LA LITERATURA COMO DISOLUCIÓN

Manuel Crespillo Bellido

Universidad de Málaga

 

I

    Este artículo nace de un pensamiento llevado al límite. Cuando el arte se vislumbra como un estado de experiencia interior y su práctica es una aventura que propende al desequilibrio, no es necesario desembocar en un sentimiento hacia la forma del objeto. Durante mucho tiempo el arte se debatió entre la posibilidad de someterse a una función de conocimiento o la de concebirse desde una perspectiva sensible. Mientras primó la sensibilidad, también dominó la idea de un estatuto del juicio estético en el que se sobrevaloró la capacidad de sentir un placer o un dolor ante la forma del objeto. Pero ¿qué sucedería si el arte se desligara de todo sentimiento y tomara radicalmente partido por una actitud que colocara al sujeto ante el límpido ser original, esto es, si fuera la mirada de lo que en un principio fue, y sigue siendo aún hoy, lo incesante? ¿Qué le ocurriría si se le condenara a vagar errabundo, alejado de todo contacto con las formas del sentir o del conocer? ¿Cabría la posibilidad de querer serlo todo, de aspirar al infinito ya lo interminable y de optar por la nada? En ese caso, ¿se viviría la literatura como una disolución, y lo que se disolvería en la escritura sería la posibilidad de un enorme sufrimiento o la experiencia de un gran desconcierto? ¿O se asumiría también la posibilidad de querer ser sólo una parte para no tener que evitar el sufrimiento y ponerlo todo en cuestión, esto es, para no conocer soluciones y acceder a lo inacabado y a lo inconcluso como formas de experimentación y de detención en la incertidumbre? ¿La literatura como fragmentación podría ser la contraparte de la literatura como disolución? Y, para terminar, ¿cabría también la posibilidad de que el artista, como cualquier otro profesional, desarrollara su creatividad menospreciando la trascendencia de su genialidad, es decir, acercando cualquier concepción del pintor, del compositor o del escritor a la idea de un verdadero demiurgo degradado? [1].

    La verdad es que ni el conocimiento ni el sentimiento son criterios de certeza para la práctica del arte a la que yo me refiero. Ésta sólo sabe de un punto lejano en el que la literatura sobrevive como un náufrago agarrado a un mástil deshecho. Pero ese punto no es un horizonte inasible ni utópico, sino un lugar esporádico de encuentro al que se accede asumiendo la prestancia de un discurso en el que no tiene cabida cualquier contenido. Existen reglas de forma y múltiples mundos, los cuales generan textos trascendentes cuando combinan sus símbolos, y hay lenguajes que se turban y palabras que conmocionan y llevan al sujeto a experiencias límites. Naturalmente, el universo del folklore, y quienes se encargan de historiarlo, difícilmente pueden tener cabida dentro de un recinto que se distingue por poner en juego combinaciones de totalidades y absolutos. La experiencia trascendente de la combinación simbólica o el derrumbe de la grandeza ante la contingencia del destino muestran que hay una literatura que no es asunto de todos. A pesar de la presencia de circuitos comerciales, de la tendenciosa crítica periodística y de la proliferación de editores que confunden grados cualitativos de cultura, pese a la presencia insoslayable de cientos de profesores académicos que mayoritariamente conocen la literatura por el simple hecho de haberla leído, hay un gran arte, una ingente literatura, que apenas nos llega su aroma experimentamos de pronto la sacudida de lo absoluto. En tales casos, sólo se puede traspasar los impulsos sentimentales, o el deseo y las formas del dolor o de la insatisfacción si el universal fantástico se muestra capaz de crear un mundo carente de límites. Este mundo es el único que permite el libre acceso a la libertad infinita de acuerdo con una experiencia homologable a aquella experimentada por Nietzsche cuando accedió a una partitura de piano del Tristán: «Aún hoy busco una obra que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el Tristán —en vano busco en todas las artes—. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán. Esta obra es absolutamente el non plus ultra de Wagner» [2] y este mundo es también el que permite completar el proceso dialéctico de la expresividad absoluta. En la concepción del arte contenida en la Estética de Hegel no hay manera de completar el proceso dialéctico de la expresividad absoluta si no se cuenta con una libertad infinita. En el arte, la idea (absoluta), que es verdad en sí y para sí, verdad en su universalidad y verdad aún no objetivada, actúa como una totalidad concreta que tiene en ella la medida y el principio de su particularización y de su modo de manifestación. El espíritu conquista su infinitud aprehendiendo la finitud como lo negativo de sí. Esta verdad del espíritu finito es el espíritu absoluto.

    La negación propuesta por Hegel es enormemente dolorosa. Cuando escribí «Teoría del comentario de textos» [3], me esforcé en aclarar que el acceso a infinito, que era el sello fundamental del lenguaje del arte, no se llevaba a cabo una manera altruista, gratuita o serena. Decía yo allí que se trataba de una operación traumática que se hacía visible en el desgarro interior de los grandes artistas: «Odio, como a la muerte, todos esos mezquinos intermedios de algo y la. Mi alma entera se eriza frente a lo insignificante. Lo que no es todo y ornamente todo, es para mí nada» decía Hölderlin en el «Fragmento Thalia», de 1974 [4]. Y un poco más adelante, al hablar con Belarrnino sobre el amor, volvía a Jetir: «Nada somos; lo que buscamos lo es todo» [5]. Esa totalidad era una especie dios interior, el Apolo buceador de formas de Hyperion («el hombre es un dios cuando sueña»), enfrentado a lo que el propio Hölderlin denominó «gusano», «bárbaro» o «cepa inútil» («el hombre es un mendigo cuando reflexiona») [6]. La vida de la divinidad consistía en ser uno con todo lo viviente, en volver a través del ido de sí mismo a reintegrarse al «todo de la naturaleza» [7]. Esta irrealidad del todo era lo inabarcable, y alejaba al arte de la representación de lo bello para o.vertirlo, como quería Rilke (El testamento), en «la pasión por la totalidad». Su consecuencia, decía Rilke en el más puro estilo hegeliano, es bien evidente: «La pasibilidad y el equilibrio de lo completo» [8]. Para llegar a este equilibrio que Jeraba parcialidades, se había tenido que producir una catástrofe trágica muy cana al conflicto de la muerte. En este caso el sujeto se había separado previamente del apacible Uno y Todo de la Naturaleza y había engendrado una violenta totalidad cultural. Esto daba lugar a un terrible quiasmo, parecido al que Hölderlin representó en su versión de Nürtingen de 1795: «A menudo nos parece mo si el mundo lo fuese todo y nosotros nada, pero a menudo es también como nosotros lo fuésemos todo y el mundo nada» [9]. El gran Hyperion se dividirá entre los dos extremos de ese conflicto incesante.

    Optar por el todo o por la nada como referencia artística es elegir una disolución. Pero es preciso entender que disolución significa búsqueda y hallazgo de un estilo personal en el que un artista pueda difuminarse entre los pliegues de su escritura. Por lo que conlleva de desaparición de la autoconciencia de sí en el momento de crear, ese estilo personal es de una dificultad increíble. Exige lo que Kafka llamaba «el temblor constante en la frente» [10] cada vez que uno se dispone a escribir. Y más, actualmente, en que se publican muchos libros, y se proyectan análisis exhaustivos y demasiados ensayos perspicaces, hoy en que, tras ampliarse poderosamente el horizonte de la cultura, cualquiera puede hacer un texto más o menos decoroso, concebir poemas, cuentos, novelas o dramas con relativa facilidad. Propongo tanto para el creador como para el analista la posibilidad de entender el arte como disolución, y definir la disolución como la desaparición de la conciencia en un marasmo de lenguaje cuyo efecto sea el hallazgo de un estilo que perturbe. No se trata, pues, de escribir libros llenos de citas eminentes al estilo de como hacen los filólogos de la palabra, ni de ideas más o menos decorosas, siguiendo los cánones de cualquieracademicismo filosófico, ni tampoco imaginar mundos tal como hacen los escritores de género que ganan premios y merecen el general reconocimiento. Lo que defiendo es la posibilidad de prolongar hasta el infinito la finitud de nuestra conciencia. Esto sólo es posible ante una idealidad de estilo, cuando el escritor se propone conscientemente la posibilidad de destrozar su sujeto creativo, que es lo que los narradores entienden como sustitución de un yo por un él, y también cuando el analista se traza como objetivo la aniquilación del objeto.

    No sé porqué esto es tan difícil de llevara cabo. Pero sí sé que durante toda la modernidad pretensiones de este tipo han sido constantes de lenguaje. Y no sólo en la búsqueda del infinito que transcurre desde Holdedin a Rilke en cuyo centro un Zaratustra bailarín persigue conscientemente la eternidad y logra representar en la condensación del lenguaje la mutación de un universo, sino también en la sucesión a partir de Rilke de lo que Bataille hubiera llamado «generaciones tumultuosas», esto es, aquellas que se definirían por creer que la literatura «es lo esencial o no es nada» [11]. Las fuerzas de la disgregación conviven entonces con las energías de la desesperación. La totalidad y la parcialidad operan al unísono, como cuando el propio Bataille hablaba de Emily Bronte y pedía que el vicio se pudiera relacionar con los tormentos del amor más puro, que el erotismo consistiera en ratificar la vida hasta en la muerte, que reproducirse no fuera otra cosa que desaparecer, que la transgresión de la ley se convirtiera en una condición sine qua non para que existiera la propia ley. ¿Quién podría pensar entonces en un Estado de Derecho sin la posibilidad de violado? ¿Qué sería del Gran Arte si en tomo a él no se congregaran tantos artistas pequeños? La literatura no sería un puro acto de irresponsabilidad si no aspirara a decido todo. Y hay que afirmar con absoluta contundencia que ese todo conforma tanto el infinito de la disolución como el abismo de la nada. El Todo, como dios de la nada, podría ser un apotegma salido de una libre paráfrasis de Eckhart, aquel viejo maestro.

