El arpa medieval [1]

Jaime Covarsí Carbonero

Universidad de Sevilla

 

    La Edad Media se acercó al mundo que le rodeaba con la curiosidad de quien descubriera un misterio trascendental tras los objetos terrenales, según la expresión de San Pablo, per visibilia ad invisibilia [2], atravesando el mundo sensible para desembocar en una huida ascética que lograría vertebrar el conjunto de sus vivencias. Desde este punto de partida, la historia misma se sacralizaría, se convertiría en una teofanía aglutinadora de todas las esperanzas del hombre medieval, imponiendo la estabilización de unas estructuras en continuo intercambio vertical, cuya unidad se adscribe a un fuerte sentimiento de mutualidad entre los individuos, como ya advirtiera Fulberto de Chartres al definir las relaciones vasalláticas para Guillermo de Poitiers, un sentimiento de comunidad forjado en la interrrelación del pensamiento platónico y cristiano.

    La filosofía platónica, en su intento de evidenciar la razón última del conocimiento como respuesta vital y particular del hombre, ligado al impulso amoroso, crea a su alrededor la ilusión de hallar un mecanismo trascendedor capaz de traspasar los límites de lo corpóreo y, por tanto, capaz de superar la relatividad del mundo terrenal en pos de valores humanos generales, superación infinita a cuya unidad tenderíamos naturalmente.

    Sin embargo, en ese viaje desde lo personal a lo divino, se debía contar con la mediación de un agente externo susceptible de participar igual de la mortalidad como de la inmortalidad. El deseo, el eros, se erige entonces en «tránsito de un saber limitado a un saber más amplio y, objetivamente, tendencia de las cosas sensibles que pertenecen aún al me ou (a la “materia”), a participar en el ontws on, en la idea, en lo esencial. El Eros es impulso y anhelo “de lo que no es”, o sea lo malo, a “lo que es”, o sea, lo bueno», según las palabras de Max Scheler [3]; por tanto, la ignorancia que pertenece al ámbito del vacío, se ve irremediablemente empujada hacia la sabiduría o conocimiento de la belleza del principio que ordena el cosmos; y define el lugar que debe ocupar en la comunidad el filósofo, así como su actividad primordial: la contemplación.

    El amor platónico, «eros ouranios», aglutinador de la experiencia cognoscitiva del individuo se agota en la estela de la propia persona, otorgándole la posibilidad de alcanzar la areté, máxima expresión de la paideia, cuya plenitud se constituye no sólo en el objetivo del hombre griego (autosalvación), sino que además se define como «conversión», descubrimiento de sí mismo en ese esfuerzo de «modelar al hombre en el hombre» [4].

    El cristianismo, al dotar de espacialidad a la herencia platónica, transforma la preocupación por la educación del individuo, en una preocupación por la relación entre los integrantes del sistema, donde se produce un intercambio jerarquizado de relaciones solidarias. Si en la época helenística la virtud se fundamentaba en la idea de la justicia, la cristiana medievalidad hará hincapié en la fidelidad de los individuos a la comunidad: «Una cosa existe sólo en tanto guarda y respeta el orden de la naturaleza. Lo que se aparta de ella deja también de existir, pues abandona lo que constituye su propia naturaleza», señala Boecio en La consolación de la Filosofía [5], de modo que la máxima aspiración cognoscitiva del hombre cristiano, y que se agudizará en el período medieval, se reduce a la seguridad de sentirse miembro de la estructura social, identificándose como parte integrante del conjunto.

    El motivo de la Encarnación va a crear en el nuevo imaginario religioso la percepción del mundo sensible como fiel imagen de la organización supraterrenal, de este modo, división comunitaria, imbuida de un fuerte sentimiento simbólico de lo vertical, cristalizará en una distribución jerarquizada, reflejo, por tanto, del espacio celeste, y cuya gradación social viene determinada por la capacidad científica de cada individuo, que en última instancia lo define como la mayor potencialidad de refractar la luminosidad divina, de aprehender la revelación cristiana y por medio del amor (caritas), transmitirlo en sentido descendente. Así, Duby apuntará: «Luz absoluta, Dios está más o menos oculto en cada criatura, según ésta sea más o menos refractaria a su iluminación; pero cada criatura lo descubre a su manera puesto que libera, ante quien la observa con amor, la parte de luz que contiene en sí» [6]. Cuando la cadena descendente recibe, por el deseo natural o amoroso de conocimiento, anhelo de theosis de cada ser, una respuesta inversa, de redención, la diferenciación «ordenada» del corpus cristiano-medieval adquiere pleno sentido, adquiere unidad: la comunidad cristiana, res fidei, opuesta a la res publica grecolatina trata de conciliar una ley de unidad, la ley divina con la ley humana, que apela a la desigualdad distributiva.

