LAS FRONTERAS LÁBILES DE LA ESTÉTICA: ESTÉTICA & CRÍTICA DE ARTE [1]

Román de la Calle

Universidad de Valencia

 

   En esas zonas, comúnmente indeterminadas por las que transcurren y se mueven, en la actualidad, las lábiles fronteras de la Estética, se efectúa un intenso comercio, con toda una serie de intercambios, préstamos y refuerzos —de múltiples direcciones y orientación diversa— que zigzaguean interdisciplinarmente y, a menudo, se deslizan —con vocación exploradora— hacia las tierras de nadie. Hic sunt leones, podría quedar inscrito, sin duda, como motto orientativo, en los bocetos cartográficos de nuestras constantes e impenitentes experiencias viajeras.

    Justamente en esa situación —entre permisiva y normalizada— de fronteras abiertas es donde conviene que nos instalemos para mejor entender los diálogos —y silencios— siempre plurales, entre Estética & Crítica. Dos ámbitos que unas veces se extienden en paralelo sobre los mismos mapas, para mejor intersecarse en otras, o guadanizar estratégica y respectivamente —si viene al caso— convirtiéndose en el correspondiente fundamento o en oportuno manantial de sugerencias, para el otro. Aunque, como es lógico suponer, también mantienen, entre sí, considerables distancias en determinados sectores de sus desarrollos.

    Desde un punto de vista globalizador, bien podemos afirmar que —incluso desde sus orígenes— no faltan relevantes paralelismos en ese mutuo discurrir histórico. Y si la Estética es asumida como «disciplina filosófica» en el Setecientos, consagrándose de hecho como el siglo que legitima tal emergencia, de igual modo cabe reivindicar a su favor el ser —ésa misma— la época auroral de la moderna Crítica de Arte, es decir la concreta coyuntura histórica en la que también la plural reflexión sobre lo bello y las artes se va apropiando decididamente de toda una serie de instrumentos, conceptos y métodos elaborados de manera dispersa y fragmentaria en la crítica artística y literaria precedente, para intentar organizarlos de forma más unitaria y progresivamente poder dotarlos de mayor sistematización.

    Al fin y al cabo, ambos dominios —Estética & Crítica— se reafirman simultáneamente, acentuando sus mutuos perfiles, al reivindicar su acción ante un sector delimitado de la experiencia humana: el ámbito de lo bello y del arte. Y las dos disciplinas —en esa bisagra cronológica que certifica sus correspondientes puntos de partida— arrancan a su vez de toda una tradición precedente, más o menos disgregada pero que va acentuándose en progresión e intensidad, y que será, sin duda, uno de los fulcros que diacrónicamente prepara y preanuncia aquel salto cualitativo, en el contexto de las nuevas condiciones históricas de la época.

    De hecho, desde una perspectiva de conjunto —recuperadora a tergo de su pasado— la Estética «consistiría en una serie de experiencias teóricas, filosóficas y culturales en sí bastante diversas, en un conjunto de investigaciones distintas, de argumentos y problemas diferentes, algunos de origen antiguo y otros de más reciente formación» [2], que serán revisados y reconducidos o transformados en el marco de la nueva autonomía disciplinar.

    Es, pues, el nacimiento de la Estética y de la Crítica, en el marco de la Ilustración, lo que viene a consagrar, recursivamente, las amplias latitudes históricas y teóricas de sus respectivos pasados, pero convirtiéndolas asimismo en fenómenos específicamente modernos, dentro del nuevo contexto de la Cultura Estética.

    Porque —no se olvide— si la Estética es una de las manifestaciones clave de la modernidad lo es en cuanto Estética Filosófica, como reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia en general —artística y no sólo artística—, consagrando su propio nombre a la reivindicación de los derechos de todo un amplio territorio de la experiencia humana, hasta entonces relegado, disperso y supeditado: «El territorio de la fantasía y del genio, de la sensibilidad y del sentimiento, o, más en general, el de aquellos aspectos y valores sensibles de las cosas. [...] Y justamente tal territorio es asimismo el del arte. No en vano, en torno al Seiscientos y al Setecientos, se reforzó decididamente la idea de que el arte tenía mucho que ver con la belleza, entendida ésta como cualidad estética, como sensibilidad y sentimiento» [3].

    En realidad, el nacimiento de la Estética y el replanteamiento de la Crítica de Arte se ubican en el seno de un horizonte cultural compartido: el de la afirmación de la Cultura Estética Moderna. Es decir una cultura que no se entiende ya como la simple producción de objetos artísticos, sino que intenta además, y sobre todo, definir y consagrar la categorización de las diversas aportaciones artísticas como Beaux Arts, lo que supone ya claramente un modo específico y autónomo de concebir, elaborar, conocer y apreciar esas singulares manifestaciones de la experiencia humana.

    Es, pues, sumamente importante que se enmarque el desarrollo de la Estética Filosófica y de la Crítica de Arte en la conformación de la Cultura Estética Moderna, ya claramente apuntada desde el cambio de rasante que conduce al siglo xviii y que se consolidará, y a la vez será sometida a revisión, a lo largo del XIX, proyectándose de manera crítica y resolutiva hacia nuestra época actual, a través de las tensiones que aporta la crisis de la propia modernidad.

estética filosófica ß à crítica de arte

        cultura estética moderna

    Pero tampoco la Cultura Estética Moderna surge de una tabula rasa. Se retoman así conceptos y términos de la reflexión antigua y renacentista sobre las artes, aunque sea para asignarles, tal vez, significados nuevos o distintos. Además se enraíza en una situación social que históricamente ya había ido gestando determinadas angulaciones propias respecto a la experiencia del arte.

    Sin embargo, nos interesa subrayar —como rasgo fundamental de los inicios de la Cultura Estética Moderna— la diferenciación cada vez más rigurosa, entre lo que podríamos entender como las actividades culturales en general y la actividad específicamente artística, cuyas paulatinas demarcaciones pueden rastrearse a través de múltiples momentos de la historia del pensamiento [4]. Es así como precedentemente, incluso aún en el xvii, tal distinción no aparecía igualmente clara, al confluir en la amplia clase de las artes, distintas actividades técnicas y oficios, así como amplias intersecciones con las ciencias y profesiones diversas.

