TEORÍA DEL COMENTARIO DE TEXTOS [1]

Manuel Crespillo

Universidad de Málaga

 

    Las reflexiones que voy a exponer a continuación no se refieren en ningún sentido a cualquiera de las modalidades de comentario incluidas en la historia de la retórica. Topica, elocutio, lectio, hermeneusis, toda clase de crítica simbólica y textual, incluso la crítica formal o de géneros, y no sólo los poéticos, dramáticos, narrativos o ensayísticos, sino incluso géneros medievales tan importantes como los Ars dictaminis o los Ars praedicandi no constituyen en cualquier caso el objetivo de las siguientes líneas.

    Aclarado este punto, que tiene un carácter capital en los fines de este trabajo, paso a definir sus pretensiones. Pero antes de comenzar, debo decir que me es absolutamente imposible ocultar algunos de los motivos —bien es verdad que ya lejanos en el tiempo—, que me indujeron a pensar en la posiblidad de escribir el presente artículo. Lo primero fue haber leído hace ya tiempo el siguiente párrafo como justificación a la aparición de un libro:

    Cinco cursos de coordinador de Lengua en la Universidad de Valladolid y uno de la de Madrid, en la llamada Universidad Autónoma, así como dos años previos de examinador, en Zaragoza, y otro de catedrático de Instituto, en Madrid, junto a un proyecto de investigación pedagógica del Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, precisamente sobre las dichas ‘pruebas de acceso’, me han obligado a meditar sobre esta situación, y a colaborar en la búsqueda de soluciones. A lo largo de estos últimos ocho años he corregido miles de ejercicios y he puesto centenares de pruebas (a una media de más de treinta por año); también he redactado un manual para este Curso y colaborado u organizado reuniones, simposios, cursillos o simples sesiones de comentario para profesores, alumnos, o ambos conjuntamente. Me parece llegado el momento de que esta experiencia pueda beneficiar a las personas de buena voluntad que se acerquen a estas páginas [2].

    Me había medio olvidado de este tema, pero debo decir que trabajo en una Facultad en la que se imparte como asignatura obligatoria un Comentario de Textos, y que no contenta con ello acaba de aprobar en su nuevo plan de estudios una asignatura troncal que llevará el mismo título. Si a ello se añade que mi actual Departamento, en el que figuran algunos filólogos cuya obra considero bastante valiosa, ha organizado anualmente durante los últimos tres años un curso sobre Comentario de Textos en el que he oído a buena parte de la nómina de filólogos nacionales proponer sistemas, métodos y técnicas de comentar, se entenderá cómo me he sentido impelido a tener que escribir sobre este asunto. Más aún, y espero poder poner ya término a esta nómina de insistencias y excusas, la editorial Castalia comenzó a publicar a partir de 1973 cuatro volúmenes sobre Comentarios de Textos en los que prácticamente colaboraban todos los que son o habían sido hasta época reciente algo importante en el campo de la Filología Española: Alarcos, Alvar, Blecua, Bustos, Lapesa, Lázaro, López Estrada, Gregorio Salvador, Zamora Vicente, etcétera, por citar sólo a algunos de los personajes aparentemente más eminentes del panorama cultural de la vida española. No voy a discutir el carácter superficial que en la mayoría de los casos presidía los comentarios con los que tan eminentes filólogos participaban en esa operación comercial para hablar de Berceo, Cervantes, Góngora, Galdós, Clarín, Baroja o García Lorca. Pero sí voy a recordar algo que el lector que se precie conoce perfectamente: en una Biblioteca de Estambul, durante la segunda guerra mundial, sin poder participar en conferencias, coloquios ni congresos con ninguno de sus colegas, muy lejos de los centros de cultura alemanes, tanto de sus Universidades como de sus Bibliotecas, un filólogo escribía sobre La cicatriz de Ulises. Sin aparato erudito alguno, sin citas, sin documentación, alejado del rigor impuesto por los filólogos, un filólogo, por nombre Erich Auerbach, iniciaba nada menos que su Mimesis recordando el canto xix de la Odisea en la que la vieja ama de llaves Euriclea reconocía a Ulises de quien había sido su nodriza por una simple cicatriz en el muslo, consecuencia de la herida que hace tres milenios le produjo un jabalí con su blanco colmillo. Apenas la anciana toca la cicatriz, deja caer con alegre sobresalto el pie en la jofaina; y cuando el agua se derrama y quiere prorrumpir en exclamaciones de júbilo, Ulises utiliza toda clase de zalamerías para retenerla, sujetarla e inmovilizarla. Penépole, oportunamente distraída por Atenea, no ha notado nada. Comparando la cicatriz de Ulises con el sacrificio bíblico de Isaac, Auerbach hace notar que en esos textos todo queda inexpresado. Por una vez un Comentarista representa su verdadero papel: hacer hablar al silencio. Auerbach lo sabe, sabe bien lo que tales textos sugieren sin necesidad de que nos digan qué es. Por eso el Comentarista reconstruye lo que la palabra calla:

    No es fácil concebir estilos más contradictorios entre sí que los de estos dos textos, antiguos y épicos en la misma medida. Por un lado, figuras totalmente plasmadas, uniformemente iluminadas, definidas en tiempo y lugar, juntas unas con otras en un primer plano y sin huecos entre ellas; ideas y sentimientos puestos de manifiesto, peripecias reposadamente descritas y pobres en tensión. Por el otro, las figuras están trabajadas tan sólo en aquellos aspectos de importancia para la finalidad de la narración, y el resto permanece oscuro; únicamente los puntos culminantes de la acción están acentuados, y los intervalos vacíos; el tiempo y lugar son inciertos y hay que figurárselos; sentimientos e ideas permanecen mudos, y están nada más que sugeridos por medias palabras y por el silencio; la totalidad, dirigida hacia un fin con alta e ininterrumpida tensión y, por lo mismo, tanto más unitaria, permanece misteriosa y con trasfondo [3].

    No tengo ningún asunto cultural pendiente con el profesor Marcos Marín, pero he decidido, sin ni siquiera conocerlo, simbolizar en su nombre el triste destino de los filólogos españoles que se empeñan —o que se prestaron alguna vez sin creérselo ellos mismos— en la búsqueda de modelos generales o de métodos personales de comentar textos. Por eso he decidido hablar, con motivo del homenaje a mi amigo el profesor Olegario García de la Fuente, del Comentario de Textos en el sentido de su práctica escolar, y de su constitución real o aparente como disciplina académica. Téngase en cuenta, además, que el Comentario lingüístico o literario de textos es el ejercicio académico más frecuente llevado a cabo por los profesores de Lengua y de Literatura. Pero sólo podré hablar de esta práctica con todas sus consecuencias si soy capaz de delatar, en primer lugar, que detrás de esa actividad se esconde una concepción de la lengua y de la literatura sometidas a principios mecánicos ajenos a la abertura de la creatividad, muy propia de determinados profesores neutros que, aun cuando hablen de arte, nunca tuvieron la experiencia del contacto desequilibrador con alguna de las praxis del arte; y, en segundo lugar, si puedo aclarar que el sometimiento de los alumnos a esta actividad, tan generalizada incluso como prueba de examen, según aclaró bien Marcos, cumple un fin reproductor. Una reproducción que no se parece en nada a aquella placa fotográfica destacada por Benjamin de la que eran posibles muchas copias y sobre las que no tenía sentido preguntarse por la copia auténtica. No hablo, pues, de un Comentario que pudiera erigirse en la

[...] reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida [4].

    Se trata, más bien, de imitar simples mecanismos de aplicaciones técnicas con finalidades que exceden al dominio técnico. Una auténtica barbaridad. Y una vulgaridad tan grosera para aquellos que consideramos el lenguaje como una forma de arte que tendré que hablar sobre el tema no sólo con todo el rigor que me sea posible, sino también con toda la agudeza que pueda ser capaz de desarrollar.

1

    Comencemos por plantear dos simples preguntas: ¿qué significa comentar?, y a continuación, ¿qué presupuestos teóricos se esconden tras la reproducción de un comentario?

    Si acudimos a cualquiera de los libros existentes en el mercado —que, por cierto, dicen casi todos lo mismo— podremos leer lo siguiente:

    Comentar lingüísticamente un texto es un ejercicio de aplicación de conocimientos teóricos con vistas a extraer unas conclusiones críticas. El comentario lingüístico implica, pues, una ANÁLISIS  y una SÍNTESIS [5].

    Cuando algunos autores hablan del Comentario, suelen recordar el sentido medieval de la glosa [6], para la cual, según se sabe, todo texto es el comentario de una escritura anterior ya fijada. Pero lo que no dicen es que esta tradición medieval se ha realizado durante mucho tiempo mediante la práctica docente de la lectio universitaria o también a través del famoso recurso al cuádruple sentido de la escritura. Lo que no dicen es que la glosa ha posibilitado el desarrollo del comentario desde dos perspectivas diferentes. En primer lugar, ha construido toda una hipérbole sobre la explicación [7] del texto. En realidad, buena parte de la tradición humanista sobre la explicación ha implicado, por un lado, un proceso de recreación [8] cuyo punto culminante en la estética moderna viene dado por el horizonte de expectativas de Jauss [9]; y, por otro, un proceso de reconocimiento: se supone que el alumno sabrá interpretar —i. e., reconocer— qué hay detrás del texto, tanto histórica como gramaticalmente, y también —al igual que un profesor, un comentarista o un crítico profesional— sabrá aportar algunas sugerencias personales, la visión propia que se origina desde el texto comentado, sin necesidad de tener en cuenta para nada el absoluto de la totalidad.

    Explicar, recrear, reconocer o sugerir son términos muy importantes porque permiten identificar en la mecánica del Comentario de Textos un permanente sistema de aplicación. Un comentario lingüístico sólo se distinguiría de un comentario literario por la diferencia en el campo de técnicas de aplicación o reconocimiento —por ejemplo, el reconocimiento de estructuras gramaticales o la aplicación de leyes de funcionamiento fonológico o de normas ortográficas no es evidentemente lo mismo que la utilización de metros diversos en la composición del verso— o también por las diferencias en el campo de las recreaciones o sugerencias de carácter hermenéutico que constituyen el universo interpretativo del texto (el establecimiento de variantes léxicas, de principios estrictamente textuales o incluso semánticos jamás podrán coincidir con la valoración del mundo y la homología genérica proyectada por un texto literario). Pero en ambos casos se debe asumir que la mecánica instaurada por el acto de comentar obedece a un mismo valor de aplicación, a idéntico valor de glosa, a igual valor de comento y, por consiguiente, será aceptable o rechazable en función de estos presupuestos, pues resulta que detrás de la explicación o del reconocimiento hay toda una concepción del mundo, la convicción de que no es posible comentar una manifestación artística sin perseguir fines cognoscitivos, la creencia de que todo acto en el que se revela un especial estado sensible tiene que ser el resultado de la aplicación mecánica de un método o una técnica a una actividad creadora, en definitiva, detrás de la explicación o del reconocimiento está el conocimiento y, más bien, el problema del conocimiento. La proposición que lo define podría ser la siguiente: comentar es igual a conocer. Su esquema tipo es el de la concepción empirista del conocimiento: un sujeto, autor o lector, y un objeto, el fragmento comentado —ya sea trozo de un poema, novela, drama, o ensayo—, son configuraciones preexistentes a la producción de un conocimiento. El sujeto extrae y abstrae del objeto todo aquello que supuestamente había contenido siempre en su interior. Lejos de transformarse, el objeto es simplemente reconocido por el sujeto.

