SOBRE EL ORIGEN DE LA EMOCIÓN TRÁGICA

José Fernández-Espino

Texto dispuesto para la imprenta por José Lara Garrido

Universidad de Málaga

 

NOTA PREVIA

    José Fernández-Espino (1816-1875), discípulo y colaborador de Alberto Lista en el Colegio de Humanidades de San Diego, donde explicó lógica y metafísica, prologó a la muerte del maestro la Corona dedicada por los poetas hispalenses (1849), pasando a presidir también la Academia de Buenas Letras. Junto con Cañete dirigió la Revista de Ciencias, Literatura y Artes (1855-1869), donde vieron la luz algunos de sus poemas, aunque progresivamente se fue decantando por el cultivo casi exclusivo de la crítica desde su cátedra de estética en la Universidad de Sevilla. Los últimos años de su vida estuvieron ocupados en la redacción de un extenso y ambicioso —tanto por la originalidad del método como por la certeza y hondura de los juicios— Curso histórico-crítico de la literatura española, cuyo único volumen publicado (Sevilla, 1871) comprende, en treinta y siete capítulos y cerca de ochocientas páginas, hasta la novelística cervantina.

    Con Lista y su programa de aceptación, matizada por un espiritualismo tradicional, del idealismo, en la línea de Condillac y Destutt-Tracy, Fernández-Espino partía igualmente del principio de que «hay una ciencia poética porque es universal en el género humano el sentimiento de lo bello y de lo sublime y la facultad de reproducir sus impresiones… Esa ciencia se asemeja mucho a la ideología, con la diferencia de que ésta versa acerca de ideas y aquella acerca de sentimientos o imágenes». Pero en su concepto de la belleza reafirma tanto la necesaria subordinación a la unidad como el proceso de identificación con lo sublime. Tanto la creación como la operación crítica recorren una doble abstracción sobre las sensaciones, para llegar primero a la idea colectiva y sobre ésta, luego, hasta determinar la forma perfecta que envuelve. En el citado Curso y frente a la crítica formal «árida y fría, movida sólo por el compás de la regularidad», Fernández-Espino recuerda a Lista y su «verdadera crítica» fundamentada en los estudios estéticos, para proponer en «metódica exposición» desentrañar «al par que el arte en la estructura de la forma, las cualidades del pensamiento».

    La extraordinaria cultura y amplios horizontes teóricos de Fernández-Espino quedaron de relieve en sus incomprensiblemente olvidados Estudios de literatura y crítica (Sevilla, 1862). Junto a documentados capítulos sobre Safo, Arias Montano o la Jerusalén de Tasso y un amplio ensayo, de varios capítulos, «Sobre la influencia de la poesía en la historia», centran el libro una serie de excursos histórico-críticos: «De la moral en el drama», «Origenes del drama moderno» o «Influencia de la novela en las costumbres», entre otros. He escogido como llamada de atención para un necesario rescate de la obra de Fernández-Espino el ensayo «Sobre el origen de la emoción trágica», que se ofrece en edición actualizada. En él se enfrenta el crítico hispalense, con riqueza dialéctica y un matizado arsenal ejemplificativo, a ese punto neurálgico de la estética que un contemporáneo suyo determinaba como «misterio de la sensibilidad», planteándose cómo objetos de emociones dolorosas «despiertan en su representación artística un placer tanto más vivo cuanto más se acerca la imagen a la realidad».

 

I

    Dice Aristóteles en su Poética que la causa del interés que produce el poeta trágico en nuestra alma está en la representación acertada de un caso grave y lastimoso: y que es tal el placer que el hombre experimenta en la imitación de la naturaleza, y tanto lo que se complace en descubrir la semejanza que resulta entre el traslado y el original, que se recrea en ver bien imitados aquellos objetos cuya realidad pudiera serle insoportable.

    El señor Martínez de la Rosa, que acepta esta doctrina en las anotaciones al canto quinto de su Poética, en que habla de la tragedia, debió creer, según eso, que la emoción agradable que experimentamos en esas situaciones terribles, en que la llama del genio se apodera de nuestro espíritu, es el efecto del juicio anterior que vamos formando al propio tiempo sobre la exacta conformidad entre la copia y el original. Es decir, que la ansiedad que domina los ánimos, y el terror que se retrata en el semblante de los espectadores, cuando en su magnífica imitación del Edipo de Sófocles se presenta el anciano Forbas y confirma con sus palabras las sospechas del público, respecto al regicida de Layo, son efecto del juicio referido[1].

    Muy triste, muy desconsolador, decimos nosotros, sería para el poeta ese juicio. Cuando ha querido pintar una situación patética y no logra sin embargo interesar vivamente al espectador, puesto que puede éste revolver en su mente cuáles serían sus afectos si se encontrase en las mismas circunstancias; cuando puede reflexionar en esos momentos, el poeta no ha sido feliz en la pintura. Esa reflexión podrá tener lugar en las situaciones tranquilas, o al aspecto de las bellas creaciones de las artes que, si bien nos conmueven agradablemente y nos arrebatan muchas veces de entusiasmo, nunca nos agitan con la vehemencia que los cuadros lastimosos de la tragedia.

    Esta confesión revela que no negamos la necesidad, la imprescindible necesidad del acierto en la imitación: porque aun cuando el arte no sea la naturaleza, no puede ser opuesto a ella. El arte resucita lo que no existe; pero no pudiendo animarlo con una vida real, la sustituye con una vida ideal, con una vida puramente artística y mucho más perfecta. Por eso nos coloca en presencia de un mundo superior al existente, donde aparecen los personajes con la palabra más elevada, con sus pasiones, con sus debilidades, hasta con sus crímenes; pero al través de un prisma encantador que sin desfigurarlos los ennoblece y los hace más interesantes. Mas cuando el arte no es humano, cuando no tiene origen en la naturaleza, sólo produce monstruos o pálidas y frías abstracciones[2]. Así como cuando la copia servilmente puede decirse que ha faltado al artista el mens divinior de que nos habla Horacio.

    Cita el señor Martínez de la Rosa, en comprobación de su doctrina, como ejemplos, el cuadro de una batalla pintado por Julio Romano y el grupo de Laocoonte. El primero carece, en nuestro juicio, de exactitud. El aspecto imponente de una batalla no puede ser insoportable para un alma no vulgar, por más que presente a su vista escenas de sangre, de horror y de exterminio. ¿Pero quién, entre el choque de las armas y el estampido del cañón, no ve con entusiasmo la combinación acertada de las maniobras, la celeridad y concierto en la ejecución, el denuedo de los combatientes, y los rasgos de heroísmo, de abnegación y de tierna amistad que sobresalen con frecuencia en algunos de ellos? No, no es una batalla espectáculo horrible solamente, es un espectáculo grande, sublime, es un poder casi infinito puesto en ejercicio, que eleva y exalta nuestro corazón.

    Respecto al grupo de Laocoonte, más exacto que el ejemplo anterior para probar la doctrina asentada por el señor Martínez de la Rosa, diremos que tanto las situaciones que representa, como todas las escenas insoportables en la vida real, lo son igualmente en el teatro, si el poeta no acierta a darles el colorido conveniente para que sólo aparezcan en su cuadro como las sombras en la pintura. Si podemos admirar la bellísima descripción que sobre el mismo asunto hace Virgilio en el libro segundo de la Eneida, Horacio nos manifiesta la causa en su Arte poética[3]. Y si el grupo griego produce en nosotros la misma sensación, débese a la inmovilidad de las figuras, puesto que no pueden representar más que un solo instante dado, aunque expresen en sus fisonomías, en sus actitudes y en la tensión de sus músculos los horribles tormentos que están sufriendo y la espantosa lucha que sostienen con las serpientes; a que no se ve a éstas ir estrechando con lazos apretados, primero a los hijos de Laocoonte y después a éste que vuela en su defensa, ni devorar poco a poco sus miembros, ni se oyen los alaridos espantosos del padre, ni los ayes desgarradores de los hijos. Preséntese en el teatro este suceso acompañado de todos los detalles que refiere la descripción virgiliana, o tal como la ha ideado el escultor griego, pero agitándose todas las figuras del grupo en el sentido ya dicho, y huiremos horrorizados para no presenciar tan lamentable catástrofe.

    El señor Martínez de la Rosa añade que se ve con profundo terror a Moncasin en la desatinada tragedia que lleva su nombre unido al de Blanca cuando sale del tremendo tribunal de Venecia y se detiene momentáneamente al entrar por la fatal puerta que conduce al sitio del patíbulo, pero que cuando se le ve ajusticiado se experimenta un horror tan desagradable que obliga a apartar la vista de tan odioso espectáculo ¿No producirían también el mismo horror en los circunstantes Medea asesinando a sus propios hijos, Atreo dando de comer a Tiestes los suyos y Orestes clavando el puñal parricida en el seno de su madre? ¿Pues no ha dicho el señor Martínez de la Rosa que el alma se complace en la imitación cuando es exacta? ¿No hay en estos tres casos una gran semejanza entre el traslado y la naturaleza? Sin duda, pero el defecto está en la manera de tratar el asunto, en presentar a nuestra vista objetos y situaciones que no podrán mirarse jamás ni en la vida real, ni en el teatro sin producir ese horror que hiela la sangre en las venas. En estos momentos es cuando exclama Horacio:

Quodcumque ostendis mihi sic, incredulus odi[4].

    Más aún: la escena final de Rodoguna[5] ha producido siempre en el teatro un efecto maravilloso, a pesar de la inverosimilitud de los elementos que constituyen una situación tan sombría como aterradora. Voltaire dice:

    Que el éxito extraordinario de esta escena podía autorizar al autor para haber contestado a los críticos que censuran las situaciones no bien fundadas, o que no se preparan bien. He interesado, he arrebatado al público; y tendría razón mientras el público le aplaudiese.

