da pena»:

Siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

[...]

Y, sin embargo, —esto es un don—, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas

ebria persecución, claridad sola

mortal como el abrazo de las hoces

pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

    Al modo de Nietzsche, su anhelo de comunión con la esencia del arte lo configura a la vez como «poeta, actor y espectador» en el escenario natural de la ascética Castilla ([...] Y qué lugares / más sobrios que éstos para ir esperando? / ¡Es Castilla, sufridlo!). Es observador de su paisaje, elemento de su paisaje, y creador de su paisaje en tanto que lo dota de vida a través de su pensamiento:

Y es cierto pues la encina, ¿qué sabría

de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta

su intimidad, su instinto, lo espontáneo

de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta

mi vida así, en sus persistentes hojas

a medio descifrar la primavera?

    Pero, de nuevo frente al Misterio, toda la creación le llaga (Hay demasiadas cosas infinitas. / Para culparme hay demasiadas cosas), pues ésta es constante e hiriente afirmación del paso de la claridad que desea y no tiene. Renace entonces, con mayor énfasis aún el afán de desasimiento absoluto de lo terreno, de la disolución definitiva:

Como si nunca hubiera sido mía

dad al aire mi voz y que en el aire

sea de todos y la sepan todos

igual que una mañana o una tarde.

                        [...]

Sobre la voz que va excavando un cauce

qué sacrilegio éste del cuerpo, éste

de no poder ser hostia para darse.

    La expresión a través de la imagen poética es el único acercamiento posible a la experiencia inefable:

Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre.

Cuándo. Mi boca sólo llega al signo,

sólo interpreta muy confusamente.

Ya no existe otro oficio que el de amar, el de crear:

Ni aun hallando sabré: me han trasladado /

la visión, piedra a piedra, como a un templo.

                        [...]

Ya este vuelo del ver es amor tuyo

                        [...]

Sigo. Seguir es mi única esperanza.

Seguir oyendo el ruido de mis pasos

con la fruición de un pobre lazarillo.

Pero ahora eres tú y estás en todo.

    Por mor de este descubrimiento lo que antes era exacto ahora no encuentra su sitio y el círculo trágico de la vida y la muerte resuelve el origen y el destino de una vivencia esencial en la Poesía:

                        [...]

¿Qué me han hecho en la mirada?

¿Es que voy a morir?

                    [...]

Sí, ebrio estoy, sin duda.

¿Es que voy a vivir? ¿Tan pronto acaba

la ebriedad? Ay, y cómo veo ahora

los árboles, qué pocos días faltan..

    Ya pasado el tiempo y, en la madurez de su escritura, el poeta continúa interrogándose: «¿Qué sé yo ahora? Como entonces, como hace treinta y ocho años, cuando escribí estos poemas. La cita de Juan de la Cruz lo dice: ...y cuando salía / por toda aquesta vega / ya cosa no sabía... ¿Y mi ignorancia era sabiduría? Que ellos hablen o callen».

    Pero la disyuntiva apenas si es posible. Los versos de C. Rodríguez, fieles devotos del misterio, dicen bien de lo inefable y ello significa hablar y callar al mismo tiempo.

    En el camino de la docta ignorantia que precipita los ojos hacia el infinito la pregunta acude a cada paso y con cada jornada renacen las palabras —las palabras siempre— del místico: Entréme donde no supe, / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo.

  1. Molina