RECENSIONES II

 

F. Carrasquer, Sender en su siglo. Antología de textos críticos sobre Ramón J. Sender (R. Malpartida Tirado). Ralph Waldo Emerson, Escritos de Estética y Poética; Ensayos (Idoia Arbillaga). Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria (J. Caralt). Antonio Rivera García, La política del cielo. Clericalismo y Estado moderno (R. Herrera Guillén). Yukio Mishima, Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (J. M. Pérez). Tanizaki Junichiro, El elogio de la sombra (J. Larrañaga Camarero). Federico Lanzaco Salafranca, Introducción a la Cultura Japonesa. Pensamiento y Religión (F. Rodríguez-Izquierdo y Gavala). Juan W. Bahk (ed.), Poesía Zen. Antología crítica de poesía Zen de China (I. Arbillaga). J. L. Castro de Paz, P. Couto Cantero y J. M. Paz Gago (eds.), Cien años de cine. Historia , Teoría y Análisis del texto fílmico (R. Malpartida Tirado). Francisco Yu, Ciberpragmática. El uso del lenguaje en Internet (Mª J. Blanco Rodríguez).

Publicado en AnMal, XXIV, 2, 2001, págs. 611-630.

 

F. Carrasquer, Sender en su siglo. Antología de textos críticos sobre Ramón J. Sender (ed. de J. Barreiro), Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca, 2001, 459 págs.

 

    En el marco del II Congreso sobre Ramón J. Sender. Sender y su tiempo. Crónica de un siglo, celebrado en Huesca en marzo de 2001, se presentó esta colectánea de escritos de Francisco Carrasquer, homenajeado por su incombustible labor investigadora sobre el artífice de El lugar de un hombre.

    Javier Barreiro, responsable de la antología, y que ofrece además una biografía, una cronología y una bibliografía del autor, señala en su introducción algunas de las coincidencias entre estudioso y estudiado, que, además de compartir amistad y de pasar por trances vitales semejantes en torno a la guerra y al exilio, se dan la mano «en la multidireccionalidad temática, el estilo desafectado y el variado sustrato cultural no acomodado a escuelas o esquemas» (pág. 10).

    Hay motivos suficientes, si atendemos a esta serie de paralelismos, para considerar a Francisco Carrasquer como el senderiano más apto para capturar los más variados matices de la labor literaria de Ramón J. Sender y ponerlos a nuestro alcance en una ya dilatada producción exegética. Desde que presentó su tesis doctoral en 1968, publicada en Tamesis Books dos años después bajo el título «Imán» y la novela histórica de Sender, nos ha brindado una selección de artículos recogidos en La verdad de Ramón J. Sender (Ediciones Cinca, Leiden-Tárrega, 1982), una monografía sobre su producción de tema americano titulada La integral de ambos mundos: Sender (Prensas Universitarias, Zaragoza, 1994), las ediciones críticas de Imán (Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca, 1992) y Réquiem por un campesino español (Destino, Barcelona, 1998), y la antología poética Rimas compulsivas (Esquío, El Ferrol, 1998)1.

    Se inicia este conjunto de textos, tan suculento como heterogéneo, con «La crítica a rajatabla de Víctor Fuentes», donde contesta a un artículo publicado por el profesor de la Universidad de Santa Bárbara, incluido junto al de Carrasquer en el ya mencionado La verdad de Ramón J. Sender, en el que asociaba la obra de algunos escritores, entre los que se halla Sender, a circunstancias político-sociales, objeto fundamental de las objeciones de Carrasquer, que analiza en primer lugar la concepción del arte que postula Fuentes, quien representa «la actitud del que no consiente en literatura más que lo portamensaje y de quien juzga lo literario por la lección marxista que lo informe» (pág. 53), lo que le lleva en última instancia a lamentarse del supuesto cambio de chaqueta de un Sender Premio Planeta que, lejos ya de sus inicios obreristas, lanza desde su acomodo pequeño-burgués un mensaje derrotista y reaccionario, acusación injusta para Carrasquer, de un lado por la confusión «a rajatabla» entre arte y compromiso tan nociva para la crítica literaria, y de otro porque Sender, desde sus inicios hasta el momento en que Fuentes lo critica, ha sido siempre un artista fiel a un mismo complejo de ideas esenciales, creador de un particular universo novelístico, y como críticos literarios (también se dirige a Segundo Serrano Poncela con este consejo) «Lo que nos importa de un escritor es que de esa vida, de esa experiencia, haya sabido hacer arte»2 (pág. 67). De todas formas, no olvida el autor, para cerrar el artículo, que es el anticomunismo lo que más se le ha achacado a Sender, y si es esto lo que mueve a Fuentes, «muchos otros hay que nadie colocaría tampoco a la derecha porque se desintoxiquen de algún modo en su obra del trago estalinista» (pág. 67). Interesa de este texto, además de la propia polémica sobre las ideas políticas de Sender, algunas alusiones al estado de la crítica literaria a inicios de la década de los setenta, donde también se corre el riesgo, en el extremo opuesto de lo denunciado por Carrasquer, «de pretender hacer ciencia literaria o de que la lingüística nos revele los misterios del arte literario, como si el arte no fuese la actividad pre-meta-científica por excelencia, esa actividad que consiste en desbrozar caminos, empujar horizontes y ganar tierras o mares incógnitos» (pág. 53).

    De propósito similar, si bien no en forma de contestación directa, encontramos «El raro impacto de Sender en la crítica literaria española» (1987), cuya cita inicial de R. C. Kwant, «La crítica hace al hombre», que el propio Carrasquer apostilla: «[...] pero los críticos lo deshacen», ya anuncia el talante combativo del texto, donde realiza un recorrido por nuestra historiografía literaria ponderando los comentarios que recibe Sender. Inmerso en su labor vindicativa, rechaza aquellas obras que no lo sitúan a la altura que merece o bien desatinan a la hora de analizar algunas de sus obras, como demuestra antologando y glosando algunos de los que considera auténticos disparates, donde no debería figurar, desde luego, Ángel Valbuena Prat, al que no podía exigírsele una recepción más aguda de un escritor que no conoce suficientemente. Gonzalo Sobejano, mucho más preparado para examinar esa parcela concreta de nuestra literatura y contando con el soporte de una obra monográfica, Novela española de nuestro tiempo, recibe los elogios de Carrasquer ya en otro apartado (tras haber examinado las tesis doctorales), donde desfilan los nombres de Antonio Iglesias Laguna, Santos Sanz Villanueva, José Corrales Egea, Eugenio García de Nora (cuyo trabajo La novela española contemporánea suscita una reflexión sobre periodización literaria y modas críticas que no tiene desperdicio), Pablo Gil Casado (que despierta su más feroz rechazo), Ignacio Soldevila y los autores de la Historia social de la literatura española, siguiendo con algunos de los comentarios que tras la muerte de Sender vieron su cauce en la prensa periódica, como los de Antonio Tovar, Rafael Conte, Fernando Savater, Jesús Vived y Javier Barreiro, para terminar con el libro a cargo de José Carlos Mainer Ramón J. Sender. In memoriam. Antología crítica, del que celebra la presencia de magníficos senderianos, aunque no sin realizar algunas objeciones, como la inclusión de un texto de Peter Turton que Carrasquer achaca a un deseo por parte del editor de evitar el panegirismo. Tanto este libro como el Homenaje a Ramón J. Sender coordinado por Mary S. Vásquez que apareció en 1987 son reseñados por Carrasquer en otros dos textos incluidos en este volumen.

    Sobre recepción crítica versa también «Sender para estudiantes», fruto de un curso impartido en Huesca en mayo de 1991, donde explica la «carrera de obstáculos» a que se ha de enfrentar la obra de Sender, especialmente por el efecto devastador de la crítica marxista y por una serie de prejuicios cuyas probables causas comenta: su independencia, su fama de escritor irregular y prolífico, en especial en la última década de su vida, su nacionalización estadounidense o sus peleas personales. Termina Carrasquer refiriéndose a una suerte de «boom» senderiano en España entre 1967 y 1976 que va declinando progresivamente, cuyos rescoldos se avivaron gracias a películas y series televisivas y remontaron en llama cuando tras su muerte numerosos críticos dieron «prueba de revaloración definitivamente rehabilitadora» (pág. 212), que nuestro autor se esfuerza por afianzar dirigiéndose a futuros críticos y profesores a los que ofrece una nómina de aquellas obras que pueden despertar un entusiasmo contagioso: Imán, Crónica del Alba, La esfera, El rey y la reina, Réquiem por un campesino español, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, etc., repertorio con el que «hay que demostrar que es un arte completo el de Sender» (pág. 214), afirmación que justifica en admirable síntesis para concluir el texto y que es el punto de partida de otro de los artículos recogidos en este libro, «Sender: el arte de la totalidad. El Autor de Imán o Mr. Witt en el Cantón fallecía ahora hace una década». En esta línea se encuentra también «Nuestra materia prima literaria. La lectura de Sender estimula a todo aprendiz de escritor y enriquece a toda clase de escritores».

    Sobre el exilio y la influencia de esta circunstancia en su trayectoria literaria, tenemos dos textos monográficos: en «Sender y el exilio español», Carrasquer llama la atención sobre su copiosa obra de tema americano, concluyendo así: «¿Saben ustedes de algún otro autor que haya contribuido tanto a enriquecer el acervo de la literatura del país de adopción?» (pág. 101); en «Sintónico Sender», insiste en «su capacidad de empatizar, simpatizar y sintonizar con los diversos mundos que le tocó vivir» (pág. 449) y en que la distancia arroja saldo positivo para su creación.

    De los textos en que cede la palabra al propio Sender para caracterizarlo como escritor, destaca el más extenso de los trabajos incluidos en el libro, «Sender por sí mismo», donde analiza sus palabras liminares a Siete domingos rojos y Los cinco libros de Ariadna, algunas citas de Monte Odina y, en busca de perfilar el complejo entramado filosófico que enraiza en su obra, un buen número de pasajes de La esfera, que ya definiera Carrasquer en un artículo pretérito (incluido en el citado Ramón J. Sender. In memoriam y en La verdad de Ramón J. Sender) como la novela en que tenemos su pensamiento «al rojo vivo».