    Pero añade enseguida, con mucha razón, que siempre es bueno atenerse a la más exacta verosimilitud, porque de este modo se agrada al público, que siente más que raciocina, y a la crítica ilustrada. ¿Interesaría, arrebataría esta escena si la agitación terrible y el placer que experimentamos en ella fuesen efecto del juicio que nos revelase la semejanza entre la naturaleza y la imitación?

    Muchos críticos han creído encontrar la verdadera causa de la emoción dramática en estas palabras de Aristóteles:

    La tragedia por medio del terror y la compasión purga aquellas dos pasiones.

    El señor Martínez de la Rosa las explica siguiendo su teoría del juicio comparativo sobre la imitación. Nosotros jamás hemos podido comprender el sentido de tan extraña medicina. Creemos, con la mayor parte de sus intérpretes, que la Poética se halla incompleta en este punto y que probablemente ésa es la única causa de su oscuridad. Inclínanos más a esta opinión el último capítulo de los Políticos del mismo filósofo griego, en el cual manifiesta el designio de hablar detenidamente de tan importante materia.

    Corneille cree[6] que lo único que puede esclarecer algún tanto este punto, son las palabras en que el mismo Aristóteles dice:

    Tenemos compasión de aquellos a quienes vemos sufrir una desgracia que no merecen, la cual tememos ver repetida en nosotros.

    Por esta doctrina, la compasión que experimentamos abraza el interés que nos inspiran las personas desgraciadas y el temor consiguiente de vernos envueltos en iguales o parecidas tribulaciones. Pero aun en este caso ¿cómo se verifica la purificación de las dos pasiones? El mismo Corneille dice:

    La compasión por la desgracia de nuestros semejantes, nos conduce a creer que pueda ocurrirnos algún día un suceso igual, así como el temor que esta creencia produce en nuestro ánimo nos lleva al deseo de evitarlo, y este deseo de purificar, moderar, rectificar desarraigar de nosostros la pasión que hace a ellos infelices. Por la razón común, natural e indudable de que para evitar el efecto es preciso estirpar la causa.

    Lástima da el ver al gran Corneille seriamente afanado en hallar el verdadero sentido de lo que en realidad no lo tiene en nuestra opinión: sobre todo, que el que ha llevado el terror, la compasión y el placer al corazón de tantos millares de espectadores en sus incomparables tragedias, crea que en esas situaciones solemnes y terribles podamos discurrir tranquilamente sobre la lección moral, un tanto egoísta, según Aristóteles, que ha querido presentarnos el poeta. ¿Qué nos enseña Polieucto convertido al cristianismo y marchando lleno de fe y de extático entusiasmo al martirio?[7] ¿Qué las sublimes palabras de Augusto perdonando a Cinna?[8] ¿Qué Zaira muriendo a manos de su amante al ir a recibir el bautismo?[9] ¿Qué, en fin, Edipo, que arrastrado por una fatalidad irresistible da muerte a su padre sin conocerle, mancha, en la misma ignorancia, con incesto el lecho de su madre, y horrorizado de tanto crimen se arranca los ojos con sus propias manos para no ver más la claridad del día que aborrece? ¿Será tal vez para lo que nos dice Aristóteles?, ¿para que nos sirvan de lección a fin de evitar semejantes desgracias? Precisamente para lo contrario. Es decir, que en lugar de servir su conducta para ese objeto, debe servir para imitarla. La decisión de Polieucto será siempre el bello ideal de la fe, del amor a Dios y de la magnanimidad y la grandeza del espíritu; y la obediencia de Zaira, el bello ideal de la hija cariñosa, que sacrifica al Dios verdadero y a su padre, desgarrando su corazón, el amor, el trono y las más caras ilusiones de su vida.

    ¿Y qué diremos de Edipo? A los griegos, que creían en la fuerza incontrastable del destino, puesto que el superior de todos los dioses, Júpiter, no podía torcerla, enseñaba que también las grandes potestades de la tierra estaban sometidas a los infortunios y calamidades que asaltan al más mezquino de los mortales. A nosotros que no creemos en el fatalismo, nada. ¿Pero cómo, sin embargo, la tragedia de Sófocles es un manantial inagotable de emociones? ¿Cómo subyuga nuestro corazón a su palabra? ¿Cómo le hace palpitar unas veces de compasión y otras de terror y sobresalto? ¿Es Edipo infeliz por culpa suya?, ¿por alguna leve falta?, ¿siquiera por una sombra de imprudencia? ¿No hizo cuanto humanamente podía para evitar la realización del fatídico anuncio del oráculo? ¿Pues entonces qué enseñanza puede dejarnos su horrible fin? No será para que en la vida real, supuesto el poder irresistible del destino, evitásemos, en parecidas circunstancias, una suerte semejante. Lo repetimos, ninguna. Edipo nos interesa y nos aflige porque es hombre, porque es nuestro semejante, y nada de cuanto pertenece a la humanidad puede sernos indiferente.

    Por eso en Roma los espectadores que asistían al Heuatontimorúmenos de Terencio prorumpieron en vítores estrepitosos al oír al viejo Cremes contestando a Menedemo que repugnaba el que se mezclase en sus asuntos:

Homo sum: humani nihil a me alienum puto.[10]

    No negamos por eso que la escena dramática presente grandes lecciones. Si así no fuera no se advertiría esa influencia lenta en las costumbres, debida sin duda a su enseñanza, ya perniciosa cuando se la dirige por una senda funesta, ya benéfica, cuando se presentan esos cuadros instructivos y seductores que purifican el corazón de las miserias y pequeñeces que rebajan de ordinario su grandeza.

    Lo que no puede dudarse es que ni se para tranquilamente nuestra inteligencia a meditar sobre la exactitud de la imitación en esos momentos en que el poeta agita hondamente nuestro espíritu, ni la instrucción que deja la tragedia es nunca tan circunscrita que se limite a evitar los males que, ya por culpa suya, o por imprudencia, cercan y martirizan a los personajes de la escena.

    La mayor parte de los comentadores, como ya hemos indicado[11] difieren en la interpretación de la doctrina referida de Aristóteles. Unos la explican de una manera tan extraña y otros tan confusamente, que en vez de introducir alguna claridad en la teoría del filósofo, pierde el lector de todo punto la esperanza de hallarla por este medio. Por eso no cansaremos a los nuestros con sus explicaciones. Ni podía ser de otro modo; siempre ha acontecido lo mismo con aquellas palabras que careciendo de verdadero sentido se empeña la crítica, sea por grande amor a la ciencia o por vanidad, en descubrirlo.

    Algunos han creído encontrar la causa de la emoción trágica en estas palabras de Lucrecio:

    Suave, mari magno, turbantibus aequora ventis

    E terra magnum alterius spectare laborem;

    Non quia vexari quemquam est jucunda voluptas,

    Sed quibus ipse malis careas qua cernere suave est.[12]

    Cierto es que el hombre se conmueve a la vista del peligro de nuestros semejantes; pero sin ese gozo interior que produce la emoción trágica. Y si existen algunos hombres que pudieran ver, no ya decimos con placer, sino con indiferencia, las calamidades y tormentos de otros, es porque la iniquidad se ha apoderado de su alma, o porque desnudos de corazón carecen de sentimientos humanos. ¿Quién, que no sea un malvado o un egoísta, podrá ver con emoción placentera o indiferente a otro hombre rodeado de peligros, caminando de precipicio en precipicio, hasta que una muerte violenta pone término a su mísera existencia?

    Mas suponiendo que estuviésemos equivocados y que fuese cierta la doctrina de Lucrecio; puesto que según él, nos agrada, exentos nosotros de peligros, contemplar las desventuras de nuestros semejantes, mientras mayores fuesen ellas, mientras más dolorosos fuesen sus males, mayor sería el placer que experimentásemos a su aspecto; la realidad misma, siendo nosotros meros espectadores de esos males, y viéndonos al abrigo de ellos sería en ese caso preferible a la imitación. No, decimos nosotros: el placer que recibimos en la tragedia no es el resultado de vernos en un estado tranquilo y seguro en presencia de las tempestades que producen las pasiones, o de los sufrimientos físicos de otros hombres: ese placer tendría un origen infame, inicuo: como nosotros le comprendemos, y como es sin duda, tiene un origen noble y elevado; es el sentimiento de la dignidad humana que se despierta al contacto de las acciones heroicas de nuestros semejantes, o se conmueve dulcemente con las bellas, así como sus infortunios nos compadecen y sus crímenes nos espantan; es, en fin, la simpatía que el hombre siente por el hombre[13]. Este es el único manantial en donde bebe el poeta dramático para subyugar nuestro corazón al poder mágico de sus creaciones.—Explicaremos esta materia.

    Por poco que observemos llegaremos a comprender fácilmente que la belleza moral es el principio de las demás, el vínculo que las une entre sí, la que contribuye al mayor encanto de las otras, por lo mismo que asocia más inmediatamente en nosotros la idea de Dios, que es la más perfecta de todas ellas. No hay ningún género de belleza por diverso y extraño que parezca a la humana, incluso la perteneciente a la naturaleza inorgánica, que no tenga relación con nosotros, que no refleje en nuestra inteligencia una visión moral, que no nos revele nuestro destino en la otra vida, la sabiduría infinita del Supremo Hacedor y su poder omnipotente.

    ¿Por qué interesan tanto nuestro corazón y producen en él esa dulce melancolía las Odas a la tórtola del Bachiller Francisco de la Torre? Porque vemos en ellas la mujer enamorada y cariñosa a quien una suerte inhumana arrebató con su esposo sus amores y delicias y la condena para siempre a la soledad y los pesares. ¿Qué refleja la delicada Silva a la rosa de Francisco de Rioja? ¿No es el símbolo de la mujer bella y de la rapidez con que se agostan y mueren sus gracias seductoras?

    Tan cerca, tan unida

    Está al morir tu vida

    Que dudo si en sus lágrimas la aurora

    Mustia tu nacimiento o muerte llora.

