Cristianismo y ficción poética

Benedikt Konrad Vollmann

Universidad de Múnich

 

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    Comienzo mis reflexiones con una pintura del siglo XII. Esta formó parte del Hortus deliciarum, famoso códice de Herrad, abadesa de Hohenburg en Alsacia, lamentablemente quemado en Estrasburgo en 1870. Pero sus ilustraciones fueron copiadas antes y de ese modo conservadas. En el folio 32r se halló, como ven Vdes, en el centro de una gran rueda, es decir, en el cubo, la representación de una reina, a saber la Filosofía, con los dos filósofos Sócrates y Platón a sus pies. Los radios de la rueda están formados por siete figuras femeninas, las siete artes, y todas están incluidas en una banda con versos que forma en cierto modo el aro de la rueda. Por debajo del folio, excluidos del círculo de la Filosofía/Sabiduría, están sentados cuatro hombres escritores, vestidos como los filósofos Sócrates y Platón y, como éstos, escribiendo libros, pero situados en sus verdaderos tronos con cojines de asiento y alfombras, mientras Sócrates y Platón están sentados sobre una banqueta rústica. O sentados en los hombros o volando cerca de las cabezas de los cuatro escritores están pintados cuatro pájaros negros que susurran algo a los oídos de aquellos. Una inscripción explica cuáles son los hombres con los pájaros: poete vel magi spiritu inmundo instincti «los poetas y los magos que están movidos por el espíritu impuro». Así se explican los pájaros negros, es decir los cuervos o las cornejas: estos transmiten el mensaje del diablo de manera semejante a la paloma que comunica el recado de Dios a san Gregorio Magno.

    Hay una segunda inscripción: Isti inmundis spiritibus inspirati scribunt artem magicam et poetriam id est fabulosa commenta «Aquellos movidos por espíritus impuros enseñan la magia y escriben poemas, es decir ficciones mentirosas».

    Cuando, hace años, vi por primera vez esta imagen me pregunté que habría sentido la buena monja con tal condena de los poetas y de la poesía. ¿No conoce, pensé, la poesía cristiana de la antigüedad tardía y la gran cantidad de producciones de la Edad Media? Por fin, ella misma había mezclado la prosa de su libro con versos. Pero la respuesta es sencilla: para Herrad el versificador medieval no es poeta, porque no miente. Esta identificación de la poesía con la mentira no es una idea especial de Herrad; la encontramos también en otros autores contemporáneos como, por ejemplo, en el autor de una Historia Troyana anónima del siglo XII, verso 12: Non ego sum, quoniam nil fingo, poeta vocandus, «No debo ser llamado poeta porque no finjo». Los poetas que fingen no son «nuestros» poetas sino los de la antigüedad, los cuales personifican la herencia negativa, destructiva de los ancestros paganos, como se ve en la ilustración de Herrad: Nosotros los cristianos hemos recibido de los antiguos una sabiduría pura y verdadera que, por supuesto, fue un don de Dios. Miren en el folio la banda que la Filosofía tiene en las manos: Omnis sapientia a domino deo est / Soli quod desiderant facere possunt sapientia, «Cualquier sabiduría proviene del Señor; todo lo que quieren hacer (los hombres) lo pueden hacer sólo mediante la sabiduría». Y ahora más claras son las inscripciones a los lados del trono de la Filosofía. Por la derecha: Spiritus dei inventor est septem liberalium artium «El espíritu de Dios es el inventor de las siete artes liberales». Por la izquierda: Septem fontes sapientie sunt limpide philosophiae qui dicuntur liberales artes «Siete fuentes de la sabiduría nacen de la filosofía limpia y se llaman artes liberales». Hay, pues, una herencia intelectual buena, positiva, proveniente de la antigüedad, inspirada en última instancia por el espíritu divino, y una herencia intelectual mala, negativa, inspirada en última instancia por el diablo. Esta tambien es ars «arte»; esta también comunica conocimientos y facultades prácticas que el inculto no tiene, pero aquellos conocimientos y aquellas facultades son dones del espíritu impuro, dones peligrosos y nocivos, como, por ejemplo, si un tal —mediante la magia— desvía la leche de las vacas del vecino a su propio ordeñadero, o si per artem magicam puede inmovilizar a un enemigo en una situación decisiva. Pero lo que es interesante para nuestra cuestión no es tanto la magia como tal, antes bien el hecho de que aquí la poesía — esto es la poesía antigua — está asociada a la categoría de arte diabólica y tratada como hermana de la magia.