    Sobre este aspecto encontramos también «Visión global del pensamiento de Sender», más centrado en lo político; «El pensamiento íntimo de Sender», donde busca apoyo en los últimos libros, generalmente denostados, de Crónica del Alba, en Memorias bisiestas, La esfera y Ensayos sobre el infringimiento cristiano, deteniéndose, a propósito de este último ensayo, en su particular religiosidad; y «¿Escribir por pensar o pensar por escribir? La filosofía senderiana acude a los puntos de la pluma o al toque de las teclas», su contribución al I Congreso sobre Ramón J. Sender, donde el interrogante que da título a su ponencia se resuelve así: «Sender tendía a perderse en la escritura para encontrarse a sus anchas pensando. Tal vez podamos sacar de ahí una pequeña enseñanza: que apegarse al estilo encorsetadamente puede frenar, cuando no esterilizar, incluso, la divina actividad del pensar. Y que, por consiguiente, tal vez sea mejor no tener estilo (como Sender asegura no tenerlo) y poseer, en cambio, riqueza y esencialidad de pensamiento, que es, a fin de cuentas, lo más importante de todo escritor» (pág. 448).

    No faltan tampoco análisis de obras concretas, bien dentro de intención panorámica, o en el texto monográfico «Contratiempos de espacio: Epitalamio del prieto Trinidad de Ramón J. Sender», «la más completa orquestación de las partituras senderianas de ultramar» (pág. 179), sobre las que tantas veces ha llamado la atención Carrasquer.

    Ofrece Sender en su siglo, visto ya en su globalidad o, si se quiere, percibido su aroma envolvente, pasajes deslumbrantes donde asoma el poeta, neologista y agitador de palabras, sin rehuir una coloquialidad que J. Barreiro destaca en su introducción; impagables reflexiones sobre la disciplina filológica y el acto de escribir; párrafos malhumorados y apasionados, como corresponde a quien desea situar al escritor oscense en el lugar que a su juicio merece; en suma, retazos de un trabajo entusiasta que, dispersos por páginas de prensa periódica, volúmenes colectivos o, lo realmente irrecuperable, salas de conferencia, hallan aquí hermandad de propósito: contagiarnos su admiración por Sender.

R. Malpartida Tirado

 

Ralph Waldo Emerson, Escritos de Estética y Poética (ed. de R. Miguel Alfonso), Analecta Malacitana, Anejo 30, Málaga, 2000, 145 págs.

Ralph Waldo Emerson, Ensayos (ed. y trad. R. Miguel Alfonso), Madrid, Espasa-Calpe, 2001, 437 págs.

 

    En líneas generales, la cultura anglosajona parecía que hubiese abandonado durante mucho tiempo las mejores obras de su patrimonio, y esto de algún modo se diría que por reflejo ha tenido incidencia durante la segunda mitad el siglo XX en Europa. El pragmatismo en sentido amplio, la filosofía analítica, la Lingüística formal y hasta el feminismo anglonorteamericanos, algo han debido tener que ver en ello. Hoy, al parecer, al menos desde el punto de vista de las ediciones, las cosas han cambiado bastante. Cabe decir que Emerson había tenido en España un lugar apropiado a sus merecimientos, pero que editorialmente lo había perdido. Ahora ha sido recuperado gracias a las dos excelentes ediciones del profesor Miguel Alfonso, quien sin duda representa la mejor cara de la que ya es una nueva generación de anglicistas formados en una filología y una traductología sólidamente europeas que significan la mejor garantía frente a ciertas aberraciones de las Ciencias Humanas en Estados Unidos.

    Una de las ediciones, según con claridad su título enuncia, está específicamente dedicada a la recopilación de los textos de Estética y Poética, conferencias sobre todo en que consisten sus escritos, y la otra está dedicada a los ensayos en general. La primera contiene «Ética literaria», «La Literatura», «Reflexiones sobre la literatura moderna», «El arte», «El poeta», «Shakespeare», «La Belleza», «Libros» y «Cita y originalidad», compilación que por primera vez reúne en lengua española la obra del autor sobre estas materias. La segunada compilación, con el título tradicional de Ensayos, reúne veinte de éstos: «La historia», «La confianza en uno mismo», «La compensación», «Las leyes espirituales», «El amor», «La amistad», «La prudencia», «El heroísmo», «La superalma», «Círculos», «El arte», «El poeta» —éstos dos últimos también incluidos en el volumen anterior—, «La experiencia», «El carácter», «Los modales», «Los regalos», «La naturaleza, «La política» y «Nominalistas y realistas».

    Aún está por concluir en Estados Unidos la edición completa de la obra de Emerson, el hombre de Boston que probablemente mejor ha representado todo lo mejor que puede alcanzar el espíritu norteamericano, pues fue capaz de unir a las características más comunes y constantes del sentido de la persona y la individualidad estadounidense el espíritu idealista y neoplatónico procedente de un Romanticismo a fin de cuentas de base europea. Emerson, artífice del género del ensayo, autor filosófico-poético, universalista, transcendentalista llamado en su país, supo advertir del pragmatismo que amenazaba a su sociedad, de los riesgos del puritanismo, anteponiendo a esto el retorno a la naturaleza y la búsqueda de la belleza y la armonía. Sea como fuere, explica Miguel Alfonso, cómo «sin perder nunca su componente subjetivista, Emerson adaptó el individualismo a la necesidad de cohesión social que el país necesitaba para sacar adelante su proyecto político y económico. Eso le valió no sólo preservar la fidelidad hacia su público, sino también mantenerse como la gran voz nacional de Estados Unidos, dentro y fuera de sus fronteras. Así fue durante el siglo pasado y en muchos sentidos, así sigue siéndolo todavía hoy» (pág. 25). Actualmente, Emerson es un magnífico ejemplo y lectura más que recomentable para los países latinos.

I. Arbillaga

 

Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria (trad. de G. García), Crítica, Barcelona, 2000, 183 págs.

 

    No es frecuente la edición de manuales de teoría o de crítica literaria, ya se use uno u otro término de manera más o menos laxa. En realidad, en este libro lo que encontrará el lector es una introducción a los estudios de crítica literaria contemporánea y actual tal y como se ejercen o han llegado a constituirse en los Estados Unidos de Norteamérica. Y con esto queda dicho a fin de cuentas lo fundamental de la cuestión y del problema, que no es pequeño. Porque ocurre que aquello que se ofrece mediante esta versión española es sencillamente un manual para estudiantes universitarios de primeros cursos de carrera, para universitarios españoles en este caso, y maldita la gracia de querer importar todo el gigantesco problema y la inmensa deficiencia de la cultura literaria y humanística —por llamarla de algún modo— norteamericana a nuetro país. Aquí ya tenemos nuestros propios y díficiles problemas pedagógicos y académicos (que por cierto, en buena medida no son más que los provenientes de las actuales directrices e influencias imparables de ese mundo norteamericano en permanente exportación hacia Europa y el orbe todo). Y la desgracia y lo paradógico es que la cultura estadounidense posee un estupendo patrimonio estético y crítico, que es el de los trascendestistas, el de Santayana o incluso el de pragmatismo, Dewey y otros, y estaremos dispuestos a interesarnos y llegar hasta donde sea..., pero nada de eso es lo que ahora se nos trae. Ni lo sueñe el lector.

    Lo que se nos trae es lo peor; lo que se nos trae no es sino la moda y la detestable problemática norteamericana consistente en, para empezar, la ignorancia radical de todo saber filológico y, para entrar en materia, una gama de majaderías que centralmente consisten en querer ofrecer como teoría literaria el feminismo o unos llamados estudios lesbianos, gays y hasta onanistas, todo lo cual puede ser y es muy respetable pero no es en teoría literaria, ni estética ni filosófica ni nada que se le parezca. A ello se añade un acompañamiento más tradicional —todo sea dicho, ya periclitado— de estructuralismo y formalismo jakobsoniano, sobre el que recae toda la carga conceptual y teórico-crítica de los estudios, ello muy atildado con la teoría de la Deconstrucción, esa teoría que no es tal, pues responde a la negación por la negación y en la cual todo el mundo puede llegar a ser sabio profesor especialista con una hora de estudio, sobre todo si se trata de crítica literaria deconstruccionista. Crítica, además, declaradamente frivola según en este manual se la plantea. Esto último no es una caricatura, pues el libro posee muchas de ellas y dibujos y chistes de prensa, al parecer utilísimos para la nueva pedagogía... Hasta aquí hemos llegado.

J. Caralt

 

Antonio Rivera García, La política del cielo. Clericalismo jesuita y Estado moderno, Georg Olms Verlag, Hildesheim, 1999, 177 págs.

 

    Una de las cuestiones recurrentes de intelectualidad española se refiere al llamado «problema de España». La bibliografía es ingente, y uno no sabe muy bien si tal empeño proviene de una conciencia de culpa devenida por el recuerdo del deber histórico incumplido y representado por continuos fracasos (políticos, económicos, institucionales...), o de un peculiar resorte de extrañamiento que esta península provoca en la inteligencia. De cualquier manera, parece decisivo el hecho de que el déficit de modernidad de España no puede ser abordado solamente desde dentro; vale decir: no puede ser atajado con los medios críticos proporcionados por nuestra propia historia, sino que, más allá de la endemia conceptual hispana, es necesario hacerse con un utillaje no autóctono y saludable que dé nuevos aires a la cuestión. La antropología mística del casticismo unamuniano o la antropología mística antivisigótica orteguiana (por citar dos figuras señeras del pensamiento patrio), muestran el modo pasional de pensar desde la conciencia de culpa. Ortega ha leído a Weber e, incluso, lo ha citado en su España invertebrada. Sin embargo, basta leer la segunda parte de este ensayo («La ausencia de los mejores»), para percatarnos de hasta qué punto lo ha entendido. La obra de Rivera que aquí reseñamos no viene a cerrar la cuestión; ni mucho menos a entregar un análisis conclusivo del llamado abstractamente «el problema de España». El autor ya sabe que el problema hay que abordarlo en otros términos, precisamente porque el problema de España no es ya «nuestro» problema, en la medida en que no nos toca de una manera, podríamos decir, biográfica. La conciencia de culpa se ha transformado ya en responsabilidad intelectual. Si aceptamos la forma canónica de interpretar el «Desastre» como resorte histórico de la intelectualidad española coetánea, hemos de decir que a través del libro de Rivera el «Desastre» se refiere a la ausencia de una construcción conceptual española que nos sirva para abordar nuestra propia historia desde el pensamiento. Los términos de la cuestión son otros; España se presenta como un genuino problema intelectual, filosófico, y nunca vital.

