LA CARNAVALIZACIÓN EN EL TEATRO:

LOS TÍTERES Y LA RUPTURA DEL CANON DRAMÁTICO

Ana Gómez Torres

Universidad de Málaga

 

  Cuando Federico García Lorca tenía cinco o seis años, llegó a Fuente Vaqueros una compañía ambulante de teatro de marionetas y, según los recuerdos de la hija de su nodriza, Carmen Ramos, fue ésta la primera vez que el niño asistió a una función de títeres. «Federico —rememora Carmen—, que volvía de la iglesia con su madre, vio a los comediantes levantando el teatrillo». A partir de aquel momento «no quiso retirarse de la plaza del pueblo. [...] No cenó y se desesperó por asistir al espectáculo. Volvió en un terrible estado de excitación» [1]. Todos los testimonios coinciden en señalar el temprano interés que Federico manifestó por los títeres. En aquellos años, Vicenta Lorca, su madre, a la vuelta de un viaje a Granada, regaló al niño un teatrillo de guiñol, del que el pequeño nunca se separaba [2]. Dos fueron las pasiones de su infancia: el teatro de marionetas y la música. De Dolores, otra de las criadas de los Lorca, aprendería el joven Federico su pasión por el folklore de los campesinos, así como su conocimiento de los romances y canciones populares que más tarde utilizaría en poemas y obras de teatro.

    Cuando en 1919 comienza a redactar La ínfima comedia, que en el futuro se titularía El maleficio de la mariposa, su primera obra teatral representada, concibe el borrador como una pieza para títeres, según se deduce de una carta de Gregorio Martínez Sierra, de enero de 1920 [3]. Si bien la idea quedó sólo en proyecto, ya que El maleficio se representaría con actores en su versión definitiva, puede decirse que Lorca se acercó por primera vez a los escenarios como autor de teatro de títeres.

    El epistolario lorquiano evidencia el interés continuo del poeta, desde 1921 en adelante, por rescatar esa zona experimental de la farsa: el teatro de marionetas. El 2 de agosto de ese año, escribe a su amigo Salazar: «Pregunto a todo el mundo [por los personajes de guiñol], y me están dando una serie de detalles encantadores. Ya han desaparecido de los pueblos, pero las cosas que recuerdan los viejos son picarescas en extremo y para tumbarse de risa. [...] Dime tú lo que piensas —finaliza la carta—, que en seguida yo te daré una sorpresa» [4].

    En julio y agosto de 1921, Federico comienza a fraguar, en colaboración con Manuel de Falla, el proyecto de un Teatro Andaluz de Títeres, para el que empieza a escribir un texto prácticamente desconocido: una burla para marionetas titulada Cristobícal [5]. Falla se ilusiona profundamente con la idea y expresa su compromiso de componer música [6] para las representaciones que, en opinión del maestro, habrían de recorrer Europa y América, anunciándose como «Los Títeres Españoles». En julio del 22, Lorca comunica a Falla su entusiasmo con el proyecto; cree que «los títeres se prestan a creaciones originalísimas»: «Hay que hacer la tragedia (nunca bien alabada) del caballero de la flauta y el mosquito de la trompetilla, el idilio salvaje de don Cristóbal y la señá Rosita [...]. En el pueblo [...] hace poco tiempo hubo un titiritero con unos cristobícal que se metía con todo el público —subraya— de una manera verdaderamente aristofanesca» [7].

    De agosto de 1922 data el primer manuscrito de la Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, de la que se conocen tres reelaboraciones posteriores. Su final feliz, anómalo en la producción dramática lorquiana, anuncia ya las líneas principales de la única pieza teatral que Federico creó para el público infantil: La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón [8]. En carta de finales de diciembre de 1922, Lorca invita a Fernández Almagro «a un teatrillo que Falla y yo vamos a hacer en mi casa. Será un Guiñol extraordinario y haremos una cosa de arte puro del que tan necesitados estamos. Representaremos en Cristobícal [es decir, con marionetas] un poema lleno de ternura y giros grotescos que he compuesto con música instrumentada por Falla. [...] El poema se llama La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. [...] Además, pondremos en escena, por el mismo procedimiento de Cristobícal, el entremés de Cervantes Los dos habladores, con música de Stravinsky, y para final representaremos, ya en teatro planista [con muñecos de cartón recortado], el viejo Auto de los Reyes Magos, con música del siglo xv y decoraciones copiadas del códice de Alberto Magno de nuestra Universidad» [9].

