LA MISERIA DE LA FILOLOGÍA

Manuel Crespillo

Universidad de Málaga

 

    A finales de 1995 tiene previsto aparecer en la colección Hybris de Ágora el libro de E. Rohde, Psique (El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos), cuya versión española fue originalmente concebida por Salvador Fernández Ramírez. Aunque estoy al cuidado de la edición y soy el responsable de delimitar, mediante un sistema de notaciones organizado a la manera de proceder de la crítica textual, qué concibió Fernández Ramírez y qué añadieron sus revisores posteriores, quiero adelantar en este breve artículo cómo hago un gran esfuerzo, invirtiendo más de un centenar de páginas, en defender lo que denomino el Gran Estilo. Y si quiero adelantar parte de sus contenidos es porque el concepto de Gran Estilo es un asunto que me preocupa tanto en los últimos tiempos que se ha convertido para mí en la cuestión fundamental de la filología moderna. Se trata de un problema del lenguaje sujeto que pertenece por entero al reino de lo que vengo denominando en mis trabajos más recientes, exégesis o filología del espíritu[1]. En La mirada griega dije que el Gran Estilo o Gran Arte no era ni lo mucho ni lo poco, sino un sentido mesurado de la cantidad y de la cualidad, de lo breve y de lo largo, opuesto a la particularidad de la filología de la palabra en cuanto una de sus constantes consistía en defender la universalidad del concepto de valor. Cuando me fijé en Nietzsche, lo caractericé como un poder que arrancó del ideal griego, y cuyo destino aún desconocemos. En realidad, el Gran Estilo no es más que aquella hueste de metáforas, metonimias, hipérboles, antropomorfismos, etcétera, cuyo movimiento configuró la idea nietzscheana de verdad. Y sabemos bien que la verdad no es tanto la historia como el deseo. La verdad, que se ha convertido en el gran asunto de la filosofía de nuestro tiempo en Europa, no es más que el entusiasmo, el poder de sobrevaloración, la experiencia infinita del ritmo, aunque irremediablemente tales circunstancias terminen siempre destruyendo el espíritu y oscureciendo la razón. La verdad es plenitud y desbordamiento, un proceso de autodestrucción que margina del espacio y coloca fuera del tiempo a los artistas egregios. La verdad es la brisa del crepúsculo, lo que Natacha Michel ha denominado una «papirotada del conocimiento»[2], la dispersión de la emendatio, la capacidad de crear símbolos, muy por encima incluso de cualquier tipo de erudición sobre éstos, en definitiva, una labor fantasmagórica. La práctica del Gran Estilo produce como resultado en el dominio de la filología del espíritu aquello que en La mirada griega denominé la vivencia de un Ideal. Vivir el Ideal consistía en realizar una extraña mezcla, la que produce la alianza entre el placer de crear y el tormento de escribir, un trabajo como el de las parturientas de los viejos tiempos, una extraña síntesis con la que el sujeto se vacía mientras crea y vitaliza su nada. La experiencia de la nada es el conocimiento absoluto, la mentira, el poder desmesurado de lo fantástico, la ausencia de culpa, de mascarada y de muerte. Vivir el Ideal es un destino heroico que prepara al poeta para la esclavitud y para la renuncia a cualquier modelo de felicidad. Combina la exuberancia de vida con su empobrecimiento, en una clara actitud de pesimismo, y coloca al sujeto ante una concepción de la vida como máscara, ante la posibilidad de soportar la vida como fenómeno estético y pura apariencia. Vivir el Ideal es situarse ante la gran idea nietzscheana de arte, de interpretación, de afecto, de voluntad de poder. Vivir el Ideal es creer que en los tiempos que corren la cuestión del arte sigue siendo aún una cuestión esencial. Y una cuestión esencial para todos. Incluso para los filólogos.

    Así pues, hay una filología capacitada para practicar un pensamiento límite en el que se instale cómodamente toda una pluralidad simbólica y toda una variabilidad permanente, una filología receptiva ante el caos de una imaginación creadora a la que se reserva una ubicuidad en el complejo aparato de su metodología. Sé que no es fácil que esto se comprenda por parte de los filólogos que entienden su menester como un conjunto de aplicación de técnicas y de puesta en escena de un reglaje metodológico. Pero es necesario —y necesario para el porvenir de la filología— asumir que la ley de la variabilidad justifica un gran espacio metonímico en el que esta disciplina hace bien en confundirse —al hacerse sujeto— con el objeto que la constituye. Sólo así fue como nació la genealogía, un campo del saber ligado a la mutabilidad del concepto de valor y, por consiguiente, a la apariencia del concepto de verdad, que fue anatemizado por la filología oficial como una «filosofía afilosófica», pero que, para esperanza de muchos, es reclamada, cada vez con mayor e inusitada fuerza y como baluarte de sus análisis lingüísticos y literarios, por los nuevos filólogos del espíritu, por aquellos que nos sentimos herederos de los antiguos filólogos de la cosa, los que desaparecieron en los últimos años del siglo XIX.

    Y los filólogos del espíritu no sólo reclamamos un lugar en el maltrecho campo de la filología, sino que propugnamos para la imaginación creadora el reconocimiento de un papel prominente en la emergencia de nuevos valores filológicos. Es un hecho constatable que la apropiación del Gran Estilo promovió la desaparición de una de las dos viejas maneras de hacer filología. Y, sin embargo, lo que propongo en el libro de Rohde es sencillamente que el Gran Estilo es un concepto que todos podemos compartir. Sólo habría que ceder un sitio a la vieja filología de la cosa y al reconocimiento de su papel histórico en la vanguardia de la creación de los nuevos valores del arte. Sería lamentable que el Gran Estilo sólo quedara reservado a la oportunidad de hacer una exégesis. ¿Para qué entonces la otra filología?

    Durante mucho tiempo lo que más me llamó la atención fue no haber oído pronunciar nunca a mis colegas —y tampoco antes a mis profesores— el nombre de Erwin Rohde. Y hasta cierto punto parecía lógico que, por ejemplo, Rudolf Pfeiffer no lo mencionara en su Historia de la Filología, dadas las limitaciones de época trazadas por su libro. Pero tenía que haber algunas razones—¡y vaya si las había!— para que U. von Wilamowitz-Möllendorff ocupara numerosas páginas en otras historias de la filología mientras Rohde a lo más que pudiese aspirar fuera a algún epígrafe suelto; deberían de existir algunas causas —¡y claro que las había!— para que en el famoso trabajo de Wilamowitz, Geschichte der Philologie, fuera silenciado el nombre de Rohde. ¿Por qué no hubo ni siquiera un tratamiento digno de su figura en las conocidas Memorias de Wilamowitz redactadas casi treinta años después de la muerte de Rohde?[3] Todo lo que escribiré a continuación tratará de desvelar esas razones, y pondrá de manifiesto lo que ya quiero acuñar para dolor de todos como La miseria de la filología —y no hará falta recordar, salvo que se trate de las nuevas generaciones de filólogos, cuánto le debe esta idea al célebre trabajo de Marx, La miseria de la filosofía—.