    El autor pretende que el libro La política del cielo sea recibido como parte de un proyecto más basto que venga a cubrir dichas carencias conceptuales. Que los historiadores, los filósofos, etc. se decidan a servirse de los ideales-tipo construidos por este joven filósofo es otra cuestión bien diferente que, al menos, por ahora, y siempre desde la filosofía, Rivera está en condiciones de seguir completando con ulteriores trabajos sobre nuestro pensamiento ilustrado.

    Antonio Rivera sí ha entendido a Weber. No hay que olvidar que su tesis doctoral —de la cual es un resumen este libro— fue dirigida por José Luis Villacañas, director del proyecto sobre historia conceptual de Res publica, dentro del cual hemos de enmarcar esta obra. La inspiración weberiana de La política del cielo queda remarcada desde la primera página. Rivera asume como supuesto base de su ulterior investigación la teoría de la separación de las esferas de acción propia de la modernidad. Tal supuesto le va a servir para construir el ideal-tipo del clericalismo jesuita y, mediante la confrontación de este ideal tipo con la modernidad, demostrar su tesis de inicio, inspirada en Kolakowsky, según la cual la Contrarreforma católica, ancabezada por los jesuitas, «se caracteriza por ser un movimiento cuyo principal objetivo consiste en restar las fuerzas de sus adversarios por la vía de asumir algunas de sus reformas» (pág. 11, nº 2)1.  Es decir, las concesiones del jesuitismo ante la Reforma no constituyeron sino un conjunto de cesiones parciales encaminadas a construir un muro de contención contra esta misma Reforma. Esta estrategia construirá su propio ethos. El jesuitismo contrarrestará la imagen del mundo de la Reforma mediante otra imagen del mundo más «perfecta» por su dependencia tutelada por el único poder divino sobre la tierra: la Iglesia Católica. A este efecto, Rivera ha elegido a Suárez como principal figura del jesuitismo y como unificador del espíritu contrarreformador. Veamos algunas características del clericalismo jesuita y su resonancia explicativa de diferentes tópicos de la peculiaridad española.

    A nuestro juicio, uno de los análisis más finos de la obra lo encontramos en el capítulo I, 4.3.: «Fortalecimiento de la Iglesia a través de nuevos medios». Aquí, el autor muestra el modo en que la Iglesia llega a un mayor dominio de la conciencia a través de la paradójica estrategia de relajar las exigencias subjetivas de los fieles. La imagen del hombre bueno ante Dios que construye el jesuitismo se basa en la heteronomía del sujeto ante una institución divina representada por una Iglesia cuyo carisma proviene de Pedro. Esta cesión del autodominio subjetivo es suplantada por la larga cadena de los casos sancionados por la autoridad eclesiástica. Así describe Rivera esta estrategia de dominio:

    Este probabilismo acabó generando una codificación ética (casuismo) y un iusnaturalismo material excesivo, hasta tal punto que la voluntad, la autoridad del doctor, fue ganando más importancia que el entendimiento o las razones de la obligación moral [...]. Al final, el libre arbitrio universal defendido por la compañía sirvió para fortalecer a la Iglesia Católica (págs. 31-32).

    Si el ethos calvinista —sintéticamente— se sustancia en la ascesis y el cálculo, el jesuita se sustanciaría, pues, en el dominio heterónomo de un cálculo de probabilidades éticas externo, que el doctor de la Iglesia entrega al cristiano para su buen obrar puntual. De este modo, el tempo ético del hombre católico se circunscribe a lo óptimo del caso previamente codificado. La apelación a la propia forma de vida, a la propia interioridad, se ve neutralizada por la «libre» elección de una reacción registrada por el arbitrio universal de los doctores de la Iglesia —voces de la conciencia de un cristiano despojado de interioridad—. El cristiano, así pues, puede hacer lo que desee, pero en modo alguno puede desear lo que quiere autónomamente. De un sujeto así construido, es poco probable la emergencia del moderno hombre de negocios, como pretende Caro Baroja. Rivera señala que las características de este tipo de sujeto encajan más con la figura del militar y / o con la del burócrata moderno, justo porque el carácter disciplinario de sus funciones apelan al cumplimiento de un ordenamiento externo2. Asimismo, el diseño de esta subjetividad podría ayudarnos a comprender un tipo humano esencialmente hispano, como es el hidalgo, aunque Rivera no entre en esta cuestión. El hidalgo sostiene su dignidad en la gracia carismática de la sangre heredada. Su misión es estar vivo, es decir, dejar fluir por su interior la sangre vertida de sus ancestros heroicos. Ahora bien, indirectamente, tal carisma heredado es tal por una bendición divina refrendada por la Iglesia. Así, la subjetividad hidalga queda anclada en el pasado y, por tanto, nunca precisa de operación ulterior alguna hacia el futuro, pues la dignidad ya está ganada constitutivamente desde el nacimiento. Éste es un sujeto mágicamente detenido por el carisma de un sujeto antepasado, cuya sangre ha sido bendecida hasta la eternidad. Finalmente, tras esta breve digresión, este sujeto tampoco parece muy apto para la moderna actividad política. Aquí entroncamos ya con otro aspecto importante de la descripción del tipo-ideal que nos ocupa.

    Para Suárez, el hombre es antes un animal jurídico que un animal político. Esto también tendrá sus consecuencias en cuanto al dominio político de la Iglesia. Rivera muestra cómo «la consideración de los delitos como pecado», más que favorecer el dominio del rey sobre los súbditos, al establecerse una convergencia necesaria entre el acto externamente ilegal (delito) y su punición religiosa (pecado), favorece el dominio de la Iglesia sobre el poder civil, pues «el Papa, en virtud de su competencia exclusiva sobre las almas, siempre posee la potestad de examinar y, en el caso de ser injusto, corregir el deber moral impuesto por la ley civil» (pág. 58). De este modo, afirmar que en España el poder político ha hecho política se hace, cuando menos, problemático, si como política queremos apelar a un modo autónomo y racionalmente dirigido de gobernar los asuntos humanos del conjunto social. La consideración del derecho como instrumento de gobierno idóneo, cerró las puertas a la emergencia de un Estado moderno en España, y desde un punto de vista conceptual, a la emergencia de la separación de las esferas de acción. La idea que finalmente se impuso para el buen gobierno de España pasaba por el dominio del derecho sobre la política, dado que aquél se sostenía sobre la justicia y ésta sobre los mandamientos de la Iglesia. Todavía, durante nuestra ilustración, nuestros intelectuales darán la batalla frente a la Iglesia en términos jurídicos, más que de eficacia política, pues para entonces el ultramontanismo hacía ya casi imposible el ejercicio de la aplicación de la ley civil. Las dos consecuencias inmediatas de la sumisión, invasión y difuminación de la esfera política ante la esfera jurídica son la neutralización de la creación de una monarquía absoluta moderna en España y la creación de un Estado dentro del Estado (la Iglesia). Respecto a esta última consecuencia, habría que señalar dos aspectos de la Iglesia española que no se tienen siempre en cuenta. Por una parte, la Iglesia es el único cuerpo institucional que integra a súbditos de todos los estamentos del cuerpo social. Esto le da un carácter de dominio transcendental del que carecen tanto la nobleza y el pueblo, como el monarca. La Iglesia se nutre de todos los estamentos, y a través de éstos, domina con fluidez sobre la conciencia de toda la nación. El segundo aspecto que hemos de señalar, se refiere a que, además del carácter transcendental de la iglesia española (dominio sobre el pueblo, la nobleza y el rey), posee también un carácter transcendente. La iglesia española no es sino el más firme ejecutor de Roma. Jamás fue una iglesia nacional a la manera de la galicana. Así, este Estado dentro del Estado que incluso transciende el Estado, además de dominar sobre la totalidad del Estado, no se domina a sí misma sino a través del carisma del Papa. Tras esta caracterización de la iglesia española, no podemos por menos que reafirmar la tesis de Rivera, según la cual, en la medida en que la institución más poderosa de un Estado sólo respeta, en última instancia, el carisma de un extranjero (Roma), será imposible la emergencia de una monarquía poderosa que integre bajo su dominio la totalidad del Estado. Vemos, tras todo esto, como la meta final del clericalismo jesuita, no sólo paralizó en España la posibilidad del proceso de autonomización de las esferas de acción social, vale decir, de la modernidad, sino que, incluso, imponiendo sus tesis jurídicas sobre la política, no hizo más que poner las bases para el final dominio de la política vaticana sobre la española (véase cap. V).