    Sólo desde este infinito disgregante se puede formar parte del reino de la belleza, pues ni nuestro conocimiento ni nuestras acciones alcanzan un período de quietud en el que cese cualquier conflicto y Todo se convierta en Uno [12]. Pero hay que ser consciente de la utopía, saber que la línea definida únicamente se puede unir con la indefinida si existe una aproximación infinita. Este infinito irrealizable [13] es una auténtica catástrofe, que sólo se puede superar mediante grandes disoluciones. Por eso el arte en general, y la literatura en particular, constituyen una disolución. Pero mientras algunas de estas disoluciones son reales y se caracterizan por ser una nada real que en su violencia destructiva disgregan y descomponen un mundo inexistente, otras disoluciones son ideales y se caracterizan por perecer en el tránsito de una individualidad, pues tras haber realizado un recorrido de lo finito a lo infinito, son conscientes de que también tienen que hacer un ajetreado viaje de regreso: parecer todo y ser nada, parecer nada y ser todo». Superadas las disoluciones, asumido el ocaso de una cultura y aceptada su decadencia, el arte está presto para actuar contra la Naturaleza. Como casi siempre, el origen está de nuevo en Hölderlin, concretamente en el borrador en prosa de la versión métrica de Hyperion de Jena/Weimar de 1794-95, cuando afirma que la escuela del destino y la sabiduría lo hicieron injusto y tiránico con la naturaleza. Mucho tiempo después esta idea está completamente desarrollada en Rilke. El poeta escribe el 30 de Agosto de 1910 a la princesa de Duino: «Nadie ha experimentado mejor que yo cuánto va el arte contra la naturaleza: es la inversión más apasionada del mundo, el viaje de vuelta desde el Infinito...» [14], y diez años después, el 18 de Noviembre de 1920, vuelve a escribir a Merline: «Oh, querida, cuántas veces en mi vida —y nunca tanto como ahora— me he dicho que el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la Naturaleza» [15].

    El infinito es el encuentro con la belleza cuando un poeta adquiere conciencia de artista al iniciarse la modernidad. y esto es así en todas las partes de Europa. En Leopardi es la gentileza de la muerte, la dulzura del naufragio en el Océano del Infinito: «Il naufragar m’e dolce in questo mare» [16]. Pero en Hölderlin, el infinito se expande hacia el pasado: aún hay un lugar, dirá Hiperión, donde el antiguo cielo y la tierra vieja me sonríen. El esplendor terrible de la antigüedad [17], al que ni en la época más convulsa de la interioridad de su conciencia, Hölderlin podía olvidar (recuérdese su famoso Poema de la Locura, aquel que lleva el nº 14: «Si desde lejos, aunque separados/ me reconoces todavía, y el pasado/ —¡Oh tú, partícipe de mis penas!—/significa algo hermoso para ti»...» [18]), aquel tiempo en el que había una vida divina y el hombre era el centro de la naturaleza, es el causante de una agitación, de un espíritu turbado, que generó el terrible cúmulo de interrogantes que gobernaba la cuarta de las estrofas de Pan y vino: ¿dónde los tronos, los templos, las copas, los oráculos, el destino?, ¿dónde? Posiblemente en el ansia de infinitud que origina el idealismo de la modernidad («las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas ni se convertirían en espíritu si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda» [19]). La conciencia infinita, estado enervante del espíritu, convierte al escritor en portador de leyes trascendentales «Soy un artista, pero no estoy adiestrado. Formo mi espíritu, pero aún no sé conducir mi mano» [20]), mas al mismo tiempo le confiere ese poder omnímodo que un siglo después Kafka reclamaría en sus Diarios, concretamente la relación de soberanía con la muerte, y que en Hyperion la vimos funcionar como una conciencia trascendente que se había convertido en sujeto para el arte: «Aquél, como tú, cuya alma ha sido dañada, ya no puede encontrar reposo en la alegría particular; el que, como tú, ha sentido la insipidez de la nada, sólo se templa en el espíritu más alto, el que ha tenido la experiencia de la muerte, como tú, sólo se repone entre los dioses» [21].

    Toda la poesía de Hölderlin está regida por esta trascendencia, desde los dolorosos fragmentos de la segunda etapa, primera versión de La muerte de Empédocles, donde al presagiar la pérdida de su conciencia, más o menos a partir del acto 11 v.625 —i.e., cuando «la plenitud de espíritu se tomara locura» pide a los dioses una sola cosa: que le envíen una señal indicativa de la llegada del tiempo de la purificación con el objeto de que el amigo de los dioses no fuere juego, burla y escarnio entre los hombres. Pero el tiempo de la purificación es la época de la trascendencia del sujeto, el momento del artista comunicador, siempre dispuesto a «permanecer con la cabeza descubierta» [22], preparado para asumir la soledad y el abandono de los tiempos modernos [23], pero también la del artista que adquiere conciencia de que el tiempo es tiempo de la purificación a la vez que tiempo de indigencia. Entonces, un personaje como Diótima ya podía temer por Hiperión «¿Debo decírtelo? Temo por ti, te resultará difícil soportar el destino de estos tiempos. Lo intentarás todavía muchas veces» [24]), temer porque el acceso a la belleza pudiera revelar la gran miseria circundante «el día en que el bello mundo comenzó para nosotros, comenzó para nosotros la indigencia de la vida [25]) o pusiera de manifiesto aquella podredumbre que, gracias al Comentario de Heidegger, convirtió al Aber Freund! en la estrofa más famosa y a Brot und Wein en la Elegía más perdurable del poeta de los poetas: «El hombre soporta la plenitud divina sólo un tiempo./ Después, soñar con ellos es toda nuestra vida. Pero ayuda el/ error [...]/ ¿para qué poetas en tiempos de miseria?» [26].

    El programa infinito nos coloca en el centro justo del problema: se trata de sobrepasar la finitud de nuestra conciencia para instalar sobre ella la inmanencia de lo absoluto, lo cual es siempre en Hölderlin tanto una necesidad como un deseo: «No hemos sido creados para lo individual, para lo limitado... Si la Arcadia no ha florecido en mí, es justamente para que la indigencia que en mí piensa y vive se expanda y abrace el infinito» [27]; «si lo sagrado que hay en nosotros se transmitiera a través de las palabras, la imagen y el canto, si todos los espíritus comulgasen en una sola Verdad, se reconociesen en una sola Belleza, ¡ay, si corriésemos así con las manos juntas al encuentro del infinito!» [28]. El infinito fue precisamente uno de los argumentos utilizados por Pausanias para defender a Empédocles: «Bien que se ultraje a otro, que se aniquile a otro, pero no al hijo de los dioses, pues infinitamente camina a lo infinito. Nunca un rostro tan noble fue tan ignominiosamente ultrajado. Debí verlo» [29]. Y El fundamento para el Empédocles, el punto máximo de encuentro de la aproximación infinita en el Occidente de la modernidad. En particular, la distinción categórica entre lo orgánico y lo aórgico, en la que dos fuerzas gobiernan la totalidad: una fuerza orgánica, que es particular, finita, humana y limitada. y otra fuerza aórgica, que es universal, infinita, divina e ilimitada. Es el orden frente al caos. Ambas mantienen una relación dialéctica, se intercambian y entran en conflicto: junto a la más alta hostilidad también se da entre ellas la mayor reconciliación. Lo orgánico es una fuerza natural que se individualiza como objeto. Lo aórgico es una fuerza numinosa, terrorífica, dotada de un inmenso poder creativo, es el infinito que nos atrae y nos pierde, y que se individualiza como sujeto. La grandeza de Empédocles reside precisamente en que esos contrastes se unifican tan íntimamente que en él se hacen Uno: representa la unidad entre sujeto y objeto, entre arte y naturaleza, entre el destino universal y la singularidad en la que se aplica. La unidad de tanta tensión dialéctica en Empédocles sólo puede resolverse a través de la muerte o mediante cualquiera de las formas posibles de un extravío trágico. En la muerte encuentra Empédocles su fundamento, y de ella podemos decir que es el punto —si está cerca o lejos carece de importanciahacia el que tiende toda aproximación infinita a la totalidad. Todas las formas de la acción trágica confluyen en ese instante en el que la vida desaparece.

