«SIGLO DE ORO»: CONSIDERANDOS Y MATERIALES SOBRE LA HISTORIA, SENTIDO Y PERTINENCIA DE UN TÉRMINO.

José Lara Garrido

Universidad de Málaga

 

    [I] «Existe un problema previo a los demás y que, por eso mismo, conviene aclarar en este preciso momento... Se trata del problema terminológico». Con estas premisas iniciaba J. B. Avalle Arce ciertos «trajines taxonómicos» no siempre clarividentes, que traigo a colación por la forma tan significativa en que viene a desestimar, al aproximarse al «Renacimiento literario español», el marbete Siglo de Oro: «Por lo pronto y creo que de inmediato, se puede vetar por extremadamente inapropiado el término Siglo de Oro, porque los historiadores literarios que lo han usado estudian bajo esta rúbrica el periodo que va desde La Celestina (hacia 1490) hasta la muerte de Calderón de la Barca (1681). Jamás ha habido siglo más largo. Y, por lo demás, al adoptar tal perspectiva se establece el increible maridaje de la exaltación nacional de la Guerra de Granada bajo los Reyes Católicos con las exequias del imperio español bajo el tembloroso cetro del último Austria, Carlos II» ([1978], pp. 3-4).

    En la cita se constatan dos procedimientos perturbadores, de diverso signo, para una aceptable argumentación: la mediatización axiológica de modelos políticos, abstraidos de forma aleatoria y proyectados al establecimiento de periodos literarios (que conduce, por ejemplo, al deletéreo principio de que «cuando ya no tiene validez histórica el verso famoso de Hemando de Acuña ["Un monarca, un Imperio y una espada"] se ha acabado el Renacimiento y hemos entrado en otro momento histórico: la España tridentina»), y el entendimiento interesadamente oblicuo de la denominación saeculum, que ni en su alcance clásico ni en el uso historiográfico que lo acuña y universaliza es equipolente, sin más, al discurrir cronológico que determina el sustantivo común siglo.

    La operación reduccionista parece estar de moda, y se eleva incluso a categoría tituladora en un libro de tan cuidada e inteligente factura como el de Claudio Guillén: El primer Siglo de Oro ([1988]). Encuadra tal denominación un preciso y literal periodo de cien años que se predica como equivalente al ámbito del Renacimiento, según cabe desprender de ciertas afirmaciones: «La tradicionalidad del Lazarillo puede compararse a la creación del romancero nuevo a fines del primer Siglo de Oro» (p. 85); «(La pastoral:] un: género del primer Siglo de Oro, como también del Renacimiento europeo» (p. 120). Y sin embargo entre «los mayores escritores del primer Siglo de Oro» (p. 15) estudiados por Guillén figura un Quevedo, que en su mejor obra escapa al marco cronológico establecido. Por otra parte, el nuevo rótulo no ha podido evitar la constante presencia en los estudios recogidos de la expresión y alcance tradicional Siglo de Oro, como muestra un espigueo aleatorio: «Como en ciertas obras del Siglo de Oro... el amor en realidad es heroismo» (p. 147); «Durante el Siglo de Oro... cualquier texto español disfrutaba de excelentes condiciones de influencia y difusión» (p. 200); «El desarrollo de una forma nueva durante el Siglo de Oro español...» (p. 204).

    La convivencia en el mismo volumen de dos estratos terminológicos evidencian un final reajuste, que procede, explícitamente (p. 12), del intento programático de sustituir el marbete Siglo de Oro por el de Siglos de Oro, modulado y experimentado en los volúmenes II y III de la conocida Historia y Critica de la Literatura Española. En relación a los títulos de ambos volúmenes, B.W. Wardropper intenta teorizar, no con demasiada compacidad ni rigor, la pertinencia del cambio, conjugando distintos argumentos sobre la inadecuación y deterioro del término Siglo de Oro. Según el ilustre hispanista tal denominación evocaría fantasmas insepultos de mala conciencia colectiva: «Debido a su tufillo de antiguo mito y de gloria imperialista... suscita complejas cuestiones en las mentes de los españoles conscientes de su historia... Para los españoles modernos es un periodo turbador que tiende a provocar en ellos a un tiempo vergüenza y orgullo». Ante la implícita y esperada objeción de que la puesta en plural del término no borraría tan arraigadas como atávicas reacciones del subconsciente hispano, Wardropper se apresura a esgrimir un argumento menos deletéreo. El verdadero sustento de la nueva etiqueta es evitar el quidproquo sobre la ecuación Siglo (periodo cultural) = siglo (centuria): «Hoy en día la expresión Siglo de Oro es comúnmente usada para referirse al más grande de los periodos de la literatura española, pero carece de precisión. Si tanto Garcilaso de la Vega como Francisco Bances Candamo pertenecen al Siglo de Oro, sin duda alguna lo más adecuado es emplear el plural, Siglos de Oro».

    De esta forma se soslayaría la ambigüedad de nominación cronológica, que como efecto perturbador, introducido por el entendimiento usual e históricamente desnutrido del sintagma Siglo de Oro, preocupa sobremanera a quienes propugnan el cambio de marbete: ¿de qué siglo se trata? La respuesta marcha en este caso, lo cual es sintomático a todos los efectos, en sentido opuesto al que manifestaran J .B. Avalle Arce o Cl. Guillén: «Si pensamos en los grandes líricos - Garcilaso, Fray Luis de León, Herrera, San Juan de la Cruz- sentimos la tentación de considerar el siglo XVI como verdadero Siglo de Oro. Pero no hay que olvidar que otros líricos no menores, como Lope, Góngora y Quevedo, escribieron sus obras maestras en el Siglo XVII. El teatro y la novela no alcanzaron su apogeo hasta el Siglo XVII. El predominio de todos los géneros mayores en este último periodo es la causa de que cuando decimos Siglo de Oro tendemos a pensar menos en el XVI que en el XVII» ([1983], pp. 5-6).

    Extraña que argumentos tan frágiles no sólo se hayan abierto camino como si de soluciones terminológicas se tratase, sino que dominen el norrnalizado discurso académico y hasta traspasen el ámbito de la historiografía literaria. y habría que recordar cómo ya en 1924, en su Spanische Kultur und Sitte des 16 und 17 Jahrhunderts (traducido en 1929 como Cultura y costumbres del pueblo español de los Siglos XVI y XVII), L. Pfandl indicaba la existencia de una doble línea interpretativa sobre el concepto Siglo de Oro en sus dimensiones cronológicas, que sólo venían a coincidir en el vértice, al «incluir el Quijote en su periodo» (p. 31). De ahí el eclecticismo bifronte implícito en la rotulación que J.M. Jover ha puesto al volumen de la prestigiosa Historia de España proyectada en su día por R. Menéndez Pidal que estudia la cultura del periodo 1580-1680: El siglo del Quijote. Título que además de inocente pirueta no puede encubrir su condición de metonimia sustitutoria «del que fuera llamado Siglo de Oro de nuestra cultura nacional» que, según reconoce Jover, «procede del campo de los historiadores de la literatura y de las artes»: «... En primer lugar, somos conscientes de que la expresión Siglo de Oro no designa solamente una categoría literaria y artística, sino que representa una etapa en el proceso histórico de nuestra cultura nacional que debe ser analizada en todas sus manifestaciones, y no sólo en las de orden estético. Para dar razón de una cultura no basta con analizar sus obras de arte; es necesario partir del conjunto de creencias, ideas y mentalidades en que tales obras se gestaron y del que recibieron su específica significación». Pese a estos supuestos que se inscriben en la mejor tradición de la historia de las costumbres y mentalidades, Jover no puede evitar hacerse eco de los asertos de Wardropper para oponerse al concepto Siglo de Oro por su «imprecisión cronológica», a los que ofrenda como complemento alguna apoyatura relativamente sofística (el impreciso «recodo histórico») o lo que no sobrepasa la reescritura de la vieja historia positivista, que consideraba la unidad siglo como eones cerrados y autosuficientes: «El Siglo de Oro de nuestras historias clásicas ofrece, pues, en el horizonte actual de la historiografía, un panorama más complejo y rico, más cercano al conocimiento de la realidad vital de los españoles de aquellos siglos. De aquellos siglos digo, así en plural, colocándome de una vez ante la conocida imprecisión cronológica de un concepto -Siglo de Oro- nacido en la crítica literaria del Siglo XVIII, confirmado como categoría histórico-cultural por el hispanismo del romanticismo alemán, generalizado después en monografías y manuales; pero que en nuestro propio tiempo ha sido objeto de ese «desdoblamiento» que parece ser el sino de toda realidad social sometida a un análisis riguroso. En efecto, si los historiadores de la literatura tienden a sustituir la expresión siglo de oro por la de siglos de oro -el XVI y XVII- cuando se trata de dar razón del periodo culminante de las letras españolas, la verdad es que no hay campo de la cultura española de aquel periodo desde el cual no se imponga una consideración análoga. y ello no ya porque la abundancia de nombres o de creaciones egregias desborde el marco de los cien años, sino por la evidencia, señalada desde todos los cuadrantes de la investigación de que las décadas finales del siglo XVI presencian un recodo histórico que marca la transición entre formas de vida y actitudes espirituales insertas en situaciones históricas muy distintas entre sí» ([1986], pp. XII-XIV).