    Finalmente, si más arriba hablábamos de la heteronomía del sujeto construido por el clericalismo jesuita, ahora hemos de hablar de uno de los instrumentos más eficaces empleados por la Iglesia para construir una ratio política heterónoma: la censura. Hemos visto ya cómo el dominio sobre la subjetividad era completado por el dominio del derecho sobre la política y por la creación de un Estado dentro del Estado. La censura, como instrumento político, se constituye finalmente en instrumento de control de la Iglesia, dado que, asumida la tesis de la potestad indirecta de la Iglesia sobre el Estado, cualquier instrumento político devendrá indefectiblemente instrumento religioso. Mientras que en el Estado moderno, la censura sirve al monarca como medio de homogenización de las costumbres de sus súbditos, el Estado español, en su totalidad, es decir, el rey incluido, padecerá una homogenización religiosa. La política española es susceptible de padecer censura. El Estado, a través del poder indirecto de Roma, ha de ejercer políticamente virado hacia el Papa, pues el poder de éste, según Suárez, es infalible «en lo tocante a la fe y a las costumbres» (pág. 151). Así, sólo la Iglesia está en condiciones de establecer el ordenamiento de las conductas de los súbditos del rey. Sólo ella puede velar por las costumbres en caso de conflicto. De este modo, la censura puede revertir en cualquier momento contra el propio monarca, si el Papa considera su política como herética.

    Al cabo, volvemos a sugerir que La política del cielo constituye una aportación sustancial para la elaboración de una historia del pensamiento político español y de nuestras instituciones sociales, como así espera su autor al final del libro, pues el trazado que lleva a cabo del ideal-tipo jesuita constituye una ganancia conceptual muy útil para comprender, por ejemplo, la génesis de las disputas de nuestra Ilustración, del regalismo, del anti-ultramontanismo, etc., pues la misión última de este período de nuestra historia no fue sino entregar a España los materiales de modernización que la Contrarreforma le había sustraído siglos atrás. Cuando advertimos la radicalidad con que el casuismo jesuita transforma la subjetividad, comprendemos mejor porqué América fue explotada por comerciantes extranjeros sobre barcos de nombre español. También entendemos mejor cómo la beneficencia constituyó una forma de dominio de la Iglesia sobre el pueblo y por qué aquélla siempre trató de impedir la educación productiva del pueblo... En fin, nos comprendemos algo más.

R. Herrera Guillén

 

Yukio Mishima, Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (trad. de M. Raskin, introd. de I. J. Palacios, pról. de C. Sánchez), La Esfera de los Libros, Madrid, 2001.

 

    Lecciones espirituales..., recuperan cinco ensayos inéditos esenciales de Mishima, entre la reflexión y la autobiografía; 30 años después de su muerte.

    Antes de su trágico suicidio en 1970, la obra de Yukio Mishima era escasamente conocida por el público español. Concretamente solo sé de dos traducciones anteriores, la primera publicada en 1963 en Seix Barral según versión de Juan Marsé, El pabellón de oro y la segunda, aparecida en caracas en la editorial Monte Ávila en 1964, Muerte en el estío y otros cuentos.

    Las noticias sobre este desconcertante y paradójico escritor nos llegaban con cuentagotas. No era extraño, la literatura japonesa entra difícilmente en los mercados occidentales y más todavía en el español.

    El premio Nobel de literatura conseguido por Yasunari Kawabata en 1968, hizo que algunas editoriales españolas publicaran varios de sus títulos: Diarios de un muchacho, Kyoto, La danzarina de Izu, Lo bello y lo triste...

    Kawabata fue además, el maestro y defensor de Mishima en vida, su «redescubridor», como lo denomina el Doctor Juan Vallejo Nájera, uno de los escasos españoles, junto a Isidro-Juan palacios, autor de la interesante introducción de Lecciones espirituales..., preocupados por Mishima y las letras japonesas.

    Kawabata, al obtener el premio Nobel de literatura, se extraña porque no se lo han dado a Mishima; opinaba que un genio como Mishima lo produce la humanidad cada doscientos o trescientos años. Kawabata presidió las exequias de Mishima, al lado de la esposa y los padres del suicida, a raíz del trágico y célebre Seppuku de 1970; coincidencia, el propio Kawabata se suicidaría dos años después.

    A raíz de aquel suicidio, se abrieron más las puertas para la obra de Mishima en el mercado español. Una obra que, además, a través de aquella muerte, describía el Apocalipsis que le esperaba a la cultura japonesa, sumida en el vértigo del progreso económico y en el que el espíritu parece haberse alertagado para siempre. Mishima murió a los cuarenta y cinco años, en plena madurez creadora. Deliberadamente dio su vida en nombre de los que no saben vivir. Lo que Mishima quiso comunicar a los suyos fue un mensaje de retorno a las tradiciones creadoras. Ésta fue la vida de un creador marcado por la muerte, el sexo, la política, y el deseo de trascendencia de uno de los testigos más terribles y significativos de la vida de un gran país, Japón. En los textos que se recogen en el presente volumen encontramos el deseo de muerte. Los cinco inéditos de este libro muestran un pensamiento donde cobran gran importancia el coraje, la belleza, el respeto, la lealtad. No debe pues extrañarnos que Mishima regenerara de la literatura a favor de la acción y que «la literatura corrompe, mientras la acción exalta». He aquí el dilema que se le presentaba:»ser o aparentar», en una palabra; ¿Quería ser samurai o un intelectual? Mishima se inclina por la vía del cuerpo y del «Kendo».

    «Vivimos en una época de existencias absolutamente ambiguas» —escribe en Lecciones espirituales...— «El valor de un hombre se revela en el momento en el que su vida se enfrenta con la muerte». Es un samurai por educación, sangre y genética y anhela sentir aquello que es. Ser fiel a su identidad.

    También se incluye la Proclama del 25- noviembre, texto que leyó unos momentos antes de su Seppuku. Él siempre había sentido delirio por la muerte gloriosa de un hombre joven, idea contemplada en un código de ética samurai del S. XVIII, llamado Hagakure, y que dejó plasmada en sus novelas, cuentos y teatro de muchas maneras.

    Los escritos aquí reunidos los redactó Mishima en el transcurso de los años 1968-1970. Yukio Mishima quedará como el último e inaccesible samurai.

J. M. Pérez

 

Tanizaki Junichiro, El elogio de la sombra (trad. del francés por J. Escobar), Ediciones Siruela (Col. Biblioteca de Ensayo), 12º impres., 2001, 96 págs.

 

    Para el occidental que llega por primera vez a Tokyo, como punto de inicio en su contacto con la cultura japonesa, nunca podría llegar a imaginarse la existencia de toda una «cultura de las sombras» entre los japoneses. Rodeados por anuncios de neón, carteles publicitarios de colores llamativos, y grandes pantallas de televisión, que en conjunto forman un abrumador mosaico de contaminación lumínica, es difícil imaginarse que la belleza en Japón pueda surgir de entre las sombras.

    Tanizaki Junichiro (1886-1965) vivió en Tokyo durante muchos años, y aunque mucho ha cambiado Tokyo hasta hoy, ya entonces se intuía la particular excepción que constituye esta ciudad dentro de Japón. Testigo directo de cómo la introducción de los nuevos adelantos técnicos importados de occidente iban cambiando la vida y las antiguas costumbres japonesas, Tanizaki vivió en su juventud una época en la que Japón pasó del total aislamiento con el resto del mundo, a una gran apertura y permeabilidad respecto a todo lo que llegaba de occidente. Impactados por los adelantos científicos, técnicos e incluso literarios, muchos escritores se dejaron llevar por esa vorágine de cambios, y en un intento de «modernizar» Japón, apoyaron positivamente la gran influencia de occidente, sobre todo entre la gente de las grandes ciudades principalmente, mucho más expuestas a los cambios y por tanto mucho más receptivas. De esta forma, los primeros escritos de Tanizaki estaban influenciados por escritores como Edgar Allan Poe, Baudelaire y Oscar Wilde, del que llegó a traducir al japonés «Retrato de Dorian Gray».

    Con el gran Terremoto de Tokyo en 1923, Tanizaki se mudó a Osaka, ciudad en la que las nuevas tendencias tardaban en llegar y situada muy próxima a Kyoto, antigua capital imperial y cuna de gran parte del refinamiento artístico japonés. Fue entonces cuando se produjo el gran cambio en la obra de Tanizaki, ya que abandonó los modelos literarios occidentales, para interesarse en la literatura clásica japonesa. En sus primeros libros de esta nueva época, critica la excesiva occidentalización a la que se ve sometido Japón, que alcanza desde el comportamiento de la gente, como refleja en su novela Naomi1; hasta motivos de disgregación, como los mostrados en Hay quien prefiere las ortigas2 entre Tokyo y Osaka, símbolos del conflicto entre el nuevo y el tradicional Japón.

    Entre 1933 y 1934 Tanizaki escribió «El elogio de la sombra» (Inei Raisan), un pequeño ensayo que para muchos es una de sus obras maestras. Al igual que El libro del Te3, fue escrito como defensa de los valores tradicionales estéticos japoneses frente a los nuevos valores occidentales. Aunque mucho más amplio en su tratamiento de los valores estéticos, El elogio de la sombra es partícipe de la misma visión artística de contemplación expresada por El libro del te en 1906. Para Okakura Kakuzo, «el artista da al espectador ocasión de completar su idea, y es así como una gran obra maestra retiene irresistiblemente nuestra atención hasta el punto que creemos formar parte de ella. Hay allí un vacío donde podemos penetrar y que podemos colmar con toda la medida de nuestra emoción artística». Para Tanizaki, ese vacío que induce a la reflexión del espectador, no es más que el vacío surgido mediante la combinación de sutiles claroscuros producidos deliberadamente por el artista, e integrados plenamente en el antiguo estilo de vida japonés: «[...] a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido [nuestros antepasados] conferirle una cualidad estética superior».

