DE LA CRÍTICA PONDERADA AL «TERRORISMO CRÍTICO»

sobre los comentarios a una importante obra (1991)

de Juan Luis Alborg (2)

José Polo

Universidad Autónoma de Madrid

 

II

CAUCE PERIODÍSTICO

(1: primera parte)

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    Para no alargar excesivamente el texto de los «comentarios de prensa» a la obra que ocupa nuestra atención, he preferido dividir el material de esta sección en dos bloques: en el de ahora harán acto de presencia unidades bibliográficas de contenido axiológico más bien positivo para con la obra juzgada; en el siguiente aparecerán dos reseñas de signo contrario que, a su vez, serán objeto de comentario por mi parte. Como ya hice en la entrega anterior, en general reproduciré párrafos especialmente significativos de los trabajos fichados.

A

    1. Rico, Manuel: «Tregua para el contraste», en El Sol [Madrid], 5-XII-1991 [desconozco la página], sección «Los libros de El Sol/Rincón del lector». Por su brevedad y como síntesis de transición entre I y II, reproduzco el texto completo:

Escribir una historia de la literatura con rigor es una tarea dura, que se extiende durante años. Ello obliga a contrastar opiniones de críticos y especialistas, a confrontarse en no pocos casos con enfoques ya establecidos, de tal modo que la labor historiográfica se ve sacudida por múltiples procesos de reflexión teórica.

De ahí que Sobre crítica y críticos sea un libro atípico y apasionante. Juan Luis Alborg se ha permitido, en la redacción de su Historia de la literatura española, la licencia de un paréntesis teórico. Gran parte de las reflexiones surgidas en el proceso redactor de la citada historia han sido transferidas a este libro. Un libro de debate, de polémica, en el que Juan Luis Alborg discrepa o coincide con buena parte de los más cualificados críticos extranjeros contemporáneos: Scholes, Culler, Umberto Eco, Jacques Derrida, entre otros muchos.

La estructura de este volumen teórico, novelada y con una envoltura inspirada en El Quijote cervantino —lo que le da un aire entre el desenfado y la ironía— y el lenguaje utilizado, premeditadamente sencillo, hacen de este peculiar y, en buena medida, improvisado texto un raro quinto volumen [más bien, volumen extra, no integrado numéricamente en la serie viva] de su Historia de la literatura española que a los iniciados apasionará y a los lectores no avisados introducirá, con soltura, en la materia.

 

B

    2. Luna Borge, José: «Juan Luis Alborg y la crítica», en Cuadernos del Sur [¿Málaga, Córdoba?], 16-I-1992 [desconozco los datos de número y página]; el mismo texto, ahora titulado «De crítica y críticos», aparece en Sur Cultural [Málaga], número 328, 25-I-1992 [desconozco la página]. Básicamente, se parafrasea el texto de Alborg, pero con un criterio selectivo apropiado que permite al lector captar la idea esencial del libro y la complejidad de su «red viaria». Reproduzco los últimos cuatro párrafos (aproximadamente una cuarta parte de la reseña):

Definir lo que es o no es literatura de forma incuestionable, delimitar su campo, estudiarla con métodos apropiados y fundar para ella una ciencia propia ha sido, desde el mencionado formalismo ruso, el peculiar caballo de batalla de teóricos, escuelas y grupos a lo largo de este siglo. La cuestión de la «literariedad», descubierta y promocionada por Jakobson, o definición de «lo literario» ha sido el gran escollo sobre el que han tropezado, uno tras otro, todos los sistemas. Las disputas entre teorías e incluso los enfrentamientos entre los propios miembros de una escuela convierten el estudio de todos estos sistemas en algo fascinante y a la vez tedioso. La conclusión es que tanto sistema y discusión nunca llega a cuajar en una nueva ciencia literaria, que era lo que se pretendía.

