RECENSIONES I

 

Emilia Fernández de Mier-Félix Piñero (eds.), Amores míticos (A. Mª Villena Blanca). Miguel C. Vivancos Gómez y Fernando Vilches Vivancos, La Regla de San Benito: traducción castellana del siglo XV para uso de los monasterios de San Millán y Silos (Mª E. Rubio Perea). Karl Vossler, La soledad en la poesía española (J. M. Serrano de la Torre). Mª Azucena Peñas Ibáñez, Análisis lingüístico-semántico del lenguaje el «gracioso» en algunas comedias de Lope de Vega (S. Robles Ávila). Isaiah Berlín, Three Critics of the Enlightenment: Vico, Hamann, Herder (T. Miguel Alfonso). Pedro Aullón de Haro, Schopenhauer sobre la lectura (J. Caralt). Mary Shelley, Frankenstein (R. Miguel Alfonso). José Luis Villacañas Berlanga, Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España (A. Rivera García). Javier Lluch y Juan Oleza (eds.), Vicente Blasco Ibáñez (1898-1998). La vuelta al siglo de un novelista. Facundo Tomás (eds.), En el país del arte. 1 Encuentro Internacional Vicente Blasco Ibáñez: Literatura y Arte en el entresiglos hispánico. José Mas y Mª Teresa Mateo, Vicente Blasco Ibáñez. Ese diedro de luces y sombras (J. Caralt). Ángel Crespo, Juan Ramón Jiménez y la pintura (A. Mª Villena Blanca).

Publicadas en Analecta Malacitana, XXIV, 2, 2001, págs. 589-611.

 

Emilia Fernández de Mier-Félix Piñero (eds.), Amores míticos, Ediciones Clásicas, Madrid, 1999, 281 págs.

 

    Con motivo de unas conferencias organizadas en el año 1998 por la Delegación de Madrid de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, Ediciones Clásicas da cuerpo al volumen del que nos ocupamos teniendo como artífices del mismo a Fernández de Mier y a Félix Piñero. Junto a la labor de compilación llevada a cabo por este tándem, la obra cuenta además con el acicate de un pequeño resumen —«en un renacido lenguaje ovidiano»—, previo a cada conferencia, realizado por V. Cristóbal, Catedrático de Filología Latina en la Universidad Complutense. Diez son los especialistas que conforman el total de la obra y diez los mitos que se abordan. Mitos de amores convertidos en símbolos para la literatura, las artes y la cultura de Occidente: Cupido y Psique, Polifemo y Galatea, Píramo y Tisbe, Fedra e Hipólito, y así hasta realizar un completo recorrido por todos los paradigmas de pasión, ternura, quejas, llantos; acogidos todos ellos bajo el aglutinador título de Amores míticos.

    Ruiz de Elvira es el encargado de abrir la edición con «una joya de la literatura clásica»: el mito de Cupido y Psique. Narración atravesada por el cuento popular y por los más puros elementos mitológicos: relación tormentosa entre una bellísima mujer mortal —rodeada de envidiosas hermanas— con un dios inmortal. Ovidio, Apuleyo, Lope, Calderón, Darío y tantos clásicos que, bien en tono serio y elevado o divertido e ingenioso, han tratado sobre aquélla que al propio Amor enamoró. Ruiz va desgranando en su trabajo los elementos dignos de reflexión dentro del mito, las influencias ejercidas en la literatura europea, así como puntuales citas referidas a estudios de su propia autoría y que son de interés para el investigador que quiera ampliar en la línea de los alegatos del autor del artículo.

    Polifemo y Galatea (y Acis) nos llega de la mano de P. Flores. Teócrito, Ovidio, Lope de Vega, Luis Carrrillo y Sotomayor, Góngora, Torrente Ballester —por acercarnos hasta nuestros días— y muchos más han transmitido durante siglos el mitema y tragedia de la hermosa Galatea —recurrente tópico de amor entre la bella y la bestia o el establecimiento de la polaridad belleza-fealdad—, enamorada de Acis y que despertó un profundo amor en el Cíclope Polifemo, gigante homérico que ya desde La Odisea siempre aparece feroz y grotesco —asociado con la maldad y la perversidad—, siendo Ovidio quien narre, «por primera vez, la historia de amor de la bella Galatea.

    Oh Galatea, más blanca que las hojas de la nívea aleña, más florida que los prados, más esbelta que el alto quejigo, más brillante que el cristal...

o bien en palabras de Góngora:

    Ninfa, de Doris hija, la más bella, / adora, que vio el reino de la espuma. / Galatea es su nombre, y dulce en ella / [...] lucientes ojos de su blanca pluma...

    o de Lope de Vega en el canto segundo de su poema Circe:

    O más hermosa y dulce Galatea, / que entre las mimbres de la estrella helada / cándida leche pura de Amaltea / que en el cielo formó senda sagrada...

    Pero la profunda fuerza del amor va a dar lugar a que el Cíclope no sólo sienta preocupación por su belleza física o externa para atraer a la amada, sino también por la interna, metamorfoseándose en un ser manso y con deseos de agradar, aunque al darle muerte a Acis será maldecido para siempre por Galatea. De este riquísimo relato amoroso podemos extraer una triple vertiente analítica establecida mediante los dualismos: «belleza-fealdad, armonía-discordia, amor-muerte, y cuya conclusión puede dilucidarse argumentando que tan sólo se alcanza la «civilización» por medio del amor, aunque a veces el amor se recupere por medio de la muerte, la misma que sirve a Polifemo para tratar de ganar el amor de Galatea.

    Pasífae, reina de Creta, casada con Minos —hijo de Zeus—, se ha enamorado de un toro. Hablamos del mito de Pasífae y el toro, a quien Villa Polo le ha dedicado su estudio adjetivándolo de «mito sencillo» de «escasa intervención divina», aunque parece ser que «varios rasgos de esta historia es posible que remonten a aspectos culturales de la civilización minoica». Fuentes como Apolodoro o Eurípides, así como el haber sido «una de las historias amorosas favoritas de la Antigüedad o «la utilización del mito con fines políticos» —como hizo la poderosa Atenas con Teseo— dan lugar a que se haya realizado un abundante tratamiento del mito dentro de las representaciones plásticas y literarias de la época antigua. Por el contrario, el mito de Pasífae no gozó de gran popularidad en el Renacimiento o el Barroco. Queda, por tanto, su papel dentro de la mitología relacionado con «la aparición de una figura poderosa y emblemática como la del Minotauro».

    Felicidad y recompensa pueden ser los dos términos que describan acertadamente al Filemón y Baucis comentado por Álvarez Morán. Siguiendo a Ovidio, modelos helenísticos de las características de la Hécale de Calímaco organizan la hospitalidad que ofrecen los vetustos ancianos a los dioses disfrazados. No es la primera vez que Ovidio utiliza el tema de la visita de los dioses a los humanos. Tema que será igualmente de clara recurrencia en la tradición judaica: visita de Yahvéh a Abraham y Sara —paradigma del amor en la vejez y de respeto a los dioses—, en el Génesis, o también la similitud con el milagro de la boda de Caná, según relato del Evangelio de San Juan, sin olvidar el Acto Quinto de Fausto, donde Goethe aparece recogiendo la «bella historia de amor en la vejez», o las muchas adaptaciones que se han hecho de tono «moralizante, burlesco, satírico, dramático, en óperas o en ballets», pero siempre con el mismo mensaje: «la fuerza del amor es imperecedera».

    Una serpiente, una novia y un amante músico. Trío singular para dar cuerpo a Orfeo y Eurídice. Será Montero Montero quien a través de su análisis nos recuerde que a partir del presente mito «el nombre de Orfeo aparecerá ligado a las doctrinas órficas que enseñaban a despreciar el cuerpo como sepulcro del alma y a practicar un modelo de vida que incluía ritos de purificación». Sin olvidar que «los relatos más extensos y [...] poéticos de los amores de Orfeo y Eurídice son de escritores romanos: Séneca, Estacio, Apolodoro, Conón, Fulgencio [...], Virgilio y Ovidio. De ahí que desde la antigüedad clásica « la figura de Orfeo se haya convertido en símbolo de poder y de encantamiento de la música, la poesía y [la] representación [...] del amor que se enfrenta a los poderes de la muerte». Su influencia es amplia en toda la literatura: Gacilaso, Ronsard, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Juan de Jaúregui, Góngora, Quevedo, Hölderlin, Goethe, Novalis, Nietzsche, Rilke, Tennesse Willians, etc.

    Amor y guerra, belleza y fiereza: Venus y Marte. Estas dicotomías expresan de manera sintética el trabajo de Martín Sánchez y su recorrido para ilustrar el mito a través de las fuentes clásicas: Homero, Ovidio, Luciano, Higinio, Reposiano, etc.; constituyéndose el Tema de Venus y Marte como un clásico favorito para todos los artistas en general. Igualmente, a partir del Renacimiento, muchos serán los artistas que recurren al mitema presente para dar cauce y expresión a sus obras. Léanse como ejemplos: Garcilaso, Aldana, Quevedo, Polo de Medina, García Lorca, o pintores como Tintoretto o Veronés, Velázquez. El mito nos recuerda la necesidad de la armonía, de la concordia «que hace grande lo más pequeño, la discordia todo lo destruye por muy grande que sea».

    Hero y Leandro o la historia de los amantes que fueron arrastrados por el temporal y las olas. Cristóbal López nos documenta sobre el origen helenístico de esta leyenda transmitida por las Heroidas de Ovidio y reescrita, acogiéndose a esta fuente, por: Alfonso X, Garcilaso, Gutierre de Cetina, Jorge Manrique, Hernando de Acuña, Juan de Arguijo, Lope de Vega y un largo etcétera. Robándole las palabras al mismo Virgilio —refiriéndose a Hero y Leandro—: Fortunati ambo!, ya que se puede argumentar que gracias a la poesía ambos han conseguido seguir viviendo «en el recuerdo de las generaciones».

    Decir Píramo y Tisbe es nombrar como única fuente clásica los 111 hexámetros del libro cuarto de las Metamorfosis de Ovidio, según señala A. Carreira en su exposición sobre el tema. Pero también podemos tomarnos la licencia cierta de señalar que es sinónimo de decir W. Shakespeare y Romeo y Julieta o El sueño de una noche de verano. Ruiz de Elvira, editor y traductor de las Metamorfosis ha llevado a cabo una interesante sinopsis del relato ovidiano que por su interés ilustrativo para la comprensión del mito reproducimos sucintamente: «Píramo y Tisbe son dos enamorados [...] que, viendo su amor estorbado por sus padres, sin poder hablarse más que a través de una grieta del muro que separa sus casas, acuerdan reunirse por la noche en un paraje solitario [...]; llega primero Tisbe, pero al ver acercarse una leona, huye dejando caer un velo; la leona, que tiene el hocico ensangrentado de la reciente matanza de unas reses bovinas, juguetea con el velo, y lo abandona allí mismo, manchado de sangre, alejándose; llega Píramo y, al ver el velo, cree que Tisbe ha sido presa de alguna fiera, y se suicida; vuelve por fin Tisbe, que a su vez se suicida sobre el cadáver de Píramo..., siendo la metamorfosis que se relaciona con esta historia [...] la de los frutos del moral, que de blancos que eran se convirtieron en negros, por haber salpicado la sangre de Píramo».

    Relato de dioses casi ausentes —con un Píramo lacónico—, que se convierte en una leyenda de amplia presencia en el siglo de oro español: Cristóbal de Castillejo, Gregorio Silvestre o Góngora —entre otros—; considerado este último, tanto en esta Fábula como en el Polifemo, el mejor crítico de Ovidio.

    Si Cupido y Psique son los amores entre una bella mortal y un dios, los del argonauta Peleo y la nereida Tetis —comentados por García Gual— son justamente el reverso de la moneda: matrimonio entre una diosa y un mortal cuya leyenda fue cantada por Catulo para loar al glorioso guerrero Aquiles, hijo de ambos. De nuevo aparece en este mito la tendencia griega hacia la tragedia, representada por la voluntad de unos dioses superiores que manejan el destino infligiendo dolor y pena. Ello nos hace recapacitar sobre lo que aduce al final de su exposición García Gual: «En el fondo todo estaba tramado, como bien sabía Homero, para que los poetas tuvieran temas para cantar y contar a las generaciones futuras».