    Frente a ese pretérito, más o menos lejano, la cultura estética del XVIII representa un acontecimiento nuevo: se apunta una diferente organización de la experiencia social del arte, tanto en el plano de los sujetos intervinientes (artista, amateur, crítico, teórico, historiador) como en lo que respecta a las instituciones artísticas emergentes en la nueva época (el museo, los salones o la perpetuación de los intentos de control de la academia).

    Pero ante todo —como ya hemos apuntado— se reafirma la idea moderna del «arte», fundada en la conexión de cierto tipo de actividades con la belleza, es decir dando paso al reconocimiento de un cierto denominador común. Y es en tal sentido —fruto de un movimiento centrípeto— como se habla ya del arte —de las Bellas Artes— y de su posible organización en sistema; lo cual permite su diferenciación de las ciencias, de los oficios y de otras profesiones, como ámbitos cuyo punto de mira no se focaliza precisamente en torno a la belleza, al sentimiento de placer o con miras al desarrollo del gusto, sino que atienden prioritariamente, más bien, a la satisfacción de otras necesidades —materiales o estrictamente utilitarias— del hombre.

    Es, por tanto, en este período cuando no sólo se postulan determinadas relaciones —paridades y diferencias— entre las artes sino que además se discute respecto a sus principios y fundamentos comunes [5]. Sin duda, anteriormente a esta bisagra histórica es, de hecho, imposible establecer la existencia de un nexo orgánico en el seno de una cierta esfera homogénea, reservada para el arte, dadas las normales preocupaciones, centradas ante todo en los preceptos técnicos, en el desarrollo de las teorías de las artes concretas, con el indiscutible y básico interés por las poéticas.

    Será así el planteamiento de un Sistema de las Bellas Artes lo que favorece que el arte sea considerado no sólo como un territorio de confines virtualmente delimitados, sino también como objeto autónomo y específico de una reflexión teórica que se desea determinar, cada vez más, en sí misma. Sin embargo no se limita por ello exclusivamente, la nueva disciplina, a los perfiles de lo que podría entenderse como una Teoría de las Bellas Artes , sino que la Estética Filosófica aborda además, desde un principio, un complejo más amplio de declinaciones interconectadas, tales como una Teoría de la Sensibilidad o su persistencia como Filosofía de lo Bello.

    En resumidas cuentas, pues, la emergencia de la Estética como disciplina autónoma —con sus incertidumbres y sus novedades— aspira, en cierta medida, a revisar y recoger de manera unitaria las diversas y dispersas reflexiones en torno a lo bello y a las artes, pero precisando sus presupuestos, sus objetos y sus metas. Consecuentemente la Aesthetica de Baumgarten (1750) no es ya simplemente otra ars poetica, ni un tratado más sobre lo bello, sino que se plantea, ante todo, como una Teoría del Conocimiento Sensible, una Ciencia de la perfección del conocimiento sensible como tal. Y justamente en esta identificación de la esfera de lo sensible con la de la belleza (cognitio sensitiva perfecta) y de la idea de belleza con la idea de arte, se articula, como hemos apuntado, uno de los momentos fundamentales de la constitución de la Cultura Estética y de la Estética como disciplina moderna.

    Pero hagamos un alto estratégico, en esta línea de conocidas consideraciones históricas —que nos centra en la postulación de la nueva disciplina y de su enmarcamiento e instauración en aquel diferenciado ámbito de la cultura— para mejor poder mirar, también, la otra cara de la misma moneda, aunque ya —eso sí— desde una bisagra histórica distinta, que nos hará constatar el obligado tránsito existente entre la postulación de una Estética y el desarrollo de las estéticas, en su pluralidad. Se trata, como es bien sabido, del progresivo fraccionamiento de la Estética y la creciente disolución de lo estético [6].

    Precisamente habíamos comenzado hablando de fronteras inestables, de intersecciones, de zonas liminares. Y tales expresiones metafóricas nos ratifican, por cierto, que el campo de la Estética no se nos muestra —ni lo concebimos ya— como una forma de especulación unitaria, ilusoriamente unitaria. Más bien se nos ofrece como un dominio vasto, sí, pero heterogéneo de estudios e investigaciones, de confines inciertos y lábiles fronteras, pleno de intersecciones con otras disciplinas. Tan amplio quizás como sugiere el propio nombre adoptado históricamente para designarlo. Porque el término «Estética» connota, ante todo, apertura y flexibilidad, es decir que apunta, de inmediato, a un uso versátil para referirnos a los infinitos planos y a la inagotable riqueza de aspectos que concurren, de algún modo, a darle renovado sentido.

    Además las vicisitudes históricas de la Estética no se limitan ni se ciñen coincidentemente con los exclusivos avatares de la «estética filosófica» —ni antes ni después del XVIII—. Existieron y existen, más bien, diversos aspectos y planos de reflexión estética, cada uno justificado, sin duda, por las particulares condiciones de sensibilidad y cultura en las que cada cuestión particular hunde sus raíces. Por eso tales vicisitudes difícilmente pueden reducirse, sin más, a una trayectoria histórica clara y unívoca, orientada en exclusividad, teleológicamente, hacia una determinada salida. Más bien habría que plantear una historia abierta de la Estética, es decir una historia de problemas, de intersecciones, intercambios y recorridos incluso, entre sí, a veces bastante dispares.

    Esta otra cara de la moneda —la que acentúa el reconocimiento actual de la amplia latitud del concepto de Estética— no deja de estar asimismo directamente legitimada —en el contrapunto de este otro poderoso movimiento centrífugo— por determinadas experiencias sociales y culturales del arte (paralelamente a como los proyectos iniciales de la Estética, en cuanto naciente disciplina moderna, también estuvieron históricamente entroncados con experiencias sociales y culturales de los hechos artísticos).

