La Polémica de Arnobio y Lactancio

en torno a la Ira Dei

Enrique Otón Sobrino

Universidad Complutense

 

    Urgido por la finitud que el ser humano es, éste dirige y se dirige preguntas acerca de su condición efímera que comprende, que se angustia, que desea ser feliz. Expresa así mediante esta pregunta el hombre la comprensión que de su existencia tiene, la cual o bien es un absurdo sin esperanza o se apoya y es apoyada en y por en un fundamento que la trasciende y da sentido incluso a la tragedia o la sinrazón en la que la concatenación de los acontecimientos parece sumergirnos en unos momentos dados de nuestro devenir. En cualquier caso esta pregunta o esta orientación hacia la transcendencia no resulta ajena a nosotros mismos sino que de nuestro interior, de nuestra tribulación brota como algo propio que nos pone frente al mundo en la medida en que nace de nuestra reflexión pero nos sitúa en el mundo como ámbito dentro del cual nos realizamos. Es ésta, efectivamente, una pregunta histórica pues brota en un momento de nuestra vida, y no en absoluto una cuestión postiza o inventada dado que emerge de nuestra alma fascinada y temerosa entre el misterio y el vacío.

    Esta interrogación pertenece por entero al ser que somos y nos iguala a todos en la menesterosidad que nos invita a una consideración propia de nosotros y no a una huida hacia delante que nos llevaría a aturdirnos en medio del ruido del parque mientras sorbemos la cerveza de la no muerte, como diría Rilke. De modo que las consideraciones con las que cierra Renan su Diálogo La metafísica y su porvenir, escrito en 1860, están plenamente vigentes siempre y cuando cada uno de nosotros desee plantearse seriamente la cuestión de su ser y estar. El filósofo francés musita una oración a Dios al tiempo que celebra la radical igualdad en la que los seres humanos nos movemos frente al misterio: «¡Sed bienvenido por vuestro misterio, bienvenido por vuestro ser entrevisto y desconocido, bienvenido por haber reservado la plena libertad de nuestros corazones!». A todos, por tanto, nos es concedida la ocasión de una autocomprensión a la que libremente somos invitados pero es en la soledad de nuestro corazón donde hemos de fallar si el silencio que nos envuelve es la estación definitiva o la víspera ungida que espera la Palabra salvadora.

    La envergadura de esta tarea es tanta que no ha pasado desapercibida a ninguna época que ha intentado abordarla a partir de las categorías plausibles para cada una de esas contemporaneidades que anhelaban hallar la respuesta segura a su inquietud. De una parte, las actitudes religiosas, apoyadas en la creencia incondicional y en el fervor, han ido dando albergue gracias al culto, a la oración, a la contemplación, a ese desamparo que ha ido siendo mitigado provisionalmente, pues la variedad o sucesión de religiones con sus diferentes devociones piadosas así lo testimonia. De otra, las especulaciones teológicas y filosóficas han intentado dilucidar el problema y el misterio de la presencia del mundo y del hombre: atentas a la condición de criatura, inscribieron a ésta en el marco de las grandes concepciones especulativas de la metafísica, estableciendo las relaciones adecuadas de acuerdo con los presupuestos.

    La Revelación de Dios se ha presentado fundamentalmente como una historia de Salvación y su itinerario ha sido del todo diferente. Lejos de la elucubración que amenaza lo humano en la medida en que puede quedar subsumido o anulado a favor de la idea, concibe la Revelación la historia como el «kairós» de la Divinidad en la medida en que esa historia está protagonizada por los hombres que son inequívocamente hijos de Dios. La historia no es una patología, para decirlo en términos drásticos, no es una mera estación provisoria que ha de ser entregada al olvido, es sí, por el contrario, el escenario en el que se mueven los humanos pero que en cada uno de esos movimientos están decidiendo y apostando por su condición que, religiosamente, es una condición filial divina. Por tanto en nada despreciable. El cuerpo no es, por consiguiente, la cárcel del alma de la que hemos de salir cuanto antes, detestándolo como un despojo, sino que es creación de Dios, ocasión de reconocimiento entre los hermanos y templo del Espíritu. El plan salvífico de Dios está desplegado desde el origen del tiempo. La culpa de Adán no es definitiva, pues en el momento mismo de la expulsión del Edén, el ser humano escucha la Voluntad salvadora de Dios. Pero, porque esta Historia de Salvación no excluye a nadie, no quedan anulados los esfuerzos intelectuales y emotivos de cada época, sino, dijéramos, amparados en su vislumbrar en medio de la deficiencia que les es propia. De suerte que lo confiado al pueblo judío lo es también al pueblo pagano, según la valiente y arriesgada expresión paulina. Efectivamente, después de la presencia de Jesús, una presencia histórica que no sabe de mitos y grandes dramas cósmicos sino de la vida que del nacimiento a la muerte se va figurando como existencia irrevocable que deviene confesión y proclamación de una fe inconmovible en el Padre que no se quiebra ni siquiera en la soledad de la cruz como San Marcos cuenta en su patético relato de la Pasión cuyos perfiles teológicos son precisados mediante una descripción más analítica en los otros Evangelistas, después, decimos, de esa presencia histórica la cuestión de Dios ya no puede plantearse satisfactoriamente dentro de las categorías al uso, tampoco en la Antigüedad de la que inmediatamente vamos a ocuparnos, concentrando nuestra atención en Arnobio y Lactancio.

    Para la antigüedad pagana lo inaudito de lo acontecido en Galilea, supuso un problema de notable envergadura, tanto en la medida en que chocaba con sus hábitos religiosos, lo cual venía a ser un obstáculo de no pequeña monta a la hora de su conversión, como en la medida en que, producida ésta, las dificultades de adaptación de las referencias intelectuales ofrecían al converso una gran dificultad porque por mucho que chocaran con la originalidad de lo que llegaba, seguían siendo imprescindibles para el pagano-cristiano cuyas concepciones científicas, como apuntó muy certeramente Boff, seguían siendo válidas. De manera que comienza entonces una hazaña intelectual de enorme envergadura, como indicó en su momento Oscar Cullmann, cuya transcendencia y colosalismo no deben ser menospreciados, antes al contrario han de ser valorados en toda su importancia. Las categorías salvíficas en medio de las cuales se desenvuelve la comprensión de lo acontecido en Jesús, han de ser traducidas a categorías ontológico-metafísicas, plausibles para la mentalidad greco-latina que va a ser ahora predicada. Por muy lejanas que estuvieran éstas de aquéllas, y lo están, el progreso de la evangelización estaba sometido a esta hermenéutica que en ningún caso debía ser un mero ejercicio intelectual, complacido en su prodigio, ya que estaba urgida por el mandato del envío. «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» en la redacción contenida en el final canónico del Evangelio de San Marcos que se corresponde con el pasaje de San Mateo: «Id, pues, y haced discípulos míos todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo cuanto Yo os he mandado».