    ¿En qué consiste, en fin, que las Odas a la barquilla de Lope de Vega nos seduzcan con ese misterioso encanto, a pesar de los graves defectos que oscurecen con frecuencia el brillo de sus innumerables bellezas? En que son la personificación de la vida humana, de la ambición y de las ilusiones que llenan la cabeza del hombre de locos pensamientos, del desengaño que trae la adversa fortuna a sus empresas; de las esperanzas que mueren heridas por el desengaño.

    Todo esto revela que la humanidad, después de Dios, es la más perfecta de todas las bellezas. Esa es también la causa del placer con que miramos las creaciones de la pintura y de la escultura: ellas son un depósito permanente de las virtudes, de las flaquezas, de los delitos de los hombres, y del amor con que Dios los premia, y de la justicia con que los castiga.

    ¿Queda alguna duda sobre la certeza de esta doctrina? Observemos, como dice Saint Marc Girardin, el océano ya sereno, ya con su agitado hervir, pero despoblado, sin un buque siquiera que nos ponga en contacto con el hombre: su inmensidad, si está tranquilo, nos reflejará la inmensidad de Dios, y si irritado por las tempestades viene a estrellar sus olas a nuestras plantas, veremos en ella la cólera y el poder infinito del que las ha creado. Nuestra alma perdida en sus espacios continuará en la contemplación filosófica de Dios y de la naturaleza; sin embargo, ninguna agitacion, ningún movimiento de afecto vendrá a sacarla de sus melancólicas reflexiones. Mas si aparece un barco en el horizonte, y le vemos expuesto al furor de las olas, sumergido, al parecer, unas veces, reapareciendo otras en la superficie, huirán de nuestro espíritu las ideas filosóficas; la reflexion se trocará en inquietud y en amor por los infelices expuestos a perder la vida. Que aparezca después otro barco a darle auxilio, que le socorra en efecto, y nuestra triste agitación se convertirá en viva alegría por los que se salvan, en admiración y entusiasmo por los que arriesgando su vida le socorren. He aquí la condenación práctica de la doctrina del epicúreo Lucrecio; he aquí la canonización indudable de la de Terencio (Homo sum: humani nihil a me alienum puto): ésta es la prueba más evidente de que la emoción dramática tiene su origen en la simpatía que siente el hombre por sus semejantes.

 

II

DE LA PINTURA DEL DOLOR MORAL Y DEL FÍSICO EN EL DRAMA

    Hemos demostrado que el origen de la emoción trágica está en el sentimiento de la dignidad humana que se despierta al contacto de las acciones heroicas de nuestros semejantes, o se conmueve dulcemente con las bellas o se compadece de sus infortunios o se horroriza de sus crímenes. Es decir, en la simpatía del hombre por sus hermanos: y que éste es el único manantial en donde bebe el poeta dramático para subyugar nuestro corazón al poder mágico de sus creaciones.

    ¿Pero cómo ha de combinar esos elementos tan diferentes entre sí, tan encontrados como la luz purísima del sol y la densa oscuridad de una noche tempestuosa? Ya se sabe que la humanidad no es de todo punto buena ni de todo punto mala; se compone de elementos simpáticos y repulsivos, los cuales nos conducen a amar o a odiar a nuestros semejantes; y en la combinación acertada de esos elementos, depurados por el arte, está la causa misteriosa de la emoción que produce el drama trágico en nuestro espíritu.

    No puede olvidar el poeta, sin embargo, en esa combinación, que por una aspiración ingénita de la naturaleza humana a todo lo que es bello y grande, sólo nos interesan o nos entusiasman aquellas cualidades y acciones extraordinarias que elevan al hombre sobre sus semejantes, y que mientras mayor perfección alcance en el orden moral y en el de la inteligencia, por lo mismo que en este caso se acercará más al soberano Hacedor del mundo, que es la más perfecta de todas las bellezas, con mayor interés, o con mayor admiración seducirá y arrebatará nuestro espíritu. Por eso no bastará la pintura de una virtud cualquiera sin contraste y sin lucha: que así como un lienzo sin sombras carece de vigor y de vida, la virtud interesante no se concibe sin la abnegación y el sacrificio, como el bien no podría apreciarse sin el mal; ni el amor sin el odio o la indiferencia, ni los placeres sin la carencia de ellos o sin las penas.

    ¿No es más simpático el hombre generoso, de valor, de grandes virtudes, de ciencia, de fuerza creadora, que aquel cuya alma no llega a la altura de esas perfecciones? ¿No le amamos más? ¿No excita en nosotros una admiración mezclada de interés, que no consiguen jamás inspirar las medianías o las vulgaridades? Lo que deseamos para nostros como un inmenso bien, ¿no ha de interesarnos, no ha de cautivarnos en nuestros semejantes si la envidia no viene a cegar nuestros ojos? Qué decimos: aun a despecho de la envidia nos veremos obligados a rendirle secreto culto, ya que no público, en el fondo de nuestra alma. Así es que la fisonomía, para nosotros indiferente, de un hombre, cuyas cualidades morales o intelectuales ignoramos, se embellecerá a nuestra vista repentinamente si nos dicen que son extraordinarias sus virtudes, o que es un guerrero afamado, o un sabio, o un gran artista, o un poeta eminente. Eso prueba que admiramos al hombre, no en las cualidades físicas, en lo cual se confunde con los brutos, ni aun en las cualidades morales comunes, sino cuando le vemos acercarse a la perfección como ser sensible, inteligente y libre. Por lo mismo, cuando la compasión y el terror son hijos de padecimientos puramente físicos, como acontece en un hospital, nada nos seduce entonces, ni una centella de placer ni de admiración hace latir nuestro pecho, a no ser que la situación especial de alguno de los que sufren pueda interesarle con otros sentimientos.

    Diríase que en la Roma antigua producían un placer, que rayaba a veces en delirio, los juegos del Circo, y que los espectadores se embriagaban de tal manera en la efusión de sangre, en la agonía y en la muerte, que gritaban frenéticos para que hiciesen azotar con varas a los gladiadores, cuya lucha les inducía a creer que aspiraban a salvar la vida[14]. Pudiera creerse en este caso que un pueblo que debía a sus sangrientos triunfos su gloria y su alto poderío procuraba que fuese indeleble el recuerdo de esas victorias y creía alcanzarlo con el espectáculo frecuente de los combates, en los que admiraban la destreza, la astucia y el valor de los gladiadores. Pero no era solamente el deseo de admirar esas cualidades el que le hacía abandonar los placeres morales del teatro para correr a las funciones del Circo[15]. ¿Qué astucia, qué destreza cabía en los infelices mártires expuestos a la ferocidad de los leones? Y sin embargo, las mismas fieras eran tal vez menos crueles que el pueblo. ¡Cuántas veces se las vio detenerse inmóviles, como heridas de respeto y de amor ante sus santas víctimas, o lamer suavemente los pies de la virgen expuesta a su furor, como sorprendidas de su belleza, mientras que el pueblo gritaba frenético y aplaudía al ver la arena enrojecida con la sangre de los mártires, mutilados y destrozados horriblemente!

    Forzoso es confesar que la Roma de los Scipiones y de César sólo conoció los juegos de los gladiadores que, aunque presentaban a la vista del espectador las convulsiones de los heridos y la muerte, eran en realidad un verdadero combate; pero la Roma epicúrea, la Roma degradada y envilecida bajo el cetro tiránico de la mayor parte de sus emperadores, no iba a presenciar combates, sino espantosos y cruelísimos suplicios.

    Desgraciadamente es cierto que los pueblos ignorantes y groseros y los corrompidos por el refinamiento de su civilización prefieren las emociones brutales a las nobles y delicadas ilusiones del teatro. Nosotros añadiremos que juzgamos ese triste fenómeno efecto lógico, preciso e invariable de la situación moral en que viven los pueblos en ambos casos. La rudeza y la ignorancia, y la corrupción de las costumbres, hija de la corrupción del espíritu, hacen vivir al hombre en la materia, secan la fuente de donde manan los placeres intelectuales y sólo ve, siente y goza por los sentidos. Por eso el patíbulo es la verdadera tragedia del populacho ignorante y grosero, por eso en los pueblos corrompidos mueren las ciencias y las artes, y enmudecen los divinos acentos de la poesía.

    Saint Marc Girardin cita en su excelente obra de literatura dramática dos ejemplos que confirman de una manera incontestable esta doctrina:

    En 94, dice, salía una mujer de la conserjería para marchar al patíbulo. Colocada con sus compañeros de infortunio sobre la fatal carreta, Madama Roland conservaba la frente tan dulce y la fisonomía tan tranquila como si estuviese todavía en sus salones entre los hombres más notables de la Gironda. Severa y despreciando los ultrajes de la multitud sanguinaria, que corría apresurada para ver su muerte, repetía al subir al cadalso: ¡Oh libertad, cuantos crímenes se cometen en tu nombre! Así murió sin quejarse, sin agitarse, sin gritos, sin las convulsiones de la agonía, siempre digna, siempre majestuosa[16]. ¿Se conmovió el pueblo? No: no pudo comprender la tranquilidad bella de su muerte, y como no es susceptible de otras emociones que las que recibe por los sentidos, ésta no llegó a su alma.

    […] Algunos días después salía de la conserjería para ir también al cadalso otra mujer: era Madama Dubarry. La desdichada que sólo tenía el valor y la dignidad que había adquirido en las fiestas de la corte de Luis, daba espantosos gritos porque no podía resignarse con la idea de morir. Ya en el patíbulo decía: Señor verdugo, concededme por Dios un momento de vida. Ese pequeño y miserable instante no le fue concedido y cayó rodando su cabeza con la boca aún abierta angustiosa y convulsiva; aquel combate entre la vida y la muerte le aterró y le enterneció porque comprendía aquel género de tragedia.