    Para explicar esa condena de la poesía pagana se aducen por costumbre dos razones: el politeísmo y la licencia sexual de los poemas paganos. Esas son, sin duda alguna, las razones principales y las más importantes. Pero querría añadir otras dos que me parecen también significativas. La primera la traigo del pensamiento de Platón, el cual, como es sabido, expulsa a los poetas de su polis. La razón principal de su juicio desfavorable no es ni el politeísmo ni el libertinaje sino la dulzura atrayente de la poesía. La «musa dulzarrona» como él la nombra en Politeia 607a —he hedysmene Mousa — no conduce a la actividad virtuosa sino al placer, a la afeminación, a las lágrimas sentimentales sin esfuerzos positivos y sobre todo: la poesía mata el razonamiento necesario para la vida personal y social. Politeia 607a, «Si aceptas la musa dulzarrona, entonces el goce y el disgusto van a gobernar el Estado en vez de la ley y el razonamiento». Por supuesto, no es fácil renunciar a la seducción por la poesía, como dice Platón Politeia 605cd: «Cuando escuchamos a Homero o a otro poeta trágico sentimos un deleite y nos entregamos a éstos y los seguimos con simpatía». Renunciar a Homero y a los trágicos es un sacrificio, pero un sacrificio necesario para la salud del alma y de la comunidad.

    No digo que la abadesa de Hohenburg conociera la Politeia de Platón, pero es cierto que las ideas platónicas fueron recibidas por el cristianismo. Aun se puede decir que los pensamientos del antiguo filósofo respecto a la poesía fueron realizados por primera vez en la edad cristiana. Lo que fue en Platón un razonamiento intelectual sin efectos en la vida práctica llegó entonces a ser norma de vida —y norma de crítica literaria—. De nuevo Herrad no ha leído la Politeia, pero es estupendo observar cuántas tradiciones clásicas han llegado a la Edad Media por canales a menudo desconocidos para nosotros. Nuestra copia del Hortus deliciarum da un buen ejemplo de eso. Si dan Vdes otro vistazo a nuestro folio verán que los rasgos de Sócrates se asemejan a los de los famosos bustos antiguos del filósofo. Así también las alfombras y los cojines de los poetas/mágicos contrastados con la banqueta de los dos filósofos me parecen una huella de la polémica contra los poetas comenzada por los filósofos griegos, especialmente por Platón: poesía iguala al placer lujoso, filosofía iguala a la austeridad. Los diferentes modos de vivir corresponden a dos tipos diferentes de trabajo: estos se ocupan del mundo real, aquellos se fingen un mundo fantástico. La inscripción encima de los filósofos dice: Naturam universe rei queri docuit philosophia, «La filosofía ha enseñado a indagar la naturaleza de cualquier cosa». (Quiero disculpar a Herrad por haber confundido queri con quaerere; la falta ocurre a veces en el latín medieval).

    Espero haber probado la primera de mis afirmaciones: no es sólo el politeísmo y la sexualidad los que hacen de la poesía clásica una cosa sospechosa sino también la huida de la realidad en un mundo de ilusiones, de sentimientos falsos y de placeres enervantes.