    El primer hecho constatable es que a Rohde lo conocen muchos filólogos —y desde luego todos aquellos que nos proclamamos filólogos del espíritu, amantes de la tradición y de los corpus escritos, los que sobrevaloramos la genealogía del valor artístico del lenguaje— por tres contribuciones fundamentales: defendió apasionadamente El nacimiento de la tragedia de su amigo F. Nietzsche mediante un trabajo temprano, pero filológicamente muy importante, titulado Afterphilologie; fue autor de un estudio excepcional sobre La novela griega, y escribió la obra maestra Psyché, que Hybris de Ágora se ha propuesto reeditar. Pero lo mismo que un poeta pasajero es tan importante para la historia literaria como un poeta permanente, también un filólogo no sólo juega un papel relevante dentro de la historia de la filología por el material epigráfico que deja como legado. A veces se convierte en un asunto primordial la contribución coyuntural de un grupo al enriquecimiento de un Saber. Y aparte de la importancia intrínseca de su obra, eso fue lo que sucedió con el filólogo Rohde, quien tuvo la fortuna de participar en la última de las querellas importantes producida entre escuelas filológicas alemanas, la que se produjo entre 1872 y 1873, y conocida como la Polémica sobre El nacimiento de la tragedia[4]. Pero lo que verdaderamente revela La miseria de la filología es que esa polémica no fue un episodio aislado en la historia de esta disciplina. Al fin y al cabo, U. von Wilamowitz (1848-1931), E. Rohde (1845-1898) y F. Nietzsche (1844-1900) sufrieron, cada uno a su manera, las consecuencias de otra disputa filológica desatada en Bonn en 1864, y conocida como Philologenkrieg («guerra de los filólogos»), entre F. Ritschl (1806-1876) y O. Jahn (1813-69)[5].

    Ritschl, cuya encantadora esposa Sophie mencionó a Wagner por primera vez el nombre de Nietzsche a propósito de la conocidísima canción del premio de Walther[6], había llegado a Bonn en 1839 tras un periplo inicial por las Universidades de Halle y Breslau. Tras llegar a la capital alemana, impuso su autoridad sobre el resto de los filólogos en el conocimiento de Plauto (el Titus Maccius Plautus) publicando en 1842 De Plauti poetae nominibus y en 1845 Parerga Plautina. Pese a sus destacadas contribuciones al estudio del latín arcaico, la importancia de Ritschl proviene de lo que me gustaría llamar el trabajo filológico silencioso, algo de lo que han estado muy necesitadas las filologías de todos los tiempos. En primer lugar, la sólida formación adquirida por Ritschl en el estudio de los poetas griegos con su maestro G. Hermann (1772-1848) —catedrático en Leipzig desde 1797, el pater studiorum por excelencia, como lo llamó Lachmann—, partícipe a su vez de otra polémica de renombre sostenida en 1833 con K. O. Müller (1797-1840), y conocida como la Eumenidenstreit. En segundo lugar, la asimilación inductiva de la crítica histórica y textual, el tan debatido cientificismo que Wolf —el discípulo de Winckelmann y de Bentley— incorporó a los estudios clásicos y que tan contundentemente criticaría cien años después Wilamowitz. Pero, por último, la mayor importancia de Ritschl para la historia de la filología fue la de haber sido un excelente maestro de jóvenes filólogos, primero a través de su Seminario en Bonn y después mediante su prestigiosa revista Rheinisches Museum für Philologie en la que tanto publicó Nietzsche —sus trabajos sobre Diógenes Laercio son ejemplares— y en la que nunca quiso publicar Wilamowitz.

    Personalmente, Ritschl fue un humanista excepcional, que contagiaba a sus discípulos de una riqueza de puntos de vista distantes de la rigidez de sus investigaciones. Sólo así se explica el magisterio ejercido sobre Ribbeck (1827-1898) o Usener (1834-1905) en Bonn o sobre Nietzsche y Rohde en Leipzig. Ribbeck, el editor de Miles gloriosus, estudioso de Horacio y de la poesía latina, quien también estuvo en Basilea antes de Kiessling y de Nietzsche, y después en Heidelberg, fue a partir de 1867 profesor de Rohde en Kiel. Y Usener, estudioso de la mitología y de las religiones, realizó un importante estudio comparado del culto de las almas en sus artículos sobre Mitos itálicos que luego Rohde intensificó en su Psyché. Autor de una obra paralela a la de Rohde, me refiero a su famoso Göttername de 1896 —no se olvide que la segunda parte de Psyché data de 1894—, maestro también del propio Wilamowitz, aunque bien es verdad que bastante menos positivista, con quien mantuvo una intensa correspondencia publicada tras la muerte de éste, Usener fue quien emitió el primer informe favorable —juntamente con el de Kiessling— sobre la persona de Nietzsche antes de que éste ingresara en Basilea, informes inspirados desde luego por los trabajos que el genealogista había publicado en el Rheinisches Museum. Pero Usener también fue aquel del que Nietzsche se quejó tan amargamente cuando, tras aparecer El nacimiento de la tragedia, le escribió a Rohde: «En Leipzig hay una opinión sobre mi trabajo: según ella, preguntado por unos estudiantes, el bueno de Usener, muy apreciado por mí, ha dicho en Bonn "que el libro es un puro desatino, desprovisto de todo valor; el autor de una cosa así ha muerto científicamente". Es como si hubiera cometido un crimen; durante diez meses se ha guardado silencio porque todo el mundo creía estar realmente tan por encima de mi libro, que no era necesario perder una palabra con él. Así me describe Overbeck la impresión en Leipzig» (Carta del 25-X-1872).

    O. Jahn, el genial biógrafo de Mozart, sucedió a Welcker en Bonn en 1855 como arqueólogo. Traía un aire renovador al campo de la filología, y reclamaba de nuevo —no es la primera vez que sucedía— la abertura de la interpretación. Al ser discípulo de C. Lachmann (1793-1851), propugnaba, como éste, que fue en realidad quien lo fundó, la adición, cuando faltaba el archetypus, de la emendatio a la recensio en su método de crítica textual. Aun cuando Hermann, maestro de Ritschl y de Lachmann, había llegado a aceptar la necesidad de la emendatio, hay que reconocer que tal conformidad implicaba una gran quiebra del aparato inductivo exigido por el propio Hermann como baluarte de la crítica histórica. No era difícil, pues, que existiera una pequeña contraposición entre las filologías representadas por ambos y, sin embargo —y ésta es una de las grandes miserias de la filología de todos los tiempos—, los filólogos de Bonn tenían el mismo maestro allá por el año de 1860: Hermann sobre Ritschl o Hermann a través de Lachmann en el caso de Jahn. Crítica histórica pura, se mire como se mire. En tales circunstancias, los hechos no tienen una explicación demasiado lógica, pues el propio Ritschl había propuesto a Jahn como profesor en Bonn, pero lo cierto fue que muy pronto aparecieron en aquella Universidad las dos viejas maneras de hacer filología: la filología que se ligaba a la posibilidad de la emendatio tenía un trasfondo humanista muy ligado a la abertura de la creatividad y al ensanchamiento de las hipótesis en términos muy similares a la vieja filología de la cosa, mientras que la filología de Ritschl tenía todo el rigor cientificista propio de la crítica histórica más rigurosa, pues pretendía recuperar los textos antiguos —y resolver la adulteración de las transmisiones— examinando párrafos y versos sin tener para nada en cuenta la historia de las ideas.

    La mayoría de los filólogos actuales pueden entender muy bien el procedimiento, pues seguramente se reconocerían a sí mismos en sus formas de impartir la docencia: salvo una o dos clases amenas sobre la comedia de Plauto, Ritschl ya no hablaba más que de cambios fonéticos, asimilaciones, reduplicaciones de vocales, etc. Así que frente a una filología, llamémosle fuerte, había otra demasiado débil en la cual el filólogo-arqueólogo era también musicólogo. ¡Esto era demasiado! ¡Mozart estorbaba a la filología! Los alumnos también tuvieron que elegir entre Mozart o Salieri, y Salieri se fue de Bonn. Al fin y al cabo sólo había tres lugares importantes para estudiar filología en Alemania: Bonn, Leipzig o Berlín. Y con la marcha a Leipzig —el más prestigioso de los centros— sólo Ritschl salió ganando.

