DE LA CRÍTICA PONDERADA AL «TERRORISMO CRÍTICO»

sobre los comentarios a una importante obra (1991)

de Juan Luis Alborg (3)

José Polo

Universidad Autónoma de Madrid

II

CAUCE PERIODÍSTICO

(2: segunda parte)

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    Tal como anunciaba en la entrega anterior, también en 0, me ocuparé en la de ahora de crearles el contexto necesario a dos reseñas periodísticas con fuerte personalidad y que enjuician de un modo más bien negativo el libro de Alborg, dúo que contrasta con el conjunto de las presentadas en la primera parte de esta sección periodística, que se pronuncian en términos globalmente elogiosos con respecto a dicha obra. Advierto que en esa primera tanda de comentarios coloqué el de Luis Estepa (en la revista Anthropos: véase allí ficha 6), reseña no periodística propiamente, pero que por su tono vivo y lenguaje sencillo era asimilable a tal clase, aunque pudiera hacer compañía igualmente a las que llamaré «de revistas profesionales», última entrega, 5, del presente trabajo. Por otro lado, antes de presentar, en II-3, los dos comentarios periodísticos anunciados, prepararé el terreno, como digo, con unos materiales adecuados para crear el «contexto sociológico» inmediato.

1. El diario ABC y la crítica literaria

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    Aunque no sigo la marcha de los periódicos en general, no me cabe la menor duda de que el diario madrileño ABC ha prestado gran atención —bien en suplementos, bien en páginas normales— a las cuestiones relacionadas con la crítica literaria: en cuanto tal práctica sistemática y en cuanto conciencia metodológica: la buena y la mala crítica, etc. Sin ánimo de exhaustividad ni de completitud siquiera —pues mi trabajo se centra en el análisis de la obra de Alborg y no en la historia de la crítica periodística (véase más adelante, 13, Mary Luz Vallejo Mejía)—, voy a presentar los datos de una serie de textos que he podido leer como «ambientación» para el propósito que ahora me anima. A manera de complemento, fecho un par de trabajos publicados en otros lugares. Finalmente, doy las gracias a dicho periódico por la autorización para reproducir esos escritos.

    1. «Crítica de la crítica», en ABC LITERARIO, 493/14-VII-1990, 13 páginas. Los autores de los diversos artículos son: Francisco AYALA («Crítica y promoción»: [pág.] V), Rafael CONTE («Jugar al billar»: VI), Jorge HERRALDE («¿Criticar al crítico?»: VI-VII), Gonzalo TORRENTE BALLESTER («La crítica como necesidad»: VII), Stephen VIZINCKEY («Sobre el poder de la crítica literaria»: VIII-X), Miguel GARCÍA POSADA («Lo que nos merecemos»: XI), Javier GARCÍA SÁNCHEZCriticators y la literatura»: XII), Carlos BOUSOÑO («Una crítica diferente»: XIII). Las ilustraciones son de Grau Santos; los retratos, de Manuel Mampaso; «jefe de redacción»: Blanca Berasátegui.

    2. CONTE, Rafael, «La crítica literaria en Europa», en ABC, 10-I-1994, pág. 3.

    3. MASSOT, Dolors, «Quince poetas ajustan cuentas con los "vates oficiales"», en ABC, 16-IV-1994, pág. 73. Antes de la entradilla se lee: «En el Ateneo de Sevilla, un grupo de escritores redacta un manifiesto contra la "poesía clónica", los críticos y los oportunistas». En el umbral, a manera de síntesis se nos informa: «Un grupo de quince poetas de toda España se reunió ayer en el Ateneo de Sevilla para leer y ratificar un duro manifiesto, de casi cuatro páginas, contra los poetas "oficiales", la literatura institucionalizada, [sobra la coma] y los críticos literarios [,] a los que acusan, con contadas excepciones, de ser incapaces, parciales y poco rigurosos [...]».

    4. GONZÁLEZ  DORESTE, Dulce Mª, «Notas (hipertextuales) sobre la parodia genettiana: a propósito de Palimpsestos», en Revista de Filología [Universidad de La Laguna],12/1993, págs. 83-103. Aparecen términos como architexto, architextualidad, hipertexto, hipotexto, hipertextual, transestilistización, transmetrización, transmodalización, transformaciones intermodales, transvaloración, fórmula desmotivación+remotivación=transmotivación, «hipertextualidad en régimen serio», etc.

    5. GONZÁLEZ, Ángel, «A propósito de la intertextualidad» en ABC, 22-IV-1994, pág. 3. Artículo muy en consonancia con el espíritu del libro de Alborg, me permito reproducirlo íntegro por su claridad y bella factura (traslado a cursiva algunas palabras entre comillas):

    Lo que los últimos (o ya los penúltimos) teóricos de la literatura llaman intertextualidad es un fenómeno viejo, tan viejo como la propia literatura, y yo diría que inherente no sólo al hecho literario, sino a todas las actividades propias del ser humano: igual que en la literatura, se puede advertir en la gastronomía, en el ajedrez, en la moda o el diseño de vehículos a motor. En cualquier cosa que el ser humano cree —de crear, o de creer, da lo mismo— siempre se podrán encontrar las huellas dactilares de otro hombre (o de otra mujer, añado para que no me tilden de falogocéntrico).