    Con esta afirmación, esto es que la poesía de los fabulosa commenta es considerada peligrosa in se et per se y no sólo cuando menciona a los dioses o describe acciones obscenas, ya llegamos a un nuevo punto, es decir, al papel del diablo. De nuevo podemos partir de nuestra imagen. Es claro que la inscripción spiritu inmundo instincti se refiere en primer lugar a las escenas amorosas de la poesía antigua, mientras los pájaros me parecen aludir especialmente al modo de la influencia del diablo sobre el hombre. Se trata del problema gnoseológico que no sólo conmovía a los sabios sino también a la gente del pueblo. Las preguntas principales son dos. Primero: cómo puede ser que existen sueños verdaderos y sueños falsos, y segundo: cómo nacen pensamientos malos, fantasías malas que el hombre no quiere, contra las cuales lucha y que, no obstante, le persiguen: pensamientos de odio, de venganza, de libertinaje sexual. En el Medioevo la respuesta más general es: instinctu diaboli, por el influjo del diablo, que —como espíritu— posee una cierta afinidad al espíritu humano. En la literatura espiritual, sobre todo en la literatura monástica desde los padres del desierto el diablo es llamado muchas veces phantasma, «espectro», y leyendo esas obras tal vez no se sabe si el phantasma descrito allí es una figura visible para los ojos o si es sólo una fantasía interior de la persona afligida por el demonio. Pero sea lo uno o lo otro, es siempre el demonio él que posee y ejerce la capacidad de influir sobre la fantasía del hombre, la cual es —según las concepciones medievales— una de las tres facultades del cerebro junto a la facultad memorativa y a la facultad intelectiva. Santa Ildegarda de Bingen, casi contemporánea de Herrad y abadesa benedictina como ella, en su libro Physica, reflexiona varias veces sobre las relaciones entre fantasma y fantasía: reflexiona sobre la causa y el efecto del influjo diabólico o fantástico y sobre todo sobre una posible protección contra esos efectos a través de varias medicinas naturales como por ejemplo el helecho (en latín filix). Permítanme alegar algunas frases ildegardianas —la conexión con nuestro tema va a aparecer pronto—. Según Ildegarda es desde la seducción en el paraíso que existe una relacion clandestina entre el diablo y la mente humana y sobre todo entre el diablo y la fantasía que el diablo, llamado por magica verba, puede ocupar, a no ser que sean aplicados antídotos como plantas o piedras preciosas. Así es preciso usar del jacinto junto con una fórmula de conjuro, cuando alguien ha perdido el juicio: Sicut splendor, quem diabolus in se habuit, propter transgressionem suam ab eo ablatus est, sic etiam hec amentia que N. per diversas fantasias et per diversa magica fatigat a te auferatur, «Como el esplendor, que el diablo tenía, le fue quitado a él por su falta, así esta demencia que fatiga a uno por diversas fantasías y por diversos conjuros le sea quitado a él.» O se sirva de un carbúnculo porque «donde quiera que se halla un carbúnculo, allá los espíritus aéreos no pueden ultimar sus fantasmas completamente» aerei spiritus fantasmata sua ad plenum perficere non possunt. O en otro lugar: Et cum fulgura et tonitrua apparent in somnis bonum est ut homo jaspidem apud se habeat, quia fantasiae et gedrognisse (fallaciae) eum tunc fugiunt et dimittunt. «Y cuando en los sueños se muestran relámpagos y truenos, es bueno para el hombre tener un jaspe consigo porque entonces las fantasías y las falacias van a huir y fugarse».

    Aunque en los pasajes citados de Ildegarda no se trata de poesía, sirven, sin embargo, para confirmar la idea general de que el diablo puede apoderarse de la facultas phantastica o, en otras palabras, que la fantasía tiene una vecindad especial con la falsedad, con la mentira, con el embuste. Por ello comprendemos bien los pájaros negros cerca de los oídos de los poetas en la pintura del Hortus deliciarum.

    Pero, y eso es la cuestión fondamental para una crítica literaria cristiana: ¿Qué queda para una poesía cristiana cuando se quita la fantasía, la imaginación, el spiritus poetriae como dice el Archipoeta del siglo XII? Una respuesta la da san Isidoro de Sevilla en las Etimologías VIII 7,10: Officium autem poetae in eo est ut ea quae vere gesta sunt, in alias species obliquis figurationibus cum decore aliquo conversa transducat, «El oficio del poeta consiste en la tarea de trasladar de modo estético los acontecimientos reales —mediante una transformación encubridora— en visiones diversas.» La definición, que está sacada totalmente de las Divinae Institutiones de Lactancio (I 11,24), tiende ante todo a la justificación de la poesía pagana, pero puede también aplicarse a la poesía cristiana. El poeta no debe de abstenerse de usar su ingenio, sus facultades de invención. Por el contrario, si renuncia a «las transformaciones encubridoras» no es poeta, como Lucano: Unde Lucanus ideo in numero poetarum non ponitur, quia videtur historias conposuisse, non poema (Etimologías, loc. cit.). «Por eso Lucano no es enumerado entre los poetas porque compuso historias, no poemas.» Ingenio sí, mas dentro de límites rigurosos. Escribe Lactancio (en el lugar alegado) que los escritores que inventan todo nesciunt qui sit poeticae licentiae modus, quousque progredi fingendo liceat «No conocen el límite de la licencia poética, ignoran hasta dónde está permitido avanzar en la ficción.» En el centro de la poesía tiene que hallarse la verdad, ea quae vere gesta sunt. Esto vale aún para la fábula esópica en la cual totum utique ad mores fingitur, ut ad rem quae intenditur ficta quidem narratione, sed veraci significatione veniatur (Etimologías I 40,6), «Toda la ficción de la fábula tiende a la ética de modo que llegamos a lo intentado mediante un cuento fingido que, sin embargo, señala la verdad.» Por lo demás, la regla de la verdad vale también para la epopeya mitológica porque, como ha demostrado Euémero, los cuentos mitológicos contienen hechos históricos. Por ejemplo: Un hombre llamado Júpiter se ganó a una virgen llamada Dánae por el don de un saco de oro. El poeta entonces ha narrado —a causa de la decencia— el acontecimiento en modo indirecto, velado, figurationibus obliquis, fingiendo una «lluvia de oro» y un «Júpiter celeste». En efecto, ese núcleo histórico es indispensable para una poesía veri nominis. Según Lactancio aquellos que inventan sus cuentos totalmente no son poetas sino mentirosos (Divinae institutiones I 13).