    En virtud de esta condición de «kerygma» quedaba autorizada esta transposición pues lo que importaba de verdad era hacer comprensible a las almas que debían ser salvadas, la noticia de la Redención. «Id y predicad» en cualquier caso debía correr este riesgo. Pero al hacerlo, cumplía con la voluntad de Cristo. Efectivamente Él enviaba. En manera alguna había dicho «Venid y seréis predicados». Podrá, desde otras perspectivas, lamentarse que las categorías del helenismo no vertieran con toda exactitud la riqueza teológica contenida en las salvíficas que sirvieron para anunciar lo inaudito al pueblo de Israel. Pero tal lamento no es justo con el momento en el que la noticia de la salvación llega a los oídos de los paganos: ellos no tenían otras y a ellas había de adecuarse la evangelización. De todas formas, también es cierto que la ortodoxia reaccionó frente a un uso mecánico de las fórmulas de comprensión de la filosofía pagana, como atestigua la historia, para salvar la originalidad cristiana según se echa de ver en la polémica arriana por poner un ejemplo bien conflictivo. De modo que podemos afirmar que el pagano-cristiano, como todo evangelizado de cualquier tiempo, sostiene una lucha en su interior pues si bien no puede desprenderse de las categorías que le facilitan la comprensión de sí y del mundo, ha de guardar hacia ellas una mirada crítica, llevando hasta el extremo la paradoja de que aquello que le ilumina puede ser su obscuridad.

    Ahora bien por muy nítida que le fuese en su intelecto esta tarea, no cabe duda de que estaba erizada de dificultades. El abismo que separa las categorías salvíficas judías de las del helenismo es lo suficientemente profundo como para sentir un vértigo, imposible de eludir. La inevitable «ontologización» supuso un acercamiento y un alejamiento. El título salvífico de Jesús, «Hijo de Dios» era el más susceptible de pasar a las categorías de los evangelizados, pero eclipsaron a los demás y se perdió, en el contraste, la oportunidad de un mejor ahondamiento en la figura del Mesías. Yaveh dejó de ser percibido como «El que está ahí, delante de su pueblo» para serlo casi exclusivamente como «El que es». Tales traslaciones no han de ser, en absoluto, consideradas una traición, puesto que, a su manera, apuntan hacia el significado originario, salvaguardado mientras se sepa guardar la adecuada relación de lo interpretado y lo que interpreta. Pues hay que advertir que cuando las nuevas mediaciones dejan de estar estrechamente relacionadas con la singularidad de lo narrado en la Biblia, pueden invertir la dirección vectorial y, al imponerse en virtud de un condicionamiento histórico, pasar a ser consideradas por inercia las únicas adecuadas para hacer llegar a todas las contemporaneidades el mensaje de Jesús. De manera que nuestra hora ha de ser también en virtud de la propia exigencia evangélica crítica con estas mediaciones a las que ha de reconocérsele el mérito contraído a lo largo de la historia, lo que incluye también su jubilación cuando ellas han dejado de ser inteligibles para los que han de ser evangelizados. Las mediaciones obscurecen y posibilitan a un tiempo el conocimiento. Sin ellas no lo alcanzamos, pero tampoco podemos identificar la aproximación que procuran con la certeza del conocimiento, pues tampoco podemos estar seguros de cuánto nos acercan realmente.

    Tampoco los convertidos de la Antigüedad greco-romana tuvieron unanimidad al respecto. Entre ellos, lo hemos apuntado ya, existió controversia acerca de cuáles serían las formulaciones más adecuadas para expresar el hecho irrevocable de la Redención y muestran en más de una ocasión su insatisfacción por el uso más o menos extendido de una categoría que creen equivocadas, v. gr. Natura para referirse al ser de Dios denostada por Lactancio.

    El amor misericordioso de Dios encarnado en Jesús, la muerte y la resurrección de Éste constituyen los acontecimientos inauditos sucedidos y que son el corazón de la predicación. El «kerygma» ha de anunciar ésta y no otra verdad. Los pagano-cristianos se ponen a la tarea, acuciados por la ya mencionada exigencia evangélica y por la inexcusable necesidad de hacer llegar sin demora la nueva buena, practicando un «aggiornamiento» que de cierta manera quedaba autorizado por las aproximaciones ontológicas de la segunda Carta de San Pedro. En toda conversión, desde luego, hay que reconocer un desconcierto: efectivamente, lo definitivamente soldado se quiebra en virtud de una perspectiva nueva. Las fijaciones de nuestra comprensión se tambalean, zarandeadas por la sospecha, primero, por la convicción después. A esta ley no escaparon, precisamente, por humanos, los hombres de la antigüedad que sintieron la llamada de Dios. Esta llamada no venía a anular su mundo intelectual, sino que tomaba tierra en él para relativizarlo respecto al contenido que esa llamada guardaba. Esta subordinación no suponia una humillación, sino una ubicación más exacta que permitiría una mayor libertad y un contacto más fresco con la verdad, cosa que no siempre ha sido entendida desgraciadamente por la misma Iglesia, aferrada en hacer perseverar categorías, filosofías y dependencias ya caducadas definitivamente. Ciertamente la apuesta por un sistema filosófico como el más oportuno para trasladar a una contemporaneidad concreta el mensaje de Jesús en manera alguna debe ser perpetuada, por muy satisfactoria que sea su rentabilidad dentro del ámbito intelectual, sino que ha de cancelarse a las primeras de cambio si se comprueba que la evangelización que a través de esas categorías se pretende no resulta ya eficaz y meridiana para quienes han de recibir la noticia de la Salvación y ello no por una mera obsequiosidad o concesión a los tiempos sino en virtud del mismo precepto de envío que obliga a ello. Efectivamente, la conversión que se pide a la persona humana no es la conversión a unas determinadas categorías del pensamiento por muy objetivas que parezcan a las subjetividades que en ellas creen, sino a la Palabra de Dios que ha de habitar entre nosotros de acuerdo con su designio. La Palabra se hizo carne significa también compartir con los hombres las menesterosidades de su conocimiento que se expresan en las articulaciones que de alguna manera interpretan y velan sus angustias y sus anhelos, sus ansias de conocimiento y el imperativo moral que empuja a ciertas conductas. En principio, por tanto, aunque se hayan de fijar las líneas que no han de ser rebasadas, no se debe actuar con prejuicio frente a las categorías de cada época, sino cristianizarlas. Lo otro significa dejar fuera de la evangelización a un buen número de personas para las que el itinerario propuesto carece de verosimilitud.

    La conversión, ciertamente, marca un itinerario que a veces no acierta a expresar ese desconcierto que aquélla acarrea, sino es a través de un cierto radicalismo que tampoco ha de entenderse demasiado al pie de la letra (recordemos la protesta de San Jerónimo) pero que revela el conflicto interior dentro del que se mueve el converso quien, a veces, tampoco tiene claro qué es aquello a lo que se le pide renunciar. Ciertamente la huida de la mundanidad no supone, y la conducta de Jesús lo atestigua, la huida del mundo. Hay que reconocer, por tanto, que los conversos paganos cargaban, como todos los conversos, con una perplejidad perfectamente comprensible, si bien a veces esta situación de conflicto estorbó una percepción más clara de cuáles debían ser las categorías usadas para llevar a efecto la tarea doble que tomaban sobre sus hombros. Hemos dicho tarea doble, porque, de una parte, efectivamente, estaba la asunción personal de la verdad que advenía, pero que de ninguna manera admitía un solipsismo, sino que en virtud del designio del Padre, esta verdad debía ser comunicada a los demás hombres.

