RECENSIONES II

 

Francisco Sánchez Benedito, Manual de pronunciación inglesa comparada con la española (C. Lara Rallo). María Kitova-Vasileva, La ‘verosimilitud relativa’ y su expresión en español (Mª J. Blanco Rodríguez). Ignacio Navarrete, Los Huérfanos de Petrarca. Poesía y Teoría en la España Renacentista (M. J. Hurtado Pulido). Marieta Cantos Casanave, Juan Valera y la magia del relato decimonónico (Mª I. Duarte Berrocal). Javier Serrano Alonso (ed.), Literatura modernista y tiempo del 98 (M. J. Hurtado Pulido). Mª Carmen Díaz de Alda Heikkiä (ed.), Estudios sobre la vida y la obra de Ángel Ganivet. A propósito de Cartas finlandesas (A. Mª Villena Blanca). C. Brian Morris, El Surrealismo y España (1920-1936) (C. J. Duarte). J. C. Ara Torralba y F. Gil Encabo (eds.), El lugar de Sender, Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender (R. Malpartida Tirado). S. Pastor Cesteros, Cine y literatura: La obra de Jesús Fernández Santos (R. Malpartida Tirado). E. Trías, Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de Alfred Hitchcock (R. Malpartida Tirado).

Publicado en AnMal, XXIV, 1, 2001, págs. 261-291

 

 

Francisco Sánchez Benedito, Manual de pronunciación inglesa comparada con la española (4ª ed., ampliada y puesta al día), Editorial Comares, 42001, 299 págs.

    En esta nueva edición del Manual de pronunciación inglesa comparada con la española, Francisco Sánchez Benedito nos ofrece una excelente introducción al estudio del sistema fonológico inglés, que ha sido revisada y ampliada con objeto de incluir las innovaciones que en este campo se han llevado a cabo en los últimos años, con especial atención al uso de nuevos símbolos en la transcripción que conciernen principalmente a las vocales, así como a otros aspectos fundamentales de la pronunciación, tales como la asimilación o la elisión. De este modo, el libro toma como base la llamada Received Pronunciation (o «pronunciación inglesa estándar»), que goza de gran prestigio y es la usada por los locutores de la BBC (radio y televisión inglesas), según aparece descrita en el clásico English Pronouncing Dictionary del profesor Daniel Jones, teniendo en cuenta al mismo tiempo las más recientes innovaciones que en él se incluyen, pues se ha seguido para la elaboración del Manual el sistema de transcripción de la Asociación Fonética Internacional según la variante preconizada en la 15ª edición de la obra de Jones, que recoge las modificaciones introducidas posteriormente no sólo por A. C. Gimson, sino también por P. Roach y J. Hartman en su revisión del texto realizada en 1996.

    El Manual de pronunciación inglesa está claramente estructurado en dos partes diferenciadas, ya que el cuerpo fundamental de la obra (la descripción de los fonemas de la lengua inglesa) está complementada con un bloque de apéndices, sumario y ejercicios. De este modo, mientras la información básica está contenida en la primera parte, ésta remite a los apéndices en aquellos aspectos en los que por su dificultad —caso de los cambios de acento con cambio de función gramatical— o por la utilidad que resulta de su expansión —caso de los «pares mínimos»— han sido ampliados e ilustrados con más ejemplos en la segunda parte.

    El primer bloque se compone a su vez de cinco capítulos, organizados de tal manera que tras una introducción general cada uno de ellos está dedicado a un grupo de fonemas (vocales, diptongos y consonantes), concluyendo esta primera parte del Manual con un capítulo dedicado a los rasgos suprasegmentales (acento, ritmo y entonación). Así, la introducción sienta las bases e ideas fundamentales que todo estudiante o interesado en la pronunciación inglesa debe conocer como paso preliminar al estudio del sistema fonológico, de tal modo que en ella se clarifican conceptos claves como «sonido y fonema», «Fonética y Fonología», «fonema y alófonos», «transcripción fonética» o «par mínimo», al tiempo que se incluyen secciones dedicadas al tratamiento inicial de aquellos aspectos que constituyen la base del trabajo tales como la distribución de los fonemas en inglés, los órganos de habla o los factores fundamentales en la producción de sonidos). Además, la introducción presenta en sí misma los principios que subyacen a este estudio: la descripción y la comparación, pues como el propio título de la obra indica, el Manual de pronunciación inglesa comparada con la española es un trabajo en la línea de la lingüística contrastiva en el que Sánchez Benedito desarrolla una descripción del sistema fonológico inglés en el que como parte esencial de esa descripción se analizan los contrastes existentes entre este sistema y el español.

    Dicho análisis contrastivo, que resulta de gran ayuda al estudiante español tanto a la hora de transcribir como de pronunciar, puede observarse en cualquiera de los tres capítulos que siguen a la introducción, dedicados respectivamente a la descripción de las vocales, diptongos y consonantes, pues todos ellos contienen apartados dedicados específicamente a la comparación del fonema analizado con el correspondiente fonema en el sistema español, prestando especial atención a aquellos aspectos contrastivos que puedan resultar de guía en la pronunciación. Además, otro rasgo que comparten estos tres capítulos es que la comparación no se reduce únicamente a los sistemas fonológicos inglés y español, sino que se establecen puntos de contraste dentro del propio sistema inglés, de tal modo que cada nuevo fonema se contrasta con otro descrito anteriormente que por su semejanza requiera una clara diferenciación para evitar confusiones a la hora de transcribir.

    Así, los tres capítulos en los que se desarrolla la descripción de los fonemas (capítulos que constituyen el cuerpo central de la primera parte del Manual) contienen apartados basados en el mismo principio contrastivo. De hecho, una de las ventajas de este estudio es su sistematicidad y clara estructuración, pues estos tres capítulos están organizados siguiendo el mismo esquema general, que a su vez presenta las variaciones necesarias para la descripción de cada grupo de fonemas. De este modo, los tres capítulos comienzan con el análisis de algunas ideas básicas preliminares —como los factores que intervienen en la clasificación y descripción de las vocales, consideraciones generales sobre los diptongos, o la clasificación de los fonemas consonánticos— y se estructuran a continuación en secciones, de tal manera que cada sección se dedica al estudio de un fonema (que en el caso de las consonantes se encuentran además agrupadas en oclusivas, fricativas, africadas, nasales, laterales y semivocales, estando cada grupo precedido por un apartado inicial en el que se detallan sus características generales).

    Siguiendo sistemáticamente el principio estructurador de describir cada fonema en una sección, cada una de estas secciones consta a su vez de diversos apartados, incluyendo características del fonema (que se especifican usando la terminología tanto española como inglesa), un gráfico (el trapecio con la situación de la vocal o el diptongo, y los órganos de habla que intervienen en la pronunciación de las consonantes), comparación con el español, contraste con otro fonema del sistema inglés, realizaciones ortográficas (con distinción entre las que son más y menos frecuentes) y palabras y frases para practicar. En cuanto a las variaciones en este esquema general requeridas por los diferentes grupos de fonemas, cabe destacar la inclusión de una sección dedicada a los triptongos en el capítulo de los diptongos, así como el desarrollo de un apartado para el análisis de los alófonos en las secciones del capítulo de las consonantes.

    Finalmente, el primer bloque del Manual concluye con un capítulo dedicado a la descripción de los rasgos suprasegmentales, en el que se analizan el acento, el ritmo —incluyendo apartados donde se tratan las formas fuertes y débiles, la asimilación y la elisión— y la entonación, sección que mediante ejemplos clasifica los distintos tipos de entonación descendente y ascendente, además de prestar especial atención a elementos fundamentales para la transcripción de oraciones y textos tales como la entonación en frases con valor afectivo o el énfasis.

    En lo que respecta a la segunda parte del Manual de pronunciación inglesa, ésta se compone de cinco apéndices, un sumario (que contiene todas las palabras y frases para practicar que se han ido ofreciendo a lo largo de los cuatro capítulos fundamentales de la primera parte, resumen que es de gran utilidad al estudiante o lector que desee repasar los ejemplos practicados) y ejercicios. Por una parte, como ya se ha apuntado, los apéndices expanden aquellos aspectos que por su dificultad o importancia merecen un tratamiento intensivo; de este modo los cinco apéndices ofrecen ejemplos cuidadosamente clasificados (y con su correspondiente equivalente en español) de pares mínimos, homófonos, homógrafos y homónimos, consonantes mudas, cambios de acento con cambio de función gramatical, y realización fonética de algunas grafías. Por otra parte, los ejercicios —que van acompañados de la clave de respuestas— permiten practicar los elementos fundamentales descritos en cada capítulo, pues están organizados en cuatro apartados en los que se agrupan ejercicios relacionados con fonemas vocálicos, diptongos, fonemas consonánticos, acento, ritmo y entonación, que se complementan con una miscelánea que incluye aspectos tratados en los apéndices.

    En conclusión, en el Manual de pronunciación inglesa comparada con la española Francisco Sánchez Benedito desarrolla un acercamiento al sistema fonológico inglés de acuerdo a principios descriptivos y comparativos. Gracias a sus sistematicidad y clara estructuración, este estudio, aunque exhaustivo, puede servir de base a toda introducción a la pronunciación inglesa, de tal modo que constituye un texto esencial no sólo para estudiantes, sino en general para todos aquellos interesados en el estudio del sistema fonológico inglés.

C. Lara Rallo

 

María Kitova-Vasileva, La ‘verosimilitud relativa’ y su expresión en español, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela (Col. Lucus-Lingua), 2000, 190 págs.

    Este libro es un estudio sobre la modalidad epistémica, definida como la expresión del grado de seguridad y, por tanto, de compromiso que el hablante asume con respecto a la verdad de la proposición contenida en un enunciado. María Kitova designa el objeto de su estudio con el nombre de «verosimilitud relativa», una subcategoría modal dentro de la categorización modal de la «valoración», que engloba a su vez los dos campos semántico-funcionales de la probabilidad y la posiblidad. La elección del término de «verosimilitud relativa» resulta oportuna, pues proporciona valiosos datos sobre el carácter gradual de la valoración que realiza el hablante sobre la factualidad de lo enunciado.

    Muchos son los problemas que surgen a la hora de estudiar esta parcela de la lingüística, como lo demuestra el hecho de que esta categoría semántica de la modalidad epistémica no ha sido objeto de investigación exhaustiva en español. En primer lugar, se ha producido una identificación de los conceptos de modalidad y modo, de tal manera que se piensa que sólo son modales los contenidos transmitidos por el modo y que los morfemas verbales de modo son los únicos recursos gramaticales que posee el español para la expresión de los valores modales. Esta creencia se apoya, además, en el hecho de que el español, a diferencia de lenguas como el inglés, no posee verbos modales, ya que perífrasis como deber de + infinitivo, tener que + infinitivo o haber de + infinitivo no son consideradas propiamente categorías verbales; por otro lado, se da la paradoja, señalada por la autora, de que el contenido modal transmitido por los modos depende también de la estructura oracional y de ciertos elementos léxicos que los acompañan: nos referimos a la contradicción que supone el hecho de que el subjuntivo en la oración simple necesite de la presencia de modalizadores para poder reflejar valores modales.

    En segundo lugar, al afirmar que la función propia de los modos es su capacidad de expresar la actitud del hablante frente a la acción enunciada, se ha identificado la modalidad únicamente con los valores actitudinales. En tercer lugar, el punto de vista estructuralista ha obligado a los investigadores a adoptar un enfoque excesivamente formalista, según el cual se empezaba analizando las unidades gramaticales utilizadas para la expresión de la modalidad, y en un segundo paso se les asignaba un significado modal. En cuarto lugar, un enfoque funcional obliga a determinar si las diferencias de sentido son invariantes de contenido o si, por el contrario, son variantes que resultan del empleo en determinados contextos de formas verbales cuyo valor funcional es exclusivamente temporal; entonces, habrían de interpretarse no como significados diferentes, sino como un mismo significado con diferentes sentidos discursivos. Todo resulta agravado con la doble circunstancia de que un mismo elemento gramatical puede servir para expresar diferentes matices modales, y de que no han sido utilizados de manera unívoca y se han confundido tres términos relacionados: modalidad, modo y modus, apartado este que centra el interés inicial de la autora.

    María Kitova con este trabajo intenta, con seriedad y coherencia, poner orden en el complejo campo de la modalidad en general y la modalidad epistémica en particular. Para tal fin rechaza la identificación entre modo y modalidad, practicada por muchos gramáticos a raíz de la observación de aquellas lenguas en las que la modalidad es una categoría simple. Pero en español, la modalidad es una categoría compleja, una «hipercategoría». En nuestra lengua los recursos, gramaticales y léxicos, utilizados para la expresión de la modalidad son muy variados, de naturaleza heterogénea y pertenecientes a distintos niveles del lenguaje; por lo tanto, la modalidad debe ser entendida, según Kitova, como una categoría compleja que engloba dos subcategorías modales, la modalidad básica y la modalidad epistémica, así como los recursos gramaticales nucleares y léxicos capaces de expresarlas. Esta consideración de la modalidad como una hipercategoría determina la elección hecha del aparato teórico y metodológico de la gramática funcional con el objetivo de establecer la estructura de la categoría semántica de la ‘verosimilitud relativa’, ya que el análisis funcional parte del contenido semántico para llegar a la expresión de los distintos valores significativos. La postura de la autora es, pues, semanticista, refractaria al formalismo de anteriores estudios, que parten de las formas (los modos verbales) para intentar describir los valores significativos que son capaces de expresar.

    La modalidad lingüística es una categoría semántica producto de la valoración lógica que realiza el hablante durante el proceso de elaboración mental de la información disponible. Así pues, todos los contenidos modales se engloban en una categoría modal mayor que podemos llamar de la ‘valoración’. La modalidad es, por tanto, una categoría compleja, constituida por dos planos valorativos diferentes: uno, obligatorio, es el resultado de la valoración que realiza el hablante durante el proceso de tratamiento de la información acerca de la adecuación o no de la relación entre el sujeto y el predicado con respecto a la realidad extralingüística (la modalidad de la enunciación o modalidad básica); otro es optativo, y revela la valoración personal del hablante acerca de los distintos grados de conocimiento, y por tanto, de compromiso con respecto a la verdad de la proposición contenida en el enunciado (la modalidad del enunciado o verosimilitud relativa).

    La modalidad epistémica es concebida como un continuum constituido por dos variedades semántico-funcionales, dependientes del grado de conocimiento de la realidad por parte del hablante: la probabilidad y la posibilidad, que se distinguen por el diferente grado de seguridad acerca de la realización de lo enunciado, mayor en el caso de la probabilidad e insignificante en el de la posibilidad. La probabilidad es denominada por Kitova con el término status excluyente, pues este campo semántico-funcional se estructura de manera gradual: un mismo hecho puede ser valorado como muy probable, bastante probable o poco probable; pero se excluye cualquier otra conjetura. Por el contrario, la posibilidad epistémica o status incluyente supone un juicio problemático acerca de una acción concebida como posible o imposible. Por tanto, los juicios epistémicos de posibilidad presentan, en contraste con los de la otra modalidad epistémica, una mayor inseguridad por parte del hablante y, por ello mismo, un grado más alto de no compromiso; de ahí la presentación no concreta de los hechos. Esta inseguridad se contrarresta por el hecho de que el hablante puede presentar varias posibilidades a la vez. Prefiere Kitova el término status a otros como modus, pues, según afirma, este último término equivale al modo o al aspecto de la expresión de la acción, mientras que status designa el carácter de la relación predicativa entre el sujeto y el predicado. En este sentido, los status, o modalidades del enunciado, no tienen nada que ver con el modo, sino que tienen sus propias unidades gramaticales. Ambas modalidades deben estudiarse por separado porque, además de sus diferencias lógicas, también se distinguen formalmente. La probabilidad epistémica se expresa mediante las perífrasis deber [de], haber de y tener que seguidas del infinitivo simple o compuesto. Los cuatro futuros de indicativo expresan la noción de posibilidad epistémica.