    Quedaba anunciado así el programa del festival que se celebraría en la casa granadina de los Lorca la víspera de Reyes de 1923 [10]. La tarde del 5 de enero tuvo lugar en el salón de la familia un acontecimiento nada anecdótico en la historia de la escena española contemporánea. Tres artistas colaboraron en aquella estilizada recreación de una fiesta popular de marionetas. Federico trabajó como autor, director artístico y titiritero; Manuel de Falla fue director de orquesta y ejecutante, y el pintor Hermenegildo Lanz se encargó de la escenografía y de las figuras de los muñecos. La representación del entremés —entonces atribuido aún a Cervantes— Los dos habladores, de La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y del Auto de los Reyes Magos no fue más allá del domicilio privado ni superó la función única, pero quedó inmortalizado a través de documentos fotográficos y periodísticos. José Mora Guarnido y Francisco García Lorca [11] han transmitido una reseña pormenorizada del evento, que supuso una síntesis de modernidad y tradición, una experiencia dramática que, desde las raíces del teatro popular, se enfrentaba al tedio y al fracaso de la escena española de la época. José Francés dio noticia del acto en el semanario La Esfera de Granada [12], acompañando su comentario con una valiosa documentación: cuatro fotografías, tres de la representación y una de siete muñecos de guante, entre los cuales se halla la cabeza de don Cristóbal, cuya aparición tenía lugar en los entreactos. Con este acontecimiento, Lorca veía parcialmente cumplido su antiguo deseo de colaboración artística con Falla y presagiaba la inauguración de su proyecto teatral de Títeres Españoles, como testimonia el programa de mano impreso para la ocasión.

    La actitud de Falla y Lorca ante los títeres es cercana, aunque no idéntica, a la de Valle-Inclán [13]. Se trataba de unir la tradición del teatro de marionetas con los movimientos europeos de vanguardia, recogiendo las raíces antiguas para responder a nuevas necesidades éticas y estéticas, en un deseo de ruptura con la dramaturgia imperante de la época. El teatro de títeres es una de las modalidades más cultivadas por los autores más radicalmente renovadores del primer tercio del siglo xx. Los dramaturgos de vanguardia adoptan una actitud de indudable aire infantil que se enfrenta al canon del teatro burgués y al clásico tradicional, desde una decidida intención de volver a los orígenes del género y a la pureza del rito dramático. Desde el siglo xvii los teatros ambulantes de marionetas encarnaban un rechazo del arte oficial. A lo largo del siglo xix asumirán un doble interés: el de sátira de la sociedad, y el del gusto por el folklore y el arte popular [14]. La línea provocadora antiburguesa será la que conecte en Francia con el teatro de marionetas de Alfred Jarry, que se opone al arte convencional desde nuevas concepciones dramáticas. El interés por la marionetas como forma de experimentación teatral suscitará en Maeterlinck el deseo de suprimir al actor humano, teoría que Gordon Craig llevará a términos extremos [15]. La fiesta de títeres granadina supo aunar modernidad y tradición: el rescate de lo popular quedaba estilizado dentro de una búsqueda del primitivismo artístico en cuyas fuentes bebían las corrientes más radicalmente vanguardistas del momento.

    La velada teatral se preparó con el cuidado más exquisito, otorgándose soluciones diferentes y acompañamientos musicales distintos para cada una de las piezas representadas. Lorca, Falla y Lanz quedaban unidos en una misma tentativa de recuperación de una forma de teatro que, en sus manos, se convertía en experimental. El programa evidencia el deseo de los tres artistas de presentarse como una compañía de Teatro de Títeres.

    Contagiado del espíritu conscientemente naïf de la celebración, Federico eligió un «viejo cuento» [16] muy difundido, que adaptó para guiñol con el título La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, obra dividida «en tres estampas y un cromo», con música de Ravel, Albéniz y Debussy. En la representación, los muñecos fueron movidos, entre otros, por Federico y la mayor de sus hermanas. Las ilustraciones musicales corrieron a cargo de una pequeña orquesta compuesta de violín, clarinete, laúd y piano, ante cuyo teclado se situó Manuel de Falla. Entre otras piezas de música, figuraban unas cantigas de Alfonso el Sabio. Falla, para dar una resonancia antigua a los instrumentos, cubrió las cuerdas del piano con papel de seda, gracias a lo cual, según recuerda Francisco García Lorca, «sonaba algo a clavicémbalo». No es difícil detectar una marcada preocupación por evocar una atmósfera de miniatura medieval o de cuento arcaico. Ese ambiente propicia el desplazamiento imaginativo de los espectadores a una realidad donde tiene cabida un personaje juglar, como es el Negro en La niña que riega la albahaca, que se gana la vida vendiendo cuentos como el que constituye la propia pieza dramática, en un efecto metateatral de mise en abyme. En la estructura de La niña que riega la albahaca, organizada en «tres estampas y un cromo», las «estampas» funcionan como actos, al igual que en Mariana Pineda. Del mismo modo que en el resto del teatro lorquiano, el subtítulo ostenta un gran valor significativo, ya que explicita, a manera de advertencia, la concepción ideológica y estética sobre la que se construye la obra.