    El ideal estético oriental, y en concreto el japonés, es muy diferente al occidental, y desde luego los cánones de belleza son muy dispares, como cabría suponer entre culturas tan alejadas. Quizás una de las cosas menos apreciada por los occidentales, es esa belleza que reside en la penumbra, que va desde las sombras juguetonas producidas por la titilante luz de una vela, hasta esa pátina antigua de los objetos de uso cotidiano. A lo largo de todo el ensayo, Tanizaki va desglosando cómo el pueblo japonés ha jugado con la oscuridad en todas sus artes, desde los pesados ropajes del teatro clásico japonés, hasta la arquitectura, pintura, cerámica, etc... e incluso en las tonalidades de la piel de los japoneses se es capaz de observar el mimetismo de las blanquecinas tonalidades con las sombras de las oscuras habitaciones, verdadero laberinto de biombos, de los antiguos palacios de la clase noble. Es por ello que este pequeño ensayo encierra la esencia de la sensibilidad japonesa, y de parte de su refinamiento estético a lo largo de los siglos. Incluso hay cierto anhelo en las palabras de Tanizaki en volver al aislamiento anterior, ya que lamenta que el contacto con el mundo exterior ha terminado por bloquear la evolución autóctona de los valores estéticos, e incluso de los adelantos técnicos, adaptados según él, a las necesidades artísticas de occidente: «Si hubiéramos inventado nosotros el fonógrafo o la radio es probable que hubieran sido concebidos para destacar las cualidades de nuestra voz y de nuestra música».

    En cierto sentido, las ideas estéticas recogidas por Tanizaki recuerdan a la caverna de las ideas de Platón. En la oscuridad de la cueva, sólo llegan las sombras del mundo exterior, y es el espectador quien a partir de las sombras debe de imaginar qué hay fuera, algo parecido a lo que sucedía en el Japón tradicional, donde todo era un juego de inducciones, y nada era revelado completamente para no perder el atractivo halo de misterio, y para que los pequeños detalles apreciados a la débil luz filtrada por las paredes correderas de papel, cobrasen una especial relevancia. Un estudio del arte japonés, revela que sus obras no buscan un ideal de perfección, como sucedía por ejemplo en la Grecia clásica, sino que sus obras siempre son ideadas para sugerir, más que para provocar. De esta forma, las esculturas de Buda se hacían desproporcionadas con el fin de que vistas en un recinto cerrado, en penumbra, y desde su base, diesen una sensación de magnificencia. Los artistas japoneses, poseían la exquisita cualidad de saber integrar el entorno en la obra, siempre incorporando la exuberante naturaleza de la geografía de Japón con la obra humana, muy al contrario que en occidente, donde algunas de las principales corrientes artísticas siempre buscaban desligarse de la naturaleza, para buscar una esencia completamente humana o divina.

    El elogio de la sombra es más que un ensayo, es una declaración de intenciones del autor, y un sacrificado intento de conservar los valores clásicos japoneses, testigo que más tarde sería recogido por Kawabata Yasunari, y compensado con un premio Nobel. En palabras de Tanizaki: «Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado literatura, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo».

J. Larrañaga Camarero

 

Federico Lanzaco Salafranca, Introducción a la Cultura Japonesa. Pensamiento y Religión, Caja Duero / Universidad de Valladolid, 2000, 563 págs.

 

    Federico Lanzaco, profesor especializado en lengua y cultura de Japón, ha querido dar un mayor alcance de difusión a los cursos que ha impartido sobre Pensamiento y Religión de Japón en la Universidad Autónoma de Madrid (concretamente, en su Centro de Estudios de Asia Oriental, curso 1997-1998). Para ello ha convertido en libro lo esencial de dichos cursos, dando como fruto un espléndido volumen, bellamente presentado, que invita a la lectura, deleita la inteligencia y abre caminos a la investigación.

    Apoyándose en el dicho de la escritora japonesa Sei Shoonagon (siglo X), que cita en su Introducción, el Profesor Lanzaco no desdeña la labor de detenerse a estudiar muchos pormenores, rincones, autores casi olvidados de las letras japonesas, para darnos una visión de conjunto lo más completa posible. La cita de Sei Shoonagon, que el autor traduce libremente, la doy aquí traducida más a la letra:

                        Cuanto es pequeño —cualquier realidad, cualquier cosa— todo es hermoso.

    Resulta ser una máxima muy afín a la mentalidad japonesa, tan artesana, que tanta importancia da al trazo más mínimo de su escritura.

    El libro, tras un capítulo introductorio, se detiene por capítulos en las grandes fuentes de pensamiento que han nutrido la cultura japonesa: Shintoísmo, Confucianismo, Taoísmo, Budismo —con especial atención al Zen, su rama contemplativa— Cristianismo, pensadores japoneses modernos y contemporáneos, Cristianismo y nuevas religiones. Cada capítulo va acompañado de una utilísima bibliografía. Al final se encuentran varios anexos: mapa, tablas cronológicas y un listado de los 360 conceptos más importantes acompañados de su expresión original de ideogramas, detalle éste muy necesario para todo conocedor de la lengua japonesa escrita.

    Al autor —según confesión propia— lo han guiado tres propósitos fundamentales: 1. dar una visión de conjunto, 2. destacar los elementos distintivos japoneses, y 3. conseguir una exposición clara. El objetivo más difícil creo que es el que ocupa el segundo lugar, ya que Japón siempre ha sido un país capaz de asimilar y reconvertir en savia propia innumerables valores foráneos. No obstante, el profesor Lanzaco ha logrado con creces dar cima a sus tres intentos.

    En el capítulo titulado «El Zen y la cultura japonesa», el autor trata temas de mucha actualidad, como varios géneros literarios de poesía —entre ellos el haiku, que es típicamente japonés, y hoy está en auge en todo el mundo, incluso a través de internet— y las que podríamos llamar «artes menores»: ceremonia del té, Ikebana o arreglo floral, Sumie (pintura oriental a la aguada), Kendoo (camino de la espada), Kyuudoo (camino de ala arquería)... Nada de esto está de más en la obra, puesto que todo colabora a esa simbiosis interactiva de Filosofía (teórica y práctica), Religión y Arte, que es tan caracretística del Extremo Oriente.

    Nuestra enhorabuena y agradecimiento al profesor Lanzaco, a Caja Duero en su programa cultural, y a la Universidad de Valladolid —representada por el profesor José María Ruiz, autor del Prólogo—, ya que las citadas entidades han acogido con tanto entusiasmo como eficacia esta publicación. Creo que todos los puentes culturales —como éste— que se tiendan entre Japón y nosotros, serán pocos. Un agradecimiento que va a revivir en nuestra mente cada vez que abramos el libro.

F. Rodríguez-Izquierdo y Gavala

 

Juan W. Bahk (ed.), Poesía Zen. Antología crítica de poesía Zen de China, Corea y Japón, Verbum, Madrid, 2001, 194 págs.

 

    Hay que decir que Juan W. Bahk ha sido el editor y traductor de dos de las diecinueve antologías de poesía china vertidas directamente en nuestra lengua. La primera de estas antologías fue incluida en una edición —antecedente de la que aquí nos ocupa— titulada Surrealismo y Budismo Zen. Convergencias y diferencias. Estudio de literatura comparada y antología de poesía Zen de China, Corea y Japón1, la cual concluye con: «[...] una selección de poetas chinos, coreanos y japoneses que cultivaron la expresión zenista. Para ello he traducido los poemas al español desde las respectivas lenguas originales con la ayuda de varios colegas [...]» (pág. 10). En lo que a la traducción de la poesía china se refiere, existen treinta y tres ediciones en lengua española desde que Marcela de Juan realizara en 1948 la primera antología. Estas ediciones pueden ser divididas en tres grupos: antologías poéticas no adscritas a ningún período concreto (catorce ediciones), antologías poéticas adscritas al período dinástico Tang (cinco) y traducciones de poetas de forma individual (catorce). De entre las treinta y tres ediciones, diecinueve ofrecían una traducción directa, cinco eran de procedencia indeterminada y las nueve restantes eran traducciones indirectas desde las lenguas inglesa, italiana y francesa, sobresaliendo estas últimas2.

    Surrealismo y Budismo Zen (1997) era la única antología general de poesía extremo-oriental publicada hasta la fecha en nuestro país. En esta nueva edición de Bahk (cuatro años después de aquélla) han sido parcialmente reproducidas de forma idéntica las selecciones de las distintas poesías orientales que allí se reunían. No obstante, aquella primera antología oriental con versiones de poesía coreana, china y japonesa (págs. 180-230) ha sido ampliada de forma notable en la presente edición (págs. 51-189).

    La edición de 1997, más reducida en poesía china que las antologías coreana y japonesa, comprendía treinta poemas de Han Shan, dos poemas largos de Baek Kui, doce poemas de Wangiu y un poema por autor de estos cuatro autores: Shofu, Suian, Tekkan y Sozan-Kyonin. En la edición actual se incluyen además algunas composiciones de Tu Fu y algunas otras nuevas de Baek Kui.

    La antología de la poesía coreana Zen comprendida en la edición de 1997 reunía entre uno y cinco poemas de: Jecho, Wolmyong, Chungdam, la esposa de Kwangdok, Uichon, Heysim, Wo-Gam, Naong, Hamjo, Pyoksong, Hyujong, Kyongho, Yongho, Kuha, Man-going, Manhae, Hyobong, Kyongbong, Yogun Hahn, Kwangsop Kim, Sokchong Shin, Chongjuo So y Chihun Cho. En esta segunda antología coreana del año 2001, Bahk modifica las transliteraciones fonéticas de algunos de los nombres de los autores. Así, el nombre de Heysim, por ejemplo, pasa a ser transcrito como Heshim. Además, el traductor ha mejorado varias versiones poéticas efectuando pequeñas modificaciones, léxicas sobre todo; si bien, puede decirse que los poemas son reproducidos en su mayoría de forma idéntica. La modificación más sustancial afecta sin duda a la extensión, pues Bahk por un lado añade otros dos o tres poemas de la mayoría de los autores citados y, por otro, incluye poemas de nuevos autores. Éstos son: Houng Bowu, Buhiu Sunsu, Chuimi Sucho, Baikok Chunung, Wolcho Doan, Sulam Chubung, Muyong Suyun, Whangsung Chian, Mukan Choinul, Yongsung Chinchong, Yongho Chungho, Hahnam Chungwon, Yongwun Bongwan, Kyongbong, Wonkwang, Dalchin Kim y Koun.

