Otra vez sobre la liturgia hispana

Manuel Díaz y Díaz

Universidad de Santiago de Compostela

 

    El problema litúrgico en Hispania es sumamente oscuro, como lo es el de las condiciones del primer establecimiento cristiano. No quiero retomar el debatido problema de si fue desde Roma de donde llegaron los primeros mensajeros cristianos como reivindicó desde el siglo V el papa Inocencio, y dio por supuesto en el siglo VIII la leyenda de los Varones Apostólicos; o quizá de la Italia del Norte y la Provenza como parecen reclamar no pocos indicios de dependencia litúrgica; o probablemente, al menos en buena parte, de África, provincia con la que al menos ciertas regiones de la Hispania cristiana tuvieron fuertes relaciones desde el siglo III. Matizando ciertas teorías mías sobre el origen africano de nuestro cristianismo, que fueron mal recibidas por grupos tradicionalistas, quisiera reconocer que probablemente no hubo un solo origen, sino varios y diferentes, que se fueron confundiendo, en un proceso acaso buscado en iniciativas tan tempranas como la del célebre y controvertido concilio de Elbira, o Granada. Pero lo cierto es que en aquellos siglos, IV y aún V, la preocupación por la unidad y uniformidad cristiana y litúrgica ni siquiera había apuntado, ni se daban las condiciones para ello. Por razones graves, pero creo que puede decirse que casi nada eclesiales, en los siglos VI y sobre todo VII, se convirtió en Hispania esta preocupación por la unidad de creencias y de ritos en una verdadera obsesión, cuyo final en la Península lo logró en lo eclesiástico el Concilio IV de Toledo, de 633, presidido por Isidoro de Sevilla, y en lo litúrgico la profunda reforma llevada a efecto por Julián de Toledo en 682, si me atengo a la cronología por mí mismo establecida hace no pocos años.

    En la Península se siguieron ritos que podemos, sólo grosso modo, sin puntualizar demasiado como quieren algunos, considerar centrados en la Tarraconense y en la Bética, provincias de las que parece que conocemos ciertos materiales antiguos. En cualquier caso, es de anotar que en Hispania no sólo no se da de ninguna manera en la liturgia el problema de lenguas, sino ni siquiera el que denominaría problema de estilos, aquél zanjado en Roma hacia el siglo III, éste al comenzar el siglo V. Tampoco hubo dificultades con la progresiva apropiación del latín cristiano que se iba generalizando rápidamente desde el primer tercio del siglo IV.

    En determinadas líneas podemos admitir que en la Tarraconense hubo inclinación a admitir influencias italianas, que desde el siglo V se dejaron sentir vía poder papal en otras regiones, mientras que quizá podamos hacer a la Bética más responsable de mayores contactos con el mundo africano. Pero se trata solamente de pequeños elementos que no afectan a lo sustancial: la anáfora nos aparece desde los primeros testimonios que conservamos, y que pueden remontarse al siglo VI, como única para la Península, distinta de la romana, con no pocos puntos de contacto con la milanesa y galicana, y con algunas otras liturgias orientales (quiero recordar a este respecto que de la liturgia africana, digamos de Cartago o su zona de influencia, no tenemos textos bastantes y las noticias son escasas e insuficientes para trazar un cuadro efectivo).

    No es, sin embargo, de la anáfora hispana, muy interesante, de la que quiero hablar aquí, sino de los restantes elementos litúrgicos, ya constituidos desde el siglo VI.

    Esta antigüedad viene garantizada por las informaciones precisas que nos da hacia 615 Isidoro de Sevilla en su precioso tratado de officiis ecclesisticis. Las noticias de Isidoro han de ser entendidas casi siempre en líneas generales, haciendo una severa crítica de los vocablos y giros que las definen, por su hábito de escribir buena parte de sus libros con la técnica del mosaico de fuentes; es decir, que sólo después de identificadas las obras que utilizó para la redacción correspondiente, se puede valorar adecuadamente la información que puedan contener sus frases sobre la realidad de su tiempo, si es ésta la que nos interesa.