    La dimensión de farsa de la pieza pone al descubierto un propósito lúdico, con una atmósfera de irracionalismo poético inundada de diminutivos, rimas absurdas y canciones, aspectos musicales y rítmicos que enlazan con otros textos lorquianos. La niña que riega la albahaca muestra una depuración del más alto refinamiento lírico, mediante la estilización de materiales folklóricos y tradicionales, pasados por el filtro de una sensibilidad voluntariamente ilógica. No en vano, en el decorado del escenógrafo Lanz se leía: «Teatro de los Niños». La denominación se hace eco de una lejana iniciativa que Benavente había emprendido en 1909, cuando crea su «Teatro de los Niños», para el que escribe El príncipe que todo lo aprendió en los libros [17]. En ese proyecto colaboraron con éxito, sucesivamente, Enrique López Marín, Felipe Sassone, Sinesio Delgado y Eduardo Marquina, entre otros. En el Teatro de la Comedia, Valle-Inclán estrena en 1910 su farsa La cabeza del dragón, que se integra en el Tablado de marionetas y con la que se cierra el «Teatro de los Niños». Como prolongación de aquel proyecto cabe mencionar La Cenicienta, comedia de magia que Benavente escenifica en 1919, a la que poco después sigue Y va de cuento, fantasía moralizante sobre el flautista de Hamelín. Conectan con estas tentativas las campañas de teatro infantil que comienzan a partir de la temporada 1921-1922. En el madrileño Teatro Eslava, donde Lorca había estrenado en 1920 El maleficio de la mariposa, se representaron en las Navidades del 21 y del 22 obras para niños de Luis de Tapia, Manuel Abril y Gregorio Martínez Sierra. A estos antecedentes se suma de manera explícita el rótulo pintado por Lanz en el teatrillo granadino.

    A Lorca se debieron las palabras con que daba comienzo el programa-invitación de la tarde de Reyes del 23, en términos que evocaban la imagen de un titiritero ante su tinglado: «Oigan, señores, el programa de esta Fiesta para los niños, que yo pregono desde la ventana del Guiñol, ante la frente del mundo». Quedaba declarada así la iniciativa de aquel malogrado proyecto de Títeres Españoles, al tiempo que se presentaba públicamente la trayectoria de una labor que culminaría con piezas de resonancias más complejas, como el metateatral Retablillo de don Cristóbal, obra de 1931, estrenada en 1934, donde late toda una teoría dramática.

    Benavente, con su «Teatro de los Niños», buscó la creación de una forma artística en la que los espectadores —decía literalmente en 1909— «no oirán ni verán nada que pueda empañar la limpidez de su corazón ni de su inteligencia». Lorca continúa el propósito desde otra perspectiva: la del investigador-creador, que estiliza y recrea los materiales populares con su personal lenguaje lírico, tanto en los diálogos en verso como en la prosa. A la hora de escribir La niña que riega la albahaca, se había mantenido en el campo de los cuentos tradicionales, lejos de los atrevimientos del transgresor don Cristóbal, que recobrará su subversivo protagonismo en el futuro Retablillo, donde el poeta asume el lenguaje «duro» de los muñecos populares como experimento teatral, frente a las dramaturgias de la mímesis imperantes. Ya en la tarde del 5 de enero de 1923, Federico había dado voz a la figura emblemática de don Cristóbal. Como recuerda Francisco García Lorca, en los entreactos aparecía el propio don Cristóbal (personaje que también movía Federico) y entablaba diálogo con los espectadores. Es exactamente lo que hará el poeta en la representación bonaerense del Retablillo de don Cristóbal años más tarde, en 1934 [18].

