LÁZARO DE LEDESMA VERSUS LÁZARO DE TORMES,

         O CAMILO JOSÉ CELA FRENTE AL ANÓNIMO DE 1554

Manuel Ferrer-Chivite

University College de Dublín

 

    Así, y de entrada, comenzaré por afirmar que, en mi opinión, la obra de que paso a ocuparme, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes [1], debiera haberse titulado más adecuadamente «Andanzas y desventuras de un nuevo Lazarillo de Tormes». Cela, como su autor que es, bien pudo hacer de su capa literaria un sayo a su placer dándole ese título, pero por análoga razón puedo yo permitirme proponer esa corrección bordándome también mi personal sayo crítico.

    Si bien se considera, tan andanzas y desventuras son las de este Lázaro de Cela como las de su original de 1554 o, digamos, las de cualquier otro pícaro auténtico posterior; podrán diferir en grado —pueden resultar más o menos perniciosas para el sujeto—, en índole —una calabazada contra el poste para el Lázaro de 1554, por ejemplo, frente a unos huevos empollados para Guzmán, unas caídas de caballo para Pablos u otra caída, de un árbol, para el Lázaro de Cela, etc.—, o en lugar —Salamanca, Segovia, Génova, venta o campo al aire libre, etc.—, pero sustancialmente, repito, tan andanzas y desventuras son las de uno como las de los otros. Así, por ese adjetivo «Nuevas» de su título, lo que Cela quiere es, por un lado, que entendamos «otras» y/o «últimas», y por otro, y consiguientemente, que su Lázaro sea uno y el mismo que el del Tormes de 1554 o, y si se quiere ser muy puntilloso y ceñirse estrictamente al texto, casi el mismo, pues abuelo considera el primero al segundo [2].

    Aceptarlo de ese modo, no obstante, es obligarse a pasar por alto notorias diferencias tanto sociales como psicológicas, que de considerar son dados los cuatro siglos que separan dichas obras, y para entender cuáles puedan ser éstas y en qué medida sea lícito ese pasarlas por alto, se impone comenzar por examinar hasta qué punto ha imitado Cela los caracteres constitutivos básicos que conforman y vertebran a su predecesor para la construcción de su protagonista.

    Empezaré por un primer rasgo: el número de amos de ambos Lázaros.

    En sentido más o menos amplio, el de Cela asiste como sirviente a ocho amos o grupos de amos que, por orden de aparición, son los siguientes: los pastores iniciales, los músicos estrafalarios, las gentes de Lumbrales, el penitente Felipe, Violette y los faranduleros, don Federico, don Roque el boticario y, por fin, la tía Librada, bruja curandera; considerando ahora los del otro Lázaro tenemos, como es bien sabido, al ciego, al clérigo de Maqueda, al escudero, al fraile de la Merced, al buldero, al maestro de pintar panderos, al capellán y, por último, al alguacil. Habida cuenta, por otra parte, de que difícilmente se le puede adjudicar el título de amo al arcipreste —personaje a quien la más respetuosa y adecuada denominación que puede dársele, respecto a Lázaro, es la de protector— nos encontramos con que son también exactamente otros ocho a los que este último sirve. Similitud numérica que se ve coronada por una novena —y esta no aritmética— de gran interés para el caso.

    Al final de la vida que nos cuenta, el de Tormes nos informa de que «todos mis trabajos y fatigas […] fueron pagados con alcanzar lo que procuré: que fue/ un oficio real…» (págs. 172-173) [3]. Oficio por oficio, ya antes había desempeñado un menester análogo; recuérdese que si al cabo de esa su vida llega a ser pregonero de vinos y otras tantas cosas, de aguador para esas mismas gentes de Toledo habrá ejercido ya cuando al capellán sirve en el tratado anterior; pero ocurre que en este último caso habrá estado bajo las órdenes directas de ese amo y con él debe cumplir personalmente por tratarse de un contrato de carácter privado, mientras que, por el contrario, tan pronto como obtiene ese posterior «oficio real» —y lo importante aquí es lo de «real», claro está— la relación contractual cambia de categoría y signo e, ipso facto, vemos a este Lázaro convertido en funcionario público, con lo que a quien pasará a servir es, verdaderamente, al rey o, si se quiere, a toda la organización institucional que éste representa, lo que es lo mismo que decir ni más ni menos que el noveno y último amo de este mozo es, y ya en términos modernos, el Estado.

    Curiosamente, otro tanto de lo mismo es lo que le va a suceder al Lázaro de Cela, que un análogo destino final es el que le espera. En el último de sus tratados, y a punto de acabar la vida que en ellos nos relata, este rapaz llega a Madrid y ya en su primera noche es cazado con otros por los guardias y llevado a Yeserías; ahí, y cuando, dentro del interrogatorio a que es sometido, el comisario le pregunta: «Bien. ¿Y qué vienes a hacer a Madrid?», lo que este mozo responde es: «Vengo a ver si trabajo; ando en busca de amo a quien servir». (pág. 226), y bien pronto que le será adjudicado uno, porque aclarado que anda alrededor de los veintiún años de edad —«¿Tendrás veintiuno?» «Seguramente»—, acto seguido nos dirá que «El escribiente acabó el escrito, el comisario firmó y un guardia me llevó a la caja de recluta». (pág. 227), con lo que, forzado a ingresar en el ejército, de soldado han de acabar todas las andanzas y desventuras que conocemos de este Lázaro. Si en servidor del rey —leviatanesca cabeza de una institución supraindividual del xvi— acaban los días y los amos del de Tormes, en servidor del Estado —a fin de cuentas, la misma cosa con sólo el cambio de nombre que ha producido el paso del tiempo— acabarán también los unos y otros del de Ledesma [4].

    Ocho amos personales y uno final, supraindividual, es el balance definitivo para las vidas de ambos y, análogamente, junto a esa adopción del último amo, con otro rasgo en común finalizará lo que de ellos sabemos; uno y otro terminarán su peripecia personal inmersos en las respectivas cabezas de reino de su tiempo: Toledo para el del xvi, Madrid para el del xx, y dado ya su respectivo ingreso en esas urbes se producirá, como primer resultado del mismo, una final característica de la que ambos participan.