    Es curioso que en la parte más enjundiosa del libro I de esta obra isidoriana, sean Cipriano y Agustín los dos pensadores más imitados, singularmente cuando se trata de describir los valores simbólicos o espirituales de cada institución. Pero me parece especialmente representativo que en el resumen del significado y sentido de las oraciones que se usan en la eucaristía hispana (oratio admonitionis; alia; post nomina; ad pacem; inlatio; post sanctus; y ad orationem dominicam) sean escasas las fuentes, debiéndose al propio Isidoro buena parte de las definiciones (eccl. off. 1, 15, 1-3). Pero además de estas oraciones de la Misa hay que contar con las que se usan en las diversas horas, como en Vísperas, Completas y Maitines.

    La mención de las oraciones nos pone en contacto con el origen de las mismas. Aunque quizá en un comienzo no fueran tan variadas y precisas. lo cierto es que pronto pasaron de su carácter improvisado inicial a constituirse en formularios. En efecto, en los tiempos primitivos, que podemos estimar hasta mediado el siglo IV, más o menos, el presidente de la asamblea invitaba a orar a los fieles (recordemos que las oraciones comunes se inician con la fórmula oremus). Éstos hacían su propia oración en silencio, y el obispo resumía al final el conjunto de las súplicas con unas frases generales, que encontramos todavía en muchas oraciones, en diferentes liturgias latinas: supplices te rogamus, concede nobis Domine, maiestatem tuam deprecamur, preces humilitatis nostrae, etc., rematando el conjunto con una doxología.

    El período de las oraciones improvisadas fue desapareciendo por un doble efecto: la dificultad de esta misma improvisación por un lado, y la necesidad de reiterar oraciones análogas con el paso del tiempo cuando se vuelven a celebrar las mismas festividades. Surgen así las primeras colecciones eucológicas, con plegarias generalmente breves y condensadas, en muchas de las cuales se recuerda la ocasión de la asamblea litúrgica, sean conmemoraciones de mártires, sean recuerdos de la Pasión y Muerte de Cristo. Pronto estas colecciones comienzan a circular, sin ningún carácter oficial, con los consiguientes riesgos para las comunidades, como señala el Concilio de Cartago de 383. La solución encontró acogida explicable entre muchos obispos menos ilustrados, que tomaron los textos de otros o pidieron ayuda a personajes formados en las escuelas; ello engendraba otro peligro que manifiestamente descubre Agustín en su de catechizandis rudibus 1, 9, 13, aunque se refiera más concretamente a la predicación cristiana.

    Las colecciones eucológicas tuvieron un efecto multiplicador, pues de un lado resolvieron los problemas de la improvisación en las preces, corrigieron cualquier eventual desviación de la ortodoxia, y contribuyeron a fijar los distintos ciclos y festividades, ya que no todos tienen la misma antigüedad ni el mismo sentido. Por supuesto que el llamado ciclo santoral se reducía por este tiempo a poco más de media docena de conmemoraciones de mártires, si se excluye Roma, donde la abundancia de éstos había generado una especie de jerarquía, en que solamente unos pocos disponían de verdadera celebración. Pero notemos que, en general, el culto de los mártires se conservó con un estricto carácter local hasta que distintas iglesias se sintieron inclinadas a festejar el recuerdo de algún santo propio de otro lugar: recordemos la veneración que muestran por el mártir valenciano Vicente las iglesias de Africa, como acredita Agustín de Hipona.

    Este complejo proceso agudiza la necesidad de estructurar poco a poco el culto oficial, lo que comienza a realizarse cuando la organización territorial de la Iglesia se estabiliza, en torno a los comienzos del siglo V. Y las iglesias, generalmente metropolitanas, que más pronto lograron constituir su colección de fórmulas para las distintas celebraciones del temporal y del santoral, se vieron imitadas o simplemente copiadas por otras iglesias, con lo que a la vez se produce cierta nivelación de fiestas y de textos de finalidad cultual.