    Ciñéndonos al campo específico de la literatura, la hoy llamada intertextualidad se conocía antes por diversos nombres, que venían a significar diversos aspectos de ese hecho: rasgo de estilo, de época, de escuela o de generación; fuentes, influencias, préstamos literarios o —en su forma degradante— plagios. Por su parte, los tratadistas de estética siempre fueron sensibles a esos fenómenos. Las normas de la vieja preceptiva no eran más que el intento de codificar y declarar de obligado cumplimiento ciertos requisitos formales e incluso argumentales que, al cumplirse en una multiplicidad de textos, podían de hecho ser contemplados a la luz de la intertextualidad. Y en el primer gran trabajo español de crítica literaria, las Anotaciones a las obras de Garcilaso de la Vega, Herrera señala casi exhaustivamente todo lo que en los versos del poeta toledano procede de textos ajenos.

    La riqueza de matices con la que antes se trataba la interacción entre determinados textos y autores ha quedado reducida por la teoría hoy al uso a una sola noción o, lo que viene a ser lo mismo, a una sola palabra: intertextualidad. Las causas de esa simplificación son, a mi modo de ver, muy diversas, y no todas igualmente respetables. En primer lugar, hay que tener en cuenta el deseo de convertir los estudios literarios en una ciencia exacta, para lo cual es preciso establecer unos principios abstractos, de carácter muy general, aplicables al mayor número posible de textos. Ocurre que casi todos los teóricos posestructuralistas y posmodernos parecen de hecho dedicados, más que a establecer los fundamentos de una ciencia nueva, a definir unos rudimentos de mecánica aplicada que permitan la construcción y uso de pequeños artefactos capaces de crear —no de encontrar— significados a unos textos que según ellos no significan en principio nada, o pueden significar cualquier cosa, dependiendo de la respuesta de cualquier lector. Por otra parte, al hablar de intertextualidad, todo el problema queda reducido a las relaciones, fatales y con frecuencia espontáneas, de los textos mismos; el autor no parece tener nada que ver con ese asunto. El autor, en las versiones más radicales de la nueva teoría, es un elemento absolutamente desdeñable, que nunca consigue decir lo que quiere: es simplemente «el espacio» donde se dan cita las palabras. Y en ese espacio, el crítico-teórico pasa a ocupar el lugar del autor desvanecido. La impersonalidad del autor, su condición de medium o de mensajero es también una idea muy vieja, pero nunca los críticos la habían utilizado con tanta prepotencia y descaro ad maiorem gloriam de ellos mismos. En una época relativamente reciente, aunque hoy parezca muy antigua por lo olvidada, Gabriel Celaya expuso reiteradamente esa idea, que convenía a la tesis por él defendida en su etapa de poeta social. Baste como muestra esta estrofa tomada de su poema Pasa y sigue, en la que se afirma el carácter autónomo del texto, su misterioso origen en un espacio situado fuera del poema:

Cuando grito, no grita mi yo para decirse.

Cuando lloro, quien llora dentro de mí es cualquiera,

y es tan sólo en los otros donde de veras vivo.

Mis cantos son los cantos rodados que una mansa

corriente milenaria suaviza y uniforma,

y el murmullo del agua los va deletreando.

    Traducido a prosa: el poeta no se dice a sí mismo; su sentimiento pertenece a cualquiera; son los otros los que le dan vida; su canto no es suyo, sino parte de un «discurso» o corriente que sucede fuera de él; tampoco es unívoco ni fiable: adquiere la forma que el tiempo o el azar le confieren. Son notables las coincidencias de la teoría actual con el pensamiento expuesto por Gabriel Celaya. Si los teóricos posestructurales considerasen sus propios escritos a la luz de la intertextualidad, tendrían que aceptar que su discurso está plagado de ecos. La notoriedad —por ejemplo— de Julia Kristeva, la más eficaz propagadora del término intertextualidad, se debe en parte a su «descubrimiento» de que cualquier texto es el resultado de la absorción de otro texto; algo que había dicho muchos años antes Antonio Machado de modo más sugestivo al afirmar (más o menos: cito de memoria) que todo poema es un palimpsesto.

    En último extremo, la pretendida novedad de la teoría todavía hoy en boga (al menos en la Universidad norteamericana) se debe, más que a la originalidad de sus planteamientos, a la unilateralidad y radicalidad con que se repiten, y a la adopción de nuevos términos para designar viejas nociones.

    Pero es preciso reconocer que no todo es tan simple e intrascedente en la teoría hoy al uso. Cuando un escritor contemporáneo refleja o incorpora textos ajenos, no suele obedecer a las mismas motivaciones que movían a los autores del pasado. Y esos matices habrá que marcarlos dándole un nombre nuevo a un viejo hecho. Han cambiado el tiempo y el sentido —la percepción— del mundo.