    En 1982 publicaba B. Bennassar su espléndido estudio Un Siecle d’Or espagnol (Vers 1525-Vers 1648) (traducción castellana de 1983 con el título La España del Siglo de Oro), la explicación más coherente una década después de «una visión global del Siglo de Oro». Comienza con la obligada requisitoria .¿Qué es el Siglo de Oro español?- que Bennassar responde de manera tan personal como sugerente. Aunque reconoce que un historiador no puede desdeñar la cronología y debe constantemente «indicar y explicar las rupturas, situar los accidentes, en ocasiones caracterizar las generaciones» (su libro sitúa como hitos el de la pacificación carolina -Comunidades y Germanías- y el de la paz de Westfalia, final de la preponderancia militar de España), de hecho su modelo de globalidad propone una visión de continuum longitudinal, repartido en estratos internos. A la vez, como abstracción operativa, Siglo de Oro conlleva una parcialidad consciente en el proceso histórico evaluativo, establece relevancias y ausencias que contornean desde predicados culturalistas una realidad muy poco homogénea en otros órdenes: «En primer lugar, como es natural, los contempo- ráneos no tuvieron obligatoriamente la impresión de vivir un Siglo de Oro. Es un fenómeno clásico: es casi imposible tener una conciencia exacta del tiempo en el que se vive y que no constituye todavía esa abstracción bautizada como siglo, edad o época. Además, muchos contemporáneos tenían razones suficientes para quejarse de su tiempo y de las dificultades que encontraban para vivir y aun para sobrevivir. Para el juicio de la historia se requiere ese elemento esencial que llamamos perspectiva. Ahora bien, en cuanto prueba de la perspectiva, es legítimo retener para España el concepto de Siglo de Oro aplicado a una parte de los siglos XVI y XVII y darle una acepción amplia si se considera la influencia que este país ejerció en el mundo y que no se refiere a los únicos modelos literarios y artísticos. Propongo llamar Siglo de Oro español «la memoria selectiva que conservamos de una época en la que España ha mantenido un papel dominante en el mundo, ya se trate de la política, de las armas, de la diplomacia, de la moneda, de la religión, de las artes o de las letras». Para que el público tenga una clara conciencia de la distanciación entre nuestra memoria y la realidad vivida por los hombres y mujeres de aquel tiempo, el último capítulo de este libro «Vivir en el Siglo de Oro», presentará un catálogo de situaciones que pondrán de relieve esta distanciación y sus grados, sus desigualdades. En la misma época, en un mismo país, numerosas gentes pueden vivir una edad de hierro, mientras que otros conocen un tiempo de esplendor» ([1983], pp. 10-11).

    Las razones aducidas por Bennassar no han tenido la acogida que de su esfuerzo metodológico y la brillantez de su síntesis cabría esperar. Sin embargo, son en sí mismas de la entidad suficiente como para obligarnos a replantear la pertinencia de la tradición historiográfica desde la que se elaboró el marbete Siglo de Oro. En la lectura de ese espacio histórico multicentenario y los sustentos de valorativa cultural sucesivamente otorgados al término, posiblemente radiquen otras razones de similar peso, que acabarían por conformar la moda terminológica altemativa como una gratuita y nociva ceremonia de la confusión.

 

    [II] Al plantear J. M. Pelorson «¿Cómo se representaba a sí misma la sociedad española del Siglo de Oro?» comenzaba afirmando un principio de hermenéutica histórica tan evidente como a menudo olvidado: «Para remontar hacia esas representaciones mentales por medio de las cuales los españoles de los siglos XVI y XVII concebían su propia identidad, hoyes necesario realizar un esfuerzo considerable y, primeramente, tomar distancia con respecto a todo el aparato conceptual establecido posteriormente. ¿Qué más natural, para toda persona algo familiarizada con la historia de España y con su terminología, que la formulación del título del presente capítulo? Sin embargo, se da el caso de que sociedad española, Siglo de Oro son nociones bastante posteriores a la época a la que se refieren» ([1982], p. 295).

    B. Bennassar ha rastreado la moderna imprecisión lexicográfica al definir Siglo de Oro que subyace al aparente consenso. Nota que en la trayectoria que va desde el viejo Diccionario hispano-americano editado por Montaner y Simón (1896) al Diccionario del uso del español (1980) de María Moliner «no se ha producido ningún cambio, ninguna revisión del concepto y de su contenido» sobre esta definición primera: «Tiempo en el que las letras, las artes, la política,etc, han conocido su máximo esplendor y su mayor desarrollo en pueblo o en un país». .Diccionarios y enciclopedias ajenas a España no ofrecen testimonio de una mayor apertura. la Encyclopaedia Britannica ignora cualquier Golden Century. El Robert (tomo VI, 1969) no hace ninguna mención al Siglo de Oro español en las siete acepciones que descubre para el término usiglou. El Grand Larousse Encyclopédique (tomo 9, 1964) no vacila en interesarse por el «Siglo de Luis XIV», pero muestra un desprecio soberano por el Siglo de Pericles, el Siglo de Oro del imperio romano o el Siglo de Oro español. La enciclopedia Focus publicada por Bordas considera el «Gran Siglo», es decir, el XVII, y el «Siglo de las Luces», es decir, el XVIII, después de haber escrito para siglo: «Cualquier época especialmente célebre por un descubrimiento o por la existencia de un gran hombre, etc.» ([1983], pp. 7-9).

    Pero para saeculum Corominas registra las acepciones de «generación, duración de una generación», «época» y «siglo, centuria.; al igual que en francés, Gaffiot señala los significados de «génération», «âge» y «espace de cent ans» (N. Marín [1988], p. 520). Esta pluralidad de sentidos es obvio que no existía ni en la España de los Siglos XVI y XVII ni en la Francia de Luis XIV. Sólo con la Ilustración la palabra desarrollaría un significado de alcance cronológico: tramo temporal de cien años. H. R. Jauss, en referencia al caso francés, ha notado, en efecto, que el uso de siêcle «como manifestación de la autoconciencia histórica de los ilustrados contribuyó a que la palabra, precisamente en esa época adquiriese en francés el nuevo significado de centenario... Los límites de la extensión temporal de siecle rebasaron el ámbito del siecle de Louis XIV y coincidieron finalmente con el comienzo y el fin del nuevo siglo... Así, el esquema externo de la división en .centurias-, ya empleado en la historia eclesiástica, se llenó de la nueva idea formada en el saeculum de la Ilustración» ([1976], pp. 42-3).

    Antes del Siglo XVIII el término siglo en la expresión Siglo de Oro tiene el alcance del saeculum clásico, esto es, no corresponde a un demarcado término cronológico sino a una indefinida aetas, cualquier época unificada por modos de vida y comportamientos. Pelorson ha recordado al respecto un texto de Tácito referido a las costumbres de la Germania, incidiendo que «con la adjunción valorativa del epíteto aureum saeculum o su plural saecula -en el mismo Tácito o en Yirgilio, entre otros- se convertía en sinónimo de aetas aurea y remitía a la noción mítica de una «Edad de Oro» vivida por la humanidad en la noche de los tiempos e irremediablemente perdida». La difusión del tópico de la Edad de Oro en la cultura hispánica de los siglos XVI y XVII abarca ámbitos tan variados como el derecho civil o las instrucciones del gobierno de Indias (Pelorson [1982], pp. 296-7). Sin embargo «la expresión Siglo de Oro -recordaba F. Pietri- sólo aparece fugazmente... como si todavía no tuviesen [los escritores de aquel tiempo] conciencia de un apogeo que toman por un simple nacimiento». Recogiendo una cita de Suárez de Figueroa (1617), quien se refirió al siglo feliz, «siglo afortunado de nuestro invencible Carlos V», e indicando que «algunos otros se atrevieron a emplear, como una vaga redundancia poética, el término edad de oro», subraya que el primero y único que empleó la locución siglo de oro fue Cervantes en su Persiles y Segismunda («De Zárate la pluma milagrosa / a España el siglo de oro resucita»). «Con esto parece que el bautismo del Siglo de Oro dataría de principios del siglo XVII y que su padrino sería el mismo que la encarnó con mayor magnificencia» ([1960], p. 33). La cita además de no corresponder al Persiles no tiene otro alcance que el de un encomio circunstanciado. Como indica J. M. Rozas: «Expresiones de este tono se encuentran aquí y allá en la época, pero aluden circunstancialmente a un autor o a la situación política del país. En este sentido, como curiosidad, tal vez el ejemplo más importante nos la dé Bartolomé de Góngora en El corregidor sagaz(1656), cuando desde una perspectiva de decadencia más política y militar que literaria, dice de la segunda mitad del XVI: «Dejando yo ahora los varones heróicos en todo género de letras de aquel siglo del Prudente Rey Don Phelipe, baste decir que en él floreció el mismo Rey en quién hago epílogo del talento más escogido (en su modo) de aquella edad a mi parecer Siglo de Oro» ([1984], p 414). En la perspectiva con que algunos tratadistas de especial perspicacia ven cómo se agota el modelo hegemónico propugnado por la política hispana, no es inusitada la identificación de la etapa inicial con un siglo de oro. El desengaño conlleva la idealización, no exenta de practicismo distópico, como se deduce de la conocida expresión de Gracián en El Político (1640): «Cada uno de los dos era para hacer un siglo de oro y unreinado felicísimo, cuanto más entrambos juntos».