    No está, como digo, bien determinada la situación más antigua del culto en la Península Ibérica. Cuando la encontramos, en el siglo VII, período al que nos llevan todos nuestros libros litúrgicos, manuscritos que en su mayor parte no remontan el siglo IX, está sustancialmente constituida, con un sinfín de elementos africanos, algunos que parecen propios y otros ya emprestados de otras liturgias occidentales, como la romana o la galicana. Precisamente a estudiar los paralelos con estas liturgias se entregó un estudioso como José Janini, que a menudo mostró empeño en presentar los datos que mostraban una dependencia o contacto con las liturgias romana y galicana, relaciones muy relevantes en la liturgia hispana (aunque no siempre podamos reconstruir el sentido de estas relaciones, sobre todo desde el siglo VI). Otros, como Dom Jordi Pinell, y su escuela, muy activos en la investiación, pusieron su interés en descubrir e identificar los estadios más antiguos (léase, siglos V-VI) que se pueden rastrear por medio de nuestra documentación. A su ingenio se debe el conocimiento de nuestras dos antiguas tradiciones litúrgicas (monástica y catedral), y de algunas de las diferencias que distinguían el mundo toledano y el sevillano en época visigótica. No pocos investigadores pusieron el fundamento para apreciar cierta elaboración litúrgica en los siglos posteriores a la invasión árabe.

    Un hecho digno de ser tenido en cuenta es que, al menos que sepamos, no queda en Hispania ningún rastro de influencia del pueblo visigodo, a pesar de que entre los arrianos se practicaba cierta liturgia de rasgos, por lo demás, desconocidos. Sólo disponemos de unas fórmulas, rematadas por una larga oración (LO 102) cuyo tenor me parece representar el final del siglo VI, para acoger a los que habían sido bautizados en el arrianismo, que han de hacer una abjuración de sus errores que recuerda de cerca la llevada a cabo solemnemente en los prolegómenos del III Concilio de Toledo de 589: es probable que fuera puesta en vigor por el tiempo en que comenzaron las reconciliaciones de arrianos.

    Como curiosidad digna de nota, señalo que se conserva (LO 39) una preciosa «Reconcilación de un Donatista», que por su carácter (y añadiría, por ciertos rasgos de su lengua) parece ser un préstamo africano; pero hay que advertir que este origen no es totalmente seguro, porque se sabe que en época muy antigua hubo fervorosos seguidores de Donato entre cristianos de la Península.

Como queda dicho, uno de los grandes sucesos del siglo VII visigótico es la unificación de la liturgia dentro del reino, después de una larga actuación de personajes, de los que unos figuran como creadores litúrgicos (Pedro de Lérida, Juan de Zaragoza, Conancio de Palencia, entre otros muchos) que dedicaron parte de su vida a la elaboración de oraciones u oficios, (o de melodías para acompañar los textos cantados), y otros como ordenadores de la misma (tales como Isidoro, y quizá Ildefonso de Toledo).

    Querría insistir en el hecho de que la producción litúrgica se tomó como uno de los campos preferidos de la acción pastoral en los siglos VI y VII. El ritmo de nuevas producciones produjo ciertos choques con algunos textos preexistentes, acaso estimados menos ricos y expresivos. Este fenómeno ha sido puesto de relieve por nuestros liturgistas, que señalaron cómo se originó así cierto fenómeno de conservadurismo que llevó a veces a yuxtaponer textos anteriores con textos más recientes, elaborados en el siglo VII: a pesar del cuidado por el enriquecimiento de la liturgia, se testimonia bien el respeto que merecían textos que se suponía consagrados por su antigüedad, aunque ahora sepamos que ésta era relativamente pequeña. En no pocas ocasiones textos modernos sustituyen a los antiguos, que pasan a ser tratados como dobletes, aptos para ser usados por vía de alternativa: tal es el caso de muchas de las denominadas Misas de quotidiano, que constituyen un grupo relegado al final de los libros litúrgicos; en otros casos, una redacción determinada se traslada como propia para otra ocasión, proceso que se descubre con cierta dificultad, pero no muy raramente, a menudo con motivaciones diversas. Tal es el caso de la Misa del Jueves de Pascua (LM 639-647), que tiene no pocos indicios de haber sido compuesta para el propio domingo de Pascua.