    Entre los alumnos también se produjeron situaciones extrañas. Nietzsche, por ejemplo, sentía una mayor predilección por Jahn —quien sintetizaba la unión primera entre filología y música—, pero la verdad es que al curso siguiente lo vemos muy satisfecho de encontrarse con Ritschl en Leipzig. Hoy sabemos que el móvil inicial fue el de trasladarse con su amigo Gersdorff a esa ciudad, pues éste se había matriculado allí tras aprobar el examen de Bachillerato en la Escuela Real Provincial de Pforta. Pero durante muchos años todo el mundo creyó el juicio malicioso dado por Wilamowitz en sus Erinnerungen de que Ritschl fue la causa del traslado de Nietzsche. Efectivamente, Wilamowitz declaró que Nietzsche siguió a Ritschl de Bonn a Leipzig, quien no sólo le regaló la cátedra de Basilea sino también el doctorado honoris causa. Y acusó ¡tantos años después! a Ritschl de nepotismo por conceder a un principiante —a su juicio las publicaciones en el Rheinisches Museum no lo justificaban— tan altos favores. Pero para desgracia de Wilamowitz conservamos en una carta el testimonio de Nietzsche, quien había escrito a su amigo de Pforta, Gersdorff: «Puede decirse, pues, que la Facultad de Filosofía y Letras de Leipzig es la más importante de toda Alemania. Y a ello se añade otra cosa muy agradable. Tan pronto como me escribiste que pensabas ir a Leipzig, tomé yo también la resolución de ir allí. Es decir, que vamos a encontrarnos de nuevo. Después de haberme decidido a ir supe del traslado de Ritschl, y ello me fortaleció en mi propósito. Tan pronto como llegue a Leipzig entraré, si es posible, en el seminario filológico, y tengo que trabajar intensamente. Podremos disfrutar también en abundancia de la música y del teatro» (Carta del 25-X-1865). En cualquier caso, si se mira retrospectivamente, se produjo, como tantas veces en la historia del saber filológico, una situación demasiado extraña. Considerado un maestro extraordinario, con el Rheinisches Museum a disposición de Nietzsche, muy pronto sabremos, apenas se publique en 1871 El nacimiento de la tragedia, el respeto y la veneración que Nietzsche sentía por Ritschl —veneración que llega incluso a las anotaciones del Ecce Homo de 1888[7]— a la vez que el desprecio sentido por Jahn, al que acusó brevemente de asumir la superficialidad estética de la vieja música que se tambaleaba ante la grandeza del nuevo maestro, Wagner. Jamás le perdonaría Wilamowitz ese menosprecio por un antiguo alumno de Pforta, pero afortunadamente Jahn había muerto en 1869 y no tuvo que leer lo que había escrito el joven genealogista. Así que el 25 de octubre de 1865 tuvo lugar la lección inaugural de Ritschl en Leipzig «Sobre la utilidad y el valor de la filología»[8]. Ese mismo día, y en la misma Aula Magna, un joven venido de Hamburgo para estudiar filología en Leipzig se prestará a oír a quien luego sería su maestro. Ese joven no era otro que E. Rohde.

    Desgraciadamente, la Philologenkrieg no ha sido un episodio aislado en la Historia de la Filología. Entre los discípulos del propio Ritschl hubo también una sonora disputa en la que intervinieron Wilamowitz y Rohde, y en la que Nietzsche, centro del debate, jugó mucho más que un papel pasivo; tal disputa marcó la trayectoria filológica de la última gran generación de filólogos —la de aquellos que como Lachmann se avergonzaban por no haber recordado en una ocasión cómo se decía «carbón» en latín— e incluso involucró al maestro de la modernidad musical alemana, R. Wagner. En mi «Defensa del Gran Estilo», que escribo, según dije, como introducción a la Psique de Rohde, analizaré los pormenores de esta disputa. Pero conviene recordar que la gran polémica por dos maneras diferentes de hacer filología hunde sus raíces en el nacimiento de la filología misma como saber autónomo durante la primera modernidad. Efectivamente, antes de la Philologenkrieg de 1864 existió otra vieja polémica en 1833 entre G. Hermann y K. O. Müller conocida como la Eumenidenstreit.

    K. O. Müller (1707-1840), alumno de Herder y de Welcker, pretendió restituir el espíritu de Winckelmann. Su fuente directa fue A. Boeckh (1757-1867), primer ejemplo moderno de síntesis entre la historia, tal como la aprendió de Wolf, y la hermenéutica, tal como se la enseñó Schleiermacher. Aun cuando su gran Enciclopedia y metodología de las ciencias filológicas fue una obra póstuma de 1877, en realidad había publicado en Berlín, donde estaba desde 1811, el primer volumen del Corpus inscriptionum graecarum en 1828, y el segundo volumen en 1843. Aunque Boeckh había dedicado a Hermann un estudio sobre los trágicos griegos, éste se sintió atacado ya desde el primer fascículo del Corpus, pues, efectivamente, Boeckh pedía a la filología una mayor amplitud filosófica e histórica, y la llegó a definir como universae antiquitatis cognitio historica et philosophica. Conocimiento de la historia y de la filosofía, de la parte y del todo —recuérdese el famoso círculo filológico de Schleiermacher sobre el que he escrito en algunos lugares[9]—, la filología deja de ser una simple acumulación de datos heterogéneos sometidos a órdenes metódicos tal como los filólogos actuales nos tienen acostumbrados. Contra la crítica de este primer fascículo contestó rápidamente Hermann, el autor de Orphica (1805), cuyos descubrimientos sobre el hexámetro épico tanto cautivaron a Wilamowitz, en términos muy parecidos a lo que cualquier filólogo —y no hay que ser «filólogo de la palabra» para estar de acuerdo en esto— hubiera fácilmente sostenido: la
filología tenía que dar primacía a las palabras escritas por un autor. En realidad Boeckh sostenía que no era posible entender filológicamente el dato escrito si antes no se conocía la cosa, esto es, su causalidad conceptual e histórica. ¿Cómo se iba a reconocer filológicamente el espíritu del hombre si se ignoraban su historia y su pensamiento?

    Cuando Boeckh prudentemente guardó silencio, Müller tomó el relevo. Y al editar las Euménides de Esquilo, atacó directamente a Hermann. La filología no es simplemente Notengelehrsamkeit, sino que tiene que avanzar mucho más allá de la prosodia y de los simples aspectos gramaticales y formales. La palabra objeto de la gramática, el «filologismo», lo que yo he llamado recientemente, con gran pesar, la «filisteofilología»[10], quedaba expresamente condenada por Müller, para quien palabra y pensamiento eran dos envoltorios de la misma conciencia. Al hablar de la filología como de un sistema del conocimiento humano, integraba en un vasto saber la capacidad simbólica, sentimental, cognitiva, prosódica, histórica, etcétera, del hombre, y buscaba para la filología ese ansia de creatividad y de libertad tan enraizadamente ligadas a la historia humana. La filología era mucho más que el simple análisis prosódico de los corpus literarios, con lo que Müller había nada menos que rescatado la capacidad universal de manifestación de estados del espíritu que la modernidad había groseramente desequilibrado en favor del individuo. Esta capacidad universal era la que directamente conducía al conocimiento histórico y filosófico de toda la Antigüedad.