    Si la cultura estética del XVIII—la moderna cultura estética— nace gracias a la paulatina constitución, al menos en línea de tendencia, de un discurso virtualmente unitario sobre el arte, en cuanto Beaux Arts, en torno a un auspiciado «sistema de las artes», hoy más bien —tras la precedente cadena, más que secular, de disoluciones y contando además con los nuevos aportes, coetáneos, en esa misma línea— podemos ratificar, una vez más, que un discurso de tal tipología no es viable. Y es que, ciertamente, tanto el desarrollo de nuestro arte contemporáneo como la crisis y las metamorfosis de aquella tradición —instaurada en/con la moderna cultura estética— han ido íntimamente unidos y correlacionados.

    Asistimos, de pleno, a la difusión de actividades artísticas de tal mutabilidad en sus formas, productoras de tan diversos efectos sobre la realidad y sobre los estratos de lo imaginario, que, evidentemente, resultan —en su diáspora— irreductibles a un estricto dispositivo común.

    Ciertamente, también en este caso, podemos afirmar que se ha tratado de un evento histórico fundamental, enraizado asimismo en el marco de la evolución de la experiencia estética, al extremo que bien podría, éste, incluso parangonarse con aquella especie de mutación, tan sustancial, habida en el tránsito entre el Seiscientos y el Setecientos, al filo de la constitución de la Cultura Estética Moderna.

    Es bien sabido que, al menos, desde la segunda mitad del Ochocientos, aquel tradicional sistema de las Bellas Artes entra en crisis encadenadas, de progresiva profundidad. Nacen artes nuevas, no previstas ni previsibles por/en el sistema (fotografía, cine, diseño industrial), y algunas de tales actividades contribuyen a introducir toda una serie de modificaciones en las experiencias habituales del arte, en las formas y en los lenguajes artísticos, abriéndose unas veces hacia el elitismo experimental y otras hacia la cultura de masas.

    No se trata de insistir en ello, pues es ya historia aquella creciente afirmación del arte de vanguardia, su institucionalización y sus parafraseados «descréditos». En cualquier caso, a lo largo de tal diacronía, nuevos territorios y nuevas opciones se han ido incorporando al quehacer artístico, de confines insistentemente inciertos e híbridos. Así lo que llamamos arte no constituye una clase sino una familia de objetos, de experiencias e intervenciones, no definibles por propiedades comunes, sino caracterizados, a lo sumo, por un «cierto aire de familia», como fácilmente reiteramos tras las acertadas observaciones de Wittgenstein.

    En consecuencia, tampoco extrañará si en vez de hablar de Estética nos referimos, a menudo —y más bien— a las estéticas, teniéndonos que codear con disciplinas e investigaciones de especialidades diferentes, en cierta conexión entre sí, como sucede paralelamente con los múltiples objetos de estudio de los que se ocupan, aunque sólo sea por no perder de vista, en última instancia, ese «variable aire de semejanza familiar».

    Es así como el concepto de Estética —al igual que el de Arte— se escapa y huye de delimitaciones rigurosas, a la vez que su extensión no parece ceñirse a fronteras precisas, sino que se amplía y modifica insistentemente. Tal amplitud y heterogeneidad ha contribuido sin duda —en nuestra época— a generar una especie de difusa timidez teórica, reforzándose por el contrario el interés por las posibles reconstrucciones de la historia de la estética, por los análisis interpretativos de las aportaciones artísticas desde enfoques metodológicos dispares y, menos frecuentemente, por la elucidación del estatuto epistemológico de las propias actividades interdisciplinares que se entrecruzan en este ámbito. De ahí quizás el interés añadido de estos temas que nos ocupan.

    De hecho la Estética se nos reaparece prevalentemente como disciplina histórica o como conjunto plural de estrategias interpretativas, proyectadas en los contextos cada vez más amplios, abiertos y heterogéneos de las propuestas artísticas. Pero quizás esa renovada atención —a la que hoy asistimos— en favor del diseminado «pensamiento estético» (por denominarlo, globalmente, de alguna manera) no esté tampoco demasiado alejado, por cierto, del hecho de entender la Estética ya no tanto como disciplina filosófica especializada sino más bien —abriendo plenamente su alcance— como reflexión filosófica acerca de las condiciones de posibilidad —también de las condiciones estéticas— de la experiencia humana en general. De ahí quizás derive, de nuevo, su gran versatilidad.

II

    Dejemos, sin embargo, simplemente aquí formulados —como somera introducción— estos puntos, en torno a la saga de la Estética (de las «estéticas») para acercarnos ya, más concretamente, a sus relaciones con la Crítica de Arte y, sobre todo, para intentar perfilar el propio estatuto epistemológico de la Crítica.

    En primer lugar convendría subrayar, desde una óptica general, cómo para la reflexión estética sus conexiones con los ámbitos de la Poética y de la Crítica han constituido históricamente hechos relevantes y, por supuesto, no siempre pacíficos. Así, por ejemplo, «las disfuncionalidades que aquejan a la Estética en nuestro siglo se han puesto al descubierto de un modo más descarnado en el proceso que las poéticas artísticas y la Crítica de Arte han incoado a la misma. Los manifiestos, los programas, los panfletos, las proclamas de las vanguardias históricas y de los diversos ismos artísticos llevan el sesgo inconfundible de la ruptura, de una enemistad, con las fórmulas «comodín» de la Estética Filosófica. Las transgresiones artísticas de la modernidad no solamente han agravado las tensiones ya insinuadas por el Romanticismo, sino que no han ocultado una hostilidad del Arte contra la Estética, en feliz expresión de A. Tàpies, denunciada asimismo por otros artistas. Si bien, como sabemos, aunque las poéticas y la Crítica de Arte no han surgido —ni mucho menos— en nuestro siglo, sí que empiezan a constituirse de un modo mucho más programático y a actuar muy activamente en función del nuevo arte, y su acoso a la estética es inseparable del nuevo marco de relaciones que instaura el desarrollo de los lenguajes artísticos» [7].