    En español, los contenidos específicos de la modalidad de la enunciación se expresan fundamentalmente mediante la categoría verbal del modo. Pero en el seno del modo indicativo es posible establecer diferencias de significado entre formas verbales, diferencias que no son sólo de carácter temporal, sino también modal. Nos referimos a las mencionadas cuatro formas de futuro, es decir, a lo que la gramática tradicional denomina los «futuros de probabilidad», incluido el llamado condicional. Desde una perspectiva funcional, los valores modales que en determinados contextos toman las formas del futuro han de interpretarse como variantes de contenido del valor temporal; esto obliga a recurrir a conceptos como el de la dislocación temporal, es decir, a un cambio de referencia temporal para poder explicar la polifuncionalidad de dichas formas. Así, se dice que estas formas, en su uso recto, aseveran la realidad de un proceso en un tiempo posterior, bien con respecto al momento de la enunciación, bien con respecto a otro momento anterior. Pero cuando estas estructuras se usan para indicar un momento simultáneo o anterior a un punto de referencia es cuando adquieren valores epistémicos. Precisamente, uno de los objetivos del libro es demostrar que en español el indicativo posee dos parejas de formas diferentes (cantaré1/cantaré2 y cantaría1/cantaría2), y que las formas 2 no pueden explicarse como usos dislocados o transpositivos de las respectivas formas 1, sino más bien como un caso de homonimia gramatical. La investigación de Kitova se basa en la comprobación de hechos funcionales, es decir, se trata de determinar si las diferencias de contenido que es posible observar en el uso de los futuros y condicionales son invariantes de contenido o si, por el contrario, son variantes de un valor temporal que resultan de su empleo en determinados contextos. La conclusión a la que llega es que estamos ante dos significantes distintos, expresión de dos contenidos modo-temporales diferentes. Todo esto es el resultado de un proceso, denominado biparticipación, en el que el uso continuado de las formas originarias con un valor metafórico llevó a la diferenciación de dos contenidos lingüísticos. Según esta explicación, las citadas cuatro formas son indicativas, pero pertenecen a paradigmas diferentes: las formas temporales del modo indicativo expresan posterioridad; las formas gramaticales del status incluyente expresan conjeturas de posibilidad con respecto a una acción simultánea o anterior al momento de enunciación.

    En cuanto a los recursos gramaticales de la probabilidad, estos coinciden en la forma con los recursos de la modalidad deóntica. A juicio de Kitova, las tres perífrasis analizadas son casos de homonimia gramatical, la consecuencia actual de un proceso de creación de los recursos lingüísticos especializados en la expresión de juicios epistémicos. El español dispone de dos paradigmas diferentes basados en dos significados de lengua diferentes, que oponen la necesidad epistémica a la necesidad deóntica en las predicaciones declarativas.

    Precede al capítulo final de este volumen un repaso a los principales estudios sobre la modalidad de la hispanística moderna, en especial los trabajos de Veiga y T. Jiménez Juliá, y de la eslavística, representada por Bondarko y Gerd:ikov, principales inspiradores de las teorías que la autora desarrolla. No en vano, la monografía de María Kitova podría incluirse en el tercer grupo citado por el propio Jiménez Juliá en su artículo sobre la modalidad, es decir, entre aquellos lingüistas que distinguen entre los valores propios de los modos verbales de los derivados de la modalidad del enunciado. Esta es, junto con el estudio tan exhaustivo de la modalidad epistémica, una de las aportaciones fundamentales del libro: el demostrar que una forma verbal puede ser modal y, al mismo tiempo, distinta del modo.

Mª J. Blanco Rodríguez

 

Ignacio Navarrete, Los Huérfanos de Petrarca. Poesía y Teoría en la España Renacentista (vers. española de A. Cortijo Ocaña), Gredos, Madrid, 1997, 344 págs.

    El análisis sobre el petrarquismo español ha ocupado variados manuales y monografías en los últimos años, que van desde la primera recepción de los textos de Petrarca en el cancionero del siglo XV, hasta los denominados epígonos petrarquistas y las escuelas italianizantes que llegan hasta el siglo XVII según A. Cortijo Ocaña. Como apunta Ignacio Navarrete lo podemos observar desde el análisis primero de A. Farinelli que luego dio paso a las reflexiones posteriores de J. Fucilla, A. Gallego Morell, T. Greene, A. Prieto, E. Rivers, A. de Colombí-Monguió, F. Rico, J. Weiss, Á. Gómez Moreno, A. Cruz, R. Recio y P. J. Smith, preocupados por estudiar la superposión y la imitatio petrarquista en las letras tardomedievales y del Siglo de Oro. El autor del libro analiza el desarrollo que supuso el petrarquismo en España desde la traducción del Libro del Cortesano de Garcilaso-Boscán hasta los poemas de Canta sola a Lisi de Quevedo, pasando por las figuras de Encina, Nebrija, Castiglione, Garcilaso, Boscán, Herrera y Góngora. Todo ello vertebrado por el concepto de retraso cultural («belatedness») de Harold Bloom y la noción de inferioridad española con respecto a Italia. Así, el autor del libro estudia a cada uno de ellos para ver la imitación y la asimilación de Petrarca. Pero antes de comenzar, hace una pequeña introducción con las distintas teorías de lo que supuso Petrarca, la ideología del petrarquismo en Italia, en especial las consecuencias de la apropiación por parte de Bembo de situar a Petrarca como modelo único y lo somete a lo que Greene denominó la hermenéutica humanista. Para Bembo la imitación no sólo se realiza de los detalles estilísticos sino también en «el mismo principio organizador que ha usado aquel que te has puesto ante ti como ejemplo». Luego prosigue con la defensa del uso del italiano por encima del latín. Los romanos, arguye, compusieron en su propio idioma, aunque valoraban los logros literarios de los griegos más que los suyos. De este modo Bembo, describe el sentido de inferioridad de cada cultura con respecto a la precedente, lo que a su vez se olvida en el momento en que una cultura dada consigue elevarse. Asimismo, este hecho no sólo ocurrió en la Antigüedad, sino en el pasado reciente también: Bembo afirma que la scuola siciliana de la poesía italiana del siglo XIII es sólo un nombre para él y que, aunque los provenzales fueron muy influyentes y dignos de ser estudiados, su lengua está muerta. Para lo cual, Bembo propone en primer lugar la lengua cortegiana, la lengua común hablada por los cortesanos en la península; y en segundo lugar, el toscano que debería convertirse en la lengua literaria de Italia, pues fue el principal heredero de la tradición provenzal y, más importante aún, porque es el dialecto más desarrollado en Italia. De esa manera, Bembo ve la imitación petrarquista en el sentido lingüístico y estilístico, y su apreciación de la estructura fonética de Petrarca llevó a C. Segre a caracterizarla como «hedonismo lingüístico».

    Una vez aclarada la visión que tenía Bembo sobre Petrarca, I. Navarrete continúa su introducción, en el nacimiento de las formas autóctonas hispanas del humanismo vernáculo y el retraso cultural, tal y como se desarrollan en las alabanzas escritas tras la muerte del Marqués de Santillana y que adquieren importancia especial en los tratados lingüísticos y literarios del círculo de Salamanca de los años de 1490. Aquí se puede aplicar el concepto de translatio studii como metáfora clave que explica el estado todavía emergente de la literatura española y la inexorable conexión entre la regla imperial y el dominio cultural. El petrarquismo en España es necesariamente distinto, teniendo en cuenta las ideas de Bembo de que no puede ser transferido a aquellos lugares donde la adopción de Petrarca como modelo conlleva un cambio de lenguaje y donde su influencia está mediatizada por un número de condiciones en los niveles literarios y extraliterarios. Por último, la introducción termina abordando preguntas sobre metodología, en especial trata la teoría del ya mencionado Bloom respecto al retraso poético y también la relación entre sus modos revisionistas y problemas de intertextualidad y hermenéutica. El mismo I. Navarrete señala que su aproximación a la lírica española renacentista se basa en una comprensión del retraso cultural elaborada a partir del examen de Petrarca y Bembo, para después ceñirse al contexto hispano. Contexto hispano que desarrollará en los cuatro capítulos restantes que componen el libro. Todo ello para ver la influencia que tuvo el petrarquismo en España, comenzando con la traducción que hizo Boscán de Il libro del Cortegiano de Baltasar de Castiglione. Recordar que tanto Boscán como Garcilaso transformaron la naturaleza de la lírica española en el segundo cuarto del siglo XVI, en parte con el ejemplo de sus propias poéticas y también con su labor de difusión y apropiación de la estética cortesana de Italia. La traducción que llevaron a cabo la realizaron seis años después de su primera edición italiana, estableciendo así los términos de la teoría poética petrarquista en España. Esta teoría era particularmente enemiga de la clase de poesía representada en las antologías cancioneriles del siglo XV y principios del siglo XVI, que se basaba en la estricta observancia de complejas reglas prosódicas. I. Navarrete comenta que el uso por parte de Boscán de los principios de Castiglione eran para identificar su propia poesía petrarquista como una forma cultural cosmopolita, más que añadir al imperio transnacional de Carlos V. Tanto Boscán como Garcilaso no introducen sus puntos de vista, lo que supone la incorporación de la estética del modo indirecto y la sprezzatura que ellos defienden mediante la escritura de un ars poetica, sino que se ayudan de una traducción de un diálogo sobre cortesanía. También el autor de libro hace un recorrido por la historia política que se movía en España, como fue el saco de Roma de 1527. El nuncio del Papa en España cuando se produjo dicho saqueo fue el conde Baltasar de Castiglione (1478-1529). La publicación de Il Cortegiano probablemente fue para contrarrestar la circulación apócrifa de una copia manuscrita de la obra por parte de Vittoira Colonna, marquesa de Pescara. La elaboración del texto se produjo en un retroceso de la creciente dominación española en los asuntos italianos. De manera que, tras ese saqueo en el que las tropas españolas se habían llevado objetos culturales de Roma, mediante la traducción de la obra de Castiglione, los dos poetas se apropiaron de la enseñanza contenida en el libro. Dicho libro proclama como modelo la cultura italiana de una determinada época; la traducción afirma que la recepción adecuada para ese modelo, el lugar donde ha de llevarse a cabo la imitación, es España.

    El concepto que Castiglione tiene sobre la poesía se opone radicalmente al de Encina y a la de otros teóricos del siglo XV. Para éstos, la poesía estaba separada, en términos de su función social, de la vida diaria. Sin embargo, ahora el poeta no es el hombre de letras, sino el profesional dilettante. La poesía antigua dependía de la distinción entre ocio y negocio pues era obviamente artística; al abandonar el principio del ocio, Boscán y Garcilaso se apropian de Il Cortegiano con una intención triple, como dice Navarrete: lo primero que menciona es que Castiglione valora la práctica del arte por la nobleza y de hecho insiste en que el cortesano ideal debe también hacerlo. Pero para que las letras se conviertan en aristocráticas, el letrado no noble y educado debe ser excluido del mundo lúdico de la corte. El segundo propósito de los poetas españoles es afirmar que la poesía es una actividad exclusivamente aristocrática, de la que quedan excluidos aquellos no agraciados con la cortesana sprezzatura, es decir, aquellos que tienen que trabajar para aprender las reglas. Y en tercer lugar, señala que la naturaleza de la poesía se transforma de modo que pueda distinguir apropiadamente al cortesano del no cortesano, así que incluye tanto a los letrados como a la nobleza baja. El conde prefiere que el lenguaje escrito debe aproximarse al lenguaje hablado, pues «lo escrito no es otra cosa sino una forma de hablar que queda después que el hombre ha hablado»; la proximidad del lenguaje escrito al hablado acerca por extensión el verso a la prosa. De modo que la vieja poesía ha de ser sustituida por la nueva, basada en la facilidad, ingenio y su naturalidad artificial.

    El siguiente capítulo, también pone de ejemplo a Boscán y a Garcilaso con los códigos de la poesía amorosa. Comienza el texto argumentando que Boscán fue uno de los primeros poetas españoles en proponer un plan radical para rehabilitar las letras españolas mediante la adopción de los moldes métricos italianos. Además, fue Boscán uno de los primeros en afirmar que Petrarca debiera de ser modelo textual para imitar. Al ignorar a los imitadores petrarquistas del siglo XV, Boscán se situó como el primer poeta in vacuum, transportando las formas italianas a España. A continuación I. Navarrete hace una enumeración de las posibles concordancias que encontramos entre los textos de Boscán y Petrarca. Se ciñe a el Libro 2 de Boscán —compuesto por 92 sonetos y diez canciones— en el cual podemos observar como a diferencia de Petrarca en el que el nombre de su amada, Laura, la situaba en el tiempo y en el espacio y usaba su nombre como uno de los pilares simbólicos de su poesía; Boscán rehúsa nombrarla o darnos información alguna sobre ella. También se preocupa, al igual que su «maestro», de dirigirse al lector y que extraigan de sus escritos una lección moral de sus cuitas. En los poemas amorosos intenta aconsejar a las gentes que no caigan en el mismo error que él cayó, y que no se enamoren como él lo había hecho. En definitiva, lo que hizo Boscán fue una reescritura de las Rime Sparse de Petrarca de forma macrotextual. En Garcilaso, en cambio, no nos permite hacer el análisis poema a poema como se puede hacer con su amigo; encontramos en él imágenes, metáforas, etc... con resonancias petrarquistas. Menciona Navarrete que la relación de Garcilaso con Petrarca puede explorarse a través de una lectura alegórica de los sonetos y la égloga tercera: en los primeros, la sumisión abrumadora al padre poético; en la última, su reducción metaléptica al estatuto de su predecesor. Para Garcilaso, como para Boscán, Petrarca es el poeta del amor; en los sonetos Garcilaso establece una relación con el código amoroso petrarquista mediante el desarrollo hiperbólico o la redirección y apropiación de los motivos, aunque en la égloga este código acaba revelándose como una fantasía adolescente. A pesar de que Garcilaso imita a Petrarca, el primero intenta construir un referente literario basándose en los códigos eróticos de las tradiciones populares y cancioneriles, ya que para él son códigos tan literarios como los de Petrarca.