    Ya en comisaría el de Ledesma, y habiendo confesado antes llamarse Lázaro y nada más (pág. 226), oiremos después el siguiente diálogo:

—¿Cómo quiere llamarte?

— Como me llamo, señor comisario: Lázaro.

— No, digo de apellido.

— Como usted quiera, señor comisario; mi madre se llamaba Rosa López.

— Siga, García: …llamado Lázaro López López, hijo de Pedro y de Rosa, natural de Salamanca… (pág. 227)

    Personaje sin padre conocido —véase el tratado primero— o apellidos que él reconozca, o que le importe reconocer, será esa comunidad supraindividual la que, de algún modo y por boca de su portavoz el comisario, le conceda ese «Pedro» y esa total identificación que su maquinaria administrativa necesita.

    Aunque sin tanta maquinaria administrativa, algo no muy distinto es lo que le habrá ocurrido al de 1554. Las primeras palabras de su confesión son, ya se sabe, «Pues sepa Vuestra Merced […] que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé Gonzáles y de Antona Pérez…» (pág. 91); con ese «a mí llaman Lázaro de Tormes» y tras inmediata y aviesamente darnos los apellidos de sus padres para que ningun duda quepa acerca de su verdadera progenie, ya nos está asegurando que ese nombre «Lázaro de Tormes» es que le han dado los otros, el que le ha impuesto esa comunidad a la que, tras la despedida de su madre, se ha visto forzado a insertarse, y que así ha sido, nos lo indica, sin mucho disfraz, el interesante detalle de que de cuantas veces se dirigen a él a lo largo de su vida que conocemos lo hacen apelándole «mozo», «Lázaro», como mucho, etc., y que sólo se oirá ese su nombre completo, «Lázaro de Tormes», exclusivamente al final de su vida; en efecto, cuando, para paliar cinícamente sus dudas sobre su mujer, le argüirá el arcipreste: «Lázaro de Tormes, quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará» (pág. 175), final de su vida que es cuando, precisamente, ya está incorporado e instalado en esa comunidad de modo definitivo, y por tanto, la misma, con ese arcipreste como portavoz, podrá refrendar las susodichas incorporación e instalación mediante la específica enunciación de ese nombre completo [5]. Con tales análogos procedimientos lo que ambas comunidades han hecho, en realidad, ha sido fagocitar a estos personajes anulándoles, de modo más o menos solapado, sus prístinas y originarias personalidades del modo que líneas más adelante comento.

    Y con estos rasgos en común es donde se acaba el parecido entre uno y otro, porque bien distintos son los resultados de esa adopción de sus respectivos últimos amos con la consiguiente inmersión en el mundo urbano que ella conlleva, y a sus correspondientes confesiones hay que atenerse para verlo.

    Lázaro de Tormes comenzará a concluir su relato diciendo: «De esta manera no me dicen nada y yo tengo paz en mi casa», para acabar definitivamente con «Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna» (pág. 177). Podremos creerle o no —la irónica ambigüedad de este personaje es, como sabemos, un rasgo fundamental que la crítica ya ha estudiado, estudia y supongo que seguirá estudiando— pero otro testimonio no tenemos, y éste que nos da es, innegablemente, positivo.

    De la confesión del otro, del Lázaro de cuatro siglos más tarde, sí que no hay razón para que dudemos, que es demasiado amarga y congojosa como para que no sea verdad; entre sus últimas palabras nos dice:

[…] un guardia me llevó a la caja de recluta. ¡Allí acabó mi libertad! Madrid, donde me las prometía tan felices, me metió en el cuartel, y en el/[…]/me encontraba […] como pienso que han de encontrarse […] los jilgueros al llegar a la jaula […]. Cuando […] me licenciaron […]. Lo único que me faltaba eran las ganas de seguir caminando sin ton ni son… Me sentí viejo (¡entonces, Dios mío!) […]. Después empezó la segunda parte de mi vida […]. Contar el camino, ¿para qué? Fue la espinosa senda de todos… (págs. 227-228).

    Así, si Lázaro de Tormes, mediante la jubilosa aceptación de su último amo y el consiguiente cómodo y definitivo asentamiento en Toledo, ha conseguido su «paz», su «prosperidad» y su «fortuna», Lázaro de Ledesma, sometido a la fuerza al suyo, ha perdido, por el contrario, todo lo que constituía su anterior felicidad, es decir, tanto «las ganas de seguir caminando sin ton ni son» como su radical juventud psíquica —«Me sentí viejo (entonces, ¡Dios mío!)»— y para acabar con todos sus infortunios, su más preciado don, la libertad. Y si en todas esas pérdidas que padece, mucho tiene que ver su último amo —ese ejército, brazo armado del Estado— no menos importa para las mismas el segundo factor, la leviatanesca urbe, que ya ha confesado: «Madrid […] me metió en el cuartel», con ese énfasis en «Madrid» cuando más lógicamente debiera haber dicho «el comisario» o «el Ejército», pongamos por ejemplo.

    Qué es lo que ha arrastrado a cada uno de estos dos Lázaros a tan discordes experiencias en ámbitos urbanos, es lo que mejor se llega a entender cuando se consideran sus personales avatares en relación con ese específico medio ciudadano.

    Examinando la biografía del de Tormes poca duda cabe de que su condición es eminentemente urbana. Nacido en Tejares, ya para sus ocho años su madre le lleva a la ciudad, y una ciudad que es nada menos que la activa Salamanca del XVI, y en la que va a vivir alrededor de tres años cuando menos [6]; camino de Toledo con el ciego, irá de pasada por otros lugares para detenerse brevemente en Almorox y Escalona, y habiendo abandonado aquí a su primer amo, rápidamente pasará por Torrijos para acabar recalando en Maqueda, villa en la que permanecerá «cuasi seis meses» (pág. 117) y no más, para, por fin, llegar a Toledo donde inicialmente vivirá unos tres meses [7], y a donde, tras las varias siguientes incursiones por otros lugares de la provincia con el buldero, volverá para residir ya definitivamente durante un período de unos siete años [8] hasta el final de su vida que conocemos. Con diez años de vida urbana —y aun en urbes tan señeras como Salamanca y Toledo— frente a los ocho primeros de Tejares —y éstos en su simple niñez— claro queda que este Lázaro es, en efecto, un evidente representante del homo urbanus. Y con esa condición, y por ella, lógico resulta que, además, haya desarrollado una personal capacidad de adaptación a ese medio.