Esta obra de Alborg no sé si conseguirá poner orden a semejante desaguisado, pero lo que sí hace es pasar revista a las distintas escuelas con la suficiente ironía y sorna crítica como para que el lector, escaldado de semejantes aventuras, se sienta atraído por una obra que, si a priori le parecía un mamotreto indigesto, a posteriori le deja un buen sabor y hasta le ha divertido su lectura. Alborg consigue hacer digerible lo indigesto, de manera que aquellos valientes aficionados que habían perdido la pista
—por abandono y hartazgo— a la historia de las distintas teorías y escuelas, pongamos en el estructuralismo, ahora se ponen al día y además se lo pasan divinamente. Este valor añadido, que no es poco con tan sesudo material, hay que agradecérselo a este paciente y ordenado estudioso. Muchos lectores que en su día se quedaron como el negro en el sermón (o sea: con los pies fríos y la cabeza caliente) ahora consiguen saldar aquella vieja asignatura pendiente y además hacerlo con entretenimiento, que es como lo mandan los viejos y tan olvidados cánones.

Nunca se llegará a acotar el campo de lo literario (¡ni falta que le hace a la literatura!); la literatura no puede quedar reducida a una mera teoría científica, a una ciencia literaria, pues como la pintura, la música, etc., se nutre de los estratos más profundos del alma humana; está hecha con el corazón, la vida y sentimientos de sus autores, materiales éstos que por su propia esencia jamás serán susceptibles de ser reducidos a teoría científica alguna. Desaparecería la propia literatura y, por añadidura, los críticos quedaríamos sin ocupación.

    3. Loureiro, Aurelio: «Crítica literaria: la búsqueda del Santo Grial», en Leer [Madrid], 50/1992, pág. 12 (sección «Libro del mes»). Reseña con resonancias poéticas ya desde el propio título o, tal vez, míticas. Tras una introducción plena de lirismo, muy en consonancia con «el pliego de principios» de la obra comentada, titula lo que viene a continuación Contra los dogmas, que se inicia hablando de la obra inmortal de Cervantes, punto de referencia esencial, no solo en los modos expresivos, de Alborg, cuya obra es calificada de «excelente libro». Reroduzco ahora los tres últimos párrafos (aproximadamente un tercio del escrito) de esta reseña:

Alborg parte de una aseveración que puede parecernos caprichosa en su exposición inicial, pero que, a medida que transcurren las páginas, se va haciendo más y más evidente: que, así como en cualquier otra profesión —y cita al químico— se sabe muy bien qué es la materia sobre la que se trabaja —el químico sabe perfectamente qué es la química—, el crítico nunca ha llegado a definir lo que es la literatura, y que es precisamente la búsqueda de esa definición lo que ha mantenido viva a la Crítica literaria. El propio Alborg utiliza el esquema de la aventura y se empeña en esa misma búsqueda. Ataviado de erudito caballero andante, provisto de los indispensables elementos de claridad y contención, alzado sobre la grupa de la objetividad y ayudado por los muchos caballeros que la historia de la crítica ha proporcionado, escudado en sus aciertos y errores, emprende la caza del preciado grial, con el convencimiento implícito de que será una búsqueda sin conclusiones, aunque en ningún modo vana. La definición de Literatura es un objeto refulgente que va perdiendo su brillo a medida que uno se acerca.

Esa imposibilidad, que no evita los continuos intentos —revisados todos ellos con la justeza que se merecen, desde los formalistas rusos hasta el mismísimo Umberto Eco—, los desafueros y las contradicciones, los excesos y los impulsos renovados, es la que mantiene vivo este relato, que debe entenderse, más que como un juicio sumarísimo a la crítica —no hay rastro de esa intención en las palabras de Alborg—, como un principio a partir del cual impulsar nuevas aventuras. Y es esa imposibilidad, según cuenta nuestro autor, a veces pretendida por los mismos críticos, la que mantiene en su punto de ebullición la actividad crítica.