    Durante el inicio del idealismo alemán la infinitud tropezó con muchas dificultades para su libre desenvolvimiento. Hölderlin sabe que el hombre quiere más de lo que puede, y que por eso es capaz de vivir profundamente en una vida liÍnitada, hasta el punto de que la representación localizada de una deidad puede llegar a ser una representación infinita. En un texto precioso, que es dirigido por Hermocrates a Cefalo, y que data de los tiempos de Jena de 1795, Hölderlin afirmará: .Yo siempre pensé que el hombre necesita para actuar un progreso infinito, un tiempo ilimitado, para acercarse al ilimitado ideal». Entretanto, déjame preguntar si la hipérbola se une efectivamente con su asíntota, si el tránsito de» [30]. Y cuando en 1800 Schelling escriba el Sistema del Idealismo Trascendental, dirá que el carácter fundamental de la obra de arte es una infinitud no consciente [31], síntesis de naturaleza y libertad, en la que el artista exhibe instintivamente una infinitud que ningún entendimiento finito puede desarrollar. Y del mismo modo que un sentimiento de contradicción infinita entre el instinto y lo consciente es la causa directa de la obra de arte, también una exégesis, una interpretación, una infinitud de propósitos, llega a convertirse en su efecto. Esta interpretación infinita se esconde en el entusiasmo de la masa social. Por ello proclamó Schellirig en el discurso sobre La relación de las artes figurativas con la naturaleza que el arte debe únicamente su nacimiento a una viva conmoción de los poderes más profundos del alma que llamamos entusiasmo. No se puede tributar este honor entusiasta a las fuerzas individuales, sino al espíritu que se desarrolla en una sociedad entera: «Hace falta un entusiasmo general por lo sublime y lo bello, como el que, en tiempo de los Médicis, hizo manifestarse a tantos grandes genios a la vez. El arte necesita una constitución política semejante a la que nos presenta Pericles en su elogio de Atenas, o aquella en que el reinado paternal y dulce de un príncipe esclarecido nos conserva, más firme y más durable que la soberanía popular, una organización social donde todas las facultades se desarrollan libremente, y todos los talentos gustan de mostrarse, porque cada uno es apreciado según su mérito, donde la inacción es una vergüenza y la alabanza no es concedida a las obras vulgares, donde, por el contrario, todos tienden a un fin elevado, colocado fuera de los intereses privados. Es entonces cuando la vida pública se pone en marcha por móviles capaces de dar el impulso al arte». Sin entusiasmo hay sectas e individuos, mas no opinión pública, no un gusto colectivo firme y seguro, no las grandes ideas de todo un pueblo, sino «la voz de algunos hombres que se erigen arbitrariamente en jueces que deciden del mérito; el arte, que en una posición elevada se basta a sí mismo, se reduce entonces a mendigo de la aprobación; se hace esclavo, él, que debía ser señor» [32]. Por eso Schelling no pudo partir en su Filosofía del arte de ningún otro principio distinto de lo infinito. Necesitó demostrar que lo infinito era el principio incondicionado del arte, mostrar que del mismo modo que lo absoluto es para la filosofía el arquetipo de la verdad, también lo infinito es para el arte el arquetipo de la belleza.

    El punto de vista infinito es, pues, imprescindible para comenzar a hablar de espíritu poético, y, sin embargo, arrastra grandes contrariedades durante el inicio de la modernidad. Al producirse el divorcio entre las ciencias de la naturaleza y las disciplinas humanas a comienzos del siglo XIX, Hegel tuvo que reconocer que la obra de arte era incapaz de satisfacer nuestra última necesidad de lo Absoluto. Su más alto destino lo compartía con la religión y con la filosofía, a pesar de que, a diferencia de éstas, el arte promoviera representaciones sensibles de la Idea. De ahí que nos sintamos más libres que en otros tiempos en los que las obras de arte eran la expresión suprema de la Idea. Respetamos y admiramos el arte, aunque ya no vemos en él, decía Hegel, la manifestación íntima de lo Absoluto: «Los buenos tiempos del arte griego y la edad de oro del final de la Edad Media están superados. Las condiciones generales de los tiempos actuales no son más favorables al arte. El artista mismo no sólo está desconcertado y contaminado por las reflexiones que oye formular a su alrededor». Desde todas estas relaciones, el arte es, en cuanto a su supremo destino, como una cosa del pasado. Por ello, ha perdido todo lo que tenía de auténticamente verdadero y vivo, su realidad y su necesidad de otros tiempos, y se encuentra a partir de ahora relegado en nuestra representación [33].

    Después de Hegel el arte se ha dividido. Hay un arte mimético cuya ley de desenvolvimiento no ha permanecido ajena a la provocación de gozar el texto, a los sentimientos de placer y dolor que provoca. Y hay otro Arte Egregio, al que podremos llamar también Gran Estilo o Gran Arte, que tuvo que resolver a su manera los problemas mencionados por Hegel: «Se puede, por cierto, esperar que el arte se eleve siempre más y se perfeccione, pero su forma ha dejado de ser la necesidad suprema del espíritu. Podríamos hallar magníficas las imágenes de los dioses griegos y ver representados plena y dignamente al Dios padre, a Cristo y a María; sin embargo, esto no ayuda tampoco para hacemos doblar la rodilla» [34]. Así que en lugar de manifestar lo Absoluto, hubo un arte, después de Hegel, que representó en sí mismo la pasión por lo Absoluto, proposición que debe entenderse de esta única manera: el arte se volvió un Absoluto. Evidentemente, esto implicaba un cambio cualitativo, pues no se trataba ya de aparentar lo Absoluto sino de ser lo Absoluto. Plantearé entonces la cuestión sirviéndome de los mismos interrogantes que usó Blanchot: «¿Por qué en lugar de disiparse en el puro goce de una satisfacción o en la vanidad frívola de un yo que huye, por qué la pasión del arte, ya sea en Van Gogh o en Kafka, se vuelve lo absolutamente serio, la pasión por lo absoluto? ¿Por qué Hölderlin, Mallarmé, Rilke, Breton, René Char, son nombres que significan una posibilidad en el poema, de la que ni la cultura, ni la eficacia histórica, ni el placer de un hermoso lenguaje dan cuenta, una posibilidad que no puede nada, que subsiste y permanece como el signo, en el hombre, de su propio ascendiente?» [35].

    Esta pasión por lo Absoluto transformó en gran manera la naturaleza del arte durante la contemporaneidad. Lo convirtió en una desmesura, en una bybris, en un descontrol, en un engaño indefinido que iba más allá de la violencia del poder, del saber o del deseo, y por esta vía volvió a reencontrar su pasado de infinitud, de nada y de vacío. Así como la naturaleza tiene horror al vacío, que siempre debe de ser cubierto por la necesidad, el arte, contrapunto de aquélla, ha vuelto a convertir la nada y el vacío en un mundo infinito y libre. Al negar tan desenfadadamente el deseo y permanecer inmóvil ante la evolución del transcurso del tiempo, el arte ha dirigido con más fuerza que nunca una mirada hacia la muerte. El infinito es la muerte, la experiencia de la totalidad [36], la falta de carencia, la incapacidad de desear, la renuncia a las fórmulas de poder o de conocer, la ausencia de las formas del sufrimiento y de los estigmas de la vida, es una muerte sentida en la distancia, que no es ni muerte personal ni muerte ajena, pese a que incorpore la posibilidad de interpretar todo un mundo hasta experimentar un desconcierto, hasta rozar las formas de lo ilícito y provocar el derrumbe brusco, el repentino colapso del espíritu. El arte se presta de este modo a una profunda labor de autodestrucción. Éste fue el caso de Hölderlin [37], pero también el de Mallarmé casi un siglo después, el horror de Igitur por la Forma Pura, el miedo a lo Infinito, al Azar y a lo Absoluto que aparece en esa Tirada de dados que nunca abolirá el Azar. Este azar refleja que la preocupación por crear puede ser tan agobiante como la experiencia misma de la muerte.

    En esto consiste la disolución: el mal, la transgresión, la idea del límite, lo imposible, la exuberancia, la autodestrucción, la verdad, son experiencias creativas de muerte. Es el «funesto deseo de luz», por repetir la idea de Virgilio que Klossowski divulgó. Convertir, por ejemplo, el sacrificio de la misa en un acto de impiedad, y consumar la transformación de la carne bajo las figuras del pan y del vino hasta sufrir la experiencia misma de la muerte. Esta transgresión, tan bellamente expuesta por G. Bataille a propósito de L’Abbé C, fue espléndidamente analizada en «La misa de G. Bataille» por P. Klossowski [38]. Pero, sin duda, la descripción más preciosa de esta transgresión realizada en los tiempos modernos es la de A. Badiou, quien cree que, tras la pantomima y el espectáculo, también encontramos una subversión que lo disuelve todo: «¿Por qué la Iglesia, me refiero a la católica, tan evidentemente teatral en sus pompas, sus decorados tales que sería vano querer rehacerlos, colgaduras violetas, actor central con traje blanco y oro, flanqueado por figurantes rubiales, ataviados de rojo, músicas estruendosas o que se deslizan insidiosas en el ramaje de los cañones de órgano, coros trágicos o sumisos, público al que la escena central, llamada Cena, pone de rodillas, lengua elevada hacia el esoterismo, drama inolvidable de la Presencia, sucesión regulada de peripecias, ‘estruendo original’, sí, por qué esta Iglesia que convocaba a su espectáculo semanalmente a la integral Multitud, que ha escrito y representado (joué) sin descanso durante siglos la misma pieza —un ‘éxito’, ése, ante el cual todo empresario de hoy en día no puede sino quedar abrumado—, que ha inventado el Desplazamiento (cuando el celebrante se da la vuelta y dirige al público la conminación de la mirada sagrada), el Excentramiento (cuando sube al púlpito, insuperable escalera secreta de caracol e increpa desde lo alto al público estupefacto), la Pausa inmóvil (cuando masculla, de espaldas, y el público espera el fin de esta suspensión de los Actos), el Gesto recortado (cuando eleva el cáliz), el Cambio de vestuario, la Guardarropía e incluso la Suavidad de los perfumes, por qué ha denunciado y excomulgado al teatro, arrojado a los actores, de noche, en fosas comunes, descifrado en el celo de los públicos, salvo el suyo, la lujuria y el olvido? ¿Se trataba de celos de organizador de giras, de una voluntad sórdida de monopolio? ¿Sería preciso que todos los teatros sin excepción sólo anunciaran la Misa? ¿Que no fuesen actores nadie más que los curas, figurantes nadie más que los niños de coro, diseñadores del vestuario nadie más que las bordadoras de casullas, músicos de escena nadie más que los organistas?» [39].

