LAS PALABRAS MALSONANTES Y LAS OTRAS

José Martínez de Sousa

Barcelona

 

    Se ha dicho que no hay palabras bonitas ni feas, sino palabras que nos dicen algo o que no nos dicen nada. Si ahora yo pronuncio la palabra calamarrigero, que acabo de inventarme, el lector pensará: «No me suena». Porque las palabras suenan. Las que no suenan es como si no existieran. Si ahora pronuncio la palabra corondel, es muy probable que a usted tampoco «le suene», ya que se trata de un tecnicismo bibliológico. Para usted, que no la necesita y además la desconoce, es como si no existiera. De aquí que la expresión voz malsonante con que la Academia tilda ciertas palabras carezca de sentido. Define el Diccionario académico la palabra malsonante: «Palabra que ofende los oídos de personas piadosas o de buen gusto». Pues bien, pronunciar la palabra coño (y ustedes perdonen) delante de un extranjero piadoso y de buen gusto que desconozca el español es como pronunciar la palabra edificio, por poner un ejemplo. Lo que el extranjero oye son sonidos, simplemente. Tales sonidos pueden ser más o menos eufónicos, pero, al contrario de lo que sucede con las voces malsonantes, las palabras desconocidas no «malsuenan» por su significado, sino por su formación, por la sucesión de consonantes y por las vocales con las que consuenan. Esto me recuerda a un compañero de colegio que solía dirigirse a una monja entrada en años, de aquellas que gozaban pellizcando como castigo por un quítame allá esas pajas y que acompañaban el pellizco con un concienzudo retorcimiento, para que fuera más efectivo. Pues bien, el tal compañero, que a su vez era de la piel del diablo, se dirigía a la monja mientras ella se encaminaba a su costurero, y le decía: «Mire, sor Fulana, qué cojones cuelgan de la pared». Y, muy serio, señalaba un punto de la pared. La monja seguía impertérrita su camino... No quiero ni pensar qué le hubiera sucedido al tal compañero si a sor Fulana le hubiera «sonado» aquella palabra. Esto demuestra, creo, que las que llamamos voces malsonantes no son, a la postre, más que palabras. A sor Fulana, que podía contarse entre las personas piadosas, la palabra cojones no le «sonaba» ni bien ni mal, y por ello como si no existiera.

    El idioma español tiene palabras con sonidos variados, como murciélago, que comprende todas las vocales, pero algunas nos parecen monótonas. Por ejemplo, ¿qué me dicen de voces como colobolo, tocomocho, tocororo, cotomono, chachalaca, chipichipi, dividivi? Todas esas palabras figuran en el Diccionario de la Academia. Pero desde el punto de vista de la eufonía no nos parecen bellas. Tenemos algunas voces, como bonoloto (en otros países dicen totoloto, o algo parecido, y no es un consuelo), que no son precisamente un modelo... La palabra gamberro, cuyos orígenes se desconocen, parece pintiparada para designar aquello a que da nombre. ¿O acaso hubiera sonado igual de mal a nuestros oídos cualquier otra palabra que hubiéramos aplicado al que hoy llamamos gamberro? Ya los griegos decían que «la palabra perro no muerde», pero a uno que haya sido mordido o atacado por un perro la palabra perro le asusta, le conmueve. Es viejo el dicho de que no es bueno mentar la soga en casa del ahorcado... No cabe duda de que la palabra terror asusta, precisamente por su trasfondo connotativo. Nuestra subjetividad en relación con las palabras nos lleva a considerar fea una voz como guzpatarra, con que terminaba el primer volumen del Diccionario de la Academia en su edición de 1984. Sin embargo, la Academia nunca ha dicho que palabras como las mencionadas sean malsonantes...