    Así que el primer y gran error del comentario académico de textos es plantear el aburrido acto literario de comentar como un conocimiento del texto comentado. Una práctica de esa índole se configura como una técnica aplicativa que asume toda la caducidad coyuntural propia de las epistemologías sobre lo preferente. Estas epistemologías son aquellos sistemas de aplicaciones técnicas a objetos de estudio que se planifican como las más convenientes en una coyuntura determinada. Critiqué severamente esta práctica en Historia y mito, y dije sobre ella que se trataba de una constante de modelo en la historia del Saber Occidental, esto es, de una técnica formal capaz de autocontrolar su variable objeto de aplicación (que en el caso que nos ocupa no es otro que el texto comentado). Interesa o conviene o se prefiere, por razones ajenas a la literatura y al lenguaje, aplicar una determinada técnica formal para poder comentar un trozo literario. Esta técnica posee un carácter coyuntural, y consiste en una actividad que extrae la supuesta esencia del texto para aplicarla a continuación. Además, la epistemología de la preferencia se fundamenta en una analogía entre el modelo y la realidad de su objeto. Se trata de una técnica cuya naturaleza categórica exige que los modelos de comentario tengan que parecerse a la realidad descrita o explicada. Por eso puede ser también identificada como epistemología de lo parecido o de lo similar. Y su efecto más inmediato consiste en que el modelo se asigna a sí mismo una función ilusoria de conocimiento. La analogía es una filosofía espontánea incapaz de diferenciar entre procesos de constitución y de aplicación técnicas de los discursos. Surge con la modernidad, puesto que es una categoría coetánea del inicio del conocimiento a fines del siglo XVIII. Cobra entidad con la aparición de lo trascendental y de lo fenoménico, y su línea más vigorosa de desarrollo es la que descubre una intencionalidad entre el cuerpo y la conciencia dentro del ámbito fenomenológico. Así que esa aplicación técnica, tan proclive a los formalismos, dibuja un recorrido intersubjetivo que comparte sus objetivos con la moderna teoría de la comunicación: el artista crea y el escritor escribe del mismo modo que el hablante ingenia cuando habla. Y lo mismo que le sucede a la lengua que usa el hablante, el conocimiento por modelos es capaz de convertir el comentario en un problema del sujeto, de materializar el espíritu en objeto y de convertirlo en un fenómeno de conciencia. Éste es el punto fundamental en que se delata la analogía de un modelo hipotético: la técnica de análisis es un sistema paralelo del objeto real analizado. En Historia y mito me quejaba yo de que hace casi dos siglos que asistimos a la inmovilidad de esta filosofía espontánea, casi doscientos años han transcurrido desde que nos topamos con ella cada vez que doblamos la esquina de cualquier discurso del Saber. Y me preguntaba si no sería la causante de las detenciones en la tarea del pensar, si no sería una exigencia intrínseca —aunque descontrolada y centrífuga— de la nueva configuración técnico-social de la modernidad. Si así fuera, ¿qué hueco quedará reservado para las actitudes imaginarias del Otro artístico y su liberación de todo simbolismo?, ¿dónde se situará la pertinaz marginación creativa? Huérfanos como estamos en el momento actual de la contemporaneidad de nuevos sistemas de pensamiento, estas preguntas sólo están dirigidas al vacío, pues siempre que la aplicación es delatada, la analogía se refugia en la constitución técnica de un modelo, sea cual sea el discurso que fuere sobre el Saber. Y el comentario académico de textos no es precisamente una excepción.

2

    Hasta el momento he intentado aclarar que aplicar conocimientos es una de las claves para justificar el Comentario de Textos. Llegado a este punto, es necesario plantear una cuestión importante: ¿Hay posibilidad de establecer alguna línea demarcativa en la aplicación de conocimientos impuestas por los modernos Comentarios de Textos? Esta pregunta podría formularse de muchas otras maneras: ¿Hasta dónde se puede permitir el uso del Comentario de Textos como ejercicio escolar? ¿La aplicación de la teoría a la actividad de comentar está en algunos casos justificadas? Si es así, ¿en cuáles? ¿Se puede hablar, entonces, de un método, de un modelo o de unas técnicas? Y sobre todo, ¿se puede combinar a la vez varios sistemas de aplicaciones? Intentaré, si el lector es suficientemente paciente, poner cierto orden en este marasmo inquisitivo.

    Creo, en primer lugar, que los comentarios lingüísticos o literarios están justificados como ejercicio escolar sólo en aquellos casos en los que no están permitidas valoraciones, es decir, cuando el alumno únicamente ve en el texto un andamiaje técnico no susceptible de variaciones intepretativas y cuyas reglas necesita aprender. Entonces los comentarios lingüísticos o literarios utilizan los textos como si se tratasen de un escenario al que suben los alumnos para aprender los mecanismos de uso de su lengua —i. e., la lengua como techné, es decir, el uso de sus fonemas, las reglas de su ortografía o de su sintaxis, determinados empleos léxicos o morfológicos, y poco más— o los instrumentos de uso del poema (en el más vasto sentido artístico de la palabra) —i. e., principios métricos, usos retóricos, prosodia y preceptiva, tropos y estilo, y poco más— que integran los instrumentos de lo que se ha dado en llamar la cocina de un escritor.

    Así que aquel repliegue centrípeta hacia el texto, que, a imitación de la organización de la enseñanza y de la actividad académica de Francia, pidieron Lázaro, Marcos y tantos otros durante mucho tiempo hasta lograr imponerlo en los programas académicos y en la enseñanza de base sólo se justifica intrafilológicamente en el caso de los instrumentos de forma. Lejos de aquí, el desplazamiento de la obra de arte como unidad orgánica total hacia el texto como centro de «reconocimiento» ha sido una operación metonímica más o menos académica —diría incluso que tiene más rasgos políticos que científicos o artísticos—, la cual ha logrado desintegrar prácticas escolares bien asentadas en las aulas durante gran parte de nuestra tradición escolar y universitaria. Cuando Festugière escribió sobre El sentido de la vida humana entre los griegos llegó a la conclusión de que el bien para el hombre griego consistía en actuar con excelencia según su ser mismo de hombre. Festugière lamentaba que nuestros jóvenes no conocieran ninguno de los capítulos de la Ética a Nicómaco y consideraba deplorable que nunca hubieran leído los adioses de Héctor y Andrómaca, la tristeza de Aquiles, el encuentro entre Aquiles y Príamo, ni tampoco una tragedia griega, ni la Apología de Sócrates, ni la muerte de Sócrates en el Fedón:

    Hubo un tiempo en el que se leían en clase estas grandes páginas, en el que el alma dúctil del adolescente se penetraba de nobleza y hermosura. Y esto confería al espíritu un cierto timbre de distinción; proporcionaba al alma un cierto gusto por el heroísmo, que convertía, en sentido estricto, al hombre en más esencialmente hombre. Éste era el sentido de lo que antaño se denominaban humanidades, y que hoy están a punto de desaparecer [10].

    En mis tiempos de infancia y adolescencia, cuando mis maestros educaban mi gusto, jamás vi que diseccionaran las obras literarias como si éstas fueran cadáveres. Guardo de ello una grata impresión. Y no me niego frontalmente a la fragmentación, pero sólo para lo que en el texto conviene como instrumento de forma: un análisis ortográfico, fonológico o sintáctico, un estudio sobre la preceptiva literaria, etcétera, siempre y cuando se permanezca al margen de épocas e intencionalidades. De ningún modo puedo aceptar comentarios inmanentes que persigan fines en sí mismos.

    En este contexto no me resulta difícil aceptar la propuesta de Girón Alconchel [11] de que los conocimientos lingüísticos son imprescindibles para el comentario lingüístico de textos [12]. ¡Pero eso no es un Comentario! Habría que distinguir entre el análisis de los componentes gramaticales, tal como se entendió por Grammont o Hamon o las diversas propuestas sobre análisis del discurso o del poema de Jakobson, Dubois o Todorov, y el Comentario propiamente dicho, término convertido en sinónimo de Análisis en el interior de la Filología Española desde que el señor Lázaro Carreter comenzó a ocupar una posición eminente. Es verdad que la organización escolar francesa ha sido pionera en comentar los textos. Aunque deberíamos tener en cuenta que los análisis de textos gozan en Francia de una tradición que nada tiene que ver con la española [13], la realidad es que el tiempo se encarga de poner a cada uno en el lugar que le corresponde. En Francia, como en cualquier otro lugar, los comentarios de textos dañan el espíritu de la literatura si sus pretensiones van más allá que las de ser simples operaciones de técnica gramatical o de preceptiva literaria. En este sentido cabe entender que comentar no es analizar ni pensar. Un análisis es una operación de carácter técnico, mientras que el verdadero Comentario yo sólo puedo entenderlo como una mimesis de arte. Las exégesis que propongo como procedimientos de análisis pretenden lograr ese objetivo y convertirse en modalidades de Comentario. Lo que afecta a la manera en que la lengua se hace un mecanismo rico y complejo por la fuerza del rigor intelectual e individualizado de su uso es incognoscible per essentia y, por tanto, no sujeto a análisis. Y todavía con más razón si el rodrigón que sujeta el árbol del lenguaje no puede aguantar un Hermes robusto y se cimbrea cuando intenta delatar ese mundo en el que la anarquía del arte se devora a sí misma. ¿Qué puede hacer ante un arte que se consume el pobre método de comentar del señor Lázaro Carreter, que sólo ha servido como engañabobos?

3

    Durante mucho tiempo todos hemos asimilado muy bien las propuestas del señor Lázaro. Desde que ingresamos en la Universidad, mientras nos preparábamos para ser profesores, todos aprendimos qué era y qué no era un Comentario de Textos. Ahora es un buen momento para reflexionar sobre el pasado. Habíamos memorizado todas las fases de su método: leer el texto, localizarlo, determinar su tema, su estructura, analizar su forma, concluir, ¿concluir, qué? Nada.

    Más de veinte años después de que el método de Comentario del señor Lázaro circulara entre los que entonces éramos estudiantes de las Universidades españolas se tradujo el libro Las estructuras lingüísticas en la poesía de Samuel R. Levin. Lázaro escribió una presentación y el apéndice a ese libro. Y en el primer párrafo ya lograba confundirnos:

    Linguistic Structures in Poetry [...] constituye lugar de paso obligado por cuantos se interesan en desvelar la misteriosa naturaleza del lenguaje poético [14].

    El libro era de una calidad muy pobre, pero tenía una idea interesante —¡al fin y al cabo algunos libros no tienen ninguna!—, y era que Levin carecía de interpretación personal al analizar un soneto de Shakespeare. Como buen discípulo de Jakobson, sólo ponía de manifiesto las recurrencias, los coupling de equivalencias, las estructuras sintácticas y las matrices convencionales, en definitiva, ofrecía un austero análisis formal. Pero para ilustrar «la naturaleza misteriosa del lenguaje poético», Lázaro seleccionó en su apéndice un soneto de Góngora y a continuación pasó a comentarlo:

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11

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Tras la bermeja aurora, el sol dorado

por las puertas salía del oriente;

ella de flores la rosada frente,

él de encendidos rayos coronado.

Sembraban su contento o su cuidado,

cuál con voz dulce, cuál con voz doliente,

las tiernas aves con la luz presente,

en el fresco aire y en el verde prado.

Cuando salió bastante a dar Leonora

cuerpo a los vientos y a las piedras alma,

cantando de su rico albergue; y luego

ni oí las aves más, ni vi la aurora.

Porque al salir, o todo quedó en calma,

o yo (que es lo más cierto), sordo y ciego [15].

    Al comentar de manera similar a como lo hubiera hecho Levin, Lázaro nos confundió por segunda vez. Al fin, alguien respetado por el propio Lázaro podía olvidarse de la claridad, brevedad y exactitud de su famoso tema, de la determinación de ese tema que insistentemente había recordado una y otra vez en su método. Así que no supimos nada sobre si la salida del sol provocaba una calma objetiva en la realidad circundante, ni sobre si la propia «Leonora» la causaba a su vez en el poeta; no nos pudimos enterar del grado de homología producido por los correspondientes efectos de apaciguamiento... Pero tengo que manifestar que personalmente experimenté una honda satisfacción: averiguar el tema de un fragmento comentado ¡no servía para adentrarnos en la naturaleza misteriosa del lenguaje poético! De todos modos, intuí que teníamos todo un signo poético complejo y me aproveché para sacarle un rendimiento a la forma fija del soneto. Más aún, imaginé que estaba ante un verdadero descubrimiento, pues podría sacarle un rendimiento extraordinario a todos los Comentarios que realizara. Por eso memoricé la siguiente idea:

    Nos encontramos ante una forma conocida clásicamente como soneto, cuya estructura fija posee un rendimiento eficaz desde un punto de vista formal. En su interior podemos observar tres instancias jerárquicas: los versos, las estrofas y los grupos estróficos. Y estos niveles jerárquicos podríamos contemplarlos gráficamente así:

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    Esta idea [que me había inventado] me serviría para cuantos comentarios realizara. Era inevitable que un signo poético complejo que dispusiera de cuatro fragmentaciones estróficas fijas tenía que contener otras divisiones en partes. Efectivamente, me percaté de que existían divisiones secuenciales isotópicas [16] que coincidían con las estróficas, esto es, cuatro estructuras de sentido que, más o menos, eran: la salida del sol, el comportamiento de las aves, la salida del sol y de Leonora y, finalmente, el comportamiento de las aves y del poeta. En resumidas cuentas, todas las modulaciones suprasegmentales del nivel léxico coincidían aproximadamente con las fragmentaciones estróficas.