    El tercer capítulo trata de Herrera y la vuelta al estilo. Capítulo muy extenso y bien logrado de lo que supuso Garcilaso en los cánones de la literatura nacional, pasando luego por las anotaciones que hizo Herrera acerca de su obra. I. Navarrete arguye con algunas ideas que tienen Gonzalo Argote de Molina, El Brocense y Ambrosio de Morales. Argote se lamenta del desprecio de los viejos moldes poéticos españoles, como se puede observar en su Discurso sobre la poesía castellana. Sin embargo, reconoce que sólo el endecasílabo, o «verso ytaliano», ha engendrado grandeza. Argote presenta a Garcilaso como el único español que podría competir con los italianos; sólo con él ha llegado a su término la translatio. El Brocense, por su parte, eleva con posterioridad a Garcilaso a un estatuto canónico gracias a su edición de 1574 de las obras del poeta. Además lo convierte en un clásico mediante el acto mismo de ejercitar la hermenéutica humanista con las obras del poeta y lo define como poeta culto más que cortés. Navarrete apunta a que El Brocense estuvo influenciado por teorías ciceronianas de la imitación e intentó probar que Garcilaso era relativamente un imitador de factura ciceroniana. El último en hablar sobre la canonización de Garcilaso, fue Ambrosio de Morales en su Discurso sobre la lengua castellana, también consideraba a Garcilaso como el único modelo para los poetas.

    Toda la canonización de Garcilaso se incrementó en un sucesor suyo, Fernando de Herrera. El poeta sevillano en sus Anotaciones intentó crear un espacio para sí mismo, donde Garcilaso no fuera ya el centro. Se apropia de Garcilaso como predecesor de la misma clase de poesía docta que él escribe. Herrera, como señala Navarrete, aprovechó la oportunidad para citar las fuentes y paralelos, insertándose a sí mismo en el intertexto al incluir traducciones de poesía clásica y citas de sus propios poemas, mediante el número mismo de notas, que hace parecer diminutos a los textos originales. La crítica, por parte de Herrera, estaba centrada contra la noción de canon, las ideologías que rigen su formación y las instituciones que lo controlan. Para reducir la presencia de Garcilaso, el poeta sevillano intentaba alterar el concepto de éste como un perfecto soldado-poeta, convirtiéndolo en un sabio más del tipo de Herrera y menos del modo original y único como lo representaba Morales en su «Discurso». El mismo Herrera lo indica en su prólogo a las Anotaciones: «[...] para que no se pierda la poesía española en la oscuridad de la ignorancia», como lo habían hecho los escritores desde la época de Nebrija a la de Morales. Herrera criticaba en ese mismo prólogo que era imposible ser a la vez guerrero y un verdadero hombre de letras. Y de esta manera comienza su repaso hacia el lugar que le toca a Garcilaso dentro del canon. Según comenta Navarrete, el contexto histórico y estilístico en el que Herrera sitúa a Garcilaso es «Italia y Grecia», la tradición greco-romano-italiana, cuyo representante más destacado es Petrarca. Y para terminar este capítulo, el autor, examina la alusiones que de Garcilaso y Petrarca hay en la poesía de Herrera.

    Y por último cierra la revisión del petrarquismo en España con las figuras de Góngora y Quevedo. Último capítulo del libro en el que intenta plasmar la culminación del petrarquismo en España. La transición española del siglo XVI al XVII puede parecer el comienzo de tal fin. La entrada de la lírica barroca conllevaba el renacer de los metros castellanos como el romance y la letrilla, con la utilización del octosílabo y la rima aguda. I. Navarrete se centra en este estudio en lo que más claramente renacentista hay en la obra de Góngora y Quevedo, en especial la poesía amorosa secular en endecasílabos que compite tanto con la tradición clásica como con la italiana. R. Jammes señala que en Góngora podemos encontrar poemas que siguen muy de cerca modelos ya utilizados por Garcilaso; tanto en detalles temáticos de la convencionalización de la amada, el paisaje pastoril, etc., como en la dicción y en el discurrir suave de los versos endecasílabos. Sin embargo, la imitación no impide la diferencia, y la poesía de Góngora también se aparta significativamente de la de Garcilaso. Dos famosos poemas del carpe diem, «Mientras por competir con tu cabello» e «Illustre i hermossissima María» constituyen buenos ejemplos. Las diferencias entre Góngora y Garcilaso versan más que en énfasis, en la decadencia de la amada y la muerte de la última. En «Mientras por competir», Góngora combina los motivos de carpe diem y del memento mori, transgrediendo así las normas cristianas del decorum, recordando una tradición pagana anterior. De este modo, cuando más imita Góngora a Garcilaso, lleva más al límite las categorías canónicas y aumenta la autorreferencialidad de sus poemas.

    El autor del libro pone varios sonetos de Góngora donde se pueden ver las huellas de Petrarca, Torquato Tasso, etc., al mismo tiempo que él incorpora nuevos matices. Y para terminar, Navarrete dispensa a Quevedo unas líneas en torno al tema del petrarquismo paródico en Canta sola a Lisi. Con estos poemas, Quevedo intenta dirigir el curso de la poesía lírica española con la intención de recobrar la seriedad moral de Petrarca y corregir la continua inferioridad española, la translatio studii, que hemos venido mencionando. Quevedo inserta ecos, motivos, citas de sus predecesores españoles e italianos en sus escritos donde revela la construcción del tema petrarquista pero al mismo tiempo lo desfamiliariza, haciendo posible una nueva lectura de esta tradición. Ejemplo de ello lo encontramos en el poema central, «Centrar podrá» en el cual alude al mito de Orfeo en Garcilaso y en Petrarca; en los restantes poemas seguirá una tendencia de decadencia y muerte. Para Quevedo, Petrarca, era un doble modelo, según Navarrete, para su amor de veintidós años por Lisi y su determinación de contarlo en verso. Además añade que cuando se miran sus poemas como una colección, se ve a Quevedo no sólo contando la historia de un amor no correspondido, sino resumiendo el curso de la poesía petrarquista española y luego proponiendo una matización suya que aproxima los poemas de amor al estilo metafísico o moral quevedesco. Así, la colección de Lisi se abre con poemas que sugieren un intento de reformar el petrarquismo, una re-lectura.

M. J. Hurtado Pulido

 

Marieta Cantos Casanave, Juan Valera y la magia del relato decimonónico, Servicio de publicaciones de la Universidad de Cádiz / Ayuntamiento de Cabra, Córdoba, 1999, 444 págs.

    A los seguidores de Valera nos llena de satisfacción cualquier nueva edición de sus obras que nos afianza en la opinión de que no estamos leyendo o releyendo a un autor olvidado o pasado de moda, pero si lo que se publica es un estudio crítico, la satisfacción es doble para los que investigamos su obra.

    Hablando llanamente, Valera es un autor al que hay que conocer. Galdós o Clarín no necesitan presentación ante el gran público lector, pero de Valera, durante mucho tiempo, sólo se ha nombrado su universal Pepita Jiménez, como si no hubiera escrito nada más. Incluso cuando la crítica se decantó por profundizar en él y le reconoció el mérito oculto quedó algo fuera de su punto de mira: sus cuentos. Por eso son tan importantes, para tener un conocimiento total de la narrativa valeriana, publicaciones como la edición realizada por Margarita Almela, y en el año 1999 el libro objeto de esta reseña: una inmersión analítica en sus cuentos, esas pequeñas obras de arte que han pasado desapercibidas, ahogadas por sus grandes obras narrativas. Pequeñas por su tamaño, no por la calidad y elaboración artística, como lo demuestra el trabajo de la profesora M. Cantos Casenave.

    El libro, que es un estudio de todos los cuentos de Valera (a excepción de los chascarrillos) apoyado metodológicamente en las aportaciones de Genette de forma genérica y en otros teóricos en aspectos puntuales, tiene a mi modo de ver dos aciertos: el primero es que el planteamiento de la obra, progresando de lo general a lo particular, y la fluidez de su redacción, acerca de una forma muy didáctica la materia de estudio al lector, que si no es conocedor de los cuentos de Valera acaba el libro con el deseo de leerlos, y si ya es de los que lo seguimos hace tiempo, con él nos reafirmamos en la maestría narrativa del autor, tal es la profundidad con que M. Cantos Casenave aborda su análisis.

    El segundo acierto es la inclusión de una bibliografía bastante amplia y selecta recogida en tres apartados: «Historia y Crítica de la Literatura española», en donde hace una puesta al día de los estudios sobre Valera, especialmente los relacionados con su obra narrativa; «Teoría de la literatura y de la narración» y «Bibliografía general». Sobre estos tres pilares teóricos organiza la autora su trabajo, metodología que resulta muy efectiva.

    No obstante el título despista sobre el contenido del libro. Juan Valera y la magia del relato decimonónico, abre expectativas que después no se cumplen, porque el corpus seleccionado es exclusivamente la obra cuentística de Valera, mientras que a los relatos «mágicos» del XIX (una forma muy acertada de designar al género cuento), sólo le dedica un primer capítulo que sintetiza la historia del género desde las colecciones más antiguas hasta el siglo XIX. E incluso, al tratar de su desarrollo en Andalucía, nos ofrece un catálogo de obras, muy interesante, pero sin un análisis que justifique el título.

    Si a lo largo del estudio incluye alguna referencia a otras ficciones decimonónicas es como mero soporte del tema central. Posiblemente ese pequeño escollo se deba a que el estudio constituyó una parte de la tesis doctoral de la autora.

    Así que, exceptuando este elemento, todo lo demás en esta obra está justificado y apoyado bibliográficamente, incluso su soporte metodológico se haya precedido de un recorrido por distintos sistemas analíticos aplicados al cuento como texto literario, lo que conlleva el acopio de una bibliografía selecta sobre el asunto.

    Como ya señalé la organización de la materia de estudio de lo general a lo particular, lleva a la autora a desembocar en el nudo del corpus en los capítulos 3 y 4, no sin antes hacer un somero recordatorio en el capítulo 2 de la figura de Valera en sus facetas vital y literaria, en especial en su dedicación a la escritura de cuentos.

    El capítulo 3, «La construcción del cuento y su finalidad» nos adentra en el aspecto de la elección de los temas por parte del autor y en la elección de las estructuras de la historia, qué líneas constructivas sigue Valera en la elaboración de sus cuentos y hasta qué punto el paratexto obliga o no a una lectura determinada de dichas ficciones. Explica Marieta Cantos que al ser el fin último de la creación de sus cuentos buscar el divertimento, Valera escoge temas y argumentos que cumplen dicho fin pero no descarta ninguno por motivaciones morales.

    Para estudiar la estructura de esos cuentos los divide en dos grupos: los de universo extraordinario —El pájaro ver, El Bermejino prehistórico, La muñequita, La buena fama, el Pescadorcito de Urashima, El hechicero y El duende beso y los de universo reconocido, «aquellos que tienen alguna intención moral, en sentido amplio, es decir, aquellos que tratan de realizar una pintura de costumbres, de reflejar y analizar la conducta humana» (pág. 79) —El caballero del azor, El doble sacrificio, El cautivo de doña Mencía, Garuda o la cigüeña blanca, El maestro Raimundico y El espejo de Matsuyama— y dentro de este grupo los llamados «cuentos trágicos» aquellos en los que el autor «rehusa ofrecer al lector esa observancia del premio del bien y el castigo del mal» pág. 85) (El último pecado, El San Vicente Ferrer de talla y Parsondes). Así distribuidos les aplica el patrón ideado por Bremond para los cuentos maravillosos franceses y llega a la conclusión de que «el universo maravilloso o fantástico de los cuentos de Valera es, generalmente, de carácter pagano y optimista, pues los protagonistas resultan compensados por sus esfuerzos» (págs. 77-78). Los de universo reconocido, en líneas generales no se pueden definir como netamente optimistas pues el conflicto humano que plantea Valera en ellos es de difícil o complicada solución por lo cual a sus personajes, pese a que hayan conseguido el amor, les queda un poso de insatisfacción fruto del idealismo del que han partido cuando inician su búsqueda. En cuanto a la morfología del cuento trágico, señala el empleo de la ironía como el procedimiento de Valera para limitar la interpretación del relato, aunque en el desarrollo de la trama los personajes actúen de forma libre y según su albedrío, sin la presión de ningún determinismo.

    Al abordar los elementos paratextuales, la autora incide en la importancia de la elección de los títulos como elemento de captación de la atención del lector pero no se detiene en un análisis profundo de los títulos escogidos por Valera y deja la puerta abierta al estudio de la cuestión. Sí se fija en la función de las dedicatorias y los epílogos para concluir al final de este capítulo que Valera crea con sus cuentos un universo extraordinario, fuera de reglas, y lo ofrece al lector con entera libertad para que éste lo lea desde ese ángulo, sin constricciones ni lecturas guiadas por la mano del autor.

    Por último, en el capítulo 4 —el más importante pues ocupa más de la mitad del libro—, desemboca la profesora Cantos en lo más particular de los cuentos, en el texto mismo de las historias ficcionadas para hacer un pormenorizado detenimiento en todas ellas siguiendo las categorías del relato: un narrador cuenta una historia que desarrollan unos personajes en un espacio y tiempo determinados. Aplicando su metodología cada categoría es primero tratada en el plano teórico para hacer después aplicación al comportamiento concreto en los cuentos valerianos. Del narrador es destacable la atención que le presta al relator don Juan Fresco y el permanente humor que despliega Valera en sus narraciones y que la profesora Cantos justifica por su talante optimista.

    En cuanto al aspecto temporal, el análisis de Marieta Cantos se reparte en tres apartados: 1. El tiempo de la narración, en donde apunta el empleo de los anacronismos y las alusiones al presente como medio de establecer un puente entre el pasado de los hechos relatados y el presente del lector contemporáneo; 2. El tiempo del discurso, en donde se detiene en el uso del orden cronológico de los hechos, la duración de los mismos y las relaciones de frecuencia; y 3. El tiempo existencial.

    En el estudio del espacio cabe destacar su atención a los espacios donde se desarrolla el fenómeno extraordinario, el clima que propicia dichos fenómenos y su significado, pero más interesante resulta la detención que hace en el ámbito de El hechicero como espacio simbólico adecuado a las narraciones fantásticas. La autora puntualiza que el espacio que recrea Valera, aun siendo muchas veces indeterminado, tiende hacia la idealización de su Andalucía natal y por tanto a construir una utopía.

    Especialmente interesante resulta el apartado dedicado a los personajes, por la minuciosidad con que trata los distintos aspectos desde los que los estudia y por su interpretación, tan acertada, como seres —más bien mujeres, pues casi todos los personajes principales son femeninos— excepcionales pero verosímiles. «Son personajes seducidos, atrapados, por un ideal, que tratan de preservar denodadamente; anhelo sublime, con frecuencia, peregrino, y que les transmite la excepcionalidad a sus aspirantes» (pág. 382).

    De las consideraciones globales que inserta como colofón recojo, para terminar, unas palabras de la autora que resumen, a mi parecer, el concepto valeriano de cuento y que son las mejores credenciales para que el lector se acerque a ellos y los saboree: «Sus cuentos, como es lógico, están concebidos dentro de esta idea de la literatura como «arte por el arte», arte sin trabas, sin estrechas servidumbres sociales o lastres morales; son creaciones «aladas» que permiten al lector asomarse a las profundidades del alma o remontar el vuelo a bellos mundos imaginados, e incluso adentrarse en la arcanidad del proceso de creación literaria. En esta misma línea, el estilo de sus cuentos es sumamente cuidado y armónico, buscando seducir con el poder de un verbo capaz de expresar mágicamente la fascinación, el hechizo, de esos mundos creados».

Mª I. Duarte Berrocal

 

Javier Serrano Alonso (ed.), Literatura modernista y tiempo del 98, Actas del Congreso Internacional, Servicio de Publicacións e Intercambio Científico, Universidade de Santiago de Compostela, 2000, 543 págs.