    Esta circunstancia da lugar a ciertas elecciones que no contradicen el mensaje original. Hoy es ya cosa reconocida cómo los Evangelistas han optado por distintas teologías y no hay una teología común en el cuerpo de las cartas. Interesa a los apóstoles la una fides que puede expresarse de muchas maneras en atención a quien recibe la noticia, por más que la rotundidad o plausibilidad de ciertos sistemas se impusieran por la fuerza de sus evidencias válidas en aquel entonces o se tuvieran por más «cristianizables» sus presupuestos. La fuerza de los hechos se impone aquí también como en tantos aspectos de la vida humana.

    La perplejidad a la que hacíamos referencia antes, creemos, queda bien ilustrada por la diferente postura tomada por un maestro, Arnobio, y un discípulo, Lactancio, respecto de la cólera divina. Lo primero que hay que reconocer es que ambos paganocristianos tienen un conocimiento adecuado de su mundo intelectual y poseen una fe que quieren transmitir. Sin embargo, los dos parten de consideraciones muy diferentes. Efectivamente sus acercamientos al misterio de Dios y de Jesús chocan inevitablemente pese a su identificación con la misma necesidad «kerigmática» no comulgan en sus presupuestos filosóficos y teológicos totalmente encontrados. Pero a ambos les une un mismo afán: dejar de manifiesto la. grandeza de Dios de la que no dudan, pero creen amenazada por alguna que otra mediación que de acuerdo con sus temores puede que aleje más que acerque.

    En la polémica con los paganos Arnobio intenta una y otra vez poner en evidencia la conducta de los dioses del Panteón, lo que significa, si sabemos interpretar el revés del tapiz, una propuesta teológica cristiana. Arnobio se introduce en el corazón de una discusión muy exaltada en aquellos momentos ya que en aquel entonces se admitía sin vacilaciones que los dioses castigaban con su ira a quienes en ellos no creían y a esa cólera se imputaba el cúmulo de desgracias soportados por la contemporaneidad. De manera que en congruencia con su depósito de fe los paganos estaban convencidos de que la impiedad de los cristianos había despertado la furia de la Divinidad. No era extraño que se propusiera como palmario por parte de ellos el dogma de los dii [...] exasperati (I 3). A Arnobio le parece doblemente infundada esta aseveración y a contestarla con toda seriedad, puesto que considera que en tal creencia late no sólo un disparate histórico, sino un atropello contra la dignidad de Dios, se apresura escribiendo su Adversus Nationes. Históricamente, dice el autor cristiano, no ha existido época ninguna exenta de desgracias: por tanto, como puede encontrarse in litterism [...] priscis (loc. cit.) también en los tiempos en los que no existían los cristianos las calamidades azotaban al mundo y a la humanidad y con un gran acierto e intensidad literarias lanza su pregunta non ante nos? (I 4) cuya repetición marca el patetismo que de alguna manera subyace más allá de las consideraciones meramente positivas y que apunta a la blasfemia en esa afirmación contenida. El peso de la contrapropuesta arnobiana parte de una observación de su contemporaneidad en la que entiende que el período que ahora se vive, goza de una bien notable mejoría, ya que se disfruta de una non tantum non aucta (sc bella religionis nostrae), verum etiam maiore de parte furiarum compressionibus inminuta (I 6). Tal circunstancia queda inscrita en este tiempo que es un tiempo: post auditum Christum. De manera que este catálogo de azares que atacan a la humanidad no debe ser remitido a la Divinidad sino circunscrito a la historia del mundo y tales calamidades han de ser adjudicadas a la naturaleza o a los errores de los humanos, como testimonian las alternativas que la experiencia vivida atestigua (I 8).

    Querer elevar al plano divino lo que es meramente un plano natural resulta blasfemo para con la Divinidad en la medida en que de acuerdo con las alternativas, Ella se mostraría irresponsablemente memoriosa o no en un arbitrario ponere o repetere iras (I 15) lo que en manera alguna conviene a la naturaleza divina. Tan fuera le parece de sitio a Arnobio esta creencia que no puede más que reprochar a los paganos su blasfemia. Así en el capítulo 17 del libro I les espeta con un deje de ironía que no oculta su amargura ante tal atropello: et tamen, o magni cultores atque antistites numinum, cur irasci populis Christianis augustissimos illos adseveratis deos? Ita non advertitis non videtis, adfectus quam turpes, quam indecoras numinibus attribuatis insanias? Para a renglón seguido identificar el irasci con insanire, furere y otros desenfrenos de esta índole que, adjudicados a los seres divinos, resultan blasfemos por cuanto son también culpables en el hombre. Muy probablemente los autores de esta época se están debatiendo en medio del conflicto que les plantea la diferente postura respecto de las pasiones sostenidas por Aristóteles y los Estoicos, aquél, el modelo científico, éstos el moral.

    Continúa Arnobio abordando la cuestión teológica, imbricando planos sucesivos que aporten a su tesis el peso propio mediante la explanación del absurdo de la postura de sus contrarios. El punto culminante de esta controversia lo halla el maestro de Lactancio en toda una feliz cadena de evidencias a su favor: la no eternidad de los dioses, si a ellos se les atribuye la pasión en la medida en que tal atribución supone predicar de la divinidad lo que en absoluto a su majestad corresponde. El adfectus supone la passio, ésta la perturbatio que a su vez entraña dolor y aegritudo y donde están éstas existe inminutio y corruptio y nos encontramos, por tanto, a la vera de la misma muerte lo cual es el mayor de los contrasentidos si de Dios tratamos.

    De otra parte, volviendo al plano histórico, el reproche que los paganos dirigen a los cristianos, culpándolos de la ira de Dios está totalmente desenfocado, pues los supuestos castigos de la Divinidad no afectan únicamente a los discípulos de la nueva fe, ya que las calamidades no se dirigen en exclusiva a ellos, sino que, sucediendo en el mundo se reparten por igual no quedando reservadas en un reparto decretado de suerte que a los paganos les corresponda la buena salud y la oportuna prosperidad siempre que al cristiano le sobreviene una desgracia o contrariedad (I 20 y 21). Porque la cuestión no es baladí, ha de dilucidarse en sus justos términos quién o quiénes son los merecedores de ser llamados dioses. Arnobio taxativamente afirma: ceterum dii veri et qui habere, qui ferre nominis huius auctoritatem condigni sunt, neque irascuntur neque indignantur neque quod alteri noceat insidiosis machinationibus constituunt. De modo que la recta comprensión del misterio de la Divinidad ha de excluir de Ella la ira. Lo contrario supone una opinión irrespetuosa y una creencia todavía más irrespetuosa [1].