    Pero la línea Boeckh-Müller no nace del vacío. Es la heredera de lo que, en cierto modo contra su propia Darstellung, F. A. Wolf (1759-1824) había denominado la Altertumswissenschaft («ciencia de la antigüedad») en su famosa Encyclopaedia philologica, y que apareció como primer artículo de su revista Museum der Altertumswissenschaft[11]. Así se explica el entronque con Winckelmann. Más aún, la amistad de Wolf con A. Schlegel o Schleiermacher, con J. Grimm o W. von Humboldt prolonga lo que quiero llamar una totalidad filológica cuyo resultado más importante en la época de Hermann, concretamente en 1825, fueron los Prolegomena zu einer wissenschaftlichen Mythologie de Müller, título que imitaba descaradamente los Prolegomena ad Homerum (1795) de Wolf. El libro de Müller fue de una importancia excepcional en muchos aspectos. La idea nietzscheana de lo orgiástico como un asunto creativo y un ingenio de cultura propio de Dioniso estaba ya preludiada en Müller. La cultura de lo orgiástico frente al simple acontecimiento del vino —tan extendido entre los filólogos de la palabra— fue lo que distinguió otra polémica menos conocida de Müller contra el formalista J. H. Voss. Evidentemente, nos movemos en una época en la que, a diferencia de nuestra segunda modernidad, había un respeto evidente hacia las formas del Saber y la autoritas del magisterio. Müller no podía desligar los mitos de la historia real de las tribus griegas. Así que la línea Boeckh-Müller se convierte en la receptora de la filología de la cosa y, con todos los riesgos que esta afirmación conlleva, en el antecedente más directo de lo que algunos pensadores entienden por genealogía y de lo que algunos filólogos —y la pluralidad es a veces un lujo de la imagen— llamamos filología del espíritu o también exégesis. Como prospectiva, a partir del albor de la modernidad, la línea establecida por Müller marca una continuidad en el tiempo hasta Erwin Rohde. Contempla a F. G. Welcker (1784-1868), quien, como Boeckh, fue discípulo directo de Wolf y amigo personal de Humboldt, y un gran restaurador —sobre todo en los tres volúmenes de su Griechische Götterlehre (1851-63)— de una imagen unitaria y total[12] del mito griego (sabido es que a sus 84 años, ya ciego, dictó su último curso sobre «La serenidad y belleza de la religión griega»), imagen que reconducía la grandeza y la serenidad impuesta desde Winckelmann, y que tanta influencia ejerció sobre el «mayor máximo» maestro de Basilea, J. Burckhardt (1818-1897), el célebre escritor de La cultura del Renacimiento en Italia, pero sobre todo, dados los fines que nos ocupan, el autor de las Reflexiones sobre la historia universal y de La historia de la cultura griega[13]. Y como retrospectiva, Müller tuvo que combatir el carácter religioso y místico —que en cierto modo se convertía en un poder ahistórico— que anteriormente había impuesto Creuzer a la mitología a través de su Symbolik. Y, sin embargo —y ésta es una de las grandezas de las sinuosidades de la genealogía—, la obra de Creuzer fue un jalón excepcional para el enriquecimiento de la filología de la cosa, por cuanto lograba ensanchar la perspectiva de la filología hacia la mística y las creencias religiosas, con lo que abría de par en par las puertas a la absoluta variabilidad de la emendatio y negaba con bastante contundencia la fijeza de las creencias historicotextuales. En cierto modo, la mística de Creuzer contenía un soplo dionisíaco que con su lucidez habitual el propio Wagner había entrevisto de manera magistral, y que luego, como demostró Mayrhofer, fue de una importancia excepcional para la concepción del Zaratustra de Nietzsche[14].

        El abismo melancólico en que nos sumían las ménades en La simbólica de Creuzer había ejercido también una influencia poderosa en la Basilea de Nietzsche a través de la obra de Bachofen, en especial sobre La simbólica de las tumbas o sobre El matriarcado[15], jurista que, como no podía ser de otra manera, mantuvo una disputa también apasionante con T. Mommsen (1817-1903), aquel arqueólogo que desde 1858 aparece en Berlín y que fue defensor a ultranza de la crítica historicotextual por los mismos motivos que justificaron desde siempre la derrota de los filólogos de la cosa: la imposibilidad de imponer un sujeto universal y de encontrar un sustrato ontológico conceptualmente convincentes tras la rigidez de la documentación histórica. Según cuenta Janz[16], el 24 de Enero de 1862, tras la aparición de la tercera edición de la Historia romana de Mommsen, Bachofen había escrito a un amigo: «El lenguaje no tiene palabras para expresar la perversidad auténticamente canallesca del autor. Es una obligación protestar públicamente contra un libro así [...] Especialmente repugnante resulta la reducción de Roma a las ideas en boga en el más romo liberalismo prusiano moderno de cámara [...] Ya ve usted que tengo entre manos un asunto tumultuoso. Por favor, no hable de ello. Perderé cerca de un año con el asunto». Pero dice Janz que perdió ocho, hasta la aparición de la Leyenda de Tanaquil en 1870.

    Barrios Casares[17] destacó la influencia del «Apolo báquico» y del «Dioniso apolíneo» de Bachofen sobre el texto de Nietzsche. Aunque el «valor de emergencia» sea difícil rastrearlo —por no decir imposible— fuera de la obra de Nietzsche, sin embargo, todo el simbolismo fálico de Dioniso es verdad que está en la base del libro de Rohde. Y lo importante, mucho más de lo que aparentemente pueda parecer, de la tesis de Barrios Casares es haber comprendido, aunque lo haya hecho desde luego a través de la obra de Howald[18], que la tradición Creuzer-Bachofen pone en contacto a Nietzsche con una tradición filológica, la de los filólogos de la cosa, radicalmente alejados de los Wortphilologen, los cuales representan la filología histórica estricta que va desde Hermann a Wilamowitz. La diferencia entre Wortphilologen (filólogos de la palabra) y Sachphilologen (filólogos de la cosa) fue en realidad un invento de Bursian, quien en una Historia de la filología clásica demasiado voluminosa aplicó esa distinción que nunca gustó a los filólogos de la época[19]. Pero, pese al disgusto de tantos —quizá porque vean cómo por esta vía se les descontrola su poder—, hay toda una filología romántica (la de los Sachphilologen) representada por Boeckh, Müller, Welcker, Creuzer, e incluso Voigt, que influiría en historiadores de la cultura como Burckardt o en juristas como Bachofen, la cual será el fundamento de la filología de Rohde y la antesala de una manera revolucionaria de hacer filología, que se convertiría en genealogía, y cuyo filólogo por excelencia fue F. Nietzsche. La hostilidad sufrida por esta filología fue de tal magnitud que muchos filólogos se perdieron en la historia de la cultura —el «valor» del signo en Foucault o el «valor» de la lengua en Saussure, que los lingüistas ingenuamente suelen confundir con «valoración», son claras muestras de ese enmascaramiento— durante las épocas de pensamiento fuerte. Pero ahora en que las formas de pensar no nos hostigan, dadas las condiciones de debilidad ontológica en que nos desenvolvemos, algunos filólogos —y la pluralidad sigue siendo por el momento un lujo de la imagen— seguimos dispuesto, por la vía del análisis, a enaltecer una filología cuya genealogía se sigue definiendo como una historia de valores, y no como una valoración historicosocial, que es una estimación relativamente fácil de llevar a cabo. Comencé este artículo afirmando que en La mirada griega defendí la posibilidad de prolongar esa filología de la cosa hasta un pensamiento límite: el de vivir el Ideal. Y entre otros propósitos, que recordé apenas inicié este trabajo (infra, pág. 272), decía yo en aquel libro que vivir el Ideal es introducir en el orden de la historia una quiebra genealógica, la de «convertir el análisis de la historia en sueño y la verdad de la historia en leyenda, sabiendo bien que la leyenda es la única forma posible de verdad. La genealogía del valor es el único concepto libre que está contra la norma que regula sentimientos y opiniones, y es la única categoría de la que se pueden valer los artistas, los filólogos y los teóricos del arte en general para enfrentarse a los que gobiernan el mundo del conocimiento y de la objetividad. Habrá, pues, que vivir el Ideal como artista en el terreno de la vida y vivir la Idea como intérprete en el terreno de la filología y de la teoría del arte»[20]. A esa nueva filología de la cosa, dispuesta a vivir el Ideal, la he denominado en ese libro filología del espíritu, por oposición al filisteísmo de la formalidad. Y declaré, casi como un manifiesto, que vivir la Idea desde el punto de vista de la filología del espíritu era vivir el estilo, el Gran Estilo, el cual no se caracterizaba por el cumplimiento de normas de la lengua ni tampoco por la libertad que incorpora la finitud del individuo.