    En muchos de estos casos es donde suelen encontrarse testimonios antiguos que permiten descubrir algunos de los caminos por los que se fue elaborando el conjunto litúrgico consagrado posteriormente.

    El problema, con todo, se complica cuando se descubre que no pocas Misas, y no siempre en honor de santos cuyo culto entró tardíamente, y múltiples textos de otra clase, como pueden ser himnos o antífonas, fueron elaborados en época posterior a la invasión árabe. A su vez estas creaciones posteriores se originan en ambientes diferentes, bien en círculos mozárabes, como el Oficio amplio de la Asunción de María, o de santos como Jerónimo o Agustín, bien en ambientes de los reinos cristianos, como el Oficio de Pelayo (+925) o ciertos aspectos de liturgia regia.

    Cada vez más se echan en falta estudios linguísticos y literarios, realizados con buen método, que den solidez a la creciente investigación en el campo de la liturgia, ya que los avances generales se hacen raros, o lo que es peor, con estas carencias, inciertos. Porque sólo análisis profundos de la lengua, y muy especialmente del léxico, nos pueden situar con bastante certeza en un período determinado, acaso en la obra de un autor concreto. A la vez estos datos habrá que contrastarlos con otros recursos tanto de orden lingüístico como de técnica de la expresión, sin descuidar aproximaciones literarias, más frecuentes de lo esperable; y por supuesto serán de considerar datos de estricto nivel litúrgico. Es evidente que estos análisis no pueden ser operados de una manera simplista, porque los textos litúrgicos son mucho más complejos que los textos normales.

    No basta, evidentemente, datar un vocablo para atribuir a una época determinada toda una oración; pero la verdad es que solo el método filológico permite valorar el peso del término, y conjugarlo con otros elementos para sacar matizadas conclusiones, que se vayan haciendo cada vez más precisas a fin de comprender un aspecto fundamental de la vida social y espiritual de los siglos tardoantiguos de la Península, por no hablar de las producciones de algunos escritores. Podrá así garantizarse si en textos litúrgicos se practica, como parece, también la técnica literaria del mosaico, y cuáles son, entonces, los textos preferidos como cantera de la producción. Se podrá saber hasta qué punto las exigencias de recursos literarios, como por ejemplo el cursus o la rima, obligan a los redactores a introducir variaciones en la expresión normal, y en qué grado. El estudio de los autores que más han prestado a la liturgia nos ayudará a trazar el cuadro tan inacabado de lecturas y escritores dominantes en la Península a través de los tiempos. Y luego queda todavía una asignatura apenas iniciada, la de descubrir la influencia de los textos litúrgicos, con su carácter sacral y singular, en la expresión y en la cultura de los escritores de los siglos VI y VII, y aún posteriores, que por haber sido eclesiásticos estaban sometidos a la influencia, apenas consciente, de la liturgia que practicaban.

    En un momento dado, como señalé en otro lugar, la liturgia desde el siglo IV pierde la participación colaboracional de los fieles, por razones diversas: 1. el creciente protagonismo de los presbíteros y clérigos en general en perjuicio de los fieles; 2. las necesidades pastorales, que introdujeron en la liturgia los resultados de abstrusas discusiones teológicas en busca de una estricta ortodoxia; y 3. el retroceso del dominio general de la lengua estilizada, en cuanto acaba por resultar poco menos que inasequible para el pueblo.