    En suma, la expresión Siglo de Oro aparece de forma intermitente y excepcional durante los siglos XVI y XVII, porque, aunque los escritores españoles tuviesen conciencia de vivir una áurea época literaria «el mito de la edad dorada, o mejor, el mito de las edades, es siempre producto de una dialéctica, de una estructura, que necesita un antes, un después y un ahora para expresarse. El Siglo de Oro necesita, pues, para poder gestarse una sensación de decadencia, un siglo de hierro y un deseo de recuperar el esplendor en el presente. Así, desde Hesíodo al crear el tema. Por ello, en el Barroco sólo encontramos alusiones particulares y parciales -que no nos valen, como concepto de periodización literaria- al hecho de estar viviendo un período dorado» (J.M. Rozas [1984], p. 414). La noción consciente de marco histórico en permanente cambio, de una variable aetas que ve evolucionar sociedad y cultura según la teleología del progreso no se formula con claridad antes del siglo XVIII. y como nota Harry Levin: «The myth of the golden age is a nostalgic statement of man’s orientation in time, in attemp at trascending the limits of history [...]. When he focus is shifted from the past to the future, the standpoint shift to the idea of progress» ([1972], p. XV).

    Conviene ahora hacerse eco de las precisiones de François López, quien argumentó que la expresión Siglo de Oro como sinónimo de esplendor cultural se documenta ya en la primera mitad del XVIII. De 1739 es el párrafo por él recordado de la dedicatoria puesta por Mayans a la biografía de Cervantes: «... He hallado que la materia que ofrecen las acciones de Cervantes es tan poca, i la de sus escritos tan dilatada, que ha sido menester valerme de las hojas de éstos para encubrir de alguna manera, con tan rico i vistoso ropaje, la pobreza i desnudez de aquella persona dignísima de mejor siglo; porque, aunque dicen que la edad en que vivió era de oro, yo sé que para él i algunos otros fue de hierro» ([1979], pp. 524-5). Las palabras de Mayans implican la ambigua percepción del esplendor y miseria de una época admirada y, al tiempo, fustigada por su incapacidad de autoestima. De esta forma, según deduce J .M. Pelorson, Mayans en el pasaje de su biografía de Cervantes, no sólo viene a idealizar el pasado, sino al contrario al proyectar sobre él «el germen de una crítica lúcida (y, hasta cierto punto, fiel al espíritu mismo de la obra cervantina) de los espejismos del idealismo, los cuales, desde el Siglo de las Luces hasta nuestra misma época, llegan a borrar, en varios comentarios, los sufrimientos de esos escritores beneméritos y las contradicciones que ellos intuían entre las ilusiones doradas y la realidad de hierro de sus edades afortunadas» ([1982], p. 301).

    Sin embargo, se hace difícil compartir otras dos consecuencias que F . López extraía del breve pasaje: que Mayans recogía un apelativo común referido en ese momento al siglo XVII y que su intención fue desplazar la valorativa, hasta hacerla coincidir con sus propias estimaciones, al siglo XVI. Además, habría que recordar, con N. Marín, que no es probable que el humanista valenciano «hubiera intentado establecer con el mínimo rigor una división de centurias; los textos que pueden aducirse no dejan lugar a dudas: prefiere escritores del siglo XVI, pero no excluye nunca a los mejores del siguiente; por razones personales, en su Oración de 1727, en el Orador Christiano de 1733 y en la Retórica de 1757, aparecer recomendados, entre otros y con más o menos énfasis, Cervantes, Gracián, Saavedra Fajardo, Quevedo, MateoAlemán, Lope de Vega, Villegas y los Argensola; las distinciones mayansianas no son cronológicas, sino de gusto o estilo; lo que él selecciona está repartido entre dos centurias, dos siglos, palabra que no dice mucho a su sensibilidad literaria» ([1988], p. 516).

    Se evidencia la magnitud del disparate puesto en circulación por F. Pietri cuando afirmaba que «el romanticismo hará justicia al fin al Siglo de Oro; pero sin darle todavía el título que le otorgara Cervantes, que sólo será consagrado debidamente por Martínez de la Rosa cuando en su Arte poética proclama, al celebrar el «genio español- de los Siglos XVI y XVII que «un coro divino ilustró a esta edad dichosa, a este Siglo de Oro, que, tanto como la victoria, ha eternizado el nombre castellano» ([1960], p. 34). Soterráñamente reaparece la peregrina afirmación incluso en críticos tan bien documentados como P .E. Russell, quien al indicar que la denominación Siglo de Oro resulta tradicional escribe: «El origen del rótulo parece encontrarse en una azarosa metáfora utilizada por un autor romántico de segundo orden, Martínez de la Rosa, en 1827. Al igual que muchos intentos de sintetizar un complejo fenómeno cultural en alguna expresión lapidaria, la de Martínez de la Rosa, en parte debido a sus significaciones emotivas ya su relación en la mitología clásica con la Edad de Oro, una era de paz, inocencia y felicidad, ha resultado probablemente más engañosa que útil» ([1982], p. 96). El término estaba ya más que acuñado en el Siglo XVIII. y son razones generales (Ilustración) y de coyuntura histórica (la denominada reforma tradicionalista) las que van a coincidir propiciando su nacimiento y aceptación.

    Testimonios tempranos que han sido recogidos por N. Marín vienen a aclarar que Siglo de Oro no pretende hacer referencia al conjunto histórico español de los Siglos XVI y XVII sino sólo a la cultura de una época de límites todavía muy imprecisos, aunque desde luego empieza con el primero y acaba con el segundo sin interrupción o cesura en su trayectoria. El Conde de Torrepalma en su Acción de Gracias... para tomar posesión de plaza de Académico (1736), tras comentar el lema del crisol académico añadía: «Si el uso de los doctos ha de tener incontrastablemente cierta soberanía aristocrática no sólo sobre la plebe ignorante, sino sobre el otro orden ecuestre de la multitud escolástica, ¿quién no se subordinará al imperio de una junta de sabios que trata de propósito el cultivo de la lengua española, que decide según las leyes del buen uso, de la construcción y de la etimología, y que conforma y apoya su voto con los mejores autores de nuestro siglo áureo?».

    El texto indica de forma muy explícita que la Academia y su tarea principal, el diccionario, nacían con el propósito de recoger la riqueza de una época considerada propia y próxima, sin rupturas con el presente. Tanto es así que, como viera Menéndez Pelayo, pese a sus propósitos de depuración, la Academia «procedió con criterio tan ancho y aun con gusto tan inseguro, que lo que más asombra en nuestro gran Diccionario... es el copioso número de ejemplos tomados de los escritores más culteranos, más conceptistas y más equivoquistas del siglo XVII y de los primeros años del XVIII» (III, pp. 196-7). Si se realiza .una consulta al Diccionario de Autoridades. siguiendo el análisis de sus etapas y objetivos realizado por F. Lázaro Carreter ([1980]), queda de manifiesto que los académico de esas fechas estaban muy ligados a los grandes autores del XVII y su propósito no era tanto la calificación (y menos la periodización) de un pasado inmediato cuanto el autorizar las voces con textos mayoritariamente reconocidos como modelos. Por ello, como vio bien J.M. Rozas, «tratan de forma solidaria, por razones esenciales y técnicas, a los dos siglos anteriores y aún sale vencedor el XVII del que se conservaban más impresos, especialmente en la lírica y el teatro. En efecto, el registro de autoridades del primer tomo da 19 autores de XVI por nada menos que 43 del XVII. Y, naturalmente, los nombres que serían vilipendiados poco después y hasta la saciedad por el neoclasicismo, ocupan todavía un lugar destacado en su utilización: Soto de Rojas, Villamediana, e incluso Silveira con su Macabeo» ([1984], pp. 415-6). La aceptación de la crisis de la cultura barroca fue un proceso muy lento, que en algunos aspectos atraviesa la totalidad de la centuria ilustrada (época de barroquismo en literatura y arte, como explicara E. Orozco a propósito de Porcel). Y en este proceso muchos escritores siguieron cultivando (en poesía o en teatro fundamentalmente) formas y géneros en los que la influencia de un Góngora o un Calderón seguía pesando de manera sustancial. Con un carácter extremo, lo expuso en 1750, en la Academia del Buen Gusto, el Conde de Torrepalma, planteando ese «programa imposible» que con agudeza comentó N. Marín: «Que los nuevos Góngoras se ilustren con la claridad de Lope, se ciñan con la exactitud de los Argensolas, y que los nuevos Lopes, los segundos Argensolas se levanten y se divinic6n con la arcanidad laboriosa de Góngora. Los nuevos Quevedos no carecerán ya en la circunspeción de los Villegas y los Herreras; los nuevos Herreras no serán menos divinos por ser menos metafísicos. Volverá, si la reverencia de nuestros mayores nos persuade que ha pasado, el Siglo de Oro de la poesía española, y la rústica bucólica verá entre los humildes arbustos. de sus felicísimas selvas nuevos Garcilasos, nuevos Boscanes, y sobre sus mirtos pastoriles levantarse el sagrado tronco de alguna minerval oliva».([1988], p. 515)

    No me detendré en comentar las dos clásicas -y complementarias- explicaciones sobre cómo cristaliza el concepto Siglo de Oro para expresar una unidad político-cultural proyectada sobre las centurias anteriores como influencia o rechazo respectivamente del gusto clásico o del imperialismo cultural emanados de Francia: la de F. Lázaro Carreter ([1949]) y la de H. Juretschke ([1951]). Ambas explicaciones son relativamente certeras pero en una segunda etapa. Como apuntó N. Marín, hay otro hecho cultural fuera de España en los últimos años del XVII y primeros decenios del XVIII «donde acaso podrían estar mejor situados los gérmenes del aprecio a unos valores tan vivamente marcados en el nombre de Siglo de Oro»; la querella de antiguos y modernos desarrollada en Francia entre 1670 y 1700 con un interno rebrote entre 1713 y 1715. En España, el troquel Siglo de Oro sirve para mostrar la conclusión positiva de una larga y secular batalla por la supremacía de la cultura y la lengua españolas sin complejos ancilares respecto a la Antigüedad grecolatina; otro triunfo de los modernos para presentar una clasicidad nacional junto a la grandeur francesa. «España necesitaba inventar su clasicismo; a la peculiar manera de ser clásico que nace poco a poco de los tomos del diccionario (cuando aún no ha acabado de imprimirse) va a llamársele Siglo de Oro. El Siglo de Oro y los primeros pasos de la Academia son solidarios y ambos fruto de la aceptación final de la realidad de una historia literaria reciente que por primera vez se reconoce tan admirable como la propia Antigüedad» (N. Marín [1988], p. 526).