    Pero siempre vemos que lo que más complace al hombre moral e ilustrado, es la grandeza y elevación del alma y la belleza de las acciones. Así la muerte en el patíbulo de cualquier hombre, sobre todo no siendo culpable, nos conmueve lastimosamente. Mas comparémosla con la de Sócrates condenado al suplicio por el encono y la envidia de los sofistas, sus émulos y enemigos: veámosle sereno y apacible, después de haber tomado la cicuta que debía matarle en breves instantes, entretenerse sobre la inmortalidad del alma con sus discípulos, que le escuchaban con lágrimas y sollozos, y sus últimos momentos conmoverán nuestro corazón y llenarán de asombro nuestro espíritu.

    Por eso, cuando en las creaciones dramáticas se presente el dolor físico debe ser como las sombras en los cuadros, para que aparezca más brillante la belleza del corazón, así como los malos afectos colocados al lado de los buenos les sirven de contraste y los purifican y embellecen. Por el contrario, cuando predominan en el drama las emociones del cuerpo sobre las del ánimo, el espectáculo se acerca a los combates del circo; las emociones que produzca serán tan brutales como aquellas horribles fiestas, y sólo una clase de espectadores, no la ilustrada y la moral por cierto, acudirá a interesarse en las ficciones del poeta. Por otra parte ¿qué enseñanza puede llevar a nuestra inteligencia al aspecto del sufrimiento físico?, pero ¡cuánta y cuán variada puede llevarle la representación de las nobles y aun perversas acciones y la de las angustias y penalidades del corazón! Además las emociones que proceden de la materia tienen el defecto de ser monótonas y limitadas, y fácilmente se comprende que no puede ser de otro modo, porque la materia es mucho más circunscrita que la naturaleza moral, lo mismo para el placer que para los dolores. El alma, por lo mismo que es inmortal, se presenta variada en sus miras, en sus afectos, en sus goces, en sus amarguras, mientras que el cuerpo sólo puede sufrir siempre de la misma manera, sin más diferencia que la que produce la mayor o menor intensidad en los padecimientos.

    Cuando el espíritu sucumbe al dolor físico, se debilita y empequeñece su naturaleza, y el interés y la ilusión se van disipando a medida que el ánimo es vencido, sobre todo sin lucha, por los sufrimientos de la materia.

    El gran padre de la epopeya, Homero, puede servirnos de ejemplo. No sólo describió con frecuencia el dolor físico en sus héroes de la manera referida, sino hasta en los mismos dioses. Sus guerreros caen casi siempre lanzando gritos de dolor. Cuando el valiente Diomedes es herido en la espalda, se queja, como pudiera hacerlo una mujer, de la agudeza de los dolores; Venus, al socorrer a Eneas, su hijo, acometido por Diomedes, es herida ligeramente en una mano por la lanza de éste y exhala ayes agudísimos; por último Marte, el dios terrible de la guerra, herido también por la misma lanza, arroja un grito tan horrendo como si fuera producido a la vez por nueve o diez mil guerreros. Aunque pudieran perdonarse a Diomedes sus quejas en gracia de su valor indomable, y a la delicada diosa del amor que ceda a los sufrimientos de la materia, ¿qué disculpa, qué perdón caben en Marte, en el dios, espanto de los mismos héroes, que ceda a los dolores, que se queje miserablemente y que en vez de acometer a su adversario y de aniquilarle a sus plantas, vuele despavorido y lacrimoso al Olimpo para quejarse ante Júpiter, su padre, del sacrílego atentado que contra su cuerpo acaba de cometerse?[17] ¿Pensaría Homero dar mayor grandeza a Marte suponiéndole un pulmón proporcionado a nueve o diez mil guerreros? ¿No conoció que mientras más formidables fuesen sus fuerzas y más indestructibles sus medios de ataque, mayor había de aparecer su cobardía, al huir del enemigo que le maltrataba? Con menos pulmones y mucho más valor, habría quedado menos ridículamente el tan ponderado dios de los combates[18].

    Saint Marc Girardin, que mira con desvío, frecuentemente injusto, la escuela romántica de su patria y profesa una especie de adoración ciega a la literatura de la antigua Grecia, recurre a ella constantemente en su obra citada para presentar modelos acabados, en su juicio, sobre la lucha del espíritu contra los dolores de la materia. Sentimos no participar en este punto de la opinión de este crítico. No se crea por esto que no miremos con respeto, ni juzguemos de riquísimos quilates la literatura que ha servido de lumbrera y de maestra a todas las modernas: ni se crea tampoco que al tratar de rebatir a un crítico, cuyo inmenso saber es sólo comparable a su elevado entendimiento, llévanos el espíritu de secta literaria, cuando admiramos siempre sus profundas y delicadas observaciones. Pero, si bien estamos conformes con su doctrina en esta materia, no juzgamos del mismo modo en la apreciación de algunos de los ejemplos que cita para su desenvolvimiento.

    Veamos. En el Filoctetes de Sófocles admira Saint Marc Girardin el arte del poeta, porque ha conservado el protagonista su herida, sus gritos y el triste aparato del dolor físico, cuidando de que le sirvan de contraste las pasiones morales que compensan la terrible emoción producida por el espectáculo de aquellos sufrimientos[19]. Aprobamos el odio de Filoctetes a los Atridas y a Ulises que le habían abandonado inhumanamente en aquella isla desierta, que rehuse entregarle sus flechas, y que prefiera continuar viviendo entre las fieras salvajes con sus padecimientos, a ilustrarse con la destrucción de Troya al lado de los que le abandonaron. Más aún: nos encanta cuando recuerda con enternecimiento a su padre, a su patria, y las gratas orillas del Sperquius, y nos admira el ver que después de tan horribles y prolongados dolores, no se haya secado en su corazón el manantial del llanto, y tenga todavía lágrimas para llorar la muerte de Aquiles y de Ayax, sus amigos. Pero cuando se exacerban sus males físicos, hasta el punto de desaparecer el espíritu, de abatirse la dignidad del hombre y de presentarse la materia sola, animada por convulsiones terribles y dando gritos espantosos, la simpatía se disminuye y la magia se desvanece de todo punto[20]. ¿Dónde se encuentra en esos momentos la lucha entre el alma y el cuerpo?, ¿dónde ese contraste de que nos habla Girardin? En ningún accidente: los sufrimientos orgánicos han ahogado la energía del espíritu, la humanidad ha muerto y el héroe se confunde en esos instantes con cualquier otro animal atormentado por dolores puramente materiales. Véase si no cómo juzga Cicerón en el tratado De finibus y en el libro segundo de las cuestiones Tusculanas, los dolores de Filoctetes que tanto seducen a Saint Marc Girardin:

    Porque es vergonzoso, dice, no ya el quejarse (que esto es necesario algunas veces) sino el asordar la isla de Lemnos con clamores como los de Filoctetes. […] En el dolor debemos procurar principalmente no hacer nada que no sea abyecto, ni cobarde, ni servil o mujeril, ni tímido; y sobre todo debe rechazarse el clamor de Filoctetes. Puede concederse al hombre que se queje, aunque muy raras veces: los alaridos, ni aun a la mujer[21].

    Otro tanto acontece en las Traquinianas del mismo Sófocles, cuyo objeto es pintar la muerte de Hércules o los funestos efectos de un amor ilegítimo[22]. Sin embargo, el interés trágico durante la mayor parte del drama recae sobre Deyanira, esposa del héroe. Ya se la vea sola y melancólica durante la vida errante y aventurera de éste, ya alegre con su vuelta, pero con una vaga inquietud al contemplar entre las cautivas que le acompañan como despojos de sus victorias una joven de rara belleza, ya deslizándose en su alma un ligero y triste presentimiento, y ya finalmente estremecido su corazón de celos al considerar que aquella noble y graciosa figura era el ídolo de su esposo, siempre se la ve indulgente y discreta, siempre tierna y apasionada, y siempre subyugando al alma con irresistible atractivo. ¿Podríamos decir otro tanto de Hércules? El espectáculo de los padecimientos físicos que experimenta en sus últimos instantes no sólo no concilia el interés ni la admiración, sino que nos hace apartar la vista de tal catástrofe, con dolorosa y desagradable impresión.

    No juzgamos por esto que los griegos no amasen constantemente la belleza: lo mismo sus pintores que sus estatuarios procuraban no presentar nunca el exceso de pasión para no desfigurar la fisonomía de sus personajes, pero no puede negarse que la pintura del dolor material es un rasgo característico de la sensualidad de las costumbres y creencias griegas.

    Cicerón, a quien ya hemos citado en nuestro apoyo, y en cuyas doctrinas filosóficas nos parece ver una anticipación al evangelio de Jesucristo que estaba ya cercano, en su traducción de la Agonía de Hércules, pasa muy ligeramente por todos los detalles horribles que con tanto esmero describe el poeta griego; y a fin de templar el desagrado que causa la expresión del dolor físico, añadió algunas ideas tomadas exclusivamente del sentimiento moral[23].

    Ya ve Saint Marc Girardin que no se encuentran en los pasajes del Filoctetes ni en los de las Traquinianas, ya citados, esa combinación maravillosa, ese equilibrio entre las emociones morales y los sufrimientos físicos, ni esa piedad que él llama del cuerpo reemplazada admirablemente por la del alma, ni ese arte mágico que templa unas pasiones por las otras, ni ese predominio del espíritu sobre la materia. Hemos visto cómo piensa Cicerón en este punto; lo mismo piensan Mr. Artaud, traductor del teatro griego, y otros escritores modernos[24], y lo mismo pensará siempre la crítica sabia que estime en su verdadero valor, en ese punto, esas grandes obras del genio, si no las ama con la idolatría ciega que Saint Marc Girardin.

    Sin embargo, en prueba de nuestra imparcialidad confesamos que tiene razón en elogiar la agonía de la Antígona de Sófocles, y de la Ifigenia y la Polixena de Eurípides. Jóvenes las tres y hermosas e inmoladas en la primavera de su vida, las tres se estremecen al aspecto de la muerte y todas concluyen por resignarse.