    Con Fedra, estamos de nuevo ante un mito repetidamente abordado por autores y crítica a la lo largo de la historia literaria: amores frustrados de una madrastra —Fedra— por Hipólito, el hijo de su marido. Relación incestuosa de una mujer mayor y un chico joven que contraviene la norma moral y social. Es por tanto un enamoramiento «doblemente escandaloso, tanto por el parentesco que les une como por la diferencia de edad que los separa». A la memoria nos vienen otras representaciones del mito —Séneca, Vargas Llosa, Unamuno—, tantas y todas una, ya que, «en sus distintas versiones, el mito de Fedra e Hipólito presenta un conflicto amoroso con la categoría de universal humano, y es que ésa es, a fin de cuentas, unas de las funciones más importantes de los mitos».

    Llegados al epílogo de nuestro recorrido, y teniendo siempre presente que el todo contiene a las partes, hemos querido centrar nuestra atención en la idea de recapitular las aportaciones de cada uno de los estudiosos que conforman el presente volumen bajo el mismo marbete aglutinador que da nombre a la propia edición que nos ocupa. De tal suerte, que creemos haber acercado al lector —de manera esquemática— un mapa mitológico de amores desgraciados, brutales, adúlteros, imperecederos, inconsolablemente musicales, guerreros y bellos, ahogados por su propio amor, engañados por las apariencias, e incomprendidos moral y socialmente, pero siempre amores que se han ido entrecruzando con el nacimiento y formación de los saberes de occidente hasta formar parte metafórica de su misma expresión amorosa.

 

A. Mª Villena Blanca

 

 

Miguel C. Vivancos Gómez y Fernando Vilches Vivancos, La Regla de San Benito: traducción castellana del siglo XV para uso de los monasterios de San Millán y Silos, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 2001, 149 págs.

 

    Con esta nueva publicación, el Instituto de Estudios Riojanos vuelve a cumplir con sus objetivos de fomentar, coordinar y difundir la cultura e investigación sobre temas riojanos. En esta ocasión, los autores nos presentan una traducción castellana de La Regla de San Benito basada en los dos manuscritos del siglo XV que se encuentran en los monasterios de San Millán de la Cogolla y San Sebastián de Silos. La Regla para Monjes, escrita por San Benito abad hacia el fin de su vida (540 d. C.), ha sido durante siglos norma y guía espiritual de innumerables comunidades monásticas. Prueba de ello son las numerosas traducciones que de este manuscrito latino («Regula Monachorum») se han hecho a lo largo de la historia. Para San Benito cada monasterio es una «escuela del serviçio de nuestro Señor Dios» (pág. 51), que tiene como objetivo llevar a sus miembros hacia la plena maduración de la vida recibida en el bautismo, siguiendo como modelo la Iglesia. En esta obra no sólo se recoge normas de buena conducta, sino que además se orienta a la comunidad cristiana sobre el oficio de los monjes. Títulos como: «De quatro maneras e vidas e de monjes», «De la obedencia de los discípulos», o «De cómo se debe anunçiar la obra de Dios» forman algunos de los setenta y tres capítulos de los que se compone esta obra.

    Esta edición de La Regla de San Benito es fruto del trabajo de Miguel C. Vivancos y Fernando Vilches que presentan un manual de uso para los monasterios de San Millán y Silos, donde se cubren las lagunas u omisiones encontradas en los antiguos manuscritos, y aporta datos de interés sobre «la prosa cuatrocentista en lengua castellana, época a la que se adscribe» (pág. 23). Los autores nos presentan una edición donde se respetan las grafías originales, salvo en los casos que su conservación supone una menor claridad del texto. Así, por ejemplo, se recomponen las sílabas y palabras con criterios morfológicos actuales; se desarrollan todas las abreviaturas; se siguen las normas generales para el uso el uso de la mayúsculas y minúsculas y para la acentuación; y se regulariza el uso de u, v, i y j.

    El corpus del trabajo se encuentra dividido en dos bloques: el primero de ellos, la Introducción, está formado por cuatro apartados, donde se tratan aspectos tan necesarios como la lengua o las normas de transcripción empleadas en el texto; el segundo, la traducción de la Regla de nuestro padre Sant Benito, comienza con el índice de los capítulos del manuscrito y continúa con el desarrollo de cada uno de ellos que ocupa el eje central de la obra.

    El primer apartado de la Introducción, denominado el Contexto histórico, se centra en la estrecha relación que existió durante siglos entre ambos monasterios. Esta unión se remonta a la época anterior a la llegada del abad Domingo a San Sebastián de Silos con el encargo de restaurar el decaído monasterio, concretamente al año 954, donde se encuentra un primer documento del cartulario silense en el que se hace mención de San Millán. La traducción al castellano de la Regla de San Benito realizada en el monasterio de San Millán en el siglo XV, de la que se sacó simultáneamente una copia para Silos, viene a confirmar aún más la conocida relación.

    El segundo apartado se encarga de la descripción de los dos manuscritos, el de San Millán y el de Silos. En este apartado se ofrece una relación detallada de la composición y contenido de ambos. Los dos manuscritos datan de principios del siglo XV prueba de ello es el uso en la escritura de una «gótica libraria caligráfica redonda, de módulo mediano y fácil lectura» (pág. 19). Cabe destacar que algunos errores, omisiones y correcciones del códice de Silos, denotan que la traducción de San Millán fue primera y sobre ella se sacó la copia destinada al monasterio de San Sebastián.

    Sobre los aspectos lingüísticos del texto se ocupa el tercer apartado de la Introducción. Partiendo de obras como, Fonología española de E. Alarcos, De la pronunciación medieval a la moderna en español de A. Alonso, Historia de la lengua de R. Lapesa, o Gramática histórica del español de R. Penny, de las cuales se han servido, Miguel C. Vivancos y Fernando Vilches estudian cuestiones relacionadas con el conocimiento filológico del texto. En el subapartado dedicado a la fonética del texto y sus grafías, los autores hacen un breve repaso por algunos de los procesos constitutivos del vocalismo y consonantismo castellano, donde las grafías y la realidad fonética y fonológica del texto «parecen las propias de la lengua del siglo XV, lengua bajomedieval» (pág. 25). De este modo, se observan algunos aspectos significativos de la lengua de principios de siglo como la alternancia de las grafías -t y -d finales en abat, humildat y salut frente a voluntad, verdad y piedad; se mantiene la correlación de sonoridad en las sibilantes (sordas / sonoras) como se observa en algunas muestras de la sibilante dental sorda çelebrar, çerca frente a otras de la sibilante dental sonora fazer, dize, asaz y juzgare; en cuanto a las palatales, se mantiene la grafía x para la representación del fonema palatal sordo /š/ dixo y proximo, y la grafía j para el sonoro /:/ justiçia y juzgare.

    En los subapartados dedicados a la gramática y a la sintaxis del texto podemos ver el uso de la forma vos en lugar de la innovadora os, o el uso de formas verbales viejas como veer y seer. También se observa la presencia del artículo ante el posesivo como la tu lengua, la su guarda, los vuestros corazones, y se mantiene la colocación del pronombre enclítico después del verbo, dízete, tiénelas. Respecto a la sintaxis aparecen formas muy innovadoras, donde se observa «una buena trabazón sintáctica entre las oraciones y periodos» (pág. 33). Se abandona la yuxtaposición y se utilizan mucho más las oraciones coordinadas con conjunciones copulativas (e, porende, nin), adversativas (mas, empero) o disyuntivas (si quier...si quier); y las oraciones subordinadas del tipo adverbial causal con ca (LXVI), pues (LXX); temporales con después (III, 3), luego que (V, 1), ante que (pról. 3) o mientra que (LXV, 2); consecutivas con que (que non sea osado, p. 54) o atal que (non fuere atal que meresca, LXI).

    Por último, el subapartado sobre el léxico presenta los cultismos propios de la época como tracte o solemne, documentado en el texto como solennidat o solepnidades, natura, «palabra muy abundante en la poesía castellana cuatrocentista» (pág. 34), o delectaçión procedente de la forma latina delectare. También se presta atención en este apartado a la derivación léxica y a la creación de vocabulario. Así, llama la atención la derivación con sufijos patrimoniales en –ero y –eza como derechurero, alteza o madureza; sufijos añadidos a bases cultas o patrimoniales, en –ura, como escriptura o estrechura; y composiciones del tipo adverbio + verbo en la forma menospreçiador (págs. 35-37).

    Un breve apartado, dedicado a las normas usadas en la transcripción, da paso a la reproducción del texto y cierra el bloque de la Introducción. Los autores han optado por realizar una edición anotada donde se aportan datos de interés como son la prolongación de alguna cita del manuscrito original por el traductor debido a sus conocimientos de la Biblia (nota 158); o ciertas omisiones de algunas de las palabras del texto latino porque el amanuense no ha sabido traducirlas (nota 166). Además, los autores nos advierten en las notas de ciertas lagunas encontradas en los textos del siglo XV debido a la falta o pérdida de algunos sus folios. Así, en la nota 25 se nos indica la ausencia de algunos folios que componen el índice del manuscrito de Silos; y en la nota 175, nos advierten de una laguna hallada en el manuscrito de San Millán, la cual ha sido resuelta siguiendo la copia de Silos.

    En definitiva, estamos ante una nueva edición de los manuscritos del siglo XV sobre La Regla de San Benito, que no sólo responde a fines históricos sino que además sopesa cuestiones filológicas de interés para la ecdótica y lingüística del texto. Un trabajo serio y útil que resultará provechoso para el estudioso que desee profundizar en el español del siglo XV. Además, este pequeño volumen en tapa dura va acompañado en su interior de imágenes de los manuscritos originales que constituyen un valioso ornato del trabajo.

 

Mª E. Rubio Perea

 

Karl Vossler, La soledad en la poesía española, Visor, Madrid, 2000, 312 págs.

 

    La pretensión de dar noticia de un libro como La soledad en la poesía española, de K. Vossler, manifiesta una profunda contradicción con la difusión y la elevada estima de los valores que lo constituyen, hasta el punto que un encarecimiento de su legado pudiera resultar irónico [1]. Desde que estas páginas vieron la luz en 1940, han supuesto un grado insalvable y necesario para todo aquel que se acercara a la poesía española del Siglo de Oro, véanse estudios relativamente recientes como los de A. Egido o J. Roses [2], por citar un par de ellos al azar, donde este libro se convierte en fundamento continuo de proposiciones más avanzadas, o el de B. Ciplijauskaité, que bajo el troquel vossleriano escribe La soledad y la poesía española contemporánea [3]. Y es que La soledad en la poesía española goza de dos componentes que lo convierten en un texto inmarcesible; primero, su carácter elemental y didáctico al proponer un panorama básico respecto a la poesía del Siglo de Oro bajo un concepto tan complejo y abarcador como es el de la soledad, y segundo, su capacidad de sugerir y apuntar asuntos susceptibles de estudios pormenorizados imposibles de satisfacer en los límites lógicos que se imponen al proyecto del hispanista alemán.

    Esta simple perspectiva no sólo justifica la necesidad intelectiva de conocer el libro, sino que, dentro de esta misma idea, existe la exigencia implícita de una continuidad editorial que garantice su permanencia. Por consiguiente, toda vez que la estampa nos devuelve sus páginas no puede sino recibirse, al menos, con el animoso aplauso que produce la satisfacción de lo restituido, porque desde que se editó hace sesenta años, el recurso a este libro se había convertido en una aventura difícil, cuyo acometimiento venía a destilar un acusado sentimiento de privación. Al mismo tiempo, y desde una óptica inversa, esta nueva impresión debida a Visor Libros viene a sancionar la importancia y el interés de este estudio, a la vez que garantiza su accesibilidad.