    En la década que separa estos dos acontecimientos, las noticias de la preocupación lorquiana por los títeres son constantes, según evidencia su epistolario. Se sucedieron las tentativas de nuevas puestas en escena de obras para guiñol y la colaboración con Falla se mantuvo activa hasta 1927. Fueron propósitos nunca realizados, pero que dejaron una fuerte impronta en la producción lorquiana hasta el final de su vida. Desde 1924 hasta 1936 intentó repetidamente escenificar sus títeres en salas de teatro de vanguardia. Tras el nacimiento oficial de La Barraca en 1931, el teatro ambulante universitario representó una sola vez el Retablillo de don Cristóbal. Fue tras el regreso del poeta de su viaje a Argentina, en un homenaje que los intelectuales le ofrecieron en el Hotel Florida. Sólo se escenificó en esa ocasión y como circunstancia excepcional, pues Lorca nunca quiso utilizar La Barraca como vehículo para sus escritos teatrales [19]. Fue el 12 de abril de 1934 el día del estreno español del Retablillo. La obra había sido llevada por primera vez a las tablas en Buenos Aires, el 25 de marzo del 34, en una función única que fue recreación y transfiguración de aquella fiesta de títeres de 1923 en casa de los padres del poeta: vuelve a repetirse el entremés de la escuela cervantina Los dos habladores, para finalizar —según consta en el programa de mano— con «la aleluya popular, basada en el viejo y desvergonzado guiñol andaluz, titulada Retablillo de don Cristóbal y doña Rosita» [20]. En realidad, el acto bonaerense fue un homenaje de gratitud anunciado por el poeta. El espectáculo se concibió como representación de títeres casi «de cámara», íntima y amistosa. El acto comenzaba con una «Salutación al público por don Cristobícal», diálogo del poeta con el muñeco en el que era recordada la fiesta de 1923. Así habló don Cristóbal en aquella ocasión: «Señoras y señores: [...] Hoy salgo en Buenos Aires para trabajar ante ustedes [...]. A mí no me gusta trabajar en estos teatros, porque yo soy muy mal hablado. Aquí triunfan los telones pintados y la luna del teatro sensitivo. Yo he trabajado siempre entre los juncos del agua [...] del estío andaluz [...]. Pero el poeta quiere traerme aquí». Acto seguido, toma la palabra el Poeta: «Usted es un puntal del teatro, don Cristóbal. Todo el teatro nace de usted. [...] Yo creo que el teatro tiene que volver a usted» [21].

    Con respecto a la temprana Tragicomedia de don Cristóbal, de 1922, el Retablillo muestra una mayor preferencia por la expresión cruda y descarnada. La acción se esquematiza, ordenándose en una sucesión de escenas. Aumenta el empleo del verso y el gusto por las rimas absurdas. La procacidad del texto y su estructura no convencional apuntan a una defensa de la libertad creadora. El cotejo de las dos piezas, Tragicomedia y Retablillo, permite calibrar la evolución dramática de Lorca y, en particular, la de su postura ante las fuentes populares de creación [22]. Los veinticuatro personajes de la Tragicomedia de 1922 quedan reducidos a los siete del Retablillo en 1931. La disminución del número de caracteres se acompaña de una simplificación de la trama, en la que se suprimen las escenas periféricas a la acción central, que se condensa en torno a Cristóbal, Rosita y la Madre. Aunque las situaciones son similares, los dos textos resultan bien distintos. El Retablillo, derivado desde luego de la Tragicomedia, recobra el carácter libre y autónomo de los personajes y la estructura fragmentaria de la farsa guiñolesca, la raíz tradicional del género que Lorca desea rescatar, lejos ya de la forma dramática clásica de la versión primera. En el Retablillo desaparecen los elementos más convencionales, ajenos a la herencia del repertorio guiñolesco, con su ruptura del marco dramático mediante las interpelaciones al público y la consiguiente incorporación del espectador a la dinámica de la escena.

    Los títeres no son, desde el punto de vista lorquiano, un espectáculo menor, sino una vía de experimentación artística que vuelve a las raíces del teatro como ceremonia ritual donde se involucra a los espectadores. No se trata de una afición pasajera en su corpus dramático: el género se halla presente desde los inicios de su andadura teatral, sin que en ninguna de sus etapas deje de cultivarlo [23]. Corre paralelo a las restantes direcciones en que Lorca trabajó por la renovación dramática en España, y siempre, desde su prolongada presencia, detentó un relevante protagonismo entre los intereses del poeta.