    En otro apartado de cosas sería bueno decir que los dioses también tienen buenos motivos de estar encolerizados a causa de las arbitrariedades de los paganos que les atribuyen las mayores extravagancias. Con ello Arnobio retuerce contra sus polemizadores el argumento que toma una seriedad inusitada al final de III 11 cuando el autor cristiano avanza con prudencia algo que tiene que ver con su singular idea acerca de Dios y de los dioses. Los cristianos se caracterizarían al respecto por una consideración respetuosa a todo ser sobrenatural [2].

    En el frente abierto Arnobio sigue postulando la concepción serena de la divinidad. La divinidad debe ser considerada como beatitudo (por ej. II 37, con indudable sabor lucreciano en la expresión que evoca la descripción de los intermundia del prólogo del libro tercero del De rerum natura) [3]. Ante esta evidencia que debe su formulación a la teología epicúrea, digamos de paso, pone el autor cristiano a sus detractores que están poseídos de ferocitas y rabies, a fin de que respondan de su opinión que se sostiene sólo gracias a la ignorancia de lo que es Dios y de lo que es la cólera. En resumen, el depósito de creencias de los paganos, ridiculizando a la divinidad al tiempo que cree honrarla, es suficiente prueba del extravío religioso de sus contrincantes. Por el contrario los cristianos y con ellos el mismo Arnobio que ha profesado tener un respeto para todo lo sobrenatural, creen que Dios, desde luego, y los dioses (si modo dii certi sunt puntualiza en VI 2) en la medida en que son «sabios, justos, ponderados» han de quedar muy lejos de esta pasión abyecta y brutal porque en manera alguna pueden estar sometidos a la condición propia de lo mortal quienes están emancipados de toda alteración (loc. cit.). Prueba de esta alta consideración es que, si bien no se les sacrifica (lo cual acaso tenga que ver también con otro presupuesto de la teología epicúrea, la hostilidad al sacrificio impetratorio: non mactamus hostias VI 3) se les rinde por parte de los cristianos, los verdaderos adoradores de Dios, el mayor honor y tributo imaginables cual es el subordinarlos a Quien es la cabeza de todas las cosas al que no se erigen templos ni se inmolan víctimas porque lo que es verdaderamente divino jamás puede complacerse en la crueldad.

    El respeto debido a la condición divina, insiste Arnobio, nos impide atribuirle algo que les es ajeno: universos animorum adfectus ignotos diis esse VII 5). Lo congruente, por tanto, es credere numquam deos irasci, según asegura en esas mismas líneas . Lo contrario los aproximaría a los animales y esto es ya blasfemia. En la medida en que tenemos la convicción de que son perpetuos, eternos e inmortales debemos desterrar de los dioses la cólera y en consecuencia el culto expiatorio pues se intentaría apaciguar lo que no existe. La primera prueba de una verdadera adoración sería en tal caso afirmar que non ardescere irarum flammis (VII 15).

    Este breve resumen, en manera alguna exhaustivo, aclara bien los puntos de apoyo de Arnobio. Si hay algo claro en la postura del apologeta cristiano es la de su profundo respeto a Dios y lo sagrado. Cosa que ha dejado sentada ya en su autorretrato de piedad, contenido en I 39. Esta unción le hace descartar de la naturaleza divina la cólera que le parece monstruoso predicarla de Dios. Este es el primer apoyo que pertenece a su concepción íntima de la fe y que le conduce con humildad y congruencia a responder a una objeción que podía hacérsele. En III 12 reclama la asistencia de «maestros de superior sabiduría» a fin de elucidar los pasajes del Antiguo Testamento en los que se atestigua al Dios airado. Allí donde Quasten, por ejemplo, ve un motivo de discordancia de fe, probablemente tenemos una luminosamente crítica postura que espera una hermenéutica adecuada para dilucidar en términos exactos un problema no felizmente resuelto. Esta interioridad creyente de Arnobio articula la expresión de sus convicicones de fe en los presupuestos teológicos del epicureísmo, lo cual supone una originalidad que da que pensar.

    Efectivamente, salvo los propios doctrinos, el epicureísmo no gozó de excesivas simpatías en la Antigüedad y fue una doctrina arrinconada, de la que, ciertamente, se reconoció en ocasiones su altísima mira moral. Sus aportaciones fueron a los ojos de los antiguos extravagancias. Lactancio ridiculizará en más de una ocasión a Epicuro y Lucrecio y el atomismo (una de las pocas intuiciones de la ciencia antigua válida hoy) no fue tomado en serio. Los paganocristianos tampoco hicieron demasiado hincapié y no buscaron tampoco «cristianizar» este saber de salvación cuya teología está hondametne presente en el adversus Nationes. Efectivamente el término beatitudo recueda a las primeras de cambio el epíteto «ortodoxo» con el que Lucrecio abre, corrigiendo el de la piedad popular, su emocionda oración al principio de su De rerum Natura [4] . De otra parte, la postura abiertamente contraria al culto impetratorio parece basarse en la afirmación lucreciana de II 650-651: ipsa suis pollens opibus, nil indiga nostri (sc. Divum natura), / nec bene promeritis capitur neque tangitur ira. El precio de esta base teológica puede ser el de haber alejado a Dios demasiado del mundo (lo cual no discutimos), pero esta aseveración habría que ponderarla no sólo con el pasaje ya visto del envío de Jesús por parte de Dios, sino con la misma oración que Arnobio dirige a la Divinidad en la que opta por una teología del silencio. Allí el Padre es visto como el dador del perdón y como el que no se olvida de los que por su causa sufren. De modo que en esta delicada cuestión que afecta a una fe expuesta en categorías inusuales, toda prudencia es poca y las afirmaciones deben ser sopesadas con el mismo tenor con que Arnobio lo hace respecto de sus elucubraciones atormentadas que vacilan entre la fe ortodoxa y los restos de la piedad antigua.

    Muy otra es la postura adoptada por Lactancio, discípulo de Arnobio. Ambos coinciden en la sinceridad de su fe la cual ha de expresarse, en razón de los tiempos que corrían, en mediaciones no del todo adecuadas. Ante Dios Lactancio humilla su condición de criatura y muestra acatamiento y respeto. Este acatamiento y respeto le lleva a unas consideraciones diametralmente opuestas a las de su maestro en lo que hace al «teologumenon» de la cólera de Dios.

    Para Lactancio el temor no está en manera alguna fuera de la relación que hemos de tener con Dios. Efectivamente al final de su primera obra, De opificio Dei, el autor expresa su deseo: et numquam vereamur ratum. Desde un punto de vista antropológico, Lactancio coloca los afectos como impulsos que nos llevan a la actuación (D. I. I 3): quibus commoveri solemus uel ad iram uel [...]. De otra parte, Lactancio avisa también al inicio de sus D. I. acerca del error de admitir junto al Dios de Jesucristo otras divinidades, poco antes de abordar la urgente cuestión de la unidad divina. Digamos que con estos dos trazos Lactancio se sitúa en los antípodas de su maestro, si bien reconoce que el ideal de la virtud es contener las pasiones (D. I . I 9): ex quo fit ut ille solus uir fortis debeat iudicari, qui temperans et moderatus et iustus est. Por razones muy distintas de las de Arnobio, Lactancio no está dispuesto a conceder seriedad ninguna a los relatos mitológicos que hablan de la cólera de los dioses.