    Con esa solución de una «ficcionalidad parcial», admitida la vía, habría sido abierta en dos direcciones: primero en el estudio de los clásicos paganos, y segundo en la producción de nuevos poemas de carácter semificcional. En efecto, la antigüedad cristiana y los inicios de la Edad Media se aprovecharon de esas posibilidades sólo parcialmente y además de modo diferente según las mencionadas épocas.

    Consideremos primeramente la actitud de la inteligencia cristiana en los últimos siglos de la antigüedad. Aquí debemos constatar que la mayoría de los literatos no podía o no quería disfrutar de una linea de compromiso como el dibujado por Lactancio e Isidoro respecto a la lectura de la poesía clásica. San Gregorio de Tours todavía había leído los primeros seis libros de la Eneida; algunas décadas más tarde, San Gregorio Magno censura severamente al obispo de Vienne, Desiderio, por haber estudiado la gramática —y eso es decir los clásicos— con sus clérigos. Desde los inicios del siglo VI la Galia e Italia comienzan a ser casi países sin libros. Para ser exactos, los libros todavía existían, existían las bibliotecas con los tesoros intelectuales de más de ocho siglos de cultura latina, pero faltaba el interés. Esa falta de interés intelectual no puedo explicarla con seguridad —no soy experto en esa materia—, sólo puedo ofrecer dos suposiciones: en primer lugar, la falta de escuelas y, por consiguiente, la incapacacidad de entender los clásicos, incapacidad debida a la creciente diferencia entre el latín culto y el latín coloquial. Y en segundo lugar, después de la desaparición de la respublica Romana faltaba un estímulo central que promoviese el interés por la literatura latina como herencia patria. Para los Símacos, los Nicómacos y para todos los Macrobianos de los siglos IV y V, los poetas antiguos formaban parte de su identidad personal y social. Aquella motivación extraliteraria de la literatura ya no existía en la Galia franca, ni siquiera en Italia, y tampoco en la península Ibérica. Aunque florecía aquí la vida literaria, esa no era ni romana ni pagana sino cristiana y española, como lo ha demostrado Louis Holtz en su artículo «Les poètes latins chrétiens nouveaux classiques dans l’Espagne wisigothique»[1]. Holtz prueba que, excepto Virgilio, los autores de la España visigoda se orientaban hacia los poetas nuevos, es decir a los poetas cristianos.

    Pero ¿cómo están las cosas en la otra vía, la de las producciones nuevas semificcionales? La respuesta a esta cuestión es más importante porque conduce al impacto inmediato del cristianismo en el nacimiento de nuevos géneros literarios y —resumiendo todo— a la actitud del cristianismo antiguo frente a la poesía. Podemos pasar por alto el único ejemplo, que yo sepa, de un poema de ficción clásica, esto es, la tragedia Orestes, compuesta por Draconcio. (Hay un paralelo también singular en el ambiente griego cristiano: la epopeya sobre Baco escrita por Nonno.) Pero esos son casos singulares. La mayoría de los poemas cristianos son de un tejido muy diferente. Conocemos bien los diversos géneros narrativos: la epopeya bíblica, el poema didáctico (especialmente el de temas teológicos y éticos), la vida versificada de un santo, el panegírico en versos, los «Gesta» de personas de Estado y los poemas satíricos y polémicos. Acordándonos de la definición de Lactancio y de Isidoro nos encontramos frente a un problema. Aquellos poemas corresponden perfectamente a la exigencia de verdad —scribere ea quae vere gesta sunt—, pero ¿dónde se cumple el otro oficio del poeta, la ficción, «la conversión en otras visiones a través de figuraciones oblicuas»? De hecho, la diferencia entre prosa y poesía cristiana se reduce al uso del verso, a la preferencia por un vocabulario poético en lugar de un vocabulario prosaico, al empleo de figuras y tropos, al incorporar descripciones y comparaciones.