    Antígona llora porque no tendrá cantos nupciales, ni dulce matrimonio, ni hijos queridos. Polixena aparece más resignada que Antígona porque ha perdido a su padre y su país y si no muriese viviría esclava. No manifiesta por esa razón miedo a la muerte y se conforma a sufrirla, pero sin arrogancia, sin estoicismo, sintiendo sólo perder la vida, porque van a faltar a su anciana madre los cuidados que le prodigaba. Por lo demás, su pecho no se agita con latidos, ni sus labios se abren para exhalar una sola queja ni un suspiro.Virgen severa y casta, muere dulcemente como una hermosa flor herida del rayo, y en su tranquila agonía sólo piensa en arreglar sus vestiduras para que no la abandone el pudor ni aun en la muerte.

    Menos resignada que la hija de Hécuba, siente Ifigenia perder la vida y le causa miedo la muerte y llora las perdidas ilusiones de su juventud, y llama a sus hermanos más pequeños que ella para que unan sus lágrimas a las suyas a fin de enternecer más seguramente a Agamenón, su padre. Pero cuando comprende que no hay remedio y se resigna, ¡cómo conmueven el corazón la mirada tierna y cariñosa que le dirige y las palabras en que le pide el último beso en señal de que debía acompañarle su cariño hasta la tumba!

    De esta manera admirable, dice Saint Marc Girardin, sabía mezclar el arte griego en el teatro el sentimiento del amor a la vida, muy natural en el hombre, con los sentimientos de la resignación y de la firmeza.

    Sin duda, en esos rasgos de debilidad y de fuerza, de timidez y de atrevimiento, vemos transparentarse el corazón del hombre, vemos la pequeñez y la grandeza de la humanidad en general, la lucha constante entre la materia y el espíritu de que se compone. Pero Saint Marc Girardin, que ha encontrado admirables los males físicos de Filoctetes, vitupera como material el temor a la muerte de Catalina, esposa de Angelo, tirano de Padua, en el drama de este nombre de Víctor Hugo[25].

    ¡Cómo el espíritu de escuela ciega a veces las más privilegiadas y envidiables inteligencias! En el Angelo aparece una joven hermosa engolfada en la vida de la corte y en los placeres sensuales, a quien de repente se anuncia por su marido, que había descubierto su infidelidad, que se prepare a morir en aquel instante. La única gracia que le concede consiste en que pueda escoger entre dos clases de muerte, y para ello le presenta un puñal y un veneno. ¿Cómo debía expresarse Catalina al escuchar su sentencia? ¿Acaso como Madama Roland? ¿como las heroínas citadas del teatro griego? Más bien como Madame Dubarry, puesto que su vida, sus afectos, sus placeres eran los mismos que los de la cortesana de Luis XV. Y sin embargo cuánta diferencia entre las dos, aunque no haya querido verla Saint Marc Girardin. Compárense los alaridos de la que muere en la guillotina, su agonía material y sus repugnantes convulsiones, con los ahogados ayes de la otra, con las tristes reconvenciones a su marido, a quien echa en cara que pretende asesinarla estando sola, desvalida, sin fuerzas, sin parientes, sin amigos, y con el tierno recuerdo de su madre a quien llama con voces lastimosas, y se verá en Catalina de qué manera ha purificado el arte a la naturaleza, cómo la ha embellecido, cómo la ha hecho interesante. En ambas son verdaderos los sentimientos que expresan, pero en la primera es inseparable el disgusto de la compasión, mientras que en la segunda, porque no ha desaparecido el ser humano, enternece nuestro corazón y cautiva nuestra alma[26].

    Además, en la elevación de ideas y en la energía del espíritu no puede señalarse una regla invariable: si existiese alguna es la que nace del carácter, de los sentimientos con que adorna el poeta a sus personajes y de las situaciones en que los coloca. No interesa y arrebata solamente lo que es sublime, sino lo que es bello. Si Víctor Hugo se hubiese empeñado en dar a su Catalina la misma pureza de sentimientos, la misma abnegación y la misma grandeza de alma que mostró Madama Roland en su muerte, que dio Racine a su Ifigenia, habría destruido en esos rasgos toda la belleza de la esposa de Angelo. Es forzoso que el personaje se muestre en las tribulaciones de la misma manera que ha vivido. Cuando en esos graves momentos aparece más grande o más pequeño, sin la preparación conveniente que haga natural el cambio de su alma, cuando se eleva o empequeñece sin razón muere el interés, se desvanece la ilusión y al interés reemplaza el hastío o la indiferencia.

    No queda reducida la parcialidad de Saint Marc Girardin a decir que en el carácter de la escuela moderna predomina la sensación sobre el sentimiento, que los afectos del alma como la ternura paternal, el odio, la cólera, el amor, los celos, se representan en ella como pasiones del cuerpo, martirizándolos creyendo fortificarlos, y haciéndolos brutales creyendo presentarlos con energía, sino que revolviéndose también contra el antiguo teatro francés le acusa de presentar a sus héroes y heroínas con una magnanimidad, con una elevación de sentimientos y con tan fiera insensibilidad, que embotan la compasión en el pecho al verlos renunciar tan fácilmente a la vida.

    Nosotros creemos precisamente lo contrario; y, como se verá en breve, nos apoyamos más en la experiencia que en nuestra propia razón. Pero la razón dicta que un héroe cristiano con el ejemplo de la firmeza y la resignación de los mártires, con la pureza y elevación de su fe, con el honor, la nobleza del alma y el heroísmo entronizados por el espíritu caballeresco, no debe sentir ni morir tan fisiológicamente como los héroes de Homero, ni aun como los de Esquilo, Sófocles y Eurípides que escribieron en época mucho más civilizada: y si algún dramático nuestro seducido por el encanto de aquella literatura quisiera imitar en este punto a los grandes modelos citados, olvidando la superioridad de nuestra civilización en la moralidad de las acciones y en todos los sentimientos, fuera del amor a la gloria y a la patria, rebajaría la dignidad de sus héroes y no produciría ese placer que nace solamente al aspecto de la grandeza y energía del espíritu, en lucha con la materia. Aun la misma compasión por sus desventuras sería débil porque la embotaría el desdén que producen en nuestra alma toda acción y todo afecto que ella concibe más grandes, más puros y más elevados.

    Véase ahora por qué los primeros ensayos trágicos de España, en los cuales se empeñaban nuestros ingenios en reproducir fielmente el teatro griego, ni entonces interesaban a los espectadores, ni hoy puede sostenerse su lectura más que como una curiosidad literaria: y véase también por qué los franceses, que sin despojar a los héroes griegos y romanos de su sello histórico, pero dándoles la nobleza y los afectos, hijos de nuestras creencias, eran y serán, mientras ellas vivan, el encanto de las inteligencias ilustradas y de los corazones no corrompidos.

    ¿Pueden compararse con justicia la Andrómaca y la Fedra de Eurípides con las de Racine? ¿A qué deben esa ventaja sus dos heroínas sobre las griegas? A la superioridad del arte, a que los sentimientos que les presta el trágico francés, sin perder el carácter de la civilización helénica, son hijos del cristianismo; a que Fedra, por ejemplo, que en Eurípides es una mujer fisiológica y nada más, impelida por el destino hacia un amor incestuoso, sin dejar en Racine de ser arrastrada de la misma manera a tan abominable pasión, lucha contra los estímulos de la materia y contra la fuerza poderosa del destino, y se ve dilacerado su corazón por la amargura del crimen y por los remordimientos de su conciencia.

    ¿Cómo, pues, había de embotar nuestra compasión la magnanimidad ideal en los sentimientos de los héroes y heroínas de la antigua escuela francesa? ¿No conoce Saint Marc Girardin que esos rasgos en que predomina notablemente el alma sobre el cuerpo, presentados con más o menos acierto se encuentran constantemente en todas las literaturas cristianas? ¿No conoce que no son otra cosa que la expresión, ennoblecida por el arte, de nuestros propios sentimientos y de nuestras creencias? ¿A qué ha debido la célebre actriz Madama Rachel sus más brillantes triunfos escénicos?, ¿con qué producciones ha conseguido enternecer el pecho de los espectadores, hacer palpitar su corazón y bañar en lágrimas sus ojos? Con la representación del teatro que tacha de frío, con el teatro de Corneille y de Racine. Ya ve el crítico francés con cuánta injusticia le ha juzgado.

    Vamos a demostrarle con dos ejemplos, entre los innumerables que pudieran citarse, que no es el triunfo completo del espíritu sobre la materia, ni el desprecio absoluto de la vida, cuando el escritor los sabe pintar, los que producen esa frialdad de que ha acusado al teatro de su patria, puesto que en ambos se presentan idealizadas las cualidades referidas, tal vez como en ningún drama de los trágicos franceses. Hablamos de la muerte de Clorinda en la Jerusalén del Tasso y de la de María Stuard en el drama de Schiller.