    Además, también existían cuatro períodos sintácticos. Los dos primeros coincidían respectivamente con sus cuartetos. Y el cuarto, de carácter temporal, como el tercero, expresaba la consecuencia del anterior a partir del verso 11 (y luego) y, posteriormente, su causa (Porque al salir). Esto significaba que los períodos sintácticos no coincidían con los límites en los que se identificaban las fragmentaciones estróficas y las secuencias isotópicas. La falta de coincidencia de los períodos sintácticos con los estróficos y semánticos me permitía deducir que la homología estrófica era imperfecta formalmente [17]. Unificando criterios sintáctico-semánticos se deducía la existencia de un principio cuaternario que fraccionaba el poema en cuatro períodos-secuencias básicos. De nuevo, la correspondencia se rompía, pues si se atendía a la distribución de las rimas comprendí que el poeta seguía un esquema abba abba cde cde en el que se evidenciaba un principio binario que dividía al poema en dos unidades básicas —una, los dos cuartetos; otra, los dos tercetos— atendiendo a una relación entre la matriz convencional y el sentido. Naturalmente, utilizaba el término matriz convencional, tal como lo hacía Levin, para designar las convenciones exteriores al poema, como el metro, la rima, los recursos literarios, etcétera. Pese a la falta de correspondencia entre los períodos-secuencias y las escisiones dicotómicas métricas, era necesario contemplar un equilibrio entre las partes isométricas. Había que decir que se trataba de una impresión superficial y debería esperar a ver si ese equilibrio que parecía contemplarse tras una primera impresión lo corroboraba el análisis concreto. Me convenía que así sucediese.

    Vista las fragmentaciones, lo lógico era preguntar por las articulaciones de ese signo poético complejo. Había que partir de aquellos dos ejes propuestos por Jakobson, el eje de la selección y el eje de la combinación, las estructuras sintagmáticas y paradigmáticas que Saussure había denominado con mayor elegancia sintagma y asociación. Tenía que constatar que esos ejes deberían insertarse en dos planos que ya se habían hecho tópicos: los planos de la expresión y del contenido. Y cada plano tenía que tener sus correpondientes niveles a fin de mantener la estructura jerárquicas de las formas que el neokantismo había creado para múltiples discursos del Saber. En cuanto me centré en el nivel morfosintáctico del plano de la expresión volví a delimitar períodos sintácticos. Pensé ingenuamente que en el fenotexto algunas macroestructuras habían sido suprimidas: casos evidentes parecían ser los versos tres y cuatro (ella salía con la frente rosada de flores; él salía coronado de encendidos rayos), el verso sexto del segundo cuarteto (cuál sembraba con voz dulce, cuál sembraba con voz doliente), etcétera. Si prescindía del genotexto y me fijaba en la microestructura observaba que los dos primeros períodos, que coincidían con los cuartetos, ofrecían proposiciones independientes o, en todo caso, atendiendo a su estructura textual, oraciones matrices y yuxtaposiciones. Las formas verbales impersonales aparecían una en cada uno de los dos primeros períodos, y tenían además estructura paralelística. En cambio, los otros dos períodos diferían entre sí en cuanto al número de sus formas verbales personales (incrementadas a tres en el último), pero no en cuanto al tiempo utilizado, que era el perfecto simple. El paralelismo era menor entre los tercetos, pues el primer terceto era menos profuso que el segundo en la muestra de períodos coordinados. Pero, en general, se podía ver una correlación 1-2 / 3-4 en lo que se refería a su organización sintáctica.

    Con los textos de Levin y Lázaro delante tenía que preguntarme sobre cómo funcionaba el principio de equivalencia en los ejes de la selección y de la combinación. Evidentemente, el principio de equivalencia era el que producía mediante repeticiones la función poética en este nivel morfosintáctico. Comprobé la existencia de equivalencias comparables, que venían dadas por aquellas palabras que desempeñaban idéntica función gramatical respecto de un mismo término: versos 1-2 Tras la bermeja aurora / por las puertas del oriente; versos 3-4 Ella (con) la frente rosada (hecha) de flores / él (con) una corona de rayos encendidos. Bermeja calificando a aurora, y dorado a sol formaban también equivalencias comparables. Y hablé de equivalencias paralelas cuando los términos se emparejaban por desempeñar funciones similares en cláusulas u oraciones distintas. Éste era el caso de bermeja aurora (verso 1) / ella (verso 3) y de sol dorado (verso 1) / él (verso 4). En el segundo período las equivalencias comparables eran: verso 5 Su contento / su cuidado, verso 6 Cuál con voz dulce / cuál con voz doliente, y versos 6-7 Con la luz presente / en el fresco aire / en el verde prado. Y las equivalencias paralelas entre ambos períodos: tiernas aves (verso 7) / bermeja aurora (verso 1) / sol dorado (verso 1).

    En el tercer período existía una equivalencia comparable en el verso 10 cuerpo a los vientos / a las piedras alma y en el cuarto entre los versos 13-14 todo quedó en calma / yo (quedé) sordo y ciego. Además, entre ambos períodos se podían encontrar equivalencias paralelas: ni oí las aves / ni ví la aurora (verso 12) y porque al salir(verso 13) / cuando salió (verso 9). También aparecían otras equivalencias paralelas entre los distintos períodos: en el verso 12 los objetos directos aves y aurora se emparejaban paralelamente con los núcleos nominales de tiernas aves en el verso 7 y de bermeja aurora en el verso 1.

    Si las estructuras sintácticas ofrecían una especie de dicotomía entre los períodos primero y segundo, por un lado, y tercero y cuarto, por otro, en cambio, el cuarto período parecía corresponderse más por su estructura interna a los dos primeros períodos que al tercero. Sólo una correlación de equivalencias podía oponer los dos primeros períodos a los dos últimos. Una correspondencia vertical haría que se opusieran los sujetos del primer cuarteto que designan objetos (-animado) con los de los períodos segundo, tercero y cuarto, cuyos sujetos serían (+ animados). Leonora, que parecía ser una dilogía, neutralizaría la correlación y tendría, por consiguiente, una doble caracterización. Una correspondencia horizontal ofrecería una oposición entre los sujetos de los dos primeros períodos y de los dos últimos en virtud del rasgo (-humano) / (+ humano).

    Estilísticamente, los tres primeros períodos marcan, por la abundancia de núcleos nominales y adjetivos, el ritmo lento del poema, lo que les confiere un carácter impresionista; por el contrario, el cuarto período posee un estilo mucho más rápido por la abundancia de verbos. En el cuarto período la presencia de determinantes es más bien escasa (las aves, la aurora), mientras que en los tres primeros alterna la presencia y la ausencia de determinantes, lo que sirve para acentuar su carácter de circunstancia y vaguedad. También el último período se opone a los precedentes por la generosidad en el uso de las conjunciones, y eso le confiere un aire de ilogicidad totalmente opuesto a la trabazón mucho más lógica de los tres primeros períodos.

    En los niveles fónicos y prosódicos también funcionaban equivalencias comparables y paralelas: aunque el contraste bermeja / dorado dibujara una oposición débil / fuerte en cuanto a la palatización / velarización de las vocales, se trataba, no obstante, de una equivalencia armónica. Cabía distinguir múltiples equivalencias paralelas en los niveles fónicos y prosódicos: dorado (verso 1) / coronado (verso 4), contento (verso 5) / cuidado (verso 5), (verso 12) / vi (verso 12), etcétera.

    La relación entre la clasificación de las rimas —que eran todas consonáticas— y la elección de las categorías gramaticales parecía bastante estrecha. Salvo en el caso de luego (verso 11), todas eran nombres (sustantivos o adjetivos). Esto ponía de relieve el importante papel que desempeñaba la gramática y la rima en la estructura del soneto. De nuevo, recordé las tres instancias jerárquicas: los versos, las estrofas y los grupos estróficos. Y pasé a analizar el nivel de matrices convencionales. A fin de lograr sintetizar y de que mi impresión fuera mucho más sensible, imaginé que la estructura métrica de este soneto podría representarse mediante la siguiente sinopsis gráfica:

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    En el plano del contenido reclamé la hipótesis del anagramatismo: en todo texto debería haber un haz isotópico compuesto por una serie de sememas diseminados a través de su estructura, y cuya función básica sería la de reiterar los semas nucleares de la sustancia del contenido del texto, esto es, todo lo que el señor Lázaro ha denominado tema. También pensé que la distribución de las isotopías del texto también podría expresarse gráficamente mediante el siguiente esquema:

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    En el texto existían cuatro grandes isotopías semémicas Is1, Is2, Is3 e Is4. Las dos primeras y las dos últimas se entrecruzaban entre sí: la distinción se mostraba en el gráfico mediante una doble línea. AA’ eran isotopías semémicas que comportaban un grupo sémico común a las figuras nucleares de los sememas que contenían: el comportamiento de las aves en el amanecer y el del poeta ante la salida de Leonora. La relación entre Is1 e Is2 era conjuntiva, pues establecía una equivalencia en el nivel de los semas nucleares centrales. bb’ eran isotopías metafóricas en disyunción. Las isotopías metafóricas eran isotopías elementales establecidas entre dos sememas pertenecientes a campos diferentes: flores y rayos, usados para caracterizar la aurora y el sol, así como luz presente que indicaba en el segundo cuarteto el comportamiento de las aves, tenían un grupo sémico común. Las isotopías metafóricas en conjunción de cc’ establecerían una equivalencia en el nivel de los semas nucleares centrales. También se podrían identificar algunas otras isotopías opositivas. Por ejemplo, la oposición de isotopías cosmológicas y noológicas. Las cosmológicas tendrían un grupo sémico común aglutinado en el clasema exteroceptividadi. e., mundo exterior—, mostrado por Is1 (amanecer) e Is2 (aves). Las noológicas tendrían el clasema interoceptividadi. e., mundo interior—, mostrado por Is3 (Leonora) e Is4 (yo). De este modo, Is1 e Is4 se opondrían respectivamente a Is2 e Is4.

    Naturalmente, el análisis pormenorizado de recursos fónicos, gramaticales, estilísticos, planos léxicos, semánticos, usos de tropos, etcétera, podría ampliarse ad infinitum en cualquiera de los planos y niveles. Pero bastante he ofendido ya la sensibilidad del lector como para hacer más insinuaciones. Sólo quiero hacer una pregunta: ¿qué tiene que ver todo esto con Góngora?

4

    Al hacer un Comentario similar en ciertos puntos al que Lázaro puso como apéndice al libro de Levin, he seguido lo que los estudiosos del tema llaman un método, un método como cualquier otro. Bien es verdad que no se trata de ese cúmulo extravagante de argumentos y configuraciones de sistemas como el que propuso Mignolo [18], pues si se añadieran factores socioculturales, condiciones de emisión y de recepción del texto, entonces la complejidad del método provocaría sin duda un rendimiento improductivo. ¿Qué hacer entonces? Podría sentir la tentación de irme al extremo opuesto, a una posición como la que representó García Lorca con su idea de que la poesía no tiene límites. En la Lectura que ofreció en 1926 de su Romancero Gitano Lorca explicó así la construcción de su Romance sonámbulo:

    Después aparece el Romance sonámbulo, del que ya he hablado, uno de los más misteriosos del libro, interpretado por mucha gente como un romance que expresa el ansia de Granada por el mar, la angustia de una ciudad que no oye las olas y las busca en sus juegos de agua subterránea y en las nieblas onduladas con que cubre sus montes. Está bien. Es así, pero también es otra cosa. Es un hecho poético puro del fondo andaluz, y siempre tendrá luces cambiantes, aun para el hombre que lo ha comunicado, que soy yo. Si me preguntan ustedes por qué digo yo: «Mil panderos de cristal herían la madrugada», les diré que los he visto en manos de ángeles y de árboles, pero no sabré decir más, ni mucho menos explicar su significado. Y está bien que sea así. El hombre se acerca por medio de la poesía con más rapidez al filo donde el filósofo y el matemático vuelven la espalda en silencio [19].