    Este cúmulo de circunstancias viene a legitimar sólidamente la presente reimpresión desde que el texto se editó en 1941 por primera vez en español, con los tipos de la Revista de Occidente. Con todo, la amplia trayectoria crítica de este ensayo, eslabón ineludible para la formación del hispanista en la poesía del Siglo de Oro, se desaprovecha al reducirse a una mera reproducción del texto. Se echa de menos una nueva edición en lo que ello comporta, es decir, una consideración detenida de los contenidos en su transitada circulación filológica desde 1941 en lo concerniente al desarrollo posterior de tantos aspectos que han cobrado carta de naturaleza en tan amplia diversidad de trabajos, así como en lo que respecta a una actualización bibliográfica, tareas ambas que habrían hecho del libro una herramienta aún más valiosa. En consecuencia, recobra su actualidad —no así toda la calidad del juicio emitido— la recensión que sobre este texto realizó J. de Entrambasaguas en 1942 [4]. Al poco de iniciar su comentario, no se hace esperar una rotunda denuncia sobre las deficiencias de la traducción del alemán, delatadas en detalles como que «el traductor ha cometido errores sólo explicables si ha ido escribiendo lo que alguien le leía en alemán, y al correr de la pluma, en español». Una amplia nota da cuenta de las inconveniencias del traslado, que en su conjunto advierte de un «descuido absoluto del idioma». En este sentido, no ha sido satisfecho Entrambasaguas, ni en lo que se refiere a la traducción ni en lo que respecta a la reedición del texto de Vossler cuando expresa con palabras desiderativas: «Confiemos que en la segunda edición, que, merecidamente, ha de tener pronto, se corrijan estos defectos que ensombrecen el conjunto total». Unos inconvenientes que, por otro lado, en nada menoscaban «la erudición inagotable y la finísima sensibilidad crítica del gran profesor alemán», que en La soledad en la poesía española «se muestran con toda la solidez y lozanía que le son peculiares». Pese a que el juicio crítico de Entrambasaguas da cumplida cuenta del texto vossleriano, sin embargo, adolece de cierto fragmentarismo que, en general, no deja percibir nítidamente el hilo argumental que propone el estudioso germano para la articulación de su discurso, como es el motivo de la soledad. Desde su misma concepción, el libro presenta una estructura tripartita, conforme a la cual, la primera sección, «Trova, humanismo, quietismo», plantea el concepto de soledad en un sentido historicista, haciendo explícitos los matices semánticos que van integrando una prolongada variabilidad y consiguiente enriquecimiento desde la época medieval hasta finales del siglo XVII. Para la exposición de estos detalles significacionales no deja de dedicar algún capítulo a autores concretos, pero más para sorprender un nuevo matiz en el concepto que para dilucidar el empleo particular del mismo. Precisamente, éste es el cometido que pretenden desentrañar las otras dos secciones, configuradas en torno a dos centros de sentido en los que se despliega de modo más señalado el motivo de la soledad. La segunda sección «Recogimiento religioso y autos sacramentales», y la tercera, «Magia, desengaño, ilustración» constan de una serie de capítulos dirigidos a un autor distinto en relación con su concepto de soledad, desde Fray Luis de León a Pedro de Salas en el primer caso, y de Calderón a Tirso de Molina, si bien deja a Ramón Llull para el final, en la tercera sección, antes del apartado conclusivo.

    El estudio se inicia con la precisión del término, de modo que «nos parece el vocablo español soledad un neologismo erudito, nacido por influencia de la lírica galaico-portuguesa de la Edad Media» (pág. 13), sin embargo «es decididamente definitivo para el lenguaje usual castellano que en ninguna época y en ningún círculo literario, ni una sola vez en los poemas de amor, el significado objetivo de soledad se encuentra en desuso como en el portugués» (pág. 18), y eso que «en castellano el significado sentimental a veces es llevado aún más lejos que en portugués» (pág. 19). En definitiva, «hay, por tanto, tan sólo una soledad relativa o aproximada, nunca una soledad total, bien que se aspire a ésta como a un último objetivo o se evite» (pág. 29), en la medida en que bajo el concepto totalizante «solemos oponer la soledad a la sociedad» (loc. cit.), constituyendo el segundo el «más natural» (loc. cit.).

    A partir de ahora, Vossler desarrolla la modulación del concepto en una diversidad de realizaciones genéricas que comienza con los trovadores y la poesía popular. Aquí, las tres formas de aislamiento enunciadas, «la mística, la ascética y la mundana» (pág. 34), sufren un proceso de «acentuación religiosa y espiritualización del amor sensual» (loc. cit.) que contribuyen a su confusión definitiva. Un grado posterior muestra en el siglo XV una inclinación distinta, «Gil Vicente y los amigos de su poesía, el alto señorío y el pequeño pueblo, no gustaban precisamente de estas mezclas de amor divino y sensual, de exaltación monástica y erótica y de nostalgia» (pág. 43), de forma que «el eremita llegó a ser una figura grotesca o festiva» (loc. cit.). Sin embargo, en este segundo punto, Vossler advierte, «aunque tímidamente, un nuevo motivo. En la época de los descubrimientos se despertó el sentido de los paisajes yermos, inhóspitos, deshabitados» (pág. 47), en lo que ya empezaba a calar una cierta inspiración petrarquesca. Justamente, la percepción de la soledad propiciada por el vate de Arezzo instaura condiciones muy distintas a las que hasta ahora venían acompañando la expresión de la solitud. Con Petrarca, «la soledad se transformó lentamente de ser un lugar sombrío, temeroso del mundo, en una atalaya elevada, desde la cual, en efecto, el mundo no se dominaba, pero tampoco se renegaba ya más de él» (pág. 53). Y de aquí, la vieja confrontación que encuentra ahora aspiraciones renovadas «sitúa frente al felix solitarius el miser occupatus, el atareado hombre de la ciudad, el cual embrujado por sus apetitos, sus cuidados y obligaciones, se ocupa desde la madrugada a la noche profunda en una tarea fatigosa, desazonada, sin libertad e insensata, mientras el solitario goza de la hermosa Naturaleza, de la proximidad de Dios y de todos los bienes de la espiritualidad contemplativa» (pág. 54). La consecuencia no se hace esperar y, así, «la soledad llegó a ser cada vez más lugar apropiado para el estudio, la educación y reformación intelectual» (pág. 55). Un ejemplo de esta oposición es el que con gran nitidez sumariza Francisco Sâ de Miranda, que reproduciendo circunstancias vitales boscanianas, «tras el estilo bucólico [...] oculta la elevada gravedad de un corazón oprimido por las villanías, mentiras y banalidades de la convivencia humana» (pág. 61). El filólogo alemán insiste en este carácter de distanciamiento que posee la soledad «bajo el signo de Horacio» (pág. 69) en la medida en que configura por sí «una clase de estilo, un odi profanum vulgus, ante la cual la vida mundana aparece como una desviación del buen camino» (loc. cit.). La formulación más elevada la ubica en la «Epístola moral a Fabio», que reproduce íntegra (págs. 75-80) y en la que destaca «el punto en que se tocan la soledad y la amistad, y en el que la amistad se reconoce como una efusión lírica, como una confesión, consuelo, consejo y cambio de pensamientos [...]. Fuera de la vida cortesana y urbana, de ordinario en el campo, es donde esto acontece» (pág. 80). Respecto a Fernando de Herrera estos condicionamientos se convierten también en una necesidad material en tanto que «un poeta culto, que trabaja con tanta memoria e inteligencia, necesita de la soledad, aun cuando se trate de trabajos públicos, para limar sus versos y pulir sus palabras» (pág. 83), además, la relación con Herrera presenta una proyección doble: «En primer lugar, procede [su poesía amorosa] de un corazón tímido, hermético, nada seguro en el amor, y en segundo, se sirve de una escenificación imaginaria, que con arte propio nace de sí misma» (loc. cit.). En clara dependencia con el registro genérico pastoril, «después que la idea de soledad llegó a ser más o menos ociosa, los españoles la trataron como si fuera un juguete, con el cual lo mismo la inteligencia que el corazón podían divertirse. De aquí que las soledades arcádicas y preciosistas fueran unas veces tratadas en broma o con afecta devoción o de los dos modos a la vez» (pág. 88). Pasando a otros registros formales, va constatando la disolución del tratamiento retórico que va modelando el concepto, de modo que «los amigos de la soledad son en la literatura narrativa sólo superficialmente y episódicamente objeto de chanza» (pág. 95), y aunque «no hay motivo para hablar aquí de intenciones irónicas, [...] claramente se ve que el motivo de la soledad había llegado a ser el juguete del virtuosismo literario» (pág. 100). Por su parte, «más viva y atrevida que en las novelas y cuentos aparece la mofa de la exaltación de la soledad en el drama» (pág. 101), superada por el tratamiento que le dispensa el romance, hasta el punto que el mismo Vossler afirma que «tengo incluso por verosímil, aunque no por probable, que el hombre solitario fue introducido en su principio en el estilo del romance por la puerta trasera de la ironía o del humor» (pág. 113). El máximo exponente lo proporciona el romance de Quevedo, «para él, el hombre solitario, llegó a ser un tipo estrafalario; el santo, un santero, y el solitario, un monomaníaco sexual» (pág. 121). En esta trayectoria cae por su propio peso el espacio dedicado a las Soledades de Góngora. La explicación vossleriana pretende contestar incluso las voces alzadas en su momento sobre lo inadecuado de tal título: «La opinión de Góngora es que la poesía de sus Soledades ha brotado de sentimientos de soledad y nostalgia, y que precisamente por estos motivos su musa, es decir, su espíritu poético, ha poblado y dado vida a esta soledad con una muchedumbre de pastorcillos, jóvenes pescadores, montañas, bosques, orillas del mar, cacerías y cuadros ideales» (página 128). Esta forma de subjetivar la representación lírica concilia evidentemente al individuo aislado con la pluralidad de seres que habitan su obra, en la medida en que todos ellos no son sino resultado de una elaboración propia y personal, ajena a cualquier otra responsabilidad. Finalmente, considerando la relación del fenómeno religioso con la soledad, Vossler extrema su valoración en la doctrina quietista en cuanto que «lo esencial en esta soledad es, por tanto, el apartamiento de las impresiones externas y de las distracciones, así como de las conmociones casuales de nuestro interior, de la diversidad y descentralización de todo lo aparente y quebrado» (pág. 141).