    Un incipiente indicio de la misma puede observarse ya desde que llega por primera vez a Toledo; durante esa su inicial estancia ahí nos cuenta que se da un año «estéril de pan» y que con tal motivo,

[...] acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres estranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón que el que de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así […] desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles. Lo cual me/puso tan gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar (págs. 143-144).

    Este mozo, muy comprensiblemente, se siente aterrorizado por el castigo que le aguarda si se desmanda a demandar, y aun más que nada, este mozo sabe todo el hambre que ominosamente, y debido a ese acuerdo, le amenaza —que de su amo, ciertamente, poco alivio puede esperar—; a pesar de todo ello, y en situación tan amedrantadora, curioso es que en ningún momento se le pase por la cabeza la posibilidad de abandonar ese Toledo cuando, sin duda, ésta hubiera sido una de las más fáciles soluciones, si no la más, para tan acongojante coyuntura [9]. Algo ciertamente se lo impidió, y si bien pudo ser ello el cariño y la lástima que por su amo nos confiesa: «Con todo, le quería bien… Y antes le había lástima que enemistad» (pág. 142), no menos pudo ser, además, la atracción que ya iba sintiendo por el bullicio vital y la diversidad social de la gran urbe que era la imperial Toledo de esos momentos, y aun más, se puede suponer, tras la agobiante y claustrofóbica experiencia en casa de su anterior amo como acabo de citar en nota. Fuere esto como fuere, los largos años que luego pasará con el maestro de pintar panderos y el capellán a no dudar que fomentaron su capacidad de adaptación a ese medio, y de que así ocurrió mucho nos dice, en fin, esa serie de «amigos y señores» del último tratado con quienes tan hábilmente ha sabido congraciarse y con cuyo favor, por tanto, astutamente ha sabido obtener su deseado «oficio real».

    No es lo mismo, ni con mucho, lo que le ocurre al Lázaro de Cela; habiendo nacido «según lo más probable… en Ledesma» (pág. 32), su madre, así como lo hizo también, curiosamente, la de su predecesor, se desplazará a Salamanca, pero con la diferencia, respecto a la otra, que no sólo no se lleva a su hijo sino que, a las dos semanas, lo deja «tirado al amparo de unos pastores» (pág. 35), y con los mismos, y bien en el campo y al aire libre, prácticamente comienza su vida, agarrado, como nos dice en su primer recuerdo, «a la teta de una cabra» (loc. cit.), rústico animal que, además de darle calor y leche, le infundirá «sus inclinaciones», inclinaciones por las que hay que entender índole e instinto constitutivos, y que para saber cuáles sean basta con recordar aquello de que la cabra tira al monte. Decir que por ello este rapaz tiró mucho al monte sería excesivo, pero no tanto que sus andanzas y desventuras fueron marcadas de modo definitivo por el sello de lo campestre, que su radical habitat psíquico estuvo en todo momento firmemente vinculado a la libre naturaleza, como, por otra parte, lo testimonia su trayectoria itinerante.

    Tras sus ocho años iniciales (pág. 43) en el agreste mundo de los pastores, otro período le sobreviene de «cerca de cuatro años cumplidos» (pág. 62) con los estrafalarios músicos no menos dados a vivir al aire libre; a seguida, y por primera vez, residirá en un lugar mínimamente urbano —Lumbrales— donde el episodio del loco Julián (págs. 66 a 71) y el temor con que ahí vive durante un año (pág. 80) dan la justa medida de lo que en tales específicos ambientes puede esperarle. Vuelto otra vez a su mundo natural, el epígrafe del tratado cuarto —«Que trata de la paz que encontró mi alma paseando a orillas de los ríos…»— bastante dice de la índole de este mozo; muerto el penitente Felipe con quien había compartido esa paz (pág. 107), los episodios posteriores —el hosco recibimiento en Horcajo y la obsesiva y horrorosa pesadilla que, aun sin llegar a conocerlo, le produce otro pueblo, Martín Andrián (Trat. 51)— le reafirman en su manifiesta incompatibilidad con el mundo civilizado, si así se les puede denominar a tales pueblos; y al aire libre volverá, tras ello, para dedicarse a recorrer los caminos de España con la extranjera farándula (Trat. 61); topará luego con don Federico, noble y cariñoso personaje del que ha de destacar, precisamente, su característica de no vivir en zona urbana —Cuenca es la ciudad más próxima— sino a «media legua de la población» (pág. 140); y, por fin, y en abierto contraste tanto con el habitat como con la bondad y hombría de bien de ese don Federico, a los últimos dos amos personales que va a tener, don Roque el boticario ( Trat. 71) y la tía Librada (Trat. 81), no sólo los hemos de encontrar en zona habitada —Belinchón— sino que tanto el primero, odioso y misántropo avariento, como la segunda, amedrantadora y celestinesca bruja, muy adecuadamente servirán para rematar, con el final episodio de la Paca —posadera del Mirlo— las negativas experiencias que en esos ambientes básicamente urbanos ha ido sufriendo este Lázaro de Cela.

    Poco puede extrañar, pues, que para un individuo con el natural y elemental sustrato psíquico de este personaje, esas experiencias resulten hondamente agrias e insoportables; para quien, como éste, reflexiona: «quizá mis carnes estuvieran marcadas con la señal que les impidiera dejar de trotar y trotar sin ton ni son, para arriba y para abajo» (pág. 219), o antes, tras los malos tratos con los faranduleros, habrá dicho: «en mi vida pensé más veces en la soledad de los campos y en las bellezas de la libertad» (pág. 138), cualquier contacto con el ámbito civilizado, con el mundo de las urbes, ha de acabar en algo devastador, y así le ha de ocurrir y ocurre en la última etapa de su vida; con su llegada a Madrid su autobiografía se agota definitivamente, y la gran urbe, en que un Lázaro de Tormes se pacifica y prospera, a un Lázaro de Ledesma lo aniquila sin solución e irremediablemente.