    Por otra parte, piénsese además cómo históricamente la misma Estética ha tendido, a menudo, a resolverse en las distintas poéticas —entendidas éstas como programas o como teorías internas de cada arte, escuela, «ismo» o artista—, fragmentándose en esa romántica metáfora de la serie infinita de espejos en los que se refleja la realidad. ¿Acaso no se convierte tal metáfora en acertado paradigma de aquello que no puede ser agotado por teoría alguna, ni subyugado por un sistema estético cerrado, favoreciendo de este modo la proliferación histórica de tantas poéticas (tantas estéticas) como refracciones posibles?

    Tal exacervación de las poéticas se levanta claramente sobre las ruinas de las aspiraciones omnicomprensivas —explícitas o veladas— de las estéticas. Y justamente «la pérdida de confianza en éstas promocionó, con no menor apremio, la proliferación de la crítica artística y sus funciones de legitimación frente a las nuevas rupturas de los lenguajes artísticos. Así la crítica [...] no será ya tanto una valoración (externa) como un reflejo inmanente sobre las propias obras» [8], es decir, sobre sus respectivas poéticas.

    Ahora bien, planteando las conexiones entre Estética, Poética y Crítica en un sentido más amplio —y, en principio, menos polémico— podríamos diferenciar diversas perspectivas. Por una parte indagar cómo la propia reflexión estética tiende a convertirlas en objeto directo de su estudio, atendiendo al carácter histórico y operativo de las poéticas y a la orientación interpretativa y apreciativa de la crítica. Sin duda, tales estrategias metodológicas aseguran también para la Estética un eficaz contacto —mediado y complementario, pero no menos necesario— con el hecho artístico. Y esta opción —paralela al posible acercamiento de la Estética al universo artístico— ha sido ampliamente cultivada, incluso subrayando sus mutuas diferenciaciones.

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    Detengámonos brevemente en esta perspectiva, de la mano de Luigi Pareyson: «La Poética y la Crítica poseen indudablemente el carácter de una reflexión sobre el arte y este hecho ha podido llevar a reducirlas o incluirlas en la Estética, o bien a conferir a la Estética la tarea de establecer leyes al arte o criterios de valoración para las obras de arte, convirtiendo así la Estética en un programa de arte —en teoría de un arte determinado— o en metodología de la Crítica. Ahora bien, Poética y Crítica no se identifican con la reflexión estética ya que justamente forman parte de su objeto de estudio, es decir se incardinan en la experiencia estética. La Estética es filosofía, y —respecto a ella— el arte en conexión con la Poética y la Crítica se articulan en su objeto de reflexión. [...] La Poética es programa de arte, declarado en un manifiesto o en una preceptiva o incluso implícito en el ejercicio mismo de la actividad artística. Es decir, traduce en términos normativos y operativos un determinado gusto, trasladándolo directamente al campo del arte. La Crítica, por su parte, es el espejo en el que la obra se refleja, formulando sus interpretaciones y su juicio estimativo en cuanto reconoce los valores de la obra. [...] En consecuencia, la Estética no posee un carácter ni normativo ni valorativo, no formula normas al artista ni dicta criterios al crítico. La Estética estudia las condiciones y la estructura de la experiencia estética y en ese plano se encuentra con la Poética y la Crítica, convirtiéndolas asimismo en objeto de su reflexión. [...] En particular, no se puede asimilar la Crítica a la Estética, afirmando que la reflexión desarrollada por la Crítica es de naturaleza filosófica, ni planteando que la Estética es esencialmente metodología de la Crítica» [9].

    Las fronteras interdisciplinares son ciertamente lábiles, pero, como podemos constatar, no faltan tampoco esfuerzos y planteamientos delimitadores, focalizados en esa compleja matización de niveles. Y en ese sentido, dado el particular contexto en que nos movemos y el tema que específicamente nos ocupa, no quisiera pasar por alto otra interesante propuesta de demarcación disciplinar entre Estética y Crítica de Arte, formulada por José Ferrater Mora, desde una perspectiva analítica [10]. Plantea resumidamente la tesis de que la Estética desempeña respecto de la Crítica una función análoga —no idéntica— a la que ejerce la Epistemología respecto de las Ciencias Naturales. Es decir que cualifica a la Estética como disciplina de segundo orden, circunscribiéndola, en consecuencia, a tratar acerca de aquellos asuntos investigados por disciplinas de primer orden, como pudieran ser en nuestro caso, por ejemplo, la Historia del Arte, la Crítica o las Poéticas.

    Así, paralelamente a la Epistemología, la Estética no investigaría objetos —no constituiría una investigación acerca de la realidad— sino que, como una especie de «teoría de la investigación», se ceñiría a estudiar las condiciones en que se desarrollan las investigaciones de primer orden, teniendo directamente en cuenta qué hacen, cómo lo desarrollan, con qué criterios, qué objetivos contemplan, qué tensiones y dificultades soportan, etc.

    En tal sentido se recordará que las disciplinas de segundo orden se presentan primariamente como analíticas y categoriales, siendo su tarea propia el escrutinio de los conceptos elaborados (o simplemente usados) por las disciplinas de primer orden. Así mientras, por un lado, las disciplinas de primer orden usan conceptos para ejecutar tareas específicas, que pueden ser muy amplias, por su parte los análisis conceptuales, llevados a cabo por las disciplinas de segundo orden, tratan de averiguar cómo aquellos conceptos y categorías utilizados ejecutan dichas tareas.

    Así pues —volviendo a la comparación planteada por Ferrater Mora— puede constatarse que existe un cierto hiato entre la Epistemología y las Ciencias Naturales, toda vez que los enunciados científicos no son derivables de análisis epistemológicos, ni tampoco éstos son simples generalizaciones de aquéllos. Pero asimismo no faltan tampoco nexos interdisciplinares entre ambos dominios, ya que —por ejemplo— los efectivos cambios en las investigaciones y concepciones científicas ejercen constante y considerable influencia sobre la teoría de la investigación científica (sobre la Epistemología) y, por otro lado, la investigación científica, en sí misma, no es tampoco independiente de los análisis, supuestos, y reglas metodológicas de las que precisamente se ocupa la Epistemología, y cuyas aportaciones y desarrollos —en determinadas circunstancias— pueden alterar el curso y reorientar las pautas de las investigaciones científicas. Hay por tanto —a pesar de las funciones distintas que ejercen— cierta continuidad relacional entre ambos niveles disciplinares.