    Barrios Casares se fijó en Baeumer y en Behler, dos trabajos aparecidos en Nietzsche-Studien[21], para demostrar algo muy importante: la conexión romántica de lo dionisíaco, sobre todo a través de la obra de F. Schlegel y Schelling. Creo que es el momento de mencionar que Schlegel (Friedrich) fue el gran amigo de Wolf, el que destacó la gran trascendencia de los Prolegomena. Y también merece la pena recordar que cuando Nietzsche se obsesiona con la tesis filológica de Schiller referente a que sólo los filólogos son los responsables del destrozo de la corona de Homero, lo que se pone en juego es la famosa cuestión homérica, de tantísima importancia durante la Altertumswissenschaft. F. Schlegel fue el hermano de A. W. Schlegel, el autor de las Lecciones sobre literatura y arte dramático, pronunciadas en Viena entre 1809 y 1811, donde por primera vez dejó de ser latente el enfrentamiento teórico de dos conceptos capitales para la historia de la primera modernidad, me refiero, claro está, a la oposición entre clásico y romántico, en la que colateralmente, si se quiere, pero ya de manera contundente, el orden de la recensio se enfrenta con nitidez al caos de la emendatio[22]. La gran miseria de la filología es, por consiguiente, el problema griego. ¿Fueron o no fueron los filólogos los que destrozaron la corona de Homero?

    Para la historia que nos ocupa, debemos saber que fue Wolf quien transmitió para la modernidad filológica la imagen de Grecia de Winckelmann. Pero con la Altertumswissenschaft no se transmitió una sola imagen de Grecia. Lo que celebró Goethe en su comprensión de la línea Winckelmann-Wolf no fue lo mismo que cantó un poco más tarde Hölderlin en El archipiélago. Voy a sostener una tesis límite que ya he desarrollado marginalmente en otros lugares[23]: la miseria de la filología, y por ende el desconcierto de la segunda modernidad, se gestó durante la agitada crítica de arte —la discusión sobre Homero fue la consecuencia más relevante de esa polémica— promovida por la Ilustración alemana. La Polémica sobre el Nacimiento de la tragedia, la Philologenkrieg, la Eumenidenstreit, la acalorada discusión clásico/romántico son los efectos en el tiempo de la primera modernidad de la furibunda controversia entre dos imágenes de Grecia. Una imagen, la de Winckelmann, fue la herencia más importante recogida por los filólogos de la palabra, mientras que la otra, desarrollada por Lessing, fue el legado más valioso recibido por la filología de la cosa, de la que Nietzsche fue el primer receptor en importancia y Rohde, el último en el tiempo. Y lo que sucedió realmente fue que Rohde, pero sobre todo Nietzsche, llegaron incluso a incorporar a su visión del Ideal griego algunas de las imágenes más laicas de Winckelmann.

    En un libro que tengo actualmente en un avanzado estado de elaboración, sostengo la tesis de la necesidad que tuvo la Ilustración de liquidar el concepto de mimesis para poder lograr la destrucción del ideal de la mathesis clásica y la consiguiente transformación del análisis clásico en la síntesis de la modernidad. Frente a la verosimilitud y a la inexactitud, o la falsedad, la apariencia y la verdad, o el poder de la imaginación y el sentimiento individual, o el enfrentamiento entre naturaleza y cultura, etcétera, categorías todas que fueron superadas en las trayectoria final del psicologismo ilustrado para poder destrozar el ideal analítico de la época clásica, hubo un concepto que la Ilustración fue incapaz de superar, y esta imposibilidad de superación se convirtió en el origen de la Filología moderna. Ese concepto no fue otro que el de mimesis.

    La mimesis de la Naturaleza, que constituyó la esencia del arte griego, sufrió una metonimia muy importante durante el clasicismo: se trataba de imitar la obra de los artistas antiguos[24]. Fue Winckelmann en Alemania, al que muchos consideran el creador de la historia moderna sobre el arte[25], quien escribió las Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura, y quien pedía, no sin cierta efusión, imitar a los antiguos: «El único camino que nos queda a nosotros para ser grandes, incluso inimitables si ello es posible, es el de la imitación de los Antiguos»[26]. En Grecia, donde la belleza se mostraba sin velos, el modelo fue una naturaleza espiritual que había que reproducir[27]. Imitar la naturaleza era «imitar la exactitud en el contorno que sólo de los griegos se puede aprender»[28]. De este modo, Winckelmann percibió que la superioridad de las obras de arte griegas residía en una noble sencillez y en una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión. Aún en el seno de todas las pasiones, la expresión en la figura de los griegos revelaba un alma grande y equilibrada. Ésta era el alma de Laocoonte, oculta tras violentos sufrimientos. Su sencillez consistía en manifestar su sufrimiento, no mediante aparatosos gritos, sino mediante un gemido angustioso y acongojado. Sufría, dice Winckelmann, como el Filoctetes de Sófocles: «Su miseria nos alcanza hasta el alma, pero desearíamos poder soportar la miseria como este gran hombre»[29]. Así pues, la serena grandeza y la noble sencillez eran logros individuales, efectos que el artista podría alcanzar en virtud de la imitación de los Antiguos[30].

    La imitación resumía todo el ideal de belleza griega, y constituyó un concepto central en la obra de Winckelmann, pues su Historia del arte en la antigüedad se desarrolla de acuerdo con una línea progresiva que avanza desde un arte primitivo, se desenvuelve luego entre egipcios, fenicios, persas y etruscos —y el lector no puede dejar de tener en cuenta cuánto debe el arte simbólico de Hegel a este esquema de Winckelmann— para alcanzar, finalmente, todo su esplendor en el arte griego. Pues bien, cuando Fidias inicia el estilo sublime y Praxíteles, el estilo bello, que llega luego a su cumbre con Lisipo y Apeles, el arte griego está presto para iniciar su decadencia. La decadencia es dentro de los griegos el estilo imitativo[31], pero el estilo imitativo es a su vez la aspiración suprema del clasicismo. Se ve bien que el alejamiento de la universalitas armónica del clasicismo era ya un hecho irreversible, aun dentro del propio psicologismo. Sin embargo, este alejamiento tuvo que ser completado desde otra perspectiva. Y esa otra perspectiva no podía ser otra que la de Lessing.