    La antología de poesía Zen japonesa reunió en su primera versión a los poetas: Dogen, Soichi, Ryuzan, Gasan, Muso, Daito, Getsudo, Daichi, Chikusen, Betsugen, Shutaku, Ryushu, Shunoku, Tsugen, Guchu, Mumon, Zekkai, Eichu, Hakugai, Nanei, Kodo, Bokuo, Kukoku, Ikkyu, Kokai, Nensho, Genko, Saisho, Yuishun, Takuan, Gudo, Ungo, Daigu, Manam, Fugai, Bunam, Tosui, Gesshu, Baiho, Manzan, Tokuo, Sokaku, Hakuin, Sengai, Ryokan, Shozan-Kyonin, Tekkan, Jakusitsu, Juo, Fumon, Ikku, Kanemitsu-Kokun, Kosen, Tanzam, Kando, Nantempo, Sodo, Mokusen, Soen, Tesshu y Shinkichi Takahashi. Salvo del poeta Takahashi, del cual reunió doce poemas, y de Hakuin, de quien incluyó cinco, apareció un solo poema de cada uno de los autores recogidos. En la edición actual, Bakh ha añadido composiciones de los poetas Juo, Fumon, Jakusitsu, Kanemitsu-Kokun y Kosen, y ha suprimido los poemas sueltos de Tekkan, Jakusitsu, Juo, Fumon, Ikku, Kanemitsu-Kokun y Kosen. Sin embargo, figuran ahora más de treinta poemas de Ryokan, de quien había incluido un único poema en la antología de 1997, y cuarenta y nueve de Takahashi, del cual ya hemos dicho que fueron traducidos sólo doce en la primera versión de la antología, mientras que adquiere ahora especial relieve.

    La primera versión de la antología oriental del hispanista coreano Bahk apareció acompañada de un estudio de literatura comparada que examinaba las convergencias y divergencias entre las poéticas del surrealismo occidental y el budismo zen, hipótesis de trabajo en la cual lleva trabajando desde que en 1987 publicara un primer estudio. Si en aquella edición la antología era más bien un material de apoyo para lo que verdaderamente constituía el cuerpo central del libro, el estudio comparatista (págs. 11-179), en esta ocasión es la antología lo que adquiere absoluta preeminencia; viniendo acompañada, eso sí, por una interesante introducción (pags. 13-49) dedicada fundamentalmente a desentrañar las principales «características del Zen», «la esencia del Zen» y «la relación entre Zen y poesía». Bahk incluye en esta introducción abundantes nuevos ejemplos explicativos y más información histórica acerca de esta rama de la filosofía oriental que es tenida por cúspide espiritual del Budismo.

    Es necesario reseñar que Bahk dedica casi treinta páginas de su introducción a profundizar en los conceptos esenciales del budismo zen y a ofrecer muestras de su compleja y delicada enseñanza, asunto que clarifica con sobrada información; mientras que expone en apenas ocho páginas la relación entre este sistema filosófico y la poesía. Sin embargo, se echa de menos —en una antología de la amplitud e importancia de ésta— que la introducción ahonde quizá de forma menos resumida o sintética en la manera en que el Zen es asumido por la poesía oriental en general y particularmente por las poesías de China, Corea y Japón, y sus autores principales. No se esperaba un exhaustivo y pormenorizado análisis de cómo el Zen se manifiesta en cada uno de los poemas o autores agrupados, pero sí procedía tal vez observar con más detenimiento cómo esta filosofía ha influido en las tradiciones poéticas de los países orientales referidos o al menos en los principales autores traducidos aquí. Puede decirse que, incluso, el autor agota parte de estas escasas páginas dedicadas a «la relación entre Zen y poesía» en seguir redundando en el Zen. Por lo demás, vuelve a ser reproducida la breve pero selecta bibliografía sobre «literaturas del Extremo Oriente» (págs. 193-194) y sobre «budismo Zen» (págs. 191-192), que ya apareció en la edición anterior.

    Al igual que hiciera Marcela de Juan con sus pioneras antologías de poesía china, las dos selecciones de poesía china, coreana y japonesa aquí comentadas se presentan como una misma antología realizada en distintos pasos sucesivos. Hay que decir que se trata de una recopilación pionera en su género, pues constituye la primera antología de poesía oriental traducida en España. Es necesario subrayar el gran interés de la selección de Bahk y el rigor demostrado por el hispanista en esta cuidada edición. Sin duda esperamos que el excelente trabajo crítico y traductográfico, que el autor viene realizando con respecto a la poesía oriental, lejos de concluir aquí, ofrezca una tercera antología en donde se brinden nuevas traducciones españolas de otros poetas de Oriente.

I. Arbillaga

 

J. L. Castro de Paz, P. Couto Cantero y J. M. Paz Gago (eds.), Cien años de cine. Historia, Teoría y Análisis del texto fílmico, Visor (Col. Biblioteca Filológica Hispana), Madrid, 1999, 338 págs.

 

    Fruto del Simposio Cen anos de cine, organizado por la Asociación Gallega de Semiótica y celebrado en La Coruña en enero de 1997, con el fin primordial, en palabras de los editores, de «Reflexionar sobre la historia, la teoría y el análisis del texto fílmico, su evolución y perspectivas, en el momento en que ha llegado a esa mayoría de edad relativa que son cien años» (pág. 9), surge este ramillete de variadas colaboraciones que presentan propuestas de estudio y revisiones de parcelas históricas y métodos errados, junto a análisis concretos de obras, géneros y tendencias.

    En «Historia y análisis del film. Breve estado de la cuestión», que sirve de pórtico al primer apartado, «Por una revisión de la Historia del Cine», José L. Castro de Paz sintetiza las diferentes teorías que han prevalecido en la historiografía fílmica, que culmina en el loable empeño de Bordwell, Staiger y Thompson de atender simultáneamente a aspectos técnicos, estilísticos y productivos en El cine clásico de Hollywood. Estilo y modo de producción hasta 1960 (1985). Ahora bien, un ejemplo que Castro de Paz conoce perfectamente, Vértigo, encuadrado rígidamente en el citado trabajo dentro de los límites de la narración clásica, representa a juicio del autor el empleo de los procedimientos clásicos, pero desbordándolos en actitud manierista, como explica comentando algunas secuencias concretas para concluir que «no se trata de la representación de una mirada y su objeto, sino del resultado de un trabajo significante empeñado en transmitir la relación mental que un sujeto establece entre su mirada y lo que ve (el deseo, en definitiva)» (pág. 30). A la luz de estos importantes matices, es preciso reubicar la narrativa hitchcockiana en el proceso histórico en que comienza a desmembrarse «esa invisibilidad funcional postulada por la mirada clásica y que facultaba al espectador a penetrar sin trabas en un sólido universo diegético» (pág. 33), trabas que restituye Hitchcock, ya a caballo entre lo clásico y lo posclásico, y que consisten fundamentalmente en la inquietante reflexión sobre cómo se mira y cómo se anhela. Constituye este primer texto, así, un ejemplo de revisión de la periodización fílmica a través de un análisis riguroso de una obra que se sitúa generalmente como paradigma de una etapa que en realidad está agitando, idea básica de la otra contribución de Castro de Paz a este libro, «Entre el manierismo y la estandarización: el telefilm de los cincuenta y la crisis de Hollywood (El ejemplo de Alfred Hitchcock)», y punto de partida de dos magníficos trabajos posteriores, Alfred Hitchcock. Vértigo / De entre los muertos (Paidós, Barcelona, 1999) y Alfred Hitchcock (Cátedra, Madrid, 2000), cuyos capítulos iniciales se titulan, respectivamente, «La crisis del cine clásico» y «Alfred Hitchcock y el modelo de representación dominante. Algunas precisiones históricas».

    «El objeto indescriptible» sobre el que diserta Santos Zunzunegui no es otro que, naturalmente, el propio cine, que tras cien años de andadura está experimentando modificaciones en su dimensión industrial, en su función conformadora del imaginario social y en sus perspectivas de futuro como arte. Reformula así, invirtiendo sus términos, la definición tradicional de que el cine es un arte industrial: «¿No sería más oportuno modificar la fórmula estereotipada en el sentido de hablar de una industria que, a veces y por azar, produce obras de arte?» (pág. 36). Tras esta desencantada afirmación, que el autor glosa acudiendo a resortes comerciales y recordando el momento clave en que la televisión absorbe al cine reorganizando así sus características esenciales en un nuevo panorama de lo audiovisual en el que puede llegar a desaparecer nada menos que «el debate sobre la dimensión imitativa de los discursos icónicos», pues «La imagen ya no imita las apariencias del mundo, sino que tiende a sustituirlas» (pág. 38), se pregunta Zunzunegui si tiene sentido seguir reclamando del cine una función estética, nombrando cineastas y títulos que por diferentes vías permiten mantener el optimismo: la autobiografía y el autorretrato (Bergman, Godard, Moretti), la interrelación artística (Passion de Godard, La belle noiseuse de Rivette) o lo que bien podría llamarse «la restauración de la mirada» (El sol del membrillo de Erice, La mirada de Ulises de Angelopoulos), que es, finalmente, lo que reclama el autor: «no hay cine auténtico que no se plantee el doble reto de heredar la tradición, primero, y de alcanzar alianzas con las demás artes, después» (pág. 39).

    Román Gubern se remonta a los antecedentes de la célebre polémica entre Pasolini y Rohmer en «Cine de poesía y cine de prosa, treinta años después», advirtiendo que los videoclips recogen en buena medida, con intereses dispares, la estética experimental que se asociaba a la poesía, en tanto que «En la actualidad, tras la ruptura autoral y estilística de los años sesenta, el cine dominante ha regresado al orden y se ha sometido ampliamente al canon novelesco» (pág. 65), lo que no implica que lo poético haya sido desterrado del cine, sino que hoy se entiende de modo diferente a como lo concibió Pasolini: no se trata de un problema de visibilidad u opacidad del lenguaje fílmico, sino «que la verdadera poesía surge de lo que los formalistas rusos llamaron «efectos de extrañamiento»» (pág. 66), como se observa, por ejemplo, en El Convento de Manoel de Oliveira.