    En 1737 se publica la Poética de Ignacio Luzán, cuyo lenguaje valorativo implica una noción de clasicidad modulada desde el paralelismo de antiguos y modernos. Según anota Juretschke, «el elogio máximo suele estribar en la comparación con un escritor o poeta antiguo. Así se llama a Saavedra Fajardo un Tácito; a Mariana, un Tito Livio; a Fray Luis de León, un Horacio, o a Luis de Granada, un Cicerón.» ([1951], p. 241). Pero la importancia de la Poética en esta vertiente radica en haber establecido un recorrido cíclico de cariz naturalista para la explicación de los géneros. Así divide el desarrollo histórico de la poesía en tres edades:(hasta el reinado de Enrique III, hasta comienzos de Carlos V, y hasta fines del siglo XVIII). .A las dos primeras clases -dice Luzán- llamaremos Poesía antigua; ya la otra, Poesía moderna- Y explica el proceso con inequívocas referencias a una sintomatología degenerativa. «Conservóse el estilo de nuestros Poetas por lo común muy puro, y con la hermosura y elegancia natural, hasta el reinado de Felipe III, en cuyo tiempo, no sé por qué faltal desgracia, empezó la Poesía Española a perder y decaer; y aquel sano vigor, y aquella grandeza suya, degeneró en una hinchazón enfermiza y un artificio afectado».

    La imagen biológica e hipernaturalista como modelo explicativo del proceso histórico, con el recurso al mismo tiempo del sintagma Siglo de Oro, se produce en los Orígenes de la poesía castellana de Luis José Velázquez (1754), obra en la que colaboraron Montiano y otros amigos neoclásicos y vocera, por ende, de todo un grupo intelectual, como ha demostrado Ph. Oeacon([1978]). En esta obra «nos encontramos ya con una periodización completa de nuestra poesía que por primera vez va ligada a la semántica de las edades; y, sobre todo, una nomenclatura de esas edades en la que aparece ya con nitidez el sintagma Siglo de Oro» (J. M. Rozas [1984], p. 417). Inicialmente escribe, esbozando su nomenclatura epocal: «[Nuestra poesía] se puede dividir en cuatro edades. La primera será desde su principio hasta el tiempo del Rey O. Juan el II. La segunda desde O. Juan el II hasta el Emperador Carlos V. La tercera desde el tiempo de Carlos V hasta el de Felipe IV. Y la cuarta desde entonces hasta el presente. En la primera edad se puede contemplar la poesía castellana como en su niñez; en la segunda como en su juventud; en la tercera como en su virilidad; y en la quarta como en su vejez». Y al plantearse la caracterización del periodo tercero aclara: «Esta tercera edad fue el siglo de oro de la Poesía castellana; siglo en el que no podía dejar de florecer la buena Poesía, al paso que habían llegado a su aumento las demás buenas Letras. Los medios sólidos de que la Nación se había valido para alcanzar este buen gusto, no podían dejar de producir tan ventajosas consecuencias. Se leían, se imitaban, y se traducían los mejores originales de los griegos y latinos; y los grandes maestros del Arte, Aristóteles y Horacio, lo eran asimismo de toda la Nación».

    No entraré en una exégesis interna de los Orígenes como la ya llevada a cabo por J .M. Rozas, desvelando su contradicción entre lo cronológico y lo estético «que seguirá sin resolverse durante toda la centuria ilustrada» ([1984], pp. 418-9). Me interesa recalcar la conexión de ese esquema con el de una explicación cultural más amplia: la de Forner sobre las edades afortunadas, donde, sin hacer uso del concepto Siglo de Oro, alude a las épocas de Pericles, Augusto, Leon X y Luis XIV (F. López [1976], pp.165-75). y con otra donde, de forma manifiesta, aparece el último concepto de la tríada dialéctica que está en la base de todas las forrnulaciones ilustradas: la idea de progreso. Se trata del «Discurso preliminar» que Antonio de Campmany puso a su Teatro Histórico-Crítico de la elocuencia española (1786): «Bajo de cualquier aspecto que comentemos el siglo XVI, no podemos negarle el renombre que justamente mereció de Siglo de Oro, ahora sea con respecto al número y mérito de grandes escritores que ilustraron la nación española, al paso que sus invictos capitanes extendían su señorío y la majestad de su nombre por casi toda la redondez de la tierra. Este efecto del progreso de las luces y de los buenos estudios de la nación cundió hasta muy entrado el siglo décimo-séptimo, en cuyos primeros años sostuvieron las plumas de varios escritores la reputación y decoro del estilo castellano del siglo anterior en que se habían criado. Pasados los días felices del reinado de su padre, el lenguaje declinó insensiblemente en un carácter nuevo, apartándose cada vez más de la sencillez y gravedad, para adoptar más delicadeza y brillantez; pero la afectación de adornos, que era consiguiente a este nuevo rumbo, oscureció el estilo, y las imágenes poéticas le volvieron fantástico».

    Como demostró P. Barriere, entre la teoría de la historia como un conjunto de ciclos sucesivos de nacimiento, crecimiento y muerte y la interpretación de la historia española por el pensamiento ilustrado se produjo una interacción continuada ([1947], pp. 304-5). La asociación de las «edades afortunadas» de Forner fue otra invención del Siglo XVIII, y explica en parte la ausencia o depreciación del concepto de Siglo de Oro en quienes asumen el principio de progreso. Tal sucederá con un Quintana arraigado ideológicamente en la Ilustración y la Revolución Francesa («aquel gran movimiento») cuando «se lanza entusiásticamente hacia el futuro... profundamente confiado en los adelantos de su época y en la idea del progreso» (Juretschke [1951], p. 234). Para Quintana la decadencia hispana radicaba en el despotismo y la falta de libertad civil. Con estas premisas la España de los Austrias no reunía las condiciones mínimas para un auténtico Siglo de Oro. Por esta razón insistirá en su Introducción histórica a una colección de poesías castellanas en que «faltó en España una corte como la de Augusto, la de León X, la de los duques de Ferrara, la de Luis XIV, donde la buena y delicada conversación, la afición a las musas, la cultura y elegancia y otras circunstancias felices contribuyeron poderosamente a la perfección de los grandes escritores que vivían en ellas». Desde estas premisas no extrañará la restitución que Quintana hizo al entendimiento literal del término, negando su adecuación para una cultura veteada de altibajos. Así en 1807, refiriéndose a la traducción de la obra de Blair, indica: «Se sabe que el mérito de haber hecho una buena traducción de estas lecciones, ha añadido el Señor Munárriz el de una aplicación extensa de los principios del autor a nuestra lengua y literatura. Los principales poetas y prosadores españoles están juzgados por él con exactitud y con una severidad que podrá parecer excesiva. Pero tal vez el traductor ha querido atajar con ella el inconveniente de las alabanzas sin medida y sin tino, que hasta entonces algunos le prodigaban. Decíase abiertamente que Garcilaso, Herrera, los Argensola, Mendoza, Mariana y otros autores del siglo que hemos llamado de Oro, eran modelos cada uno en su género; se les comparaba con los de la antigüedad: a quién llamaban Horacio, a quién Salustio; y precipitando a los jóvenes a una admiración ciega y perniciosa, se depravaba su gusto, y se les alejaba del camino de la perfección. En tal estado, el traductor de Blair ha hecho un servicio a nuestras letras, manifestando sin rebozo alguno que en estas minas hay mucha escoria mezclada con el oro».