    Cuando Eustaquio Barjau editó Laocoonte, comenzó recordando un tópico de la actitud intelectual de Lessing tomado de una de sus cartas a Mendelssohn: si Dios le ofreciera en su mano derecha la posesión de la verdad, y en su izquierda el afán por ir siempre en pos de ella, no vacilaría en escoger el último regalo, aún al precio de tener que andar siempre errante en esta búsqueda. Tal actitud de Lessing nos hace suponer en él una extraordinaria desmesura vital que no le permitía aceptar la Naturaleza en calma de Winckelmann, ni admitir que en el seno de las grandes pasiones pudiera haber una alma equilibrada. A esta actitud vital habría que añadir, además, otra no menos importante. Es lo que yo llamaría el ahondamiento en las claves del sentimentalismo y del subjetivismo individualizado, esto es, y para decirlo muy brevemente, la liquidación definitiva de cualquier ideal de la mathesis. Era un hecho tan trascendente que abrió de par en par las puertas al advenimiento de una estética sistemática. Llamo, naturalmente, estética sistemática a la arquitectónica de leyes trascendentales sobre el gusto que Kant redactó definitivamente en su Crítica del juicio. Sin duda que Kant tuvo una gran suerte de vivir en esa época. Para ello Lessing plantea un problema de primera magnitud: ¿cuáles son las fronteras entre la poesía y la pintura? Desde el primer momento recuerda que el término pintura lo utiliza ampliamente para designar las artes plásticas en general, y que usa poesía para designar toda forma de mimesis en el tiempo. Y, rápidamente, aborda el problema de Winckelmann. Lessing maneja entonces los dos Laocoonte: se fija en el grupo plástico alejandrino en el que el artista no deja gritar a su figura de mármol y se fija en el Laocoonte poético, el que refleja Virgilio en el segundo Canto de la Eneida, el cual lanza un grito terrible al cielo. Un gemido angustiado y oprimido frente a un grito de dolor, ¿por qué esta diferencia? El griego, dice Lessing, «sentía y temía; exteriorizaba sus dolores y sus penas; no se avergonzaba de ninguna de las debilidades humanas; sin embargo, ninguna de ellas podía apartarle del camino del honor y del cumplimiento del deber»[32]. Si Homero quiere enseñarnos que únicamente el griego civilizado puede al mismo tiempo llorar y ser valiente, no es por una grandeza de ánimo por lo que el artista se ha abstenido de hacer gritar a su figura de mármol. Tiene que haber tenido, dice Lessing, «otra razón para apartarse aquí de su rival, el poeta, que, de una forma totalmente deliberada, expresa el dolor por medio de gritos»[33]. Así pues, hay que superar la serenidad o la sencillez de Winckelmann para entender por qué el artista no deja gritar a su figura de mármol. Esta figura no grita porque el grupo escultórico desarrolla su ley en el espacio. Pero el Laocoonte poético, que grita terriblemente, lo hace porque desarrolla su ley en el tiempo[34]. Habrá que invertir el Ut pictura poesis de Horacio. La poesía no puede pintar cuadros porque sus leyes son diferentes. La poesía es superior a la pintura. Espacio y tiempo abren, por tanto, la hendedura de la libre individualidad y dejan definitivamente rota la universalidad armónica del clasicismo. Este ahondamiento individual es el que permite hacer uso de la fantasía e incorporar la discordancia de la fealdad de las formas[35]. Muy pronto espacio y tiempo serán a priori subjetivos de la crítica de Kant.

    Una vez roto el ideal de la universalidad armónica, no fue suficiente sólo el reemplazamiento de verdades por verosimilitudes, sino que la propia verosimilitud estaba sujeta a la capacidad de distorsión que la poesía en el tiempo y la pintura en el espacio permitían al ejercicio de la imaginación individual. El ideal de la mathesis armónica había quedado definitivamente hecho añicos[36]. Pero lo que más me interesa destacar es que estas dos interpretaciones sobre la antigüedad determinaron las técnicas, los métodos y hasta el modo de configurarse la filología durante la modernidad, y así, unas veces de manera explícita y otras de forma subyacente, ambas interpretaciones lograron situarse en el centro mismo de la discusión sobre el concepto de la Altertumswissenschaft. Winckelmann y Lessing, la forma fría del mármol incapaz de chillar y la algarabía que promueve un grito de dolor que llega al cielo, son el Homero y el Arquíloco de los que hablaba el joven Nietzsche, la estética de las formas mezcladas con un sueño ebrio. Lessing es el nervio griego que Nietzsche hereda en su concepción helénica del mundo a través de Schlegel y de los filólogos románticos de la cosa. El ataque a Winckelmann, del que Nietzsche también sabía que era el origen de la filología de la palabra, se convirtió en una constante en su obra. Primero, de forma velada, al reclamar en Nosotros, los filólogos (Aforismo 134) que la sencillez de la antigüedad, como la sencillez de estilo, era lo más alto que se podía aprender y, por consiguiente, lo último que se debía imitar, o también en el Gay Saber (Aforismo 80), cuando recordó la difícil relación entre vehemencia y elocuencia: «Nos encanta si el héroe trágico encuentra palabras, razones, ademanes sugestivos y, en conjunto, una clara ingeniosidad allí donde la naturaleza se aproxima a los abismos, donde el hombre real pierde la cabeza la mayoría de las veces». Pero, en los últimos años, las alusiones son ya continuas y muy directas. En el Crepúsculo, tras manifestar que él fue el primero en comprender el instinto helénico más antiguo (Dioniso) como una demasía de fuerza, se dirige al famoso filólogo de la palabra, el alemán Lobeck, autor de obras de gramática y de lexicografía, al cual tuvo que leer en sus años de estudiante en Pforta, para acusarlo de científico frívolo e infantil hasta la náusea y de una pobreza de instinto propia de una rata desecada entre libros. En cierto modo, Lobeck, profesor de Konigsberg, y discípulo de Voss —el que polemizó con Müller—, era autor de una obra importante, el Aglaophamus (1829), en la que se recogía una gran cantidad de materiales órficos, tan útiles luego para la interpretación de Rohde[37]. En ese contexto es en el que Nietzsche sitúa a Winckelmann, pues a continuación resalta las diferencias que mantiene con Winckelmann y Goethe, ya que éstos sostenían una visión de lo griego absolutamente incompatible con lo orgiástico dionisíaco, clave de la polémica entre Müller y Voss. Goethe, llega a decir Nietzsche, «no entendió a los griegos», y ni él ni Winckelmann pudieron comprender que el instinto helénico de la vida conoce el placer de crear aliado al «tormento de las parturientas». En la Voluntad de poder, uno de los libros póstumos sacados por Elisabeth del Archivo Nietzsche, una y otra vez necesita Nietzsche aludir al mismo concepto: «Los griegos de Winckelmann y de Goethe, los orientales de Hugo, los personajes del Edda, puestos en música por Wagner; los ingleses del siglo XIII, de Walter Scott, cualquier día se descubrirá toda la comedia. Todo esto fue, históricamente, falso por encima de todo, "pero" moderno» (Aforismo 825).