 

II

    En sus «Notas sobre Edipo», Hölderlin reclamaba una interpretación abierta de la obra de Sófocles, una interpretación sin límites en la que «el infinito entusiasmase captaba a sí mismo infinitamente, es decir, en contrastes, en la conciencia que suprimía la conciencia, separándose de manera sagrada» y que «el dios se hacía presente en la figura de la muerte» [40]. Esta interpretación desmedida y su distancia de muerte abarcaba el conjunto inmóvil de todas las cosas y neutralizaba a priori su jerarquía de valores, llegando a ‘desinteresarse’ , en el más puro estilo kantiano, del objeto interpretado. En este sentido, la interpretación infinita era un asunto de cualidad y, como en el gusto de Kant, su satisfacción sólo tenía lugar en la pura contemplación.

    La interpretación infinita es un vuelo por el reino de lo incesante que llega a ser indesligable de la muerte e incluso de la superación de la muerte misma. Es el muerto, uno de esos infinitos muertos —e infinitamente muerto—, que en la última de las Elegías a Duino es atraído por una joven Queja, mientras otra le señala hacia las Madres del Ser. Esta visión sobrecogedora se mueve en un espacio sin fin y representa un peligro tan inmenso que solamente así pueden comprender los artistas egregios la angustia, la terrible angustia, el dolor y la desazón casi ininterrumpida en que se colocan a cada instante en que se sienten obligados a escribir. Esta angustia en el momento de crear es la conciencia por lo imposible, el deseo de lo inalcanzable, el ansia por lograr lo irrealizable, el presentimiento de que está presto a consumarse el desfallecimiento de un artista dentro de su propia escritura, en el canto de un arfeo que inventa a Eurídice para morir a continuación en la propia obra que ha sido creada; es, en definitiva, la muerte débil que anhelaba el artista. Al principio, un creador puede tener ciertos reparos y no aceptar completamente ese anhelo que no puede controlar. El Libro de Horasofrece un buen ejemplo de ello: «¿Qué harás, oh Dios, cuando yo muera/ Yo soy tu jarro (¿y si me quiebro?)/ Soy tu bebida (¿y si me pudro?)/ Soy tu ropaje y tu tarea;! Conmigo pierdes tu sentido./ Después de mí no tienes casa, donde/ te saluden palabras suaves, cálidas.../ ¿Qué harás, oh Dios? Yo tengo miedo» [41].

    ¿Miedo? ¿De qué? Miedo de todo. En Los apuntes de Malte encontramos unas cuantas claves de cómo es ese miedo. De madrugada, mientras está acostado en su cama, Malte nota de pronto que se le agolpan todos los miedos incontrolables de su vida, pero, en particular, el miedo de no poder decir nada, porque todo es indecible. Malte tiene que hacer algo. Su situación era bastante difícil, pues se encontraba bastante solo y viajaba por un mundo tenebroso con su maleta, un cajón de libros y sin apenas curiosidad: «¿Qué vida es ésta? Sin casa, sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos hubiese recuerdos! Mas ¿quién los tiene? Si la infancia estuviera aquí, pero está como enterrada. Quizá sea necesario serviejo para poderconseguirlo todo. Pienso que debe ser bueno ser viejo» [42]. Tiene que hacer, por tanto, algo contra el miedo. Aunque sólo conoce un remedio eficaz: permanecer sentado durante toda la noche y escribir. Así que escribir, explorar un mundo pleno de vivencias, es lo único que un triste poeta puede hacer para luchar contra el miedo a la muerte. En la Bibliotheque Nationale Malte conoce mejor que nadie el sentimiento íntimo de ser y tener entre sus manos el manuscrito de un hermoso poeta: «Estoy sentado, leyendo a un poeta. Hay muchas personas en la sala, pero no se las oye. Están en sus libros. A veces se mueven entre las hojas, como hombres que duermen y se dan vuelta entre dos sueños. ¡Ah!, qué bien se está entre hombres que leen. ¿Por qué no son siempre así?... ¡Qué bueno es esto! Estoy sentado y tengo un poeta. ¡Qué suerte! Quizá sean trescientos los que están en esta sala leyendo; pero es imposible que cada uno tenga un poeta. (¡Sabe Dios qué será lo que leen!). Además, no existen trescientos poetas. En cambio, qué suerte la mía: yo, quizá el más miserable de estos lectores; yo, un extranjero, tengo un poeta» [43]. Y, sin embargo, resulta insuficiente la conciencia profunda de estar adscrito a un mundo de poetas, e incluso sentir el miedo a la muerte anónima en la obra de uno mismo. Un poeta sólo comienza a despegar su vuelo después de entender que la penetración más profunda de entre todas las experiencias posibles es aquella en la que el poema creado se sitúa en el momento justo en que se muere, esto es, cuando comprende que únicamente el placer de la muerte puede igualar a la tentativa de crear a partir de la nada. Es, por consiguiente, el miedo al sufrimiento, a la terrible angustia de escribir para morir, el temor numinoso a desaparecer en ese punto convergente en el que el pasado de morir se confunde con el futuro de crear, lo que revela el carácter sublime del Arte Egregio: sólo porque crearé mi obra he muerto para todos, sería una consigna irrenunciable. Morir para todos es un proceso enormemente complicado que no está en absoluto exento de grandes riesgos. La aventura de escribir, la contingencia sufrida por el poeta, el miedo a extraviarse en el espacio infinito del ritmo y, sobre todo, el peligro de exponer el lenguaje al lamento del olvido, es como sufrir la agonía de la muerte.

    La historicidad de la muerte es el momento en que acaba mi conciencia (la conciencia) de sujeto (Sujeto) de la historia; entonces hay un punto a lo lejos en que converge una experiencia personal y el final de un proceso objetivo, Y ese punto —realmente yo no puedo morir sin que todo el mundo muera— es la muerte. Su historicidad es, pues, la historia de un fracaso metafísico (sin posibilidad de superación histórica) y de un fracaso personal (cuando yo muera, muere lo más importante de mí mismo), Detrás de este gran fracaso late, con temblor, aquello que era la nada de Heidegger, la finitud de la temporalidad que constituye el fundamento oculto de la historicidad del ser-ahí y, por tanto, la ligadura, del ser-ahí con todo destino individual. Esta ligadura es el ser para la muerte de Heidegger, Scheler, Laplanche y tantos otros. Nuestra vida dirigida hacia la muerte o, como diría Heidegger, «la muerte en su más amplio sentido es un fenómeno de la vida; la vida debe comprenderse como una forma de ser a la que es inherente un ‘ser en el mundo’» [44].

    El ser para la muerte, la autorización que se le concede a la nada para poder negar la vida, la indistinción entre mi vida y mi muerte, implica una negativa del mundo como azar y genera tal grado de angustia que sólo elaborando prácticamente el concepto de morir mi propia muerte puede no importarle al sujeto la pérdida de objetos previamente poseídos. Este concepto se convertiría, desde luego, en un principio funcional si la aspiración a la muerte —el ser para la muerte— se pudiera aplicar al propio organismo del sujeto: en un polo de la paradoja económica de la pulsión de muerte el organismo no solamente quiere morir, sino incluso morir a su manera. Pero cuando hablamos de ese morir la muerte propia, proyectamos la muerte en la vida hasta el mismo origen y enriquecemos en una faceta más nuestro interminable recomienzo.

    Lo mismo que el claro de lo abierto fue visto por Heidegger en Parménides a través de la senda establecida por Rilke, también el ser para la muerte lo fundó Heidegger en la propia muerte de Rilke: «Señor, da a cada cual la muerte que le es propia./ El morir que de aquella vida nace/en la que tuvo amor, sentido y pena», decía el artista en el tercer Libro de Horas [45]. El poeta está pidiendo la prolongación de nuestra muerte en la vida hasta el propio ser original. Por eso Malte, que tenía una preocupación singular por cómo cambian las formas, tuvo que preguntarse: «¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie...; el deseo de tener una muerte propia es cada. vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal» [46]. Esta muerte fiel a uno mismo es nuestra muerte, un objeto de nuestra posesión, otra cosa de nuestra vida, lo más nuestro que existe. Cuando seleccionamos nuestra propia muerte, siempre podemos morir de nuevo, pese a que hayamos optado por lo inasible una vez que la hemos elegido. Por eso, como dijo Blanchot, la experiencia de Malte fue tan decisiva para Rilke: «Este libro es misterioso porque gira alrededor de un centro oculto al que el autor no puede aproximarse. Este centro es la muerte de Malte o el instante de su hundimiento». El descubrimiento de Malte es el de esa fuerza demasiado grande que es la muerte impersonal, el exceso de nuestra fuerza, lo que la excede y la halla prodigiosa si lográsemos hacerla nuestra otra vez» [47]. Esta muerte impersonal es una pura apariencia, una ficción que tiene que ser retornada. Ése es el motivo de que Malte comprendiera que se podía conservar durante años y años la descripción de una agonía, o que en un momento perdiera toda conciencia y pensara, sencillamente, que había dejado de existir. Sólo así la muerte propia encuentra sólidos vínculos de unión con la muerte ajena. Mas en el ritmo que marca la historia, sólo son facetas distintas de una misma impersonalidad, el anonimato de lo que no volverá a ser reconocido por el ritmo de la naturaleza.