    Años antes, las implicaciones políticas de un Siglo de Oro aceptado como concepto cultural (por ejemplo en la, Carta XXI, cuando se dice de García Matamoros que fue «uno de los hombres mejores que florecieron en el siglo nuestro de oro») había llevado a Cadalso a enunciados de orden opuesto y extremadamente interesantes. En una de sus Cartas marruecas (1770) hasta plantea ya el principio de la posible insolaridad de hegemonías entre conformación político-social y cultura, que modernamente perfila, por ejemplo, J .M. Pelorson cuando afirma que «si bien existieron relaciones entre la potencia política de Luis XIV, su mecenazgo y el resplandor del clasicismo francés, no se debe olvidar que gran parte de la obra de Corneille precedió a dicha época (y por eso, precisamente, fue injustamente subestimada por muchos comentaristas); que Pascal fue, con sus amigos jansenistas, víctimas de persecuciones religiosas y políticas; que la protección del rey no libró a Moliere de los prejuicios que pesaban sobre los comediantes, etc. Observaciones análogas deben hacerse sobre el estatuto social de los escritores del Siglo de Oro, tanto más cuanto que, como queda dicho, en España el apogeo cultural y artístico no coincidió con el momento de mayor fuerza económica y política» ([1982], p. 301). En la carta de Nuño a Gazel, al hablar del amor de la patria y de la antigüedad, Cadalso destruía implícitamente la noción homogénea de «edad afortunada» en lo referente a la España de los siglos anteriores: «En dos clases dividido los españoles que hablan con entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores. El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de mil quinientos como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes...

    Si esta pintura te parece más poética que la verdadera, registra la historia y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo (el XVIII), toda la monarquía española podía mantener veinte mil hombres, y éstos mal pagados y peor disciplinados. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramen- te pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias aún estaban en pie, mas despreciables: tediosas y vanas disputas continuadas que se llamaban filosofía; en la poesía se fundaban equívocos ridículos y pueriles...

    Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior [el XVI], en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a Africa e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria...; del siglo en que la Academia de Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa... ¿Equivocará un entendimiento mediano un tercio de los españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I, con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana? ¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A Don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con Don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza».

    En 1761 se escriben los Diálogos de Chindulza de Manuel Lanz de Casafonda, inéditos hasta su publicación por Aguilar Piñal en 1972. Siete años después de los Orígenes de Velázquez, dos italianos dialogan sobre el estado de la cultura en el reinado de Fernando VI, introduciendo un inequívoco aserto:

Sap[elli]: De esta suerte, no me admiro que hayas aprendido con tanta perfección como dices el castellano; me alegro, pues con eso me lo enseñarás, y tendré el gusto de leer esos libros y poemas que me alabas tanto, y que es natural los traigas contigo.

Bar[toli]: Sí, los traigo; y otros muchos muy preciosos así en prosa como en verso, en especial de traducciones de las mejores obras de la antigüedad, hechas por los hombres más sabios del siglo XVI, que los españoles llaman el Siglo de Oro.

    No voy a registrar un repertorio cronológico de citas sobre el empleo del sintagma Siglo de Oro, ya realizado en parte en la extensa nota del editor al citado pasaje de los Diálogos ([1972], pp. 174-6) y en el artículo de J. M. Rozas ([1984]). Son muy significativas las de Cerdá y López de Sedano al extender su alcance «hasta mediado el siglo XVII», o la aplicación del marbete a la crítica de autores realizada en la antología del P. Masdeu, Ventidue autori spagnuoli del Cinquecento (1786). Extender, por otra parte, esa nómina no resulta difícil. Aduciré dos datos que no creo novedosos. En la «Carta escrita al editor de estas poesías» firmada por A., que precede a las Poesías póstumas de D. Joseph Iglesias de la Casa (Salamanca 1793) se indica que el presbítero salmantino se había salvado del mal gusto reinante por su lectura exclusiva de «los autores de nuestro Siglo de Oro» (p. XIX). La primera elevación a título del marbete la encuentro -y es sobremanera sintomático para explicar su arraigo- en un texto dedicado a la enseñanza: las Reglas ordinarias de Retórica ilustradas con ejemplos de oradores y poetas del Siglo de Oro, para uso de las escuelas, deJuan Barbera y Sánchez (Valencia, 1781). Pero, como enuncié, no creo de particular interés extender el acopio de materiales sobre el uso ya normalizado en las últimas décadas del XVIII del término Siglo de Oro.

    La cita de los Diálogos de Lanz es importante porque traslada, con la identificación de los dialogantes, el empleo del término Siglo de Oro a un ámbito de internacionalidad que constituye su espacio definitivo de connaturalización y lexicalización. Estoy en relativo acuerdo con J. M. Rozas cuando subrayaba «hasta qué punto en la creación del concepto de Siglo de Oro, operó la polémica en tomo a la cultura comparatista del XVIII. Y esta génesis marcaría la historiografía de los siglos XVI y XVII durante siglos» ([1984], p. 427). Pienso, tras las páginas anteriores, que «creación» y «génesis» deben ser sustituidas por «divulgación» y «aceptación». Y la cronología deja en su justo punto estos considerandos, por otra parte manifestados con suma lucidez, sobre cómo determinados empleos del término «están pensados de cara a Italia»: «Cuando en el último cuarto de siglo los jesuitas expulsos realizan allí una extensa labor historiográfica, escrita en italiano, acabamos de comprender la preocupación dieciochesca por el término Siglo de Oro. La apología de la literatura española que es el Ensayo de Lampillas no es sino un enfrentamiento entre la literatura italiana y la española, enmarcado, en su eclosión, en un contexto muy peculiar. De forma apasionada y nacionalista, Lampillas, cuando se plantea el problema del Siglo de Oro, lo hace de cara a Europa, y en especial a Italia: «Finalmente, si refletta con quanta ragione io mi sia lamentato co'modemi scrittori del torto, ch'essi fanno alla Spagna nel dimenticarla dove ragionano delle nazioni coltivatrici delle lettere; e in non segnare mai qualche epoca gloriosa alla Spagna, mentre trovano secoli d 'oroin tutte le nazioni. Eppure io sfido il piú erudito ti trovare in qualsivoglia nazione un intiero secolo, che piú giustamente meriti il bel titolo di secol d'oro, di quel che lo meriti il secol XVI della Spagna». Y continúa muy lejos de lo literario. También fue Siglo de Oro el XVI en gloria militar, en descubrimientos, en las artes, en la fabricación de productos y en la religión. Para concluir retóricamente con esta pregunta: «E non dovrà un tal secolo dirsi il secol d 'oro della Spagna, con tanta ragione almeno, con quanta si dice quello di Leon X, il secol d'oro d'Italia o quello di Luigi XIV, il secol d'oro della Francia?». Con más prudencia, pero con igual firmeza, le sigue el abate Andrés: «Los españoles, con igual razón que los italianos, pueden gloriarse de tener el siglo XVI por su Siglo de Oro» ([1984], pp. 426-7).

    Precisamente en el papel de mediación y balance cultural que ejerce la historiografía literaria en sus primeros tiempos, y en paralelo desarrollo con antologías y florilegios como el Caxon de sastre de Nipho, sobre cuyo papel en la difusión de determinados autores del Siglo de Oro en el periodo romántico llamó la atención 1.1. Mac Clelland ([1937], pp. 65-89), hay que comprender la influencia ejercida por determinados panoramas de la época ilustrada. Por ello no es justa la apreciación de J. M. Rozas de que .el sintagma no pudo divulgarse demasiado en la obra de Velázquez... que no se reeditó hasta muy finales del siglo. ([1984], p.. 420) cuando ya en 1769 Johann Andreas Dieze había traducido los Orígenes con un extenso prólogo, que junto a la obra de F. Bouterwek .habría de figurar en toda exposición de la literatura española en Alemania.. y no hay que olvidar que, como reconocía en 1813 Sismondi, «sólo los alemanes han trabajado celosamente en la historia literaria de España» (E. Allison Peers [1967], I, pp. 128- 9).

 

    [III] La trayectoria posterior del marbete Siglo de Oro hasta su lexicalización definitiva en el período de entreguerras fue considerada por J. M. Rozas ([1976]). En relación a las líneas maestras por él particularmente indagadas, desde «los esfuerzos del Romanticismo alemán por ampliar el Siglo de Oro hacia el Siglo XVII» al rechazo manifiesto por los intelectuales institucionistas (Giner de los Ríos, Francisco de Paula Canalejas) del término, pese a su valoración del contenido verista y populista de parte de la literatura del período y de que «en ellos se había operado la pasión por el teatro barroco, especialmente por Calderón y Lope» (pp. 18-22), quiero hacer algunas precisiones, sobre cuyo afianzamiento acaso vuelva en ocasión próxima:

    a) La politización del concepto, asumido como bandera por el absolutismo ultranacionalista, como se puso de manifiesto en las discusiones sobre la abolición del Santo Oficio que tuvieron lugar en las Cortes de Cádiz. Entre los textos citados por Rico y Amat, fuente de interés sumo para la cuestión, destaco por su nitidez el siguiente, del diputado Ostolaza: «¿Cuándo florecieron más las letras y las artes que en el siglo inmediato al del establecimiento de la Inquisición? En el siglo XVI, digo, siglo de oro para la España, como confiesan todos los sabios y aun los extranjeros imparciales» ([1860], I, p. 396).

    b) En relación con lo anterior, la exaltación del término en la línea del denominado «romanticismo reaccionario», tanto en el interior de España (Bolh de Faber) como en la misma Alemania. Y este sentido, sin menoscabar la relevancia concedida por J .M. Rozas a la Historia de Adolfo Federico Schack, considero que hay que atender como no menos importante el papel de los hermanos Schlegel (véase sumariamente E. Allison Peer [1967], I, pp. 120-6 y antología de textos en II, pp. 468-72).

    c) Su empleo normalizado y recurrente por los críticos liberales emigrados a Inglaterra. En particular en dos prólogos de alta crítica estética: el de Angel Anaya al Teatro español o colección de dramas escogidos (Londres, 1817) y el de Pablo Mendíbil a la Revista del antiguo teatro español o selección de piezas dramáticas desde el tiempo de Lope de Vega hasta el de Cañizares (Londres, 1826).