El amor, vehículo de conocimiento, se nos presenta ya, a diferencia del amor griego, como condición (no consecuencia) del hecho religioso, cuya preocupación de trascendencia se define más allá del hecho biológico, agotándose fuera del propio individuo, es decir, en la fusión con la divinidad. Sin embargo, a la limitación intelectiva del ser humano le cabe la posibilidad de alcanzar un cierto conocimiento de Dios (nuevamente San Pablo) [7], siendo además el objeto de conocimiento lo que sitúa jerárquicamente a cada individuo, abocando a la cúspide de la pirámide social la dedicación teológica.

    El resultado de dicha elucubración se codificará en dos textos del primer cuarto del siglo XI [8]. Sus autores, Gerardo de Cambray y Adalberón de Laón, primos y ungidos del Señor, coincidieron en la descripción cívica que de sí mismos hicieron en sus escritos: Gesta episcoporum cameracensium y Carmen respectivamente; de la misma forma que el rito de la consagración les señalaba como los representantes de Cristo y, por ende, en contacto con la naturaleza divina, herederos de una sapientia interpretadora de las apariencias, escrutadora de las verdades ocultas, para guiar al corpus cristiano, lo que implicaba aludir al ordo, vocablo que sufriría un ligero desplazamiento semántico desde la mera señalización de un rango privilegiado a la implicación jerárquica que la unidad solidaria de la comunidad cristiana venía corroborada por el sacramento del bautismo, aunque pertenecía al ámbito de la prescripción divina que, en la tierra, se traducía en virtud de las diferentes diferencias funcionales de cada individuo, y, por extensión, de cada estamento, en una particular distribución humana: «[...] ante todo que la trifuncionalidad aparece, en este caso, como una estructura inicial, como una armazón impuesta a la creación “desde sus orígenes”: pertenece al tiempo del mito y no al tiempo de la historia» [9], explica Duby, responde a la correspondencia entre macro y microcosmos, donde el hombre medieval inserta la capacidad de traspasar los entes visibles como productos «eidéticos» de lo invisible, de lo esencial, y donde la función de cada individuo remite necesariamente a la recóndita naturaleza de su «pre-disposición», de su alma, trinidad platónica (afanosa, valiente y pensante) [10] que ordenará precisamente esa particular distribución occidental en la Edad Media. Sin embargo, no hay que olvidar que ese «tiempo del mito» al que aludía Duby es el tiempo de la ordenación religiosa, cristiana, cuyo filtro dotará a la misión individual de la doble referencia vertical definida por la cadena de la revelación-redención. De suerte que la «parte pensante», más cercana a la divinidad por medio de la contemplación se halla abocada a la dirección de la sociedad, y en el caso medieval viene representada por el obispado cuya actividad (orare) recoge en su seno la dualidad natural que delimita sus funciones y su puesto: por un lado, en sentido ascendente, la oración, modalidad de la contemplación cristiana, y que le permite la aproximación a los misterios celestes, y, por otro, ya en sentido descendente, la predicación o revelación de dicho misterio: servicio y dilección que le señalan como primer eslabón de la cadena cristiana.

    El rey, a su vez, ora también con la pretensión de aprender las prescripciones de la ley (lex), primera consecuencia de la práctica de la paideia religiosa que se erige como la más directa predicación episcopal, que se reparte con la obligación de imponerla, mediante la virtus, en aras de la buena dirección del reino (pax), cuya realización, que ha de hacerse extensiva al vulgo, ocupa a la caballería, a sus vasallos militares, «parte valiente», estamento guerrero especializado en la defensa armada (pugnare).

    Finalmente, el intercambio vertical se paraliza en el último y más material eslabón, el campesinado, cuasi-animal, carente de dotación intelectiva suficiente, puede que ni tan siquiera de alma, insiste en trabajar la tierra (laborare) y con ella devuelve la gracia caritativa que ha descendido desde la cúspide.