    Análogamente —continúa sosteniendo Ferrater Mora— sucede entre Estética y Crítica y ese juego de hiatos y continuidades también se da entre ellas, pues la Estética no consiste en una generalización de enunciados formulados por la Crítica, ni ésta es una mera aplicación de esquemas conceptuales elaborados por la primera.

    De hecho la Crítica elabora enunciados observacionales o descriptivos, pero utiliza asimismo enunciados que contienen términos teóricos, a la vez que también formula enunciados que conllevan valoraciones. La Estética, como disciplina de segundo orden, tendría ahí, en el análisis de tales conceptos y del uso y funcionamiento de dichos enunciados, un amplio campo de funciones. Pero la Crítica, al fin y al cabo —apostilla Ferrater Mora— no constituye ni es una rama de la Estética, ni ésta realmente fundamenta los contenidos concretos de las investigaciones de aquélla. Por mucho que en el ejercicio de la Crítica de Arte se hallen siempre envueltas cuestiones de Estética, el hiato entre ambas seguirá existiendo.

    En realidad, esa analogía entre Estética y Epistemología, que sirve de base a la posición de Ferrater, determina claramente el modo restrictivo —como disciplina de segundo orden— de entender las tareas y los objetivos de la reflexión estética, que, concretamente respecto a la Crítica de Arte, se perfila de manera clara como una especie de Metacrítica.

    Hasta aquí nos hemos encontrado, pues, con modos bien distintos de enmarcar las relaciones entre Estética & Crítica, partiendo precisamente de concepciones dispares en la manera de entender la Estética. Sin afán de exhaustividad alguna, pero queriendo enfatizar, al menos, ambos extremos, podríamos resumir tales planteamientos respecto a la Estética para mejor puntualizar, posteriormente, el estatuto de la Crítica de Arte.

    (a) Así, desde una postura de máxima amplitud, podría afirmarse que la Estética estudia las condiciones de la experiencia humana en general, también pues, según los casos, las de la dimensión estética y las de las experiencias artísticas como parte de la experiencia humana. Desde esta óptica, la Estética se involucra directamente en las teorías acerca de la realidad. Unas veces como filosofía in genere y otras como disciplina filosófica especializada.

    Sin duda, como punto de encuentro entre filosofía y experiencia, la Estética se relaciona con otras disciplinas. Tal ocurre concretamente con la Crítica, en el plano del hecho artístico, por cuyas condiciones se interesa, encuadrándola en su propio objeto de estudio, pero manteniendo diferenciadas sus funciones, ya que la Estética no tiene un carácter normativo y operativo en cuanto al quehacer artístico (como las poéticas) ni tampoco aporta reglas de valoración al juicio crítico.

    Desde esta concepción, ambas se desarrollan, en consecuencia, como disciplinas de primer orden, que investigan la realidad: la una articula su desarrollo ocupándose de las condiciones de la experiencia y la otra focaliza su actividad en la interpretación y valoración de las aportaciones artísticas concretas, en el contexto de la cultura estética coetánea. Ciertamente su respectivo nivel de generalidad así como sus funciones son dispares.

    (b) Desde una postura claramente restrictiva, como ya hemos visto, la Estética —en cuanto disciplina de segundo orden— estudiaría las condiciones de posibilidad de aquellas disciplinas de primer orden que investigan las experiencias estéticas y más concretamente los hechos artísticos. Y es en esta relación epistemológica, ya indicada, donde se produciría el encuentro y la demarcación, que nos ocupan, entre Estética y Crítica.

    Entre estos dos extremos, que exponemos, es viable, incluso, encontrar todo un conjunto de posibles opciones intermedias, hasta trazar una especie de continuum, entre la postura más dilatada y aquélla otra máximamente restrictiva, a la hora de plantear el concepto de Estética. Sin embargo, son estos datos históricos reiterados y quizá ineludibles los que justamente han motivado, asimismo, que el dominio y las fronteras de la Estética sigan siendo, aquél, abierto y, éstas, lábiles.

III

    Respecto a la Crítica de Arte y sus relaciones con la Estética se han marcado, hasta aquí, al menos dos aspectos: una cosa es plantear, grosso modo, el tipo de vinculaciones disciplinares que entre sí mantienen y otra atender a las posibles interconexiones que sus respectivas actividades, ejercidas sobre ámbitos relativamente próximos o incluso extensiones comunes, pueden, de hecho, propiciar.

    1. En lo que respecta a las relaciones interdisciplinares ya hemos comentado, a modo de ejemplo, las propuestas de demarcación tanto de Luigi Pareyson como de Ferrater Mora, subrayando bien sea sus diferentes órdenes disciplinares o sus distinciones funcionales y objetivos complementarios.

    2. Sin embargo, tanto se acepte que ambas disciplinas puedan pertenecer al primer orden, es decir que, mutatis mutandis, las dos proyectan su investigación directamente —en este caso— sobre las experiencias estéticas, como si se distinguen epistemológicamente sus órdenes disciplinares, reservando a la Estética el papel de una teoría de la investigación respecto a las tareas de la Crítica de Arte, no dejará de ser fundamental para nosotros que nos planteemos algunos de los decantamientos e influencias mutuas y, si es el caso, también intersecciones y actitudes de hibridación que las crecientes contaminaciones actuales entre los ámbitos artísticos y culturales han propiciado, pero que tampoco han faltado, por otra parte, a través de la diacronía del pensamiento estético.

    Así, aunque sólo sea por poner determinados ejemplos, podemos recordar —a vuela pluma— cómo la misma Estética ha ido asumiendo, cada vez más, funciones de interpretación respecto a las manifestaciones artísticas (indeterminando, de este modo, sus límites con la Crítica) o cómo se ha decantado históricamente hacia las concretas teorías del arte —como estéticas empíricas—, codeándose con las Poéticas, convertidas éstas a su vez en parámetros y referentes no menos fundamentales para el ejercicio de la Crítica.