    Y todo esto, valga aquí la añadidura, no sólo en contra de su homónimo de Tormes sino también, y aun más, frente a todos los descendientes literarios del último, los verdaderos pícaros y pícaras que con Guzmán de Alfarache nacen y se multiplican; porque, en efecto, el pícaro es, por esencia, personaje urbano, e imposible es, bien se sabe, encontrar en la serie de éstos tan solo uno que se mueva y medre en zonas rurales y menos al descampado que, en último término, para eso estaban, digamos, los bandoleros de la progenie y prosapia de Roque Guinart. Y no se trata simplemente de que los auténticos pícaros pululen en zonas urbanas sino que los mismos son, por antonomasia e idiosincrasia, parásitos sociales para cuyo medro y desarrollo esas ciudades son, como también sabemos, condición sine qua non, y sin las cuales, estando como están en ellas sociológicamente enquistados, imposible les sería llegar a subsistir. Y es que la urbe, en cuanto se presenta en su aspecto de colmena humana [10] en donde todo el mundo se desconoce y en donde, por tanto, todos puede pasar perfectamente inadvertidos —impunidad que, por otra parte, es la razón de los conocidos desplazamientos picariles [11]—, es el perfecto caldo de cultivo para esos personajes y, en último término, el único en que pueden prosperar sus trapacerías y aspiraciones [12].

    Y todo esto que mucho es de lo que caracteriza al genuino pícaro, es lo que brilla, pero por su ausencia, en el Lázaro de Cela y lo que, a mayor razón, éste ni entiende y menos practica, que de haberlo hecho, ciertamente otro gallo le cantara, pues si hubiera sabido y podido adaptarse a la gran metrópoli de Madrid no hubiera acabado, por supuesto, como acaba, impecune, derrotado y viejo como ya nos lo declara, tan transido de tristeza, en el epílogo:

Si estas páginas son a veces amargas, piénsese que las escribo ya viejo y sin recursos; que […] la falta de bienes tanto llega a envejecer como la sobra de años […]. Si empecé animoso y acabé rendido acháquese a la falta de pericia que en estas lides Dios me dio… (pág. 229).

    Decididamente no estaba hecho este Lázaro de la estofa del auténtico pícaro ni esa carrera picaresca era su íntimo destino.

    Toca ahora, por tanto, ahondar más en que es lo que ha hecho que el otro de Tormes se haya adaptado y medrado tan bien en ese medio urbano, y este de Ledesma, no; es decir, que pulsión instintiva es la que, en última instancia, ha incapacitado al segundo para esa adaptación.

    Cuando éste tiene que definir su inicial experiencia urbana lo hace, como he citado, con las palabras: «Madrid, donde me las prometía tan felices, me metió en el cuartel», y lo hace con esa construcción verbal «me metió» y ese sustantivo «cuartel» de tan hondas resonancias psíquicas negativas una y otro; antes, nada más haberse incorporado a esa metrópoli —y claro está que ello no puede ser coincidencia ni azar— habitáculos análogos al anterior en cuanto a su condición de aislamiento y reclusión, serán los que le acojan; la cárcel de Yeserías, primero; la comisaría de barrio, después (pág. 225), para acabar en la caja de recluta (pág. 227), y el ciclo de experiencias emocionales se cerrará, por fin, con sus impresiones en el cuartel. Yeserías, comisaría, caja de recluta, cuartel, patética sucesión de ámbitos cerrados, opresivos, metafóricas jaulas todos ellos que nos confirman, decisivamente, el inestimable don de que finalmente se le priva a este mozo: la libertad.

    Y que este Lázaro es agudamente consciente y sentidor de esa privación bien lo vemos si consideramos su doloroso recuerdo del cuartel, dentro de cuyo recinto nos dice que se halló «como pienso que han de encontrarse los mirlos y los jilgueros al llegar a la jaula» (pág. 228). Innato instinto de libertad que en ese cuartel simplemente se le agudiza, que ya desde muy atrás rebullía en su hondón psíquico; en efecto, con dicha libertad ya había comenzado a soñar, echándola de menos, cuando tan agobiado se sintió tras todos los malos tratos y los trabajos con los faranduleros, y a causa de los cuales dirá: «En mi vida pasé días más fatigosos, y […] pensé más veces en la soledad de los campos y en las bellezas de la libertad» (pág. 138); y, en consecuencia, dicha añorada libertad así como la nostalgia de la soledad —que, en último término, no pasa de ser la base psicológica de la anterior— serán también a las que tiempo después se aferrará tenazmente, como en una instintiva y estremecedora premonición, cuando está a punto de llegar a Madrid, según confiesa:

[…] pensé que mejor sería la soledad… y no me paré más. Hubiera tenido ocasión de entrar a servir con unos arrieros con quienes me topé en Villarejo, pero preferí seguir con la mía y no arrimarme a nadie (pág. 221).

    Decisión que, por supuesto, todo lo tiene de canto de cisne porque solamente dos días más tarde avistará la urbe y en ella se sumergirá para encontrarse definitivamente desmoronado, desaparecida ya para siempre su libertad y acabada su propia identidad como tal Lázaro en el maremágnum ciudadano de Madrid.

    Y es que para este Lázaro el instinto de esa libertad se halla tan ínsitamente arraigado en su personalidad que para él su ejercicio resulta tan natural como lo es para el pájaro que vuela o la cabra que tira al monte, que no en vano fue amamantado por una. Reprimírselo o negárselo cuenta tanto como aniquilarlo, y eso es lo que cumplidamente se realiza con su incorporación a la urbe y su forzada adopción del último amo. Porque, claro está, que este amo acoge y alimenta, pero, por supuesto, siempre que seas capaz de renunciar a la correspondiente parcela de tu personal libertad al ingresar en el supraindividual Leviatán que representa.

    Ahora bien, para un individuo de la índole de este Lázaro, para quien una libertad coartada no tiene sentido, visto está que la solución del problema no puede ser sino la destrucción, pero para quien, por el contrario, esa radical necesidad de libertad no se da o, al menos, no se ha planteado como tal problema, evidente es que la aceptación de ese amo ha de resultar fácil y cómoda, y obvias han de ser las posibilidades de medro y prosperidad sin menoscabo alguno de su integridad psíquica.

    Y este es el caso del de Tormes en el que, dada su fundamental condición de homo urbanus, escasamente opera, si algo, el acuciante instinto de libertad que al otro acosa.