    El marbete Siglo de Oro está ya más que estandarizado cuando Menéndez Pelayo pone los cimientos de la moderna historia literaria española. Extrañamente, J.M. Rozas asegura que el autor de los Heterodoxos «apenas hace uso de la acuñación» y llega a plantear, en consecuencia, una hipótesis no demasiado bien encaminada sobre la ausencia de .este sintagma, lógico con su visión de la historia de España.: .Dos sombras se cernían sobre este bloque homogéneo de Siglo de Oro. Una era el gongorismo, la lírica a partir de 1613, que nunca estudió despacio y que iba en contra de su horacianismo y de su renacentismo. La segunda es la decadencia de la ciencia española en el siglo XVII, problema que había salido admitiendo en sus primeros escritos. El ve una unidad espiritual en ambos siglos, ve en el siglo XVII géneros más florecientes que en el XVI, como el teatro y la novela, pero prejuicios juveniles y culteranos no le hicieron simpático el uso. ([1976], p. 23). Recogiendo sus precisiones, F. Abad insiste en que para Menéndez Pelayo .el XVII es un período de decadencia científica. y que «igualmente condenó con repetición a Góngora y el gongorismo» ([1980], pp. 314-5).Un rastreo sistemático por la ingente obra crítica del autor de la Historia de las ideas estéticas me permite asegurar que no hay nada de ese persistente claroscuro y que, como en tantas cosas, Menéndez Pelayo ni fue un modelo de coherencia ni tuvo reparos en cantar la palinodia. A lo largo de su trayectoria historiográfica, la presencia y aceptación del marbete Siglo de Oro diseña una interesante curva evolutiva cuyos principales avatares vinieron a marcar, sin duda, con connotaciones ambigüas y valoración dispar su empleo por la crítica posterior. Esta curva pasa de un breve pero intenso rechazo del término, que concluye con la publicación de Horacio en España (1885), a una larga convivencia con otras rotulaciones intercambiables y una etapa final de circunspecta ausencia.

    En el temprano trabajo escolar sobre .Culteranismo, gongorismo y conceptismo. el futuro polígrafo se pliega a un empleo normalizado del término Siglo de Oro como equivalente de «época del mayor esplendor de las letras», y por ello se refiere tanto al «brevísimo siglo de oro» de la literatura latina como al «siglo de oro de nuestra poesía lírica». Y relacionando en ambas el fenómeno del culteranismo afirma finalmente que «siempre los siglos de oro traen en pos de sí las épocas de decadencia» (Varia, I, pp. 194-203). Pero ya en su «Programa de Literatura Española» (1878) el término está ausente, mientras aparece la siguiente secuencia: «Siglo XVI-Edad de Oro- continúa y llega a su apogeo el Renacimiento» (Estudios, I, p. 41). En los años siguientes falta asimismo la expresión Siglo de Oro, con dos notables -y contradictorias- excepciones que se producen por las mismas fechas. En cierta reseña de 1881 queda indicado que «es el P. Rivadeneyra uno de los prosistas más dulces, halagadores y amenos de nuestro Siglo de Oro» (Estudios, II, p. 65). Sin embargo en una de las famosas conferencias dictadas ese año y recogidas luego con el título Calderón y su teatro se encuentra el siguiente exabrupto: «Aquella sociedad española del Siglo XVI, continuada en el Siglo XVII, en eso que se llama Edad de Oro (y no Siglo de oro, porque comprendo dos siglos)- (Estudios, III, p. 113). La indeterminación polarizada por estas citas se refleja en la variada serie de expresiones alternativas que se suceden entre 1879 y 1885:

    [1879] «En cuanto a los poetas de la edad de oro apenas conocía [Lampillas] otra cosa que el Pamaso Español».

    «Mies más rica y abundante encuentra Lampillas en la poesía lírica y bucólica de los áureos tiempos de nuestra literatura- (Estudios, IV, pp. 80-2).

    [1881] «Para España la edad dichosa y el siglo feliz fue aquel en que el entusiasmo religioso y la inspiración casi divina de los cantores se aunó con la exquisita pureza de la forma».

    «[J. Verdaguer] No se desdeñaría cualquiera de nuestros poetas del gran siglo de firmar algunas de sus composiciones- (Estudios, II, pp. 89 y 110)

    [1885] «Nuestra lírica clásica»

    «Que Córdoba y Granada dieron en nuestra edad de oro excelentes poetas nadie lo negará»

    «Algunas de las novelas pastoriles que en nuestra edad de oro se compusieron» (Bibliografía, VI, pp. 293, 332 y 353).

    En Horacio en España emplea Menéndez Pelayo por vez primera el marbete Siglo de Oro con un propósito de caracterización histórico-crítica: «Este primer periodo de nuestra poesía clásica había creado la Oda y la Epístola horacianas... El desarrollar los gérmenes y completar la obra estaba reservado a la segunda generación literaria del Siglo de Oro- (Bibliografía, VI, p. 301). A partir de esa obra y en todos sus amplios panoramas, desde la Historia de las ideas estéticas a los Estudios sobre el teatro de Lope domina sin embargo un absoluto pirronismo terminológico. La fluctuación más arbitraria es detectable ya en la Historia de las ideas estéticas:

    «Casi todo lo que se ha escrito acerca de nuestra sublime escuela mística del siglo de oro carece de rigor y de precisión histórica» (II, p. 77).

    «La singular riqueza y exuberacia de la literatura musical española en los dos siglos de oro» (II, p. 461).

    «Quienes de tan cariñosa manera juzgaban el teatro español de la Edad de Oro» (III, p. 205).

    Pero se concentra y aun diversifica en 1as páginas introductorias de laAntología de poetas líricos castellanos (I, pp. 9-26):

    «El estudio de la gloriosa era poética exaltecida por Quevedo, Góngora y Lope».

    «Cada uno de los grandes maestros de la lírica castellana en su edad más floreciente... tuvieron tarde o temprano colección aparte»

    «Pertenecen las composiciones recogidas por Pedro Espinosa al siglo de oro de nuestra literatura»

    «La poesia lírica de los dos Siglos de Oro aparece muy pobremente representada en una Biblioteca tan vasta como la de Rivadeneyra»

    Por contra, en los escritos de sus últimos años Menéndez Pelayo parece haber evitado cuidadosamente el empleo de cualquiera de tales etiquetas, como muestra su total ausencia en los Orígenes de la novela. y en escritos menores posteriores a 1900 sólo se encuentran dos apariciones muy próximas cronológicamente (1908-9) de otro término: Edad de Oro:

    «[Fernández Espino] fue muy versado en la lección de nuestros autores de la edad de oro» (Estudios, V, p. 41).

    «El mayor espacio de nuestra colección [Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana} va dedicado naturalmente a la edad de oro de nuestra lírica (siglo XVI y principio del XVII)» ( Varia, 11, pp. 40-50).

    «El término acuñado en el Siglo XVIII, afincado en el extranjero en el Siglo XIX, pasó por etapas, que llegan hasta casi la guerra civil, de uso, pero no exhaustivo ni exclusivo. Desde luego es ya sintomático que al traducirse el año 1933 y 1934 sendos libros de dos hispanistas, Pfandl y Vossler, ambos sobre el periodo áureo en conjunto, aparezcan en sus portadas las denominaciones Edad de Oro y Siglo de Oro. Estos libros, reeditados varias veces... han debido de obrar mucho en pro de la lexicalización del término. (J.M. Rozas [1976], p. 27). El trazado me parece válido siempre que no dejen de atenderse otros elementos por igual determinantes. En particular la fluctuación de los términos en la obra de Menéndez Pelayo ha jugado como horizonte de referencia en variable combinación con otras dos vertientes en las que progresivamente se terminaría por imponer el marbete Siglo de Oro: la historia contextual (cultura y costumbres.) y la crítica formalista y estilística ligada en una u otra forma a la llamada Generación del 27.

    La indeterminación terminológica o el eclecticismo más absoluto dominan en la historiografía tradicionalista e idealista. Buen ejemplo de ello nos ofrecen los sucesivos compendios elaborados por M. de Montolíu. En su Literatura castellana se rotula un capítulo .La Edad de Oro. De Carlos I a Carlos II (1517-1700)-, estableciéndose .contra la opinión bastante generalizada, sobre todo por los historiadores literarios de tendencias deterministas, que atribuye a los hechos decisivos en la historia política de un pueblo una influencia soberana e incontrastable en la evolución de su literatura-, que el sincronismo epocal «no deja de ser relativo. y por lo que a España afecta, es de observar que el periodo de su máximo poderío político no coincide del todo con el de su máximo florecimiento literario, pues si aquel está comprendido en el siglo XVI, éste abarca más bien casi todo el siglo XVII, cuando el poder de España empezaba rápida y visiblemente a decaer bajo el cetro de los últimos monarcas de la casa de Austria» ([1937], pp. 656-7). En su obra más conocida -y todavía hoy uno de los más personales panoramas de la literatura áurea- el marbete Siglo de Oro aparece en el título ([1943]) pero no unifica el criterio calificador del período sometido a un sistemático vaivén: «Nuestra gran literatura del Siglo de Oro»; «nuestra literatura en los siglos XVI y XVII»; «nuestra literatura de la Edad de Oro» (pp. 3-4); «la gran poesía estoica de nuestra Edad de Oro»; «la gran literatura estoica del Siglo de oro»; «el examen del alma estoica de nuestra literatura de los siglos XVI y XVII» (PP. 417- 433 y 436).