    La simpleza de su naturaleza podría explicar la ausencia de dualidad en dicho estamento, ya que, clara prolongación de la tierra, difícilmente puede superar su condición carnal para albergar una cantidad razonablemente espiritual en su seno. Sin embargo, la creación de la antítesis cuerpo/alma no pertenece a dicha distinción de la verticalidad, no surge como cláusula negativa en dicho estamento, sino que aparece como consecuencia de las luchas por el poder ideológico en la Edad Media; batalla ésta que desató la ordenación gelasiana para hacerla desembocar en la estructura tripartita, donde la división bimembre, esencialmente material (poderosos y no poderosos), introduce el término ideológico, religioso, no sólo para satisfacer nuevas pautas de división social, sino también como evolución y creación de un «sistema de buen gobierno», según Adalberón de Laón, enraizado en la cultura grecolatina, así Jaeger puede añadir: «La cultura antigua que la religión cristiana se asimiló y con la que se abrazó para entrar fundida con ella en la Edad Media, fue una cultura basada íntegramente en el pensamiento platónico» [11]. De este modo, no sólo sería la medievalidad la que debería agradecer el bagaje platónico heredado, sino que, asimismo, significa la materialización de su política («politeia»), razón práctica que defiende Sócrates respecto de la verdadera «paideia», y no una educación anclada sin meta ni certeza sobre el bien que se esforzara en conseguir.

    La proyección de la «paideia» platónica, esto es, la «politeia», y a la que el pensador heleno redujo sus aspiraciones cívicas se materializarían en la Edad Media, fruto de la asimilación por los postulados cristianos. La res pública, eminentemente filosófica y cuya organización virtuosa, de justicia, se desenvuelve en el plano teóricamente horizontal, adolecía de la necesaria solidaridad en el sistema que la religiosa medievalidad le ofrecerá en la forma de la res fidei, donde las relaciones de fidelidad teológica armonizarían las nuevas estructuras lideradas por la representación del filósofo cristiano, el obispo, el poder religioso.

    La incertidumbre [12] y variedad de las interpretaciones de la poesía de trovadores se extiende a la denominación de dicha realización poética medieval. la complejidad del fenómeno provoca que debamos conformarnos con acertar tan sólo parcialmente en su designación: ¿poesía de amor cortés o de caballería? La división genérica entre la lírica y la novela ha provocado la separación respectiva de ambos términos; y, al mismo tiempo, no es de extrañar que haya sido un fenómeno eminentemente textual el que haya decidido tales atribuciones: sociológicamente la cuestión es bastante ardua. La cortesanía por sí misma tan sólo señalaba el contexto que ha de rodear al hecho poético, no cobra pleno sentido hasta que su ordenación viene corroborada por la invención del código de caballería que pretende fomentar las pertinentes relaciones, familiares y de linaje fundamentalmente, que sustentan la corte: el vasallaje (a medio camino entre la imitación pagana y la estructuración vertical cristiana).

    La corte, entonces, ofrecerá el marco en el que se desarrollen las relaciones de vasallaje entre el «criado» (en su sentido medieval ‘mantenido, nurritus’) y su señor, entre los que media una filiación agnaticia que potencia la mutualidad del intercambio vasallático. El señor (senex) manifiesta su dilección proporcionando al iniciado una educación, un código de conducta integrador en la comunidad cortesana. Al mismo tiempo, y por mor de las relaciones sanguíneas que les une, el vassalus se afana en prodigarse al servicio de su propia gloria, en busca de la virtud de caballería, que redundará en la del propio linaje. El ímpetu de su comportamiento habrá de verse complementado (y por lo mismo, contrastado) por la serenidad pater familias.

    No obstante, será la figura femenina la que posibilite ese intercambio procesional de arriba a abajo entre ambos polos. Pero ¿por qué? Posiblemente debido a la influencia matriarcal de la cultura celta (habría que recordar en este punto las anteriores migraciones de monjes irlandeses al continente), aunque también es seguro que la mujer se vio revalorizada en el siglo XI coincidiendo con los cultos mariológicos: su imagen evolucionaría en este siglo desde la más abyecta condición de sierva, de Puta Regia o Prostituta Sagrada, a la Virgen Universal, madre de todos los hombres y de Dios. «¿No será ¾ se pregunta Markale¾ la dama del amor cortés un sol resplandeciente a cuyo alrededor van a desarrollarse los actos de los caballeros enamorados ¾ y amantes¾ para mayor beneficio de la comunidad puesta así de relieve, para mayor beneficio de los propios individuos, que salen forzosamente engrandecidos de la prueba?» [13]. Símbolo y encarnación del más allá, representa el furor erótico capaz de transformar, «convertir» en el sentido platónico, a su amante ficticio: «Tant ai mo cor ple de joya, / tot me desnatura. / [...] per que mos pretz mont’e poya» («Tengo mi corazón tan lleno de alegría, / que todo me lo transforma. / [...] por lo que mi mérito aumenta y sube»), canta Bernart de Ventadorn [14].