    Al abordar la ira de Dios, Lactancio afirma de Él que es iustus et mitis et patiens, reconociendo que su patientia es perfecta, pero a renglón seguido niega que de tal apreciación haya de extraerse la consecuencia de que no pueda airarse (D. I. 2 17), anunciando que abordará la cuestión por menudo monográficamente. El conocimiento de Dios está supuesto en la humanitas que se identifica con la iustitia y ésta a su vez con la pietas que no es otra cosa que la dei parentis agnitio (D. I. III 9) y de este conocimiento no están exentos ni los pueblos más feroces, como tampoco los más pacíficos, según arguye el autor cristiano apoyándose en Cicerón (D. I. III 10). Descarta que Epicuro haya transmitido un conocimiento cierto de Dios, si bien lo imaginó beatus et incorruptus (D. I. III 12), ya que su teología postula el alejamiento de la divinidad del mundo: deos nihil curare; non ira, non gratia tangi (D. I. III 17). De ello extrae el autor cristiano una consecuencia que echaría abajo la ética: sapienti est [...] male facere, si et utile sit et tutum, quoniam si quis in caelo deus est, non irascitur cuiquam. Aeque stulti est bene facere, quia sicut ira non commouetur, ita nec gratia tangitur (D. I. II.I 17) lo cual atenta contra la esencia misma de la religión que incluye el temor en las relaciones entre la Divinidad y los hombres: religio (sc. spectat) ad seruos, quae exigit timorem (D. I. IV 4).

    Hay en Lactancio un cierto conflicto entre las obligaciones del humano al que le está vedado la cólera (D. I. IV 23) y esta teología de la ira de Dios que se resolverá postulando de ésta su carácter de justa, de aquélla su enraizamiento en la fragilidad de la carne que se deja llevar por el odio hacia la verdad según testimonia la persecución de la que los cristianos son víctimas (D. I. V 1). La adoración del Único Dios desterraría las guerras y las violencias, dando lugar a una verdadera edad de oro situada no en el ámbito de los improbables mitos sino en el corazón del hombre que, víctima de sus pasiones culpables, se deja asaltar por los aguijones de la cólera que les arrastra a separarse de la contemplación de Dios y a afanarse en hacer daño a sus semejantes (D.I. VI 4). De manera que al humano le es imperioso iram cohibere pues en ello estriba la virtud (D. I. VI 5), alineándose, provisionalmente, con la postura peripatética acerca del carácter natural de las pasiones, criticando muy ásperamente la posición de los estoicos (D. I. VI 15). Para Lactancio debe existir una difícil ecuación entre la pasión y su contención: erradicar del humano la pasión supone negarle simultáneamente la virtud: caret ergo uirtute quisque ira caret (D. I. VI 15). La consideración favorable de los adfectus le lleva a afirmar que son como la ubertas [...] naturalis animorum (D. I.VI 15) pues como ha afirmado antes donde no hay defecto no hay ocasión para la virtud. Una posterior consideración le invita a alejarse de los Peripatéticos en la medida en que éstos no se han acercado a la verdad ya que Lactancio piensa que no son los impulsos los que han de ser moderados sino las causas que los mueven desde fuera para no caer en contradicciones.

    El defecto está ahí: efectivamente: non est itaque morbus irasci [...] sed iracundum esse morbus est (D.I. VI 16) ya que el iracundo puede irritarse con quien lo merece y con quien no. En esto estriba la sabiduría (D. I. VI 18). Los peripatéticos vienen a definir la cólera como la piedra de toque de la virtud: en efecto, nadie puede luchar contra su enemigo si no se viera espoleado por ella. Esta afirmación es un monumento de ignorancia, pues sería confesar paladinamente que tenemos una especie de salvoconducto para matar a los semejantes. Por esto el autor cristiano precisa que los tres adfectus (ira, cupiditas, libido), que espolean al hombre tienen impuestos por Dios unos límites (D. I. VI 1) rebasados los cuales hacen degenerar su naturaleza y condición convirtiéndose en morbos et uitia (loc. cit.). El límite de la cólera es el de ad coercenda peccata eorum qui sunt in nostra potestate. Esta es la razón de por qué al hombre se le ha concedido la ira: corregir y evitar una excesiva indulgencia. Ésta es a grandes líneas la postura que Lactancio avanza respecto de esta cuestión que aborda más de cerca en el De ira Dei, cumpliendo así la promesa hecha al lector, no muy avanzado el libro.

    La primera observación que Lactancio lleva a cabo en su monografía acerca de la cólera divina es la de que se trata de un error descomunal (maximus) el creer que Dios no se aíra, lo cual va en contra de la doctrina de Dios que él sigue (De ira Dei I). En el capítulo segundo de esta obra el autor cristiano arremete contra quienes, alineados en una parte, afirman que nec gratificari eum cuiquam nec irasci (lo que aparenta apuntar hacia Lucrecio) y contra quienes, alineados en otra, suprimen de Dios la ira pero le consienten la gracia y anuncia su programa de contrarréplicas. La primera de ella se abre paso en el capítulo tercero afirmando que nadie ha aseverado que Dios se irrite pero que no sea movido por la gracia ya que tal aserto es del todo inconveniente para con la Majestad Divina. En segunda instancia, pasa a criticar la postura de Epicuro (capítulo 4) al que cita por su nombre. Epicuro, viendo que no era congruente, que la Divinidad estuviera sujeta a pasiones, y dado que male facere ac nocere es un efecto de la iracundia, en pura coherencia con su concepto de la Divinidad, le sustrae la gratia toda vez que consequens esse ut si habeat iram deus, habeat gratiam. Tal confesión trae como corolario la negación de la Providencia, ya que la Divinidad al carecer de voluntad y acto no puede llevar a cabo ninguna gobernación que le es impropia. Todo ello lleva a conceder a Dios una existencia nominal pero no real, como afirma el autor cristiano apoyándose en pasajes del De natura deorum de Cicerón.

    Se entretiene Lactanco en desmenuzar sus argumentos contrarios, achacando la postura de Epicuro a la ignorantia ueritatis que le lleva al absurdo. Efectivamente, si de Dios se quita una moción quedan suprimidas todas, lo cual atropella el dogma de la Providencia, ya aludido antes, lo cual trae una consecuencia aún más grave que el propio filósofo pagano calla: nec cogitationem aliquam nec sensum in eo esse ullum con sus repercusiones morales que darían patente de corso a todas las conductas.

    En el capítulo quinto, con la mira puesta en las afirmaciones estoicas, según las cuales Dios estaría poseído de la gracia, pero no de la ira según el principio de que iram enim commotionem mentis esse ac perturbationem, quae sit a deo aliena. Estas aseveraciones le parecen a Lactancio que speciose [...] populariterque dicuntur. En efecto, tal aseveración vendría a decir que si Dios no se encoleriza con los impíos y los injustos, tampoco amaría a los piadosos y justos. Si de Dios puede afirmarse serenamente que ama a los buenos, hay que decir que aborrece a los malos pues quien a éstos no aborrece, tampoco ama a aquéllos.