    Literatura modernista y tiempo del 98 recoge según los editores del libro las actas del Congreso Internacional que, bajo el mismo título, tuvo lugar en la Facultad de Humanidades de Lugo en noviembre de 1998.

    El congreso estuvo organizado en cinco bloques temáticos: Visiones del Fin de Siglo, Valle-Inclán y el Modernismo, Autores en el Fin de Siglo, Modernismo Hispanoamericano y por último, El Modernismo en Galicia.

    Comienza el libro con la ponencia de Luis Iglesias Feijoo, bajo el título Modernismo y Modernidad, en el cual subraya que la intención de ese congreso tratará de marcar el parentesco de las letras que se desarrollan a partir de fines de siglo con el movimiento que en inglés fue denominado como modernism, aunque en un sentido en principio algo restringido, concepto que es lo que tenemos que traducir según él, como modernismo. Modernidad debe entenderse como un período histórico de larga duración, aproximadamente los últimos quinientos años de la civilización occidental. Nacida del desarrollo del humanismo renacentista, y que viene marcada sobre todo por la incidencia del racionalismo filosófico, que hace del pensamiento herramienta con la que el individuo adquiere su autonomía respecto al mundo en torno. Sigue la serie de ponencias Germán Gullón, con el título El 98 por fuera y el modernismo por dentro, en la cual apunta que el 98 lo tratará no como el hecho histórico que marcó la desaparición del imperio colonial español, sino según la acuñación cultural del marbete generación del 98, que ha postergado la gran corriente de cambio que ocurrió en torno a la fecha de 1900. La literatura española se apartó de las literaturas europeas, no tanto porque viviera una encrucijada cultural tan distinta a la del resto de las naciones occidentales, sino debido a que nuestros intelectuales la caracterizaron de una manera peculiar; en vez de poner el acento en los cambios profundos, se lo pusieron en la situación política. El fin de siglo del XIX viene en la historia definido, caracterizado, por lo exterior en lugar de lo interior. Por ello, en esa ponencia trata dos corrientes, como él las llama dos guadianas que atraviesan por dentro el 98: primero, la entrada en la corriente cultural de las nuevas alternativas al pensamiento racional; y segundo, el innovador modo de percibir el mundo. Continúa las ponencias con Jean-Francois Botrel, La cultura del pueblo a finales del siglo XIX, donde se remite al examen e interpretación de los indicios que dan cuenta de las peculiaridades —con respecto a las «legítimas» o hegemónicas— prácticas de apropiación de la literatura por el pueblo y el valor específico que éste otorga a unos bienes en gran medida compartidos. Hay que contentarse con un inventario somero de lo hallado en la mnemoteca, la librería y el repertorio del pueblo —conjunto de formas, textos (con imágenes y / o música) y bienes—, intentando construir una visión científica, no legitimista ni populista, sino relativista, de las formas culturales de que dan cuenta las relaciones entre el pueblo y la literatura, su literatura, de manera retrospectiva. La siguiente ponencia está a cargo de Serge Salaün, Modernismo versus Modernismo. El teatro español en la encrucijada, que expone que el Modernismo es la versión hispánica del Simbolismo, con los mismos criterios y las mismas aspiraciones, la misma exigencia de renovación desde el interior de las formas y del lenguaje. Para Salaün considerarlo como movimiento sólo poético y por oposición al «98» es reductor y falso. Arguye que el Simbolismo-Modernismo español tiene pintores, novelistas, poetas, dramaturgos, como en el resto de Europa, y que representan la faceta formalista y experimental en busca de una estética nueva, rigurosamente complementaria de la labor que llevan otros «investigadores» en el campo del pensamiento o de la ciencia, en una época en plena mutación. Comenta que en este plano, el Modernismo se integra en el proceso europeo e incluso mundial de la ruptura moderna. En poesía, esta modernidad española es una evidencia. Y en lo que atañe al teatro, el monolito del teatro comercial opone una barrera todavía insuperable: el aparato comercial, las mentalidades, las sociabilidades, el conservatismo ideológico (creciente) de las «masas burguesas vinculadas con el teatro (productores y consumidores) es más fuerte que los brotes de renovación. Y por último, las ponencias de Erika Bornay y Arcadio López-Casanova.

    Centrándonos en los cinco bloques temáticos que hemos citado antes, empezamos con el primero, Visiones del Fin de Siglo. Abre la serie de comunicaciones Javier Serrano Alonso con su estudio titulado Los Lirófonos glaucos: la imagen del poeta en la sátira antimodernista. Señala que lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de llevar a cabo un trabajo de esta envergadura, no es saber qué es el Modernismo, sino quiénes fueron aquellos que se llamaron modernistas, o a los que se insultaron con tal nombre. Durante muchos años se prefirió desconocer al Valle-Inclán modernista, negarlo, porque así salvábamos la imagen del creador de los esperpentos y de Tirano Banderas. Y lo mismo con Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Ramón Pérez de Ayala. Le sigue a esta comunicación la de María Ángeles Gómez Abalo con La sátira antimodernista de Pablo Parellada. Gómez Abalo dice que con el nacimiento de las primeras manifestaciones del modernismo en España surge un movimiento antimodernista, que con sus críticas colabora en el establecimiento de los rasgos definidores de dicha corriente estética. Entre esos detractores del modernismo está entre otros, Pablo Parellada. Su crítica va hacia dos vertientes: por una lado, acomete contra la imagen externa de los escritores (su vestuario, estilo de vida, conducta social, su falta de moral...), y por otra parte, censura la estética literaria utilizada (lenguaje, figuras retóricas, léxico...) La suma de todos estos aspectos permite, según la comunicante, elaborar una poética del modernismo, aspectos que llevados a su extremo, desembocan en una desalmada, al tiempo que ingeniosa y divertida, sátira antimodernista. Los múltiples aspectos que satiriza a lo largo de toda su producción aparecen amalgamados en su obra teatral Tenorio Modernista. La siguiente comunicación está a cargo de Joaquín Núñez Sabarís con Manuel Machado ante el modernismo: defensa y reflexión. Núñez Sabarís pretende sintetizar y analizar los textos machadianos de reflexión modernista, publicados en el período en el que surgió toda la polémica producida por la irrupción de este movimiento en el mundo literario. Polémica que duró desde los últimos años del siglo XIX hasta los primeros del XX y en la que Machado abandonó toda asepsia y mostró abiertamente su militancia modernista. A continuación expusieron Luis Álvarez Castro y Luis Miguel Fernández.

    El segundo bloque temático, Valle-Inclán y el Modernismo, fue cubierto por numerosos comunicantes. Entre ellos destaca la de Begoña Alonso Iglesias, Técnicas de caracterización de los personajes femeninos en las sonatas de Valle-Inclán. En su comunicación quiso poner de manifiesto la coherencia existente entre el tipo de técnicas empleadas en la caracterización de los personajes femeninos en las Sonatas de Valle-Inclán y elementos como el narrador, el espacio y el tiempo. Para Alonso Iglesias la mujer en las Sonatas es un objeto esencialmente estético y susceptible de ser empleado en el juego de la seducción-conquista que culmina con el encuentro sexual y principia con el despliegue de una serie de estrategias que tienen por objeto la rendición de la voluntad femenina, la cual, para ser lícita socialmente, ha de consistir en un decir no inicialmente aun deseando decir sí. Aparece a continuación la de María Requeijo Pernas, La presencia de don Quijote en Sonata de Invierno. Otra aproximación a la Bagatela. Expone que Valle-Inclán quiso rendir homenaje con la creación del quijotesco Marqués de Bradomín a la vida de Cervantes y su obra El Quijote, muy especialmente en Sonata de invierno. Requeijo arguye que si bien el libro le interesó sobre todo como punto de partida para la reflexión estética y, como ejemplo de autoconsciencia literaria, también sirvió de modelo de reflexión sobre la decadencia española. Tanto la figura del hidalgo Cervantes, que salió al mundo en busca de aventuras, como la de su hidalgo personaje ejercieron un gran influjo en el hidalgo gallego, que al ver como todo un mundo se venía abajo, se inventó a un hidalgo y a un marqués que diesen cuenta de ello. Rosa Romero Crego, con El sentido del olfato en las Sonatas de Valle-Inclán, comenta que el predominio de la sensación es la nota predominante que caracteriza la estética modernista. Naturalmente, el modernismo no se reduce a esto; es bastante complejo. Pero uno de los principios que lo definen, es este culto a la belleza sensorial del que nos habla Valle-Inclán en sus artículos. Culto, que se traduce en un triunfo de la sensación sobre el sentimiento, en un caminar hacia la búsqueda de la emoción. Entre otros comunicantes de este bloque temático cabe mencionar además a Dolores Troncoso, Isabel Vázquez Pérez y María Golán García.

    Del tercer bloque temático, Autores en el Fin de Siglo, hay que comentar la labor entre otros de Araceli Iravedra Valea, El «tema de España» en Antonio Machado y su proyección en la poesía social de posguerra. Iravedra Valera arguye que si aceptásemos la controvertida inclusión de Antonio Machado en la denominada «generación del 98» habría que dejar cuando menos sentado que en su evolución ideológica, que afecta al tratamiento de una de las más firmes señas de identidad del «98» —el llamado «tema de España»— el poeta sevillano difiere sustancialmente de la indiscutida nómina noventayochista. Así pues, en la doble vertiente del «tema de España» tan concurrido por el noventayochismo —la contemplación de sus tierras y la interpretación de su historia— Antonio Machado sólo comparte con sus dudosos compañeros de generación la primera de ellas: junto a la mirada crítica que no oculta la pobreza y el atraso, la exaltación lírica de los pueblos y el paisaje austero de Castilla. Continúa diciendo que los poetas sociales encontraron en el poeta sevillano una referencia insoslayable a la hora de centrar su preocupación por «el otro» en el problema de España. Y así lo confirmarían, definitivamente, la ingente cantidad de poemas-homenaje que estos discípulos dedicaron al maestro, apelando casi siempre a su voz y a su ejemplo en esta vertiente de compromiso con la patria. Habría que destacar otros comunicantes como son Mayela Paramio Vidal, Javier Barreiro, Cristina Patiño Eirín, Raquel Gutiérrez Sebastián, etc.

    El libro se cierra con los bloques titulados Modernismo hispanoamericano y el Modernismo en Galicia, con las comunicaciones de Ana Chouciño Fernández, Lucía Jerez: culminación de la novela romántica sentimental, y de Carmen Luna Sellés, «Mencía» de Amado Nervo o todo sueño es vida. El Modernismo en Galicia, comprende las comunicaciones de Rosario Mascato Rey, María Pilar Veiga Grandall y Juan Miguel Ribera Llopis y Olivia Rodríguez González.

M. J. Hurtado Pulido

 

Mª Carmen Díaz de Alda Heikkiä (ed.), Estudios sobre la vida y la obra de Ángel Ganivet. A propósito de Cartas finlandesas, Castalia, Madrid, 2000, 252 págs.

 

    Un Xenil o «Mil Nilos» de aguas vitalizadoras lo vio nacer. Este gran noventayochista olvidado —cuya vida brota y se sumerge entre las aguas de un río— que vivió escindido por el conflicto entre civilización y progreso, pero inteligente y brillante, es el que trata de acercarnos —desde la visión ganivetiana de contraste entre España y Finlandia— Mª Carmen Díaz de Alda Heikkilä, en su colectivo, Estudios sobre la vida y la obra de Ángel Ganivet, editado por Castalia, con motivo del ya pasado centenario de su trágica muerte en el 98. Veinte estudiosos, participantes en un Congreso internacional sobre Ángel Ganivet, se ocupan en este volumen de ahondar en la compleja actitud vital del escritor granadino, cuya personalidad —en palabras prologales de Díaz de Alda— «se resiste a reducciones simplistas [por lo que] su obra adquiere cada día una vigencia mayor». Como bien apunta Álvarez de Castro, son más de cien años los que nos separan de su obra. Distancia en el tiempo que permite un acercamiento a la vida y obra de un Ganivet finisecular a través de temas tales como sus «ideas sobre la mujer», su «poesía inédita», sus «Cartas finlandesas», o la postura ganivetiana «contra la democracia liberal» entre otros tantos alegatos de interés para perfilar una síntesis de tan controvertida figura social y literaria.

    Este investigador, que inaugura el contenido expositivo del presente volumen, se encarga de introducir con claridad meridiana la postura radicalmente misógina de Ganivet respecto a la emancipación de la mujer; coincidente, por otra parte, con la actitud generalizada de pensadores y críticos decimonónicos europeos —léanse como ejemplos Nietzsche, Schopenhauer, Deville, Larisch—. La desaprobación del activismo femenino por parte del escritor granadino se ve reflejada en un fragmento extraído de la correspondencia con su gran amigo Francisco Navarro Ledesma, al referirse a su tiempo como «la época de los congresos femeniles, de la emancipación y demás ridiculeces». Sin lugar a dudas, esta actitud no muestra sino un subyacente miedo a una posible subversión del orden social establecido donde se aseguraba la supremacía masculina, quedando la mujer siempre asociada —en palabras ganivetianas— «a la idea [...] de amor o delicadeza». En España, estos ideales van a ser contestados por Emilia Pardo Bazán o Concepción Arenal. Ambas lucharán por defender los derechos educacionales, sociales y económicos de la mujer. Porque, si bien Ganivet no era contrario a la educación femenina, sí postulaba que ésta siempre estuviera dirigida a su aplicación en el ámbito doméstico. De ahí que cuando habla de la educación de la mujer finlandesa, la tilde de «no adecuada», ya que está basada en la imitación del varón, llegando, incluso, a reprobar a través de sus Cartas costumbres tales como el divorcio, el hábito de fumar en las mujeres, el pelo corto, la práctica de deportes; todas ellas significativas de lo que, según Ganivet, nunca se dará en la mujer española. En palabras de Álvarez Castro, «la actitud de Ganivet hacia el feminismo —así como la confrontación de la sociedad española con la finlandesa a través de sus Cartas— es tan sólo una faceta de su aversión hacia el progreso, hacia una modernidad que destruía el recuerdo o la mera ilusión de una realidad a la que se aferra en su literatura, como tantos otros artistas finiseculares».