    Cuando algún instinto primordial hay que destacar en éste, bien sabido es que para la primera parte de su vida —los tres primeros tratados— hay que acudir al de conservación, al de supervivencia, que es el que, naturalmente, entonces le obsesiona; se puede argüir, y con razón, que dada la particular congojosa situación en que se encuentra con esos tres primeros amos, difícil resultaría que manifiestara inquietudes respecto a su libertad personal, pero aun con todo algo sorprendente puede resultar su falta de reacción en esa línea con ocasión de su estancia con el clérigo de Maqueda.

    Durante ella, Lázaro se encuentra prácticamente encerrado a cal y canto y en medio de la más obsesiva hambre; opresivamente enclaustrado como está —justamente sale para misas y mortuorios, ocasiones que, por otra parte, no pasan de ser similares formas de agobiante enclaustramiento [13]— y sufriendo mil lacerias como sufre, no se atreverá, no obstante, a huir de él, y si en principio no lo hace por no confiar en la flaqueza de sus piernas, mucho más poderosa confesará ser otra razón; la de correr el riesgo de fenecer, con la no menos trágica y, para él, tanto o más importante consecuencia de que «no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo» (pág. 117). Bien se entiende que le preocupe fenecer pero es significativo que eso le inquiete por que de ser así no va a poder sonar en el mundo; evidentemente mucho necesita este mozo de ese mundo, y evidentemente también, muy dispuesto parece encontrarse a cualquier sacrificio, incluso el de su propia libertad, con tal de persistir en esa comunidad y que los miembros de la misma oigan de él.

    Superados su tres primeros amos, superada estará también su primera etapa de natural obsesión por la supervivencia; no le acosará ya el hambre [14] y en los cuatro siguientes tratados veremos que sus necesidades primordiales se ven suficientemente satisfechas. Como resultado de ese cambio en su vida, y en una evolución desde esa hambre física de sus primeros tiempos, Lázaro pasará a desarrollar, como en un anterior trabajo ya expuse, lo que ahí dejé entender como hambre psico-sociológica [15], pero aun dentro de esta diferente hambre que manifestará a lo largo de la segunda etapa de su vida, jamás da indicio de que sienta o le atosigue instinto alguno de libertad como uno de sus integrantes, y sí, en cambio, le veremos que va desasosegándose por lo contrario, entiéndase por ir apretando más y más sus lazos sociales, como bien lo muestra mediante la simbólica y significativa compra de su «hábito de hombre de bien» del sexto tratado y el final autoensogamiento con su benevolente aceptación del indecoroso ménage à trois del séptimo y último; actividades finales con las que ya definitivamente acabará por confirmarnos una decisiva característica suya que bien empareja, et pour cause, con su condición de tipo urbano, redondeándola; es decir, su aburguesamiento.

    De su índole burguesa ya comienza a darnos claras pruebas desde su estancia con el capellán en el sexto tratado, porque, ¿qué es lo que este mozo nos deja ver de su larga temporada de aguador con él sino es su admirable capacidad de ahorro?, que esto es lo que nos está diciendo cuando nos informa: «Fueme tan bien en el oficio, que al cabo de cuatro años […], con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para me vestir muy honradamente de la ropa vieja» (pág. 171). No hace falta en absoluto haber leído a Max Weber o a Sombart, digamos, para saber que el minucioso y metódico ahorro es característica sobresaliente y definidora del genérico burgués, y en este caso particular resulta, incluso, conmovedor visualizar a un Lázaro que día tras día, mes tras mes, año tras año, y cuidando laboriosamente de «poner en la ganancia buen recaudo», va acumulando sus ahorrillos con toda la paciencia y el refocilo de una laboriosa hormiguita; y ¿para qué?; no para darse la buena vida, para despilfarrar más tarde sus dineros en alegres comilonas —resarciéndose, así, de sus anteriores hambres— o en faústicas borracheras —con lo mucho que le gusta el vino—, todo lo cual sería espléndida muestra de un espíritu abierto, desprendido y libre, sino, muy por el contrario, para terminar comprándose esa ropa, ese «hábito de hombre de bien», que además de ser el más justo y representativo signo externo del burgués acomodado resulta también la más apropiada exposición de su necesidad de insertarse adecuadamente en esa comunidad urbana.

    Y por si esto no fuera suficiente como prueba de su aburguesamiento, para rematar esa característica social, acabará, como ya sabemos, matrimoniando con la barragana del arcipreste, pero eso sí, no por amor, sino —y ciertamente no es que se recate demasiado en ocultarlo— por repudiable y vulgar interés: como dice: «[…] procuró casarme con una criada suya. Y visto por mí que de tal persona no podía venir sino bien y favor, acordé de lo hacer» (pág. 174), cínica confesión a la cual lo menos denigrante que se puede apostillar es que difícil resulta imaginarse algo más burgués que un funcionario público haciendo un matrimonio de conveniencia.

    ¡Qué distinto de éste, tanto para el ahorro como para el matrimonio, será el Lázaro de Cela!

    Respecto a lo primero cierto es que sus incipientes ribetes de ahorrador tiene en su primera etapa, pero no lo es menos que lo hace obligado por sus tristes circunstancias, ya que únicamente por la mano de palos que los pastores le atizan por haberle dejado mamar de la cabra al tísico, es por lo que se dedica a hacer «unos ahorrillos» (pág. 41) para poder fugarse de ellos; emprendida esa huida, con la posterior compañía de los músicos estrafalarios habrá de perder los posibles ramalazos ahorrativos que hubiera podido cobijar; como dice:

Con ellos adquirí el mal hábito de no guardar para el mañana […] y así hoy me encuentro pobre como los topos, después de que por mis manos pasaron […] buenas pesetas, siendo lo más grave que a ellas no se pegó ninguna, y a mi bolsillo tampoco (pág. 65).

    En su peripecia vital, bien se diferencia del otro con lo poco que de hormiga previsora muestra tener. Y en efecto, debido a ese básico hábito imprevisor, «pobre como los topos» terminará su vida y así nos lo vuelve a asegurar con sus palabras epilogales donde, además, nos dará a conocer, conjuntamente, su segunda diferencia respecto al de Tormes.