    Como ya he señalado, importa destacar en el estudio de la liturgia hispana que en ella encontramos la lengua litúrgica ya estabilizada, sin atisbo de tanteos. Funciona como un conjunto bien definido. Es verdad que pueden descubrirse términos, más raramente giros, que llaman la atención por su antigüedad, o por pertenecer a los momentos de vacilación de la lengua cristiana en los siglos II-IV, hasta que nacen vocablos específicos que designarían instituciones o creencias concretas del ámbito religioso; pero se trata de huellas del pasado, que como mucho revelan la antigüedad de la frase en que aparecen engarzadas, sin representar ya luchas o indeterminaciones léxicas, y menos dentro de la propia Península. Es conocida la tensión previa a la aceptación general en latín del término baptisma/um, cuando se vacilaba entre la primera forma latina tinctio, o la más cuidada lauacrum, lucha que fue durísima en los siglos II y III, por el proverbial rechazo latino para la adopción de términos extraños cuando no estaban justificados por verdaderas carencias del léxico romano; en este caso concreto se comprende mejor el problema si se piensa que el término designa el propio ingreso en la comunidad cristiana de los llegados a ella. La aparición en textos hispanos de giros como tinctio baptismatis atestigua todavía la lucha pero acredita la nueva forma victoriosa. Otro tanto cabe señalar de las formas antiguas refrigerium/refrigerare ‘descanso, descanso eterno’, características de la latinidad africana, que perviven en oraciones romanas e hispanas, como simple recuerdo de un término venerable, aunque ya incomprensible. También es antigua la forma pausatio ‘muerte’, con sus anejas, frecuentísima en los textos hispanos, y que ha pervivido incluso en ciertos dialectos románicos. Estos y otros vocablos marcan una época bien determinada.

    Consecuencia de la situación cada vez más pasiva de la plebs cristiana en el servicio divino, es la elaboración de unos textos litúrgicos sumamente ampulosos y recargados. Este proceso redaccional lleva a la aparición concentrada en las oraciones litúrgicas hispanas (singularmente en las dos primeras de la Misa) de abundancias léxicas, y de toda clase de figuras retóricas, que a veces se justifican por la busca de una especie de catarsis. El filólogo, además de analizar estos procedimientos, tendrá que desbrozar la expresión para identificar el trazo sustancial de la oración correspondiente. ¿Cómo podría si no estudiar una de las oraciones del oficio de san Hipólito, debidas sin ningun género de dudas a la pluma de Eugenio de Toledo, el grande y cumplido poeta de los mediados del siglo VII? Léase la imprecación de la oración de vísperas (OV 1153): oblatum [...] tuis effice nutibus placitum, nobis redde prodificum, ut et uisibili fulgore nigroris noctiuagi furua coerceat et inuisibili munere maledulcium scabra peccaminum errata consumat, en que no sabe uno qué admirar más, si la combinación de elementos más evocadores que descriptivos o el equilibrio atentamente buscado de las frases y sus miembros. Pero la sorpresa que causa esta oración se acrecienta con otra de las varias dedicadas a maitines, que comienza así (OV 1158): Post piceum fuscae noctis atra caligine chaos luce pura Febi preuia iam surgit aurora, quae peplo lacteo palliata monstriferi quietis extrema conterminat, en la que apenas si uno llega a pensar en una situación oracional cristiana, sino en un ejercicio de escuela romana, por más que uno se maraville de los conocimientos y técnicas que el conjunto implica dominar. En la primera oración de la Misa del Viernes de Pascua, se dice (LM 666): Procellosi maris fluctuantis seculi, fratres karissimi, transeuntes, lignum crucis fiducialiter ascendamus et secundis sancti spiritus flatibus uela fidei committamus, con mezcla de varias metáforas que llegan a crear un símbolo, desarrollado en otras oraciones.