    Sabemos que el misterio poético es también misterio para el propio poeta, que a veces lo ignora. Y está bien que sea así, como dice Lorca [20]. Pero podemos llegar a pensar que entre el misterio y lo visible —la idea misma de Lorca de que «la poesía anda por la calle»— existe la posibilidad de analizar un material de lenguaje. En ningún caso este análisis puede llegar a sacrificar el POEMA en beneficio de un MÉTODO. Sin embargo, durante mucho tiempo, entre los defensores de la doctrina del método, sí ha sucedido de esa manera hasta el punto de que yo no tendría inconvenientes en afirmar que muchos «comentaristas» serían incapaces de trabajar sin método [21]. Aunque algunos autores creen suavizar la aspereza del método hablando de TÉCNICAS [22], el mayor inconveniente consiste en que cada autor se siente con el derecho de ofrecer su propio método, es decir, su propio sistema de aplicación instrumental [23]. Incapaces de comprender el carácter insólito del transporte de un método que surge de una intuición individual, los alumnos pasan el tiempo sin descubrir al profesor artista capaz de emplear su tiempo en educarles el gusto por el Poema —y utilizo el término, en el sentido de Heidegger, como sinónimo de arte—, esto es, sin conocer al profesor que dedica toda su actividad a mostrar el entramado simbólico que late tras toda la historia literaria y las reglas de su lenguaje. Ni siquiera durante el Bachillerato los alumnos saben leer en alta voz. Es triste decirlo, pero la última generación de los estudiantes españoles ha pasado por las aulas sin que se haya podido perder el tiempo leyendo capítulos del Quijote. El desplazamiento del objeto de interés de la obra al texto tiene mucho que ver con el asunto. Y alguna responsabilidad deben tener los culpables de ese desplazamiento. Ya sería hora de decir públicamente sus nombres y de olvidarnos de lo que hacen los franceses, pues seguramente nos llevaríamos grandes sorpresas entre los filólogos españoles. Los gobernantes políticos, las autoridades académicas, que ejecutan la política del Ministerio de turno, no pueden ser los únicos responsables de esta liquidación. Los paladines de la filología, los grandes nombres y apellidos que dirigen instituciones y que, como la Iglesia, siempre están en buena relación con esos grupos de poder por diferentes que éstos parezcan, aquellos que dictan cursos y son la vox autoritatis para toda una legión de filólogos a los que tampoco les importa flirtear con sus discursos públicos, tendrán algo que ver con el asunto, digo yo.

    Ante este marasmo, quiero censurar con acritud el Comentario de Textos —el método de Comentario de Textos— y, en especial, las variantes sobre los métodos de comentar que cada vez parecen haberse impuesto con mayor fuerza. Diré con la máxima contundencia que estos métodos representan lo antiabsoluto, que son los métodos de la parcialidad. Métodos que no podrían funcionar si no postularan etapas, niveles, planos [24], etcétera. Bien es verdad que alguno de los planos propuestos por Marcos no son incompatibles con mi propuesta del texto como andamiaje técnico, pero la mayoría de ellos sí. Buena parte del plano léxico o los planos semánticos, el conectivo sintáctico-semántico o el plano de integración son auténticas ficciones. Y más que una ficción, un auténtico disparate cuando se extiende, como hace el propio Marcos, a un comentario analítico en el ámbito de una Teoría de la estructura del texto y de la estructura del mundo [25]. Por lo demás, libros como los de José María Díez Borque, Comentarios de textos literarios con su distinción de etapas externas e internas, planos formales, fines comunicativos, sociología del texto y, para que nada falte, conclusión y crítica personal o el libro de J. L. Varela, A. Cardona y X. Fabes Xironella, Nuevas técnicas de análisis literario —que es el resultado de una combinación mecánica de planos y niveles con un valor puramente comercial— son cantos a la uniformidad del método.

    En este sentido, el análisis será tan cambiante como lo sea el Método utilizado. Incluso en algún caso, como, por ejemplo, el de Gregorio Salvador en «Cuarto tiempo de una metáfora (en torno a un soneto de Blas de Otero)», Homenaje al profesor Alarcos García, II, Valladolid, 1965-1967, pág. 432, nota 2, se ha llegado a proclamar explícitamente este modo de proceder:

    Aplico a la Literatura la terminología lingüística de Hjelmslev, que distingue forma y sustancia en cada uno de los dos planos que presenta el signo lingüístico: plano de la expresión y plano del contenido. Esta distinción, aceptada ya generalmente por la lingüística estructural, ofrece amplias posibilidades para un estudio estructural de la obra literaria, que a mi modo de ver es el único medio verdaderamente intrínseco de enfrentarse con ella. Expongo y aplico estas ideas en tres trabajos anteriores: Estructuralismo y Poesía, ponencia presentada a los Coloquios sobre «Principios y problemas del estructuralismo lingüístico», celebrados en Madrid en octubre de 1964 y que se publica en las Actas de dichos Coloquios, actualmente en prensa [según se sabe, el texto de Salvador figura desde 1967 en el libro Problemas y principios del estructuralismo lingüístico, Madrid, csic]; Análisis connotativo de un soneto de Unamuno, AO, XIV, 1964, págs. 18-39; y El tema del árbol caído en Meléndez Valdés, Cuadernos de la Cátedra Feijóo, Oviedo, 1966 [26].

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    Con todo, esta práctica aparentemente neutra, que incorpora al texto conocimientos previamente delimitados, no es la equivocación más importante. Muchos profesores de literatura están atenazados por el poderío del pensamiento de su época, y es lógico que no encuentren dificultades para rechazar, por aberrante, la monstruosa idea de que un texto artístico puede llegar a ser un objeto conocido. En tales casos en que la balanza se inclina del lado de la sensibilidad, parece adueñarse de la comprometida situación la idea de Kant de que un sentimiento de placer o dolor rige el juicio estético sobre lo bello. Sentimiento que se funda en la subjetividad de la representación del objeto, concretamente en la crítica del sujeto que «juzga», en la capacidad de sentir un placer ante la forma del objeto. Incluso si apuramos este planteamiento, se puede llegar a creer que la cumbre de lo artístico consiste en mostrar un sentimiento especial ante la muerte: el sentimiento de horror por la grandeza. Y en esta dirección, el punto más lejano parece ser aquel que propugnaba Schiller: educar mediante el sentimiento es elaborar una Idea que funde el sentimiento con la razón. Aun cuando se sostenga, como Hölderlin, que la educación mediante el sentimiento exige situarse al margen del Estado, ya que éste encarna el demonio de la Razón y el derecho del equilibrio en poder de unos pocos, todo esto parece ser insuficiente, pues ¿qué sucedería si el arte se desligara de todo sentimiento y tomara radicalmente partido por una actitud que colocara al sujeto ante el límpido ser original, esto es, si el arte fuera la mirada de lo que en un principio fue y sigue siendo, aún hoy, lo incesante?, ¿qué ocurriría si pudiéramos situarnos ante una plenitud de espíritu capaz de exprimir por completo toda la música y todo el ritmo de un poema?, ¿no se pondría entonces de relieve que el comentario sería irrelevante para captar la esencia del arte en el producto artístico objeto de comentario? y, finalmente, ¿por qué el comentario literario de textos tendría que ser concebido como una llave que abriría la esencia de lo literario, mientras que un comentario sinfónico, arquitectónico o pictórico serían completamente irrelevantes para captar la esencia creativa de esas otras manifestaciones artísticas?

    Comprender que el comentario académico es una intervención sobre lo literario de lo que no es literatura, que es una especie de aparato o de campo instrumental que se superpone uniformemente y se aplica a un universo regular con el que no guarda ninguna relación —ni complementaria ni constitutiva—, puede ser un elemento de gran ayuda para arrinconar la práctica detestable de los comentarios académicos de textos. Esta actividad es realmente un gran obstáculo para llegar a captar la esencia de la creatividad y genera una incapacidad manifiesta para distinguir la Gran Literatura de la literatura mimética, porque teóricamente está mal fundada. Corresponde a una concepción de la obra literaria específicamente hegeliana, al pensarla como un todo unitario y expresivo, y, sin embargo, encierra la enorme contradicción de ser totalmente incapaz de completar el proceso dialéctico que Hegel concibió como el de una expresividad absoluta.

    Ahora mismo voy a hablar sobre su incapacidad, pero permítaseme previamente reproducir un breve artículo que apareció el jueves 16 de febrero de 1989 en el diario El País, escrito por el profesor R. Trujillo. Se titulaba «Intuición contra Interpretación», y el profesor Trujillo escribía así:

    Tal como se practica entre nosotros, el llamado comentario de textos me parece una cuestión técnicamente inadmisible y didácticamente retrógrada. Ni estimula el hábito de la lectura, ni fomenta la educación, ni educa el gusto. Las muestras, además, no se seleccionan bien, ni se incluyen nunca textos procedentes de literaturas en otras lenguas. Y, por si fuera poco, se usan como tema de comentario fragmentos de obras no leídas.

    Y, sin embargo, no es esto lo peor: aunque los textos fueran seleccionados con un gusto impecable y aunque los comentarios versaran sobre muestras no mutiladas, seguiría siendo erróneo el método. Su fundamento teórico y sus presupuestos filosóficos son inadmisibles. Comprender un texto no consiste en aplicarle una receta de manual escolar.

    Para empezar, conviene aclarar que hay dos maneras de enfrentarse a un texto. De un lado está la aprehensión directa, sin ninguna referencia a tal o cual situación; y de otro, la interpretación de ese texto como parte de una situación más amplia que lo abarca.

    La primera consiste en la aprehensión del texto sin más; en representárselo tal como es, tanto en su significado inmediato, como en su aspecto físico. Ésta es la manera en que todos captamos espontáneamente cualquier texto, sin ninguna idea previa sobre «lo que es o debe ser un texto». Una expresión, por ejemplo, como silencio verde se capta primariamente como silencio verde, sin más.

    Y es que existe una perversión intelectual, muy común en el hombre que llamamos culto, que consiste en limitar el sentido de lo real al ámbito de ciertas convenciones. Para este tipo humano, silencio verde no puede significar nada: como ha perdido el sentido de lo natural, se siente obligado a pensar que o bien es un disparate o bien quiere decir otra cosa.

    Este hombre no acepta lo que he llamado aprehensión del texto: sólo está dispuesto a admitir el texto como parte de su situación real, y por ello necesita interpretarlo. Es la actitud del hombre culto, que ha perdido la naturalidad idiomática de que aún disfruta el hombre verdaderamente cultivado o el analfabeto primario, no deformado por la presión niveladora de la enseñanza oficial o de los medios de comunicación.

    A esta clase pertenecemos los profesores. Cuando el comentario de textos se puso de moda, optamos sin dudarlo siquiera por el segundo punto de vista. Nadie pensó que de nada serviría interpretar un texto si antes no se había aprehendido idiomáticamente, ni nadie parecía saber que la intuición de un texto es una operación distinta de su interpretación. Y no sólo distinta, sino además anterior.

    Y no sólo eso: muchas veces no es necesario interpretar un texto, y muchas veces no es siquiera posible. Es cosa que sabe cualquier buen lector pero que ignoran con frecuencia los profesores.

    Para ellos, significado es interpretación. Lo importante no es el texto, sino la presunta realidad a que alude. Se olvida que la comprensión verbal es transparente por su propia esencia y se intenta sustituirla por las opiniones personales del comentador sobre las cosas.

    Por eso la loable iniciativa de preferir el texto a la teoría vino a empeorar las cosas o a dejarlas como estaban: ¡el comentario de textos tenía también la pretensión de ser una teoría! Partiendo del supuesto falso de que todo texto está en lugar de algo, el comentario iba a consistir en tratarlo como un jeroglífico que puede descifrarse científicamente.

    Y así se olvidó o se ignoró que todo texto se entiende idiomáticamente, pero se interpreta fuera del idioma, en relación con la experiencia: el comentario lingüístico sólo tiene que ver con la intuición directa del texto, y en esto consiste la tarea del profesor de lengua, con independencia del hecho de que todo texto puede interpretarse luego en relación con la experiencia, la historia, la psicología, etcétera. Pero eso debe venir siempre después: lo primero es entender el texto, es decir, hacerlo propio.

    Pero ¿es posible entender un texto antes de interpretarlo? En primer lugar, no se entiende un poema de la misma manera que una demostración matemática: la demostración exige la verificación de cada paso; el poema exige su aceptación total, como algo coherente con nuestra experiencia. Lo que llamamos entender un poema es realmente hacerlo nuestro, intuirlo.

    En segundo lugar, la intuición no necesita de la interpretación porque es anterior a ella.

    Entender un texto es, pues, hacerlo nuestro, con independencia de que seamos capaces de relacionarlo con alguna experiencia particular. Para el profesor, la tarea de enseñar la aprehensión directa no es fácil, porque deberá prescindir de toda anécdota, como hace un músico cuando aprende una partitura. Deberá buscar, como el músico, la medida justa, repetir la lectura una y otra vez, destacar los significados, etcétera, hasta lograr la identificación total con el texto, porque si el texto no sirve para producir ese efecto, el trabajo será inútil.