Así pues: estamos ante un libro que lleva a cabo una ajustada revisión de lo que ha sido la crítica literaria de este siglo y que, lejos de menospreciar la labor de los críticos, la justifica y realza. Un libro que hay que leer sin prejuicios; pues, aunque acabada su lectura sigamos sin saber lo que es la literatura, nos habremos aproximado a su esencia y, lo que es mejor, habremos sido partícipes de una sabrosa aventura. Ese es el reto.

    4. López García, Miguel A.: «Crítica crónica de críticos», en La Voz de Avilés, 16-I-1992, pág. iv ¿del suplemento? «Letras» (sección «Crítica literaria»). Reseña prudente: se centra más en las tesis del libro (por encima del libro) que en lo polémico o anecdótico. Hay una amplia introducción, equilibrada, y luego enmarca el resto en el epígrafe «Aventuras» y «aventureros», muy gráficamente articulado y del que reproduzco los dos últimos párrafos (aproximadamente una cuarta parte del conjunto):

A los distintos y distantes «aventureros» que han maquinado peregrinas «aventuras» de tal calibre crítico, los sienta el autor en el banquillo y los somete a riguroso interrogatorio, del que no se libra ni el formalismo ruso. En el prolongado careo de un millar de páginas, Alborg procede a la buena de Dios como abogado del diablo, entreverando hinc atque illinc, con desparpajo y gracejo, sus glosas o comentos zigzagueantes que, a modo de «injertos» o apostillas, reconstruyen «en idas y venidas, del derecho y del revés», las peripecias de «una novela de la crítica contemporánea».

A más de un tratadista les temblarán las choquezuelas al hojear tamaña diatriba contra los «aventureros» de la crítica (a quienes sentará bien como cura de humildad), cuyo verdadero sentido consiste en afirmar el dogma de que no existe dogma alguno cuando de hechos literarios se trata. Afortunadamente para los lectores (y también para los críticos), la grandeza y la servidumbre de la Literatura reside en su ambigüedad: no vive de lo seguro, se nutre de la incertidumbre. He aquí nuestra única jactancia: poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto. Espejo o ventana, la Literatura como sutura con el mundo nos alarga el gran sueño: colmando sus blancos o ausencias (lire c´est lier), nos permite adueñarnos del tiempo hasta darle nuestro propio latido.

    5. Nora, Eugenio G. de: «Nueva derrota de los pedantes. Sobre crítica y críticos de Juan Luis Alborg», en El Sol [Madrid], 27-XII-1991 [desconozco la página] (sección «Los libros de El Sol»). Inteligente reseña: ha captado muy bien la intención de la obra y, en su comentario, acompaña textualmente al autor, de quien cita oportunamente. Reproduzco —algo menos de la cuarta parte— el primero y el último párrafos (los separo mediante pleca doble):

Hace ya más de doscientos años que Leandro Fernández de Moratín publicaba una sátira cruel, La derrota de los pedantes (reseñada por Juan Luis Alborg en el tomo III de su magna Historia de la literatura española). Con la diferencia de que los regocijada y justamente agredidos no son ahora los poetastros adocenados, sino ciertos críticos y «teóricos» superferolíticos, el nuevo libro de Alborg es una verdadera batalla librada contra la moderna pedantería.||Naturalmente, no todos los críticos interlocutores salen tan mal parados. Alborg expresa simpatía y acuerdo con Scholes, Segre o Poulet, entre otros (podría haber encontrado aliados en Picard, Della Volpe o Lázaro Carreter [compárese, no obstante, en la próxima entrega, su posición, radicalmente distinta], también entre otros, no tan numerosos, que escapan al hipnotismo de la moda). La batalla contra la pedantería, la soberbia pseudo-científica —el fraude intelectual consciente o inconsciente— es siempre necesaria y oportuna, y Alborg la lleva a cabo con gallardía y perspicacia, encubriendo casi lo que es rigor y hondura de pensamiento con una capa vistosa de sorna y de buen humor.