    Clorinda, cuyo valor superaba al de los héroes más valientes, inspiró en el corazón de Tancredo, aunque contraria a su fe, una pasión ardiente que jamás fue correspondida, porque ella sólo se alimentaba del ardor de los combates y del noble deseo de salvar a su patria del furor de los cruzados a que pertenecía Tancredo. Pero su heroísmo no era bárbaro ni feroz; por el contrario, el poeta tiene cuidado de darla a conocer por una piadosa acción, salvando de la muerte a dos amantes, Olindo y Sofronia, que eran cristianos y como tales hallábanse condenados al suplicio del fuego y ya al borde de la hoguera. En todos los combates era Clorinda la primera en acometer y la última en retirarse, y una noche concibió el pensamiento de hacer una salida para quemar una torre de madera desde la cual atacaban los cruzados los muros de Jerusalén. Para no ser conocida, viste sus miembros de una armadura negra, y el anciano esclavo que había cuidado de su niñez y de su educación le revela en esa noche que era hija de la Reina de Etiopía, que está protegida por San Jorge, y que este santo le había reprendido en sueños muchas veces el no haberla hecho bautizar. Clorinda se turba y sobresalta con esta relación porque había experimentado sueños semejantes, pero insiste en su designio, y para realizarlo se pone de acuerdo con el bravo Argante. Los dos campeones pasan por enmedio de las guardias cristianas y ponen fuego a la torre; mas al despertar éstas, dan la señal de alarma y la pareja no puede resistir a la multitud que le persigue: Argante entra en Jerusalén por las puertas Doradas, Clorinda se separa para castigar a un soldado que le había acometido y encuentra después cerradas las puertas. Entonces procura a favor de la oscuridad separarse de la pelea, pero Tancredo la sigue y cuando llegan a un sitio solitario propone éste un combate singular a aquel guerrero desconocido a quien por la arriesgada acción que acababa de acometer le juzga digno de medir con él sus armas. Este combate nocturno de los dos amantes, que cubiertos con la celada no se conocían, ha sido reputado por algunos críticos como el más bello triunfo del Tasso. La batalla está descrita con tal viveza de colorido, con tal expresión, con tal grandeza y tal interés dramático que no es posible oponerle ningún pasaje en este género.

    Cansados, al fin, cubiertos de sudor y de la sangre que brotaba de sus heridas, y al comenzar el crepúsculo matutino uno y otro combatiente hacen alto, y se apoyan en el pomo de sus espadas. Entonces suplica Tancredo a su adversario en términos corteses que le diga su nombre:

    Porque ya vencedor o vencido desea saber quién es el que honrará su muerte o su victoria[27]. En vano me pides que te diga, le contesta Clorinda, lo que no tengo costumbre de descubrir. Quien quiera que yo sea, sólo ves delante de ti uno de los dos guerreros que han reducido a cenizas la torre.

    Arde en ira Tancredo al oír estas palabras:

    En mal hora, le replica, me has hablado así, bárbaro descortés, tu altanero lenguaje y tu silencio me alientan a la venganza.

    Continúa el combate aún con mayor rudeza y ferocidad que antes, hasta que Clorinda es herida mortalmente, y entonces llega el patético a tal altura que ningún poeta ha presentado un cuadro tan desgarrador.

    Helo aquí[28]: Canto VII.— Oct. 60.

    Al fin llega la hora fatal en que la vida de Clorinda debe tocar a su término: dirige Tancredo la punta de la espada hacia su hermoso seno, la sumerge en él, y bebe su sangre ávidamente, y la vestidura que la cubría se llena de un río de caliente sangre. Ella siente entonces la sombra de la muerte, y sus pies lánguidos se debilitan y le faltan. Tancredo prosigue en su victoria y hostiga y oprime a la virgen moribunda, que al caer pronuncia estas tristes palabras, tales como podía inspirárselas un nuevo espíritu, espíritu de fe, de caridad, de esperanza; virtud que le infunde Dios en esos momentos, porque si le fue rebelde en la vida, quiere que le sirva en la muerte:

    Amigo, has vencido; yo te perdono; perdona tú tambien, no a mi cuerpo que nada teme, sino a mi alma. ¡Ah! ruega por ella y dame el bautismo para que lave todas mis culpas. En su triste voz resuena un no sé qué de mágico y suave que serpentea por el corazón de Tancredo, ahoga su cólera y fuerza sus ojos a verter lágrimas. No lejos de allí en el seno de un monte saltaba a borbotones un pequeño arroyo. Corrió a él enseguida, llenó su casco en la fuente y volvió afligido para realizar su grande y piadosa obra. En el momento en que desataba el casco y descubría el semblante, que aún no conocía, sintió que temblaban sus manos. La vio por fin y la conoció y quedó sin voz y sin movimiento. ¡Qué vista, qué reconocimiento! No murió porque en aquel instante reunió todo su esfuerzo para que sirviese de escudo a su corazón, y reprimiendo sus tormentos, dio la vida con el agua sagrada a aquella a quien había dado muerte con el hierro. Mientras pronuncia las misteriosas palabras, el semblante de Clorinda se transfiguró de alegría; sonríe y en el acto de morir vivaz y alegre, decir parecía: Se abre el cielo, y voy en paz a él. Se esparce en su blanca fisonomía una palidez como la de los lirios cuando se mezclan con violetas; fija sus ojos en el cielo, y el cielo y el sol parece que la miran con compasión, y levantando hacia el caballero la mano fría y desnuda, en lugar de palabras, le da una prenda de paz, y en esta forma espira la virgen bella y parece que duerme.

    La desesperación de Tancredo después, está pintada con el acento que debe esperarse de tan terrible desgracia. Pero fiel el Tasso a la verdadera sensibilidad, no prolonga esta situación para no convertir, como dice Sismondi, en un tormento real lo que debe ser un placer del espíritu. Así antes de abandonar a Tancredo, le administra en un sueño algún consuelo y el lector comienza a respirar menos ahogadamente.

    Veamos los últimos momentos de María Stuard.

    La suerte de esta infeliz reina que comenzó su vida por tantas prosperidades y grandezas, que todo lo perdió por sus faltas, y que después de diez y nueve años de prisión sale de ella para marchar al cadalso, produce tanto terror y mucha más compasión que el término lastimoso de Edipo, Orestes y Níobe. Sería necesario hacer el análisis completo del drama de Schiller para comprender perfectamente el carácter de María, y toda la belleza de su muerte. Pero nos hemos detenido demasiado en esta materia, y para no fatigar a nuestros lectores, sólo hablaremos de los instantes que preceden a la fatal marcha de aquella desgraciada al patíbulo.

    Antes de salir a la escena aparecen Mevil, eclesiástico, su antiguo gentilhombre, que acababa de llegar de Roma y sus damas vestidas de luto; Ana, su nodriza, trae todos los diamantes reales, porque su soberana se lo ha prevenido, para repartirlos entre ellas; refiere a Mevil que la reina había oído la noche anterior repetidos golpes y que renació su esperanza, porque juzgó que eran sus amigos que venían a salvarla; al fin supo que habían sido producidos por los trabajadores que construían el patíbulo. Enseguida añade que la prueba más cruel para ella, había sido la traición del conde de Leicester, su amante, pero que después de este dolor había recuperado la calma y dignidad de una reina.

    María aparece enseguida en medio de su servidumbre, que se ordena en dos filas, vestida de blanco y con un crucifijo en la mano, con una diadema en la cabeza y en toda la magnificencia del aparato real. Consuela a sus damas cuyos sollozos le conmueven hondamente:

    ¿Por qué, les dice, esos sollozos y esas lágrimas? Debíais alegraros conmigo al verme llegar al término de mis sufrimientos, al ver romperse mis cadenas, abrirse mi prisión y mi alma alegre lanzarse sobre las alas de los ángeles hacia la libertad eterna[29].

................................................................................................................

    Os he recomendado a todos a mi Real hermano de Francia: él tendrá cuidado de vosotros y os dará una nueva patria. Si mi última voluntad os es cara no permanezcáis en Inglaterra, para que el inglés no alimente con vuestro infortunio su corazón orgulloso, que no vean caer en el polvo a los que me han servido. Cuando yo falte, prometedme por esta imagen de Jesús Crucificado que abandonaréis tierra tan funesta.

    Melvil tocando el crucifijo.— Yo os lo juro a nombre de los que aquí
estamos.

    María.— Todo cuanto poseo, ahora que estoy despojada y pobre y de cuanto he podido disponer libremente lo he repartido entre vosotros: espero que será respetada mi voluntad suprema. Cuanto llevo al marchar al cadalso os pertenece también; pero permitidme conservar por última vez los adornos de la tierra, al tomar el camino del Cielo. (A sus damas) Alix, Gertrudis, Rosamanda, os destino mis perlas; porque el ornato agrada a vuestra juventud. Margarita, tú tienes mayores derechos a mi generosidad porque eres la más desgraciada. Mi testamento hará ver que no quiero vengar en ti el crimen de tu esposo[30]. En cuanto a ti, mi fiel Ana, ya sé que no es el valor del oro ni el brillo de las piedras lo que pueden deslumbrarte. Tu tesoro más precioso será mi memoria: toma este pañuelo, lo he bordado para ti en mis horas de amargura, y lo he empapado en mis lágrimas ardientes. Cuando llegue el momento véndame con él los ojos, yo quiero recibir de mi Ana este último servicio.

    Venid todos y recibid mi último adios. Les da la mano, y todos caen de rodillas a sus pies y se la besan sollozando. —Adiós Margarita, adiós Alix. Tus labios abrasan, Gertrudis; he sido muy aborrecida, pero también he sido muy amada. Ojalá que un noble esposo haga feliz a mi Gertrudis, porque su corazón ardiente tiene necesidad de amor. Bertas, tú has escogido la mejor parte; tu serás casta esposa del cielo, procura cumplir pronto tus votos, que son mentirosos los bienes de este mundo: ya lo ves en tu Reina. Enseguida vuelve rápidamente la espalda y todos se retiran, fuera de Melvil quien la confiesa y administra el Viático.

    Al marchar al patíbulo dice:

    Ahora nada tengo que pedir al mundo. (Toma el crucifijo y lo besa)[31]. Mi salvador, mi libertador: así como extendísteis los brazos en la Cruz, tendedlos ahora para recibirme.