    Como ha sido señalado, la segunda sección de La soledad en la poesía española centra su discurso en las realizaciones que este motivo presenta en la poesía religiosa. Sin embargo, más que la cuestión de la soledad, Vossler trata la del apartamiento que experimenta el autor en su vida y las repercusiones de tal retiro en su escritura. Esto es, el procedimiento explanativo comienza en la exposición de unas circunstancias biográficas que propician una representación poemática dependiente de aquélla. Sin duda, se trata de una concepción vitalista que estimula importantes salvedades, bien superadas por una conducción modélica de sus argumentos. El primer ejemplo de «lírica pura de la soledad religiosa, concentrada, privada de ostentaciones mundanas y sociales» (págs. 145-146) recae en la figura de Fray Luis de León [5], quien «como poeta, se sentía apartado y quería aislarse en su práctica literaria, tanto más cuanto que el motivo principal de su canto era el desvío del mundo y el conocimiento de sí mismo» (pág. 147). Este aserto ofrece un apoyo paraliterario discutible, diferente a lo que sucede desde un punto de vista poemático, ya que «lo que en él se traduce en palabras y tiene voz propia es fundamentalmente el alejamiento de la sociedad humana, el anhelo de una silenciosa eternidad y la consideración de la naturaleza terrestre» (pág. 151). El carácter artístico de la soledad luisiana alcanza también un cumplimiento adecuado en la tradición clásica del idilio: «Se apoya en las formas nobles de Horacio y Virgilio, y no es, sin embargo, el sano deleite de la arcaica vida de campo, sino más bien la necesidad moderna de descanso del hombre fatigado del trabajo y los combates del espíritu» (pág. 152). De otra parte, la poesía de la soledad va adquiriendo tintes barrocos en las figuras de Cristóbal de Virués, Agostinho da Cruz y Camões, especialmente. El índice más representativo de este nuevo sesgo se presenta cuando «el anacoreta entra en escena como un ser misterioso y sublime» (pág. 164), y su actitud ante la soledad, frente al goce casi epicúreo de Fray Luis, revela un espíritu inquieto, «en lugar de encontrar calma, sosiego y recogimiento, da vueltas como un espectro» (pág. 171). Sin embargo, Aldana no presenta aún este comportamiento, quien «en la medida que en su conciencia y sentimiento de la vida se separa lo terreno de la felicidad eterna, le incita la tendencia mística a la soledad con Dios» (pág. 183). Con todo, Vossler ha descubierto pautas del pensamiento aldaniano cuya vigencia ha sido fundamento esencial para autores del siglo XX, como su misma definición de soledad, «un concepto esencialmente negativo y el encanto principal de su poesía radica en que se afana en llenar este vacío, este paraíso abastracto, con imágenes de su deseo» (pág. 184). Sin embargo, desde un punto de vista retórico, Vossler destaca a Pedro Espinosa, pues nadie «ha expresado mejor el sentimiento de renunciamiento del mundo con tan suntuosas figuraciones, colores y efectismos» (pág. 194). Pero es San Juan de la Cruz quien prefigura la necesidad de la solitud, su inevitabilidad, al convertirla en la exigencia primera para la salvación del alma, «[tiene] que desligar al devoto del mundo cotidiano, [tiene] que hacerle libre y, por decirlo así, solitario», precisamente en un proceso que verifica «la tendencia del alma a la soledad, es decir, una soledad interna, serena, inactivamente paciente y sumida en Dios» (loc. cit.). Finalmente, Vossler habla de «idilios y juegos poéticos» (pág. 208) para aludir a otros poetas que «se complacen en las formas idílicas humildes de la soledad religiosa» (loc. cit.), como Álvaro de Hinojosa y Carvajal o Bernarda Ferreira de la Cerda, cuya escritura, abundante en «las elegancias, coqueteos y galanteos religiosos [...] no podía proporcionar a la poesía de la soledad contribución alguna de un valor real, por el sencillo motivo de que la concentración del espíritu en Dios no es ninguna broma» (pág. 215).

    La última sección del libro atiende especialmente las realizaciones poemáticas del motivo de la soledad en su fase de disolución. En este sentido, Vossler afirma que la representación más conseguida del hombre solitario y contemplativo se produce «cuando más se agudizan los tipos de las personalidades importantes y singulares» (pág. 219). Concretamente, en el campo de la plástica, el estado «en el cual el pensador solitario espera con paciencia impaciente, aguarda, teme, suplica, desea ardientemente algo y tiende hacia las potencias eternas y desvía las temporales, fue para los grandes escultores españoles de nuestro período el momento más fructífero para la representación de esta lucha con lo invisible» (pág. 221). Y es que «en la soledad como refugio de todo lo enigmático se esfuman con gran facilidad lo límites entre merced y hechicería, mística y magia, incluso entre contemplación y dominio, saber y poder, teoría y práctica» (pág. 223). El concepto de soledad que hereda y emplea Calderón «es más una emboscada que una huida. Sólo alguna que otra vez, cuando quiere sustraerse a la ley y al control de la sociedad humana, busca la soledad. Pues toda hechicería se funda, en principio, en un escamoteo de la causalidad. Las causas son sustraídas y sustituidas por un signo vacío» (págs. 225). De ahí los tipos barrocos que obedecen a una hibridación «entre el tipo del eremita y el del mago» (pág. 226). De este modo, la soledad acaba convirtiéndose en «defensa propia [...], deviene casi un martirio, o una actitud de lucha» (pág. 237). Por otro lado, el hombre solitario en Calderón se caracteriza por una «tendencia a la ensoñación y a ser poseídos por lo soñado» (pág. 241). Tras la desvirtuación de la soledad en Gracián, Vossler caracteriza la poesía de la soledad del siglo XVII desde la «indecisión. Negada por la razón, o, por lo menos, puesta en duda, no pudo apenas desarrollarse más en forma de grandes y auténticos poemas de la vida interior» (pág. 259), que ilustra en las figuras de Rodrigues Lobo, Mira de Amescua, Villamediana, Esquilache, los Argensola, Quevedo y Cristóbal Lozano. Finalmente, Vossler aborda la decadencia más marcada de la poesía de la soledad en unos pocos autores significativos del siglo XVII. No son poetas de la soledad, pero la utilización del motivo, aun bajo una significación degenerada, encuentra cauces nuevos, aunque caducos. Así, Tirso de Molina emplea la soledad «episódicamente, como lugar de recreo para todos los atrevimientos espirituales y todas las extravagancias» (pág. 287), o León Hebreo y todos los perseguidos, sometidos más que a la soledad, a «una de las alteraciones más desagradables de la convivencia» (pág. 293), o Ramón Llull, cuya «soledad es esencialmente servicial» (pág. 300), o, por último, Enríquez Gómez, en el que el deterioro de la noción de soledad llega a su exponente más elevado, «puesto que no puede creer ya en el valor religioso de la forma de vida contemplativa, sólo puede concebir al eremita como un hipócrita o un farsante» (pág. 307).

    En definitiva, Vossler trata el motivo de la soledad desde una varietas que se distancia ostensiblemente de aquella definición con que daba principio a su estudio, para diversificarse sobremanera en una serie de actualizaciones muy distintas entre sí para ciertos casos. Así, no sólo habla de la soledad como tema en la poesía, sino como un estado en la vida del autor, también proyecta derivaciones del asunto hacia el personaje solitario y las representaciones de parajes aislados, o en tanto condición imprescindible para lograr la situación de beatitud según el reclamo de los poetas religiosos, o como concepto que aglutina todo un complejo de pensamiento. Toda esta serie de variaciones proporciona un sustento excelente para la exposición coherente de toda una secuencia poemática que gira en torno a la soledad en la poesía española del Siglo de Oro, un despliegue explanativo que pese a ser superado en determinados aspectos, presenta en su conjunto una visión difícilmente sustituible [6].

NOTAS:

[1] La influencia de su pensamiento crítico sobre la hispanística de su época, en especial, ha reconocido que «con alguna resistencia, o sin ella, todos noshemos tenido que rendir a la nueva verdad; todos somos un poco o muchos discípulos del sabio profesor de Munich», M. García Blanco, «Karl Vossler (1872-1949)» [Nota necrológica], Revista de Filología Española, XXXIII, 1949, pág. 482.

[2] A. Egido, Silva de Andalucía. Estudios sobre poesía barroca, Diputación Provincial de Málaga, 1990; J. Roses Lozano, Una poética de la oscuridad. La recepción crítica de las «Soledades» en el siglo XVII, Tamesis, Madrid, 1994.

[3] B. Ciplijauskaité, La soledad y la poesía española contemporánea, Ínsula, Madrid, 1962.

[4] J. de Entrambasaguas, reseña a «K. Vossler, La soledad en la poesía española, traducción del alemán por José Miguel Sacristán, Madrid, Revista de Occidente, 1941», Revista de Filología Española, XXVI, 1942, págs. 94-102.

[5] A este autor dedicaría poco tiempo después un libro, K. Vossler, Fray Luis de León, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1946.

[6] Este libro se imbrica en el conjunto de ensayos dedicados a la cultura hispánica, a cuyo estudio se consagró afanosamente el filólogo alemán, describiendo una cualificada trayectoria que ha sido evocada por H. Janner, «El amor a España de Karl Vossler», Boletín de la Real Academia Española, 50, 1970, págs. 349-363; este artículo complementa, en el mismo sentido al de J. de Onís, «Karl Vossler, hispanista», Revista de Estudios Hispánicos, 12, 1985, págs. 83-92. En este punto, hay que señalar un índice importante, el primero, sobre el interés que Vossler profesó hacia la cultura española, protagonizado por la ponderación exaltada de los valores de la literatura hispánica desde la Edad Media en su «Carta hispánica» [1924] (nota y trad. de M. García Blanco), La Gaceta Literaria, 19, 1-X-1927, pág. 3; 20, 15-X-1927, pág. 3; 21, 1-XI-1927, pág. 2; más tarde epublicada como Carta española (trad. de C. Clavería), Espasa-Calpe, Madrid, 1941, [1924].

J. M. Serrano de la Torre

 

Mª Azucena Peñas Ibáñez, Análisis lingüístico-semántico del lenguaje del «gracioso» en algunas comedias de Lope de Vega, Universidad Autónoma de Madrid, 1992, 136 págs.

 

    El libro de Mª Azucena Penas es el resultado de una investigación minuciosa y, a mi juicio, coherente basada en el análisis lingüístico-semántico del gracioso, de su peculiar lenguaje, dentro de la dramaturgia de Lope de Vega y, en concreto, en tres de sus más importantes comedias: El amor enamorado, El caballero de Olmedo y El castigo sin venganza. La autora comienza el estudio con una introducción que, desde mi punto de vista, no es específicamente metodológica, como ella sugiere, sino más bien de carácter general sobre la figura de Lope de Vega y su obra. Dicha introducción se divide en diversas secciones que van desde la delimitación y definición del género en el que se inscriben las obras, hasta el análisis de la galería de personajes que aparecen en las comedias de Lope. Resulta interesante el recorrido histórico por el concepto de comedia en España que desemboca en el estudio del Arte Nuevo de hacer comedias en este tiempo de Lope de Vega. Valiéndose de las interpretaciones que de esta obra poética preceptiva han esgrimido prestigiosos investigadores de la talla de Juan Manuel Rozas o Emilio Orozco, la autora va desentrañando el significado y valor del Arte Nuevo, obra en la que, sin duda, aparecen todas las claves para la interpretación y comprensión de las comedias.

    Como se ha dicho, esta introducción avanza con la presentación y posterior definición de la galería de personajes prototípicos que intervienen en las comedias de Lope. Finalmente, el último espacio se dedica a la esquematización de la cronología de los autores más destacados del periodo de Lope de Vega y del de Calderón. Así pues, y como se puede apreciar, lo que la autora pretende en esta introducción es, por una parte, insertar las comedias que va a proceder a estudiar dentro del contexto histórico en el que se inscriben y dentro de los planteamientos sobre la comedia. Por otra parte, la autora trata de mostrar los rasgos definitorios de las comedias en lo que a la caracterización de sus personajes se refiere.

    El cuerpo del trabajo va precedido de una advertencia al lector en la que Penas Ibáñez señala que ha sido analizado un significativo número de versos procedentes de las tres comedias citadas aunque no va a presentar un estudio exhaustivo de todos ellos, fundamentalmente porque ello ocuparía un espacio excesivo. De este modo, lo que en realidad recoge el cuerpo de la investigación es la síntesis y las conclusiones procedentes del análisis previo de dichos versos. La primera comedia que estudia la autora es El amor enamorado, análisis que arranca con la definición del «gracioso»: «El gracioso, normalmente un criado emparejado con otra criada, actúa de contrafigura del galán. La función dramática de este personaje es compleja: sirve de contrapunto a la figura del galán y de puente de unión entre el mundo ideal y el mundo real, entre el héroe y el público. El gracioso como personaje es un punto de vista que amplía, vitalmente, el sentido de la acción dramática. Es a manera de un espejo puesto por el dramaturgo en la comedia, no para reflejar la realidad tal cual es, sino para dar la otra imagen que, unida a la del caballero (galán, padre, esposo, poderoso, rey), dé, por integración y por contradicción a la vez, la imagen completa de la vida humana tal como funcionaba en la sociedad española contemporánea» (pág. 33).

    En las tres comedias apreciamos tres graciosos muy particulares que se despliegan y adquieren una gran relevancia en su trama particular. En El amor enamorado este personaje singular está representado en la figura de Baro, «un villano rústico» (pág. 33), como lo define la propia autora. Por otra parte, Tello, el criado del galán protagonista, será el gracioso de El caballero de Olmedo. En este caso y como señala Penas Ibáñez, «será la contrafigura del galán. Los rasgos típicos del gracioso son: la fidelidad al señor, el buen humor, el amor al dinero, porque no tiene, y la vida regalona (buena comida, buena bebida, buen dormir), no ama el peligro y encuentra siempre la razón para evitarlo (no tiene sangre noble y, por tanto, es natural en él evitarlo, ya que ningún imperativo ético-social-individual le fuerzan a buscarlo), tiene, sin embargo, nobleza de carácter, se enamora y se desenamora al mismo tiempo que su señor, con un amor puramente material, tiene un agudo sentido práctico de la realidad» (pág. 59). Finalmente, en El castigo sin venganza encontramos un gracioso llamado Batín que igualmente se presenta como el contrapunto al galán.