    El mérito que ha de cultivarse fluye entre las tres zonas axiológicas definidas por Aristóteles [15]. La dama, motor inmóvil, estimula el desarrollo de las virtudes cardinales (fortaleza, prudencia, justicia y templanza) que se desenvuelven en la valoración de la utilidad (utile o bien externo) y la del bien moral («honesto»), según el Estagirita, y las teologales (anhelo de Sumo Bien, de la perfección y la sabiduría): esperanza, fe y caridad.

    Se establece entonces un intercambio de naturaleza religiosa encaminada a la adquisición de un compromiso de fidelidad: «[...] mos cors no.is part de lieis tant cum ten l’ongla» ([...] mi corazón no se separa de ella ni la distancia de una uña») [16], donde la fe: «Eu n’ai la bon’esperansa: / Mas petit m’aonda» («sigo confiando: / poco me aprovecha») [17] y la esperanza, constante de ser: «De s’amistat me reciza! / mas be n’ai fiansa, / que sivals eu n’ai conquiza / la bela semblansa» («Me aleja de su amistad / pero mantengo la esperanza / pues he conquistado / su hermoso semblante») [18] sostienen la práctica de un amor provechoso a la comunidad: «Tan l’am de bon’amor / que manhtas vetz en plor» («La amo tanto con buen amor / que muchas veces lloro») [19], abocado a una última expresión social: «[...] e sos Espos fa ço que no faria / muylls altr’espos, car platz li can servir / ve s’espoça, amar e obezir, / qu’es ses falir, que.ns va.l jorn mostran l’alba» («[...] su Esposo hace lo que no haría / ningún otro marido, pues le agrada ver / que sirven, aman y obedecen, a su esposa / sin pecado, de forma que de día nos muestra el alba») [20].

    La esposa se presenta así como trasunto del señor temporal cuya cadena dilección-servicio, imita la comunicación establecida entre la divinidad (señor atemporal) y sus criaturas (revelación-redención) de modo que la inmediata verticalidad de la poesía de amor cortés pone en marcha una cadena de peregrinación ascética que los trovadores también adoptaron y puede dar explicación de la creación lírica que nos legaron.

 

NOTAS:

[1] El título de la comunicación responde a la indicación, por un lado, de la explicación simbólica que la cultura medieval ejerció sobre el mundo terrenal y, por otro, la aproximación desde tal perspectiva al elemento poético. El arpa en la Edad Media representa ambas indicaciones.

[2] Georges Duby,   El año mil, Cátedra, Barcelona, 1998, pág. 46.

[3] Max Scheler, Amor y conocimiento, Sur, Buenos Aires, 1960, pág. 15.

[4] W. Jaeger, Paideia, FCE, Madrid, 1990, pág. 754.

[5] Boecio, La consolación de la filosofía, Alianza, Madrid, 1999, pág. 33.

[6] G. Duby,  La época de las catedrales (arte y sociedad, 980-1420),  Cátedra, Madrid, 1995, pág. 106.

[7] San Pablo, Romanos 11,14-15.

[8] La fuente para estos textos se ha extraído de la obra de G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Taurus,  Madrid, 1992.

[9] G. Duby, loc. cit.

[10] República, 580 d-582 a.

[11] W. Jaeger, Paideia, FCE, Madrid, 1990, pág. 458.

[12] El plan inicial de la comunicación comprendía el análisis de la determinación social del cruce entre paganismo y cristianismo en la Edad Media: a continuación, cómo esa circunstancia vertebra el ideal de la vida de caballería y, finalmente, el estudio de la forma poética característica de dicho estamento, la literatura de amor cortés. Por lo ambiciosos del plan inicial y por lo encorsetado de este género de ponencia, el final se reduce a un leve apunte orientador de dicho planteamiento global.

[13] J. Markale, El amor cortés o la pareja infernal, Olañeta, Palma de Mallorca, 1998, pág. 13.

[14] Los textos que se presentan se han extraído de la antología publicada por Carlos Alvar, Poesía de Trovadores, Trouvères yMinnesinger. Alianza, Madrid, 1999. Estos primeros versos pertenecen al poema de Bernart de Ventadorn, «Tant ai mo cor ple de joya».

[15] E. R. Curtius Literatura europea y Edad Media latina, FCE, Madrid, 1988, pág. 724.

[16] Arnaut Daniel en su poema «Lo ferm valer q’el cor m’intra».

[17] Bernart de Ventadorn, op. cit.

[18] Bernart de Ventadorn, loc. cit.

[19] Bernart de Ventadorn, loc. cit.

[20] Cerverí de Girona, «Axi con cel c’anan erra la vida».