    Lo que no deberá hacerse nunca es lo que se hace siempre: traicionar el texto, sustituyendo su verdad intrínseca por una anécdota más o menos verosímil. Hay que lograr primero la comprensión idiomática del texto. Luego hay que enseñar al alumno que ningún texto tiene una interpretación determinada y única y que la capacidad de interpretar es un ejercicio libre y no una acción definitiva. Cada interpretación es un hecho irrepetible, y nadie debe intentar transformarla en algo terminado. El comentario de textos ignora la intuición: antes de enseñar a interpretar un texto hay que enseñar a intuirlo, a hacerlo propio. La interpretación es diferente y posterior y consiste en transferir la intuición idiomática a las cosas o a las experiencias concretas. Sólo así podemos sentir las cosas a través del lenguaje.

    El artículo del profesor Trujillo es de una clarividencia asombrosa. Independientemente de que, como buen racionalista, Trujillo entienda la intuición como una forma de conocimiento, la idea de «hacer el texto nuestro», su aprehensión idiomática, su confrontación con la experiencia —o con la imaginación y los arquetipos fantásticos, añadiría yo—, el carácter abierto de su interpretación, su crítica a la teoría del texto y a la aplicación de «recetas» son valores innegables del pensamiento de Trujillo. Pero, a mi juicio, su artículo sigue arrastrando un gran inconveniente: ¿Qué es un texto, sino nada? ¿Qué unidad, qué criterios justifican el corte de tijeras que contiene un fragmento, sino el de convertirse en el objeto de un sistema de aplicaciones que reproduce los esquemas —y es lo mismo si éstos son más ideológicos o menos artísticos, más morales o menos lingüísticos, etcétera— del profesor o del comentarista que lo selecciona? ¿Y cuando la selección se sujeta a las trampas de lo que el profesor ignora? ¿Y, lo que no es infrecuente, cuando el fragmento de una obra egregia apenas si tiene interés? ¿Y el caso inverso en el que un texto parece tener un interés inmanente y, sin embargo, se extrae de una obra que es un ejemplar sorprendente de literatura irrelevante y mimética? ¿Qué hacer en todos estos casos?

    Acusaba a la inocente práctica del comentario académico de textos de ser la responsable de confundir la literatura egregia con la literatura mimética, y al indagar la razón de esta confusión veíamos la causa en el proceso de concepción de la obra literaria como un todo unitario y expresivo. Pero ¿cómo es posible eso? El asunto no es tan simple. Veamos por qué.

    Aunque en varios pasajes de los diálogos de Platón aparece una consideración interesante sobre el todo, su formulación verdaderamente moderna se debe a Hegel, quien tuvo que concebir varios mundos, por ejemplo, el mundo ético o el mundo artístico, como totalidades. Este problema romántico, en el que se incluye el horizonte completo de la totalidad, lo denominé Idealismo del Todo en mi libro Historia y mito de la lingüística transformatoria. Decía yo allí que la versión más divulgada sobre el idealismo del Todo es aquella que Althusser y Balibar denominaron la problemática del todo expresivo. Se referían con ella a la forma precisa de ruptura de Marx con Hegel, al rechazo de la concepción hegeliana del todo expresivo como totalidad espiritual en la que cada parte era pars totalis inmediatamente expresiva del todo que habita en la persona, y a la que Hegel asignaba todos los mitos religiosos: el Logos que habla en las secuencias de un texto, la Verdad que habita en la Escritura, el oído que escucha o el ojo que lee el discurso para descubrir la verdad contenida en cada una de las palabras. Ese todo era un equilibrio quieto de todas las partes y determinaba, según Hegel, todo el ámbito moral, político y lógico del sujeto, es decir, toda la fenomenología del espíritu, la filosofía de la naturaleza y la lógica de la idea. En el mundo ético un espíritu lingüístico provocaba el equilibrio entre lo universal abstracto y el puro sí mismo, la armonía entre la conciencia noble y el Estado, entre la persona y el Estado de Derecho, entre la conciencia y su valor total [27].

    Hay dominios del Saber que contienen por entero esta problemática de la totalidad expresiva. Uno de estos dominios es el Comentario de Textos. Formulado académicamente, corresponde a una concepción de la obra literaria como un todo unitario y expresivo. Unitario, porque el todo está atravesado por un espíritu que habita la obra entera y que se suele identificar con el espíritu del autor. Expresivo, porque la obra literaria expresaría el espíritu de ese autor y reflejaría el proyecto vital de un sujeto artístico. Un espíritu unitario y expresivo se tiene que manifestar en una parte del todo que es la obra literaria. Por eso un poema o un fragmento de un ensayo o una escena de una obra dramática o un párrafo de una novela, como partes de un todo, pueden ser trozos adecuados para conocer lo que debemos acerca de un poeta, de un novelista o de un dramaturgo.

    Los estudios sobre el estilo y la técnica del círculo filológico de los que hablé en Historia y mito son otro buen ejemplo. La concepción que tiene Vossler del lenguaje como creación renovada y expresión espiritual está vinculada a Hegel. Es cierto que la totalidad artística de Hegel partía de lo universal:

    Lo que debe servir de base no es lo particular, no son las particularidades, los objetos, los fenómenos, etc. particulares, sino la idea. Debemos comenzar a partir de ésta, de lo universal. En todo y, por consiguiente, también en nuestro terreno. Debemos comenzar por la idea de lo bello. Por el contrario, en las supuestas teorías se comienza por las particularidades para llegar al concepto, a la universalidad. Aquí, es la idea, en sí y para sí, la que ocupa el primer lugar, pero no como idea derivada, deducida de los objetos particulares. Volveremos a hablar de este comienzo. Con ello damos su pleno significado a las palabras de Platón: se debe considerar lo Bello, y no los objetos particulares calificados de bellos [28].

    Este hubiera podido ser el camino de Vossler: arrancar del todo significativo para comprender la individualidad lingüística y hacer la historia del lenguaje como una historia de las formas de expresión espirituales, en la que resultara fragmentada la concepción lúdica impuesta al lenguaje por Kant y descubriera su ser para sí de acuerdo con la tesis de Hegel:

    Sólo es verdaderamente real lo que existe en sí y para sí, lo que forma la sustancia de la Naturaleza y del espíritu, lo que, al tiempo que existe en el tiempo y en el espacio, no deja de existir en sí y para sí con una existencia verdadera y real. El arte es el que nos ofrece apreciaciones relacionadas con las manifestaciones de estas fuerzas universales, el que nos las hace aparentes y sensibles [29].

    Y se sabe, sin embargo, que esto no fue así, que Vossler, como Spitzer, son los mayores defensores de un estilo o forma de expresión linguística, heredado de Croce, de marcado carácter individual, que le forzó incluso a corregir a Bally:

    El buen camino, el que desde luego es el más difícil de recorrer porque es el más simple, lleva de lo concreto a lo abstracto, del lenguaje como creación genial al lenguaje como sistema, del lenguaje como valor autónomo y como fin propio al lenguaje como instrumento, de su ser uno con la vida a su funcionar para la vida, de su devenir y de su historia a su ser y naturaleza, de su actividad consciente a su automatismo y mecanismo, del comprender endopática e interpretativamente su proceso a determinar explicativamente su persistencia y sus leyes, de su labor de crear, de buscar y de hallar al juego de sus categorías psicológico-gramaticales [30].

    ¿Cómo se vincula entonces Vossler a Hegel, aunque sea una vinculación a través de Croce, si Hegel parte de lo universal? Se vincula porque Vossler, como Hegel, tiene un concepto de lo Absoluto que va desde la afirmación de la Idea o su ser en sí (ser uno con la vida, como dice Vossler) a la reconciliación de la Idea con un fin en sí mismo o ser para sí (funcionar para la vida, como dice Vossler), y se vincula, sobre todo, porque el estilo particular de Vossler es pars totalis, idea encarnada en el sentido que adquiría el arte cuando era aprehendido por el espíritu:

    La obra de arte no es mera representación general, sino una determinada encarnación corporal de la misma [31].

    En Historia y mito también puse de manifiesto cómo el misticismo que gobernaba la técnica del círculo filológico era inseparable del idealismo del todo expresivo y responsable en gran medida de la unión de la lengua y de la literatura en ese reino común que desde el romanticismo conocemos como filología. El campo de la linguística con Meyer-Lübke y el dominio de la historia de la literatura con Becker, ambos maestros de Spitzer, mostraba un abismo infranqueable entre ambas disciplinas. Sólo tenían en común un aspecto negativo:

    No sólo no estaba centrada esta clase de humanidades en un pueblo y época determinados, sino que se había volatilizado el objeto mismo que estudiaban, el Hombre [32].

    Spitzer adopta desde el principio la regla de oro de la totalidad expresiva: el todo, equilibrio quieto de todas las partes, es algo más que la suma de sus partes. La comprensión de la evolución linguística de las palabras le hacía experimentar la «misma sacudida interna» que

    [...] cuando hemos comprendido el sentido de un pensamiento o de un poema, que entonces vienen a ser algo más que la suma total de cada una de sus palabras y sonidos [33].

    El mecanismo espiritual de la pars totalis se repetía indefinidamente. El intento de Vossler de comparar el idioma nacional con el conjunto de la literatura nacional le parecía a Spitzer temerario. Había que buscar una estilística que llenara el vacío entre la lingüística y la historia de la literatura y encontrar una definición rigurosa del estilo individual que no fuese estilística de la lengua o del sistema, pero que tampoco respondiera a la vulgaridad del dicho de Buffon el estilo es el hombre, porque no se trataba de incluir en las monografías de la historia literaria un capítulo sobre el estilo del autor. Toda desviación estilística individual de la norma corriente tenía que representar un nuevo rumbo histórico emprendido por el escritor, un cambio en el espíritu de la época del que cobró conciencia el creador y tradujo a una forma lingüística nueva. La motivación pseudo-objetiva, que era el tránsito del estilo individual al alma colectiva, constituía el eje esencial de la técnica del círculo filológico de Schleiermacher y suponía una respuesta lingüística al idealismo del todo expresivo. Como el todo es algo más que la suma de sus partes, no se puede avanzar gradualmente de detalle en detalle hasta alcanzar el todo; el detalle se comprende en función del todo, el todo hay que adivinarlo. La técnica del círculo filológico se convierte en un movimiento de vaivén de lo exterior a lo interior, de los detalles externos al todo interno que es la obra en sí misma. Se toma como punto de partida ciertos rasgos externos del lenguaje de Rabelais, se llega al alma espiritual del escritor y se vuelve hasta los rasgos externos de su obra. El lingüista histórico trabaja del mismo modo: parte de ciertos rasgos de las lenguas románicas, llega al prototipo del latín vulgar y, finalmente, se vuelve para explicar otros detalles a la luz de ese prototipo adivinado. Pero el círculo filológico quedaría incompleto si no se investigara la totalidad del fenómeno. Como el lingüista comparatista busca elementos de conexión entre las lenguas, un escritor, Rabelais por ejemplo, ha de integrarse en una unidad superior localizada en un punto de la historia. Rabelais quedaría encuadrado dentro del entramado mucho más amplio de la historia de las ideas.

    Desde el nacimiento de la filología, hasta la aparición del estructuralismo, la problemática de la totalidad espiritual fue una constante del lenguaje, de tal manera que se puede afirmar que a lo largo de todo el siglo XIX el uso fue el Modelo. Pero el punto de partida no fue otro que el mundo ético de la Fenomenología del espíritu de Hegel, en el que el todo se concibió como

    [...] un equilibrio quieto de todas las partes, y cada parte un espíritu en su propio medio que no busca su satisfacción más allá de sí, sino que la posee en sí misma, porque él mismo es en este equilibrio con el todo [34].

    También en el mundo del arte lo ideal sólo tiene existencia y verdad en la realidad exterior, aunque pueda imprimir a su propia manifestación una unidad tal que cada una de las partes deje traslucir en sí misma el alma que penetra y anima el todo. Para esta concepción unitaria y expresiva, el espíritu que atraviesa la obra literaria es el todo, y este espíritu es expresivo ya que se manifiesta en un trozo —i. e., en un texto— de ese todo que es la obra literaria. Este espíritu expresivo es la metamorfosis de la idea de lo bello en una realidad individual o la adecuación de la idea a la forma concreta del trozo en que se realiza. Ese texto que parte del todo y que constituye lo ideal consiste en la realización de la Idea de acuerdo con su concepto. Por consiguiente, se puede hablar de una totalidad expresiva de la Idea, compuesta por la suma de una objetividad (realidad del concepto) y de una subjetividad (idealidad del concepto). Así se entiende que la idea sea un todo, aun cuando pueda ser considerada incluso como la unidad mediada de otras totalidades.