    El teatro lorquiano ha de ser entendido como una investigación en diversas líneas y orientaciones. Una de las corrientes de su experimentalismo dramático es la de las farsas. El texto de Lola la comedianta, por ejemplo, es una herencia directa de La niña que riega la albahaca. Las cuatro farsas de la dramaturgia lorquiana —dos para guiñol (la Tragicomedia de don Cristóbal y el Retablillo) y dos para personas (La zapatera prodigiosa y Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín)— tienen como denominador común su doble manifestación culta y popular, su brevedad, desrealización poética y abierto parentesco con la hiperbólica libertad imaginativa del teatro de títeres [24]. Se hace necesario desterrar la tendencia de un sector de la crítica lorquiana a definir como «teatro menor» las obras escritas desde 1920 hasta Don Perlimplín. Si bien la Tragicomedia y el Retablillo fueron concebidos como teatro de títeres, La zapatera y Perlimplín poseen una profundidad psicológica que las aleja de la esquemática «farsa para guiñol» tradicional. Es cierto que La zapatera y Perlimplín pueden encuadrarse en el ciclo de las farsas, al estar emparentadas tanto formal como cronológicamente. Pero es preciso matizar el valor de las propuestas teóricas que estas obras contienen y que, desde luego, escapan del alcance del teatro estrictamente guiñolesco. Como también quedan fuera de ese marco las transgresiones experimentales de la convención dramática desarrolladas en el Retablillo de don Cristóbal, donde el poeta se complace en poner de relieve la complicada trama de la ficción teatral y las espinosas relaciones entre autor, personaje y público, una de las inquietudes más obsesivas del teatro lorquiano, tan presentes en La zapatera prodigiosa, El público o la Comedia sin título.

    La postura de Lorca frente al teatro de títeres fue la de insubordinación ante las formas oficiales, en favor de manifestaciones que rompiesen el horizonte de expectativas de su tiempo [25]. Con una intención crítica, reclama un retorno a los orígenes, a ese plano de libertad creadora absoluta del diálogo de los muñecos. Las marionetas desbordan todos los límites del teatro convencional y postulan una amplia frontera sin términos fijos, abiertamente desafiante. Las palabras de los títeres subvierten el lenguaje: a través de los insultos, groserías y juramentos, la transgresión se convierte en norma. La modernidad del teatro de marionetas se sitúa en el deseo de la palabra sin referentes. Es el espacio privilegiado de la repetición, de las rimas que rompen la lógica del lenguaje del teatro y del público en general, mediante la reiteración del absurdo. El verso deja de ser el vehículo de lo lírico o lo épico y pasa a un vacío de significación, que abre la entrada a una comunidad nueva de espectadores. La carnavalización y la risa invierten decididamente la relación entre el público y la escena, que deja de ser inaccesible y sagrada para convertirse en un territorio de desorden creativo donde se anulan las preceptivas, un universo poéticamente desrealizado y cómico en el que los términos normativos del teatro son deconstruidos desde el relativismo. La fiesta de títeres se convierte en un espacio de transgresión, pues escapa al orden de la representación teatral y a su control. La escena pasa a ser, como observa J. Derrida, el «lugar donde el espectáculo, dándose a sí mismo como espectáculo, no será ya vidente ni voyeur, borrará en él la diferencia entre el comediante y el espectador, lo representado y el representante, el objeto mirado y el sujeto que mira» [26]. Se invierten las jerarquías de la lógica, se profanan los términos de la ceremonia, construyéndose una visión del mundo alternativa que atenta contra la autoridad del discurso oficial mediante el mecanismo de las palabras en libertad y de la risa [27]. A fin de lograr ese vuelo sobre las convenciones, Lorca acude al cancionero infantil, con su expresividad telúrica. Se rescata, como el propio Lorca expresa en el epílogo del Retablillo, «la encantadora inocencia de [...] los vocablos que no resistimos en los ambientes ciudadanos turbios por el alcohol y los naipes. Las malas palabras adquieren ingenuidad y frescura dichas por muñecos que miman el encanto de esta viejísima farsa rural. Llenemos el teatro de espigas frescas, debajo de las cuales vayan palabrotas que luchen en la escena con el tedio y la vulgaridad a que lo tenemos condenado y saludad a don Cristóbal el Andaluz [...] como a uno de los personajes donde sigue pura la vieja esencia del teatro» [28].