    En la sucinta síntesis de su vida que es ese epílogo comienza diciendo: «Si no acabé rico como mi abuelo, soltero me conservo, y libre así del pecado que le atribuyen» (pág. 229). Si algún interés pone en refrendar la pobreza resultado de su imprevisión, con su tanto de énfasis también se observa que proclama la otra condición a que su índole le ha arrastrado: su soltería, condición que, ciertamente, no va mal emparejada con la citada imprevisión; si por no tener mentalidad burguesa, imprevisor he sido y pobre me veo en mis último días, por análoga razón —nos está diciendo— soltero me conservo; no iban, no, con este mozo las ataduras —fueran del tipo que fueran— y bien que sufrió las consecuencias de esa índole suya años atras cuando se vió forzado a ingresar en el ejército, y no iban porque ¿cómo podía ser esto compatible con quién tiene tan enraizado el sentido de la libertad?

    A diferencia del otro de Tormes, ni del ahorro se hace esclavo ni menos del matrimonio, e interesante resulta, por otra parte, que de las tres condiciones con que se ha definido al término de su vida, es decir, pobre, soltero y libre —compruébese que es este específico orden el que se da en el párrafo que he citado líneas antes— la última, la de libre, sea la que cierre la tríada; si Cela lo decidió hacer así conscientemente o no, no lo sé, pero, en cualquier caso, ahí queda en posición final ese adjetivo sustantivado como poético resumen de lo que ha sido causa última tanto de la pobreza como de la soltería de este mozo de Ledesma, su instinto y conciencia de la libertad. Instinto y conciencia de libertad de los que, como determinantes de las diferencias entre uno y otro Lázaro ya he venido hablando, pero que ahora, y para acabar, corresponde examinar desde una distinta perspectiva.

    Como punto de partida de estas últimas consideraciones hay que empezar por destacar que en este Lázaro de Cela la libertad psíquica, en cuanto es facultad natural para determinar espontanéamente nuestros movimientos internos, tiene un claro correlato en lo bio-fisiológico; si esa libertad psíquica supone paralelamente, en el plano mecánico, el movimiento físico sin trabas ni ataduras o, como más pedestre pero acertadamente se dice, el movimiento se demuestra andando, evidente es la coordinación de esos factores interno y externo en este mozo, que probablemente no haya rasgo que más adecuado sea para caracterizar su persona en conjunto, que el de su básica condición de andariego. Ya nos lo confiesa en el inicial retrato que de sí nos pinta: «Los brazos y las piernas los tengo recios y derechos, los pies anchos y grandes, quien sabe si de tanto andar…» (pág. 48); nuevo judío errante, como al mítico Edipo —y recuérdese aquí la etimología de su nombre Oedipus, el de los pies hinchados— también a este personaje su íntimo destino le ha configurado con esa análoga y peculiar impronta de los «pies anchos y grandes». Andar y andar es lo que hace amo tras amo, andar y andar por toda España con los faranduleros (pág. 140), andar y andar tras su encuentro con la guardia civil (pág. 125), y aun en ocasiones, como, por ejemplo, a consecuencia de la muerte del penitente Felipe, mecánicamente, «mis piernas caminaban a despecho de mi entendimiento», (pág. 113) e incluso como remedio terapeútico «Andar y andar fue, pasado el primer susto, mi única forma de matar la desazón…» (pág. 114). Cierto es que esas continuas andaduras no son exclusivo resultado de su libre albedrío y decisión y que, por tanto, podría no serle adecuada la adjudicación de esa etiqueta de andariego, pero contra ello otra información tenemos que nos confirma lo inapelable de ese su destino.

    Tras su irracional huida de casa de don Federico nos dice:

[…] a los cuatro o cinco días de marcha […] pensé que, harto ya de padecer por el andar y andar sin descanso y sin tino, habrían de sentar bien a mi cuerpo pecador unos tiempos de paz y sosiego./Decidí conseguirlo y no lo logré; hice lo que pude, pero fue vano. El sino de mis huesos era trotar senderos… (págs. 163-164)

    Y ya al final de su carrera, cuando a punto de llegar a Madrid reflexiona sobre su pasado, similares pensamientos son los que se le ocurren:

[…] pensé… en lo dichoso que sería parándome para terminar mis días en las primeras casas que encontrase. Por qué la Providencia no lo quiso es cosa que desconozco; quizá mis carnes estuvieran marcadas con la señal que les impidiera dejar de trotar y trotar sin ton ni son, para arriba y para abajo./ Pensé que el correr campos y pueblos […] había de ser mi eterno destino, y a él no quise oponerme (págs. 219-220).

    Para caminar libremente, para trotar sin ton ni son por los senderos de la tierra, estaba predestinado este mozo por la naturaleza y bien se comprende, así, que no quiera oponerse a esa íntima vocación personal, pero de poco le valdrá esa pasiva aceptación de su sino, porque, por encima de la suya, una última y diferente Providencia se encargará de truncárselo; recordemos, otra vez, su amarga confesión:

Cuando al cabo del tiempo me licenciaron, tenía todo: una documentación, una cartilla, un certificado de buena conducta […]. Lo único que me faltaba eran las ganas de seguir caminando sin ton ni son por los empolvados caminos, las frescas laderas […] las rumorosas orillas de los ríos. (pág. 228)

    Dolorosa e íntimamente, a lo largo de esos meses de cuartel habrá padecido la frustración y pérdida del preciado don de su radical impulso andariego. Tras toda la indoctrinación que en ese cuartel ha recibido, con el lavado de cerebro que esa Providencia superior —entiéndase, la urbe, el Estado— le ha administrado con cambio tan crítico para su personalidad, ha dejado de ser quien era; esa educación social, urbana ha acabado por aniquilar su íntima índole existencial y lo único que de él queda es un guiñapo desangelado y amargo. Y buena razón tiene el editor del relato de esa trágica peripecia al asegurarnos, en las definitivas palabras que cierran toda la obra, que «este hombre ejemplar que combatió contra todas las adversidades […] se apagó como una vela cuando dejó de caminar» (pág. 234). Y es que para este «hombre ejemplar» —y quisiéralo o no— su instintivo impulso de libertad tenía, como he comenzado por decir, un evidente correlato físico en su insaciable andar y andar sin tino ni destino; perdida la libertad en esa metrópoli de Madrid y su cuartel, con ello habrá perdido su sed, su tino y su destino.