    Las que llamamos voces o palabras malsonantes existen desde antiguo. Entre las más conocidas, y acaso las más pronunciadas (en todas las esferas de la sociedad, no solo en los estratos más bajos), están coño, cojones y joder, las tres derivadas directamente del latín, es decir, de noble estirpe etimológica. No todas las palabras pueden exhibir cartas de presentación tan linajudas... Es probable que estas voces surgieran juntamente con el primer martillazo que el hombre se dio en un dedo, o cuando un miliario se le cayó a un romano en un pie... En otros casos, especialmente las voces que adquieren morfología aumentativa, como cabrón o maricón, no son consideradas malsonantes por la Academia, sino vulgares. Da igual cómo las considere. De hecho, estas dos últimas suenan peor que las tres anteriores... Hay otras muchas que en algunos casos pueden convertirse en voces malsonantes: los huevos, el chocho, la picha, etc. Sin embargo, ¿malsonantes para quién y por qué? La palabra chingar, por ejemplo, que significa «practicar el coito, fornicar», tiene nada menos que nueve acepciones en el Diccionario de la Academia, y sólo en una de ellas dice que es malsonante. Por poner un ejemplo con esta misma palabra, yo puedo asegurar que Fulano chinga (es decir, «bebe con frecuencia vino o licores», que es su primera acepción) sin que (al menos en España) nadie levante el rostro escandalizado. Sin embargo, si digo, con el mismo tono, que Fulano chinga con Fulanita, la palabra adquiere, por lo visto, un sonido extraño, ya que en esta acepción «es malsonante» (!).

    ¿Qué hacemos, pues, con las palabras malsonantes? En primer lugar, recogerlas del habla viva o de la literatura y colocarlas en los diccionarios, definirlas adecuadamente y ponerlas a disposición del usuario del lenguaje. No sólo del que necesite utilizarlas, sino también de quien desee conocer su origen o etimología y significado. En este menester fue siempre lenta la Academia. No estaba exenta la institución de cierta justificación: dado que las palabrotas no debían decirse (según decisión de alguien que nunca se pegó un martillazo en un dedo), la Academia, puritana, no las recogía: las ignoraba. Se dice que fue Camilo José Cela (en la Academia desde 1957) quien influyó decisivamente para que la institución abriera las páginas de su Diccionario a las palabras malsonantes. Sea como fuere, es lo cierto que tales palabras comienzan a aparecer en el Diccionario académico en su edición de 1984 (aunque ya antes admitía collón, collonada, collonería y acollonar, todas relacionadas con la cobardía, siendo así que provenían de la misma etimología que cojón; hoy, por ejemplo, la Academia define acollonar con el verbo acojonar, mientras que antes lo hacía con el verbo acobardar...). María Moliner, en su excelente Diccionario de uso del español, publicado en dos volúmenes en 1966 y 1967, evitó cuidadosamente el registro de las palabras malsonantes, actitud de la que se arrepintió una vez editada la obra. Y es que, volviendo al principio, las palabras no son bonitas ni feas. Es nuestra subjetividad (aparte de la eufonía), en la medida en que las conocemos, las identificamos y las dotamos de sentido, la que hace que nos parezcan bellas o no.

    Como resumen, tal vez podríamos llegar a la conclusión de que en sentido estricto no hay palabras malsonantes, sino, por un lado, palabras poco eufónicas (como gamberro, guzpatarra, bonoloto); por otro, palabras ofensivas (como maricón, cabrón, puta), y, finalmente, palabras socialmente inconvenientes (como coño, cojones, joder), palabras, todas ellas, que solo se pronuncian cuando uno se siente compelido a ello. Leí en cierta ocasión que podía considerarse como un fenómeno contrario a la naturaleza humana el hecho de que un señor, al llegar a su casa y encontrarse a su mujer yaciendo con otro, preguntara ingenuamente: «¿Qué sucede aquí, María?». La lógica exige otro tipo de expresión.

    Sin embargo, no se olvide que quien utiliza gratuitamente y sin justificación alguna las voces ofensivas o las inconvenientes (como sucede, por ejemplo, en ciertas películas y ciertos programas de televisión) es porque está mal acostumbrado. El lenguaje se convierte entonces en grosero.