    Frente a todas estas suposiciones filosóficas que quieren ser teológicas, asienta Lactancio su parecer doctrinal asegurando ser congruente el que irascatur deus, quoniam gratia commouetur. Este es el principio que ha de ser defendido y asentado por el creyente, toda vez que en él estriba summa omnis et cardo religionis, según estipula el discípulo de Arnobio en el capítulo sexto que se cierra con la lapidaria expresión: nam neque honos ullus deberi potest deo, si nihil praestat colenti, nec ullus metus, si non irascitur non colenti.

    En el capítulo octavo cita Lactancio el pasaje celebre ya apuntado por nosotros del libro segundo de Lucrecio en el que se resume la postura teológica de los epicúreos quienes habían arremetido, por respeto a la Majestad de los dioses, contra el culto, especialmente el impetratorio. Lactancio generaliza aquí la oposición sacando la consecuencia moral de un libertinaje absoluto ya que el hombre no tendría nada que temer. Para el hombre existe una cadena cuyos eslabones no pueden ser separados: sapientia, por la que nos diferenciamos de las bestias, iustitia, por la que la vida en común es más segura, y la religión la cual no puede darse sin que haya el miedo. Para Lactancio es indudable que quod non metuitur, contemnitur, quod contemnitur, utique non colitur. Ita fit ut religio et maiestas et honor metu constet, metus autem non est ubi nullus irascitur. De modo que suprimir la cólera de Dios equivale a extirpar la religión y llenar la existencia de los humanos de stultitia scelere inmanitate. Saber que Dios nos ve, que nos escucha es un bien para nosotros que se revela útil toda vez que así podemos vigilar nuestras conciencias a las que las leyes no alcanzan

    Para Lactancio el temor de Dios es la única garantía que permite al hombre vivir en sociedad porque aquél es la que la sostiene, protege y fortifica (De ira Dei 12). Cree el autor cristiano, según expone seguidamente que si de Dios se quita la ira y no puede airarse contra lo injusto quedarían a la intemperieo el bien común, la razón misma y la propia verdad. La existencia de lo injusto es una consecuencia del mal uso que de libre arbitrio hace el hombre. La sabiduría a él conferida le permite elegir: proposuit [...] ei bona et mala quia sapientiam dedit (De ira Dei 13), produciéndose entre ambas posibilidades una relación que supone la existencia de ambas simultáneamente. De otra parte, Dios apuesta decididamente por la sabiduría, por lo que el hombre se ve enfrentado a su elección sin apostatar de ella, pues la sabiduría nos consiente el conocimiento de Dios y la llegada al supremo bien. La supresión de lo malo supone la extirpación de la sabiduría y, en consecuencia, la anulación de la virtud. La justicia, de su lado, en sus dos vertientes nos pone ante la misma situación. En efecto, ella, la justicia, consiste en conocer a Dios honrándolo y en amar al semejante como un hermano (cap. 14); lo contrario supone el quebrantamiento de la institución del mismo Dios.

    Con ello llegamos al punto crucial en el que Lactancio definitivamente rompe con Arnobio. Recuerda el discípulo en su capítulo 15 que Epicuro suprimía de Dios tanto el afecto de la graacia como el de la ira, supuesto que si se admiten éstos, han de admitirse también los demás, entre ellos el temor, que son propios de la debilidad humana, pero que en manera alguna han de predicarse de la augusta Divinidad. Lactancio arguye que en principio los iracundos son los menos tímidos. A esta observación psicológica, Lactancio agrega un argumento teológico: el temor tiene en el hombre materia, en Dios, no, ya que no ha de temer nada supuesto que nadie ha de hacerle daño (cap. 16). Por su lado, Dios es misericordioso y a Él le complace la justicia, de modo que resulta del todo cabal que Dios se mueva contra los que operan la injusticia, pues velar por los buenos supone hacer frente a los malvados. De estas consideraciones extrae Lactancio la consecuencia de que in ipsa ira inest gratificatio. Los argumentos que pugnan contra esta aseveración son reputados de inania ya que en la Divinidad no se dan los afectos que miran a los vicios, pero sí aquéllos que miran a la virtud: ira in malos, caritas in bonos, miseratio in adflictos, todos ellos dignos de la Divinidad y por ello propios, justos y auténticos, además de beneficiosos porque evitan la aniquilación. Todo esto viene a contraponerse de nuevo con las enseñanzas de Epicuro el filósofo que negó la Providencia por piedad precisamente. Lactancio cree este atributo necesario, de lo contrario su beatitud sería sueño y muerte (cap. 17). La gobernación del mundo supone el cuidado del hombre estando al tanto de sus actos, aún los más insignificantes. Este es el designio de Dios que desea sean sabios todos los humanos. Qui obseruat, deo carus est, afirma sin ambages en el corazón de este capítulo decimoséptimo. Y a renglón seguido apunta taxativamente: necesse est igitur ut ira moueatur deus aduersus eum qui han aeternam diuinamque legem aut uiolauerit aut spreuerit. Salir entonces con que Dios, al castigar, ya no es bueno, es un grave error ya que no puede llamarse nocens a quien castiga al nocentem. Dios, efectivamente, no se hace malo por oponerse al malvado. Es malo quien hace daño al inocente, cosa que en absoluto se da en Dios.

    Por todo ello Lactancio cree válida la afirmación de que la ira es propia de la razón: gracias a ella auferuntur [...] delicta et refrenatur licentia. Frente a los Estoicos, el autor cristiano defiende la existencia de dos tipos de ira, la justa y la injusta: aquélla es la que, según Lactancio, nos mueve contra los que delinquen y que, en ningún caso, ha de identificarse con la cupiditas ultionis. Es del todo necesario que cada uno de nosotros sea desagradado por lo depravado y defectuoso. La ira justa, es, por tanto, la que resulta imprescindible al hombre para corregir los extravíos. Su definición exacta matiza la de los estoicos y la del propio Cicerón. Ciertamente éste en el libro cuarto de las Tusculanas la había definido como libido ulciscendi. No, la ira es motus animi ad coercenda peccata insurgentis. La certeza de que el superior puede encolerizarse es lo que hace que el siervo quede bajo el temor y el respeto. Los afectos del alma son obra de Dios, en paralelo con los sentidos al cuerpo otorgados. La sabiduría nos enseña el uso adecuado de este afecto: quienes ignoran los fines de los males y de los bienes emplean el sentimiento de la ira para hacer daño, en la viceversa los que lo emplean para reprimir la maldad son los que aciertan. ¿Podrá decirse sin más que Dios no se airará contra el mal y quien lo ejecuta? En la medida en que el reo de culpa atropella con su soberbia la voluntad de Dios, Éste puede airarse contra él (cap.19). E inmediatamente agrega el autor cristiano una importante observación para conciliar la cólera y el perdón en la Divinidad que distingue a esta del juez humano: iudex peccatis dare non potest ueniam, quia uoluntati seruit alienae, deus autem potest, quia ipse est legis suae discerptator et iudex: quam cum poneret, non utique ademitr sibi omnem poestatem, sed habet ignoscendi licentiam.