    La muerte bien acabada, la muerte propia, entendida como disolución de la grandeza, estaba ya recogida en Hölderlin, especialmente en esa trepidante experiencia ininterrumpida de aniquilación total, la cual se hacía realidad en el «tienes que morir y nada quedará de ti» que el poeta logra ejemplificar espléndidamente cuando, al final de Hyperion, Alabanda lo coge de la mano y le dice: «Hiperión, mi tiempo se acaba, y ahora sólo me queda elegir un final noble». Sé tan bien como tú que aún podría fingir una existencia, que podna, ahora que ha terminado el banquete de la vida, jugar todavía con las migajas, pero yo no puedo hacer eso... Mi alma se desborda en mí y ya no cabe en sus antiguos límites» [48]. Esta sensación de aniquilación forma parte de una experiencia destructiva, que en forma de soledad y vacío es anunciada por Hölderlin en los fragmentos de la versión previa de Jena/Weimar 1795 («Pero no sentirse es la muerte, pues no saber de nada y estar aniquilados para nosotros es lo mismo» [49]) o en La juventud de Hiperión de la «versión de Jena 1795» o la «versión de Nürtingen 1795» («Cuanto más meditaba en mi soledad, más vacío me sentía. Realmente es un dolor sin igual, un sentimiento permanente de aniquilación, cuando la existencia ha perdido tan completamente su sentido. Un indescriptible desaliento me oprimía. A menudo no me atrevía a alzar los ojos ante la gente. Tenía horas en las que temía la sonrisa de un niño») [50].

    Pese a que los poetas saben que la instauración de la palabra es el fundamento de la historia —la historia sólo es historia de lenguaje—, sin embargo, la presión externa de lo real es a veces tan agobiante que muchos creadores terminan renunciando a sus impresiones, recuerdos, sueños o motivos de la vida cotidiana y quedan convencidos de la precariedad de su propio mundo. y aunque ser poeta signifique que se puede ignorar la realidad que envuelve a una experiencia, esto no resta méritos para reconocer la dificultad que conlleva el desprecio del entorno que rodea al artista. Tiene que estar, decía Rilke, convencido de que «la cosa de arte no puede cambiar nada, no puede mejorar nada; en la forma en que una vez existe, está frente a los hombres como la naturaleza, no de otra manera, con plenitud en sí misma, ocupada consigo misma (como una fuente); por lo tanto, si así se le quiere denominar, indiferente» [51].

    Rodeada por tal indiferencia, y una vez producida la enajenación del deseo, la obra artística se topa frontalmente con la muerte. De este modo, cobran sentido aquellas palabras de Heidegger: el ser-ahí de los otros es, con la consecución de su totalidad en la muerte, un ya no ser-ahí en el sentido de ya no ser en el mundo. Evidentemente, Heidegger pensaba a la fuerza en los poetas cuando se preguntaba si no significaba el morir un salir del mundo, un perder el ser en el mundo, pues esta pérdida del ser en el mundo es un enfrentamiento heroico con la muerte y conduce fácilmente al temible deseo de muerte heredado. Salido del mundo, el ser encuentra su verdad. Mas para aprehenderla, hay que penetrar por el claro de lo abierto: «El estado de abierto es la fundamental forma del ser ahí con arreglo a la cual éste es su ahí. El estado de abierto está constituido por el encontrarse, el comprender y el habla, concierne con igual originalidad al mundo, al ser en y al sí mismo» [52]. Ante este encuentro con la muerte, el artista tiene que aprender a jugar su papel. El deseo que muere despierta una imperiosa necesidad de escribir, y el artista aprende que si tiene que crear para morir es debido a que la muerte se ha instalado como límite del ser y que toda satisfacción exige la aproximación infinita a esa frontera nunca alcanzada. Por eso todo morir en la obra, la aparición de la muerte como el gran tema poético, tiene intereses tan vitales para un artista.

    A partir de ese momento la experiencia del arte consiste en hacer de la muerte el mayor universo creado y en elaborarla simbólicamente como si realmente fuera la muerte propia. Según el número que haya de elaboraciones simbólicas, así será también la cantidad de experiencias artísticas posibles. De esta manera, la muerte se convierte en el poderoso vigilante que acecha, en el maestro de una estirpe y en el inmenso ojo del mundo fijado sobre el canto. Y esta huida de la realidad, cuyo término viene dado por un desmesurado deseo de muerte, es tan terrible que, una vez que había llegado al pleno extravío, Hölderlin escribió en una carta sin fecha: «Querría desgarrar con mis uñas el mundo entero para hacer un monstruo de él... Menospreciaba a los hombres por sus eternos caprichos, por su inagotable sed de oro... Dejé esta tierra tan pequeña, emprendí el vuelo hacia las estrellas... Pero he aquí a los hombres que se abandonan a la desesperación... No, no quiero hablar más de ello, no quiero caer de mi cielo». No quiero soñar más con el pasado...» [53]. ¿Para qué un pasado en el que un artista ha quedado prendido, sujeto a múltiples formas de sometimiento y a insoportables contingencias, dominado siempre por un imperioso deseo de muerte? En cierto modo, el deseo de muerte es una de las respuestas posibles a ese trance funesto en que se asiste impertérrito al triunfo de la razón. Por eso escribir para la muerte se convierte en un fuego trascendente que pone de manifiesto cómo la capacidad de crear depende en gran medida del poder personal que tenga un artista para anular su yo por entre los pliegues de su propia literatura. Esta desaparición exige un esfuerzo permanente que, aun cuando no llegue a inmunizarlo tras sus múltiples fracasos, sí robustece su poderío interior y lo prepara para ejercer un dominio sobre la muerte y para implantar sobre ella inextricables relaciones de soberanía. Es una desaparición anónima en la obra, aunque si uno se fija con cuidado seguramente puede encontrar aquí y allí, yen toda la obra de un artista, muchos fragmentos desgarrados. Una agonía tan indefinida, un fallecimiento tan inidentificable, un sufrimiento tan intrincado, es a la fuerza una superación de la muerte, y fue esta vivencia la que permitió a Rilke hablar de las «abejas de lo invisible», de esos muertos inmersos en la plenitud de lo invisible —que era un ideal para poder superar la conciencia de la muerte («en ninguna parte hay perduración»)— que hacían del ángel la figura simbólica para transformar lo visible en lo invisible: «¿Quién si yo gritara, me oiría entre los coros/ de los ángeles?» [54].

 

III

    Este óbito generoso del artista concede a la muerte el poder de una invisibilidad, un vacío impersonal que suele ser inmediatamente correspondido: cuando menos, el poema siempre se presta a visualizar el dolor y el extravío de un artista noble. De esta forma, Rilke tuvo que escribir en su época de plenitud: «Si se comete el error de aplicar a las Elegías a Duino o a los Sonetos a Oifeo conceptos católicos de la muerte, del más allá y de la eternidad, se aleja uno por completo de su sentido y se prepara un malentendido cada vez más fundamental. El ‘ángel’ de las Elegías no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano... Nosotros somos, hay que insistir en ello una vez más, en el sentido de las Elegías, los que transformamos la tierra» [55]. Y lo más específico de esa transformación consiste en que nos situamos ante una muerte indescriptible en la que toda experiencia, la experiencia de vivir, y también la misma experiencia de morir o la propia experiencia del arte, sólo una vez tienen lugar. El acto de morir, como el de crear, es el lance de lo irrepetible. Así lo sentenció Rilke en la Novena de las Elegías a Duino: «A nosotros, los más fugitivos. Una vez/ cada cosa, sólo una vez. Una vez y nada más. Y nosotros también/ una vez. Nunca más. Pero ese/ haber sido una vez, aunque sólo una vez:/ haber sido terrenales, no parece revocable» [56].

    La obra de arte se ha convertido, pues, en el producto de un «haber estado en peligro», de un «haber entrado hasta el fin» en una experiencia, es decir, de haber llegado en una vivencia artística hasta donde nadie pudo nunca haber ido más allá. Esta subyugante exploración, tan parecida a la conquista de nuevos mundos, no es tomar ni copiar, ni tampoco adaptar ni aplicar sistemas ni técnicas, y ni siquiera sentir, por más que fuera ello el sentimiento de gozo por lo creado. El kantismo que exige sentir un placer o dolor ante las formas del objeto no es en absoluto un principio exclusivo del arte. Muchas series de la realidad, muy distantes de los juicios de gusto sobre lo bello, provocan sobre el sujeto un sentimiento de placer o de dolor que es universalmente comunicable, ya que se trata de universalidades subjetivas, tal como sucede en los mundos de opinión dominantes. Y otras sensaciones no artísticas comparten también la capacidad de originar ese sentimiento. En cambio, lo que pertenece exclusivamente al reino del arte es agotar lo infinito en una experiencia rítmica, sensitiva, y algunas veces sentimental, que nadie ni nada pudo nunca repetir con anterioridad. Nos permite entrar en contacto con un mundo indescifrable, con arcanos cuyos ritmos están sujetos a múltiples interpretaciones y que parecen desgajados del fundamento original. Por supuesto, tal experiencia puede incluir valores subjetivos que parecen terribles, feos o repugnantes, si bien su transmutación al gusto de lo bello tiene lugar cuando es aprehendido como una muestra trascendente del ser. En ese caso el artista agota todas sus energías hasta quedar con frecuenciá extenuado. Y lo más asombroso es que esa experiencia atroz ni siquiera necesita ser comunicada. La disolución de lenguaje que refleja el desconcierto de un mundo forma parte de la interioridad del sujeto. La necesidad de la comtmicación universal subjetiva fue un invento de Kant para dotar de trascendentalidad a su sistema y, a pesar de que haya llegado a imponerse como norma de cultura, la recepción del arte únicamente ha sido un principio útil para los academicistas: «‘Poeta de la forma’ —decía Rilke—, no sé lo que es eso... También, por suerte, desde hace más de veinte años no he leído una sola línea de lo que se pudiera decir sobre mis trabajos» [57].