    Si quisiéramos recapitular nuestra formulación hasta el momento, podríamos hacer el siguiente esquema en un árbol genealógico de la filología moderna:

 

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    Si no tuviéramos en cuenta el material epigráfico dejado como legado, los grandes maestros de esta historia hasta que apareció el princeps fueron Wolf y Ritschl. Wolf porque dejó a todos sus discípulos como herencia nada menos que el problema de Homero. Y Ritschl porque, sin dejar tras de sí una obra a la que se pueda calificar de importante, tuvo lo que ninguno de los demás tuvieron: alumnos, un Seminario lleno de alumnos[38]. Así pues, la polémica entre Winckelmann y Lessing, la disputa entre clásico y romántico, la Eumenidenstreit y la Philologenkrieg precedieron a la última disputa, la conocida como Polémica sobre El nacimiento de la tragedia, que fue el comienzo de la desaparición definitiva de una de las dos maneras de hacer filología dentro de la Altertumswissenschaft, como demostraré en mi «Defensa del Gran Estilo: Rohde y la filología del espíritu», que precederá a la edición de E. Rohde, Psique.

 

NOTAS:

[1] Si bien hablé por primera vez de exégesis en M. Crespillo, Historia y mito de la lingüística transformatoria, Taurus, Madrid, 1986, tengo que reconocer que por entonces tenía una idea bastante confusa sobre ese concepto. Aunque algo después demostré su valor literario cuando procedí al análisis de los cuentos de Calviño —los resultados fueron: «Julio Calviño, fabulador del vacío», AnMal, XI, 2, 1987, págs. 369-404 y «La teoría del vacío literario en los cuentos de Julio Calviño», Cuadernos Hispanoamericanos, 467, 1989, págs. 148-155—, no lo retomé globalmente hasta que escribí «Teoría del comentario de textos», AnMal, XV, 1-2, 1992, págs. 137-171. Fue aquí cuando definitivamente adquirí conciencia de la necesidad de identificar las exégesis con los procedimientos de la vieja filología del espíritu. El año 1994 ha sido muy esperanzador. Escribí «La actividad de la filología a la luz de la experiencia de Nietzsche», Philosophica Malacitana, 1994, Sup. nº 2, págs. 13-38; «Fundamentos de exégesis lingüística», elua, 1994, 10, págs. 67-90 ; La mirada griega (Exégesis sobre la idea de extravío trágico), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1994 y el trabajo que el lector tiene entre sus manos, que es un adelanto de mi «Defensa del Gran Estilo: Rohde y la filología del espíritu», el cual aparecerá el próximo año como introducción a la edición de E. Rohde, Psique (El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1995, en prensa. Con la difusión de este estudio albergo la esperanza de convencer a muchos de mis colegas que todavía permanecen remisos.

[2] N. Michel, El instante persuasivo de la novela (Ensayos metafóricos), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1995, en prensa.

[3] Cf. R. Pfeiffer, Historia de la filología clásica, Gredos, Madrid, 1981, vol. II; U. von Wilamowitz-Möllendorff, Geschichte der Philologie, Leipzig, 1919; inicialmente la Historia de la Filología de Wilamowitz apareció como primer cuaderno del tomo I de la ingente obra en 3 volúmenes dirigida por A. Gercke y E. Norden, Einleitung in die Altertumswissenschaft, Teubner, Leipzig, 1919; U. von Wilamowitz-Möllendorff , Erinnerungen, 1848-1914, Koehler, Leipzig, 1928; W. Kroll, Historia de la filología clásica, Labor, Barcelona, 1928; Gaetano Righi, Breve storia della Filologia Classica, Sansoni, Florencia, 1967.

[4] El artículo «Afterphilologie» ha sido traducido como «Pseudofilología» por Luis de Santiago Guervós, editor del libro de E. Rohde, U. von Wilamowitz-Möllendorff y R. Wagner, Nietzsche y la polémica sobre El nacimiento de la tragedia, Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1994. En este mismo libro se recogen de E. Rohde la Reseña (no publicada en su tiempo) para la Litterarische Centralblatt y la Comunicación en la Norddeutsche Allgemeine Zeitung sobre El nacimiento de la tragedia. Respecto a La novela griega no existe por el momento traducción española. Vid. E. Rohde, Der griechische Roman und seine Vorläufer, Leipzig, 1876. Desde la 3ª edición de 1914 el libro contiene un apéndice de W. Schmid. Sobre Psique, la reedición de Ágora es traducción de la 2ª edición alemana Psyche. Seelencult und Unsterblichkeitsglaube der Griechen, Heidelberg, 1897, completada por la edición de Darmstadt de 1961, que publicó Wissenschaftliche Buchgesellschaft.

[5] Cf. R. Bohley, «Über die Landesschule zur Pforte: Materialen aus der Schulzeit Nietzsches», en Nietzsche Studien, 5, 1976, págs. 298-320 y Sander L. Gilmann, «Pforta zur Zeit Nietzsches», en Nietzsche Studien, 8, 1979, págs. 398-426.

[6] M. Gregor-Dellin, Richard Wagner, Alianza Música, Madrid, 1983, II, págs. 476 y sigs. El encuentro se relata en la carta de Nietzsche a Rohde, fechada en Leipzig el 9 de Noviembre de 1868, en la que se describen los detalles. Cf. F. Nietzsche, Correspondencia, Aguilar, Madrid, 1989; F. Nietzsche, Sämtliche Briefe. Kritische Studienausgabe (Herausgegeben de Giorgio Colli y Mazzino Montinari), W. de Gruyter, Berlín, 1980. La edición de Colli y Montinari de las Sämtliche Briefe la ha reeditado Deutscher Taschenbuch Verlag (dtv), Múnich, 1994. Asimismo en el vol. II de F. Nietzsche, Gesammelte Briefe, Insel Verlag, Leipzig, 1903, se recoge la correspondencia con Erwin Rohde.

[7] Cf. F. Nietzsche, Ecce Homo (ed. de A. Sánchez Pascual), Alianza, Madrid, 1991, pág. 52: «Un día fui catedrático de Universidad —nunca había pensado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía yo veinticuatro años—. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl —lo digo con veneración—, el único docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. Él poseía aquella agradable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve simpático)».

[8] C. P. Janz, Friedrich Nietzsche. I. Infancia y juventud, Alianza Universidad, Madrid, 1987, 4 vols., pág. 155.

[9] Cf. M. Crespillo, Historia y mito, págs. 169 y sigs., y «Teoría del comentario de textos», pág. 162.

[10] Cf. M. Crespillo, «Fundamentos», pág. 75.

[11] Cf. E. Hübner, Bibliographie der klassischen Altertumswissenschaft, Berlín, 1889; A. Gercke y E. Norden, Einleitung, op. cit.; Bertholet, Meissner, Pfeiffer, Sethe y Hartmann, Geschichte der Altertumswissenschaft, vol. II de la gran enciclopedia de Iw. von Müller, Handbuch der
Altertumswissenschaft
(ed. al cuidado de W. Otto), Beck, Múnich, 1913; W. Kroll, Die Altertumswissenschaft im letzten Vierteljahrhundert, Leipzig, 1905; Pauly-Wissowa, Realenzyklopädie der klassischen Altertumswissenschaft, Leipzig, 1928; F. Lübker, Lexicon der klassischen Altertumswissenschaft, Leipzig, 1914.

[12] Esta imagen total eran tan imaginativa, pero a la vez tan inusual en el mundo de la filología, que le permitió reconstruir gran número de trilogías perdidas en sus Tragedias griegas en relación con el ciclo épico (1839-1841).

[13] Cf. J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Iberia, Barcelona, 1983; Reflexiones sobre la historia universal, FCE, México, 1943; Historia de la cultura griega, Iberia, Barcelona, 1974, 5 vols.