    Difícilmente puede detectarse ese mismo correlato en el de Tormes. Si esa condición de andariego, con sus incesantes caminatas, era para el de Ledesma expresión exteriorizada de su íntima libertad, mal puede suponerse análoga condición básica de andarín en quien —ya lo he señalado— ni siquiera llega a sentir esa necesidad de libertad. Se me dirá, y con toda razón, que también el itinerario de éste, desde Salamanca a Toledo, pasando por otros lugares, es caminata, andadura; innegable resulta que es personaje ambulante y que, como para sus sus descendientes, los genuinos pícaros, los desplazamientos forman una parte sustancial de su avatar, pero tampoco se puede negar que la razón es bien distinta para el uno y los otros: si para estos últimos el motivo básico que les impulsa a esos desplazamientos es la impunidad que las grandes ciudades ofrecen, como también antes he dicho, nada de eso hay en el primero, para quien esas andaduras no pasan de ser simples accidentes exteriores impuestos por una necesidad extrínseca, episodios que no surgen de una instintiva motivación personal; en efecto, cuantas veces se desplaza este destrón lo hace porque forzosamente ha de seguir a sus amos o, en su defecto, porque abandonado de los mismos o abandonándolos él, habrá de buscar subsistencia en uno u otro lugar, de igual modo como, en principio, le ocurría al de Ledesma. Pero dada esta última semejanza, de recordar es aquí la distancia psicológica entre un «andar» con su escueta y simple connotación de puro desplazamiento sin ulterior motivación teleológica, y un «ir» que básicamente presupone una meta última a alcanzar; en ese sentido, el Lázaro de Ledesma es, fundamental y primordialmente, un «andante», mientras que el de Tormes es, muy característicamente, un «yente»; es más, si el primero anda sin tino ni destino, el segundo poco dudoso es que anda con tino —bien sabe lo que hace y lo que le cumple para medrar— y aun con destino, que bien sabe, también, adónde va y para qué; incluso podría afirmarse, a más abundancia, que si para este último la supervivencia y medro son las estructuras conectivas de sus peripecias, andar y andar será la que cumpla esa función para el otro.

    Suficiente es, para confirmarlo definitivamente, volver a los textos y repasar en los títulos las descripciones de los correspondientes avatares de cada uno: «fortunas y adversidades» para el de Tormes, «andanzas y desventuras» para el de Ledesma; «fortunas y adversidades» que totalizan perfectamente las actividades del primero y que bien se engloban en las «desventuras» que el segundo comparte con él, pero para éste, además de esas, habrá que contar con unas «andanzas» que de ningún modo se ven recogidas en el título de las peripecias del otro.

    En su final «Nota del editor», Cela tiene a bien presentársenos como amigo de este su andariego personaje y a él va a ver para inquirir sobre la existencia de una posible segunda parte de su vida; ahí nos dice:

Cuando le visitamos […] para preguntarle que dónde la había echado, nos respondió que en su cabeza seguía, porque había pensado que […] nunca segundas partes fueron buenas… No sabemos […] si varió de opinión. Lo que sí podemos asegurar es que seguimos sin noticia, tanto de nuestro hombre como de sus ingenuos/y atormentados cuadernos de bitácora: o de macuto, morral o fardelejo, mejor sería decir (págs. 233-234).

    Ni que decir tiene que de tales «cuadernos» mucho más sin noticia seguimos nosotros, pero, por suerte, sí la tenemos de otros titulados como Del Miño al Bidasoa, Viaje a la Alcarria y alguno que otro más de este jaez de un cierto autor que tan andariego e impenitente recorredor de campos, caminos y trochas fue como ese Lázaro de Ledesma; todo lo cual, en realidad, nos viene a asegurar que esa amistad de Cela con su personaje no es ni más ni menos que la expresión, mediante el consabido y ya tradicional artificio literario que utiliza, de su íntima y honda proyección en el mismo; o, dicho de otro modo, si Cela, más tarde, y en las obras que acabo de citar, se nos presenta como histórico y real protagonista de su ahincada pasión andariega, antes habrá presentado ésta pero personificada en su mozo de Ledesma [16].

    Yo no sé —me fue totalmente imposible conocer a uno y tampoco puedo decir que conozca demasiado al otro— hasta qué punto serían parecidos el anónimo autor del xvi y C. José Cela; si sé, en cambio que sus criaturas son más bien dispares, y de ahí que acabe reafirmando lo de que las Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes debieran haberse titulado «Andanzas y desventuras de un nuevo Lazarillo», pero todo ello, bien por supuesto, con la venia y beneplácito de su autor [17].

  

NOTAS:

[1] Uso la edición de Ed. Noguer, Barcelona, 91970, y por ella citaré.

[2] «El libro es breve como el de mi abuelo...» se lee en pág. 27, y con «Si no acabé rico como abuelo, soltero me conservo…» (pág. 229) comienza el epílogo.

[3] Cito por la ed. de A. Blecua, Castalia, Madrid, 1972.

[4] A la memoria viene, al respecto de este último y su final, otro personaje, éste sí que redomado pícaro moderno. Hablo del Félix Krull de Thomas Mann que, en situación semejante, llamado al servicio militar, mediante su fingida epilepsia ladinamente se sabe evadir del trance; pero es que éste, tipo urbano por excelencia, sabe todo lo que hay que saber y ha adquirido todos los resabios que una educación urbana proporciona, y de todo ello —ya lo veremos— carece en absoluto el primitivo y natural Lázaro de Cela.

[5] Con más amplitud y profundidad trato toda esta cuestión en mis trabajos «Sustratos conversos en la creación de Lázaro de Tormes», nrfh, xxxiii (n. 2), 1984, págs. 352-79, y ««Lázaro de Tormes, personaje anónimo: una aproximación psico-sociológica», en A. M. Gordon et al. (eds.), Actas del 61 Congreso Internacional de Hispanistas, Universidad de Toronto, Toronto, 1980, págs. 235-238.

[6] Calculo el aproximado cómputo teniendo en cuenta que Antona «fue frecuentando las caballerizas» (pág. 93) hasta conocer a Zaide; los más o menos nueves meses necesarios para el nacimiento del «negrito muy bonito» (loc. cit.) y, por fin, que Lázaro abandona Salamanca después que «se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar» (pág. 95).