    Siguiendo a Carlos Bousoño, J. De Ávila reflexiona sobre «la transformación del mundo de la experiencia en sensaciones y emociones despersonalizadas [...], propuestas como símbolos explícitos del yo íntimo a través de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid. Para ello, acude De Ávila a la comparación entre esta obra del granadino y el San Manuel unamuniano. En ambas —con treinta años de diferencia entre ellas— «se produce una intensa y casi absoluta proyección personalista en el relato». Hecho que, si bien puede servir «para curar los profundos problemas de la identidad y el destino en los demás [...], en sus promotores se alarga la agonía existencial que les domina». De ahí que sea significativo, como síntesis de la exposición de este investigador, el reproducir palabras de parecido propósito entre el texto ganivetiano de Pío Cid y las utilizadas por la Ángela Carballino de don Miguel:

Desde el principio había adivinado en Pío Cid cierto mar de fondo

Debajo de la quietud y serenidad de su espíritu resignado

    Coincidencias de Ganivet con autores del 98 (Unamuno, Baroja) que se ven ampliadas con la necesidad de acudir al sagrado tratamiento del mito de la Madre como Gran Diosa de «la fecundidad de la Naturaleza Madre [que] vence a la muerte misma», tal y como lo expresa J. Herrero

    La problemática del yo escindido en la narrativa de Ganivet, según K. Benson, se sitúa entre la tradición senequista y la renovación modernista, mostrando a un Ganivet intelectual y viajero por Europa que, desconcertado ante los avances tecnológicos, se ve en la necesidad de «buscar en su indagación ensayística y literaria un lugar para su propia identidad nacional; [porque] una de las grandes dicotomías en Ángel Ganivet estriba en la admiración y el amor que siente por su país y por su historia, al mismo tiempo que niega la columna vertebral sobre la que se sustenta esta construcción histórica: el autoritarismo y la fe católica». Precursor como puede apreciarse de un Unamuno con quien mantuvo correspondencia durante su corta vida, es evidente que la trayectoria del vasco debe mucho a la renovación ensayística del andaluz. En ambos van a estar muy presentes la «dolencia nihilista de fin de siglo» —en palabras de Gonzalo Sobejano— o la «enfermedad corrosiva de la nueva edad» —en palabras de Schopenhauer—. Porque, si bien —según manifiesta Benson— «el sentimiento modernista implica estar solo ante un mundo que le impulsa a marchar hacia delante [...], la solución a la «abulia» se realizará «mediante una vuelta a la tradicional (y no poco burguesa) fe en la voluntad como modus vivendi». Todo ello deriva en una crítica continua por parte de Ganivet hacia un progreso científico que no constituye «ninguna ventaja para la humanidad». Por lo que —siguiendo de nuevo a Benson—, para Ganivet, «toda evolución industrial no es sino un avance aparente, pues constituye una idolatría de los productos y no de la capacidad humana de ver lo oculto». De ahí que, estableciendo un símil ganivetiano, lo esencial en su poética «es el hombre y su capacidad creativa, no el resultado material y concreto de esta creatividad»; por lo que «el ser humano tiene que estar en contacto con el espíritu que abre las claves de los misterios de la realidad». Es un ideal encauzado literariamente mediante un afán continuo de renovación y experimentación «con múltiples perspectivas y voces dialógicas, de la mejor escuela cervantina, donde sobresale la modernidad ganivetiana por encima de su tradicionalismo y por encima de su aparente antievolucionismo ideológico».

    La intención estética de Ángel Ganivet —expuesta por J. M. de Amo Sánchez-Fortún— se describe como superadora del «progresivo desgaste de la preceptiva naturalista española», mediante una praxis literaria finisecular que supondrá un hito dentro de su realidad cronológica, estando caracterizada su creación literaria por una línea coincidente con «la metafísica de estética schopenhaueriana», apoyada «en el carácter kantiano del desinterés artístico». Es decir, la prevalencia de la experiencia estética frente a una semántica del discurso científico como camino para la «aprehensión ideal de la belleza».

    Sobre el sentido estético y la poesía inédita del granadino gira el contenido de lo articulado por Díaz de Alda como reflejo de las huellas que dejaron dos mujeres en la vida de Ganivet: Masha Diakovsky (inteligente y bella, pero falta de corazón) y Amelia Roldán (muy hermosa, pero no adecuada a la altura intelectual del autor). Datos que pueden ampliarse a través de la amplia biografía ganivetiana hecha por Gallego Morell, teniendo como base el epistolario de Ganivet con su amigo Francisco Navarro Ledesma y publicado por Agudíez. Díaz de Alda nos informa de unos manuscritos de Ganivet conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid, descubiertos recientemente por R. de la Fuente y L. Álvarez, donde se encuentran composiciones poéticas en francés y español dedicadas A María Amelia Roldán (1896), en su mayor parte inéditas. Reconocido por el propio Ganivet, varios fueron sus amoríos; pero su amor más noble fue Amelia; causa quizá de su muerte, aunque si atendemos a las claves sociológicas de los últimos estudios acerca de su suicidio, González Alcantud señala en Ganivert «al individuo que biográficamente construye una personalidad social e individual de carácter heroico y que la cultiva a sabiendas». Por tanto —según Díaz de Alda—, el suicidio respondería a una lógica social.

    Fanconi Villar, en la misma línea de indagación sobre la poesía ganivetiana, se centra en el estudio del penúltimo poema que inserta el granadino en Los trabajos de Pío Cid. Composición que, al rescatarla Gallego Morell, propuso el título de «Invocación al amor divino». Quizá el título se deba a que, tal y como explica Fanconi, «en toda la composición hay una huella de algunos de los más importantes poemas religiosos y poemas de amor de la literatura española», por lo que se pueden encontrar reminiscencias de San Juan de la Cruz, Lope de Vega o Bécquer. También el interés por el mundo poético de Ganivet hace que L. Frattale, apoyándose en las fuentes suministradas por los propios poemas ganivetianos, así como el epistolario y Los trabajos de Pío Cid —novela de relevante material lírico-poético— trate de dilucidar si «Ganivet es de verdad un poeta; si a un ensayista y novelista con ínfulas de filósofo y reformador de las instituciones histórico-culturales españolas [...] se le puede con rigor considerar un poeta». Este interrogante como hipótesis de trabajo obtiene su aseveración al concluir la investigadora con un perfil ganivetiano que responde a «Temperamento atrabiliario, sensibilidad hiperestética, misantropía, hipocondría, exaltación emocional, mirada descaminada ya por los espacios siderales ya por los insondables abismos de su propia interioridad: éstos son —según el diagnóstico de la mejor tradición clásica— los síntomas que afectan tanto al melancólico como al verdadero poeta. Ganivet los reúne todos».

    El teatro en Ganivet, documentado a través de un drama publicado póstumamente en 1906, se suma al total de su creación literaria. Este aspecto, dentro de la estética modernista, es lo desarrollado por V. García Ruiz, quien presenta a un Ganivet que, «al igual que en Los trabajos, aporta en El escultor de su alma un fondo ideológico profundamente moderno —la búsqueda agónica de un sentido religioso al margen del dualismo (Dios-hombre y mundo) de la fe tradicional— expresado en una sintaxis, un léxico y una métrica que no tuvo tiempo de librarse de adherencias decimonónicas». No es de extrañar, por tanto, que, cuando el reconocido psiquiatra cordobés, Carlos Castilla del Pino, en el año 1965, aborda las causas del suicidio de Ganivet —entre las muchas hipótesis barajadas por estudiosos—, apunte hacia el estado depresivo. A este propósito, relata Navarro Ledesma que, en 1887, cuando Granada le rinde homenaje a Ganivet, ya «Ni andaba, ni hablaba, ni vivía como hombre. ¡Muerto estaba entonces él!».

    Relevantes resultan, por tanto, las Cartas finlandesas; vehículo en el que se va a reflejar un proceso psíquico desde donde se pretende «afrontar la vida». Estas Cartas «fueron un factor importante en el análisis y la valoración del complejo estructural que España sufría y que, de alguna manera, había que modificar». Amplísimo sería abordar la riqueza temática de dichas Cartas, pero, para el lector que quiera tener un primer acercamiento, resulta interesante el estudio que lleva a cabo en este volumen García Templado, quien aborda desde aspectos sentimentales, políticos, poéticos hasta la exaltación de lo tradicional español en Ganivet respecto a lo innovador de la sociedad finlandesa. Además de éstas, López-Burgos señala la existencia de Cartas relacionadas con el Ganivet cosmopolita y viajero; R. Orringer, aportará una visión dialogística de las mismas y P. Palomo las encuadra dentro del artículo epistolar del XIX. Quedando todo recogido en «Guía básica del epistolario ganivetanio», llevada a cabo por A. A. Juanes. Esto pone de manifiesto que la correspondencia de Ganivet con amigos y familiares es realmente prolífica, adquiriendo un valor cercano a la confesión clásica. Además de estos testimonios en primera persona, González Alcantud señala que, «el hilo conductor de los textos ganivetianos procede de la conjunción entre el nudo biográfico, con un inicio, una trama y un desenlace propio de las tragedias clásicas, en las que el héroe domina su propia escena, poniendo fin a su azarosa vida incluso voluntariamente. Esto explica la presencia de su alter ego en la imagen de Pío Cid, aunque quizá, como apunta González, más que Pio Cid, su alter ego «pudiera ser Pedro Mártir, el protagonista de El escultor de su alma». De forma que, como señala Montes-Huidobro, en Ganivet nunca sabemos si «el peso descomunal del personaje se proyecta sobre Ganivet, o a la inversa: el peso descomunal que siente Ganivet sobre sí mismo lo lleva a la creación del personaje».

    Cabe para finalizar, como síntesis de lo expuesto por el colectivo precedente, concluir diciendo que, Ángel Ganivet —figura que creó su propio mito tal y como se señala en el presente volumen— asentándose en tres figuras legendarias de la cultura española: Hércules, el Cid Campeador, y don Quijote, y de quien Darío dijo: «rara y bella figura, en este triste período de la vida española, y que parece haber absorbido en sí todos los generosos y altos ímpetus de la raza» —recogido por M. A. Salgado en su artículo— halagará la evolución, pero no aquélla que favorece la desnaturalización de la condición humana, ni aquella que en nombre del «adelanto anula a las personas más capaces y preparadas para desempeñar el buen gobierno, mientras favorece a las personas más mediocres», según apunta A. Robles, aludiendo al pensamiento ganivetiano contra la democracia liberal. Esto traerá consigo que toda su obra se centre en la necesidad de explicarse a sí mismo su propia postura y pensamiento. De ahí que, la desgarradora controversia en la que se vio envuelto a lo largo de su corta existencia, le hizo encaminar sus perturbados pasos —siendo cónsul en Riga— hacia un río (el Dwina) que lo envolvió con sus aguas hacia el mar de la eternidad; pero no del olvido, ya que eso es precisamente lo que ha pretendido la editora de este volumen al reunir veinte artículos rescatando la figura y la obra de un hombre —Ángel Ganivet— que —parafrasenado a Schopenhauer— vivió con un corazón lleno de misterios y complicaciones, y que trató de refugiarse en la creación literaria como medio para mitigar la amargura de la propia existencia.

A. Mª Villena Blanca

 

C. Brian Morris, El Surrealismo y España (1920-1936), Austral, Madrid, 2000, 462 págs.

    La presencia del Surrealismo en la literatura española parece hoy evidente y clara tras algunas décadas de estudio y análisis si pensamos en el año 1972, cuando aparece la primera edición inglesa del trabajo que ahora su autor, el especialista Brian Morris, más de veinte años después, presenta en su versión española gracias a la traducción de Fuencisla Escribano. Atrás queda aquella dura y polémica «batalla» que Carlos Feal había planteado en 1979 con un ya clásico artículo frente a la reticente postura contraria (la aceptación tardía parece haber desterrado también unas cautelosas y primerizas denominaciones de «sobrerrealismo», «superrealismo» o «suprarrealismo» que no muy exactamente intentaban apartar o, más bien, diferenciar nuestras experiencias vanguardistas).

    Sin embargo, el movimiento estético quizá más dinámico, innovador e influyente de la historia cultural del siglo XX encontró, desde su origen parisino, un lugar idóneo en la España de los años 20 y 30 gracias al gran momento que estaba viviendo la creación artística en nuestro país; pensemos por ejemplo en Ramón Gómez de la Serna y su enorme trascendencia, o en la función de las revistas literarias de la época que van surgiendo por todas las regiones y en todas las ciudades, aglutinando a estos grupos de creadores, unas publicaciones receptivas ante las novedades europeas como la canaria Gaceta de Arte, o en toda la pléyade de jóvenes escritores como José María Hinojosa o Emilio Prados entre muchos otros que, de alguna manera, se ven inspirados, directa o indirectamente, por estos movimientos que reclamaban velocidad y unas innovadoras perspectivas acordes con el sentir del nuevo hombre que estaba gestando la modernidad.

    De acuerdo con Brian Morris, «el surrealismo, gracias a la abundancia y a la brillantez de sus creaciones, [...] ha pasado del insulto al respeto de la crítica y se ha hecho merecedor de la generosa atención que ahora se le dispensa». Parece, pues, más fácil afirmar hoy, gracias a la amplia bibliografía actual y a trabajos de profesores como por ejemplo Luis García de Carpi o Agustín Sánchez Vidal entre otros, que la original respuesta que generaron istmos como el futurismo catalán o ese germen expresionista yacente en el teatro lorquiano estudiado por Andrew A. Anderson, permite hablar de un «surrealismo epidémico en España» —tal y como apunta el propio autor en estas páginas— dentro de un clima de efervescencia e «hibridación» según las conclusiones a las que llega Derek Harris al estudiar el lenguaje poético de la Generación del 27, fundamentalmente Luis Cernuda, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Federico García Lorca —lejos queda ahora definitivamente aquella simplista y reductora explicación de «cosas que estaban en el aire» que había aludido Dámaso Alonso—, siendo por tanto el movimiento liberador de los sueños un punto de partida más en los grupos de artistas que adoptaron el escándalo, el humor, el exhibicionismo y la transgresión en sus poéticas como elementos esenciales palpables en el lenguaje y las imágenes de sus textos en prosa y poesía, prosa poética, obras de teatro, guiones cinematográficos, dibujos y collages o esculturas.

    El Surrealismo, como movimiento concreto y objeto de estudio y no un mero sinónimo de la fantasía o excentricidad literaria de algunos escritores como quizá ha sido considerado alguna vez, nos permite hablar del «estímulo del fermento artístico» que ejerció en los artistas españoles y de la impronta que de éste pudieron recibir sus obras; de nuevo en palabras del autor: «Mi objetivo, por tanto, es describir el contacto de España con el surrealismo francés y el conocimiento de éste y evaluar los resultados literarios y, a veces, artísticos de ese contacto».

    Para ello, El Surrealismo y España (1920-1936) continúa ordenándose en los tres grandes bloques de la edición original: el primer capítulo, «Surrealismo y España», que se divide a su vez en cinco extensos apartados que abarcan la relación entre Francia y nuestro país —«España y Francia», «Españoles en Francia», «Los surrealistas (y un simpatizante) en España», «España y el subconsciente», «Escritores españoles y el surrealismo»—, en los que se estudia la relación y conexión existente entre Cataluña y Francia, la función esencial de revistas como por ejemplo L’Amics de les Arts, Hélix, Alfar, Litoral o La Gaceta Literaria, además del papel de escritores como Pablo Neruda, Pío Baroja, José Domenchina, Azorín o Ignacio Sánchez Mejías entre muchos otros; y los dos últimos capítulos, ambos bastante simétricos, titulado el segundo «Esas leyes estúpidas» y el tercero «La razón claudicante», se dividen en dos apartados que describen muy de cerca y a través de los textos mismos la estética del movimiento —«La literatura surrealista» y «La literatura surrealista y España»—, en los que, según Brian Morris, se intenta «rastrear en los escritores españoles los temas, los motivos, los modos y las técnicas que pusieron a su disposición el arte y la literatura surrealista».