    Aparte de no necesitar que sea comunicada, esa experiencia tampoco puede ser copiada, pues siempre que tal cosa sucede, el arte deja de ser egregio y se convierte en objeto de mimesis. En el Gran Arte cada verso del poeta es la configuración de una experiencia que se agota en sí misma al finalizar la última palabra escrita. Entonces, como dijo Heidegger, el artista queda ante la obra «como algo indiferente, casi como un conducto de la producción, que se destruye a sí mismo, una vez creada la obra» [58]. Cuando el hombre y el propio artista tienen que terminar desapareciendo bajo la ola de infinitud de la obra creada, esa vivencia es bastante desoladora. No solamente se anula el nombre de un artista, sino que también se destruyen esas capas profundas que afectan a su dolor, a sus deseos y a su propia muerte: un yo que extenúa a un ello determina todo acontecimiento de muerte. Se comprende así por qué el nombre de un poeta es irrelevante para los parámetros del Arte Egregio, y por qué resulta un espectáculo tan frívolo que un artista desee mostrar públicamente el agotamiento de sus experiencias en el mundo del Gran Estilo cuando en realidad ha estado resistiéndose a desaparecer entre las imágenes de su literatura y profanando su escritura en los lugares públicos. Los poetas del folklore, y sus analistas incluidos, pertenecen por lo general a esta estirpe. No obstante, la tentativa de la desaparición personal es de una tremenda ejemplaridad, y el paso del tiempo siempre se presta a repartir justicia: «Allí donde lo infinito penetra entero (sea como suma o como resta), desaparece el signo, tan humano, con el camino cumplido, que ya se ha recorrido; ¡y lo que queda es el haber llegado, es el Ser!» [59].

    Lo que permanece, por tanto, es una huella abierta. Al entrar en contacto con el espacio de la muerte, el misterio inefable queda descubierto y se comprende entonces el secreto de la Naturaleza. En el momento del tránsito, según como fue experimentado por Rilke en la Octava de las Elegías a Duino, «con plenos ojos ve la criatura lo abierto [60] y, una vez liberado de la servidumbre del deseo, el hombre avanza hacia su origen: «En aquel mundo abierto, el más grande, todos son, no se puede decir contemporáneos, porque precisamente, al cesar lo temporal, determina el que todos sean. La temporalidad se precipita por todas partes hacia un ser profundo. No en sentido cristiano». No en un más allá: cuya sombra oscurezca la tierra, sino en un todo, en el todo [61]. Así pues, este todo es el todo de lo abierto. Y lo Abierto no es otra cosa que el Poema. Lo Abierto, el Poema, el espacio de la muerle, «el espacio donde —a decir de Blanchot— todo retorna al ser profundo, donde hay pasaje infinito entre los dos dominios, donde —a decir de Blanchot— todo muere, aun cuando la muerte sea la sabia compañera de la vida, donde el espanto es éxtasis, donde la celebración se lamenta y la lamentación glorifica, el espacio mismo hacia el cual ‘se precipitan todos los mundos como hacia su realidad más próxima y más verdadera’, el espacio del círculo más grande y de la incesante metamorfosis, es el espacio del poema, el espacio órfico al que, sin duda, el poeta no tiene acceso, donde no puede penetrar más que para desaparecer, que sólo alcanza unido a la intimidad del desgarramiento que hace de él una boca sin entendimiento como hace de quien oye el peso del silencio: es la obra, aunque la obra como origen» [62]. El Poema abre un mundo, ese mundo de la libertad absoluta que es el espacio de la muerle. La muerte es nuestro origen, pero también el cierre de nuestro universo. Aquí sí que no somos libres para elegir.

    En cierto aspecto, la libertad infinita llegó a regir en el inicio de la modernidad todos los órdenes del mundo libre. Incluso las libertades política y social, de las que hoy disfrutamos como valores propiamente degenerativos de aquélla, fue pensada por los artífices del pensamiento moderno como un complemento de ese mundo infinito y libre. Alejados de cualquier contacto con la política, la figura de la libertad tenía que estar al margen del Estado, encarnarse, como sucedió enel caso de Antígona, en una criatura sin ley (gesetzlos) cuyo espíritu sensato era diametralmente opuesto a las rígidas formas políticas de la legalidad. Por eso decía Steiner [63] que la aparente atrocidad de «quien no tiene ley» y el «crimen sagrado» del antitheos convertía a la tragedia en la forma artística más sublime para entender la espuria condición del hombre. El sentimiento contrario al orden inamovible del Estado, y en especial del Estado Moderno regulado por la Razón, sólo se puede hacer desde la renuncia consciente al poder de acción, que es la garantía más firme de toda libertad interior. Hyperion entendió perfectamente cómo se interponía, cual firme obstáculo, la vertiente política de esa maltrecha libertad: «Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno» [64]. La renuncia al poder de acción supone para todo artista un firme desgarro interior, una honda melancolía y un complejo trastorno que lo incapacita para hacer frente a cualquiera de las formas de la exterioridad.

    El artista está a partir de entonces en una encrucijada en la que se desarrolla una tragedia cuyo lugar preeminente lo ocupa la expresión de la intimidad más profunda: «En ningún lugar, amada, llegará a haber mundo, sino dentro. Nuestra/ vida pasa allá en transmutación. Y cada vez más pequeño/ se disipa lo externo...» [65].

    Hay, pues, un espacio interior del mundo, libre de convenciones y utilidades, consistente, como escribía Rilke a Lou Andreas-Salomé, en «este ‘siempre-estar dejada-más-adentro’ de la criatura naciente desde el mundo hacia el mundo interior» [66], esto es, la unidad del afuera y del adentro, de la muerte y de la vida, de lo finito y de lo infinito, en un todo único de libertad pleno que es una experiencia irrepetible. Esta síntesis de opuestos es una de las grandes totalidades que caracterizaron el inicio de la modernidad, tal como puso de manifiesto Bodei cuando dijo que la idea que articulaba el pensamiento de Hölderlin, una vez formado el eje canónico Fichte-Schelling-Hegel, era «una naturaleza viviente y divina en la que la vida y la muerte se generan una de la otra incesantemente, y en la que los principios opuestos, de formación y de destrucción, están en perpetua lucha entre sí» [67]. La totalidad interior, que convierte a la muerte en otro aspecto de la vida, fue la gran aportación de Rilke a la poética moderna. El libro de horas o Los apuntes de Malte llevaron a la férrea demostración de que una vida varada sobre el más absoluto vacío es terriblemente insoportable [68]. Esa parcialidad —tan moderna, y para la que el incesante retorno de la historia no encuentra aún hoy en día vía alguna de superación— es elevada a totalidad por el poeta checo en la madurez de sus Elegías a Duino, y por eso escribe en 1925: «En las Elegías, partiendo de los mismos presupuestos, la vida vuelve a ser posible... La afirmación de la vida y la afirmación de la muerte se revelan como una sola cosa en las Elegías. Admitir la una sin la otra sería, y así se reconoce y celebra aquí, una limitación que finalmente excluiría lo infinito» [69].

    Existe la posibilidad de promover un descentramiento interpretativo en la infinitud. Y este descentramiento tiene necesariamente un carácter lingüístico [70]. Habrá, pues, que tener cuidado con los lenguajes sometidos a procesos de incertidumbre —los lingüistas hablarían de extrañamiento o desvío—, porque el descontrol no puede ser ajeno a la exactitud en la oscuridad del claro de lo abierto. Hablo, en primer lugar, de una palabra exacta sujeta al más absoluto rigor poético y, por tanto, de un trabajo ímprobo en el que un poeta no sólo tiene que diferenciarse de cualquiera que escribe, sino sobre todo de aquellos artistas menores que practican la mimesis y que usan su pluma con absoluta frivolidad. Este rigor, del que la poesía española tiene clara muestra en la petición angustiosa de Juan Ramón por el nombre exacto de las cosas, es un trabajo inagotable de persecución del ritmo con el fin de conseguir averiguar el secreto de la disposición de cada párrafo, de cada frase, de cada palabra y de cada signo. Son las palabras que cobran vida, aquellas palabras de La carta de lord Chandos de Hofmannsthal que, a decir de Blanchot, sufren una metamorfosis ante los ojos del escritor, dejan de ser signos para convertirse en miradas, dejan de ser palabras para metamorfosearse en el ser de las palabras: «Las palabras aisladas flotaban a mi alrededor; se congelaban y se convertían en ojos que se fijaban sobre mí y, al mismo tiempo, sobre las que estaba forzado a fijar los míos, torbellinos que daban vértigo cuando la mirada se sumergía en ellos, que giraban sin detenerse, y más allá de los cuales sólo estaba el vacío» [71].