    El estudio del lenguaje del gracioso que propone Penas Ibáñez persigue adentrarse en la delimitación de los procedimientos lingüísticos empleados por Lope de Vega para caracterizar a este singular personaje. Podemos apreciar que éste es un análisis léxico-semántico a la vez que retórico. Partiendo de la palabra empleada en un contexto determinado, la autora analizará su significado denotativo-referencial, basado en la determinación de los semas que componen su semema. Posteriormente, pasará al estudio de los significados connotativos asociados los diferentes sememas y que se actualizan en el nivel pragmático del texto. Pero, además de este estudio del significado, la autora recoge las figuras retóricas empleadas por el autor barroco y puestas en boca de los graciosos para reforzar unos significados que se hacen más sugerentes y eficaces. La investigación arroja unos datos que se pueden resumir en los siguientes puntos: a) El lenguaje del gracioso de las comedias de Lope es polisémico y encierra un juego de ingenio de su autor que repercute principalmente en la comicidad; b) Junto al empleo de palabras polisémicas, el gracioso también tiende al uso de otras homónimas que crean conscientemente la confusión y la ambigüedad que persigue el personaje; c) Frente al uso que hace el galán de la lengua, el gracioso presenta frecuentes juegos de errores basados generalmente en el empleo de metáforas, metonimias y sinécdoques; d) En cuanto a los verbos, el gracioso utiliza abundantemente verbos de movimiento, lo que para la autora no es más que una muestra de la tendencia barroca que considera la vida no como un factum sino como un fieri; e) Por lo que se refiere a los campos semánticos, Pena Ibáñez destaca el predominio de los unidimensionales: «Por ejemplo en El caballero de Olmedo los campos semánticos vinculados a las palabras toros, enemigos y demonio. En El amor enamorado: sierpe, vientre, comer. Y en El castigo sin venganza: las palabras de animales que se le atribuyen al Duque o al Conde».

    Penas Ibáñez concluye la investigación recapitulando de la siguiente manera: el gracioso «es uno de los personajes de la comedia más sensibles a su época [...]. Es figura-puente entre el estamento señorial y el estamento popular; entre la verdad y la mentira; entre lo serio y lo chistoso. Como personaje-puente será ambivalente en sí, de ahí que las polisemias, las oposiciones y contrastes, los perspectivismos sean vistos con naturalidad en él» (pág. 129).

    En mi opinión, el trabajo de investigación llevado a cabo por Mª Azucena Penas Ibáñez es buena muestra de la necesidad y conveniencia de abordar el estudio lingüístico de textos literarios porque aportarán, como hemos visto en este caso, datos de gran validez y relevancia para la interpretación de los mismos.

S. Robles Ávila

 

Isaiah Berlin, Three Critics of the Enlightenment: Vico, Hamann, Herder (ed. de H. Hardy), Pimlico, Londres, 2000, 382 págs.

 

    Este volumen del recientemente fallecido teórico de la historia de las ideas Sir Isaiah Berlin (1909-1997) recoge, en forma revisada y ligeramente actualizada, dos trabajos ya antiguos (Vico and Herder [publicado en 1976 y traducido a nuestra lengua en la editorial Cátedra], y The Magus of the North: J. G. Hamann and the Origins of Modern Irrationalism [escrito en 1965]) dedicados a notables pensadores de la Ilustración. Se trata de una recopilación de dos obras generalmente consideradas como pilares centrales de la visión de Berlin sobre la configuración moderna de las humanidades y del irracionalismo moderno. En este sentido, la editorial londinense Pimlico recupera un material —sobre todo en el caso del ensayo sobre Hamann— de historia bastante azarosa y, por ello, de muy difícil acceso para el público en general.

    Como su propio título indica, la obra supone un análisis de tres de los filósofos que, según su autor, con más agudeza se opusieron a los postulados racionalistas y científicos del siglo XVIII europeo, especialmente a su versión francesa. El sustrato común a ambas es la idea de que en las obras de los tres puede encontrarse, de modo diferente y con miras diferenciadas, el principio de que las humanidades y las ciencias son saberes de naturaleza distinta, casi opuesta, y que por tanto los métodos de ambas deben diferir es sus procedimientos y objetivos.

    En la primera parte, que se ocupa del caso de Vico (págs. 21-167), argumenta Berlin que su oposición al racionalismo ilustrado es de naturaleza filosófica en su sentido más abarcador, siendo el creador principal de la noción general ya mencionada sobre la separación entre las ciencias y las humanidades en términos de sus respectivos métodos. Berlin recorre los principios centrales del pensamiento de Vico, trazando genealógicamente las ideas de éste desde su origen antiguo latino hasta su vinculación dialéctica con contemporáneos como Locke o Descartes, ampliándose más tarde hasta abarcar la influencia que tuvieron sobre figuras como Goethe. Es esta la parte más extensa y detallada del libro, buena muestra de la importancia que para su autor tenía Vico en la modelación moderna de las humanidades.

    Acerca de Herder, a quien dedica la segunda parte (págs. 168-248), Berlin se aplica especialmente a estudiar la diferencia entre el sistema kantiano del conocimiento y el de aquél. Según el autor, Herder aglutina en su obra las diversas reacciones que tienen lugar en Europa contra la Ilustración, entre las cuales destacan las de Rousseau y los movimientos pietistas alemanes. Fruto de todo ello, y a pesar del vínculo que unía a Kant y Herder en sus respectivas búsquedas de sistemas filosóficos rigurosos e independencia moral respecto de los dogmas, en este último eso se concreta en una «subversión» de los valores racionalistas que aboga por la primacía de lo concreto sobre lo universal, de la experiencia inmediata sobre la abstracción.

    La tercera y última parte, dedicada a J. G. Hamann (págs. 255-361), tiene un corte igualmente histórico, pero esta vez está fundamentado sobre un primer recorrido biográfico. A partir de éste, dice Berlin que en él se encuentra la mejor síntesis del pensador teosófico para el cual el conocimiento se alcanza a través la revelación, y la verdad a partir de la plegaria. Es decir, Hamann se alinea aparentemente con la visión ilustrada según la cual la naturaleza es como un libro que se puede leer y explicar, si bien su método de explicación del mundo se aleja del cientificismo y argumenta que es la palabra divina quien nos ha de proporcionar la clave para descifrar el jeroglífico de lo visible y su significado.

    Con esta trilogía de autores se abre el camino hacia el irracionalismo romántico, especialmente el alemán, y sus distintas variantes. De esta manera, el rescate de estas dos obras en un volumen nos proporciona una visión importantísima sobre un período decisivo de la cultura y la filosofía modernas, a saber, aquél en que el intuicionismo busca los resquicios del moralismo y el espíritu científico dieciochescos para abrir una nueva epistemología de las humanidades.

R. Miguel Alfonso

 

Pedro Aullón de Haro, Schopenhauer sobre la lectura, Heraclea, Madrid, 22000, 80 págs., (11999).

 

    Esta serie de Heraclea, que ha comenzado con varios títulos sobre temas importantes y sumamente interesantes, al parecer se caracteriza por la brevedad y por la evidencia de un oportuno y gran saber. Va precedida por una cita platónica, la que le da nombre, procedente del diálogo Ión, cuando habla Sócrates de la piedra imantada en agudísima analogía con la inspiración poética: «Esta piedra no sólo atrae los anillos de hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto, y de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y anillos suspendidos los unos de los otros, y de todos estos anillos sacan su virtud de esa piedra. En igual forma la musa inspira a los poetas, estos comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados». ¡Ojalá sea así!

    Se ha vuelto a reimprimir este tomito en poco tiempo, y es que las cuestiones relativas a la crítica y a la historia de la lectura se han convertido durante estos últimos años en materia de primer orden no ya para los estudios filológicos, que cabe decir que en esto han ido —¡curiosamente!— a la zaga, sino para la reflexión cultural. Actualmente se edita y reedita buen número de obras sobre la lectura, la editorial Gedisa le presta mucha atención junto a la escritura, el Fondo de Cultura Económica posee una colección destinada exclusivamente a ello, y Alianza y otras se puede afirmar que compiten en la publicación de estos libros dedicados a los libros y a la actividad de leer y a los lectores. Y es que, como dice el mismo Aullón de Haro, la lectura se revela hoy, ya instalados en la era electrónica o cibernética, como «una actividad de inserción psíquica, social y cultural muy complicada» (pág. 13). Ahora bien, la lectura obviamente no es una cuestión novedosa sino que sencillamente necesitaba ser atendida, pues los derroteros neopositivistas que durante las pasadas décadas invadieron la ciencia del lenguaje o incluso la filología en general dieron al traste definitivamente con algo que no representa más que la base común de los saberes filológicos: ¿que són éstos sino lectura y escritura? Lo demás es añadidura. Y es de simple justicia recordar que Roger Chartier, el historiador de la lectura, o de la cultura como él se quiere, ha sido el mayor artífice de esta renovación.

    Lo que Aullón de Haro nos trae en su valioso trabajo es el desubrimiento —pues así hay que asumirlo según están las cosas— de que el gran Schopenhauer, el cascarrabias antihegeliano que se quiso heredero único de Kant, el autor de El mundo como voluntad y representación y de los Parerga y paralipomena, se revela, especialmente es estos últimos, como el mayor crítico de la lectura que tiene nuestra tradición occidental, poseedor de una teoría amplia y profunda, referida a la vida intelectual y a los avatares mundanos de la cultura, producida desde la agudeza, la sabiduría humana y psicológica, la durídima crítica y el escepticismo. Sólo era necesario que alguién, yendo más allá del título concreto del ensayo de los Parerga y Paralipomena dedicado a «La cultura y los libros», cayese en la cuenta y se decidiese a explicar que Schopenhauer ha escrito muchas páginas y en muy distintos lugares sobre el problema de la lectura, y que todo ello constituye una interesantísima teoría que solo estaba a falta de explicar y reconstruir. Además, es curioso, ni el mismo Chartier, que se permitió titular uno de sus libros más importantes acerca de la lectura con su semicalco del título clásico de Schopenhauer —El mundo como representación (trad. esp., Barcelona, Gedisa, 1992)— se percató de que se encontraba ante el mayor autor sobre la materia. Está claro que hay un problema o laguna filosófica que está dañando la evolución de las ciencias humanas como consecuencia de la especializaciónes establecidas.

    Aullón de Haro discierne y expone una reconstrucción del pensamiento Schopenhaueriano sobre la lectura organizada en cuatro teorías: 1. teoría crítica de la actividad de leer; 2. teoría como crítica del intelectual y del mundo académico; 3. teoría de la recepción literaria; y 4. teoría de la historia literaria. Este conjunto no consiste en una serie de teorías autónomas sino en un todo argumentativo que se desarrolla en distintos lugares y con diferente extensión y combinación temática. Schopenhauer, tan radical e inteligente, pensador sin duda nada correcto, tiene mucho que atacar, revelar y decir tanto a escritores como a profesores e intelectuales y a cualquier lector. Nada más lejos del pensamiento correcto.

    De este pequeño libro, que además tiene tiempo de incluir al final un apéndice de rigurosa crítica textual sobre el ensayo clave de los Parerga dedicado a la lectura, se puede decir la máxima de Gracián, tan querida por Schopenhauer, de que lo brebe si bueno dos veces bueno. Pasen y lean, pero prepárense antes para la fuerte tormenta schopenhaueriana.

J. Caralt

 

Mary Shelley, Frankenstein (ed. de A. Ballesteros y S. Caporale), Colegio de España, Salamanca, 1999, 314 págs.