    Finalmente, cierra la edición del estudio «España y el trampolín», a modo de conclusión, y una serie de seis interesantes apéndices que, además de una bibliografía selecta y un útil índice de autores y obras que sirve de referencia, recogen escritos y documentos diversos de autores como Louis Aragon, Robert Desnos, André Breton o Philippe Soupault, publicados tanto en español como en catalán en revistas entre 1918 y 1936, también poemas y ensayos de los años 1920 a 1936, entre Madrid, Barcelona y Santa Cruz de Tenerife, algunos de estos textos leídos en la Residencia de Estudiantes como la conferencia que pronuncia Aragon en 1925 —recordemos la presencia de Breton en España en 1922 y más tarde en 1935 o René Crevel en el año 1931—. Todo lo cual representa un excelente trabajo de recopilación que viene a ser una verdadera herramienta para el investigador que desea conocer más de cerca estos años.

C. J. Duarte

 

Gabrielle Morelli (ed.), Ludus. Cine, Arte y Deporte en la Literatura Española de Vanguardia, Pre-Textos, Valencia, 2000, 488 págs.

    El presente volumen, ampliado y renovado respecto del publicado años atrás en Italia, es una compilación cuidada por el conocido hispanista y profesor italiano Gabriele Morelli. En él se ofrece, a través de variados estudios de especialistas en el tema del Ludus en la literatura española de vanguardia, un acercamiento y crítica del mundo cultural español de los años Veinte —teniendo como referente el mundo de la escritura vista como juego— desde una doble perspectiva: por una parte, el elemento histórico que acoge el tránsito de las tendencias modernistas hacia la influencia de la vanguardia europea, y por otra, el elemento lúdico como juego formal preceptivo en la constitución de la obra o como necesidad de «divertir enseñando». De ahí la presencia de elementos tales como el cine o el deporte. Este último lo aborda I. Rota, quien señala su nacimiento moderno en la Inglaterra victoriana como práctica de las clases dominantes. Su análisis se centra en la relación entre deporte y cultura en los primeros treinta años de la España del siglo XX, y afirma que, «la cultura y el deporte durante ese período vivieron una intensa relación de amor y de odio. Probablemente el interés demostrado por los intelectuales españoles se debió en gran parte al carácter de modernidad del nuevo tema [donde] las innovaciones de la técnica, el cine y el deporte [...] abrieron las puertas de un nuevo mundo». El mismo mundo desde el que Gallego Morell nos hace retroceder para efectuar un recorrido literario por el ámbito del deporte desde la Antigüedad clásica de Píndaro hasta el barón de Coubertein. Personaje restaurador de los Juegos Olímpicos modernos y creador de la relación entre literatura y deporte con su Oda al Deporte. En España, la relación entre lo deportivo y las letras tiene su origen en el ejercicio del excursionismo; moda impuesta por los hombres del 98 y por los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza. Ortega, Basterra, Giménez Caballero, W. Fernández Flores, Benavente, Jardiel Poncela, Fernández-Shaw, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Eugenio Montes, González Ruano, etc., son voces que mediante el ensayo, el teatro, la poesía llevan el tema deportivo a sus obras.

    Pero la importancia del elemento lúdico (ludus) nos llega, a principios de siglo, de manos de la cultura francesa (Breton, Duchamp, Apollinaire, etc.) Aquí, en España, Ramón Gómez de la Serna, ingenioso inventor de la greguería, cuya existencia «aparece inseparablemente unida a la vida y a la escritura, a la pasión y al juego» —en palabras de M. J. Flores—, hará que lo lúdico y lo humorístico confluyan en su estilo como defensa ante la fugacidad de la vida. Él mismo afirmará que «la actitud más cierta ante la efimeridad de la vida es el humor». Junto a él, este elemento también va a ser de suma importancia entre los que frecuentaban el ambiente de la Residencia de Estudiantes de Madrid (Unamuno, Ortega y Gasset —de quien L. de Llera dice que «no quita importancia a las cosas serias —la moral, la política, el trabajo— [solo] pretende que tales tareas se beneficien de la filosofía del juego y del espíritu deportivo»—, Valle-Inclán, Lorca, Alberti, Dalí, Buñuel, Pepín Bello, Emilio Prados, Moreno Villa), quienes se van a caracterizaban por su necesidad de crear un espíritu lúdico (invención de un lenguaje surrealista, burlas o sátiras festivas sobre conmemoraciones, etc.) capaz de romper con la idea tradicional de arte de los artistas de la época. Esto conllevará que el carácter del ludus español se amplíe a dos actividades que se alejan del estatismo: el deporte y el cine. El primero, como instrumento de socialización y manifestación de salud física y mental (ideal difundido en España por la pedagogía krausista). El segundo, como arte que se aleja de la imagen estática tradicional.

    Señala Morelli que, la relación entre la literatura y el cine de vanguardia, así como «el uso de imágenes múltiples, simultáneas y provisionales, que son genuinas de la experiencia lúdica [...] abren en España un encendido debate sobre los nuevos ismos». Este tema lo analizan de cerca en este volumen A. Sánchez Vidal, L. García Montero y R. Utrera. Los tres coinciden en la ósmosis que se lleva a cabo incorporando el mundo del cine a la realidad creativa, así como la influencia que ejerce la difusión de imágenes científicas a través del cine. El cine, efectivamente, va a crear un nuevo concepto de espacio y sensaciones. Dice G. Montero que «la vanguardia surge como el proceso extremo de la modernidad, y allí estaba el cine, metáfora útil de su orgullo y su tragedia, a veces himno, a veces elegía. Invento joven, triunfo de la ciencia, novedad, el cine sirve como emblema del futuro; pero es al mismo tiempo la metáfora exacta de la imagen sin raíces, la prisa líquida, la sucesión de fragmentos, el recuerdo móvil de lo que ya no está, la existencia animada de las superficies. Es el género mejor definido ideológicamente para representar la modernidad». La revista Grecia —perteneciente a la primera vanguardia española— y en su afán prioritario por buscar un lenguaje cinematográfico que relacionara literatura y cine, al igual que los guiones cinematográficos escritos por los del 27, son, en palabras de Núñez García y de Rafael Utrera, muestras de la necesidad de valorar el cinematógrafo desde perspectivas artísticas, sin olvidar la figura deportiva y atlética de Buñuel encuadrada por Sánchez Vidal.

    Tras explicar el inicio de la literatura lúdica en España, el presente volumen analiza a un grupo importante de creadores, abarcando desde los finales de la corriente modernista hasta la Generación del 27. La figura de Manuel Machado es rescatada por Alarcón Sierra quien manifiesta que los «ultraístas quisieron sumarlo a sus filas». Por lo que propone «reexaminar a fondo la historia de los constantes entrecruzamientos de transición entre «modernismo» y «vanguardia». Ejercicio que él asegura que «deparará más de una sorpresa». Respecto a los de la Generación del 27, son muchos los nombres investigados en este volumen. Como breve síntesis, e invitando al lector a acercarse a dichos estudios, podría decirse que, Gerando Diego trascendentaliza el acto poético a través de lo lúdico —según manifiesta Bernal—, haciendo que el juego —en palabras de Morelli— se convierta en «una importante expresión artística [...] para recuperar su valor primario, infantil y gratuito, elementos [...] que exaltan el acto puro de la creación»; C. Meneses expone la visión del fútbol en la obra de Rafael Alberti a través del poema «Platko», y C. Brian estudia las connotaciones de la palabra «tonto» en la obra del gaditano; Moreno Villa y su Bestiario como «tributo temprano a la vanguardia, según señala A. Salas; Concha Méndez, esposa de Manuel Altolaguirre, y «una de las figuras más representativas del panorama español de vanguardia» y gran deportista como se deja ver en Surtidor, según testimonio Sánchez Rodríguez; Dámaso Alonso se nos acerca con un texto en prosa, de 1927, rescatado por Díez de Revenga. En él se nos habla de «un mundo de sinrazón, de aparente incordura [donde], al final, un efecto de sonido cambia el ritmo de un texto [...] de un interés extraordinario [...] por su significación dentro de su propia obra literaria»; M. Bernard dice que, para Juan Larrea, una vez «superado el período ultraísta-creacionista, la poesía se convierte cada vez más en instrumento de auto-redención, y la dolorosa búsqueda de una voz auténtica lo lleva a alejarse de las prácticas de la vanguardia»; el ensayo de P. Hernández, nos acerca a un Emilio Prados interesado por el surrealismo como vía para buscar una «nueva realidad en la que se superen toda una serie de antinomias que parecen atenazar la vida del ser humano, ya sea sueño y vigilia, vida y muerte, lo subjetivo y lo objetivo... Las palabras de Prados son el mejor testimonio de lo dicho: «La vida que me ha tocado vivir no ha sido muy fácil de llevar, y como decía [...] la mujer de Alberti, me he perdido en ella y para la poesía el no tener la frialdad de mis compañeros, principalmente la de Rafael». José María Hinojosa, tratado por J. Neira, aparece como hombre de su tiempo, muy vinculado con la Generación del 27, deportista, de gusto por lo lúdico, por la provocación iconoclasta; el mismo que, tras el triunfo republicano —mientras que Alberti se definió con una poesía que buscaba otras funciones y significados—, encontró el sentido de su poesía en el «regreso a las raíces sociales y religiosas que sustentaban a su familia»; de García Lorca, dice Soria Olmedo que, está «injerto de tradición revisada a la luz de la vanguardia». Respecto a los muy conocidos por su labor pictórica, Salvador Dalí y Pablo Picasso, de referencia obligada para muchos jóvenes artistas de la época, se nos presentan en este colectivo a través de su particular producción literaria bajo la mirada de Ródenas de Moya y Jiménez Millán, respectivamente. El tema de la suplantación como actitud vital en Salvador Dalí lo observa el investigador desde la perspectiva de quien «jugaba, acaso patológicamente, pero con un riguroso control de su juego [...] Es imposible entender la personalidad humana y artística de Dalí si no es a través del juego [el mismo que] logró coordinar en Rostros ocultos [...] bajo una superficie textual barroquizante, excesiva, de lectura fatigosa». Por su parte, la figura literaria de Picasso pone de manifiesto a un desconocido poeta que, «a los 54 años, se dedica intensamente a escribir ante la imposibilidad casi material de pintar, según nos cuenta Guillermo de Torre en una de las primeras aproximaciones críticas a esta faceta del artista malagueño». Parece que lo que en un principio fue desahogo de tensiones, se transformó en un hábito estable muy cercano a la expresión surrealista. Donde «el sentido lúdico, la mera diversión motivan buena parte de la literatura picassiana». Según Sabartés, «su expresión literaria, perdonen los literatos, es pura y simplemente, la expresión personal de Picasso». Poesía, teatro; alternando español y francés (con preferencia de este último), pero con una constante e inseparable temática sobre su experiencia española. Y siempre, tanto en pintura como en literatura lejos del provincianismo. Postura vanguardista que coincide con la «tentativa de inventar un nuevo modo para ejercer la crítica literaria» llevada a cabo por E. Giménez Caballero (Gecé), contribuyendo con 34 Carteles literarios; de los que en este estudio realizado por Rodríguez Amaya se reproducen ocho. Tanto Gecé como R. Gómez de la Serna pueden considerarse como los dos puntales más importantes dentro de la renovación del lenguaje estético de la España moderna.

    Expresiones vanguardista que —en palabras del propio Morelli—, «después de la violenta fractura provocada por la guerra civil y la posterior laceración producida por el conflicto mundial» se manifestará de manera renovada en el posterior Postismo —aunque, según J. Pont, rechazado «en el marco de la inmovilista España oficial de los años cuarenta»—. Época en la que la materialidad sonora superará la concepción visual del Letrismo, fundamental para analizar la importancia del juego como ejercicio o «divertissimet». Sólo cabe ya, como última reflexión de todo lo visto en la presente reseña —compuesta por veintiocho colaboraciones y una clara introducción por parte del profesor Morelli—, y en un sentido amplio, señalar que, Kant, en su Crítica del juicio, define a éste como la facultad de pensar lo particular como si estuviera contenido en lo universal, fijando la tesis de que el arte cumple una función comunicativa, intercambiable o de libre juego como valor principal. Estos postulados, que abogan porque el arte forme parte del Ethos —o efecto causado en el receptor la obra de arte—, supusieron un gran logro de pensamiento en la época de Kant, ya que el sentimiento de dolor o placer cobran verdadero valor cuando se vuelven un sentimiento universal sentido por todos los individuos al contemplar una obra de arte. Esto nos lleva al romanticismo schilleriano cuando, refiriéndose al arte como juego en su obra Cartas sobre la educación estética del hombre, dice que, tanto el impulso sensible como el formal constriñen el ánimo; el primero por leyes naturales, el segundo por leyes de la razón, llevándonos ambos ante la idea del arte como juego. En palabras de Schiller —que tras la lectura del presente volumen podemos hacer nuestras—, «sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es plenamente hombre cuando juega». Es, en definitiva, esta idea del arte como juego de la vida misma —la vida bajo una mirada lúdica, como postulaba Ortega— la que hemos intentado acercar desde una perspectiva vanguardista de la literatura, en relación con el cine, el arte y el deporte. Fenómeno que debió vivirse en sus comienzos con verdadero estupor por parte de los hombres de su tiempo. La suya era una mirada neófita sobre todas las innovaciones que se abrían para lo europeos. Las mismas que con el transcurrir de los años llegarían a integrarse en la sociedad abarcando todas las manifestaciones sociales.

A. Mª Villena Blanca

 

J. C. Ara Torralba y F. Gil Encabo (eds.), El lugar de Sender, Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender, Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca / Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1997, 761 págs.

    El Instituto de Estudios Altoaragoneses de la Diputación de Huesca creó el «Proyecto Sender» en 1990 con el fin de promover el estudio de la vida y obra de Ramón José Sender, merced al cual se ha logrado reunir el más completo fondo bibliográfico de sus textos y de los numerosos análisis que se han dedicado a sus obras, amén de impulsar y facilitar el contacto científico entre los senderianos de todo el mundo.

    Entre los logros del Instituto, que desde febrero del 2000 estabilizó el proyecto con la constitución del Centro de Estudios Senderianos, se cuentan diversas publicaciones, cursos y ayudas a la investigación, destacando, a juicio de sus propios artífices, la celebración del I Congreso sobre Ramón J. Sender, que tuvo lugar en Huesca entre el 3 y el 7 de abril de 1995, con una exposición didáctica paralela destinada a los estudiantes de Secundaria de toda la provincia1 .

    Las actas del Congreso, cuyo título es un guiño a una de las mejores novelas del fecundo escritor aragonés, El lugar de un hombre, vieron la luz dos años después en un voluminoso ejemplar, que reúne catorce ponencias y treinta y nueve comunicaciones acerca de los más variados aspectos de la personalidad y creación de Ramón J. Sender, desfilando por sus páginas análisis de obras célebres como Réquiem por un campesino español (que P. McDermott juzga atinadamente summa narrativa de su autor y M. Hernández conecta con la educación en valores en la Enseñanza Secundaria) o Imán (de la que uno de los más destacados senderianos, P. Collard, estudia la función del paisaje), además de un buen número de aportaciones sobre textos de menor difusión —en la línea de rescatar escritos olvidados que se ha propuesto el Centro de Estudios Senderianos y que por el momento está cumpliendo con creces—, como El bandido adolescente (al que se dedican dos comunicaciones y la encantadora ponencia de F. Savater sobre su pulso narrativo, en la que prescinde de aparato crítico con su habitual deseo de llegar al receptor más vivamente) o La mirada inmóvil (testamento literario del autor en opinión de J. Ressot).