    Me refiero a un lenguaje ligado a la tierra, que únicamente fluye hacia los hablantes a través del Gran Arte: «¿No conocéis el lenguaje de los dioses? Yo lo percibí —decía Hödedin— al nacer a la vida y contemplada, aun antes de aprender el lenguaje de los padres. Siempre lo he venerado más que a las palabras de los hombres» [72]. Este lenguaje es el que testimonia Bettina van Arnim sobre el poeta alemán al final de su vida: «Mientras la palabra no se baste a sí misma para engendrar el pensamiento, el espíritu no habrá llegado a alcanzar su perfección en el hombre» [73]. Es el lenguaje de la inspiración que Hölderlin había manifestado en uno de sus poemas más sugerentes, el titulado Como cuando en día de fiesta: «y como brilla un fuego en la mirada del hombre/ cuando concibe algo elevado, así! por los nuevos signos y los hechos del mundo, ahora/ un fuego se enciende en el alma del poeta» [74].

    Este lenguaje ligado a la tierra es un lenguaje que dialoga, esto es, la palabra-diálogo que fue resaltada por Heidegger: «Somos un diálogo desde el tiempo en que ‘el tiempo es. Desde que el tiempo surgió y se hizo estable, somos históricos... Desde que los dioses nos llevan al diálogo, desde que el tiempo es tiempo, el fundamento de nuestra existencia es un diálogo». Ahora bien, «¿quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en una palabra?» [75]. ¿Quién capta el peligro del lenguaje? El lenguaje que se descentra a partir de su grandeza es un enorme tesoro, lo que Hölderlin llamó «el más peligroso de los bienes» [76]. Yel más peligroso de los bienes es el peligro de los peligros. El habla, dice Heidegger, «es lo que primero crea el lugar abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perder el ser, es decir, el peligro» [77].

    Esto significa que la publicación de la .escritura es una gran pérdida: los poetas pierden el ser en cuanto proclaman a los cuatro vientos la metáfora de su intimidad.

    Hay, además, otro gran riesgo, al que considero el peligro por antonomasia del descentramiento. Tiene lugar en todo momento en que se descubre un asesinato en el lenguaje. El caso más sensible tuvo lugar en Grecia mediante aquellos oráculos y profecías que mataban y desgarraban en las tragedias griegas. Difícilmente puede ser concebida una acción llena de violencia en la tragedia —sea como resultado de una voluntad de justicia, de poder, de saber o cualquier otra—si no va acompañada de una violencia de lenguaje. La violencia lingüística está ligada a la ambigüedad trágica, a la que se ha dado en llamar «la jugada sobre dos tableros» [78], y origina diálogos conflictivos, palabras portadoras de muerte, es decir, como escribió Hölderlin en sus «Notas sobre Edipo», todo se convierte en .discurso contra discurso» [79]. Esta violencia discursiva promueve el alejamiento recíproco, la infidelidad mutua entre hombres y dioses. Abandonado, el hombre siente la soledad de un sujeto perdido entre sus condiciones de tiempo y espacio; infiel, el dios deja de existir y se convierte en puro tiempo ontológico. Y esto es una disolución.

    Así pues, el descentramiento interpretativo en la infinitud está ligado estrechamente a la muerte por la palabra trágica, esa palabra trágica griega que, según Hölderlin, era mortalmente fáctica, porque el cuerpo vivo del cual se apoderaba mataba efectivamente. Aunque, como es natural, los tiempos de Hölderlin no son los de la contemporaneidad, el poeta tenía que considerar lo mortalmente fáctico, la muerte efectiva por la palabra, como una forma artística propiamente griega, ya que el asesinato por el lenguaje estaba sometido a un fatum y la violencia entre discursos respondía a la presencia de un destino. El eterno destino se enseñoreaba hasta tal punto que doblaba las rodillas de los grandes y mostraba el oscurecimiento de la razón. Empédocles se quejaba con razón: «¿Qué sería del cielo y del mar, de las islas y de las estrellas, y de todo lo que yace ante los ojos de los hombres, qué de esta nuestra armonía si yo no les diese el tono, el lenguaje y el alma? ¿Qué sería de los dioses y su espíritu, si yo no los anunciase?» [80]. El poeta, nacido en el inicio de la modernidad, se había acostumbrado desde niño a ser salvado por un dios .del griterío y de la cólera de los hombres», había jugado tanto con el destino, había tomado tantas veces la senda de los dioses, que el destino terminó pagándole con la misma moneda, y hubo una vez en que los dioses se ausentaron de manera definitiva para siempre. Las Lamentaciones de Menón por Diótima son verdaderamente dramáticas en este sentido.

    Encerrado entre las categorías de tiempo y espacio, el sujeto de Hölderlin mostraba como síntomas extremos de su propia debilidad esta ausencia de destino. ¿Para qué morir en un discurso? ¿Para qué morir por el lenguaje? Era mejor perderse en la infidelidad, sentir la soledad de lo hespérico y alejarse de los orígenes, descentrarse en el presente de los tiempos de miseria que no permitían abrir un hueco para que pasara un poeta. Con todo, ahora es diferente. En la época en que los valores han perdido su fijeza, en la etapa en la que todo es intercambiable, en el ciclo del caos de las exégesis que cobran vida en la contemporaneidad, en los tiempos del descentramiento infinito, la interpretación está sellada por el recomienzo. Comenzar de nuevo a interpretar, aprender otra vez que la muerte es muerte de lenguaje, que hay verdaderos crímenes lingüísticos, que el lenguaje se puede turbar ante su propia violencia, que la tragedia del ser es un ilimitado extravío lingüístico que nubla el poder de la voluntad, todo esto es saber que las disonancias universales del destino ya no pueden resolverse de ningún modo mediante relaciones particulares. Y esto es la más terrible de las disoluciones. Lo que está en juego es todo el porvenir de la literatura.

  

NOTAS:

[1] Esta última posibilidad, tan moderna, es planteada por Natacha Michel, El instante persuasivo de la novela (Ensayos metafóricos), Málaga, Hybris, Ágora, en prensa.

[2] Cfr. F. Nietzsche, Ecce Hamo (Ed. de A. Sánchez Pascual), Madrid, Alianza, 1991, p. 47.

[3] M. Crespillo «Teoría del comemario de textos», Analecta Malacitana, 1992, pp. 137-171.

[4] F. Hölderlin, «Fragmento Thalia» en Hiperión. Versiones previas, Madrid, Hiperión, 1989, p. 36.

[5] Id., p. 59.

[6] Cf. F. Hölderlin, Hiperión, Madrid, Hiperión, 1986, p. 50: «Pues, ¿qué?, ¿debe depender el dios del gusano? El dios que hay en nosotros, al que se le abre la infinitud como un camino, ¿debe estar quieto y esperar hasta que el gusano le ceda el paso? ¡No, no! ¡No se os pregunta si queréis! ¡Vosotros, esclavos y bárbaros, no queréis nunca! Tampoco se pretende mejoraros, ¡no tendría sentido!; sólo pretendemos ocupamos de que no impidáis la marcha triunfal de la humanidad. ¡Oh, que me enciendan una antorcha, que quiero quemar las malas hierbas del mame! ¡Que me prepare alguien la azada, que vaya arrancar de la tierra las cepas inútiles!».

[7] Id. p. 25: «ser uno con todo lo vivieme, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulames».

[8] R. Mª Rilke, «Prosa», en Teoría poética, Madrid, Júcar, 1987, p. 227.

[9] F. Hölderlin, «Fragmento Nürringen 1795», en Hiperión. Versiones previas, p. 148.

[10]  F. Kafka, Diarios (1910-13), Barcelona, Lumen, 1983, p. 125.

[11]  Cf. G. Bataille, La literatura y el mal, Madrid, Taurus, 1981, p. 19.

[12] La ligadura de la quietud de un Todo concebido como .un equilibrio quieto de todas las partes, y cada parte, un espíritu en su propio medio que no busca su satisfacción más allá de sí, sino que la posee en sí mismo, porque él mismo esen este equilibrio con el todo., tal como lo definió G. W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1973, p.271, la he divulgado y analizado en varios sitios ponnenorizadamente. Cf. M. Crespillo, Historia y mito de la lingüística transfonnatoria, Madrid, Taurus, 1986, pp. 166-181; «Teoría del Comentario de Textos», pp. 220-227; Y también La mirada griega, Málaga, Hybris, Ágora, en prensa, cap. 2 «La experiencia del Todo».

[13]  Cf. F. Hölderlin, «Fragmento Nürtingen 1795», p. 149. Hölderlin intuía la dificultad de este proyecto cuando escribió a Schiller el4 de Septiembre de 1795: «Intento desarrollar la idea de un programa infinito de la filosofía, quiero probar que lo que se debe exigir incesantemente de todo sistema, la unión de sujeto y objeto en un absoluto -Yoo como se le quiera llamar- es posible, sin duda, en el plano estético, en la intuición intelectual; mas en el plano teórico, únicamente es posible a través de una aproximación infinita, como la aproximación del cuadrado al círculo» (Correspondencia completa, Madrid, Hiperión, 1990, p. 263).

[14] J. Mª Valverde, Prólogo a R. Mª Rilke, Elegías de Duino, Barcelona, Lumen, 1984, p. 11.

[15]  R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 140.

[16] G. Leopardi, «L’infinito», en Tutte le opere (Ed. de Walter Binni), 1, Sansoni Editore, 1989, Poema XII, v. 15.