 

    Hace ya varios años que la colección Almar-Anglística de la editorial Colegio de España viene publicando textos básicos de las tradiciones literarias inglesa y norteamericana para un público universitario, aunque no sólo, y con la vista puesta en la difusión nacional y en un mejor conocimiento de éstas. Los textos de la colección se presentan en su lengua original, más una amplia introducción en lengua española y una bibliografía generosa acerca del autor y la obra en cuestión.

    Reseñamos aquí la magnífica edición a cargo de los profesores D. Antonio Ballesteros (Universidad de Castilla-La Mancha) y Silvia Caporale (Universidad de Alicante) del conocidísimo texto de Mary Shelley Frankenstein, una de las obras capitales del Romanticismo británico y del género gótico. Para la publicación, los editores han elegido la versión de la novela publicada en 1831 (no la original de 1818), que es la revisada por la autora, y por ello la más perfecta y madura a todos los efectos. Sobre ella, han construido una edición ejemplar, recatada en el número de citas a pie para no obligar a interrumpir la lectura, pero con una introducción de gran valor, casi imprescindible.

    Esta introducción se abre con un recorrido biográfico por la vida de Mary Shelley y sus vínculos con sus contemporáneos románticos, especialmente con Lord Byron y con su futuro marido Percy B. Shelley. Como se nos recuerda, una consecuencia de la especial relación con el primero sería la propia génesis de la obra, en una noche de tormenta que ha pasado a los anales de la historia de las anécdotas literarias inglesas. Tras esa información biográfica viene la sección central de la introducción crítica, dedicada a analizar la forma y el significado de la obra. Aquí acometen los editores un análisis pormenorizado de los tintes míticos e intertextuales de Frankenstein, que abarcan no sólo el texto, sino también sus fuentes originales y las innumerables adaptaciones que ha tenido dentro de la cultura, ya sea elevada o popular. Así, nos podemos remontar hasta las Metamorfosis de Ovidio, al Golem judío y al Paraíso perdido de Milton para encontrar algunos de los antecedentes más ilustres del mito prometeico. Sin embargo, como bien se dice, la novedad de la obra estriba en que sólo en el caso de Mary Shelley podemos encontrar un ser enteramente creado por el hombre, sin intervención femenina ni divina. De ahí, y hasta el final, pasamos a la estructura general de la obra, que se mueve «de la inocencia a la experiencia» (pág. 51), a la interpretación femenina y a los conceptos de transgresión y de monstruosidad, para concluir con unas consideraciones sobre la naturaleza dual de la obra y su importancia dentro del futuro campo de la ciencia-ficción. Es en estas secciones donde los editores nos explican extensamente la importancia del paisaje, también de los conceptos de belleza y sublimidad en la obra, así como —finalmente— la presencia e influencia de la obra en nuestro país, ya sea en la literatura o en el cine. Con ello se completa una muy interesante edición que resultará insustituible para el lector español que quiera acercarse a la riqueza formal y mítica de Frankenstein.

R. Miguel Alfonso

 

José Luis Villacañas Berlanga, Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España, Espasa, Madrid, 2000, 494 págs.

 

    Este libro de José Luis Villacañas, la obra de un filósofo y no la de un historiador, asume el reto de trazar el itinerario vital e intelectual de un hombre de la generación del 98, Ramiro de Maeztu, sin el cual no se podría comprender el pensamiento político del franquismo y de la derecha española de los últimos sesenta años. De algún modo en Maeztu y Ortega cifra el autor el origen de las dos más importantes fuerzas intelectuales del régimen de Franco: el Nacionalcatolicismo y la Falange. Sin duda, para Villacañas, el contradictorio y, a veces, confuso pensamiento del escritor vasco constituye el mejor observatorio para otear las bases teóricas del nacionalcatolicismo español.

    Pero antes de sus conocidas apologías de la Hispanidad y del Espíritu, antes de que este caballero católico pierda todo el sentido de la realidad y luche por el regreso a una quimérica Edad de Oro, la de nuestro Imperio, el Maeztu más apegado a la realidad, el periodista, mostró ser uno de los españoles más lúcidos de su época. Villacañas ha señalado en su libro que la esfera de acción de Maeztu no era la estética, sino la ética. Lejos del arte por el arte del decisionismo fascista, este literato, influido por el Nietzsche ético, cultivó «un patriotismo ético, que confiaba en la sociedad, no en el Estado; en los deberes, no en los derechos» (pág. 97). Sabía así que el gran problema de España consistía en «hacer de un populacho muerto y abúlico algo parecido a un pueblo moderno y activo» (pág. 61). Para ello se precisaba acabar con la nefasta influencia de la Iglesia católica, la cual había asumido durante siglos el papel de director educativo y espiritual del pueblo español, y asimismo reducir las dimensiones y la burocracia de un Estado desmesurado que frenaba el desarrollo del capitalismo.

    Hacia otra España es la obra de un escritor liberal que opone el recio individualismo del dinero al Estado dilapidador y a la Iglesia católica. Ciertamente, el capitalismo de Maeztu, como ha puesto de relieve Villacañas, le impidió caer en la tentación totalitaria del falangismo, la otra corriente intelectual que influyó sobre las elites franquistas. No olvidemos que, a pesar de los profundos cambios experimentados por este nuevo caballero de la fe, Maeztu siempre intentó reducir la importancia del Estado. Ahora bien, sus críticas iniciales a la Iglesia desaparecerán con el tiempo. Hasta el punto de que, tras su muerte, acabará siendo la guía intelectual de muchos miembros del Opus Dei.

    Según Villacañas, una de las claves de la obra de Maeztu radica en que fue uno de los primeros españoles en leer seriamente a Max Weber. Por eso no debe extrañar que, para este escritor de la generación del 98, el gran reto consista, primero, en crear un ethos profesional y extender la confianza en el trabajo, y, segundo, generar una burguesía productiva y emprendedora, esto es, una elite económica, pero también política y cultural, en un país, España, dominado por el dogma católico. Inicialmente, Maeztu creía que esta misión, llevar la revolución burguesa al resto de nuestro país, debía ser obra de la periferia española, en particular del País Vasco y Cataluña. Más tarde, en El sentido reverencial del dinero, conjunto de artículos publicados cuando ya se ha convertido en un teórico de la dictadura conservadora y en un católico integrista, volverá, una vez más, a Weber con el objeto de buscar una nueva elite directora, compuesta por hombres profesionales, puntillosos, y llenos de concienciosidad (pág. 264). Maeztu deseaba para España un burgués católico que, como el norteamericano, poseyera las virtudes urbanas y burguesas de «la capacidad, la laboriosidad y el carácter» (pág. 274). Ahora bien, difícilmente se podía imitar la constitución social de los Estados Unidos, como deseaba Maeztu, si al mismo tiempo se prescindía de su democracia política (pág. 278).

    Mucho antes de esta involución, Maeztu estuvo muy cerca del pensamiento socialista. En aquel periodo consideraba que la España pre-capitalista de comienzos del siglo XX precisaba la alianza con el movimiento obrero para favorecer su industrialización. Aunque durante algún tiempo sintonizó con las ideas socialistas, sobre todo con el socialismo fabiano, siempre criticó duramente a los anarquistas. A su juicio, la clave para entender la pujanza del anarquismo español se hallaba en la religión católica. «En el fondo —escribe Villacañas—, la tesis de Maeztu era la siguiente: el anarquismo no era sino el fiel reflejo del catolicismo español y de su historia doctrinaria. Su dogmática era tanto respuesta como continuación de la vieja dogmática. Su pereza intelectual no era sino el efecto de la vieja apatía que el catolicismo había inyectado en el alma hispana» (pág. 92).

    En los artículos de 1910, todavía antes de la conversión católica, Maeztu defiende la alianza de liberales y socialistas, si bien la idea liberal debía tener un carácter hegemónico. Pues en tanto ésta había de señalar los fines, la idea socialista se debía conformar con indicar «el camino y los medios» (pág. 140). Villacañas, uno de los más reconocidos especialistas en la filosofía de Kant, añade que Maeztu hace uso de la terminología del filósofo de Königsberg para explicar esta síntesis. El siguiente fragmento de nuestro hombre del 98 no deja la menor duda: «Un socialismo que no sea liberal, es decir, que no deduzca sus ideales de igualdad y de fraternidad del ideal de libertad, como los liberales los deducimos por juicio sintético a priori, sino que reconcilie sus postulados de Igualdad y Fraternidad con el de obediencia pasiva, no es el socialismo del que estamos hablando» (cit. en págs. 140-141).

    Éste es el Maeztu, el lector de Kant y Weber, más próximo a José Luis Villacañas. Así, en el intenso debate político entre Maeztu y Ortega, muy presente a lo largo de las páginas de este libro, casi siempre da la razón al primero. Mas a partir de 1914, el escritor vasco, cuando comienza a buscar la solución a los problemas del presente en el pasado, en el gremialismo u organicismo medieval, se vuelve extraño para un lector contemporáneo de convicciones democráticas y liberales. Maeztu propone en esta época un nuevo sistema político, en donde se «funden los principios abstractos del derecho político de la edad moderna, con las realidades sociales de los gremios, que reconocía mejor que nosotros la Edad Media. Y precisamente por el reconocimiento de la distinción entre el principio democrático y el profesional nos dirigimos hacia una síntesis suprema de la Razón y de la Historia» (cit. en pág. 158). El gran texto de este período organicista, ya anticipado por algunos artículos publicados en los años anteriores como el decisivo Los principios gremiales: limitación y jerarquía de 1915, es Authority, Liberty and Function de 1916, el año de su conversión al catolicismo, más conocido entre nosotros por su título en español, La crisis del humanismo. El capítulo IV del libro de Villacañas, con el magnífico título de El caballero encuentra su Edad Media: «La crisis del humanismo», está dedicado íntegramente a esta obra que marca el inicio de la etapa católica y organicista de Ramiro de Maeztu.

    Este organicismo o funcionalismo aparece básicamente como una reacción contra Rousseau y, en general, contra toda esa política moderna centrada en los conceptos de voluntad y derecho subjetivo. La modernidad, vinculada estrechamente a la Reforma protestante, se ha caracterizado por imponer conceptos jurídico-políticos que giran siempre en torno a la voluntad, ya sea general o del pueblo si se trata de una teoría republicana, ya sea del príncipe o del representante soberano si se trata de una teoría absolutista. De este modo, a las interpretaciones subjetivas del origen del Estado, a la idea de un pacto individual cuyo contenido resulta contingente, Maeztu opondrá la necesidad y objetividad de la meta perseguida en común: «esta meta objetiva —escribe Villacañas siguiendo al autor La crisis del humanismo— es más relevante que la voluntad que cada uno de los asociados pone en perseguirla, voluntad que, en último caso, es un suceso psíquico. «Son las cosas las que unen a los hombres. Y esta es la causa de que frente a las voluntades dominadoras sea posible aún la democracia» (CH, 110)» (pág. 182). Por tanto, con este libro Maeztu deja de ser moderno, aunque todavía no se ha despedido definitivamente del ideal democrático.

    Asimismo, su objetivismo funcional le obliga a rechazar los derechos subjetivos e inalienables del liberalismo, y a postular derechos objetivos vinculados a la función social de cada uno. Lo importante es que esta nueva idea «implica una transferencia de la fuente del derecho desde el Estado hacia la sociedad [...]. El derecho objetivo sólo puede concederlo aquella instancia respecto a la cual se va a prestar un servicio. Si el derecho se entrega sólo para cumplir con una función, entonces es la sociedad la que debe conceder los derechos» (pág. 192). Por lo demás, José Luis Villacañas señala que este organicismo español no se inspira en la moderna ciencia biológica o en las teorías evolutivas, sino «en el organismo moral que los atributos divinos tienen en Dios» (pág. 199). Algo parecido había sucedido con el organicismo alemán de Otto von Gierke, para quien esta teoría hunde sus raíces en la Edad Media y en la imitación de la unidad o armonía divina, por cuanto la sociedad toma al organismo universal creado por Dios como prototipo de los principios supremos que rigen la constitución de grupos humanos.