    Pero volvamos un momento la atención a otros problemas diferentes. ¿Cuál puede ser el origen concreto —ambientes y época— de un uso como LO 74 (=26-27), en que se lee: Deo uiuo rationem reddes et uas signatum non designabis; y más claramente en LO 17: quod ego [...] in nomine tuo signo, inimicus diabolus nunquam audeat designare? En ambos caso se trata de ritos muy antiguos en que se conjura a Satanás para que no se adueñe de una alma marcada por las señas cristianas. Todo el juego consiste en la oposición signatus (por el óleo de Cristo, por la aceptación del símbolo de la fe) /v/ designatus (entiéndase mejor dissignatus), uso para el que ya el genial Férotin señalaba un paralelo en el Misal de Stowe, y un empleo algo más libre en Prisciliano (tract. 3, 62). Tal como expresa el vocablo en comentaristas de Terencio (Eugraph. Ad. 87), hay que pensar en un significado semejante a «rescindir» . Lo más que se puede deducir de aquí es que esta comunidad de uso nos lleva a ambientes del siglo IV-V, lo que ya es mucho y cargado de significado.

    Por un camino diferente llegamos a una tradición antigua con el verbo cineresco «reducir a cenizas»   en la expresión (LO 209, 10) animae nostrae [...] ardeant et non cinerescant. Se encuentra tal verbo en una inscripción romana (CIL VI 37635), y luego en Tertuliano; pero no es de aquí de donde sale nuestra expresión, sino de Gregorio de Elbira, que emplea una iunctura idéntica: terrae ardeant et non cinerescant, lo que nos plantea un curioso problema. Podríamos pensar que se trata de un uso antiguo, coetáneo del Iliberritano; un optimista se figuraría que habría aquí una huella inmediata de aquel pensador. Pero la realidad parece estar un poco más cerca: el contexto de esta bendición de luz para el sagrario nos pone en contacto con numerosos juegos etimológicos a costa de los vocablos lux/lumen, con técnicas que parecen propias de los entornos del siglo VII: la presencia del giro de Gregorio se debería, pues, a una cita oportuna por parte de alguno de los muchos escritores que profesaron devoción a esta autoridad indiscutible en la Iglesia hispana. No cabe, pues, atribuir a una misma época el uso litúrgico y el de Gregorio; de haber sido así habría tenido gran importancia.

    A veces los juegos verbales revelan unas actitudes que podemos tildar de curiosas. En la Misa del día del Viernes de Pascua, que ya antes cité, nos encontramos con una expresión chocante, en que los vocablos se entremezclan para buscar sorpresa (LM 668): oblatione suscepta et uiui resurgant a uitiis et defuncti eruantur a penis. A poco que se observe, se nota que las frases ofrecen elementos de un juego, como muestra luego otra oración (LM 669): uiui meruere resurgere de sepulcris. Como otras Misas, ésta está llena de expresiones muy rebuscadas, a veces jugando sólo con las predicaciones o ciertos matices de uso.

    En esta confluencia de diversas marcas merece la pena anotar un hecho importante: en la liturgia del siglo VII el impacto bíblico es muy fuerte en los ritos todos del oficio divino. Quizá sean más rebuscadas las alusiones bíblicas en las fórmulas de las Misas, técnica hasta cierto punto explicable si se piensa que forman parte de toda Misa tres lecturas bíblicas, conservadas en el llamado Liber Commicus. Pero es más significativo descubrir las técnicas de ensamblaje y utilización de elementos saltéricos en un libro como el Antifonario, que, en principio estaba destinado a recoger las antífonas que cerraban la recitación de cada salmo, en las Horas del oficio. Inicialmente estas antífonas solían estar formadas por una frasecilla sacada del propio salmo. Poco a poco, al complicarse la elaboración de todas las piezas, también se utilizaron nuevas formas para la constitución de las antífonas.