    No cabe duda de que esa literatura llenó un hueco que fue dejado por la expulsión de la cultura pagana e igualmente es cierto que esas obras demostraron la altura de la cultura intelectual cristiana. A pesar de eso faltaba algo, faltaba el juego de la fantasía que anima los cuentos para los niños y la leyendas épicas, faltaba el sueño de un mundo mejor, de un mundo fabuloso en el cual todo termina bien, donde los buenos ganan y los malos pierden. En otras palabras, faltaba un mundo como el de la Metamorfosis de Ovidio o también de las epopeyas heroicas.

    Por muy rigurosa que fuese la autodisciplina, la renuncia ascética al placer de soñar y de fantasear se puede deducir de la asombrosa ausencia de la fábula de animales, género literario legitimado por la misma Biblia y por la teoría isidoriana. Encontramos un sólo género literario que corresponde a ambas exigencias de Isidoro, la exigencia de verdad y la de la ficción, y esto es un género nuevo, totalmente cristiano y totalmente ingenioso, la epopeya alegórica de Prudencio, plasmada en su Psicomaquia. Aquí lo tenemos todo: la verdad del mensaje y el juego de la invención, la abierta descripción de las batallas y las alusiones encubiertas que constituyen un desafío de descubrimiento para los lectores.

    En la edad carolingia un ensayo de ese tipo no se repitió, quizás porque era demasiado difícil o porque el modelo era demasiado perfecto. (Lo mismo vale también respecto a la epopeya bíblica.) Respecto a los otros géneros paleocristianos, los irlandeses, los anglosajones y los carolingios siguen las huellas de sus abuelos cristianos, pero se distinguen de éstos en su actitud respecto al estudio de los clásicos paganos. Aunque los primeros siglos de la Edad Media continúan el fervor religioso de la antigüedad cristiana, en el punto de la poesía clásica pagana son menos rigurosos. Ya no la temen como la habían temido los intelectuales de la edad patrística: la batalla contro los paganos se había ganado. Los pueblos nuevos, pueblos no latinos, observan a los antiguos casi como a una población ajena, extraña, pero interesante, de la cual se pueden aprender muchas cosas útiles. Por eso los irlandeses, los anglosajones, los francos entraban con gusto en la vía de Isidoro. Es claro que no producían epopeyas mitológicas o comedias de estilo terenciano, pero apreciaban la poesía clásica como objeto de estudio —estudios lingüísticos, retóricos, anticuarios— y como modelo de expresión poética. Por eso los carolingios se consideraban émulos y rivales de los antiguos, y no es de extrañar que se adornaran del título antiguo de poeta (poeta en lengua latina, no en lengua española) —en contraste con la ya alegada confesión del anónimo del siglo XII: Non ego sum, quoniam nil fingo, poeta vocandus.

    Aquí nos acordamos de la abadesa Herrad. La convivencia de poesía pagana y cristianismo, establecida por Lactancio e Isidoro y practicada por los carolingios, contradice evidentemente el dibujo de las artes en el Hortus deliciarum. En esto no hay el menor lugar para los que fingen fabulosa commenta; son todos diabólicos y peligrosos. Es evidente que en el siglo XII hay un endurecimiento de las posiciones, un nuevo rigorismo ajeno a la edad de los carolingios. ¿Cómo explicar eso? Creo que se trata de la reacción a dos fenómenos del siglo XII, fenómenos en primer lugar literarios, pero arraigados en un profundo cambio cultural.

    El primero de dichos fenómenos consiste en un redescubrimiento de la antigüedad como forma vivendi y por esta razón es por lo que hablamos de un «renacimiento del siglo XII». En las edades carolingia y otoniana la antigüedad era, como hemos dicho, el objeto de estudios, estudios serenos, casi con corazón frío. Ahora se descubre la antigüedad como modelo de goce de vivir. La expresión más vistosa de semejante actitud son las canciones de amor en latín, especialmente las provenientes de Francia. Otro género literario que huele al espíritu pagano y frívolo es la así llamada «Comedia elegíaca». Esta renuncia tanto a la veritas cuanto a la gravitas cristiana. Tiene por fin sólo el entretenimiento, el placer —y la derisión de los tontos—. Como en la poesía de amor, se adivinan también en las comedias las raíces antiguas: las primeras de ellas, el Geta y la Aulularia de Vitalis de Blois, reelaboran tramas que se remontan finalmente a Plauto aunque son probablemente transmitidas en la Edad Media a través de refundiciones en prosa tardo-antiguas.