    La experimentación del teatro de muñecos recorre toda la producción de Lorca [29]. Todavía en 1935, un año antes de su muerte, trabaja en una nueva versión de la Tragicomedia de don Cristóbal. En su dramaturgia, la presencia de los elementos irracionales vertebra una posición abiertamente vanguardista, una reivindicación de lo ilógico, lo «imposible», de la imaginación poética y su magia desrealizadora. En aquellos años las vanguardias europeas descubrían las fascinación de los locos y del primitivismo, de la búsqueda del paraíso perdido de todas las infancias. Los cantares de niños están presentes en las principales escenas del teatro de Lorca, desde Mariana Pineda a La zapatera prodigiosa o las nanas de Bodas de sangre y Yerma. Daniel Devoto señaló la decisiva importancia del elemento tradicional en la poesía y el teatro de Lorca y, en particular, la preponderancia del elemento folklórico infantil [30]. Candelas M. Newton y Tadea Fuentes, a su vez, han profundizado en esta deuda [31]. La visión infantil de Lorca no sólo abarca la reelaboración de los cuentos y cantares de niños, adivinanzas, juegos de palabras, rimas absurdas, etc., sino que se configura como búsqueda de la libertad creadora, reivindicación de la fantasía, de la imaginación poética que es capaz de alcanzar la armonía de lo auténtico, lo puro, lo verdaderamente esencial. El irracionalismo infantil de los títeres permite arrancar la fuerza mágica del lenguaje, liberar lo inconsciente mediante la intuición, que es una forma de conocimiento y retorno a los orígenes. Lo infantil, en la obra de Lorca, es sinónimo de pureza incontaminada por los esquemas de la civilización [32]. Esta defensa de la irracionalidad se relaciona con los postulados de las vanguardias europeas desde el momento en que implica la aceptación de la libertad instintiva del individuo, al margen de los vínculos inhibitorios y represivos de la sociedad [33]. Con su teatro de títeres, Lorca sugiere al espectador que incorpore la poesía y la libertad imaginativa de la infancia a su espíritu, como forma de regreso a la autenticidad.

  

NOTAS:

[1] C. Couffon, Granada y García Lorca, Losada, Buenos Aires, 1967, pág. 24.

[2] I. Gibson, Federico García Lorca, I. De Fuente Vaqueros a Nueva York, 1898-1929, Grijalbo, Barcelona, 1985, pág. 54, y E. D. Higuera Rojas, Mujeres en la vida de García Lorca, Editora Nacional/Diputación Provincial de Granada, Madrid, 1980, pág. 166.

[3] «Es el caso que he decidido hacer muy pronto La ínfima comedia, pero no en el Guignol, sino formalmente, con los actores vestidos de animalitos»; I. Gibson, op. cit., pág. 256.

[4] F. García Lorca, Epistolario (ed. de C. Maurer), Madrid, Alianza, 1983, i, págs. 38-39.

[5] F. García Lorca, Cristobícal (ed. de P. Menarini), Society of Spanish and Spanish American Studies, s.l., s.d. [1989]; vid., asimismo, P. Menarini, «Un texto inédito de Lorca para guiñol: Cristobícal», alec, 11, 1986, págs. 13-37, y «Federico y los títeres: Cronología y dos documentos», Boletín de la Fundación Federico García Lorca, III, 5, 1989, págs. 103-128, especialmente pág. 113.

[6] F. García Lorca, Epistolario, I, pág. 50.

[7] F. García Lorca, loc. cit., pág. 56. El epistolario lorquiano evidencia una fase de intensa atención a los títeres desde agosto de 1921 hasta enero-febrero de 1924, cuando Lorca quiere escenificar la Tragicomedia en el Teatro Eslava; vid. J. Mora Guarnido, Federico García Lorca y su mundo, Losada, Buenos Aires, 1958, pág. 148.

[8] La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón se publicó por primera vez a principios de 1982 en la revista Títere, Boletín de la Unión de Titiriteros y la Agrupación de Amigos de la Marioneta. Ese mismo año, L. González del Valle daba a la luz un estudio sobre esta obra: «Perspectivas críticas: horizontes infinitos. La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y las constantes dramáticas de Federico García Lorca», alec, VII, 2, 1982, págs. 253-264, donde se trataban, entre otros aspectos, sus elementos folkóricos, su concepción estética, lo fársico, etc. Una nueva versión revisada del texto, a cargo de L. González del Valle, apareció en alec, IX, 1-3 1984, págs. 295-306. Vid. también Francisco García Lorca, Federico y su mundo, Alianza Tres, Madrid, 1981, págs. 269-275, donde el hermano del poeta ofrece una reconstrucción de la obra, publicada anteriormente en el Suplemento literario de El País, 24-XII-77, pág. v.

[9] F. García Lorca, Epistolario, i, págs. 61-62; vid., pág. 64.

[10] M. Hernández aporta abundantes datos en torno a aquella velada: «Falla, Lorca y Lanz en una sesión granadina de títeres (1923)», en D. Dougherty y MA F. Vilches de Frutos (coords.), El teatro en España entre la tradición y la vanguardia. 1918-1939, CSIC/Fundación Federico García Lorca/Tabapress, Madrid, 1992, págs. 227-239. Vid. también M. Hernández (ed.), Teatro de títeres y dibujos de Federico García Lorca. Con decorados y muñecos de Hermenegildo Lanz, UIMP/Fundación Federico García Lorca, Madrid, 1992.