    Villacañas reconoce que, si bien lo mejor de La crisis del humanismo se halla en la crítica de los déficit de la subjetividad moderna, en la denuncia del narcisismo moderno, Maeztu se equivoca en propugnar una ingenua vuelta a la Edad Media. En cualquier caso, esta lucidez del análisis contrasta con la pérdida de independencia y de capacidad analítica que sufre Maeztu a partir de su etapa de escudero del dictador Primo de Rivera. Desde 1927, el escritor toma partido por un organicismo antidemocrático y por la Contrarrevolución.

    Todavía en 1923, Maeztu defendía, por un lado, la democracia, la cual, a pesar de sus limitaciones, se identificaba con la manifestación de la voluntad nacional, y, por otro, propugnaba organizar la vida política alrededor de dos grandes partidos de izquierda y de derecha. En esta parte del libro de Villacañas, nuestro atípico demócrata se muestra muy superior al Ortega más elitista, a uno de los padres espirituales de José Antonio, al filósofo que, además de despreciar al pueblo, «quiere hacer sufrir pedagógicamente en las carnes del pueblo su indisciplina». Sin embargo, a partir de 1927, Maeztu, arrastrado por los vientos de la historia, por la aceleración moderna, ya no es capaz de tomar respecto a los acontecimientos históricos la distancia necesaria que requiere un análisis mesurado. En este contexto, defiende vigorosamente la dictadura y olvida el papel positivo que, anteriormente, había atribuido a la actitud crítica de la oposición. Ya no entiende que la teoría resulta incapaz de determinar la compleja realidad de la práctica política.

    En concreto, el error de Maeztu consistió, a juicio de Villacañas, en pensar que la dictadura de Primo no sólo «era un punto de consenso y de pacto capaz de moderar los partidos radicales en lucha» (pág. 241), sino también la forma política idónea para «configurar un centro político», «situarse más allá de la dinámica de izquierdas y de derechas», y «sustituir a la Iglesia y al Ejército como poderes espirituales y materiales capaces de sostener al gobierno» (pág. 249). Sin embargo, la dictadura, como hubo de reconocer tras su caída, tan sólo supuso el triunfo de una de las partes en liza. Sorprendentemente, el centro buscado por Maeztu debía cumplir en España la función desempeñada por el movimiento fascista en Italia. Mas cuando pronunciaba esta tesis, las posiciones ideológicas del literato ya habían derivado hacia la extrema derecha. Por desgracia, al fundador de Acción española jamás se le ocurrió «seguir buscando, en el nuevo régimen republicano, y sobre bases democráticas, ese centro político» (pág. 251). Ahora, España, al igual que fue antaño el último bastión en la lucha contra la Reforma, debía convertirse en el último muro contra la revolución.

    Toda la teoría contrarrevolucionaria de Maeztu constituye una confusa mezcla de modernidad y tradicionalismo. En realidad, sus fines y valores eran tradicionales (el catolicismo de la Contrarreforma, la Hispanidad, el Imperio, la monarquía orgánica, etc.), pero los medios, la violencia fascista, tenían un carácter plenamente moderno. Desde Balmes, tan comprensivo con el carlismo, estaba muy clara esa unión entre la Contrarrevolución, o la necesidad de acudir a las modernas fórmulas autoritarias, y los principios católicos de la Contrarreforma. En una fecha temprana, en 1924, el fundador de Acción Española ya sabía que ante la revolución y el fracaso de la vía política, no quedaba más remedio que la contrarrevolución, esto es, la movilización violenta del fascismo. Ciertamente, como señala Villacañas en el capítulo VII, la situación se hacía confusa, pues el grupo de Maeztu defendía una monarquía tradicional de derecho divino, pero sostenida a su vez por un partido único de corte autoritario y vencedor en la batalla contra la revolución. Mayor confusión si cabe podía apreciarse en el periódico hermano de Acción Española, La Época, cuando uno de sus editorialistas escribía que «la Contrarrevolución es una doctrina, un sistema de ideas y no un procedimiento, ni una táctica [...]. La Revolución, en frase de León XIII, es el derecho nuevo. La Contrarrevolución, el derecho cristiano, producto de la cultura católica».

    El Maeztu de este período solía incurrir en la falacia lógica de la petitio principii: los hechos históricos estaban siempre de acuerdo con sus principios y convicciones porque los primeros se fabricaban y falsificaban de acuerdo con sus teorías. Toda su filosofía de la historia de la revolución inminente y de la Hispanidad estaba llena de este defecto. En cierta forma, Villacañas apunta esta idea cuando escribe que «la pérdida de capacidad analítica hace de él un diletante, obsesionado con su causa, y ya sin posibilidad de reconocer la realidad. De ella sólo le interesa, como a los paranoicos, aquello que refuerza su lógica, que fortalece su obsesión, que le da la razón» (pág. 235). Maeztu cada vez más se parecía a ese caballero de la fe que es Don Quijote.

    José Luis Villacañas, aparte de ofrecernos uno de los mejores libros que, sobre pensamiento político español, se han escrito en los últimos años, también demuestra ser un excelente crítico literario en los pasajes donde analiza la obra de Maeztu Don Quijote, don Juan y La Celestina. Ensayos en simpatía. Particularmente brillantes son las páginas donde explica que el Don Juan de Zorrilla pone en escena la lucha entre el poder mundano (Don Juan) y el poder celestial (Doña Inés), entre el naturalismo y el espiritualismo eclesiástico. La victoria final pertenece a Doña Inés, a la mujer que, de forma similar a esa Iglesia católica capaz de perdonar en nombre de Dios a quienes no lo merecen, consigue la salvación del burlador de Sevilla. De nada sirve el poder de Don Juan o la ciencia (la magia) de Celestina ante los valores católicos encarnados por la virgen del drama de Zorrilla.

    Catolicismo es también la esencia del mito de la Hispanidad. Durante sus últimos años, los dedicados a forjar los mitos del nacionalcatolicismo, Maeztu vuelve a recuperar a Menéndez Pelayo y atribuye, como el sabio santanderino, el origen de los males de nuestro país a la herejía administrativa de los Borbones. La España de los Austrias aparece así como el ideal perdido. Los espíritus alertas —escribe en Defensa de la Hispanidad— han de volver los ojos hacia la España del siglo XVI, hacia una nación que, dominada por el iusnaturalismo de dominicos y jesuitas, aún creía en la verdad objetiva y en la verdad moral. En cambio, los siglos XVIII y XIX, entenderán el derecho «como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común». «Ello —añade Maeztu— ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos». Sin embargo, como insiste Villacañas, el defensor de la Hispanidad colaboró tanto como la izquierda más revolucionaria en la deslegitimación de la República y en el estallido de la guerra.

    Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España se cierra con un capítulo dedicado a la «fortuna del caballero en el régimen del General Franco», en donde se muestra las vinculaciones del Opus Dei, y, especialmente, de Calvo Serer, con el pensamiento del fundador de Acción Española, así como las disputas intelectuales entre el mismo Serer y Laín Entralgo, probablemente los máximos representantes de las dos más importantes tradiciones intelectuales del franquismo. A pesar de que murió fusilado en 1936, al comenzar la guerra civil, Villacañas proyecta la sombra de Maeztu sobre todo el franquismo e, incluso, aunque apenas fuera mencionado su nombre, sobre la transición. De ahí que la aventura del caballero de la Hispanidad sea, como se adivina en las últimas páginas de este libro, la aventura de nuestro siglo XX.

A. Rivera García

 

Javier Lluch y Juan Oleza (eds.), Vicente Blasco Ibáñez (1898-1998). La vuelta al siglo de un novelista, Biblioteca Valenciana, Valencia, 2000, 1044 págs., 2 vols.

Facundo Tomás (eds.), En el país del arte. 1er Encuentro Internacional Vicente Blasco Ibáñez: Literatura y Arte en el entresiglos hispánico, Biblioteca Valenciana, Valencia, 2000, 252 págs.

José Mas y María Teresa Mateo, Vicente Blasco Ibáñez. Ese diedro de luces y sombras, Biblioteca Valenciana, Valencia, 2001, 266 págs.

 

    La fortuna de los escritores, naturalmente, puede ser muy diversa, tanto en lo que se refiere a lectores y a crítica como a ediciones de sus obras. Estos tres factores de recepción se pueden combinar en todas sus formas posibles. Ahora bien, del caso de Blasco Ibáñez, que como es sabido disfrutó de gran celebridad en su tiempo, hay que decir que la recepción de su obra presenta importantes deficiencias en esos tres órdenes: de lectores, de crítica y de ediciones; es decir, se trata de un caso muy extremo. Bien es verdad que tras las grandes celebraciones suelen venir los grandes olvidos, y esto nunca mejor dicho que en España y a cuento del gran novelista valenciano que se quiso universal y de hecho en algún sentido lo fue.

    Es posible afirmar que bien encarrilada la segunda mitad del siglo XX la obra narrativa, y aún más la ensayística, de Blasco Ibáñez casi no tenía lectores en España, ni por tanto apenas ediciones, aunque no deja de ser verdad, pese a que pueda parecer un tanto extraño, que alguna de sus obras, como es el caso de La araña negra, haya mantenido durante años y alcanzado incluso recientemente una difusión hasta cierto punto muy considerable. Y esto por evidentes razones políticas. El hecho es que puede decirse que el autor de La barraca no ha disfrutado, que sepamos, de monografías importantes. Es decir, una situación lamentable. Esto no quiere decir que haya carecido absolutamente de atención crítica en tiempos recientes, pues sabemos de algunos trabajos que se le han dedicado, como el de Concepción Iglesias (Blasco Ibáñez: un novelista para el mundo) de 1985, el de Juli Just (Blasco Ibáñez i Valencia) de 1990, o el tampoco extenso trabajo de Richard R. Cardwell sobre La Barraca; y sobre todo se han de tener en cuenta los estudios de Vicente R. Alós.

    Además, ahora se podría añadir, en la presente circunstancia bibliográfica, que a grandes males grandes remedios y, de momento, nos encontramos, por arte de la efemérides del centenario y gracias evidentemente al esfuerzo de esa gran institución en que se ha convertido en muy poco tiempo la Biblioteca Valenciana, nada menos que con tres obras diferentes y complementarias de las cuales la primera de ellas consiste en dos gruesos volúmenes de actas procedentes de un extraordinario congreso del que han salido casi setenta estudios, por supuesto que diferentes y de calidades variadas, pero no pocos de ellos verdaderamente interesantes y útiles, y diríamos que su multiplicidad, si no agota, sí que enmarca y analiza eficazmente la figura y la obra del autor. ¿Porque quién fue en realidad Vicente Blasco Ibáñez? Aquí se nos ofrece ni más ni menos que una enciclopedia blasquista de más de mil páginas. Están todas las caras.

    El volumen titulado En el país del arte consiste asimismo en los resultados de un encuentro internacional celebrado en la Academia de España en Roma el mes de diciembre de 1998. El volumen, excelente, contiene ensayos que relacionan a Blasco Ibáñez, antagónicamente, con Azorín, y sobre la estética del 98, la Gran Guerra, las «literaturas periféricas, las artes, la ideología e incluso el mundo hollywoodiense, y entre sus autores, además de Facundo Tomás, se encuentran Felipe Garín, Rafael Gutiérrez Girardot, Juan Oleza o José Luis Villacañas. Por último, Blasco Ibáñez. Ese diedro de luces y sombras, de José Mas y Mª Teresa Mateo, constituye una monografía literaria de corte académico organizada en dos partes, una primera sobre el mundo narrativo del novelista y otra, algo más breve, aplicada al estudio del estilo y el lenguaje. Ahora bien, aún habría que añadir la publicación del catálogo correspondiente a la exposición dedicada a Blasco Ibáñez y el periodismo y celebrada en el valenciano Centre Cultural La Beneficència, en 1998, y algún otro. Por lo demás, la Diputación de Valencia ha patrocinado durante estos años la reedición en Madrid y en bolsillo de las novelas, a cargo de los autores del estudio comentado, Mas y Mateo.

    Es decir, la bibliografía de Blasco Ibáñez ha resultado extraordinariamente mejorada. Era necesario y es muy de agradecer. Nunca es tarde.