    De manera que la misericordia no anula la cólera y viceversa. La misericordia de Dios mira a nuestra fragilidad: propter hanc causam patientissimus est et iram suam continet (cap. 20). La cólera divina no se opone a la dignidad de Dios, como tampoco entra en conflicto con la prohibición de que nos encolericemos. Nosotros lo hacemos a las inmediatas y movidos no por la justicia. En cambio Dios, porque es perfecto y eterno, non ad praesens irascitur (cap. 21). Pero la precisión es necesaria: no hemos de caer en la ingenuidad de que Dios reprendería su propia obra si no nos permitiese airarnos. En el capítulo 21 extrae sus consecuencias éticas. El afecto es necesario al hombre por lo que hemos visto, así que Dios no prohibe al hombre irasci sino in ira permanere. La ira del hombre puesto que él es finito, debe ser finita también. Dios nos manda aplacarnos y Él es aplacable, nos manda irritarnos y Él es irritable, todo ello en la medida en que nos mandó lo que es justo y conveniente para el bien común. Dios mantiene bajo control su ira, ya que posee la mayor virtud. La ira en Dios no es eterna, supuesto que si tal se produjera no habría ocasión para la satisfacción tras el delito, siendo así que Él manda, como recuerda San Pablo, reconciliarse antes de la puesta del sol. Sólo su cólera es eterna contra quienes sempiternamente pecan. Dios se aplaca no con los bienes materiales, sino con la morum emendatione.

    En la medida en que Dios posee un imperio, ha de estar dotado de la cólera. Un imperio sin ira no se mantiene. A Dios debemos amor y temor en la medida en que es Padre y Señor, al igual que honrarlo porque es bueno y temerlo porque es severo: aspectos todos ellos dignos de veneración. La historia de la Salvación pues ha de pasar por tales circunstancias de las que el hombre es responsable al haberse desviado del plan originario de Dios.

    La verdad teológica hasta aquí expuesta ha de quedar probada por la veracidad histórica del más reciente pasado. De mortibus persecutorum, cuya autoría se discute si bien para uno de sus últimos editores, J. L. Creed (Clarendon / Oxford 1984), no parece ofrecer dudas el que el propio Lactancio la haya escrito, vendrá a ser la prueba documental (vagamente pronosticada) de toda la especulación hasta ahora efectuada. Su ilustración patética y terrible se aviene bien con los tonos duros de un escritor que no disimula en su corrección formal su extremismo y su intransigencia en los que parece encontrarse a plena satisfacción sin conceder cuartel a la opinión contraria venga de donde venga.

    Maestro y discípulo tienen opiniones bien diferenciadas a la hora de concebir la Divinidad. Sin embargo, el lector no podrá, por muy lejano que esté de las convicciones de uno o del otro o de ambos a la vez, regatear a los dos autores paganocristianos su inmenso respeto por Dios. Ambos han escudriñado en las categorías o mediaciones que les parecieron más adecuadas para hallar una plausible vía de comunicación de la verdad revelada. Estamos, pues, ante un acto, de la posterior evangelización que toma sobre ella una tarea de gran envergadura a la que se apresta, tanteando, corrigiendo, descartando, incorporando, y con ello nos encontramos en el corazón de lo que deseamos apuntar. Los paganocristianos llevan a cabo una evangelización acorde con los signos de su tiempo. Se hallan de cierta manera en una tesitura muy semejante a la de los redactores de los escritos sagrados que aceptaron distintas mediaciones de todo tipo con el único afán de dejar en primer plano la nueva Buena. Los esquemas temporales, la repartición del material, los préstamos ocasionales incluso de campos contrarios, la asunción, ya al final, de las categorías helenísticas, prueban la gran libertad de que dispusieron estos escritores, bajo la guía del Espíritu. Los paganocristianos, no puede ser de otro modo, optan por las mediaciones de su filosofía y de su pensamiento, tal vez las únicas probables para ellos, desde luego indispensables a la hora de la evangelización. En toda actividad o apuesta de los hombres hay, señala acertadamente Ricoeur, una pérdida y una ganancia. La pérdida habida ya ha sido citada; la ganancia, la expansión del cristianismo. Pero no debemos olvidar la diferencia, introducida sin querer: la jamás perdida perspectiva salvífica en los escritores canónicos corre el riesgo de quedar difuminada en los autores eclesiásticos de cualquier tiempo si se obsesionan en anclarse en unas categorías «cristianizadas» consideradas seguras y ciertas, casi absolutas, podríamos decir, en la medida en que se adecuan a la filosofía «recomendada». Tal vez el abanico, insistimos, debería abrirse lo más posible. Arnobio apuesta, con las deficiencias evidenciadas por el salto de lo salvífico a lo especulativo, por una mediación fundamentalmente epicúrea, no menos verosímil que cualquiera otra. ¿Qué hubiera pasado en la historia del Cristianismo y en el del mundo en general, si San Agustín hubiese optado por esta mediación por la que estuvo tentado en su juventud y que rechazó al descartar el filósofo de Atenas la inmortalidad del alma?. Que el problema no era tan fácil lo muestra el propio Lactancio cuando polemiza con las doctrinas de las que parece más cercano.

    No obstante sí que da la sensación de quedar claro que las posiciones de maestro y alumno son totalmente opuestas en esta y otras cuestiones. Señalemos a título de ejemplo la divergencia entre ambos acerca de la existencia o no de los dioses. Lactancio en el undécimo capítulo de sus Institutiones despacha terminantemente (in unitatem natura universa consentit) aquello que hacía vacilar a Arnobio. El alumno no tendrá empacho en acudir a Evémero y Ennio para arruinar la antigua piedad que el profesor quiere preservar pese a todo. Lactancio toma muy en serio las propuestas de Arnobio que da la impresión de conocer muy bien, y las contradice pero sin mencionar al maestro, acaso para no dejarlo en evidencia. Todo ello bien pudiera ser indicio de que de una u otra forma la producción de Arnobio no era tan desconocida para Lactancio como sugiere la opinión tradicional. El silencio del alumno probaría entonces su respeto a la figura de su maestro, el desacuerdo la independencia en razón de la urgencia de la predicación. Ciertamente leyendo a Lactancio se adivina al trasluz, dijéramos, los asomos de una más que probable discrepancia polémica con Arnobio, de cuyas afirmaciones podía estar al tanto ya fuera por haberlas escuchado de viva voz o por haber tenido noticia del escrito del maestro, polémica que incluso llega a puntualizaciones en distintos aspectos que se entienden mejor así: por ejemplo, la palabra subiecti sirve para recalca, con un cierto deje de ironía, el abismo teológico que a ambos separa: para el maestro los dioses (es cosa ya aludida) jamás estarían subiecti a las pasiones; para Lactancio sí lo estarían al Dios más divino, si se permite esta expresión; la consideración favorable de las pasiones por parte de Lactancio, ya señalada arriba, pugnaría con la resistencia de su maestro a predicar de la Divinidad incluso las cosas buenas de los hombres; el relativismo de la derecha y de la izquierda del que extrae Arnobio su irrelevancia a la hora de derivar de ellas la existencia de los dioses desfavorables, sería contestado indirectamente por su alumno en el reparto de la tierra llevada a cabo Dios y el diablo. Sin ánimo de ser exhaustivos, nos parece necesario apuntar otras dos discrepancias, acaso menos vagas. La diferente opinión acerca del alma en ambos autores y la que se refiere a la necessitas. De la primera, baste aludir a la «inmortalidad condicionada» propuesta por Arnobio quien ve en esa inmortalidad pura gracia por parte de Dios en atención a los méritos del hombre y no la consecuencia de una naturaleza espiritual que la impondría necesariamente. Si para Arnobio , y entramos ya en la segunda cuestión, no estamos constreñidos por ninguna necessitas divina, Lactancio afirma en el final del capítulo 17 de su De opificio Dei: cum fetum in utero necessitas diuina formauit [5]. La concepción cristológica de Arnobio quien postula la piedad de Jesús incluso hacia los malvados pugna, sin duda ninguna con los presupuestos de la defendida por su alumno.