[11] J. Mora Guarnido, op.cit., págs. 163-165, y Francisco García Lorca, op. cit., págs. 269-275. Vid. además I. Gibson, op. cit., pág. 335, y A. Soria Olmedo, «Una fiesta íntima de arte moderno en la Granada de los años veinte», en A. Soria Olmedo (ed.), Lecciones sobre Federico García Lorca, Comisión Nacional del Cincuentenario, Granada, 1986, págs. 149-178. Mora otorgó un especial protagonismo al acontecimiento como fiesta de arte puro, donde se aunaron lo popular y lo moderno, en dos artículos: «Crónicas granadinas. El teatro "cachiporra" andaluz», La Voz, Madrid, 12-I-23, pág. 2, y «Crónicas granadinas: El Teatro "Cachiporra" de Andalucía», La Voz, Madrid, 19-I-23, pág. 4. P. Menarini reproduce ambos artículos en «Federico y los títeres...», págs. 124-128. Mora insiste en la decadencia del teatro convencional, al que se contrapone el guiñol como arte plástico, como teatro marginal que implica una experiencia artística alternativa al «gran fracaso» de la escena española del momento.

[12] J. Francés, «Los bellos ejemplos. En Granada resucita el guignol», La Esfera, Madrid, núm. 475, 10-II-23.

[13] J. M. Lavaud y E. Lavaud, «Valle-Inclán y las marionetas entre la tradición y la vanguardia», en D. Dougherty y MA F. Vilches (coords.), op. cit., págs. 361-372.

[14] J. E. Varey, Historia de los títeres en España desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII, Revista de Occidente, Madrid, 1957. Fuera del ámbito español, merece especial atención el texto de Heinrich von Kleist, «Über das Marionettentheater» (1810), en H. Sembdner (ed.), Sämtliche Werke und Briefe, Hauser, Múnich, 1961, II, págs. 338-345, sobre el que pueden verse, entre otros, los trabajos de W. Ray, «Suspended in the Mirror: Language and the Self in Kleist's Über das Marionettentheater», Studies in Romanticism, XVIII, 4, 1979, págs. 521-546, y Paul de Man, «Aesthetic Formalization: Kleist's Über das Marionettentheater», en The Rhetoric of Romanticism, Columbia University Press, Nueva York, 1984, págs. 263-290.

[15] Vid. E. Gordon Craig, The Art of the Theatre, Browne's Bookstore, Chicago, 1921, págs. 81 y 84-85. Maeterlinck y Bernard Shaw compartieron conceptos semejantes, que en España tuvieron un paralelismo con las ideas de Jacinto Grau, El señor de Pigmalión, Atenea, Madrid, 1921, págs. 52-53. Para las implicaciones de esta dimensión en el pensamiento de Grotowski, vid. MA C. Bobes Naves, Semiología de la obra dramática, Taurus, Madrid, 1991, pág. 214.

[16] Está inspirado en el cuento popular «La mata de albahaca», vid. A. R. Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre, Anaya, Madrid, 1984, II, pág. 588. En la recopilación de Aurelio M. Espinosa, de 1920, se recogían treinta y ocho versiones hispánicas del cuento.

[17] M. Hernández, «Falla, Lorca y Lanz», págs. 233-234.

[18] F. García Lorca, Retablillo de don Cristóbal y doña Rosita. Aleluya popular basada en el viejo y desvergonzado guiñol andaluz (ed. de M. Hernández), versión inédita de Buenos Aires, 1934; Casa Museo de Federico García Lorca/ Diputación Provincial de Granada, Fuente Vaqueros, Granada, 1992.

[19] Según recuerda L. Sáenz de la Calzada, el frontispicio del guiñol fue obra de Fontanals; los decorados, de Miguel Prieto y José Caballero, y los muñecos del escultor Ángel Ferrant; «La Barraca». Teatro Universitario, Revista de Occidente, Madrid, 1976, pág. 151.

[20] El programa fue recogido por J. Comincioli, Federico García Lorca. Textes inédites et documents critiques, Rencontre, Lausanne, 1970, págs. 202-203. Vid., por otra parte, la reseña del acontecimiento que publicó A. Guibourg, «El retablillo de don Cristóbal», Criterio, Buenos Aires, 26-III-34.

[21] F. García Lorca, Retablillo, pág. 33.