 

C

    6. Estepa, Luis: en Anthropos. Revista de Documentación Científica de la Cultura [Barcelona], 140/1993, págs. 76-77. Excelente reseña. Conoce la literatura. Es más bien positiva hacia Alborg, aunque, honradamente, no deja de ser crítica en la parte final. Equilibrada: no mata al autor: comprende la obra y, como digo, ve sus aspectos positivos: razona, enseña. Es prácticamente imposible citar párrafos aislados de este espléndido comentario, pues se rompería la expresiva tensión textual del escrito, sencillamente magistral. Tampoco quiero privar al lector del placer de la lectura de un texto integrado en la visión panorámica del conjunto de los aquí presentados (para su lectura individualizada habría bastado dirigirse a su fuente originaria o primera salida pública), así que, situado aproximadamente en el centro de mi trabajo, mirando hacia atrás y hacia adelante en el espacio de la presente entrega, lo reproduciré completo:

Transcurrían octubres, navidades y ferias del libro con la esperanza de que en cualquiera de esas cimas del negocio editorial acabara por depositarse el tomo v de la Historia de la Literatura, de Alborg, e iluminara con su luz distinta esa múltiple fractura de la unidad estilística a la que dicen modernidad. Cuatro buenos volúmenes acerca del pasado literario hacen buena atalaya para paisajear unos afanes que son los nuestros. Pero no. ¡Sorpresa! En su lugar apareció encuadernado de gris —el color de las almas— un quijote que, ¡bendito sea!, arremete con verbo claro como un sol contra el nublado de bernardinas metateóricas (no puede haber teoría sin práctica, y uno de los rasgos más caracterizadores de la crítica contemporánea a que se alude en esta obra es su patafísico onanismo) que se imprimen a ambos lados del océano Atlántico. La oposición entre el Nuevo y el Viejo Mundo, anulada por un babel de inocuas virtualidades que los escritores contemporáneos no entienden porque no atienden. Justo al revés de lo que les pasa a los lectores.

Y es que este libro no trata tanto de la crítica y los críticos como de su propio caso. Inútil será, pues, ir a comprarlo con la honesta intención de adquirir conceptos positivos acerca de la actividad crítica, pues, por el contrario, la lección que Alborg da, justamente enseña lo que, haciéndose pasar por un saber de semejante especie, de ningún modo lo es.

Una tarea así no es ociosa, pues al ser la crítica literaria una labor de carácter eminentemente creativo, parece no menos adecuado definir su ámbito operativo por exclusión, que enumerar una serie de técnicas de manera que, puestos en la tesitura de enfrentarnos a un texto, siempre se pondrá de manifiesto la subordinación de dichas técnicas a ciertos aspectos que antes detecta la sensibilidad humana que el volumen de erudición académica.

En otras palabras, para construir con libertad es necesario el desbroce previo. Y hacer crítica literaria es cultivar una parcela del arte con instrumentos de científico.

Esta identidad de cometidos de ningún modo es distinta en sí del acto de percepción; pues, de igual manera que se perciben las cosas al tiempo que sus cualidades, leer y criticar son operaciones que sólo disocia el análisis de los juicios emitidos. Pero la crítica contemporánea sin duda ha abusado en exceso de la saussuriana distinción entre significado/significante y ha terminado por hacer del segundo elemento de la polaridad un verdadero culto a la autosuficiencia del texto. Para paliar las demasías resultantes de semejante estado de cosas se introdujo el concepto de público. Pero habrá que entender que una generalización tan vasta sólo es aplicable a quienes compran libros, ya que sabemos por la psicología de la Gestalt que la comprensión del texto es una función del background del lector. Dentro, siempre, claro es, de ciertos límites. Así, leer un libro de un tirón es un acto tan crítico como cerrarlo por insufrible aburrimiento. Sencillo, pero no trivial. Todo análisis debe tener en cuenta la hipóstasis de significado y significante en el acto de la lectura.