    Cabe recordar, igualmente, cómo la misma actividad crítica, reforzando lo que podríamos denominar su momento teórico, que es sin duda, también, copartícipe de su propio estatuto —como tendremos ocasión de comentar— se ha comprometido, a menudo, no sólo con la teoría del arte sino con determinados supuestos estéticos, en el desarrollo de sus funciones.

    Pero asimismo sería ilógico olvidar que los esfuerzos autorreflexivos ejercidos por la Crítica de Arte para clarificar y legitimar sus fundamentos (ante las múltiples envestidas y cuestionamientos recibidos) han ido progresivamente aproximándola a ciertas parcelas de la Estética, si no entendida ésta estrictamente como «metodología de la crítica», sí al menos como «metacrítica», en cuanto disciplina de segundo orden, lo que, en cierto modo, ha aminorado sus distancias.

    Y todo ello sin insistir sobre aquellas propuestas —porque siempre nos han parecido más que dudosas— que han abusado quizás de la expresión «estética aplicada» para referirse, a menudo, tanto a la Crítica de Arte (Max Bense) como a la Historia del Arte, a las Poéticas o —en otro sentido— al propio diseño.

    Esas zonas osmóticas —entre otras tantas— no son sino adecuados ejemplos de ese juego de intersecciones que conforma no sólo la periferia de la Estética, sino incluso su siempre arriesgada y sugestiva constitución.

    Pero atendamos algo más al territorio de la Crítica. Y, posiblemente, no sea superfluo —para ello— comenzar acudiendo, una vez más, a la conocida definición que históricamente Giulio Carlo Argan nos ha aportado: «En la cultura moderna —puntualiza— el arte es objeto de estudio de una disciplina autónoma y especializada —la Crítica de Arte—, la cual opera según metodologías propias, tiene como fin la interpretación y la evaluación de las obras artísticas y, en su desarrollo, ha dado lugar no sólo a la formación de terminologías apropiadas sino también a un verdadero y propio lenguaje especial» [11].

    Ya de entrada, nos parece oportuno reparar, al menos, en un par de extremos:

    1. En los rasgos de autonomía y especialización que de tal disciplina se predican, haciendo hincapié tanto en sus metodologías propias (¿o quizás, más bien, tomadas en préstamo?), como en lo que respecta al desarrollo de un lenguaje especializado.

    2. En la doble finalidad que, más o menos programáticamente, se le asigna a la Crítica en relación a su objeto de estudio —las obras artísticas—: la de su interpretación y valoración.

    Pronto vemos, pues, cómo justamente, en vez de subrayar sus conexiones con otras disciplinas, se tiende a acentuar más bien su especialidad y autonomía, como si fuese la Crítica, ahora, la que reclamase aquella especie de tensión centrípeta, que ya constatamos en el configurarse de la Estética como inicial disciplina filosófica ilustrada.

    En realidad, también la Crítica —más allá quizás de cualesquiera necesarias definiciones— se ha visto sometida a tensiones centrífugas, a la par no sólo de las crisis de la Estética, sino sobre todo de la fragmentación de las Poéticas y de la creciente movilidad e hibridación de las manifestaciones artísticas. De hecho la diseminación de las experiencias estéticas, tan íntimamente ligada a la multiplicidad de las prácticas artísticas, influirá directamente en las funciones reclamadas a la Crítica de Arte, sin duda cada vez más amplias y matizadas.

    Históricamente la Crítica —tras su nacimiento en relación al fenómeno de los Salones y a la aparición del público— irá adecuando sus actitudes y conocimientos. Es el tránsito entre la figura del amateur a la del connaisseur. Ello comporta —como tantas veces se ha insinuado— para ir elaborando y fundando sus criterios, una puesta al día de conocimientos técnicos y artísticos, como vía inmediata de acceso y valoración de las obras expuestas, las cuales varían periódicamente. A la vez, ya desde la crisis abierta del clasicismo, al imponerse la dinámica temporal moderna de la «búsqueda de novedad», es evidente asimismo —para la Crítica— la necesidad creciente del conocimiento del desarrollo histórico del arte. Pero también será imprescindible redefinir lo que sucesivamente se considera y debe ser admitido como arte, implicándose en ello las argumentaciones y los conocimientos teóricos, tan vinculados a determinados principios estéticos [12].

    Tal reajuste progresivo de actitudes y conocimientos, por parte de la Crítica de Arte, supone paralelamente una mayor especificación de sus funciones. Y en tal sentido, para acercarnos a una revisión de las funciones institucionales de la Crítica, recurriremos nuevamente a determinadas argumentaciones de G. C. Argan: «El hecho de que en la presente condición de la cultura, la Crítica sea necesaria en relación al mismo producirse y al afirmarse del arte, legitima la hipótesis de una especie de incompletud o, cuanto menos, de una no inmediata comunicabilidad de la obra de arte: la Crítica desempeñaría así una función mediadora, establecería un puente sobre el vacío que se ha llegado a crear entre los artistas y el público, es decir entre los productores y los fruidores de los valores artísticos. Esta mediación sería tanto más necesaria en cuanto que se quiere que el arte sea accesible a toda la sociedad. [...] Pero si la función de la Crítica fuese principalmente explicativa y divulgativa no se justificaría [...] su recurrencia a un "lenguaje especializado", donde abundan abstrusas argumentaciones, que son, para la mayor parte del público, herméticas. Aún menos se explicaría por qué la Crítica [...] no se limita a interpretar y valorar lo que ha sido hecho y presentado como arte, sino que directamente participa en asuntos programáticos y polémicos de tendencias y corrientes, es decir en las Poéticas, mostrando así su preocupación por aquello que se está realizando o intencionalmente está aún en vías de llevarse a cabo, es decir de la futuras orientaciones del arte» [13].