    Las categorías son instrumentos que afianzan nuestro conocimiento, no lo reemplazan ni lo sustituyen. Por esto no están exentas de riesgos que, aunque una contemporaneidad no los detecte, están bajo el túnel. Las mediaciones helenísticas resultaron problemáticas incluso para quienes en ellas vivían. Optaron por unas, descartaron otras, pero aquella su elección no es vinculante para los hombres de otros tiempos, especialmente si la visión ontológica y metafísica es diferente o no se da sin más. Ello no quiere decirse que el contemporáneo deba desentenderse de la tradición, antes al contrario ha de escrutarla con sumo cuidado a fin de aprehender lo por ella conservado y transmitido. Pero no sólo de eso somos herederos, también lo somos de los olvidos y hacia lo que se declinó es también un deber dirigir la mirada. Por ejemplo, La carta a la madre de Epicuro contiene la prueba de adoración más sublime dada en la Antigüedad que bien podría aplicarse al Dios de los cristianos. Desde esta perspectiva la cristianización de Epicuro no habría sido (ni es más) más problemática que las otras que hubo y quizás con el aliciente de que esta contemplación y sabiduría interiores no hubiesen obscurecido tanto el significado soteriológico del cristianismo toda vez que el epicureísmo es más que nada un saber de salvación.

    Escrutar los signos de los tiempos, como propuso Juan XXIII, quiere decir escrutar en todos los ámbitos de cada época: en todos ellos, por muy distantes que se antojen, puede que haya una falsificación pero también una mica veritatis. Al fin y al cabo del escepticismo de Job frente a sus interlocutores no brota la negación de Dios, sino que irrumpe la voz misma de Dios que habla a Job; del relativismo de Eclesiastés no brota ninguna negación sino la glorificación de Dios. La discrepancia de Arnobio y Lactancio puede ser guía para nuestra contemporaneidad cristiana empeñada en una nueva evangelización que, para llegar a buen puerto, ha de ser también una evangelización nueva, no porque diga algo que no se haya dicho sino porque lo diga a la luz de las mediaciones que recogen mejor la angustia de los seres a quienes va dedicado el mensaje de salvación según la voluntad de Dios. El reconocimiento que el mismo Juan Pablo II ha expresado en la Fides et Ratio acerca de los hallazgos de la filosofía moderna , por más que él no la siga, debería invitar a seguir en esa dirección, no pese a sus riesgos, sino precisamente por sus riesgos que son los que atormentan al hombre contemporáneo. Y el cristiano jamás debe olvidar que la palabra acampó entre nosotros: es decir en medio de nuestras equivocaciones, mentiras, precariedades también. Y todo aquello que lo expresa debe ser retomado cristianamente. Esta aventura está ya testimoniada por San Pablo quien en su afán de predicar la noticia de Cristo no rehuye el asumir concepciones bien diferentes de las estrictamente cristianas para reinterpretarlas desde dentro y lograr así una aproximación mayor de las gentes. Lleva razón Ratzinger cuando afirma que el hombre no debe quedar preso de sus especulaciones, pero, dado que la verdad está más allá de nuestras mediaciones, también esta cautela debe extenderse a las tenidas por ortodoxas. Las diferencias entre Arnobio y Lactancio advierten a nuestro tiempo de que los caminos pueden ser distintos con tal de que ellos sean senderos y no metas. Cada tiempo tiene que hacer su elección y esa elección debe estar presidida por la única ortodoxia posible: la entrega confiada en Dios de nuestra angustiada finitud en medio de la zozobra y la amenaza que amaga continuamente, pues a ella va dirigida la salvación que el Padre ha comunicado en Jesús y que el Espíritu ayuda a comprender, más allá ciertamente (por lo inaudito de lo en ella contenido) pero también a través de nuestras afirmaciones y de nuestras negaciones (porque iluminan, amándolas, nuestras inseguridades) que tal vez, paradójicamente velan y descubren, descubren y velan, pero entonces no estará ocurriendo otra cosa que la que T. S. Elliot ha sabido expresar con especial hondura en los versos que dicen: «Él llegó entonces / en aquel momento del tiempo / que nosotros llamamos Historia. / Un momento en el tiempo; / pero que hizo el tiempo, / porque sin tener el sentido / el tiempo no existe / y Él trajo el sentido. / Desde entonces, / nos nació a los hombres el deber / de avanzar de luz en luz / en la luz de la palabra».

 

NOTAS:

[1] De otra parte, la figura de Jesús en manera alguna puede ser presentada como motivo de la ira divina, lo que supondría dos cosas: una incomprensión clara de Cristo y de la naturaleza divina. Esta consideración central que Arnobio hace de Cristo (mucho más viva que la de Minucio Félix), asegura el cristianismo del autor pese a sus obscuridades teológicas.

[2] Un catálogo de las extravagancias que no se permite un cristiano para con la Divinidad, lo hallará el lector en I 33.

[3Cotéjense también al respecto I 23; IV 37; VI 2; VII 1 y VII 5.

[4] Aeneadum genetrix, hominumque divumque voluptas.

[5 No descartamos que exista una discrepancia semántica, pero en ningún caso se debe prescindir de la discusión teológica. La única cautela que debe plantearse se refiere al propio Lactancio e investigar el pasaje aludido para dilucidar si su interpretación ha de ser la habitual o la que se desprendería de la limitación que el propio autor desea imponerse respecto del empleo, hablando de Dios, de natura y necessitas que manifiesta en De ira Dei: Consideremus diuinam necessitatem, nolo enim naturam dicere, quia Deus numquam creditur natus. En ese caso la afirmación de De opificio Dei sería un adelanto de esta prevención del capítulo 15 de De ira Dei.