Presumo que para construir su historia de la literatura del siglo XX (el tomo IV de la Historia de la Literatura Española trataba del Romanticismo) quiso Juan Luis Alborg echar mano de aquel rutilante instrumental epistemológico con nombres hechos a la medida de la función prevista y que se expenden en estuches avalados por el marchamo de respetadísimas universidades con el contrasello de nombres y apellidos de autores que igualmente llevan raras incrustaciones fonémicas ajenas al habla del español —y el batiburrillo cosmopolita suministra su cuota de extranjería a todo el que lo solicita— y encontró el embalaje poco menos que vacío. Decepción. Frustración. Agresividad. Ironía: que es el tono en que está escrito Sobre crítica y críticos. No es de extrañar. Alborg tiene casi toda la razón. Luego veremos en qué no la tiene. Que es precisamente por lo que la tiene. Y es que la sinrazón de los otros críticos no es tan universal como para ser generalizable al por mayor.

La obra comienza con un repaso de las definiciones de literatura dadas por los más eminentes expositores (Robert Scholes, Eagleton, Di Girolano, Bennison Gray, Todorov, Stanley Fish, Alvin Kernan, René Wellek, Paul Hernadi y así hasta veintidós, sin olvidar a Monroe Beardsley) que se van deshaciendo en nada al menor toque para comprobar su solidez. Y en este sentido, lo más valioso es al mismo tiempo lo más desconsolador. No hay una Literatura susceptible de ser opuesta a otra descalza del coturno de la mayúscula. En consecuencia, todo texto tiene un valor literario. No hay situaciones privilegiadas o de descalificación. Como en las danzas de la muerte, todo texto sigue el concierto de lo literario. Desde los más encumbrados a los más humildes. Algo de esto ya se sabía cuando se consideró literaria la famosa Lista de quesos gastados por el despensero del convento de San Justo y Pastor, de Rozuela (León, año 980), primer texto en español. Que fue lo mismo que ocurrió con los informes de los cronistas de Indias —inicialmente documentos de carácter administrativo—, que de ninguna manera es diferente de la consideración en que por amor al arte caen diarios, autobiografías y el género epistolar cuando es auténtico y no vergonzante coartada estética. Lo que no quita que la historia de la literatura permanezca inconmovible en su estólido ser. Novela, textos dramáticos y poesía escrita siguen constituyendo su pleno dominio de la literatura a pesar de la ingente cantidad de géneros —algunos nada menores— que testimonian su irisada complejidad. También será, digo yo, culpa de los historiadores, que suelen trabajar con criterio acumulativo con absoluto olvido de la capacidad creadora del tiempo. Discernimiento, revaloración, memoria y olvido conscientes son elementos que no debieran faltar en sus panoplias.

En este sentido, preguntarse por el qué de la literatura es, a pesar de las quejas de Alborg, una tarea saludable en cualquier época del año por la cual nadie debe sentirse acomplejado. Ocurre en todos los ramos del saber. Matemáticos, físicos, químicos, lingüistas, etc., continuamente se interrogan por la naturaleza de su actividad. Y precisamente a causa de los descubrimientos que a diario se realizan. Todavía más. Las obras verdaderamente importantes son las que remueven y trastornan las definiciones bien recibidas en creencia sabida. Ahí está el detalle. Los fundamentos de todo quehacer deben mantenerse, así lo creo, en crisis permanente.

En nuestro caso han sido más saludablemente nefastos para la definición de la literatura considerada como bella arte los «conservadores» estudios de Menéndez Pidal sobre el romancero o los de Rodríguez Moñino sobre los pliegos poéticos (por no hablar de Agustín Durán, Demófilo o de algún trabajo sobre Raymond Chandler) que los de tanto y tanto profesor cuya principal tarea ha sido proyectar argumentos perfectamente ininteligibles sobre una pantalla epistemológica abstrusa a fin de volverlos difíciles hasta lo incomprensible. Semejante operación no la considero muy alejada de la consideración de lo literario como fina y noble bella arte. Epígono postmoderno de aquella teoría de l´art pour l´art que tanto encocoraba a los progresistas de hace un cuarto de siglo. Estructuralistas y semiólogos tomaron el relevo del decir sin decir algo: les bastaba el significante. A refutar sus planteamientos dedica Juan Luis Alborg, a veces con bastante gracia, el resto de la obra.