    Va a salir de la escena y en este momento se encuentra con la mirada de Leicester, que turbado con sus palabras, fija sus ojos en ella. A su aspecto tiembla María, sus rodillas se debilitan y ya a punto de caer la sostiene Leicester: María le mira un instante con serenidad: el conde no puede soportar su mirada: al fin le dice:

    Me habéis cumplido la palabra conde de Leicester: me habíais prometido el apoyo de vuestro brazo para sacarme fuera de este calabozo, y, sin embargo, me lo dais ahora... El conde abismado queda sin aliento. María continúa con una voz más suave. Sí, Leicester, no era solamente la libertad la que debía darme vuestra mano, debíais darme otra libertad más dulce. Sostenida por vuestro brazo, dichosa con vuestro amor, hubiera comenzado a vivir alegremente con otra nueva vida. Ahora que voy a dejar en este momento el mundo y a convertirme en un espíritu celestial a quien no seducirá ningún deseo terrestre, ahora Leicester, puedo confesar sin vergüenza mi debilidad que al fin he vencido. Adiós, y si podéis, vivid dichoso. Habéis osado pretender la mano de dos reinas, habéis desdeñado un corazón tierno y amante y le habéis engañado para ganar un corazón orgulloso: caed a las rodillas de Isabel, y ojalá que la recompensa no sea para vos un castigo. Adiós. Nada me liga ya a la tierra.

    Después de la congoja que producen en el pecho la resignación, la ternura y la sublimidad de María, comparables sólo a su inmensa desgracia, parecía que, agotados ya en el poeta los bellos colores del sentimiento, no podía producir en el ánimo ni más amargura ni mayor encanto; y sin embargo, ¡qué despedida!, ¡cómo arranca Schiller en ella a su alma nuevos y variados acentos, y aún más tiernas y desgarradoras inspiraciones! La dulzura cariñosa de María al ver turbado a Leicester, su compasión por él, aunque culpable, el recuerdo terrible que ha de dejarle su muerte, y la declaración de que le amaba en el momento de morir porque no ha querido salvarla; todo esto unido a la solemnidad que da el aspecto de la muerte a sus últimas palabras, porque cuando ninguna esperanza nos liga en la tierra, la verdad sale más pura de nuestros labios, forman el cuadro más bello y más patético que pueda presentar ningún teatro y mucho menos el griego.

    Esa elevación de sentimientos en la mujer, ese heroísmo, ese triunfo completo del alma sobre el cuerpo, no podía comprenderlos el sensualismo helénico que la convirtió en una esclava, en una necesidad doméstica; sólo puede comprenderlos la religión espiritual y sublime que vio nacer de la Virgen María al Redentor del Mundo y desde entonces consideró a la mujer como un ser igual al hombre, como una amable compañera y hasta como un objeto de adoración; por eso nos arrebatan los últimos momentos de Clorinda y de María Stuard: ambas son en su género la síntesis de lo que el cristiano siente, cree y adora en el orden moral y en el religioso.

 

 

NOTAS

[1]  Edipo. Tragedia del Sr. Martínez de la Rosa, acto 3º, escena 2ª

[2Víctor Cousin. De l'art.

[3]                                           Segnius irritant animos demissa per aurem

                                   Quam que sunt oculis subjecta fidelibus, et quae

                                   Ipse sibi tradit spectator.— Art. Poet.

   Lo que entra por los oídos mueve menos que aquello que pasa a nuestra vista y puede tocar por sí mismo el espectador.

[4Lo que me presentas de esa manera, no lo creo y lo aborrezco. Art. Poet. Nosotros, siguiendo a Voltaire, habríamos dicho: «Aversor et odi. Me horroriza y lo aborrezco».

[5Tragedia de Corneille.

[6]  Discursos sobre la tragedia.

[7] Polieucto. Traged. de Corneille, escena 3ª, acto 5º.—Polieucto... Yo no adoro más que un Dios soberano del universo a cuyo poder tiemblan la tierra, el cielo y los infiernos; un Dios que amándonos con amor infinito quiso morir por nosotros con ignominia, y que por un esfuerzo de este exceso de amor, se ofrece en holocausto diariamente por nosotros... mientras que vuestros dioses inmortales presentan como ejemplos, para seguirlos, la prostitución, el adulterio, el incesto, el robo, el asesinato, y cuanto hay de detestable. Por eso he profanado su templo y hecho pedazos sus altares y lo volvería a repetir en tu presencia, Félix; en la de Severo, en la del senado aún, en la del mismo emperador.— Félix.— Mi justo furor cede a mi bondad: adóralos o mueres.— Polieucto.— Soy cristiano.— Félix.— Impío, adóralos, te repito, o renuncia a la vida.— Polieucto.— Soy cristiano.— Félix.— ¿Eres cristiano? ¡Oh corazón obstinado! Soldados, ejecutad mis mandatos.— Paulina.— ¿Dónde le conducís?— Félix.— A la muerte.— Polieucto.— A la gloria. Querida esposa, consérvame en tu memoria.— Paulina.— Yo te seguiré a todas partes y moriré si tu mueres.— Polieucto.— No sigas mis pasos o abandona tus errores.

[8]  Cinna. Trag. de Corneille, acto 5º, escena 3ª.— Después de haber derramado Augusto beneficios sin cuento en Cinna, nieto de Pompeyo, y de haber depositado en él una confianza omnímoda, sabe que era jefe de una conspiración que se había tramado para quitarle la vida. Su primer movimiento, a la vista de aquel ingrato, fue el de la indignación y la cólera; pero cediendo a la natural grandeza de su alma y a su clemencia, dice:

Augusto.— Soy tan dueño de mi corazón como del universo. Lo soy, lo quiero ser. ¡Oh siglos, conservad siempre en vuestra memoria mi último triunfo! Hoy venzo la más justa cólera que haya podido conservarnos el recuerdo. Seámos amigos, Cinna: yo soy quien te convida con la amistad. Te di la vida siendo mi enemigo; y a pesar del furor de tu cobarde designio te la vuelvo a dar cuando pretendías ser mi asesino.

[9]  Zaira. Trag. de Voltaire, act. 2º, esc. 3ª.— Apenas ha reconocido Lusignan, último rey de Jerusalén, pero entonces cautivo, a su hija, cuando un tristísimo pensamiento viene a turbar su alegría.— Lusignan.— Tú, Dios mío, que has conducido su suerte y la mía, ¿me la devuelves Cristiana?— Zaira.— No os puedo engañar, señor. Bajo las leyes de Orosman... Castigad a vuestra hija... ella se creía musulmana.— Lusignan —Que el rayo del cielo me confunda. ¡Ah! hija mía, al oír esas palabras hubiera expirado sin el placer de estarte viendo. Dios mío, he combatido sesenta años por tu gloria; he visto destruir tu templo y perecer tu nombre; en un calabozo horrible mis lágrimas te imploraban por mis tristes hijos, y cuando me encuentro entre ellos, cuando hallo a mi hija me la devuelves siendo enemiga tuya. ¡Cuán desgraciado soy!... Tu padre, yo mismo, mi prisión te han arrebatado tu verdadera fe. Hija mía, tierno objeto de mis últimos sufrimientos, piensa al menos, piensa en la sangre que corre por tus venas, es la sangre de veinte reyes, cristianos todos como yo, es la sangre de los héroes defensores de mi ley, es la sangre de los mártires... ¡Oh hija mía muy querida! ¿Conoces tu destino? ¿Sabes quién fue tu madre? ¿Sabes que en el instante que dio el ser, a ti, triste y último fruto de un desgraciado amor, la vi asesinar por la mano de los bandidos a quienes te has entregado? Tus hermanos, esos mártires degollados a mi vista te abren sus brazos ensangrentados, tendidos desde lo alto de los cielos. Tu Dios a quien haces traición, tu Dios de quien blasfemas, por ti, por el universo, murió en estos mismos lugares donde su sangre te habla por mi boca. ¿Ves esos muros?, ¿ves ese templo invadido por tus señores?: todo anuncia el Dios que han vengado tus ascendientes. Vuelve los ojos; su sepulcro está cerca de este palacio. Aquí está el monte en que lavando nuestras culpas quiso espirar bajo el golpe del impío; allí resucitó de su tumba. Tú no puedes andar por estos augustos lugares, ni dar un solo paso sin encontrar a tu Dios; tú no puedes permanecer en ellos sin renegar de tu padre, de tu honor que te habla, de tu Dios que te ilumina. Ya te veo en mis brazos llorar y suspirar; Dios ha grabado el arrepentimiento en tu pálida frente; veo que desciende la verdad a tu corazón, encuentro ahora a mi hija después de haberla perdido y recupero mi gloria y mi felicidad al ver libre mi sangre de la infidelidad y del error.—

¡Qué raudal tan vehemente, tan irresistible de elocuencia! Parece que el cielo permitía a veces que la inspiración ahogase la impiedad y el escepticismo en Voltaire, y que a pesar suyo apareciese tan creyente como el cristiano más celoso y de mayor fe. Era imposible que Zaira resistiese a esta divina exhortación.— Zaira.— Ah padre mío, querido autor de mis días, hablad qué debo hacer.— Lusignan.— Quitarme con una sola palabra mi vergüenza y mis pesares, decir: soy cristiana.— Zaira.— Sí señor, lo soy.

[10]  Heautontimorúmenos. Comed. de Terencio, esc. 1ª, vers. 77.— Hombre soy, y no puede serme indiferente nada de cuanto pertenece a los hombres.

[11Paulo Beny explica doce o quince opiniones diversas, las cuales refuta antes de presentar la suya. Está conforme con la interpretación de Corneille, pero difiere de ella en que sólo aplica el efecto que produce la tragedia a los Reyes y los Príncipes. Según la interpretación de este crítico la tragedia no debía producir terror y compasión más que en el ánimo de esos señores, puesto que a ellos solamente se dirige la lección.

[12Cuando los vientos agitan el inmenso mar, es dulce el contemplar desde la orilla los grandes peligros de otros; no porque sea un placer el ver sufrir a nuestros semejantes, sino porque es agradable el vernos libres de los males que presenciamos.— De rerum nat. II.

[13De esta opinion es Saint Marc Girardin en su Curso de Literatura Dramática.