    Se pregunta Ángel Luis Hueso Montón, en «Con motivo de un centenario. La necesaria revisión historiográfica del cine», qué es verdaderamente historiar el cine, tarea que se confunde de continuo con la crítica, los trabajos de cinefilia, la vindicación nacionalista («el pionerismo»), «el culto a la linealidad cronológica», que se contenta con yuxtaponer títulos mecánicamente, o la acumulación anecdótica de los primeros estudiosos, tendencias que brindan datos valiosísimos, pero que no constituyen en sí mismas formas de historiar, como tampoco lo es el tan socorrido punto de referencia del autor, que obvia el contexto en que se desarrolla su actividad. Según se nos explica aquí, extinguido a partir de los cincuenta el deseo de abarcar diferentes campos de análisis y de universalizar la labor historiográfica, como intentara Georges Sadoul en su influyente Histoire Générale du Cinéma, en las últimas décadas se prefiere parcelar el estudio, como ocurre con las historias locales o regionales de las que hay ejemplos en nuestro país, o bien se opta por el análisis de género y el trabajo textual y de compilación y catalogación, tendencias que permiten mantener el optimismo de cara al futuro.

    Fruto del interés por abordar desde un punto de vista pragmático el diálogo fílmico, van surgiendo algunas aportaciones en los últimos años, como los «Apuntes sobre el aprovechamiento de la interrupción en el cine de Hitchcock», con que culminara Antonio M. Bañón su libro La interrupción conversacional. Propuestas para su análisis pragmalingüístico (AnMal, Málaga, 1997), y el texto que encontramos a continuación, «El diálogo cinematográfico. Una aproximación pragmática», de Frank Báiz Quevedo, donde se ilustran diferentes conceptos de la Pragmática Lingüística con ejemplos prestados básicamente de Manhattan de W. Allen, artífice de conversaciones rebosantes de dobles sentidos, ironías y equívocos, recursos básicos de sus crónicas sobre la incomunicación, por lo que no es de extrañar que el autor juzgue oportuno tomarlo como referencia para un estudio pragmático que podría, en última instancia, ser de ayuda en la enseñanza de escritura de guiones.

    Eva Parrondo Coppel sigue en «El casino en el Cine Negro: Espacio y diferencia sexual» la estela de un cuantioso conjunto de estudios de género que han hallado un auténtico filón en el film noir, del que elige la autora Gilda, El sueño eterno y Callejón sin salida, donde el casino se asocia a lo femenino como «espacio de seducción» de la femme fatale y a lo masculino como «espacio de la mirada», así como, en un nivel psíquico-social paralelo, la mujer se relaciona con la ruleta (lo circular, la orientación centrípeta) y el hombre con los dados (lo recto, la orientación centrífuga), dos ejemplos de construcción diferencial de sexos en el cine clásico.

    Se abre un bloque de textos reunidos bajo el título «Por una revisión de la Historia del Cine Español» con «Periferias. Problemas metodológicos para una historia del cine español», conferencia de Julio Pérez Perucha transcrita con una puntuación caótica que la torna ilegible en algunos párrafos, donde reflexiona sobre la diferencia entre cines periféricos y centrales, el concepto de autoría, la labor del historiador de cine, etc.

    Los otros trabajos que se incluyen en este apartado son «De los contextos a los textos, un camino necesario», de Josetxo Cerdán, donde alerta sobre la falta de rigor de algunas de las historias del cine español, ejemplificando con el modo en que se ha explicado el caso de los Estudios Orphea de Barcelona; «Formas y perversiones del compromiso. El cine español de los años cuarenta», de Juan Miguel Company, magnífico repaso de una controvertida etapa centrado en su particular star-system, la «corrupción» de géneros como la comedia y la mirada al siglo XIX al servicio de la justificación del régimen franquista, que, sin embargo, no pudo apropiarse del cine como instrumento legitimador tal y como lo lograron otras dictaduras, lo que debería impulsar a la investigación de un período soslayado por los tópicos prejuicios que sitúan Raza, por ejemplo, como paradigma de los cuarenta; «No es un sueño... de lo onírico en el cine de Víctor Erice», de Jaime J. Pena, que analiza la convivencia de imaginación y realidad en El espíritu de la colmena (fruto de la mirada infantil), El sur (merced a la discrepancia entre lo evocado y lo vivido) y El sol del membrillo (cuya génesis sí es un sueño, el del pintor Antonio López).

    La segunda parte del libro, «Teoría, literatura y cine», tiene como introducción el texto de José M. Paz Gago «Teoría e Historia de la Literatura y Teoría e Historia del Cine», donde se repasan algunas de las premisas metodológicas para el estudio interdisciplinar de literatura y cine, como su análoga recepción ficcional, sus mecanismos narrativos compartidos y el papel que desempeña lo audiovisual en la crisis de la literariedad, reseñándose, tras afirmar que «Una historia de la novela española contemporánea seria, abarcadora y rigurosa no puede prescindir del cine, pues con él ha mantenido nuestra narrativa una relación constante e intensa, imprescindible y necesaria» (pág. 206), algunos de los hitos bibliográficos que han atendido a la relación entre ambas manifestaciones artísticas.

    Precisamente Darío Villanueva, autor del trabajo que sigue, «Los inicios del relato en la literatura y el cine», comenzó su trayectoria investigadora acudiendo a terminología fílmica en su estudio «El Jarama» de Sánchez Ferlosio. Su estuctura y significado (Universidad de Santiago de Compostela, 1973). El grueso de su aportación, tras un magnífico recorrido, en buena medida desmitificador, por la historia de las relaciones entre cine y literatura, consiste en el cotejo minucioso del inicio de dos textos literarios y dos fílmicos, Muerte en Venecia (Mann / Visconti) y Crónica de una muerte anunciada (García Márquez / Rossi), ejemplos de dos soluciones diferentes al problema de cómo contar una historia, qué prisma se elige tomando como referencia una opción que ya ha cristalizado en las dos novelas cortas.

    José M. Pozuelo reflexiona sobre «Barthes y el cine», cuyos textos sobre el séptimo arte interesan más por cimentar su teoría del sentido obtuso (aquel que se muestra inasequible al metalenguaje de la crítica), desgranando sus principales acercamientos al tema desde que en 1943 reseñara un largometraje de Bresson hasta que rehusara, ya al final de su vida, a escribir un libro sobre cine por encargo de Cahiers du Cinéma, que se convertiría en La cámara lúcida, producto de su preferencia por la fotografía, ya que en el cine «Los imperativos de la representación eliden constantemente la significancia, porque no detenemos la imagen y lo visual, lo propiamente fílmico acaba siendo subsidiario de lo narrativo» (pág. 251), característica que contrasta con su elogio de lo fragmentario, extensible a la propia escritura de Barthes.

    Cierran la sección una brevísima comparación de dos Thérèse Raquin, la de Balzac y la de Carné, a cargo de Alfredo Rodríguez, que no incurre en la tentación de hablar en términos de adecuación de un texto a otro; un documentado repaso de José Romera por algunas vicisitudes de la aventura hollywoodiense de lo que ha venido a llamarse «la otra generación del 27», repleto de referencias bibliográficas; la invitación de Túa Blesa a una «Doble sesión» con El desencanto de J. Chávarri y su secuela Después de tantos años de R. Franco, que sólo son posibles una vez que el concepto de familia, espoleado oficialmente por el régimen franquista, puede ser puesto en entredicho; «Paródialo como puedas», de Juan C. Pueo, que parece romper una lanza por la trilogía Agárralo como puedas, en el sentido de que estos filmes intentan «parodiar la propia parodia, no proponer ninguna alternativa a aquello que se critica, lo cual equivale a proponerlas todas, reírse hasta de la risa» (pág. 314); y, por último, «Teoría de la transposición cinematográfica. En defensa de los nuevos soportes. Discurso literario vs. discurso fílmico», donde Pilar Couto, igual que otros colaboradores de este Cien años de cine, rechaza el generalizado término adaptación sustituyéndolo por transposición, que designa «el proceso de transformar un sistema comunicativo artístico en otro sistema semiótico de naturaleza también artística y ficcional» (pág. 318), lo que permite hablar también de intratexto, espacio de intersección entre los dos textos, y de otros conceptos que se han de incluir en el acercamiento de las relaciones entre literatura y cine a que invita su autora.

    Junto a contribuciones en que se elige un zoom hacia aspectos concretos de la historia fílmica, conviven en este volumen panorámicas que pueden servir de punto de referencia para aquellos que se inician en estos estudios, generosas propuestas de análisis que destierran métodos y prejuicios que pueden resultar nocivos a la vez que alumbran nuevos horizontes ahora que el cine empieza a caminar hacia su segundo centenario con un futuro tan incierto como el de la literatura, más veterana pero menos preparada, tal vez, para afrontar los vertiginosos cambios que sus cometidos están experimentando en la era de la Visualitura, según la cronología establecida por Paul Zumthor, varias veces recordado en este libro.

R. Malpartida Tirado

 

Francisco Yu, Ciberpragmática. El uso del lenguaje en Internet, Ariel Lingüística, Barcelona, 2001, 271 págs.