    En 1929 se traduce la obra de L. Pfandl: Cultura y costumbres del pueblo español de los Siglos XVI y XVII, con el subtítulo Introducción al estudio del Siglo de Oro. En el prólogo del traductor se indica su exclusiva responsabilidad en esta rotulación: «Siglo de Oro; denominación inexacta... aunque expresiva por su contenido... Pfandl estudia la Edad de Oro -como él con acierto la denomina- directamente» (pp. XVII y XXVII). La «Introducción» del volumen sería por ello citada literamente por L. Pfandl en la de su Geschichte der Spanischen Nationalliteratur der Blütezeit (Friburgo 1929), título que traduciría mucho más correctamente J. Rubió Balaguer como Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro. La «Introducción» constituye un alegato de entonado tradicionalismo, que pretendía saldar con una hábil pirueta sofística tanto el arduo problema de la periodización como la definición terminológica. Al excluir Siglo de Oro como sintagma provocador de una doble y estéril malinterpretación de la cultura española proponía un reajuste relativo, que consigue camuflar pero no borra del todo el andamiaje de historia externa desde el que, en último término, se apela al término Edad de Oro. Además, la tautología explicativa de Pflandl se mueve por dos premisas cuyas connotaciones ideológicas no merecen comento, y que afloran por entre el esquema biologicista de vigor y decadencia: las de potencia militar y guía espiritual. Pese a la largo de la cita se hace imprescindible recoger aquí las páginas centrales de dicha «Introducción», como material apenas atendido por quienes se han venido acercando a la historia del concepto Siglo de Oro; «La presente exposición de la Historia de la Literatura española -afirma- comprende el periodo de su mayor florecimiento, aproximadamente desde 1550 hasta 1700. En otro libro mío he intentado justificar en la forma siguiente las razones de esta división en periodos: «Los españoles gustan de llamar Siglo de Oro a la época más brillante de su pasado, pero no están de acuerdo sobre cual de los dos siglos de los Habsburgos merece en realidad la primacía. Los unos se deciden por el Siglo XVI porque, según dicen, nunca el idealismo floreció más bellamente, porque todo el periodo no fue más que una continua y brillante ascensión, porque la degeneración y decadencia no se hicieron perceptibles ni en la literatura ni en la política, ni en la administración ni en la moral nacional. Para aquellos son Carlos V y Felipe II los fundadores y acrecentadores de la más grande España de todos los tiempos, y Fernando de Herrera, Luis de León, los místicos, Lope de Vega y el Quijote, que cierra el siglo, constituyen la quintaesencia y la perfección de la mentalidad española. Se limitan los otros al siglo XVII en el supuesto de que este periodo es el verdadero Siglo de Oro (a pesar de que en él se inicia la decadencia política y económica, de la cual prescinden en absoluto), que no sólo representa, como el precedente, el más alto grado de perfección, sino que también comprende la nacionalización más concentrada de la producción literaria y de las bellas artes...

    Nosotros, por nuestra parte, separamos la historia política de la literaria y basamos nuestro criterio en los siguientes hechos: España, como gran potencia europea, alcanza indiscutiblemente el predominio bajo Carlos V y Felipe VI... En cambio como pueblo de poetas, místicos, eruditos y artistas, desde los días de Felipe II hasta el último decenio de su decadencia política y nacional, es el guía y modelo de Europa, inigualado en solidez, interior, riqueza de formas y magnitud de ideas. La lírica y la mística del Siglo XVI pueden ponerse dignamente al lado del drama y de la novela del Siglo XVII. Por consiguiente, el Siglo de Oro se convierte para nosotros en una Edad de Oro, la cual se extiende desde el principio del reinado de Felipe II hasta la muerte de Calderón, o sea, desde 1550 hasta 1680» (pp. VII-VIII).

    La influencia de los argumentos de L. Pfandl, pese a su intrínseca perversión mecanicista y la inasimilable escisión que para una historiografía culturalista o de las mentalidades representa su enmarcamiento cronológico de la literatura de los Siglos XVI y XVII, llegan hasta el presente. Es explicable que los esquemas de diseño epocal en una obra por lo demás tan personal y rica en la concreta interpretación y juicio estético como la Historia de la literatura española de A. Valbuena Prat se resientan de gravitar (haciéndose eco o como reacción extremada) en la órbita marcada por L. Pfandl. Si Valbuena alude en alguna ocasión al rótulo Siglos de Oro es para referirse a que en la historiografía de «la centuria pasada solían incluirse en un grupo único o ampliando la base del primero, para considerar decadencia y mal gusto la parte esencial del segundo». Resulta evidente que prefiere el sintagma Edad de Oro, categorizando el Barroco incluso como .la plenitud de la Edad de Oro» (II, pp. 1-5; III, p. 3). Menos se justifica que en dos excelentes visiones de conjunto, muy alejadas por tempo y método de la Geschichte, las debidas a hispanistas del prestigio de J. Pérez y P.E. Russell, encontremos la reviviscencia de la periodización pfandliana. J. Pérez, que dedica un capítulo («Prélude au Siecle d’Or») al estudio de la literatura, indica expresamente que «le Siecle d’Or dans le domaine des lettres, ne comence vraiment qu’aprés 1550» ([1973], p. 116). P .E. Russell, por su parte, escinde la literatura anterior a 1550 de la que se produce tras esa fecha porque está vinculada a un .punto de referencia extrínseco: «La razón por la cual la literatura está vinculada al reinado de Carlos Ven la primera mitad del Siglo XVI corresponde al hecho de que en la literatura y en las ideas, como en la política, prevaleció en aquella época un cierto carácter internacional y europeísta que nunca más habría de manifestarse» ([1982], p. 86).

    Con el libro de J. Pérez y el de B. Bennassar, considerado en las páginas iniciales, nos introducimos en una tradición historiográfica que ha rendido óptimos frutos, y en la que desde distintos y hasta encontrados actitudes metodológicas se ha defendido casi siempre el concepto ligado al término Siglo de Oro. En esta tradición podrían destacarse por diferentes razones, además de los citados, los libros de F. Pietri (L 'Espagne du Siecle d'Or [París 1959]), M. Defourneaux (La vie quotidienne en Espagne au Siecle d'Or [París 1964]), y del propio E. Eennassar (Valladolid au Siecle d'Or [París-La Haye 1967]). Precisamente Defourneaux se hacía eco en los preliminares de su obra de cómo la expresión Siglo de Oro estaba «consagrada por el uso», aunque «en la misma España» era susceptible de una doble determinación: «O bien recubre todo el largo periodo -siglo y medio- que va desde Carlos V hasta el Tratado de los Pirineos, en el curso del cual el oro y sobre todo la plata venidos de América permiten a España sostener grandes empresas en el exterior y extender la sombra de su poderío sobre toda Europa, cuando incluso desde finales del reinado de Felipe II se manifestaban en su vida interior síntomas inequívocos de agotamiento económico; o bien se aplica a la época ilustrada por el genio de Cervantes, Lope de Vega, Velázquez y Zurbarán, y durante la cual España, debilitada políticamente, se impone a los vecinos por la irradiación de su cultura, que, particularmente en el terreno literario, da pie más allá de sus fronteras y especialmente en Francia a imitaciones de las que se nutrirá el Siglo de Oro francés» ([1983], pp. 9-10). Para él resultaba un concepto válido capaz de abarcar el ámbito de «descripción» y «comprensión» de un proceso evolutivo «de orden político y moral, cuya influencia se muestra con evidencia en los aspectos de la vida colectiva y en su reflejo literario» (p. II). F. Pietri, por el contrario, trazaba con desmedido lirismo la imagen homogénea y ultraconservadora de una España añorada,cuya evocación encabeza con una significativa frase de José de Maistre («Los siglos de la inteligencia no se ajustan a los del calendario»): «La designación Siglo de Oro, honra a un largo periodo de la historia de España, que comienza en los últimos años del Siglo XV para abarcar todo el XVI y la mitad del XVII y cuyo esplendor en el terreno del pensamiento y del arte como en el del periodo político, permanece insuperado hasta la fecha... El Siglo de Oro nos parece un día de sol que amanece con los Reyes Católicos, tiene su mañana luminosa en el reinado de Carlos V, su cénit en el de Felipe II, y cuyo largo crepúsculo en los de Felipe III y Felipe IV lanza todavía rayos de un sorprendente esplendor» ([1960], p. 25).