[17]  «Pobrescomosomos, unesplendortal nos aniquila. Es cierto que fueron días dorados, en que se intercambiaban las armas y el amor hasta la muerte, en que el entusiasmo del amor y la belleza engendraba hijos inmortales, gestas para la patria, cantos celestiales y sentencias eternas de sabiduría, ¡ah! Cuando el sacerdote egipcio aún reprochaba a Solón: ‘¡Vosotros los griegos seréis siempre adolescentes!’. Nosotros nos hemos vuelto ancianos, más sensatos que todos los gloriosos que nos han precedido; ¡qué pena que tanta energía se consuma en este elemento hostil!» (F, Hölderlin, Hiperión. Versiones previas, pp. 42 y 120).

[18] Cf. F. Hölderlin (+ 1930) Poemas de la locura, Madrid, Hiperión, 1985, p. 77. Vid, también, F. Hölderlin (18801801) Lamentaciones de Menón por Diótima, en Las grandes elegías CEdo deJenaro Talens), Madrid, Hiperión, 1980, p. 61: «¡Oh juventud, que de otro modo conocí! ¿Nunca te hará volver/ ningún ruego? ¿No existe ya camino queme lleve al pasado?/ ¿Me ocurrirá como a las sombras, ahora alejadas de los dioses/ que también se sentaron una vez al banquete divino con ojos/ luminosos».

[19] Cf. F. Hölderlin, Hiperión, p. 66.

[20Id p. 125.

[21Id. p. 172.

[22]  «Pero a nosotros nos toca, bajo las tempestades de Dios,! ¡oh poetas!, pennanecer con la cabeza descubierta,! tomar el rayo del Padre, a él mismo, con nuestra propia mano,! y entregar al pueblo, velados! en la canción, los dones celestes.! Porque sólo nosotros somos de corazón limpio! como los niños, y nuestras manos son inocentes- (F. Hölderlin, «(El poeta) Como cuando en día de fiesta...» en Poemas (Ed. de J. Mª Valverde), Barcelona, Icaria, 1983, p. 49). Un comentario, filológicamente fundamentado, al himno Fiesta de la paz es el de P. Szondi, Estudios sobre Holder/in, Barcelona, Destino, 1992, pp. 77-123.

[23]  «Quisiera festejar, sí, pero ¿qué? y cantar con los otros! pero en mi soledad, nada de lo divino queda en mí» (F. Hölderlin, Lamentaciones de Menón, p. 59).

[24]  Cf. F. Hölderlin, Híperión, p. 98. Éste es el último mendigo que en Hiperión tira al arroyo su última moneda.

[25]  F. Hölderlin, «Jena 1795», en Hiperión. Versiones previas, p. 100.

[26] F. Hölderlin, Las grandes elegías, p. 117. El poeta, derrotado, «carece de la facultad de mirar el mundo con mirada serena y de sentir placer por todo lo que está vivo» (F. Hölderlin, Hiperlón, p. 156).

[27] F. Hölderlin, «Fragmento Thalia», p. 44.

[28]  F. Hölderlin, «Jena 1795», pp. 124-125.

[29] F. Hölderlin, La muerte de Empédocles, Madrid, Hiperión, 1983, pp. 78-79.

[30]  F. Hölderlin (1795), «Hennocrntes a Cefalo-, en Ensayos, Madrid, Hiperión, 1983, p, 21.

[31]  F.W. Schelling, Sistema del idealismo trascendental, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 417.

[32]  F. W. Schelling, La relación de las artes figurativas con la naturaleza, Madrid, Aguilar, 1972, p. 68.

[33] G.W.F. Hegel, Introducción, p, 36.

[34] G.W.F., Hegel, Estética, 1, p. 95.

[35] M. Blanchot, El espacio literario, Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 203.

[36] Esta experiencia fue aquella que Alabanda transmitió a Hiperión: «¿’Sabes’, me dijo, entre otras cosas, ‘por qué no me ha preocupado nunca la muerte? Yo siento en mí una vida que no ha creado ningún dios ni engendrado mortal alguno. Creo que existimos por nosotros mismos, y que sólo nuestro libre impulso nos une tan íntimamente con el todo» (F. Hölderlin, Hiperión, p. 187).

[37]  «Acabé entregándome, no pregunté nada sobre mí ni sobre los otros, no busqué nada, no pensé en nada, me dejé acunar por el bote medio en sueños y me imaginé que iba en la barca de Caronte, ¡Ah, qué dulce es beber así de la copa del olvido!» (F. Hölderlin, Hiperión, p. 75).

[38] Cf. P. Klossowski, Tanfunesto deseo, Madrid, Taurus, 1983, pp. 93-99.

[39]  Cf. A. Badiou, Rapsodia por el teatro, Málaga, Ágora, 1993, pp. 71-72.

[40]  F. Hölderlin, «Notas sobre Antígona» en Ensayos, p. 148.

[41] R. Mª Rilke, E/libro de horas, Barcelona, Lumen, 1989, p. 59.

[42] R. Mª Rilke, Los apuntes de Malte Laurids Brigge, Madrid, Alianza, 1981, p. 16.

[43] Id. p. 30.

[44] Id., p. 269.

[45]  R. Mª Rilke, Libro de Horas, p. 181.

[46] R. Mª Rilke, Los apuntes de Malte, p. 10.

[47] M. Blanchot, op. cit., pp. 120-121.

[48] F. Hölderlin, Hiperión, p. 186. Convertir la vida y la muerte en obras de arte, asumir la dulce suavidad de la desaparición de las formas, es el motivo de la carta que Notara dirige a Hiperión: «Es un terrible misterio que tal vida tenga que morir... Pero siempre es mejor, Hiperión, una muerte hermosa que esta vida soñolienta que ahora es la nuestra... Envejecer entre pueblos jóvenes me parece un placer, pero hacerse viejo donde todo es viejo me parece lo peor de todo... Debo confesarte que me estremezco al pensar en tu destino» (Id, pp. 197-198). Pero la disolución de la grandeza es en realidad una experiencia ininterrumpida en Hiperión: «Es una extraña mezcla de felicidad y de melancolía la que sentimos cuando se hace tan evidente que a partir de entonces viviremos siempre una existencia fuera de lo común» (Id. p. 101); «Es un signo de esta época que la antigua naturaleza heroica salga a mendigar honor... ‘¡Querido amigo!, dijo: ‘sucede que he envejecido. Esta vida lánguida que se lleva en todas partes, y la historia que tuve con los viejos a cuya escuela quise arrastrarte en Esmima...’ ‘Es amargo’, respondí; ‘también contigo se atrevió la diosa de la muerte, la que carece de nombre y es llamada destino» (Id., p. 145).

[49] F. Hölderlin, «Jena/Weimar 1794-95» en Hiperión. Versiones previas, p. 80.

[50]  En la versión definitiva de Hiperión, la disolución moderna es ya plenamente identificable: «¡Ah, pobres de vosotros los que sentís todo esto, los que tampoco gustáis de hablar del destino humano, los que os sentís también cada vez más atrapados por la nada que reina sobre nosotros, fundamentalmente convencidos de que nacemos para nada, de que amamos una nada, creemos en nada, nos esforzamos por nada, para hundimos poco a poco en la nada...! ¿qué puedo hacer si os flaquean las rodillas cuando pensáis seriamente en ello?» (F. Hölderlin, Hiperión, pp. 70-71).

[51] R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 131.

[52] M. Heidegger (1927) El ser y el tiempo, México, FCE, 1984, p. 241.

[53] F. Hölderlin, Borrador de una carta sin fecha encontrada entre los papeles de Schwab, en Poemas de la locura, p.43.

[54] R. Mª Rilke, Elegías, p. 27.

[55] R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 187.

[56] R. Mª Rilke, Elegías, p. 81.

[57] R. Mª Rilke, Teoria poética, p. 170.

[58] M. Heidegger, .EI origen de la obra de arte-, en Arte y poesía, México, FCE, 1982, pp. 68-69.

[59] R. Mª Rilke, Teoria poética, p. 166.

[60] R. Mª Rilke, Elegías, p. 75.

[61] R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 185.

[62] M. Blanchot, op. cit., p: 132.

[63] Cf. G. Steiner, Antígonas; Barcelona, Gedisa, W87, pp. 68 ss.

[64] F. Hölderlin, Hiperión, p. 5

[65] R. Mª Rilke, Elegías, p. 67.

[66]  R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 112.

[67] R. Bodei, Hölderlin: lafilosofia y lo trágico, Madrid, Visor, 1990, p. 34.

[68] He escrito sobre este asunto dos articulos importantes. Cf. M. Crespillo, «Julio Calviño, fabulador del vacío», AnalectaMalacilana, 1987, vol. X, 2, pp 369-404 y «La teoría del vacío literario en los cuentos de Julio Calviño», Cuadernos Hispanoamericanos, Mayo 1989, n° 467, pp. 148-156.

[69] R. Mª Rilke, Teoría poética, p. 183.

[70]  Cf. M. Crespillo, «Fundamentos de exégesis lingüística», ELUA, 1994, n° 10.

[71] M. Blanchot, op. cit., p. 172.

[72]  F. Hölderlin, La muerte de Empédocles, p. 67.

[73] Testimonio de Bettina von Arnim sobre el poeta, en F. Hölderlin, Poemas de la locura, p. 40.

[74] F. Hölderlin, Poemas, p. 47.

[75] M. Heidegger, .Hölderlin y la esencia de la poesía-, en Arte y poesía, p. 136.

[76] Id., p. 130.

[77] Id., p. 131.

[78] J. P. Vernam yP. Vidal-Niquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua, Madrid, Taurus, 1987, 1, p. 32.

[79] F. Hölderlin, .Notas sobre Edipo. en Ensayos, p. 142.

[80] F. Hölderlin, La muerte de Empédoc/es, p. 28.