[14Quo si animadverterint esse concordes, tum eos oderunt et persequntur, et tamquam collusores ut fustibus verberentur exclamant. S. Agust. D. Catechizandis rudibus. Si llegaban a sospechar que estaban de acuerdo (los gladiadores) se irritaban contra ellos entonces, y los perseguían y gritaban que los azotasen con varas, como engañadores. Cuando uno de los gladiadores sucumbe, se retira hacia atrás y levanta un dedo para indicar que reclama gracia al pueblo. Si ha demostrado valor en el combate y un generoso desprecio de la vida, se la concede para que pueda exponerla otra vez a su placer; en caso contrario, o bien si el pueblo quiere saber hasta dónde lleva su valor y desea entretenerse en contar los últimos suspiros exhalados de su pecho, los saltos convulsivos de un cuerpo a quien abandona la existencia en el vigor de la edad, cierra el puño volviendo el dedo pulgar hacia el suplicante y exclama: Recipe ferrum: entonces, obediente el vencedor al signo de muerte, degüella al vencido.— Histoire Universel par César Cantú, tom. II.

[15La primera representación de la Hecira de Terencio no llegó a acabarse, a pesar de ser, tal vez, la más interesante del autor, porque se anunció una función de gladiadores y el pueblo abandonó en tropel el teatro para trasladarse al Circo.

[16He aquí como refiere Thiers este suceso en su historia de la revolución francesa:

... Dos días después le siguió a la guillotina la interesante y esforzada esposa de Roland, que a los encantos de una francesa, reunía el heroísmo de una romana, llevando traspasado su corazón con todos los dolores. Respetaba y quería a su esposo como a su padre: tenía una pasión profunda a uno de los girondinos proscriptos, pero siempre había sabido contenerse. Dejaba una niña pequeña huérfana confiada a sus amigos, y temblando por la existencia de tan queridas personas, creía perdida para siempre la causa de la libertad que con tanto entusiasmo adoraba, y por la que había hecho tan costosos sacrificios. Perdía, pues, todos sus afectos a un mismo tiempo y, condenada como cómplice de los girondinos, oyó su sentencia con una especie de entusiasmo; parecía que desde este momento al de la ejecución abrigaba una inspiración en su pecho, por lo cual excitó en cuantos la vieron una admiración religiosa. Fue al cadalso vestida de blanco, y por la carrera iba animando a un compañero de infortunio que debía morir con ella y que no tenía valor, logrando dos veces arrancarle una sonrisa. Al llegar al sitio del suplicio se inclinó delante de la estatua de la libertad y dijo: ¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Sufrió luego la muerte con ánimo imperturbable (10 de Noviembre).

[17Es decir, lo mismo que suelen hacer los niños asustadizos cuando son maltratados por sus compañeros. Todos estos pasajes se encuentran en el canto V de la Iliada. En el que se refiere a Marte no es posible dejar de aplicarle las palabras de Horacio:

.......................................................et idem

indignor quando bonus dormitat Homerus.

Ars.poet.

Así me irrito cuando noto que dormita el buen Homero.

[18]  «Diomedes arroja a su vez la lanza que conduce Minerva hacia el lugar donde se sujeta el cinturón; allí hiere a Marte y rasga su cutis inmortal. La diosa retira la lanza y el dios lanza un grito espantoso, parecido al de nueve o diez mil guerreros entregados a un furor homicida: un temblor sobrecogió a los troyanos y a los griegos espantados, tan terrible fue el grito de Marte insaciable de sangre y exterminio. Como de repente en noche tenebrosa, se presentan nubes traídas por el ardiente soplo de los vientos del mediodía, así apareció a Diomedes el sombrío Marte elevándose en las nubes hacia el inmenso espacio del cielo. Llega al momento a la mansión de los dioses en el alto Olimpo, y oprimido por el dolor y la cólera, se sienta cerca del trono de Júpiter, le muestra la sangre inmortal que brotaba de su herida y pronuncia con voz lúgubre estas palabras precipitadas: Padre mío, ¿no estallará tu indignación al aspecto de tantos peligros y atentados? Diomedes ha herido la mano de la reina de Chipre: enseguida, más audaz y como si fuera uno de los dioses inmortales, se lanzó contra mí. Sin mi rápida carrera hubiese quedado confundido entre los montones espantosos de cadáveres, o puesto que no puedo morir, aniquilado bajo los golpes del acero».— Ilia. cant. V.

[19Cuando marchaban los griegos hacia Troya, se detuvieron en la isla de Crisa, que desapareció después bajo las olas del mar. Según la recomendación del oráculo debían hacer un sacrificio a Minerva sobre un altar elevado en otro tiempo por Jasón y que sólo conocía Filoctetes, compañero en los trabajos de Hércules. Cuando Filoctetes buscaba ese altar, abandonado hacía tiempo y sepultado en la tierra, fue mordido por una serpiente que guardaba aquel sitio. El ejército griego le creyó herido por la cólera celeste, y molestado además por sus gritos y por la fetidez que exhalaba su herida, se decidieron, por consejo de Ulises, a dejarle en la isla de Lemnos. Diez años habían transcurrido cuando instruidos los griegos por el adivino Heleno, que sin las flechas de Hércules, de que era posesor Filoctetes, no podían destruir a Troya, enviaron a Ulises, autor de sus infortunios y al hijo de Aquiles, Neoptolemo, para traerle al pie de los muros. En este momento comienza la tragedia de Sófocles.

[20Quamobrem turpe putandum est, non dico dolere (nam di quidem interdum est necesse) sed saxum illud lemnium clamore Philoctetaeo funestare.— De fini. lib. II.

[21Hoc quidem in dolore maxime providendum est, ne quid abjecte, ne quid timide, ne quid ignave, ne quid serviliter muliebriter ve faciamus; imprimisque refutetur ac rejiciatur Philoctetaeus ille clamor. Ingemiscere nonnunquam viro concessum est, idque raro; ejulatus, nec mulieri quidem. Tusc. lib. II, cap. XXIII.

[22Los celos de Deyanira y la muerte de Hércules, que perece por haberse puesto una túnica teñida en la sangre del Centauro Nessus, que su esposa le regala con la esperanza de recobrar su amor por medio de filtro tan poderoso, son el asunto de esta tragedia. Las jóvenes de Traquina, amigas y compañeras de Deyanira, que componen el coro, han dado su nombre a dicha producción.

[23Tuscul, l. II.

[24Winckelman, Lessing y Herder que en el estudio comparado de los medios correspondientes a cada una de las artes han juzgado de una manera tan delicada, que alguna vez llevan su juicio hasta la sutileza, y que entre los varios objetos presentados en ingeniosos paralelos, se han ocupado mucho del Filoctetes, no concuerdan sobre estas cuestiones.— Patin-Etudes sur les tragiques grecs. Tom. 2º, pág. 26.

[25Debemos advertir que no somos partidarios de las ideas morales del teatro de Víctor Hugo, como ya hemos demostrado.

[26Tiene razón Saint Marc Girardin en vituperar el temor vergonzoso a la muerte de Monaldeschi en el drama de Cristiana en Fontainebleau de Alejandro Dumas.

[27|                                              Acciocc’hio sapia, o vinto o vincitore

Chi la mia morte o la victoria onore.

Risponde la feroce: Indarno chiedi

Quel ch’o per uso di non far palese.

Ma chiunque io mi sia tu inanzi vedi

Un di que’ duo che la gran torre accese.

Arse di sdegno a quel parlar Tancredi

E, in mal punto il dicesti, indi represe

Il tuo dir e’l tacer di par malletta

Bárbaro discortese, alla vendetta.

 

[28]                                  Ma ecco omai l’ora fatale e giunta,

Che ‘l viver di Clorinda al suo fin deve.

Spinge egli il ferro nel bel sen di punta,

Che vi s’inmerge, e’l sangue, avido beve.

E la vesta que d’or vago trapunta

Le mammelle stringea tenera e leve,

L’empie d’un caldo fiume. Ella giá sente

Morirsi; e’l pie le manca egro e languente.

 

Quel segue la vittoria; e la trafitta

Vergine, minacciando, incalza e preme.

Ella, mentre cadea, la voce afflitta

Movendo, disse le parole estreme,

Parole ch’a lei novo un spirtu ditta,

Spirto di fe, di caritá, di espeme:

Virtú ch’or Dio le infonde; e se rubella

In vita fu, la vuole in morte ancella.

 

Amico, ai vinto: io ti perdon. Perdona

Tu ancora, al corpo no, che nulla pave;

All’alma si: deh per lei prega; e dona

Battesmo a me, ch’ogni mia colpa lave,

In queste voci languida risuona

Un non so che di flebile e soave,

Ch,al cor gli serpe, ed ogni sdegno ammorza

E gli occhi a lagrimar gli invoglia e esforza.

 

Poco quindi lontan, nel sen del monte

Scaturia, mormorando, un picciol rio.

Egli v’acorse, el’elmo empie nel fonte

E torno mesto al grande ufficio e pio.

Tremar sentí la man mentre la fronte

Non conosciuta ancor, sciolse e scoprio:

La vide, e la conobbe: resto senza

E voce e moto ¡Ahi vista! ¡Ahi conoscenza!

 

Non mori gia; che sue virtuti accolse

Tutte in quel punto, e in guardia al cor le mise:

E premendo il suo affanno a dar ei volse

Vita coll’acqua a chi col ferro uccise.

Mentre egli il suon de’sacri detti sciolse,

Colei di giogia trasmutossi, e rise:

E in atto di morir lieto e vivace

Dir parea: s’apre il cielo, io vado in pace.

 

D’un bell pallore a il bianco volto asperso,

Come a gigli sarian miste viole:

E gli occhi al cielo affisa; e in lei converso

Sembra per la pietate il cielo e’l sole:

E la man nuda e fredda alzando verso

Il cabeliero, in vece di parole,

Gli da pegno di pace. In questa forma

Passa la bella donna, e par che dorma.

 

[29Acto 5º, escena 6º.

[30El marido de ésta había declarado contra María.

[31Escena 9ª.