    En Hegel el sujeto es en sí el todo, pero fuera de sí —i. e., según su existencia— es una parte. Por eso es necesario superar esa parcialidad negativa para que se produzca la vuelta a la totalidad. No basta invertir aquella idea de Platón que consistía en lo universal en sí concreto, pues se trataba de una idea que permanecía en el simple en sí y que, al no estar aún realizada, no podía concebirse como un concreto real. Lo mismo que el concepto no es verdadero sin la objetividad, tampoco la idea es verdadera sin su realidad, por lo que precisa conjuntar subjetividad conceptual y realidad. En este sentido decía Hegel que la vida, el bien, la verdad (la idea) existen únicamente como singularidades (lo viviente singular: la vida; el hombre singular: el bien; la conciencia que sabe: la verdad). Sólo es verdadero y real la singularidad concreta, no la universalidad o particularidad abstracta. No obstante, la totalidad es la idea, y ésta

    [...] no sólo es la unidad y subjetividad ideal del concepto, sino en igual manera la subjetividad del mismo. Y no es una objetividad que se opone simplemente al concepto, sino una objetividad en la que éste se refiere a sí mismo. Bajo los dos aspectos, el del concepto subjetivo y el del objetivo, la idea es un todo y, a la vez, la concordancia y unidad mediada de esas totalidades, las cuales se realizan y han realizado eternamente. Sólo así la idea es la verdad y toda verdad [35].

    Aunque hay que aprehender la idea de lo bello como subjetividad concreta y singularidad, sin embargo, la gran paradoja, decía Hegel, está en que hay que comenzar por lo universal. En cierto modo, esta paradoja es una línea curva que reinicia el viaje del en sí tras haber concluido el ciclo del para sí. Al ser el sujeto un todo —según su concepto— y una parte —según su existencia—, la única manera de aprehender el sujeto total —y la libertad como su contenido supremo— es negando cualquiera de esas dos unilateralidades (la unilateralidad del todo y la unilateralidad de la parte). Sólo mediante la superación de esta negatividad, la vida deviene afirmativa: la vida, decía Hegel, camina hacia la negación y el dolor, y sólo se hace afirmativa para sí cuando supera la contradicción. Si no es capaz de superarla, sucumbe. Por tanto, únicamente en el caso en que se rebasa la parcialidad, se puede saltar por encima de los impulsos sentimentales y de toda necesidad, de modo que al sobrepasar el deseo, el dolor y la insatisfacción, se puede llegar al mundo supremo de la libertad interior que es un mundo carente de límites. El acceso a esta libertad infinita permite completar el proceso dialéctico de la expresividad absoluta. En el Arte la idea (absoluta) que es verdad en sí y para sí, verdad en su universalidad y verdad aún no objetivada, actúa, según Hegel, como una totalidad concreta que tiene en ella misma la medida y el principio de su particularización y de su modo de manifestación. El espíritu conquista su infinitud aprehendiendo la finitud como lo negativo de sí. Esta verdad del espíritu finito es el espíritu absoluto.

    Ahora bien, hay que comprender que la superación de la parcialidad negativa, el acceso a lo infinito —sello fundamental del lenguaje del arte— no se lleva a cabo de manera altruista, gratuita o serena. Es una superación traumática que se hace visible en el desgarro interior de los grandes artistas:

    Odio, como a la muerte, todos esos mezquinos intermedios de algo y nada. Mi alma entera se eriza frente a lo insignificante. Lo que no es todo y eternamente todo, es para mí nada,

dirá Hölderlin en El fragmento Thalía de 1794. Y un poco más adelante, al hablar con Belarmino sobre el amor, volverá a repetir:

    Nada somos; lo que buscamos lo es todo [36].

    Esta totalidad es una especie de dios interior, enfrentada a lo que Hölderlin llega a denominar «gusano», «bárbaro» o «cepa inútil». La vida de la divinidad consiste en ser uno con todo lo viviente, en volver a través del olvido de sí mismo a reintegrarse al «todo de la naturaleza». Esta irrealidad del todo es en el fondo lo inabarcable, y aleja al arte de la representación de lo bello para convertirlo, como quería Rilke (El testamento), en «la pasión por la totalidad». Su consecuencia, decía Rilke en el más puro estilo hegeliano, es bien evidente:

    La impasibilidad y el equilibrio de lo completo [37].

    Para llegar a este equilibrio que supera parcialidades, se ha tenido que producir una catástrofe trágica muy cercana al conflicto de la muerte. En este caso el sujeto se ha separado previamente del apacible Uno y Todo de la Naturaleza y ha engendrado una violenta totalidad cultural. Esto da lugar a un terrible quiasmo, parecido al que Hölderlin representó en su versión de Nürtingen, 1795:

    A menudo nos parece como si el mundo lo fuese todo y nosotros nada, pero a menudo es también como si nosotros lo fuésemos todo y el mundo nada [38].

    El gran Hyperion se dividirá entre los dos extremos de ese conflicto incesante.

    Sólo de esta manera se puede ingresar con pleno derecho en el reino de la Belleza. La superación de la catástrofe exige disoluciones. Algunas de estas disoluciones son reales y se caracterizan por ser una nada real que en su violencia destructiva disgregan y descomponen un mundo inexistente. Otras disoluciones son ideales y se caracterizan por perecer en el tránsito de una individualidad, pues tras haber realizado un recorrido de lo finito a lo infinito, son conscientes de que también tienen que hacer un ajetreado viaje de regreso: parecer todo y ser nada, parecer nada y ser todo... Superadas las disoluciones, asumido el ocaso de una cultura y aceptada su decadencia, el arte está presto para actuar contra la Naturaleza. Como casi siempre, el origen está de nuevo en Hölderlin, concretamente en el borrador en prosa de la versión métrica de Hyperion de Jena / Weimar de 1794-1795, cuando afirma que la escuela del destino y la sabiduría lo hicieron injusto y tiránico con la naturaleza. Mucho tiempo después esta idea está completamente desarrollada en Rilke. El poeta escribe el 30 de agosto de 1910 a la princesa de Duino:

    Nadie ha experimentado mejor que yo cuánto va el arte contra la naturaleza: es la inversión más apasionada del mundo, el viaje de vuelta desde el Infinito,

y diez años después, el 18 de noviembre de 1920, vuelve a escribir a la adorable Merline:

    Oh, querida, cuántas veces en mi vida —y nunca tanto como ahora— me he dicho que el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la Naturaleza [39].

    Lo importante es entender cómo la libertad infinita cierra el círculo de la totalidad y permite el tránsito de la parte al para sí de la expresividad. Consecuentemente, la infinitud de lo absoluto se convierte en una condición imprescindible de la dialéctica de lo expresivo. Hölderlin conocía la gran dificultad de esta empresa. No en vano se había percatado con una clarividencia asombrosa de que la línea definida sólo se une a la indefinida en una aproximación infinita, y por eso escribió a Schiller el 4 de septiembre de 1795:

    El descontento conmigo mismo y con lo que me rodea, me ha empujado a la abstracción; intento desarrollar la idea de un programa infinito de la filosofía, quiero probar que lo que se debe exigir incesantemente de todo sistema, la unión de sujeto y objeto en un absoluto —Yo o como se le quiera llamar— es posible, sin duda, en el plano estético, en la intuición intelectual; mas en el plano teórico, únicamente es posible a través de una aproximación infinita, como la aproximación del cuadrado al círculo [40].

    Este programa infinito nos coloca, a mi entender, en el centro justo del problema. Se trata de sobrepasar, en la medida de lo posible, la finitud de nuestra conciencia para instalar sobre ella la inmanencia de lo absoluto, lo cual es siempre en Hölderlin tanto una necesidad como un deseo:

    No hemos sido creados para lo individual, para lo limitado [...] Si la Arcadia no ha florecido en mí, es justamente para que la indigencia que en mí piensa y vive se expanda y abrace el infinito [41]; [además] si lo sagrado que hay en nosotros se transmitiese a través de las palabras, la imagen y el canto, si todos los espíritus comulgasen en una sola Verdad, se reconociesen en una sola Belleza, ¡ay, si corriésemos así con las manos juntas al encuentro de lo infinito! [42]

    Este infinito fue precisamente uno de los argumentos utilizados por Pausanias para defender a Empédocles:

    Bien que se ultraje a otro, que se aniquile a otro, pero no al hijo de los dioses, pues infinitamente camina a lo infinito. Nunca un rostro tan noble fue tan ignominiosamente ultrajado. Debí verlo [43].

    El fundamento para el Empédocles es el punto máximo de encuentro de esta aproximación infinita en el Occidente de la modernidad. En particular, la distinción categórica entre lo orgánico y lo aórgico, en la que dos fuerzas gobiernan la totalidad: una fuerza orgánica, que es particular, finita, humana y limitada, y otra fuerza aórgica, que es universal, infinita, divina e ilimitada. Es el orden frente al caos. Ambas mantienen una relación dialéctica, se intercambian y entran en conflicto: junto a la más alta hostilidad también se da entre ellas la mayor reconciliación. Lo orgánico es una fuerza natural que se individualiza como objeto. Lo aórgico es una fuerza numinosa, terrorífica, dotada de un inmenso poder creativo, es el infinito que nos atrae y nos pierde, y que se individualiza como sujeto. La grandeza de Empédocles reside precisamente en que esos contrastes se unifican tan íntimamente que en él se hacen Uno: representa la unidad entre sujeto y objeto, entre arte y naturaleza, entre el destino universal y la singularidad en la que se aplica. La unidad de tanta tensión dialéctica en Empédocles sólo puede resolverse a través de la muerte o mediante cualquiera de las formas posibles de un extravío trágico, pero no mediante el lenguaje corriente, que al final resulta una criatura insignificante para tanta grandeza. En la muerte encuentra Empédocles su fundamento, y de ella podemos decir que es el punto —si está cerca o lejos carece de importancia— hacia el que tiende toda aproximación infinita a la totalidad. Todas las formas de la acción trágica confluyen en ese instante en el que la vida desaparece.

    Durante el inicio del idealismo alemán la infinitud tropezó con muchas dificultades para su libre desenvolvimiento. Hölderlin sabe que el hombre quiere más de lo que puede, y que por eso es capaz de vivir profundamente en una vida limitada, hasta el punto de que la representación localizada de una deidad puede llegar a ser una representación infinita. En un texto precioso, que es dirigido por Hermocrates a Cefalo, y que data de los tiempos de Jena de 1795, Hölderlin afirmará:

    Yo siempre pensé que el hombre necesita para actuar, un progreso infinito, un tiempo ilimitado, para acercarse al ilimitado ideal [...] Entretanto, déjame preguntar si la hipérbola se une efectivamente con su asíntota, si el tránsito de [...] [44].

    Cuando en 1800 Schelling escriba el Sistema del Idealismo Trascendental, dirá que el carácter fundamental de la obra de arte es una infinitud no consciente [45], síntesis de naturaleza y libertad, en la que el artista exhibe instintivamente una infinitud que ningún entendimiento finito puede desarrollar. Y del mismo modo que un sentimiento de contradicción infinita entre el instinto y lo consciente es la causa directa de la obra de arte, también una exégesis, una interpretación, una infinitud de propósitos, llega a convertirse en su efecto. Esta interpretación infinita se esconde en el entusiasmo de la masa social. Por ello proclamó Schelling en el discurso sobre La relación de las artes figurativas con la naturaleza que el arte debe únicamente su nacimiento a una viva conmoción de los poderes más profundos del alma que llamamos entusiasmo. No se puede tributar este honor entusiasta a las fuerzas individuales, sino al espíritu que se desarrolla en una sociedad entera:

    Hace falta un entusiasmo general por lo sublime y lo bello, como el que, en tiempo de los Médicis, hizo manifestarse a tantos grandes genios a la vez. El arte necesita una constitución política semejante a la que nos presenta Pericles en su elogio de Atenas, o aquella en que el reinado paternal y dulce de un príncipe esclarecido nos conserva, más firme y más durable que la soberanía popular, una organización social donde todas las facultades se desarrollan libremente, y todos los talentos gustan de mostrarse, porque cada uno es apreciado según su mérito, donde la inacción es una vergüenza y la alabanza no es concedida a las obras vulgares, donde, por el contrario, todos tienden a un fin elevado, colocado fuera de los intereses privados. Es entonces cuando la vida pública se pone en marcha por móviles capaces de dar el impulso al arte [46].