    Hasta ahora nos hemos referido sólo a novelas, pero la recuperación de obras más recónditas atañe también a otros géneros cultivados por Sender, de modo que se evidencia con un conjunto de aproximaciones críticas que si bien la fama de reputado novelista que acredita al autor al menos parcialmente está más que justificada, también merece atención su incursión en la narrativa breve, la poesía, el teatro y el ensayo. Tenemos así, por ejemplo, la lectura en clave autobiográfica del estupendo relato Las gallinas de Cervantes que realiza A. Pons, el trabajo de S. Fortuño sobre «La lírica popular de Sender», tres acercamientos bien distintos a su pieza teatral Don Juan en la mancebía por parte de C. Serrano, M. T. González y J. Lavaud, y unas «Notas lingüísticas sobre Solanar y lucernario aragonés» a cargo de J. M. Enguita, sin olvidar el hibridismo genérico que caracteriza gran parte de la producción de Sender, patente en la comunicación de M. Bertrand «El rey y la reina: ¿fábula, cuento, tragedia o novela?».

    Miradas panorámicas son en cambio las de un consumado especialista en la faceta periodística de Sender, J. D. Dueñas, que se refiere a sus inicios en la prensa como «el aprendizaje de la persuasión», o el análisis de algunos de sus personajes femeninos que lleva a cabo M. P. Martínez.

    Sobre franjas concretas de su trayectoria versan el documentado trabajo de J. C. Mainer, que estuvo al frente del Comité Científico del Congreso, sobre «El héroe cansado: Sender en 1968-1970», o el estudio de M. Jones sobre sus últimas obras, denostadas generalmente por la crítica.

    De sus relaciones con otros literatos dan cuenta L. A. Esteve, que habla de «algunas coincidencias» entre Sender y Dostoyevski, P. Moreno, que se refiere al influjo de Miguel de Molinos, en concreto en El verdugo afable, y D. Á. Molina en «Ramón Sender y la literatura francesa», rebosante de útiles referencias bibliográficas.

    No faltan tampoco los acercamientos a aspectos biográficos (nadie mejor que D. Pini, que estudia su intervención en la Guerra Civil, o J. Vived, que indaga en «Tres calas en la biografía de Sender», caracterizadas por una voluntad de ser, de afirmación y de subsistencia, respectivamente), recepción crítica (E. Espadas, cuyos trabajos bibliográficos sobre Sender son imprescindibles, ofrece «El reto senderiano a los críticos literarios: consideraciones sobre el lugar de los bibliógrafos») o traducción de sus obras (vertidas a numerosas lenguas, como al inglés por P. Chalmers, sobre el que indaga L. Monferrer).

    Destaca sin duda entre las ponencias la contribución del mejor especialista senderiano, F. Carrasquer, homenajeado en el II Congreso, en el que se presentó su antología de textos críticos sobre Sender2, con el cual ha llevado una suerte de «vida paralela» que sin duda ha contribuido a una percepción privilegiada de su obra. Esta mirada cómplice se percibe en «¿Escribir por pensar o pensar por escribir? La filosofía senderiana acude a los puntos de la pluma o al toque de las teclas», donde el profesor y escritor aún «exiliado» envuelve con su exuberante prosa un acercamiento al ideario de Sender centrado en sus Memorias bisiestas. El corolario merece la pena ser mudado a estas páginas, por cuanto revela un modo de entender la escritura del literato aragonés que, lejos de asociarse ya a los términos «descuido» o «negligencia», apunta a una característica que otorga buena parte de su singularidad a su obra: «Cuanto más libremente, más a rienda suelta, si no ya desbocadamente, se escriba, mayor probabilidad de cosechar opimamente pienso (intelectual y numinoso) para el lector» (pág. 180).

    El perfecto diseño de la sección de ponencias, a cargo de consumados especialistas, junto al abundante número de comunicaciones, que parten en su mayoría de la iniciativa investigadora particular —de ahí la atención a aspectos más recónditos—, en una colectánea de trabajos donde destaca la heterogeneidad —que aporta frescura al conjunto— en cuanto a método interpretativo, al proceder los estudiosos de diversos países (Estados Unidos, Francia, Italia, Inglaterra, Holanda, Canadá, Chile...), disciplinas (tenemos, por ejemplo, la intervención de historiadores) y dedicaciones profesionales (muchos de los comunicantes pertenecen a la Enseñanza Secundaria), arrojan un resultado más que satisfactorio que se completará próximamente con las actas del II Congreso sobre Ramón J. Sender, titulado Sender y su tiempo. Crónica de un siglo, que tuvo lugar en Huesca del 27 al 30 de marzo de 2001 en el marco de las celebraciones con motivo del centenario de su nacimiento.

R. Malpartida Tirado

 

S. Pastor Cesteros, Cine y literatura: La obra de Jesús Fernández Santos, Universidad de Alicante, 1996, 175 págs.

    Buen número de los trabajos que ven la luz gracias a los servicios de publicaciones universitarios constituyen la versión reducida de una tesis doctoral, con una sujeción a criterios editoriales —especialmente en lo que atañe a extensión y a pretensiones más divulgativas— que dificultan el enjuiciamiento de la aportación científica de la obra tal y como llega a nuestras manos.

    En el caso de Cine y literatura: La obra de Jesús Fernández Santos, hallamos un rapidísimo recorrido por un tema que requiere mucho más de las 130 páginas en que se desarrolla (el resto es un apéndice bibliográfico), y que a buen seguro encontró espacio idóneo para un acercamiento más profundo en la tesis de su autora La obra narrativa de Jesús Fernández Santos y su relación con el cine, presentada dos años antes en la Universidad de Alicante.

    Teniendo en cuenta esta circunstancia, en la que no insistiremos, conviene aludir a las previsiones de S. Pastor en el prólogo, que inscribe su investigación en el campo comparatístico asumiendo la imposibilidad de renovación metodológica, lo que lleva a la autora a iniciar el libro con unas «Consideraciones generales sobre las relaciones entre cine y literatura», donde se limita a reseñar los trabajos canónicos de una tradición teórica que se remonta a los inicios del cine, cuando suscitó en los propios escritores cierto recelo por considerarse una amenaza o bien gran entusiasmo por las enormes posibilidades artísticas que apuntaba. En este «comentario bibliográfico», como lo llama la autora, no faltan las referencias a Bazin, Martin, Sklovsky, Eisenstein, Metz, Mitry y Chatman, y en el ámbito español, a Gimferrer y Peña-Ardid, autora ésta a la que sigue a lo largo de todo el libro, constatando así la importancia que su Literatura y cine ha tenido desde que se publicó en 1992 en la colección «Signo e Imagen» de Cátedra.

    Bajo el epígrafe «La postura de los escritores frente al cine», se indica el rechazo hacia el nuevo medio artístico por parte de literatos como Gorki, Huxley o Chesterton, alegando curiosamente su falta de realismo y verosimilitud. En España, como bien comenta S. Pastor, los hombres del 98 no le prestaron excesiva atención al incipiente cine, pero los escritores de la vanguardia y del 27 más en concreto sí que sintieron gran atracción por el séptimo arte, aspectos sobradamente estudiados por R. Utrera y R. Gubern. La guerra civil marca un retroceso en estas relaciones, que se retomarían en la década de los 60, si bien con un nuevo signo: ya no representa el cine una pintoresca novedad, sino que se contempla con cierta cotidianeidad. Además, la vinculación directa de algunos literatos como G. Suárez (y fuera de nuestras fronteras Ionesco, Beckett o Duras), conduce a «distinguir entre aquellos escritores que opinan del cine "desde fuera", exclusivamente en su calidad de espectadores que, además, escriben, y aquéllos que, en un momento determinado de su carrera, han sustituido, temporal o definitivamente, la pluma por la cámara y son autores, por tanto, de una obra literaria y una obra cinematográfica» (pág. 20), estando en este último caso Fernández Santos, que destaca en este sentido entre compañeros de generación que sólo participaron en calidad de guionistas como Aldecoa, García Hortelano, Marsé o Martín Gaite.

    Se refiere la autora en el siguiente apartado, apoyándose en Peña-Ardid, a los problemas metodológicos que suelen surgir a la hora de estudiar las relaciones, siempre llamadas «conflictivas» por los teóricos, entre literatura y cine: la jerarquía de prestigio y la atención exclusiva a los contenidos que se prestan ambos medios artísticos, peligros de enfoque que pueden salvarse si se tiene en cuenta la especificidad del lenguaje fílmico, como reclama, por ejemplo, J. L. Borau. Menos pertinentes parecen, sin embargo, las declaraciones que se reproducen de M. Paoletti y del propio Fernández Santos acerca de la diferente recepción de las narraciones literaria y cinematográfica, la primera de las cuales despierta, dicen, la imaginación del lector, en tanto que el cine, en palabras de Fernández Santos, «es un arte puramente objetivo que, además, no necesita la participación plena del "lector"» (pág. 27), simplificación que S. Pastor refrenda y que no hace sino ahondar en la supuesta superioridad intelectual de la literatura.

    En cuanto al «fenómeno de retroalimentación» que supone la influencia del cine en la novelística, una vez tratado el tema de las adaptaciones, destaca la autora el trabajo de C. E. Magny La era de la novela norteamericana, donde exageraba las concomitancias de la técnica narrativa de escritores como Dos Passos, Hemingway o Faulkner con determinados procedimientos fílmicos, tendencia que en el nouveau roman se acrecentaría con la práctica de Robbe-Grillet.

    En un segundo bloque de generalidades, «Técnicas narrativas del relato cinematográfico y literario», S. Pastor comienza examinando uno de los elementos que más llama la atención a la hora de determinar el influjo recíproco entre literatura y cine: el punto de vista narrativo, que en el medio fílmico presenta la particularidad de que se manifiesta en una doble dimensión, la narrativa en sentido estricto y la representativa, ya que, como indica Peña-Ardid, la perspectiva cinematográfica es en primera instancia un punto de vista óptico. Otras cuestiones comentadas a este propósito son la reminiscencia literaria en el cine de la voz en off con sus múltiples funciones, el empleo de la cámara subjetiva, que puede confundirse con un prisma omnisciente si aparece de forma continua —de ahí la imposibilidad de hablar de narración en primera persona en el cine—, y la errónea identificación, sobre todo en los años cincuenta, del objetivismo narrativo con los procedimientos cinematográficos, en virtud del carácter tecnológico de estos y olvidando el grado de manipulación que los equipara a los novelísticos.

    Del siguiente epígrafe, «Acerca de la espacialización, la temporalización y el ritmo narrativo», podemos destacar la recurrencia a A. Hauser, para quien el cine representa el paradigma de un nuevo concepto de temporalidad en el arte que llama «la fascinación de la simultaneidad» y que ejemplifica con el Proust que presenta estrechamente unidos dos incidentes muy distantes en el tiempo, «magia cinematográfica» en palabras del autor de Historia social de la literatura y el arte. En cuanto a la espacialización, S. Pastor se apoya en S. Chatman para señalar que lo representado en el cine es análogo a la realidad, en tanto que en la narrativa verbal el espacio posee un carácter abstracto que lleva al receptor a reconstruir mentalmente lo que lee. Sobre el último de los aspectos anunciados, se refiere la autora a la técnica narrativa del ralentí, que D. Villanueva comentaba a propósito del capítulo XXIX de La Regenta, y a la reducción temporal en la novelística de los cincuenta, ambos elementos en la estela del cine. No falta tampoco la referencia al flash-back, tal vez el término fílmico más empleado en la narratología literaria, aplicable, por ejemplo, a Cinco horas con Mario. Finalmente se alude a la construcción yuxtapositiva en la novela, heredada del cine según la autora, que matiza adecuadamente señalando que «se habría de evitar una exagerada asociación de términos y un indiscriminado uso de los correspondientes a cada medio en el ámbito del otro, a la hora de analizar los distintos modos de desarrollarse la trama en el discurso literario y en el fílmico» (págs. 52-53). Se ha hablado incluso de «montaje en la novela», cuando se trata más bien de equivalencia, no de influencia cinematográfica, ya que el recurso elíptico es propio de ambos medios y tiene implicaciones bien distintas.

    Bajo el título «Acerca de la expresión de lo abstracto y lo concreto y el problema de la descripción» insiste la autora en algunos problemas anteriormente aludidos y vuelve a acudir a Peña-Ardid para comentar la precisión con que el cine muestra lo concreto, en tanto que los resultados son más ambiguos al presentar pensamientos y procesos introspectivos, lo cual no constituye una carencia, ya que los procedimientos de los que se vale para expresar el ámbito del subjetivismo (las sobreimpresiones, las disolvencias, el flash-back, la visualización de los sueños, etc.) sólo resultan más artificiales que los literarios por su menor andadura en una tradición narrativa consolidada.

    En el tercer capítulo se aborda «La vinculación de Jesús Fernández Santos con el mundo cinematográfico», partiendo de aspectos biográficos y declaraciones del escritor, para volver a un apartado de contextualización donde el referente principal es S. Sanz Villanueva, que en su Historia de la novela social española (1942-1975) enumeró los principales puntos de contacto entre los escritores y el cine a partir de los años cincuenta (auge de las revistas especializadas, influjo del neorrealismo italiano, etc.), llegando incluso a equiparar hitos como la aparición simultánea de El Jarama y Muerte de un ciclista en 1955. Describe la autora a continuación los primeros trabajos de Fernández Santos como realizador: tras algunos documentales de tema cultural, uno de los cuales (El Greco) fue premiado en Venecia en 1959, se aventura con su primer y único largometraje, Llegar a más, estrenado en 1963 con escasa fortuna crítica y comercial. Su dilatada y absorbente gestación llevó a su autor a dedicarse exclusivamente al cortometraje, elaborando documentales sobre escritores para TVE y aportando ideas y guiones para programas de la fundada en 1966 TVE-2, que surgía con claras pretensiones intelectuales. Según el propio escritor, esta labor le permitió, además del sustento económico, un precioso recorrido por su país, que S. Pastor conecta con su actividad literaria: «Fue precisamente el puntual conocimiento que de la realidad le proporcionó su trabajo en el mundo del cine aquello que le permitió hallar las claves de su universo novelístico» (pág. 82). En cuanto a su dedicación a la reseña de películas, publicadas en El País entre 1976 y 1981, diario del que fue corresponsal en varios festivales de cine, la autora destaca la heterogeneidad temática del conjunto, ofrecido en apéndice al final del libro. También menciona algunos artículos sobre cine parcialmente recopilados en sus libros de ensayos, como uno de 1953, «Cine y literatura», donde se evidencia la ya citada preferencia de Fernández Santos por la última (llega a escribir que en el cine «todo se nos da hecho»).

    En su análisis de la adaptación fílmica que M. Picazo realizó en 1985 de Extramuros, S. Pastor confiesa no haber accedido a una copia del largometraje, con lo cual su cotejo se reduce al de dos textos escritos, el guión firmado por el propio Picazo y la novela de Fernández Santos, además de que el estudio se enfoca hacia la mayor o menor adecuación del primero a la segunda. Así, se celebra la «fidelidad» de la película al reproducir fragmentos literales del libro, lo que la autora llama «dimensión literaria» del filme, término bastante revelador de que el principal error metodológico que se señalaba en las primeras páginas de esta obra aflora nuevamente cuando se lleva a la práctica la confrontación de obra literaria y cinematográfica. Del mismo modo, cuando se comenta la adaptación de V. Aranda de Los jinetes del Alba (1990) para televisión, el acierto del realizador estriba, como ya indicara a propósito de Extramuros, en que «recoge el espíritu de la novela» [1].