[14] Cf. M. Mayrhofer, Zu einer Deutung des Zarathustra-Namens in Nietzsches Korrespondenz, Beiträge zur Alten Geschichte und deren Nachleben, De Gruyter, Berlín, 1970. Como dice E. Rohde, Psique, pág. 384: «Desde que se ha convenido el "simbolismo" antiguo en el sentido de Creuzer o de Schelling, algunos mitólogos e historiadores modernos de la religión mantienen firmemente la creencia de que en los espectáculos de los misterios de Eleusis, la "religión natural", descubierta por ellos, celebraba verdaderas orgías».

[15] Vid. J. J. Bachofen, Symbolik und Mythologie der alten Völker, Leipzig y Darmstadt, 1836-1843, y El matriarcado, Akal, Madrid, 1987. Sus obras, incluyendo La inmortalidad de la teología órfica, pueden encontrarse en Gesammelte Werke, Schwabe und Co. Verlag, Basilea-Stuttgart, 1967.

[16] Vid. C. P. Janz, Friedrich Nietzsche. II. Los diez años de Basilea 1869-1879, pág. 179.

[17] Cf. M. Barrios Casares, op. cit., pág. 98.

[18] M. Barrios Casares, loc. cit., pág. 102 y E. Howald, Friedrich Nietzsche und die klassische Philologie, Gotha, 1920. También M. Bindschedler, Nietzsche und die poetische Luge, Basilea, 1954.

[19] Cf. C. Bursian, Geschichte der klassischen Philologie in Deutschland, Múnich, 1883.

[20] Cf. M. Crespillo, La mirada griega, pág. 50.

[21] M. Barrios Casares, op. cit., pág. 108. Cf. M. L. Baeumer, «Das moderne Phänomen des Dionysischen und seine "Entdeckung" durch Nietzsche» en Nietzsche-Studien, 6, 1977, páginas 123-153 y E. Behler, «Die Auffassung des Dionysischen durch die Brüder Schlegel und Friedrich Nietzsche», en Nietzsche-Studien, 12, 1983, págs. 335-354.

[22] He explicado detalladamente las consecuencias poéticas de este enfrentamiento durante la primera y la segunda modernidad en mi artículo «La literatura como disolución», Analecta Malacitana, XVI, 2, 1993, págs. 267-290.

[23] Cf., por ejemplo, M. Crespillo, «La actividad de la filología», págs. 26-27.

[24] Cf. B. Bosanquet, Historia de la estética, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970, págs. 21 y sigs. Sobre el cambio de sentido y los diversos significados adquiridos en la historia del concepto mimesis, cf. W. Tatarkiewicz, Historia de seis ideas, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 301 y sigs. De la riqueza y variedad del concepto, incluso en la contemporaneidad, puede dar idea el capítulo VI de Stefan Morawski, Fundamentos de estética, Península, Barcelona, 1977, donde la mimesis es ya una «categoría axiológica artístico-cognitiva».

[25] Esto es así incluso en la actualidad. Por ejemplo, en el libro de Moshe Barash, Teorías del arte. De Platón a Winckelmann, Alianza, Madrid, 1991, Winckelmann marca aún la frontera en la forma de hacer historia del arte.

[26] Cf. J. J. Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura, Península, Barcelona, 1987, pág. 18. Por las mismas fechas, en 1757, E. Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, Tecnos, Madrid, 1987, pág. 37, decía que «todo lo aprendemos mediante la imitación mucho más que por precepto; y lo que aprendemos así, no sólo lo adquirimos más eficazmente, sino más placenteramente. La imitación forma nuestras costumbres, nuestras opiniones y nuestras vidas. Es uno de los vínculos más fuertes de la sociedad; es una especie de mutua condescendencia, que todos los hombres se rinden unos a otros sin reservas, y que es extremadamente halagadora para todos. De ahí es de donde la pintura y otras muchas artes agradables han extraído uno de los principales fundamentos de su poder».

[27] «La regla impuesta por los tebanos a sus artistas —"reproducir la naturaleza lo mejor posible, so pena de sanción"— fue observada también como ley por otros artistas en Grecia» (J. J. Winckelmann, op. cit., pág. 26).

[28] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 31.

[29] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 37.

[30] J. J. Winckelmann, loc. cit., pág. 40: «La noble sencillez y la serena grandeza de las estatuas griegas son a la vez el auténtico carácter distintivo de los escritos de su mejor época, de los escritos de la escuela de Sócrates; y son éstas las propiedades que constituyen la superior grandeza de Rafael, grandeza que alcanzó en virtud de la imitación de los Antiguos».

[31] «Cuando las proporciones y las formas habían sido llevados a su mayor grado de perfección, de modo que nada se podía añadir ni eliminar sin incurrir en una falta, no pudo elevarse más el concepto de la belleza. Y el arte, que como todas las cosas del mundo no puede permanecer quieto, al no poder avanzar, tuvo que retroceder. Las imágenes de los dioses y héroes estaban en todas las posturas y actitudes imaginables, y resultaba harto difícil crear algo nuevo, con lo que se abrió camino la imitación. Pero ésta limita el espíritu, y del mismo modo que era imposible superar un Praxíteles o un Apeles, también resultó difícil alcanzar su arte, y el imitador quedó siempre por debajo del imitado» (J. J. Winckelmann, Historia del arte en la antigüedad, Iberia, Barcelona, 1967, págs. 175-176). Cf. también J. J. Winckelmann, Lo bello en el arte, Nueva Visión, Buenos Aires, 1964.

[32] G. E. Lessing, Laocoonte (ed. de Eustaquio Barjau), Editora Nacional, Madrid, 1977, pág. 44.

[33] Cf. G. E. Lessing, loc. cit., pág. 46.

[34] G. E. Lessing, loc. cit., pág. 165: «Mi razonamiento es el siguiente: [...] la pintura, para imitar la realidad, se sirve de medios o signos completamente distintos de aquellos de los que se sirve la poesía —a saber, aquélla, de figuras y colores distribuidos en el espacio, ésta, de sonidos articulados que van sucediéndose a lo largo del tiempo— [...] Los objetos yuxtapuestos, o las partes yuxtapuestas de ellos, son lo que nosotros llamamos cuerpos. En consecuencia, los cuerpos, y sus propiedades visibles, constituyen el objeto propio de la pintura. Los objetos sucesivos, o sus partes sucesivas, se llaman, en general, acciones. En consecuencia, las acciones son el objeto propio de la poesía».

[35] G. E. Lessing, loc. cit., págs. 229 y sigs. y B. Bosanquet, op. cit., págs. 264 y sigs. Pero también abre otras discordancias, como, por ejemplo, la de la muerte. Cf. G. E. Lessing, Cómo los antiguos se imaginaban la muerte y Sobre los elpísticos en La ilustración y la muerte. Dos tratados (ed. de Agustín Andreu), CSIC, Debate, Madrid, 1992.

[36] Esto hace a J. Jiménez, Imágenes del hombre, Tecnos, Madrid, 1986, págs. 304 y sigs. pensar que podríamos encontrar en Laocoonte un esbozo de semiótica de las artes y que «es precisamente la arbitrariedad de la imagen, su carácter convencional, lo que hace posible establecer una unidad institucional, cultural, antropológica, de las artes, sin fundamentarla en la noción de sistema». Cf. también R. Assunto, La antigüedad como futuro, Visor, Madrid, 1990.

[37] Y para no ser injusto en este lugar, habrá que reconocer, contra Nietzsche, cómo Rohde, al hablar de «Los misterios de Eleusis», define el texto de Lobeck como un «maravilloso trabajo clarificador» que se desembarazó «tajantemente de toda una serie de opiniones» (Cf. E. Rohde, Psique, pág. 383).

[38] Cf. O. Ribbeck, Ritschl, Leipzig, 1879-1881.