Y conste que tampoco estoy por la labor de revitalizar la querella de antiguos y modernos. Propp, Freud, Bergson, Saussure, Gilman, Lukács, Huizinga o Molho, etc., son actuales y luminosos. Y aquí incluyo tanto a quienes han reflexionado sobre los principios estéticos como a quienes con sus monografías han creado ejemplos de lo que es poner de relieve un texto hasta las últimas consecuencias de su significación. Criticar es siempre aprender a leer y si leemos es para alcanzar algún grado de entendimiento. Este principio es lo que se desprende de este grueso tomo.

Sin embargo, ni todo el monte es orégano ni todo razonamiento especulación vana. Hablar en plata en el idioma de la Mancha también tiene sus límites. Y la nota 705, por poner un caso de pasada, no añade nada a la denuncia de Alborg, pero, en cambio, le resta crédito.

El famoso ejemplo de Aquiles y la tortuga es, en verdad, más serio que los desmelenamientos semióticos. La irracionalidad del movimiento es áureo misterio que permanece desafiante ante quienes creen que lo resuelven andando. Justo al revés de lo que les ocurre a ciertos sectores de la crítica, que más bien se descubre en el acto de no decir por más que la ambigüedad parlante sea su vicio por antonomasia. También establecer la diferencia entre incógnita y confusión es, ¡quién lo duda!, competencia de los artistas de la crisis. Y ya, así las cosas, esperamos el próximo volumen de la Historia de la Literatura Española. Que sea pronto [1995].

    7. Wahnon, Sultana: «La venganza de Alborg» [desconozco los datos de publicación]. Otra reseña no susceptible de ser descompuesta en fragmentos: bien articulada, sintéticamente expresiva (por ello, al igual que en el caso anterior, la reproduciré completa). Una de cal y otra de arena, aunque en conjunto es más bien positiva. Yo habría puesto, en el título, la palabra venganza entre comillas, lo mismo que rencoroso (en el primer párrafo). Por lo demás, y tal como he dicho, se trata de un comentario digno de ser conocido íntegramente, en su nuevo contexto amplio, e igualmente realzado por su personal actitud crítica:

Tras la caída en desgracia del paradigma estructuralista en los estudios literarios, muchos de los que experimentaron la vergüenza de no ser científicos —cuando serlo era exigencia insoslayable— y tuvieron que bajar el tono de voz cada vez que se atrevieron a hablar del sujeto o de la interpretación o de la historia hurgan ahora, satisfechos, en las heridas de la Ciencia Literaria y —como los clérigos que acudieron en masa a ver a su antiguo enemigo Abelardo cuando éste, ya castrado, se disponía a tomar los hábitos— se complacen en humillarla recordándole sus errores. De este género rencoroso es el libro de Juan Luis Alborg Sobre crítica y críticos, sátira extremada contra los tópicos y convenciones de la Ciencia de la Literatura en la que el autor —en nombre de todos los historiadores tradicionales de la Literatura— toma venganza de quienes, durante el despotismo imperial de los regímenes formalistas, los escarnecieron y ahuyentaron de la comunidad crítico-literaria «como espantajos de pasados siglos».