    Ya de entrada cabría, pues, constatar que dicha función mediadora, por parte de la Crítica, comporta paralelamente tanto un carácter prospectivo —se mueve en el plano de las intencionalidades— como retrospectivo —se ocupa de los trabajos ya realizados—. O lo que, de algún modo, viene a ser lo mismo: su mediación no sólo es explicativa/divulgativa, sino también fundamentadora y hasta participativamente promocional, estimulativa y promotora, en el seno del desarrollo artístico.

    Pero sigamos un poco más con las argumentaciones de Argan: «Indudablemente —continúa diciendo— la necesidad de la crítica depende de la condición de crisis del arte contemporáneo, de su dificultad para integrarse en el sistema cultural en acto, de la ruptura de relaciones que funcionalmente vinculaba el arte a las demás actividades sociales. [...] El objetivo de la Crítica contemporánea consiste, pues, sustancialmente en demostrar que lo que viene dado como arte es verdaderamente tal y que siendo arte se vincula orgánicamente a otras actividades —no artísticas e incluso no estéticas—, insertándose así en el sistema general de la cultura: esto explica precisamente el recurso a argumentaciones bastante complejas y justifica el desarrollo de un lenguaje especializado. [...] Por ello la Crítica puede considerarse como una prolongación o un tentáculo con el que el arte intenta vincularse a la sociedad, cualificándose como una actividad no totalmente discrepante o disímil respecto a las otras que la sociedad acredita como productoras de valores necesarios» [14].

    De nuevo, por lo tanto, nos aparecen matices distintos para esa —sin duda— amplia «función mediadora de la crítica», tales como la de legitimación del objeto en cuanto artístico o la de su correlativa inserción/integración en el sistema cultural.

    En realidad el papel de mediación desempeñado virtualmente por la crítica nos presenta múltiples facetas, en la medida que tal función se desarrolla a lo largo de todo un arco de opciones, en principio no excluyentes entre sí sino, más bien, concomitantes en el diversificado conjunto del quehacer crítico. Y su respectiva especificación dependerá, concretamente, de los elementos entre los que, en última instancia, se medie (el público, el mercado, el sistema cultural, tendencias artísticas, opciones poéticas, valores...).

    En cualquier caso, si en la inicial definición de la Crítica, que hemos tomado como punto de partida, recogía Argan dos fines principales como constitutivos de su propio alcance (la interpretación y la valoración de las obras de arte), bien estará que puntualicemos que, de algún modo, dichas funciones no son ciertamente ajenas a la propia «mediación» que ahora, de manera global, estamos comentando. Y es que difícilmente en la dinámica del conjunto del quehacer artístico cabe separar drásticamente el alcance y la mutua correlación existente entre las funciones.

    Pero de hecho, sí que consideramos conveniente puntualizar entre lo que podríamos considerar —en relación a la Crítica de Arte como institución socialmente reconocida en el contexto del hecho artístico— como funciones «constitutivas» de la misma, es decir, las de interpretar y valorar las distintas manifestaciones artísticas, y aquellas otras funciones «regulativas» que complementariamente vendrían a incidir en ese virtual alcance mediador ejercido por la Crítica.

    Así tras la función global de mediación (ya no entendida sólo como divulgación o educación del gusto en relación al público, ni tampoco en el siempre polémico rol de publicidad indirecta respecto al mercado) podrían recogerse aquellas modalidades regulativas anteriormente comentadas, siguiendo el desarrollo del texto de G. C. Argan, y matizar cómo ese papel mediador se resolvería en un abanico de opciones tanto prospectiva como retrospectivamente, atendiendo a la fundamentación de poéticas o tendencias, a la participación de la crítica en la promoción, respaldo y consolidación de iniciativas y movimientos artísticos y a la legitimación e inserción de las obras en el contexto cultural del momento [15].

    Toda una amplia diseminación, pues, de funciones que históricamente han aflorado en torno a la actividad de la Crítica de Arte y a las cuales habría que añadir la propia función autorreflexiva de la Crítica, en torno a su propio quehacer. Y es justamente en ella donde nosotros hemos acabado por instalarnos al desplazarnos por las lábiles fronteras de la Estética. Pero no quisiéramos finalizar tan parcial recorrido sin preguntarnos por el núcleo de intersecciones que constituye justamente el perfil epistemológico del estatuto de la Crítica [16].

    En ese sentido podríamos intentar individualizar el ámbito de la Crítica de Arte, en cuanto que se trata de una práctica dotada de una relativa constancia histórica y que podría ser sustancialmente reconducible a una actividad interpretante que opera en torno a determinados ejes fundamentales, los cuales se convierten en los auténticos momentos mediadores de su desarrollo, tal como han sido, con acierto, denominados por Filiberto Menna [17].

    Dichos «momentos» podrían resumidamente expresarse según la siguiente estructuración:

    (a) La existencia de un momento teórico, que comporta la asunción de una serie de principios e instrumentos por lo general de carácter filosófico y estético, los cuales permiten introducir, en la serie continua y prácticamente ilimitada de datos que, en el ejercicio de la Crítica, se barajan, los debidos criterios de pertinencia en vistas a su coordinada selección y ordenación, así como elaborar hipótesis y modelos (de cara a una más rigurosa delimitación del propio campo de indagación crítico) y determinar, por último, las oportunas metodologías de intervención en las investigaciones correspondientes, cada vez más plenamente interdisciplinares.

    De hecho la crítica —en su misma posibilidad operativa y en la tarea de construir un discurso sobre las propuestas artísticas— siente la exigencia de ensayar «andamiajes» y elaborar constructos de fundamentación, ubicados como base y punto de partida de su propio quehacer. El papel del momento teórico es, pues, imprescindible a la hora de delimitar las estrategias de aproximación y de circunscribir el campo y la perspectiva de análisis, legitimando incluso la serie de objetos que conforman y constituyen su universo de discurso.