[22] P. Menarini, «Les deux versions de L'Idylle Sauvage de Don Cristóbal et de la Señá Rosita», Europe, París, LVIII, 616-617, 1980, págs. 83-95; «Gli anni dei burattini», en L. Dolfi (ed.), L'imposible/posible di Federico García Lorca, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 1989, págs. 139-154.

[23] El 26 de enero de 1935 la Compañía «La Tarumba» representó el Retablillo en el Club Femenino de Madrid; Heraldo de Madrid, 28-I-35, pág. 5. La escenificación se repitió el 10 de febrero en el Lyceum Club; El Sol, Madrid, 9-II-35, pág. 2, y, de nuevo, el 11 de mayo en la Feria del Libro de Madrid; La Libertad, Madrid, 11-V-35, pág. 6. El 15 de enero de 1936 el Heraldo de Madrid anuncia que Lorca leerá en Zaragoza una nueva versión de Los títeres. Ese mismo año, La Argentinita manifiesta el deseo de montar en Madrid el ballet Los títeres de cachiporra con música de Elizalde; I. Gibson, Federico García Lorca,ii. De Nueva York a Fuente Grande. 1929-1936, Grijalbo, Barcelona, 1987, págs. 342, 356, 414 y 450.

[24] Para una definición del género de la farsa y sus relaciones con los festejos carnavalescos, vid. A. García Berrio y J. Huerta Calvo, Los géneros literarios: Sistema e historia, Cátedra, Madrid, 1992, pág. 211.

[25] Vid. L. Fernández Cifuentes, «Teatro de marionetas, paradigma de libertad», en García Lorca en el teatro: La norma y la diferencia, Universidad de Zaragoza, 1986, págs. 63-94.

[26] J. Derrida, De la Gramatología, Siglo xxi, Buenos Aires, 1971, pág. 385.

[27] Vid. M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barral, Barcelona, 1974, pág. 17.

[28] F. García Lorca, Retablillo, págs. 91-93.

[29] I. Vázquez de Castro, El títere y su proyección en la obra de Federico García Lorca, Tesis Doctoral inédita, dirigida por el Prof. Claude Esteban, Institute Ibérique et Latino Americain, París, 1985. Vid., por otra parte, V. Higginbotham, The Comic Spirit of Federico García Lorca, Texas University Press, Austin, 1976, págs. 19-40; S. Gasch, «Farsas para guiñol de Federico García Lorca», en Títeres y marionetas, Argos, Barcelona-Buenos Aires, 1949, págs. 46-48; S. Bianchi, El guiñol en García Lorca, Cuadernos del Unicornio, Buenos Aires, 1953; C. Lobo de Oliveira, Federico García Lorca o seu teatro de marionettes, Estrada Larga, Oporto, 1962, y W. I. Oliver, «Lorca: The Puppets and the Artist», Tulane Drama Review, New Orleans, VII, 2, 1962, págs. 76-96.

[30] D. Devoto, «Notas sobre el elemento tradicional en la obra de Federico García Lorca», Filología, Buenos Aires, II, 3, 1950; reprod. en I. M. Gil, Federico García Lorca, Taurus, Madrid, 1980, págs. 23-72.

[31] C. M. Newton, «Trasfondo popular y folklore infantil en Libro de poemas de García Lorca», Revista de Estudios Hispánicos, Alabama, XVII, 2, 1983, págs. 269-287; T. Fuentes, El folklore infantil en la obra de Federico García Lorca, Universidad de Granada, 1991. Vid., además, G. L. Rizzo, «Poesía de Federico García Lorca y poesía popular», Clavileño, 36, 1955, págs. 44-51.

[32] Vid. E. Martín (ed.), Federico García Lorca para niños, Ediciones de La Torre, Madrid, 1983, págs. 5-32.

[33] Tanto en la poesía como en el teatro de Lorca, lo infantil ocupa una posición privilegiada. El propio poeta había definido el enfoque de su Mariana Pineda como «una visión nocturna, lunar e infantil», concepción cercana al sentido que ostentan los decorados, indumentaria y lenguaje de La zapatera prodigiosa. No es extraño que la Zapaterilla sólo se muestre dulce ante la presencia del Niño, que introduce, en medio de las disputas de los adultos, la emoción poética de lo infantil. El Niño no es para la Zapatera una parte de la realidad hostil, sino una evasión que la lleva al terreno de lo lírico, lo misterioso, lo indefinido, lejos del rígido mundo de la adultez. En Así que pasen cinco años, el Niño muerto simbolizará las infancias lejanas, la niñez perdida («ya fábula de fuentes») de cada uno de los espectadores.