La sarcástica revisión crítica que hace Alborg de cuestiones teóricas como la definición de la Literatura, el concepto de estructura, el concepto de código o el papel del lector es digna de ser leída —y reída—, a pesar de que en varias ocasiones la visión grotesca y, en consecuencia, deformada a que son sometidas esas cuestiones así como ciertas personalidades de la teoría literaria —a Barthes, por ejemplo, lo caracteriza como un travieso impertinente que cambiaba de opinión todas las semanas—, puede con razón arrugar el ceño a cualquier lector medianamente informado. Convendría no olvidar, a la hora de abordar estos momentos crítricos de la obra de Alborg, su carácter de sátira, sobre el que nos advierte el propio autor cuando en su Aclaración preliminar la califica de Libro de diálogos —inscribiéndolo en la tradición de los diálogos satíricos— y cuando confiesa que, en realidad, lo que le habría gustado escribir habría sido una novela que, remedando la locura de Don Quijote, narrara la historia de un diligente opositor que enloquece leyendo las caballerías de la crítica literaria contemporánea. La deformación grotesca, el desenfado, la palabra inoportuna la sinceridad cínica son reglas del género a las que Alborg no pudo sustraerse.

Hay otros pasajes de la obra de Alborg que conviene, por el contrario, leer con toda seriedad, pues contienen propuestas para el devenir de la actividad crítica y teórica que, como mínimo, pueden ser discutidas. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando aconseja a los teóricos que, sin dejar de tender al sistema «pero con la firmísima convicción de que no existe», se ocupen de cosas más concretas, pues «sólo podemos aprender lo que es la Literatura zambulléndonos en la Literatura», o cuando, después de criticar a los que se lavan las manos sobre el sentido de los textos, reivindica la actividad imperativa, presentándola como tarea insoslayable de la crítica: «Sin recurrir a la interpretación, ni podemos dar un paso en la vida ni entender palabra de Literatura».

Especialmente lúcida es la denuncia de las presiones que la demanda tecnocrática ejerce sobre la enseñanza de la Literatura, en primer lugar, obligando a sus profesionales a comportarse como comerciantes de ideas que han de publicar libros y artículos, dar conferencias, organizar simposios y publicar antologías porque en ello les va su estabilidad profesional cuando no algún que otro plus de productividad; en segundo lugar, obligándolos a revestir sus trabajos de rango científico para adquirir honra y provecho en los cuadros universitarios. La propuesta de Alborg en este último sentido va implícita en la factura del propio texto que escribe, que quiere más parecido a una novela que a un tratado de geometría. Al igual que Barthes en su Lección inaugural de 1977, Alborg recupera la vieja oposición entre las ciencias y las letras para hacernos ver que, en el contexto académico actual, la estrategia no puede consistir ya en seguir revistiendo de una falsa dignidad científica a los estudios literarios, sino en devolverles a éstos y a la literatura su propia dignidad perdida.

 

D

    8. Coca, Javier: en El País [Madrid], 25-III-1992, pág. 14 (sección «Cartas al director»). El texto, titulado como el libro al que se refiere, nos sirve perfectamente como cierre de esta parte de mi trabajo por su carácter incisivo y porque, además, coincide con el pensamiento de quien esto escribe. Reproduzco el texto completo de ese transparente mensaje:

Sin duda que el sabio [Frestón], en figura de facedor de reseñas, se coló en las páginas de Babelia con el ánimo de convertir en molinos de buen tono los desaforados gigantes que Juan Luis Alborg acomete en su libro Sobre crítica y críticos.

No haga caso el lector de tan malévolos encantamientos y, si dispone de ocio y alguna afición, adéntrese con el autor en el tenebroso bosque de la crítica; que no siempre se cuenta con tan agradable conversador en la bajada a los infiernos. Elimine antes cualquier ingenuidad. El enemigo es múltiple y está bien pertrechado. Ármese de todas las armas (defensivas u ofensivas) a su alcance: sentido del humor, memoria, imaginación, paciencia, filología, enseñanzas de su abuela, que (seguramente) nunca estuvo en Ohio, y otras. Allí verá las aterradoras apariencias del Perro Polisémico, de la Sierpe Ambigua, del Autor Asesinado, del San Sebastián acribillado por el Esquema, del Dragón Cejijunto, de la Bicha de Varia Lectura... No huya. Protéjase ante todo de las Sombras Evanescentes y, cuando quieran escapársele dejándole el sabor amargo de la Incomprensión, grite con su acompañante: «Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete».

Un libro extraordinario.

 

(continuará)