    (b) El momento histórico no es menos relevante, pudiéndose asimilar, al menos en líneas generales, a la contextualización diacrónica de las obras estudiadas, ubicándolas en una posición precisa en el interior de un continuum temporal, explicitando sus conexiones e influencias y definiendo, en suma, el posible grado de desviación en relación a la norma vigente en el momento concreto de su aparición, es decir respecto a las obras precedentes y coetáneas, así como su virtual incidencia posterior, mostrando de esta manera el índice de «novedad» que comportan, referidas siempre al devenir histórico global de los fenómenos artísticos en cuyo conjunto se encuadran.

    Ambos momentos —el histórico y el teórico— son en realidad indispensables en cuanto que, cada uno con su respectiva incidencia y orientación, contribuyen a desarrollar y consolidar el sistema general de referencias en el que la obra se define y manifiesta, gracias al juego relacional de diferencias y similitudes.

    Ahora bien, como nos recuerda Filiberto Menna, no se trata de «imponer» —desde la historia o desde la teoría— un sentido a la obra, sino de facilitar, a partir de tales coordenadas referenciales, que dicho sentido pueda «aflorar», con mayor fundamentación, directamente de la propuesta artística respectiva, cooperando así en tal atribución.

    Cabría hablar, en cualquier caso, de una especie de movimiento pendular entre historia y teoría, en relación a que —aunque copresentes ambos momentos— con frecuencia son alternativamente dominantes, uno sobre el otro, según la concreta modalidad con que la crítica, como disciplina o como opción personal, se desarrolla, dando preponderancia a una u otra vertiente.

    (c) Un tercer engranaje, que con frecuencia se relega u olvida, estaría representado por lo que podría calificarse como momento técnico y que de algún modo englobaría el relativo conocimiento, por parte del crítico de arte, de cuanto hace referencia a la serie de normas específicas, desarrollo de procesos, recursos técnicos y estrategias múltiples que toda producción artística —mutatis mutandis— conlleva, como techné, y que en conjunto supone un acervo fundamental para comprender, analizar y «revisar» la compleja génesis del programa de cada obra.

    De esta manera, el momento teórico, el histórico y el técnico conforman una eficaz trilogía para el conocimiento y la preparación del quehacer crítico.

    (d) El momento decisivo —nunca independiente ni desvinculado, por supuesto, de los tres anteriores, en los que de algún modo se respalda— sería, en realidad, el momento evaluativo, que implica una explícita declaración de valor y la formulación de la misma en el correspondiente «juicio» por parte del sujeto crítico, que así se implica de manera directa él mismo y se compromete personalmente en la cuestión. Tal momento vendría a resumir, en sí, lo que bien podría calificarse como genuina «función crítica», en el sentido propio y fuerte que comporta dicha expresión globalizadora, respaldada en las respectivas fundamentaciones teórica, técnica e histórica.

    En esta copresencia y correlación de momentos, podemos afirmar que se perfila formalmente el estatuto de la Crítica de Arte.

    Además, volviendo —para finalizar— al hilo conductor de nuestro tema, puede constatarse cómo, a través de la incidencia de tales momentos, afloran de nuevo las relaciones interdisciplinares que mantiene la Crítica de Arte —entre otras— con las Poéticas, la Historia del Arte o la Estética, al margen de las numerosas interconexiones metodológicas que inevitablemente postula y desarrolla, en su no menos diseminado quehacer, con otras numerosas Ciencias Humanas [18].

    Las fronteras lábiles no sólo se presentan, pues, en los contornos de la Estética

  

NOTAS:

[1] Texto de la ponencia presentada en las jornadas organizadas por la uned, en Ávila, bajo el título general de Las Fronteras lábiles de la Estética, en julio de 1995.

[2] M. Modica, Che cos´è l´estetica?, Editori Riuniti, Roma, 1987, págs. 14-15.

[3] M. Modica, loc. cit., págs. 19-20.

[4] W. Tatarkiewicz, Historia de Seis Ideas, Tecnos, Madrid, 1988, capítulo II.

[5] Ch. Batteux, Les Beaux Arts réduits à un meme principe (1746); J. B. D’Alembert, Discours Préliminaire de l’Encyclopédie (1751), son ejemplos fundamentales en ese sentido.

[6] S. Marchán Fiz, La Estética en la Cultura Moderna, Alianza Forma, Madrid, 1987.

[7] S. Marchán, op. cit., pág. 233.

[8] S. Marchán, loc. cit.

[9] L. Pareyson, I Problemi dell’Estetica, Marzorati, Milán, 1966, capítulo I, epígrafes 3/6.

[10] Ferrater Mora, «Estética y Crítica: un problema de demarcación», Revista de Occidente, 4, 1981, págs. 43-54.

[11] G. C. Argan, Arte e Critica d’arte, Laterza, Bari, 1984, pág. 129.

[12] F. Calvo Serraller, «La Crítica de Arte», en F. Calvo Serraller (ed.), Los Espectáculos del Arte, Tusquets, Barcelona, 1993, págs. 15/73.

[13] G. C. Argan, op. cit., parte II, capítulo 1, págs. 130-131.

[14] G. C. Argan, op. cit., págs. 131-132.

[15] Sin duda, como es sabido, no han faltado ni faltan voces que colocan a ciertas funciones, entre las citadas de la Crítica, contra las cuerdas, sobre todo a la hora de someter a duro juicio sus —con frecuencia— sospechosas «mediaciones» en relación al sistema institucional de la cultura y del mercado, entendiéndolas unas veces como recurso de asimilación y de neutralización en el seno mismo del contexto cultural. Pero tales cuestiones nos llevarían mucho más allá de nuestro tema.

[16] Sin entrar, por el contrario, en la pluralidad de estrategias metodológicas que su progresivo acercamiento a las Ciencias Humanas ha generado, convirtiéndola, de hecho, en una actividad contaminada, heterodoxa e imprevisible respecto a sus propias premisas metodológicas.

[17] F. Menna, Critica della Critica, Feltrinelli, Milán, 1980, capítulo 4.

[18] Pueden consultarse al respecto A. Bonito Oliva (ed.), Autonomia e Creatività della Critica, Lerici, Roma, 1980. También R. de la Calle (ed.), Reflexiones sobre la Crítica de Arte, IVAM-Generalitat Valenciana, 1990.