J. Caralt

 

Ángel Crespo, Juan Ramón Jiménez y la pintura, Universidad de Salamanca, (Acta Salmanticensia. Biblioteca de arte, 22), 1999, 233 págs.

 

    La tesis presentada por Ángel Crespo para obtener el grado de Maestro en Artes por el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez (1969-1970) es la que da cuerpo a la presente publicación en la que —en palabras de Gómez Bedate— el profesor Crespo, poeta y crítico de arte, perfila y encuadra —dentro del «panorama general de los movimientos de renovación del arte moderno»— una visión cromática sobre la relación de Juan Ramón Jiménez con la pintura desde la lejana infancia en su Moguer natal hasta la provecta etapa de San Juan de Puerto Rico. Obligado es señalar que en esta reedición llevada a cabo por la Universidad salmantina —de homónimo nombre a la publicada por la Universidad de Puerto Rico (1974)— se encuentra el lector, apenas la aborda, con un extenso índice temático organizado en torno a: Vida, Obra, Ideario, Conclusiones y Apéndices, amén de un Índice de Ilustraciones, que se establecen como carta de navegación para surcar por los mares caleidoscópicos de esa luz filtrada a través de la cancela de hierros y cristales de su casa de Moguer. Experiencia de sensibilidad cromática que el poeta andaluz interiorizara desde aquella primera niñez y que le acompañó para siempre como un fenómeno que «hacía cambiar de aspecto a las cosas y a su propia persona». Así fue como el niño Juan Ramón o Josefito Figuraciones —pseudónimo de infancia literaria— adquiere una «flauta para sus ojos» o visión artística de inverosímiles conjugaciones de forma y color entretejidas con un futuro creativo de vanguardia y arte; no siendo óbice la artística percepción combinatoria para que en su etapa de madurez volviera la espalda a toda representación de expresión abstracta.

    Calas puntuales sobre la pintura europea y española de finales del siglo XIX, así como un perfil sostenido de la tendencia pictórica juanramoniana es lo trazado por A. Crespo como punto de arranque de la presente obra. Estamos en 1874 y España acaba de estrenar Restauración borbónica con Alfonso XII: la tendencia pictórica nacional está dominada por un arte oficial que reproduce pintura histórica y de género. Eran, en general, años difíciles para el impresionismo. Habría que esperar a la Exposición Universal de París (1889), para reconocer que el impresionismo es en Francia «una pintura casi oficial»: Toulouse-Lautrec (elevando a «gran arte el cartel publicitario»), Henri Matisse (futuro pintor «fauve»), Rousseau (máximo exponente naïfs), así como el triunfo del art nouveau, «compañero inseparable de las letras modernistas y primer estilo auténticamente representativo de la burguesía europea heredada de la Revolución Francesa». Juan Ramón, allá por el año 1896, llega a Sevilla para estudiar pintura:

                        Primero se despierta en mí el amor a la pintura. Luego, a la poesía.

    Luego a la música. (A la pintura: de los primeros años de la niñez a los 15 ó 16. A la poesía: de los 15 ó 16 en adelante. A la música de los 20 en adelante.) Luego: Primero: Disminuye el amor a la música. Luego, a la pintura. Aumenta siempre el amor a la poesía (y literatura) como arte completo.

    Este interesante documento lo extrae A. Crespo de un autógrafo inédito del poeta, donde se puede observar claramente las tendencias artísticas desarrolladas a lo largo de su vida. En lo referente a la expresión pictórica, varios fueron sus maestros desde su llegada a la capital hispalense; allí Juan Ramón estudiaba leyes y pintaba. Más adelante, en Madrid, el poeta escribe y pinta; quiere publicar sus poemas y también lo intenta con sus dibujos. Pero la Villa y Corte no era la ciudad ideal para el desarrollo de su vocación pictórica. Allí era valor en alza la rutina que se mostraba alrededor de las Exposiciones Nacionales.

    En 1901, el autor de Platero se encuentra en Francia, país que tiene que abandonar aquejado de una fuerte depresión. Llegado a España, es internado en el sanatorio de El Rosario donde permanecerá hasta 1905. Durante esta época lleva a cabo una labor crítica de escasa entidad y contacta con artistas de la talla de Agustín Querol o Santiago Rusiñol. Desde 1906 a 1912 Juan Ramón padece una dramática —por la difícil situación de los negocios familiares— estancia en Moguer. En compensación, su fama como poeta crece; «la obra en verso [...] publicada [ocho libros] es suficiente para que su nombre sea uno de los más altos de la poesía española». Pero Juan Ramón sigue soñando con ser un gran pintor. Más adelante, publicado Platero y yo, señala Crespo la siguiente confesión hecha por el poeta al tierno burrito:

    En todos los museos veía este cuadro mío, pintado por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas a mí, digo a ti, a Platero, o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y el poniente.

    Madrid, Estados Unidos, boda con Zenobia Camprubí, Diario de un poeta recién casado, Boston, Filadelfia, Báltimore, y siempre una mirada pictórica y poética reflejada de manera insistente en el Diario. «La pintura acompaña al poeta a lo largo de su viaje». De nuevo en España, Madrid será su refugio y hogar. Allí, alrededor de 1922 —según testimonio de Gómez de la Serna—, Jiménez descubre que padece una atroz hiperestesia. Tiene «un ojo prismático». Crespo, aduce hacer encontrado «un escrito inédito del poeta que aclara definitivamente la cuestión: Padece una deformación de la córnea de su ojo izquierdo [...], dando una visión rarísima para el enfermo, es algo parecido a la forma clínica llamada queratocono». Pero tal y como sigue manteniendo Crespo, «parece que el defecto de su ojo izquierdo no impidió al poeta recuperar sus aptitudes de artista visual: entre 1921 y 1925 realizó una serie de dibujos —de desnudos femeninos— que se cuentan entre lo mejor de su producción». La Guerra Civil española hacen que Juan Ramón y Zenobia abandonen España: Nueva York, Puerto Rico, Florida, Washington, viajes que propician un contacto fructífero y personal con pintores que han abandonado una Europa en guerra. En 1950, el poeta se establece «en Puerto Rico como profesor del Recinto Universitario de Río Piedras [...]. Colabora con el periódico Universidad, donde publica dibujos y grabados de artistas y amigos» españoles y puertorriqueños.

    A medida que se avanza en la obra de Crespo el receptor verá centrada su atención en la expresión pictórica de Juan Ramón y su correlato con la obra literaria del mismo: obras infantiles, de transición, España, América, su ocupación tipográfica, para dar paso al desarrollo de la idea juanramoniana de: «escribir, para mí, es dibujar, pintar». Para el poeta de Moguer, el acto de la creación poética debe estar regido por un gran visual. Cualquier lector que se que haya acercado a su Estética y ética estética habrá percibido cómo está recorrida por un sentimiento de color poético que viene impregnado por la observación y la cercanía con la naturaleza. Es un estremecimiento tamizado de religiosidad y panteísmo. Esto explica la amplia gama cromática que recorre toda la obra del andaluz universal. No pocos críticos han sido los que se han ocupado de la «influencia de las artes visuales en su obra poética». A este propósito, señala Crespo que, José Moreno Villa, en su estudio Leyendo, obra dedicada a indagar sobre la palabra más importante en la poesía de Jiménez, descubre que ésta viene dada a través del mundo de la pintura. Concluye Moreno Villa con que la palabra «oro», el color amarillo, es la que cobra una mayor trascendencia en la lírica juanramoniana. El alegato de Crespo al respecto se ve reforzado por un comentario del poeta de Moguer que recoge Moreno Villa como final para su trabajo:

    No hay que pasar ligeramente sobre so de «Los colores componen la vida». ¿No es la frase de un pintor? Y por si cupiera duda, insiste: «Sólo es cántico la melodía vaga de la luz en los labios». ¿No pudiera ser ésta una frase de Leonardo da Vinci?

    La crítica sueca, cuando se acercó a definir el estilo pictórico y el espectro reflejado en la producción lírica de Jiménez emitió juicios que, por lo variado de su apreciación, reflejan la riqueza cromática reflejada en la escritura del de Moguer. Así tenemos quienes la comparan con la pintura china, con la última época de la finlandesa Schjerbeck, o con los fondos paisajísticos de luz sobrenatural característicos del siglo XV.

    Larguísima sería la lista de pintores que Juan Ramón, en escritos o declaraciones, elogia. Crespo ha realizado una exhaustiva lista, agrupados por épocas, de donde hemos extraído de manera significativa desde Botticeli, Fra Angélico, Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, hasta El Greco, Rubens, Velázquez, Murillo, Goya, Turner, Doré, Constable, Manet, Monet, Renoir, Degas, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Rosales, Fortuny, etc. Son todos de época Moderna y Contemporánea. Son los que con su mirada evocaban la melodía y los sentimientos de la naturaleza que manaban de su poesía. De esa misma lírica que le hacía declarar a Juan Ramón:

    Se habla de la realidad de un paisaje. No hay tal realidad en el sentido corriente. La realidad es otra. Me e(s)plicaré. La naturaleza tiene elementos infinitos para herir los sentimientos del espectador, Éste, músico, poeta, pintor, reco(j)e dos, tres, cuatro elementos, aquellos que impresionan más pronto [...]. Después, la cultura, la (j)enialidad, el temperamento del espectador [...]. Una realidad como la de los colores, determinados por una reunión de condiciones.

    Sigue argumentado Crespo que, Díaz Plaja, apoya esta interpretación: «En efecto —escribe—, aun en su última etapa metafísica, la poesía de Juan Ramón Jiménez se apoya en una realidad sensorial que le rodea. El poeta parte de sensaciones plásticas, acústicas, captadas desde su realidad vital de solitario, de aislado». Esto explica que el autor de Sonetos espirituales se sintiera profundamente preocupado por la interrelación entre las diferentes artes. Un testimonio de Jiménez, de gran valor al hilo de lo expuesto, es recogido nuevamente por A. Crespo:

    Nada tan absurdo como querer desligar las artes [...]. Una es la naturaleza, y nada más ridículo que querer, al interpretarla, dividirla. El color, la armonía, y la palabra tampoco son únicas [...]. Todos los sentidos en todas las artes [...]. La prueba que hay pintura sin materia, es que hay pintura en la poesía y en la música.

    Para abundar más en la ética de su estética, Juan Ramón señala que «el Poema del Cid [es una] síntesis de arquitectura, música, pintura, escultura y poesía»

    Artes agrupadas, amalgama y conclusión de una vida para el arte que comenzó con una primera vocación artística por las formas, el dibujo, el color, los cristales, el calidoscopio como gran angular para una visión evolucionada de la forma y el fondo de la naturaleza y las cosas. Sin lugar a dudas, y como bien apunta A. Crespo, «el mundo cromático de Juan Ramón Jiménez ha contado mucho en la consideración de sus críticos». Como ya hemos visto, Guillermo Díaz Plaja —señalado como el estudioso que más ha hecho reflexionar sobre los aspectos pictóricos en la obra del autor de Platero—, le ha encontrando paralelismos con la pintura de Rusiñol, Sorolla y Pellicer, así como con las «delicadezas» de Watteau, aunque la lista prodía hacerse abarcadora desde el Renacimiento hasta el Cubismo. Influencias que hace laborioso —tal y como lo ha hecho A. Crespo— calibrar la obra gráfica y pictórica de un Juan Ramón aureolado de un platonismo sublime capaz de alcanzar al receptor. Un clasicismo el suyo a caballo entre el concepto latino de «ut pintura poesis» y el cuestionamiento de Lessing —a mediados del XVIII— acerca de dotar a la poesía de un sentido superior a la pintura; capaz no sólo de recoger un instante aislado en el tiempo –característico de las artes espaciales—, sino la representación del ser humano en el devenir del tiempo. Bajo esta dicotomía creemos que entendió e interpretó el rapsoda Juan Ramón Jiménez la expresión de la Naturaleza: prevalencia de la palabra escrita para que su obra fructifique sublime y armónica en conjunción con todas las Artes.

A. Mª Villena Blanca