[7] Dice Lázaro tras llegar a Toledo: «[...] dende a quince días se me cerró la herida» (pág. 129); añádanse los dos meses, al menos, por los que le piden cuenta al escudero el hombre por el alquiler de la casa y la vieja por la cama (pág. 152); es la interpretación que del pasaje da Blecua en n. 277 y que considero perfectamente aceptable; y por fin, los ocho días con el fraile de la Merced (pág. 157).

[8] Para este último cómputo considero, dentro del sexto tratado, la estancia con el maestro de pintar panderos, a la que bien puede atribuírsele un mínimo de medio año tanto como los cuatro de aguador con el capellán; y dentro del séptimo, la confesión «siempre en el año le da…» (pág. 174) lo que presupone un mínimo de dos.

[9] Más curioso, incluso, puede resultar que no le venga a las mientes tal posibilidad si se considera que en una análoga situación de patética hambre ya lo ha hecho antes, y aun repetidas veces; en efecto, recuérdese que, padeciendo las extremadas privaciones alimenticias a que le somete el clérigo de Maqueda, le oiremos decir: «Pensé muchas veces irme de aquel mezquino amo…» (pág. 117). Psicológicamente maduro estaba, pues, para ese tipo de decisión que, no obstante, no tomará en Toledo.

[10] Lícita como es esta imagen de la ciudad como colmena, y habida cuenta del proceso aniquilador que hace padecer a su Lázaro en la urbe, obvio resulta lo obsesivo del tema para Cela por los cuarenta; recuérdese que sólo siete años más tarde publicará una de sus más definitivas novelas, si no la más, con ese sustantivo por título. Relación entre este Lázaro y esa novela que, por su parte, ya destacó, algunos años ha, Robert Kirsner diciendo: «In the last two pages of Nuevas Andanzas y Desventuras de Lazarillo de Tormes we have already […] a sort of musical prologue for La Colmena» y unas líneas más abajo «Lázaro […] who might now transmigrate […] into one of the many characters of La Colmena» (cf. The Novels and Travels of Camilo José Cela, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1966, pág. 56).

[11] Recuérdense, a este respecto, las confesiones de Pablos; al dejar Segovia, tras cobrar su herencia, reflexionará: «Consideraba yo que iba a la corte, donde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba», y más adelante, tras sus desgracias en Madrid, dirá: «Determiné de […] tomar mi camino para Toledo, donde ni yo conocía, ni me conocía nadie» (El Buscón (ed. de A. Castro), Espasa-Calpe, Madrid, 1960, págs. 141 y 236). Y aunque no sea pícaro —que sólo lo será, como sabemos, en manos de Juan de Luna— análoga razón habrá operado en la decisión del escudero lazarillesco que si éste de su Costanilla de Valladolid se vino a Toledo, cierto que no fue exclusivamente por no quitar el bonete a un caballero su vecino. Y al caso viene aquí la conocida anécdota recogida por Melchor de Santa Cruz: «Preciauase un forastero mucho de hidalgo. Y amohinandose un sastre con el, dixo el hidalgo: "¿Vos sabeis que cosa es hidalgo?" Respondió el sastre: "Ser de cincuenta leguas de aquí"» (Cf. Floresta española (ed. de R. Benítez Claros), Soc. de Bibl. Españoles, 1953, pág. 141). Impunidad psicológica urbana, por fin, que su tradición tiene pues ya Erasmo en su Ementita nobilitas de 1529 la puso de relieve; cuando Harpalus, joven campesino dispuesto a pasar por noble para aprovecharse de ello sea como sea, le solicita consejo a su mentor Nestorius, lo que, entre otras cosas, éste le sugerirá para conseguir sus propósitos, será: «oppidula minuta fuge, in quibus ne pedere quidem licet, ni populus sciat: in magnis ac frequentibus civitatibus plus est licentiae» (Cf. D. Erasmi, Opera omnia, 10 vols., Petri Vander, Lugdvni Batavorum, mdccii; cita en i, Colloquia familiaria, col. 837).

[12] Para toda esta cuestión véase la obra de J. Antonio Maravall, La literatura picaresca desde la historia social (Siglos xvi y xvii), Taurus, Madrid, 1986, y muy en especial su seminal cap. xiv «De la vida rural a la de ciudad populosa. La ley ecológica del pícaro».

[13] Para ese enclaustramiento y algunas de sus características y consecuencias, véase mi trabajo «Proceso psíquico de interiorización dialéctica de Lázaro», en J. L. Alonso Hernández, (ed.), Teorías semiológicas aplicadas a textos españoles, Univ. de Groningen (Holanda), Groningen, 1980, 135-159, págs. 148-149.

[14] Nada se nos dice de que con el fraile de la Merced la padezca; del buldero ya añade la edición de Alcalá que «me daba bien de comer a costa de los curas…» (pág. 169, n. 319) y de las provisiones y comidas dominicales que les proporciona el arcipreste ya nos habla en págs. 174 y 175. Generalizantes y desatinadas afirmaciones como la de Cossío en su prólogo a la obra de Cela: «Henos con esto en el centro del tema esencíal de la picaresca, que no es otro que el tema del hambre» (pág. 14), hace tiempo que han sido superadas y justamente olvidadas por la crítica.

[15] En el segundo de mis trabajos citados en nota n. 5. De observar es, por otra parte, que esa hambre psico-sociológica ya había comenzado a manifestarse en el personaje con motivo de la anécdota con el clérigo de Maqueda que líneas arriba he comentado.

[16] Paul Ilie comenta: «Cela no se echa a los caminos para formular conceptos sobre la sociedad; es su condición, a priori, la que lleva a viajar. Ello hace que las inocuas Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes adquiera significación como el primero de los que serán en años posteriores relatos de viajes más personalizados, informados todos por una idéntica visión de vagabundo» (La novelística de Camilo José Cela, Gredos, Madrid, 1963, pág. 112), y aunque no muy de acuerdo con lo de «inocuas» sí que suscribo el resto de esa opinión.

[17] Venia y beneplácito que me fueron generosamente concedidos. Tras el coloquio en la Universidad de Groningen donde di esta charla y al que don Camilo asistió, él mismo me envió un ejemplar de su obra con una amable dedicatoria que reza: «A Manuel Ferrer-Chivite, que me corrigió el título de este libro. Con un abrazo», y en el que con no escaso sentido del humor rectificó el título de la guarda por el que yo propuse.