    Esta uniformidad en el empleo del marbete Siglo de Oro tiene su correlato en la propia historiografía española que atiende a los contextos culturales con documentación que proveniente en su mayor parte de las propias fuentes literarias. Es significativo que A. González Palencia, que en su conocida Historia de la literatura española (en colaboración con J. Hurtado) no hace uso del concepto Siglo de Oro, empleando una periodización política por reinados (en lo que le había precedido la Historia de J. Fitzmaurice-Kelly), titule su libro de 1940: La España del Siglo de Oro. La obra se inicia con la siguiente definición: «Se llama Siglo de Oro en la Historia de España al Siglo XVI de la Historia Universal; pero no coincide exactamente en la extensión del tiempo sino que comprende la última parte del XV, a contar del reinado de los Reyes Católicos, y se alarga después hasta la mitad del XVII, siglo que en llega al apogeo la cultura española y en el que se publica el Quijote, se divulgan los Sueños, de Quevedo y los poemas de Góngora, se hace nacional el teatro de Lope de Vega, se pintan Las lanzas y Las Meninas por Velázquez y se da vida a las imágenes atormentadas de Montañés, última evolución del Arte del Renacimiento» (pp. V-VI). El término aparece en numerosas ocasiones, aplicado tanto al conjunto histórico como a la creación cultural o a la literatura en particular:

    «Todos los españoles del Siglo de Oro... consideraron la Monarquía como el sistema de gobierno consustancial al país» (p. 53).

    «La sociedad española del Siglo de Oro tuvo gran respeto y admiración al clero» (p. 75).

    «La poesía española del Siglo de Oro» (p. 127).

    «El apogeo de la cultura española en el Siglo de Oro» (p.155).

    No querría explanarme en otros ejemplos repetitivos. Baste anotar, en opuesto terminal cronológico, el exhaustivo intento de reconstruir una imagen de la sociedad española de los siglos XVI y XVII debido a M. Fernández Alvarez. Acude al término Siglo de Oro como síntesis tituladora, definiéndolo así: «Periodo que va entre los tiempos de Jorge Manrique hasta la muerte de Calderón de la Barca... magno acontecimiento cumplido en un periodo breve de tiempo entre el reinado de los Reyes Católicos y el de Carlos II» ([1983], p. 9). A lo largo del libro puede rastrearse igualmente la útil elasticidad designativa del mismo:

    «La España del Siglo de Oro se gobernará desde Castilla» (p. 35).

    «La existencia de un cierto anticlericalismo en el Siglo de Oro» (p. 164).

    «La novela del Siglo de Oro» (p. 217).

    «Sería la última fase de nuestro Siglo de Oro, de aquel Barroco popular... representado por los Tirso, los Calderón, los Ribera, los Velázquez» (p. 1003).

    Podría argüirse que buena parte de los términos considerados con posterioridad a Menéndez Pelayo bordean la historiografía literaria desde supuestos laterales, y no conjuntan un razonable peso específico. Pero al unísono, como supo ver J .M. Rozas, se instrumentaliza también en dicha historiografía el término Siglo de Oro, que aunque «no sin ciertas reticencias todavía... sufre en los años 20y 30 su ampliación mayor... Eruditos y críticos de la generación del 20 y 30 usan ya normalmente antes de la guerra. ([1976], p. 27). A los ejemplos rastreados por este investigador podrían añadirse algunos muy significativos. Baste aducir los que encuentro en un ensayo de P. Salinas de 1937 rotulado «El héroe literario y la novela picaresca española (Semántica e historia literaria)»; «Es innegable que los novelistas españoles del Siglo de Oro auparon a este vulgar e innoble tipo humano a las alturas que hasta entonces habían sido reservadas para personas de nobleza y de vit1Ud. ([1983], p. 49).

    «Balzac se jactaba aquí de una operación literaria que corresponde a los novelistas españoles del Siglo de Oro» (p. 50).

    Pero me interesa recalcar los resultados de un recorrido sistemático por la obra del más importante critico de la generación del 27, Dámaso Alonso. No sólo se encuentra un constante empleo temprano y sin titubeos del marbete sino que además éste se hace recurrente con una sistematicidad que alcanza a su última obra critica. A mi modo de ver este empleo ha resultado tan decisivo para su fijación como contiene argumentos válidos para su mantenimiento.

    De 1927 es el ensayo caracterizador .Escila y Caribdis de la literatura española., del que entresaco las siguientes referencias:

    «y lo pintoresco español no se encontraba (a primera vista) en géneros como la lírica del Siglo de Oro» ([1978], V, p. 245).

    «Al decir literatura española equivalga a pensar preferentemente en el teatro del Siglo de Oro» (p. 246).

    «Unamos ahora la figura de Góngora a toda la línea de la poesía lírica del Siglo de Oro... y veremos que tenemos un magnífico desarrollo lírico que ocupa todo el siglo XVI y XVII» (p. 248).

    «Por cualquier parte que indaguemos en la literatura española del Siglo de Oro, nos encontramos la misma duplicidad» (p.253).

    «Es que el secreto de nuestro Siglo de Oro consiste en ser una síntesis de elementos contrapuestos» (p. 254).

    «Y así como el Siglo de Oro es la quintaesencia de la sustancia hispánica, así el Quijote es la condensación última del espíritu del Siglo de Oro» (p.255).

    No abundaré en otras citas, igualmente numerosas, que saltan al leer estudios anteriores a 1936, como los dedicados a la traducción del Enquiridion de Erasmo por el Arcediano del Alcor [1932] o las poesías de Gil Vicente [1934]. Después de la guerra civil Dámaso Alonso multiplicó, si cabe, el empleo del término, elevandolo a la categoria tituladora en libros como D.el Siglo de Oro a este siglo de siglas (1968) o el proyectado Estilística delPetrarquismo ydelSiglo de Oro o en el rótulo Poesía del Siglo de Oro puesto a una amplia sección de sus Obras completas. Pero interesan en particular dos artículos y un capítulo que plantean directamente el problema de la periodización. El primero, de 1956, se titula .En el pórtico de una antología de la poesía española. e incluye dos epígrafe sobre «la lírica del Siglo de Oro» y «La épica culta del Siglo de Oro». A él pertenece esta doble identificación de equivalencias:

    «Dovelas del espléndido arco de la lírica de España entre los dos arranques, siglos XVI, siglo XVII... a este desarrollo lírico español del Siglo de Oro» (p. 500).

    «Se prolonga a la largo del Siglo de Oro... penetra adelgazándose por los siglos XVI y XVII» (p. 505).

    En «La poesía vista desde el centro de nuestro Siglo de Oro», de 1963, se refirió D. Alonso a «este periodo -Siglo de Oro- cuyo centro va a coincidir con el reinado de Felipe II» ([1974], III, p. 44), estableciendo una expresiva comparación entre España y Francia, «país con tres Siglos de Oro». Por último, en su intento más comprehensivo de una explicación histórica, que abre el volumen primero de Góngora y el Polifemo (6 edición, 1974), bajo el título «Poderío y decadencia de España en los Siglos XVI y XVII y su reflejo en el arte literario. se traza un cuadro generacional que abarca desde 1500 a 1700, se considera a Calderón .la última gran figura del Siglo de Oro» y se establece la matizada hipótesis cohesiva de que la «curva de entusiasmo y depresión nacionales, que sigue isócronamente... la del poderío y la decadencia política y militar de España, se corresponde con la producción del Siglo de Oro» ([1984], VII, pp. 23-35).

 

    [IV] Si hubiera que establecer un balance que saldase el desigual recorrido histórico trazado en estas páginas, contando al mismo tiempo para su conforma- ción con la bibliografía elencada en torno al empleo del marbete Siglo de Oro aplicado a la literatura española de los Siglos XVI y XVII, podría disponerse como términos centrales en los siguientes:

    a) La existencia de una tradición valorativa que desde un compromiso nacionalista y, al tiempo, racionalista acuña y difunde el término. A partir de finales del XVIII éste arraiga en la historiografía literaria en grado diverso, pero sin que exista una alternativa seria propiciando su desarraigo, ni menos una intención teórica de desacreditarlo, al menos hasta la obra de L. Pfandl.

    b) La vacilación de equivalencia nominal con Edad de Oro, que atraviesa la obra de Menéndez Pelayo, es elevada por el hispanista alemán a una dicotomía irreductible de exégesis histórica. Pese a la fragilidad de sus tesis, el marbete sustitutorio arraiga e influye en cierta historiografía, que acepta incluso la periodización opositiva entre la literatura anterior y posterior a 1550.

    d) El triunfo en la década de los 30 y con más intensidad en la postguerra del término Siglo de Oro, empleado sistemáticamente por críticos como Dámaso Alonso y con variedad de enfoque por los historiadores de la cultura y la sociedad.

    e) y finalmente, en el otro fiel de balanza la operación nominalista de apenas una década de vida (los antecedentes -como en Menéndez Pelayo- son esporádicos) de sustituir el sintagma hasta entonces normalizado por el de Síglos de Oro. Operación que incluso trae consigo un gratuito desajuste terminológico para quienes se pliegan a aceptarla y que constituye, en la medida en que rompe -desconociendo- la semántica clasicista de Síglo (saeculum), un pecado de lesa cultura.

    En verdad, «la bibliografía reciente no se caracteriza por plantear lo problemas de periodización con demasiado énfasis» (A. Egido [1992], p. 1). Ante ello es deber inexcusablemente reaccionar frente a una arbitraria operación de diseño editorial que hace triunfar «actualmente la denominación Siglos de Oro divididos en Renacimiento y Barroco» (Ibídem). Sumando razones, se impone conservar el tradicional marbete Siglo de Oro. Cuando menos con la abierta predicación con la que observa P .E. Russell que «sería tan sólo una tentativa falta de sentido» el querer rechazarlo, haciéndonos «pensar en él únicamente como una abreviación de la literatura del XVI y XVII» ([1982], p. 96).