    En la Misa y ritos anexos, da la impresión de que lo bíblico queda como subsumido por una expresión que cabría denominar más mundana, más de tradición latina, marcada por el uso más abundante de los recursos diversos de la retórica escolar. Y conste que quiero subrayar el adjetivo escolar, porque no se trata sin más de las muestras de una lengua altamente estilizada, con los recursos de una expresión latina más elaborada, sino de demostraciones de ingenio y conocimiento que en pocas ocasiones casi resultan insufribles.

    Pero algunas veces el colorido bíblico se reduce a evocaciones mediante la presencia de un término llamativo, cuyo empleo genera el recuerdo de determinado pasaje de la Escritura que se quiere hacer presente al lector. Y permítaseme hacer una nueva precisión: al lector, digo, aunque sea el clérigo de cualquier grado al que toque la acción litúrgica, y no al oyente, porque estas evocaciones, como muchos otros medios dispuestos para la elaboración litúrgica, requieren a menudo la reflexión típica de la lectura reposada. Daré un ejemplo que pudiera ser significativo. En la Inlatio de la Misa de santa Leocadia (probablemente de finales del siglo VI) se lee: cuius nec fides necessitate sexuum uariatur nec uirtus teneritudine muliebrium artuum eneruata dissoluitur (LM 87). El caso es que teneritudine se encuentra en una frase con ciertos ecos en Esther 15, 6. Quizá no sería descabellado pensar que el redactor quiso aludir de manera tan sutil a Esther en función de Leocadia.

    Dentro de esta técnica de evocaciones, a veces los elementos con que se juega son diversos, y exigen muy distintas valoraciones: en una missa de quotidiano para el domingo XV en el códice Toledo 35,4, misa ciertamente antigua, se lee en una oración (LM 1440): credimus. Domine, sancte pater [...] Christum filium tuum [...] in substantia deitatis tibi semper esse equalem. Esta afirmación cristológica nos lleva de inmediato a un momento de tensión en Hispania con los arrianos, a cuya herejía se enfrenta la fraseología citada. Pero el caso es que la oración sigue: petimus et rogamus ut accepta habeas et benedicas hec munera hec sacrificia illibata que tibi offerimus pro tua ecclesia sancta catholica, quam pacificare digneris per uniuersum orbem terrarum diffusam [...] quorum oblationem benedictam, ratam, rationabilemque facere digneris [...]. Es obvio que en la oración se condensan no pocas frases extraídas de la anáfora romana, considerada solamente como una plegaria. El préstamo es cierto, pero de él no se pueden sacar grandes conclusiones en cuanto al tiempo, porque la unión de la primera y de esta segunda parte no puede ir más allá de la segunda mitad del siglo VI: por este tiempo las influencias romanas son influencias eucológicas concretas, que no implican ya verdaderas relaciones eclesiales.

    La liturgia hispana cela muchos secretos que la investigación se encargará de ir desvelando. Su interés no radica solamente en el hecho de haber sido una manifestación literaria más o menos lograda, dentro de los límites de la plegaria cristiana, lo que ya exigiría nuestra consideración. La meditación filológica de los textos literarios nos permite ver que en su producción han sido muchos los autores que se han ejercitado. De éstos a algunos sólo los conocemos por haber sido mencionados como responsables de obras litúrgicas. Pero otros escritores han participado en la creación litúrgica en cuanto tenían conciencia de su especial formación y habilidad: poseedores de talentos quisieron hacerlos fructificar en un caso de acción pastoral trascendente.