 

    Raffaele Simone afirma en su libro La tercera fase. Formas de saber que estamos perdiendo (Madrid, 2000) que tiene la sensación de que estamos entrando en una nueva fase de la historia de la adquisición del conocimiento, un cambio en la forma en que los seres humanos adquirimos y procesamos nuestros conocimientos. La tercera fase comienza con el invento y extensión de la televisión, el teléfono y el ordenador; en definitiva, con la aparición de la telemática y la informática, pues estos aparatos, en principio para uso doméstico, han cambiado de naturaleza, función y significado cuando se han conectado a redes telemáticas. Todo ello ha tenido como consecuencia el cambio de la concepción misma del saber. Al mismo tiempo, conceptos como lectura, escritura, oralidad, conversación y comunicación, en general, deben ser redefinidos, y con ellos, también, el uso que hacemos del lenguaje. En efecto, el desarrollo de tecnologías variadas encaminadas a favorecer la comunicación del ser humano más allá de las barreras físicas es un hecho que influye en la manera en que los hablantes utilizan el lenguaje; es por esto que existe una urgente necesidad en estudiar la interacción comunicativa por Internet; pues la rápida expansión de esta red de redes y los cambios tecnológicos y las formas en que se usa hacen de ella una fuerza social profundamente dinámica, capaz de transformar la forma en la que nos comunicamos y el uso que hacemos del lenguaje.

    El libro de Francisco Yus se inscribe, pues, en una serie de estudios que tienen como fin común el análisis de la comunicación mediada por ordenador («Computer-Mediated Communication» o CMC). Su objetivo, ya declarado en la Introducción, es el análisis de algunos aspectos pragmáticos de la comunicación que se establece mediante la conexión a Internet. En concreto, los aspectos que interesan a Yus son aquellos que se refieren a los problemas que encuentran los usuarios de la Red en la producción y comprensión de los enunciados, y las estrategias a las que recurren para solventarlos. Una comparación entre la interacción comunicativa en el mundo real y la que se establece en el ciberespacio, o comunidad virtual, refleja, según Yus, que el fin comunicativo que se persigue en ambas es el mismo: el emisor pretende que la interpretación que haga el receptor de su mensaje coincida con la que él mismo tenía en el momento de su emisión. El receptor, en su caso ayudado por el contexto, realiza una atribución de sentido al enunciado, para lo cual genera una serie de hipótesis acerca de cuál puede ser la intención perseguida por el emisor al emitir el mensaje.

    El marco teórico que sustenta la investigación no podía ser otro que el proporcionado por la pragmática cognitiva, interesada en los problemas que subyacen en la comprensión y producción de los enunciados. Y más concretamente, el modelo de comunicación propuesto por Sperber y Wilson, o teoría de la relevancia, cuyos principios servirán para explicar las diferentes estrategias que los usuarios de Internet ponen en juego a la hora de comunicarse utilizando el ordenador. Dichas bases teóricas sobre las que se fundamenta el estudio son recogidas en el capítulo introductorio: el principio de relevancia; el carácter esencialmente inferencial de la comunicación humana; la distinción entre significado oracional y significado del enunciado; la necesidad de captar la verdadera intención del hablante al emitir su mensaje como única manera de acceder a su significado último; la importancia del contexto en la operación de atribución de sentido al enunciado proferido; y, finalmente, el contexto como parte de un conjunto de informaciones acerca de la representación del mundo, almacenadas en la memoria de los hablantes, que emanan de la propia comunidad de habla. Estos principios sirven para explicar cualquier forma de interacción comunicativa, tanto la que se establece en la vida real como la que tiene lugar en la realidad virtual. La comunicación por Internet es una forma peculiar de comunicación que el hombre ha ideado superando la lejanía geográfica y cultural, pero la manera en que se produce es la misma: el emisor intentará que su interlocutor obtenga las inferencias oportunas, a partir de la relación entre lo dicho y el contexto; y el destinatario, a partir de una serie de hipótesis que realiza sobre la intención comunicativa del emisor y ayudándose de las pistas contextuales que éste le proporciona, dotará al mensaje de un determinado sentido: precisamente aquel que ofrezca una mayor información con un menor coste interpretativo.

    El segundo capítulo del libro se dedica a las consecuencias psicológicas y sociales que la comunicación mediada por ordenador ha propiciado. En el espacio de la red mundial de computadoras (ciberespacio o comunidad virtual), las fronteras de todo tipo desaparecen, incluso las idiomáticas, y se crean distintos tipos de vínculos y formas nuevas de comunicación entre las personas. Internet proporciona a sus usuarios mundos virtuales de comunicación y socialización en los que la persona física está ausente, pues las señales sociales de identidad, como el sexo, la raza, la posición social e incluso el propio nombre desaparecen, a diferencia del mundo real donde la participación y la identificación han dependido tradicionalmente de factores sociales como los reseñados. Se trata de intercambios donde, al no estar presente el cuerpo, todo se limita al lenguaje escrito. La ausencia de este condicionante hace que la comunicación por Internet y los vínculos que se establecen a través de este medio adquieran características muy diferentes. Los usuarios de la Red son conscientes de que pueden establecer relaciones con personas muy alejadas geográfica y culturalmente, y por ello mismo tienen el sentimiento de pertenecer a una comunidad global. A este sentimiento contribuye también el hecho de compartir el dominio de las herramientas informáticas necesarias, junto con las convenciones inherentes a los nuevos modos de expresión por ordenador.

    La comunicación mediada por ordenador presenta dos modalidades: la primera, el chat o conversación virtual, consiste en la transmisión en tiempo real (comunicación sincrónica) de un texto escrito entre un número indefinido de personas mediante el teclado y la pantalla del ordenador. La segunda, el correo electrónico o e-mail, es de carácter diferido (asincrónico), pues los textos se envían a través de este servicio de correo a un usuario, como mínimo, sin que este último tenga necesariamente que estar conectado, pues el mensaje se envía a un servidor.

    El capítulo tercero trata de la primera modalidad: el chat o conversación virtual. El rasgo más característico de esta nueva forma de comunicación es su naturaleza híbrida, a medio camino entre la estabilidad que le proporciona su soporte escrito y la espontaneidad propia de la oralidad, debida al carácter no diferido de esta modalidad interactiva. Para Yus, sin embargo, los rasgos orales que presenta este tipo de conversación escrita obedecen no sólo a la inmediatez de la comunicación por chat, sino, y sobre todo, a la necesidad, por parte de los interactuantes, de superar las limitaciones de este medio comunicativo. En efecto, la descorporeización que el medio provoca tiene como consecuencia la ausencia de una serie de pistas textuales, como son las que provienen de la voz y las posturas y gestos del cuerpo. Dichas pistas son las que, en la conversación real, ayudan al oyente a establecer las inferencias oportunas acerca de la verdadera intención del emisor. En la conversación virtual, en cambio, los usuarios necesitan desplegar una serie de estrategias para compensar la falta de elementos prosódicos, paralingüísticos y extralingüísticos. Son estas estrategias las que contribuyen, en opinión del autor, a oralizar el texto del chat.

    El análisis de la variedad de comunicación asincrónica conocida con el nombre de correo electrónico ocupa todo el capítulo cuarto. En la bibliografía que existe sobre esta forma de interacción comunicativa, se ha señalado el parecido que guardan los textos del e-mail con la epístola tradicional, por lo que se refiere a su utilización de la forma escrita y, sobre todo, a su estructura. Sin embargo, para el profesor Yus, la reducción cada vez mayor del tiempo de espera en el intercambio de mensajes está propiciando la aparición de textos escritos altamente oralizados, en los que nuevos recursos de contextualización suplen la ausencia de información no-verbal.

    En el último capítulo del libro, dedicado al análisis de la cortesía en la red, el autor hace un repaso de las diferentes propuestas teóricas acerca de este tema y su posible aplicación a la comunicación por ordenador. Como señala Yus, la cortesía se expresa de manera diferente en cada comunidad de habla, pues las diferentes concepciones del mundo y la diferente estructuración de la sociedad no sólo se refleja en el léxico de las lenguas, sino también en la estrategias de cortesía que los hablantes usan en la redacción de los enunciados y en la interacción comunicativa, en general. Sin embargo, en la Red las normas de cortesía se universalizan ya que la comunicación trasciende las barreras de las comunidades de habla. Sin embargo, para Francisco Yus, esta cortesía globalizada no es más que el resultado de aplicar el patrón occidental de la cortesía y, más concretamente, el patrón anglosajón, al mismo tiempo que el inglés se constituye en casi una lengua franca.

    En el ciberespacio se debilitan los condicionamientos sociales que, en el mundo real, influyen habitualmente en las relaciones y en la comunicación. Esto se valora como algo positivo en tanto que se observa una aceptación mayor de las diferencias individuales y socioculturales. Junto a esto, también hay una ausencia de condicionantes individuales, pues los internautas encuentran un medio que les permite comunicarse ocultando su verdadera identidad. Pero este hecho, al lado de valoraciones positivas, presenta también un aspecto negativo, y es que permite, en ocasiones, la utilización de un lenguaje grosero, insultante o agresivo. Por ello, la comunidad virtual ha establecido un conjunto de normas que sirven para regular el comportamiento de los usuarios de la red. Se trata de la llamada netiquette (etiqueta en la red): un conjunto de reglas no escritas, autorreguladoras, que provienen del sentido común y que tienen que ver, fundamentalmente, con el respeto del otro.

    Ciberpragmática, término acuñado por el propio autor, que designa perfectamente el ámbito y la metodología de estudio, representa un intento de analizar el uso del lenguaje en Internet, desde una perspectiva pragmática, pues el objeto de estudio es el análisis de las estrategias que ponen en marcha los usuarios de la Red para que sus mensajes sean interpretados con éxito. Dichas estrategias son las que confieren a los textos electrónicos esa naturaleza híbrida, entre oralidad y escritura, que constituye el atributo más característico de estas nuevas formas de comunicación. El desarrollo de estos nuevos medios de comunicación ha provocado la revisión de conceptos como oralidad y escritura que antes se presentaban como dicotómicos. Así, según el profesor Yus, los conceptos de oralidad y escritura se presentan como los polos de un continuum: según avancemos de uno a otro polo, encontraremos tipos de discurso en los que se dan conjuntamente elementos de la lengua escrita y rasgos de oralidad.

Mª J. Blanco Rodríguez