    Sin entusiasmo hay sectas e individuos, mas no opinión pública, no un gusto colectivo firme y seguro, no las grandes ideas de todo un pueblo, sino

    [...] la voz de algunos hombres que se erigen arbitrariamente en jueces que deciden del mérito; el arte, que en una posición elevada se basta a sí mismo, se reduce entonces a mendigo de la aprobación; se hace esclavo, él, que debería ser señor [47].

    Por eso Schelling no pudo partir en su Filosofía del arte de ningún otro principio distinto de lo infinito. Necesitó demostrar que lo infinito era el principio incondicionado del arte, mostrar que lo mismo que lo absoluto es para la filosofía el arquetipo de la verdad, también lo infinito es para el arte el arquetipo de la belleza.

    El punto de vista infinito es, pues, imprescindible para comenzar a hablar de espíritu poético, y, sin embargo, arrastra grandes contrariedades durante el inicio de la modernidad. Al producirse el divorcio entre las ciencias de la naturaleza y las disciplinas humanas a comienzos del siglo XIX, Hegel tuvo que reconocer que la obra de arte era incapaz de satisfacer nuestra última necesidad de lo Absoluto. Su más alto destino lo compartía con la religión y con la filosofía, a pesar de que, a diferencia de éstas, el arte promoviera representaciones sensibles de la Idea. De ahí que nos sintamos más libres que en otros tiempos en los que las obras de arte eran la expresión suprema de la Idea. Respetamos y admiramos el arte, aunque ya no vemos en él, decía Hegel, la manifestación íntima de lo Absoluto:

    Los buenos tiempos del arte griego y la edad de oro del final de la Edad Media están superados. Las condiciones generales de los tiempos actuales no son muy favorables al arte. El artista mismo no sólo está desconcertado y contaminado por las reflexiones que oye formular a su alrededor, por las opiniones y juicios ordinarios acerca del arte, sino que toda nuestra cultura espiritual es tal que le es imposible, incluso con un esfuerzo de voluntad y decisión, abstraerse del mundo que actúa a su alrededor y de las condiciones en que se encuentra comprometido, a menos que rehaga su educación y se retire de este mundo en busca de una soledad donde pueda volver a encontrar su paraíso perdido. Bajo todas estas relaciones, el arte es, en cuanto a su supremo destino, como una cosa del pasado. Por ello ha perdido todo lo que tenía de auténticamente verdadero y vivo, su realidad y su necesidad de otros tiempos, y se encuentra a partir de ahora relegado en nuestra representación [48].

    Después de Hegel el arte se ha dividido. Hay un arte mimético cuya ley de desenvolvimiento no ha permanecido ajena a la provocación de gozar el texto, a los sentimientos de placer y dolor que provoca. Y hay otro Arte Egregio, al que podremos llamar también Gran Estilo o Gran Arte, que tuvo que resolver a su manera los problemas mencionados por Hegel:

    Se puede, por cierto, esperar que el arte se eleve siempre más y se perfeccione, pero su forma ha dejado de ser la necesidad suprema del espíritu. Podríamos hallar magníficas las imágenes de los dioses griegos y ver representados plena y dignamente al Dios padre, a Cristo y a María; sin embargo, esto no ayuda tampoco para hacernos doblar la rodilla [49].

    Así que en lugar de manifestar lo Absoluto, hubo un arte, después de Hegel, que representó en sí mismo la pasión por lo Absoluto, proposición que debe entenderse de esta única manera: el arte se volvió un Absoluto. Evidentemente, esto implicaba un cambio cualitativo, pues no se trataba ya de aparentar lo Absoluto sino de ser lo Absoluto. Plantearé entonces la cuestión sirviéndome de los mismos interrogantes que usó Blanchot:

    ¿Por qué en lugar de disiparse en el puro goce de una satisfacción o en la vanidad frívola de un yo que huye, por qué la pasión del arte, ya sea en Van Gogh o en Kafka, se vuelve lo absolutamente serio, la pasión por lo absoluto? ¿Por qué Hölderlin, Mallarmé, Rilke, Breton, René Char, son nombres que significan una posibilidad en el poema, de la que ni la cultura, ni la eficacia histórica, ni el placer de un hermoso lenguaje dan cuenta, una posibilidad que no puede nada, que subsiste y permanece como el signo, en el hombre, de su propio ascendiente? [50]

    Esta pasión por lo Absoluto transformó en gran manera la naturaleza del arte durante la contemporaneidad. Lo convirtió en una desmesura, en una hybris, en un descontrol, en un engaño indefinido que iba más allá de la violencia del poder, del saber o del deseo, y por esta vía volvió a reencontrar su pasado de infinitud, de nada y de vacío. Así como la naturaleza tiene horror al vacío, que siempre debe de ser cubierto por la necesidad, el arte, contrapunto de aquella, ha vuelto a convertir la nada y el vacío en un mundo infinito y libre. Al negar tan desenfadadamente el deseo y permanecer inmóvil ante la evolución del transcurso del tiempo, el arte ha dirigido con más fuerza que nunca una mirada hacia la muerte. El infinito es hoy la muerte, la falta de carencia, la incapacidad de desear, la renuncia a las fórmulas de poder o de conocer, la ausencia de las formas del sufrimiento y de los estigmas de la vida, es una muerte sentida en la distancia, que no es ni muerte personal ni muerte ajena, pese a que incorpora la posibilidad de interpretar todo un mundo hasta experimentar el desconcierto, hasta rozar las formas de lo ilícito y provocar el derrumbe brusco, el repentino colapso del espíritu. El arte se presta de este modo a una profunda labor de autodestrucción. Éste fue el caso de Mallarmé, el horror de Igitur por la Forma Pura, el miedo a lo Infinito, al Azar y a lo Absoluto que aparece en esa Tirada de dados que nunca abolirá el Azar. Este azar refleja que la preocupación por crear puede ser tan agobiante como la experiencia misma de la muerte.

    El acto académico de comentar textos es incapaz de superar la parcialidad y de elevarse a este mundo de totalidades propagado por las voces y las plumas de aquellos que ingeniaron lo que se ha dado en llamar El más antiguo programa del sistema del idealismo alemán. Imposibilitado para regresar a la idea en sí, el comentario académico analiza un texto narrativo o un poema incorporando valores generales e impresiones universales del sujeto en parcialidades que están fuera de sí y que sólo conocen el ser en cuanto existencia. En este sentido la implantación del Comentario de Textos como práctica universitaria hace que el alumno herede de sus profesores los mismos vicios de aplicación de mecanismos instrumentales, de andamiajes técnicos y de modelos mecánicos que interfieren el proceso de la expresividad absoluta. Se perpetúa, entonces, un círculo vicioso muy difícil de romper. No obstante, lo mismo que hay óperas sublimes y otras detestables que apenas si merecen ser oídas, hay también una literatura sublime y otra mimética, que apenas si merece ser leída. Para el comentario académico de textos hay, sin embargo, una sola literatura. Todo el horizonte formal y kantiano que ha predominado en la crítica europea de este siglo a través del formalismo, del estructuralismo y del neoformalismo en general, participa de la experiencia de comentar que he mencionado: el lector o crítico únicamente pueden conocer un texto si son capaces de descomponer o descodificar —«deconstrucción» lo llaman algunos— los elementos fundamentales del texto siguiendo un proceso paralelo a la construcción o «codificación» del autor. Desde Barthes a Derrida, pasando por todos los estetas de la recepción, hay buenos ejemplos de este modo inicial de comentar. Un texto que se descodifica cobra la apariencia de ser una entidad objetiva. La trascendentalidad del sujeto de Kant —sujeto, no olvidemos, que siente placer o dolor ante la forma del objeto—, la finalidad carente de fines, el a priori de la universalidad de comunicación intersubjetiva, todo ello promueve un status para la obra, y para su fragmento, que en cierto modo los hace homólogos con los análisis objetivos y concretos exigibles para las experiencias de arte por los defensores del compromiso social en cualquiera de las variantes más o menos ortodoxas del pensamiento marxista. Y aunque la crítica anglosajona se haya decidido durante mucho tiempo por indagar la intencionalidad —estética, psíquica, moral— contenida en el sujeto artístico cuando éste confecciona su obra, no cabe duda de que el principio deformador más importante que interviene en la práctica del Comentario de Textos es la consideración del texto como objeto de conocimiento. El texto-objeto obstaculiza que el ojo del sujeto pueda apropiarse directamente de la idea contenida en la cosa artística, e incluso impide que el sujeto pueda incorporarse con su propia experiencia al mundo simbólico y a la arquetipología de la obra de arte. Sin embargo, esa vinculación es imprescindible para que la parcialidad y el individuo puedan penetrar en la totalidad, en el mundo de infinitud que constituye la sustancia del reino inefable del arte y de la libertad. La dialéctica del ideal permite que lo verdadero exista en la realidad exterior, pero que mantenga a la vez, en una unidad, lo que está externamente disperso. Por eso esta dialéctica es expresiva. Expresividad que Hegel compara con las funciones orgánicas del cuerpo humano: lo mismo que en todas las partes del cuerpo se muestran las pulsaciones del corazón, también el arte transforma en ojos cada forma en todos los puntos de la superficie visible. Los ojos son la sede del alma y la manifestación del espíritu. Esa vinculación del sujeto a la totalidad simbólica del arte reviste aquella expresividad que Hegel erróneamente asignaba a Platón en el conocido dístico a Astro:

    ¡Cuándo tú contemplas las estrellas, oh mi estrella,

Quisiera ser yo el cielo,

Para observarte con mil ojos desde arriba!

En virtud de esa expresividad, el viaje de vuelta queda libremente garantizado:

    El arte convierte a cada una de sus creaciones en un Argos de mil ojos para que se vea en todos los puntos del alma y de la espiritualidad internas. Y no sólo la figura corpórea, el aspecto del rostro, el gesto, la actitud, sino también las acciones, los sucesos, los discursos y los sonidos, y la serie de su curso tiene que convertirse en ojos a través de todas las condiciones de su aparición; en ellos se da a conocer el alma libre en su infinitud interna [51].

    El para sí de la expresividad no se puede transmitir con el desplazamiento de la literatura desde la obra al texto. Un músico entendería perfectamente este asunto. ¿Quién puede comprender la gran música —pensemos por un momento en la Gran Ópera— como la orquestación de la parte más melódica de un concierto? ¿De qué sirvieron aquellos escritos tan maravillosos de Wagner en los que criticaba furibundamente la idea de la música al servicio de la letra? ¿Para qué un esfuerzo tan denostado por intentar aclarar la unidad total de la obra musical, la acción interior que conjunta poesía y música en una unidad que no se puede fragmentar? Los defensores del texto, a los que si hoy viviera Rohde seguramente se les podría volver a llamar pseudofilólogos, tendrán algún día que claudicar. Comenzaremos desde esta tribuna tan insignificante por pedir a los paladines de la parcialidad que el texto vuelva a ocupar en la transmisión del saber y de la sensibilidad occidental el simple papel secundario que siempre tuvo en la historia de Occidente [52]: la función de un mínimo aparato auxiliar en el que se identifiquen los mecanismos de uso de la lengua y los instrumentos de uso del poema. Esto serviría para que nuestros alumnos aprendieran las reglas cuando éstas existieran. Pero nada más. El resto de la glosa, el para sí de la expresividad, se lograría con los valores de la unidad total de la obra, valores que ante nuestros discípulos sólo podrán ser transmitidos en la frontera desequilibradora que un profesor experimenta cuando hay en él voluntad de artista. Manifestaremos, por consiguiente, la misma necesidad que Verlaine en el Epílogo de sus Caprichos:

    Lo que necesitamos nosotros, Supremos Poetas

que veneramos a los dioses y en los cuales no creemos,

                                            [...]

    Lo que necesitamos nosotros es el estudio sin tregua,

el esfuerzo inaudito, el combate singular,

la noche, la noche áspera de trabajo.

Lo que necesitamos nosotros es colocar la frente en las manos del viejo Fausto de los grabados. Lo mismo que el poeta.