    Más que ninguna otra liturgia, es casi ocioso decirlo, la hispana ha disfrutado del esfuerzo de excelentes escritores, que pusieron su empeño en enriquecer las formas litúrgicas con lo que entendían que era una preciosa colaboración de sus mentes y su fervor al servicio de la oración de la Iglesia. Actualmente no disponemos de medios externos para identificar sus producciones, a pesar de que en algún manuscrito, como León BC 8, el rico Antifonario leonés, queden restos de alguna atribución, que quizá llevaban en tiempos antiguos muchos manuscritos: ello explicaría el hecho de que Elipando de Toledo (+799) atribuyera oraciones de Misa a grandes escritores visigóticos, haciendo que no pudieran tenerse por pura invención del toledano tales atribuciones, como a menudo se interpreta.

    Hay que decir que ha sido precisamente la calidad literaria de los textos litúrgicos hispanos, su unción, su aire a la vez fresco y de resonancias antiguas, lo que ha favorecido su imitación por otras liturgias. El hecho de que la Narbonense quedara obligada, por razones de unidad política y por decisión exprofeso de los Concilios, a seguir fielmente la liturgia que en aquellos tiempos, y no poco después, pasaba por «toledana», como la denominan viejos inventarios pirenaicos, hizo que se fijaran en ella otras muchas liturgias, que habían tenido menos autonomía y una vida propia más lánguida. Los préstamos a diversas liturgias no pueden solamente ser enristrados como relaciones litúrgicas, sino que han de ser ponderados dentro de los sistemas correspondientes de influencias para conocer el sentido de estos empréstitos. Los liturgistas a menudo llegan a conclusiones que se nos antojan menos exactas, pues hacen jugar paradigmas vacilantes o prejuicios sobre la antigüedad de las liturgias, partiendo algunos de ellos del apriorismo de la posición básica de la liturgia romana. En estos estudios críticos, que dejarán ver una vez más a Europa disfrutando de cierta herencia visigótica, los filólogos están llamados a intervenir, aplicando un método riguroso y matizado.

    Por esta razón, y acaso no por otras, la liturgia hispana puede y debe ser considerada obra literaria de envergadura, y estudiada como tal. De su análisis, no puede más que obtenerse mejores conocimientos sobre la actividad y los ideales eclesiásticos de no pocos de nuestros grandes escritores de la época visigótica.

 

Addendum bibligráfico:

    La mejor iniciación a los problemas de la liturgia hispana se debe a J. Pinell, «Liturgia», en Aldea, Marín y Vives (eds.), Diccionario de Historia eclesiástica de España, Madrid, 1973. También tiene unas noticias aprovechables J. Janini, Liber Missarum de Toledo, II, Toledo, 1983. Para métodos véase A. Baumstark, Liturgie comparée. Principes et méthodes pour l’étude historique des liturgies chrétiennes, Chevretogne, 1953. Para una iniciación bibliográfica véase M. Gros, «Estado actual de los estudios sobre liturgia hispánica», Phase, 16, 1976, págs. 227-241.

    Los libros litúrgicos han sido editados variamente: Liber sacramentorum (ed. de Férotin), París, 1912, ahora Liber Missarum de Toledo (=LM) (ed. de Janini), Toledo, 1982-1983; Liber ordinum (=LO) (ed. de Férotin), París, 1904; Oracional visigótico (OV) (ed. de Vives), Madrid, 1945; Antifomario Visigótico de la Catedral de León (ed. de Brou y Vives), Madrid, 1959; Liber Commicus (ed. de Pérez de Urbel-González y Ruiz Zorrilla), Madrid, 1950-1955; Liber misticus de Cuaresma y Pascua, Toledo, 1982.

    Remito a mi estudio «El latín de la liturgia hispánica», en Estudios sobre la liturgia mozárabe, Toledo, 1965 (ahora en Vie chrétienne et culture dans l’Espagne du VIIe au Xe siècle, Aldershot (Variorum, CS 377, 1992); Liturgia y Latín, Santiago de Compostela, 1969.

    En la actualidad, un programa de investigación que dirijo (PB97-0502) se propone constituir una base de datos informática con todos los textos bíblicos y litúrgicos editados de la España visigótica.