    Mucho más sólido es el acercamiento a «Las huellas del cine en la narrativa de Jesús Fernández Santos», que se inicia además con una actitud crítica hacia los exégetas de la influencia fílmica en la obra literaria del autor, que, según S. Pastor, se han limitado a señalar que «el cine le ha proporcionado temas, ambientes y técnicas que se reflejarían después en sus relatos, pero no se ha explicado con detalle tal paralelismo» (pág. 105). El propio novelista comentaba, por ejemplo, que sus visitas a distintos conventos para rodar documentales le llevaron a escribir Extramuros, pero también se mostraba escéptico ante los críticos que observaban técnicas cinematográficas en sus obras, y que él, al menos de forma consciente, no tenía en cuenta a la hora de escribir. La autora reseña las principales aportaciones de dichos críticos centrándose en el análisis de Los bravos, cuyo inicio juzgó Sánchez Ferlosio similar al de algunas películas de la época: se focaliza la atención en un detalle, la mano de un personaje, o, como añade S. Pastor, igual que arranca, por ejemplo, Extraños en un tren con la imagen de las piernas de los personajes, tenemos en la novela la reiterada mención de los zapatos del viajante, que terminan por servirle de rasgo calificador. Otros elementos en los que se detiene la autora son la descripción anímica del personaje a través de lo que ve, la unión del punto de vista con el espacio narrativo —con lo que parece justificarse el modo en que se percibe en la narración—, y el juego de luces y sombras que también aparece en su siguiente novela, En la hoguera. Conectando algunas de las nociones señaladas en el segundo bloque del libro con el caso particular de Fernández Santos, S. Pastor continúa su análisis de Los bravos, refiriéndose finalmente a algunos de sus cuentos y a novelas como El Griego.

    Del esfuerzo documental de la autora queda constancia no sólo en el abundante aparato crítico, sino también en la completa bibliografía y en la relación de reseñas de Fernández Santos. Una excesiva dependencia de trabajos ajenos, especialmente Literatura y cine de Peña-Ardid, así como un desacertado cotejo de las adaptaciones para la pantalla de dos de las novelas del escritor madrileño, son las principales objeciones que pueden hacérsele a este sucinto recorrido, que da cuenta, eso sí, de la importancia que en la obra narrativa de Fernández Santos tiene el medio fílmico en todas las dimensiones que él abordó, desde la realización hasta la crítica, propósito en última instancia de su autora.

NOTAS:

[1] Este apartado se reproduce en la contribución de S. Pastor a uno de los congresos sobre cine y literatura que se vienen celebrando en Alicante desde 1995: «Lenguaje cinematográfico y lenguaje literario: conexiones en la adaptación de Extramuros y Los jinetes del Alba», en J. A. Ríos Carratalá y J. D. Sanderson (eds.), Relaciones entre el cine y la literatura: el guión. 2º Seminario, Universidad de Alicante, 1997.

R. Malpartida Tirado

 

E. Trías, Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de Alfred Hitchcock, Taurus, Madrid, 1998, 237 págs.

    En 1982 publica Eugenio Trías Lo bello y lo siniestro, donde las categorías estéticas descritas por Kant en la Crítica del juicio hallan certeras ejemplificaciones en Hoffmann, Botticelli e Hitchcock. Llama la atención gratamente que en todo un capítulo de un ensayo de Estética se rescate una obra fílmica y se la considere susceptible de un análisis tan pormenorizado como el que merece El nacimiento de Venus. Bajo el epígrafe «El abismo que sube y se desborda», Trías realiza un hermoso recorrido por Vértigo destacando su complejo tejido simbólico y el proceso metafórico que remite al propio medio cinematográfico. Le sirve el largometraje, en última instancia, para caracterizar lo siniestro como «el cumplimiento en lo real de un sueño que al fin se revela pesadilla».

    Despojada de aquella función ilustrativa de una tesis que pretendía conectar lo bello, lo sublime y lo siniestro, aparece dieciséis años después una revisitación de Vértigo en forma de monografía que incluye como apéndice dos breves trabajos, «El criterio estético» y «Un mundo de sombras: Goya y Beethoven». Vuelve así a reservarle a Hitchcock la convivencia en un mismo volumen con personalidades de esferas artísticas totalmente consolidadas por una tradición exegética que en el universo fílmico parece reservada a trabajos académicos dentro de una dinámica editorial restringida. Surge sin embargo Vértigo y pasión como «ensayo» —en el lato sentido de «intento» o «aproximación» y no de dogma interpretativo— desde el subtítulo y lejos del ámbito de colecciones dedicadas al séptimo arte.

    Cabe pensar que Vértigo, en su irrefrenable ascenso de revalorización, paralelo al de su creador desde que Cahiers y R. Wood lo rescataran de su presunta condición farandulera y comercialoide, es algo más que una obra de culto para cinéfilos: pertenece a nuestro entramado cultural en la misma medida que los ejemplos canónicos de obras maestras del arte, representando una de las cimas de lo que R. Canudo llamó «la nueva Danza de las Musas en torno a la nueva juventud de Apolo», y que Trías, ya en 1982, calificaría como «una auténtica obra de arte total».

    Aparece Vértigo y pasión tras un largo período en el que su autor, según confiesa en el prólogo, había perdido buena parte de su afición por el cine y, más concretamente, por la obra de Hitchcock. Invitado a ofrecer una conferencia sobre la película con motivo del centenario del cine y deslumbrado por una nueva degustación de la que en nuestro país se llamara De entre los muertos, decidió desarrollar esa idea germinal de 1982, ampliando de paso sus consideraciones generales sobre el realizador.

    En la primera parte, «La espiral de la pasión», se nos sitúa en los aledaños del análisis pormenorizado del filme. Bajo el epígrafe «El sujeto del relato» se nos presenta el argumento de la película narrado no en orden cronológico, como hiciera en 1982, sino a partir de un momento clave que pertenece al último tercio: la revelación de la tragedia de una mujer sumergida en los terribles designios de la ficción, la Madeleine / Judy cuya doble nominación la aboca inexorablemente a la destrucción. Reconstruye así el autor una historia en la que «El genuino sujeto de la narración, o el verdadero narrador del film es ella, la mujer, la protagonista: el conjunto formado por Judy y la falsa Madeleine» (pág. 35), en una línea interpretativa coincidente con la de J. M. Carreño, que también insistió en el cuestionamiento de la identidad del personaje en su delicioso libro de 1980 Alfred Hitchcock. Subraya Trías lo que siempre ha despertado el interés en Psicosis y que también ocurre en Vértigo: a mitad de película nos quedamos aparentemente sin historia. Semejante pirueta narrativa permite en el filme de 1958 la inmersión en un universo bipolar (el antes y el después de la muerte de Madeleine) donde las remisiones musicales y cromáticas alcanzan cotas insuperables. Aquí profundiza bastante Trías respecto a su análisis pretérito, sobre todo en lo que atañe al trabajo de B. Herrmann, donde se dan la mano Wagner, Bizet, Sibelius y Tchaikovski, en contraste con un Mozart cuya Sinfonía 34 representa una ineficaz terapia frente a los signos de locura a los que se asocia, por ejemplo, el ritmo de habanera que envuelve a la fantasmal Carlota Valdés.

    Sigue un epígrafe llamado «Cine dentro del cine», que evoca de inmediato en el lector el célebre teleobjetivo de otro Stewart, el de La ventana indiscreta. En Vértigo la metaficción es de otra índole, perceptible plenamente en un segundo visionado que «Acontece, pues, en la memoria del espectador, que despierta de un sueño dentro del sueño, o que descubre una película dentro de otra» (pág. 59), compartiendo la pesadilla no tanto de Scottie, sino de la mujer atrapada en la tupida red que ha diseñado Gavin Elster, el poderoso demiurgo al que en vano intentará emular, por motivos bien distintos, el enamorado aquejado de vértigo, y que lleva al autor a distinguir entre «cine preparado para los ojos del detective, que persiguen, con la cámara subjetiva, los pasos previstos de Madeleine en diversos tableaux vivants» (pág. 57), y el surgimiento en la segunda parte de un nuevo Pigmalión que, sin saberlo, encarna Scottie.

    Una especial atención merece el siguiente apartado, «Categorías estéticas», donde se refiere por extenso a la que constituye en nuestra opinión la más encantadora creación hitchcockiana, Pero... ¿quién mató a Harry?, injustamente relegada por la crítica a pesar de que torna la inverosimilitud propia de la screwball comedy en un canto a la libertad de unos personajes a los que se obsequia con un espacio mágico, un remanso de buenos sentimientos donde importa más que la futura taza del ser amado sea «de la talla» de su mano, o tener fresas a primeros de cada mes, que la fuerte suma que un millonario está dispuesto a ofrecer a cambio de unos cuadros. Trías, que define acertadamente este largometraje como «una fantasía pastoral» o «una película idílica» (pág. 68), destacando su carácter coral, indica que tanto en Pero... ¿quién mató a Harry? como en La ventana indiscreta prevalece la categoría de lo bello, mientras que puede observarse en algunas películas posteriores a Vértigo (se refiere en concreto a Psicosis y Los pájaros) «un proceso iniciático a través del cual lo siniestro se hace patente» (pág. 78), y que sin el tamiz de la ironía y el humor que despliega Hitchcock ciertas secuencias serían insoportables para el espectador. En Vértigo, sin embargo, que en su camino de lo bello a lo sublime también acoge lo siniestro, el mecanismo mediante el cual «sublima el horror de la existencia» (pág. 85) evita cualquier concesión a la comedia, de modo que el único desenlace posible de la historia es el que muestra a Scottie totalmente desolado antes de que un fundido lo engulla. Agradecemos, con Trías, que el epílogo humorístico proyectado quedase en la recámara, permitiéndonos asistir a uno de los finales más estremecedores que nos ha brindado el cine.

    Se mueve el autor en terreno sinuoso al tratar de lo icónico-simbólico en el siguiente apartado, matizando a tiempo que las referencias culturalistas pertenecen más a la mirada del crítico que a la propia intención del realizador, y concluyendo que la transición de la convención realista al nivel simbólico o mítico aflora en sus películas con aparente espontaneidad.

    El peligro de las generalizaciones brota en los dos últimos apartados de esta primera parte, donde aparecen algunos de los tópicos sobre el director británico con que nos bombardearían poco después en «el año Hitchcock» desde las páginas de ciertas revistas y reportajes televisivos que no hicieron sino repetir y perpetuar la cancioncilla del «mago del suspense» y «el enemigo de las rubias», soslayando gran parte de su fecunda filmografía. En su intento por caracterizar «El ritual erótico» en la obra de Hitchcock comete Trías algunos excesos interpretativos en los que puede haber interferido la sobreinformación biográfica que poseemos, merced a su popularidad, sobre las inútiles pretensiones amorosas del realizador con algunas de sus actrices. En el bloque de películas en que se centra el autor, de Vértigo a Marnie, parece poco sólido el hilo cohesivo de que, según Trías, las heroínas rubias son despojadas progresivamente de su belleza en una especie de rito expiatorio. El hecho de que en Frenesí —que pone fin a dicha franja de su producción— aparezcan personajes femeninos de apariencia más vulgar puede explicarse por meros imperativos de casting al trasladarse a su Inglaterra natal, con una industria menos preocupada por el star system que triunfaba en Estados Unidos. Conceder excesivo crédito a las declaraciones del propio director lleva a Trías a hablar de fetichismo, término con el que a menudo se pretende explicar acudiendo a resortes psicoanalíticos aquellos elementos que hallan su plena justificación en un ámbito estrictamente estético, como bien había encauzado su ensayo de 1982.

    También resulta discutible, en su mirada panorámica sobre «Los grandes temas del cine de Hitchcock», considerar Vértigo una obra reveladora de sus preferencias temáticas. Si Falso culpable y Con la muerte en los talones son paradigmas de un tema y de un estilo, respectivamente, característicos de su creador, De entre los muertos constituye un trabajo bastante singular en múltiples aspectos —la morosidad de su ritmo narrativo, por ejemplo—, que efectivamente comparte con Rebeca, como indica Trías, el motivo de «la posesión de un ser vivo por una persona muerta» (pág. 109), pero igual que aparece en La trama en forma humorística y en Rebeca se trata de una personalidad, un mobiliario, toda una casa, que crean un complejo de inferioridad en la nueva señora De Winter, en Vértigo constituye, en primera instancia, parte del plan maquinado por Elster y, finalmente, un conflicto de identidad (la resurrección a que alude el autor en su adelanto del libro para el número 8 de Nickel Odeon es sólo metafórica), diferencias que no permiten hablar de un subtema, como pretende Trías.

    Si la red de relaciones entre los distintos títulos que se mencionan en estos dos apartados no es demasiado sólida —lo que nos ha llevado a realizar algunas objeciones—, nuevamente hemos de agradecer su atención a otra obra menospreciada, Topaz, así como una importante matización sobre el detalle, lo trivial, lo cotidiano, que terminan siendo más importantes, al acumularse en sus relatos, que esos grandes temas que la crítica se empeña en magnificar.

    En la segunda parte tenemos el estudio pormenorizado de la película, tras habernos situado el autor en la órbita de algunas constantes estilísticas, técnicas y argumentales de su principal artífice, sin olvidar el trabajo de B. Herrmann y S. Bass. Recupera Trías las líneas maestras, reproduciendo algunos fragmentos, de su aproximación en Lo bello y lo siniestro, estructurando su análisis en cinco movimientos, y como él mismo señala, «Toda división es, siempre, una interpretación. La que propongo aquí significa, de hecho, un modo peculiar de comprender Vértigo» (página 170). Esta peculiaridad exegética se basa en una eficaz recolección de ideas diseminadas en la primera parte para configurar una lectura del largometraje deudora parcialmente del caudal bibliográfico que ha suscitado esta obra, pero a la vez muy personal por cuanto Trías le imprime su desenvoltura prosística en el terreno del ensayo y un ropaje intelectual que se ha acrecentado respecto a su trabajo de 1982, especialmente en lo que concierne a las evocaciones musicales del filme.

    Podemos destacar de esta minuciosa reconstrucción, apoyada en láminas en color que presenta todo el libro, la pericia de Trías para narrar la película haciendo hincapié en su excepcional lirismo, en la mirada femenina que ya desde los créditos se intuye clave de la historia, en el carácter fantasmagórico y enigmático de una Madeleine a la que presta su inexpresividad interpretativa Kim Novak, y que la iluminación sugiere continuamente, así como su explicación detallada de que «todos los movimientos se hallan entrelazados y componen entre sí una estructura orgánica» (pág. 177).

    Rebosante de la pasión a que se alude en su título, este libro contagia al lector el entusiasmo que despierta la película en su autor. A pesar de ciertas generalizaciones peligrosas que hemos comentado y algún leve descuido, como la atribución errónea de una secuencia de Recuerda a Sospecha, Vértigo y pasión es un deslumbrante ejercicio de análisis fílmico que puede completarse, por citar un trabajo reciente, con el monográfico de J. L. Castro de Paz Vértigo / De entre los muertos que apareció un año después en la colección Paidós Películas y que incluye el aparato crítico de rigor en una obra de talante académico.

                                                                                                                                                        R. Malpartida Tirado