    Es fácil imaginarse cómo debían de reaccionar los hombres espirituales y sobre todo los monjes (y en nuestro caso las monjas) frente a tal revivir de sentimientos considerados no cristianos: cierran filas. Resulta excluido ahora también el uso moderado de los poetas clásicos tolerados por Isidoro y los carolingios a causa de la verdad parcial contenida en aquellos, una verdad que no es del todo absorbida por la ficción.

    Pero el problema de la ficción desde la mitad del siglo XI ya no es sólo un problema de los autores clásicos, es en efecto también un problema de la poesía contemporánea, y esto constituye la segunda piedra de escándalo para la crítica literaria cristiana: surgen en el siglo XI y ante todo en el siglo XII poemas totalmente ficticios, cosa condenada tanto por la teoría clásica antigua cuanto por la teoría cristiana. El fondo de donde nacen es el mismo en ambas culturas: el cuento popular. Este es el fondo de la novela antigua, como por ejemplo la novela de «Apollonio», y es el fondo de la ficción medieval: la leyenda épica secular, el cuento de hadas, el chascarrillo. Todas estas formas narrativas, por supuesto, vivían desde hace mucho en la tradición oral; su aparición en el mundo literario iguala a una revolución e iguala en cierto sentido a los inicios de la literatura moderna en la cual la ficción desempeña el papel principal: romance, novela, drama, comedia, etc.

    El origen popular de la «ficción» nueva se puede comprobar fácilmente por el hecho de que la mayoría de la obras de ficción de la Edad Media son obras en lengua vulgar: los poemas de Chrétien de Troyes, de Gottfried von Straßburg y de Wolfram von Eschenbach, o el Nibelungenlied, la Chanson de Roland y el Poema de Mío Cid.

    Los poemas de ficción en latín son escasos y dan la impresión de ser ensayos. Enumero como obras más conspicuas el chascarrillo Unibos y la épica caballeresca Ruodlieb, ambos del siglo XI; también dos epopeyas de animales, la Ecbasis captivi (siglo XI) y el Ysengrimus (mitad del siglo XII); además las ya mencionadas comedias elegíacas, el cuento de hadas Rapularius (hacia 1200), la versión latina de un cantar alemán sobre el duque Ernesto (1212-1218) y, hacia 1250, el rezagado recientemente descubierto Hugo de Macôn con su De militum gestis memorabilibus. Las poesías de ficción en latín compuestas después de este tiempo ya pertenecen al movimiento humanístico. La Edad Media tardía no humanística volvió de nuevo a la gravitas anterior —y perdió su papel de literatura guía limitándose a poesías religiosas y obras de carácter científico—. En el campo de las bellas letras esta fue reemplazada por las modernas literaturas en lengua vulgar que, en mi opinión, cumplen mejor que la literatura latina medieval las exigencias de Lactancio e Isidoro: búsqueda de la verdad humana bajo la envoltura de la ficción.

    Fuera del mundo literario, en cambio, encontramos hoy día la dura oposición entre «realismo» y ficción, oposición que resulta de una exageración inhumana en ambos lados. La gravitas medieval, dirigida a la vida eterna como última finalidad, fue remplazada por una despiadada seriedad en la persecución de objetivos materiales. Y, por otra parte, encontramos una ficción desenfrenada, que se ha apartado tanto de la realidad cuanto de las obligaciones morales. Nosotros somos testigos de ambos desarrollos funestos, de una caza brutal del provecho y de una ficción ilimitada y destructiva. Después de haber dudado mucho tiempo, los psicólogos admiten ahora que las emisiones televisivas de un mundo virtual lleno de brutalidades o de héroes de science fiction pueden borrar en los menores los límites entre realidad y un mundo de ilusión con efectos desastrosos para ellos mismos y para la sociedad. Para lograr la salud mental sería deseable un equilibrio entre la gravitas cristiana y el iocus de los antiguos. Este sería el objetivo de un humanismo cristiano que necesitamos hoy tan urgentemente: la herencia feliz del cristianismo y de la cultura latina clásica.

NOTAS:

 

[1] En De Tertullien aux mozarabes. Antiquité tardive et Christianisme ancien. I-III. Mélanges offerts à Jacques Fontaine [...] à l’occasion de son 70e anniversaire, París, 1992, II 69-81.