 

NOTAS:

[1] [Desde que se publicó, este artículo me viene causando grandes problemas. Todos los nombres que aparecen citados, sin excepción alguna, son personas muy respetadas por mí y a muchísimos de ellos y a los libros que escribieron debo parte de mi formación filológica. ¿Qué puede decir la filología española del magisterio vivo de R. Lapesa o A. Zamora? ¿Y de aquellos como E. de Bustos o E. Alarcos que desgraciadamente ya no están entre nosotros y de los que tanto aprendimos? Incluso en algún otro caso este trabajo ha servido en cierto modo para iniciar un grato contacto. Por ejemplo, el profesor F. Marcos Marín, caballero donde los haya, por quien siento un grandísimo respeto y del que admiro sus conocimientos, sus constantes años de trabajo y su obra realizada. Pero todo este plural reconocimiento no implica que este artículo no deba jugar con dignidad el papel histórico que le corresponde ni que yo, como autor del trabajo, deba renunciar a alguna de las ideas aquí expresadas, pues forman con orgullo parte de mi pensamiento, de mi historia y de mi simple pero abnegada dedicación a la vida universitaria].

[2] F. Marcos Marín, Comentarios de Lengua Española, Alhambra Universidad, Madrid, 1983, pág. 3.

[3] E. Auerbach, Mimesis, FCE, México, 1979, pág. 17.

[4] W. Benjamin, Discursos ininterrumpidos, Taurus, Madrid, 1982, pág. 27.

[5] J. L. Girón Alconchel, Introducción a la explicación lingüística de textos, Edinumen, Madrid, 1982, pág. 19.

[6] Por ejemplo, E. Alarcos Llorach, «Bases para un comentario diacrónico (fonético y fonológico)», en VV.AA., Comentarios lingüísticos de textos, i, Universidad de Valladolid, 1979, pág. 7: «Comentario, según lo define la Academia, ‘es un escrito que sirve de explicación y comento de una obra, para que se entienda más fácilmente’, y comento, además de ser acción y efecto de comentar es también un ‘escrito que explica los puntos obscuros de una obra’ o, como reza el viejo Diccionario de Autoridades, ‘explicación, glossa, exposición u declaración de lo que está confuso y poco inteligible’. Más amplia y adecuada parece esta definición, puesto que el comentario no implica que se haga por escrito».

[7] Pensemos, por ejemplo, en lo que decía J. A. Pérez Rioja, Estilística, Comentario de Textos y Redacción, Liber, Madrid, 1975, vol. I, pág. 95: «Comentar un texto es explicarlo, hacerlo claro y comprensible para aquellos a quienes se destina. Supone la valoración equilibrada de su contenido y de su forma, de su fondo ideológico o psíquico y de sus valores expresivos o estilísticos. De ahí que el comentario de textos implique un magnífico ejercicio mental de observación, penetración y análisis».

[8] J. A. Pérez Rioja, loc. cit., pág. 95: «Explicar un texto supone una especie de recreación, algo así como rehacer el proceso creador seguido por el escritor; interpretar bien un texto —observa Lanson— es entender lo que el texto dice, todo lo que dice y sólo lo que dice».

[9] Cf. H. R. Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria, Taurus, Madrid, 1988. Por mi parte, tengo la esperanza de que en cuanto desaparezca el a priori histórico que conforma la debilidad del pensamiento de nuestra contemporaneidad se abrirán paso con fuerza los nuevos sistemas de pensamiento que están ocultos. Será el momento, quizá, de que puedan jugar un importante papel las modernas exégesis lingüísticas de las que hablé por primera vez en mi Historia y mito de la lingüística transformatoria, Taurus, Madrid, 1986 y que apliqué a mi completa satisfacción en un análisis narrativo: «La teoría del vacío literario en los cuentos de Julio Calviño», Cuadernos Hispanoamericanos, 467, 1989. Más recientemente he vuelto a sugerirlas en un libro, La mirada griega, y en un artículo, «Fundamentos de exégesis lingüística», aún inéditos. [La mirada griega, Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1994 y «Fundamentos de exégesis lingüística», ELUA, 1994-1995, págs. 67-89].

[10] A. J. Festugière, La esencia de la tragedia griega, Ariel, Barcelona, págs. 104-105.

[11] J. L. Girón Alconchel, op. cit., pág. 19.

[12] Aquí, desde luego, entraría todo cuanto sirve para sedimentar los conocimientos técnicos del alumno. Los manuales para el paupérrimo programa de cou —tan alejado del manejo, conocimiento y uso de la lengua—, los Comentarios concebidos para apuntalar esos conocimientos teóricos (Girón Alconchel, Cascón Martín, Marcos Marín, Arranz y Serrano, Díaz del Pozo y Navarro Trujillo, Lamíquiz, etcétera, cuya bibliografía doy al final de esta misma nota), las pautas de análisis sintáctico como las de Hernández Alonso o las generativas de A. Boix et al. difundidas por el ppu, los análisis fonéticos o fonológicos como los de Quilis o la aplicación de teorías formales a los textos narrativos tal como hace Prado, etcétera. Para que el lector pueda juzgar por sí mismo, aquí tiene una posible nómina:

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VV.AA, El Comentario Lingüístico, Universidad Autónoma de Barcelona, 1987.

[13] La bibliografía sobre el tema es tan abundante —cf., por ejemplo, E. Grammont y A. Hamon, Analyse Grammatical et Logique, Hachette, París, 1951; Dubois et al., Rhétorique Générale, Larousse, París, 1970; Barthes et al., Análisis estructural del relato, Tiempo contemporáneo, Buenos Aires, 1966, etcétera— que excedería de los límites de este trabajo ofrecer una relación aunque fuese mínima. El lector interesado puede consultar cualquier manual al uso, pero una relación parcial, y a la vez suficiente, que yo me permito recomendar puede verse en C. Reis, Fundamentos, pág. 370 y sigs.

[14] S. R. Levin, Estructuras lingüísticas en poesía, Cátedra, Madrid, 1974, pág. 11.

[15] La edición de las obras de Góngora utilizada por Lázaro era la de J. Millé, Aguilar, Madrid.

[16] El concepto de isotopía, que —como decía el Grupo de Entrevernes, op. cit., pág. 148— garantizaba la homogeneidad de un mensaje o discurso, y todas sus clases posibles, lo había tomado de A. J. Greimas, Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1971. Como las isotopías venían a coincidir, grosso modo, con las equivalencias de Jakobson o los coupling de Levin, las consideraba en el campo morfosintáctico como «emparejamientos», pero conservé su nombre cuando se mostraba el mundo del contenido.

[17] Utilicé el término homología en el mismo sentido que lo hacía A. J. Greimas en «Hacia una teoría del discurso poético», en A. J. Greimas et al., Ensayos de semiótica poética, Planeta, Barcelona, 1986, págs. 11-34.

[18] Cf. W. Mignolo, Elementos para una teoría del texto literario, Crítica, Barcelona, 1978, págs. 57-59, 89, 159, 253 y 313 y sigs.

[19] F. García Lorca, Prosa. Conferencias y lecturas. El romancero gitano, en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1974, t. i, pág. 1087.

[20] Por tanto, no no será difícil compartir en este punto el pensamiento de M. Mayoral, Poesía española, Gredos, Madrid, 1973, págs. 9-10: «La idea de enseñar un método de comentario de poesía nunca se me pasó por la cabeza, porque me parece tan dificultoso como inútil. El método es sólo un instrumento y cada poema exige la elección del instrumento adecuado a él. [Sin embargo], el poema es, en primer lugar, el resultado de un trabajo de organización y selección de unos materiales lingüísticos. Desde este punto de vista, es perfectamente analizable».

[21] Cf. J. L. Girón Alconchel, op. cit., pág. 133; T. L. Díez Miguel et al., op. cit., pág. 10 y sigs.; J. A. Pérez Rioja, op. cit., pág. 143.

[22] Cf. A. de la Torre Villalba, op. cit., pág. 20 y sigs.

[23] Así es prácticamente en todos los textos bibliográficos ofrecidos en la nota 12.

[24] Veamos como ejemplo un método muy difundido entre los lingüistas: «El comentario lingüístico es una sucesión de planos, que corresponde a las distintas ciencias de la lengua, de tal modo que vayamos obteniendo unas conclusiones parciales, que se irán perfilando al unirse a las del plano siguiente, y así hasta la síntesis final» (F. Marcos Marín, El comentario lingüístico, pág. 44). Siete etapas propone Marcos en su modelo de Comentario: planos fonológico, morfológico, sintáctico, plano conectivo sintáctico-semántico, léxico, semántico y plano de integración. No voy a extenderme más. Quien leyera mi Historia y mito sabe cuántas páginas dediqué en ese libro al problema que denominé La analogía de la composición. La sucesión de planos es un caso especial de esa analogía.

[25] F. Marcos Marín, loc. cit., págs. 149-169.

[26] Posteriormente, Salvador aplicaría el mismo método a Machado en su artículo «‘Orillas del Duero’ de Antonio Machado», en VV.AA., El comentario de textos, Castalia, Madrid, 1973, vol. I, págs. 271-284. Este lingüista era tan firme defensor de este sistema de aplicación que en el «Análisis connotativo de un soneto de Unamuno», op. cit., pág. 39, —¡como si la poesía pudiera dejar de connotar!— concluía así: «Creo que una valoración científica, segura, de la obra literaria sólo se puede hacer desde la Estilística estructural. Y Estilística estructural será aquella que parta de estos cinco supuestos básicos: a) Que la obra literaria ha de ser una estructura; b) Que la sustancia de la expresión literaria son los signos lingüísticos, que pertenecen, a su vez, a otra estructura, la de la lengua; c) Que el signo lingüístico es una combinación de expresión y contenido, donde hay que distinguir, con Hjelmslev, dos formas y dos sustancias: Es–Ef–Cf–Cs; d) Que cada una de esas dos formas y de esas dos sustancias pueden ser o no ser relevantes en su utilización como sustancia de la expresión connotativa o literaria; e) Que en la estructura poemática juegan papel esencial los dos tipos de relaciones lingüísticas establecidos por Saussure: sintagmáticas y asociativas». Observe el lector cuántas diferencias existen entre la proposición de G. Salvador y otras propuestas provenientes de un campo homólogo. Cf. J. M. Rifattere, Ensayos de estilística estructural, Seix Barral, Barcelona, 1976.

[27] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, FCE, México, 1982, págs. 301 y 308 y sigs.

[28] G. W. F. Hegel, Introducción a la estética, Península, Barcelona, 1971, pág. 21.

[29] G. W. F. Hegel, loc. cit., pág. 32.

[30] K. Vossler, Filosofía del lenguaje, Losada, Buenos Aires, 1968, págs. 124-125.

[31] G. W. F. Hegel, Estética, I, Península, Barcelona, 1989, pág. 148.

[32] L. Spitzer, Lingüística e historia literaria, Gredos, Madrid, 1968, pág. 11.

[33] L. Spitzer, loc. cit., pág. 15.

[34] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 271.

[35] G. W. F. Hegel, Estética, I, págs. 100-101.

[36] F. Hölderlin, «Fragmento Thalía», en Hiperión. Versiones previas, Hiperión, Madrid, 1989, págs. 36 y 59.

[37] Cf. R. Mª Rilke, «Prosa», en Teoría poética, Júcar, Madrid, 1987, pág. 227.

[38] F. Hölderlin, «Nürtingen 1795», en Hiperión. Versiones previas, pág. 148.

[39] R. Mª Rilke, op. cit., pág. 140.

[40] F. Hölderlin, Correspondencia completa, Hiperión, Madrid, 1990, pág. 263.

[41] F. Hölderlin, «Fragmento Thalía», pág. 44.

[42] F. Hölderlin, «Jena 1795», en Hiperión. Versiones previas, pág. 125.

[43] F. Hölderlin, La muerte de Empédocles, Hiperión, Madrid, 1983, págs. 78-79.

[44] F. Hölderlin, Ensayos, Hiperión, Madrid, 1983, pág. 21.

[45] F. W. J. Schelling, Sistema del idealismo trascendental, Anthropos, Barcelona, 1989, pág. 417.

[46] F. W. J. Schelling, La relación de las artes figurativas con la naturaleza, Aguilar, Madrid, 1972, pág. 68.

[47] F. W. J. Schelling, loc. cit., pág. 68.

[48] G. W. F. Hegel, Introducción a la estética, pág. 36.

[49] G. W. F. Hegel, Estética, I, pág. 95.

[50] M. Blanchot, El espacio literario, Paidós, Buenos Aires, 1969, pág. 203.

[51] G. W. F. Hegel, Estética, I, págs. 139-140.

[52] Me permito recordar al lector algo insignificante que muchos habrán ya olvidado: los estatutos de la Universidad de Salamanca mandaban al catedrático —hablo de una época en la que esta palabra concitaba el respeto del saber y el reconocimiento del esfuerzo abnegado y silencioso— «leer» textos de Aritóteles en el aula.