    Si los autores del pasado acudían a determinadas «fuentes» es porque se sentían inmersos en el fluir de la Historia; si se hacían eco de textos ajenos, es porque tenían conciencia de la permanente validez de la cultura. Los teóricos de las postrimerías del siglo xx parten de otras premisas: ellos creen vivir el fin de la Historia, piensan que todos los sistemas ideológicos son falsos porque se basan en postulados ilusorios, y que las creaciones literarias y culturales carecen en sí mismas de sentido, no tienen más significación que la que el «lector» quiera darles: no hay modelos, no hay textos sagrados.

    En semejante marco de creencias, o mejor dicho de incredulidades, la INTERTEXTUALIDAD se advierte sobre todo (y tal vez más en la pintura que en la literatura) como parodia o pastiche.

    6. SILES, Jaime: reseña al libro de Andrés TRAPIELLO Las armas y las letras (Planeta, Barcelona, 1994), en ABC LITERARIO, 130/29-IV/1994, pág.11. Lo reproduzco como parte del diálogo que aquí se inicia (algunas palabras entre comillas pasan a cursiva):

    La guerra civil ha parecido siempre —y lo ha parecido porque lo es— más un tema de historia que de literatura. Antes Trapiello lo ha abordado desde un perspectiva novedosa, que no es la de la literatura bélica sino la de los escritores en la guerra civil. Las armas y las letras, acuñación «Made in Cervantes», es, pese a su quijotesca procedencia, un título equívoco y desacertado —tan equívoco y desacertado como el subtítulo Literatura y guerra civil. Ni uno ni otro dan cuenta cabal de su verdadero contenido y decepcionan, por ello, las expectativas del lector. Con una información tan desigual como fragmentaria, y tan curiosa en el sentido alemán como interesante en el sentido mercantil, Trapiello atraviesa los días de la guerra como un ángel justiciero, más que misericordioso, que reparte bulas, visados y salvoconductos redentores a todo escritor, preferentemente menor, que figure en sus filas, le agrade en su persona, le guste por su estilo o, simplemente, como sucede en la mayoría de los casos, le caiga bien. Construye así un libro que aporta algunos documentos inéditos mezclados con el chisme, el dime y el direte, y en el que los testimonios comprobados se confunden con los incomprobables y se concede crédito al rumor.

    La narración de Trapiello —y digo «narración», porque este texto es más un relato que un ensayo— lo invalida como estudio: para serlo, le falta método, criterio en el manejo de las fuentes y eso que se llamaba, antes, «formación». Trapiello no la tiene y esa falta se exhibe: confunde y mezcla las teselas —en ocasiones, maravillosas— que le proporcionan sus datos; opera sin principios y procede casi sin rigor. En la página 312 afirma que «a estas alturas no puede uno fiarse de los datos de nadie». Lo que parece aplicable, desde luego, a los suyos. Las armas y las letras no es, sin embargo, un libro despreciable, aunque no pocas de sus arbitrarias opiniones sí lo son: es la obra de un aficionado, con los hallazgos casuales propios de todo diletante y en las caídas en el vacío de quien no hace de la historiografía profesión. Escrito con una prosa tersa, con tendencia a la definición lumínica y la expresión brillante, hay entre sus líneas un sinfín de anécdotas, lluvias torrenciales de noticias, bandadas de muy fina ironía y un atrevido —y, a veces, también impertinente— inventario y balance de conductas que, a diferencia de su buena escritura, no siempre es de excelente ley.

    Personalmente creo que este es el rasgo que más decepciona en este libro: cuando, debajo del disfraz del estilista, aparece el espíritu del inquisidor. Nada liberal en sus planteamientos, Trapiello muestra los titubeos de los del 98, que aprovecha para dejar caer su maza sobre la cabeza opinante de Baroja, y se ensaña con tres figuras de la generación del 14 —Ortega, Marañón, Pérez de Ayala— a las que prodiga varapalo sin cesar. Más magnánimo con la del 27, es inexacto con Gerardo Diego y parcialísimo en su juicio sobre Guillén; ignora los apuros pasados en su «depuración» por el primero y omite el episodio de la detención en Pamplona del segundo, las humillaciones sufridas con el aceite de ricino que le obligaron a beber en Sevilla y la serie de circunstancias que motivaron su exilio posterior. En la generación del 36 hay algunas figuras que no aparecen: ni Ruiz Peña ni Julián Marías merecen atención en estas páginas; tampoco Areilza ni Michelena ni González Mula, pese a haber escrito todos ellos su propia experiencia de la guerra. Ni Valentín Andrés Álvarez ni Melchor Fernández Almagro. Trapiello tiene un concepto particular de la cultura que le hace excluir de ella todo aquello que ignora y prodigarse, en cambio, en lo que más le va: los autores minúsculos, mínimos, liliputienses.

    La filosofía, el pensamiento, la filología y la lingüística, la arqueología, la historiografía y la historia del arte no forman parte, según él, de la literatura. Así lo expresa en la indulgencia plenaria que S. Trapiello concede a Sánchez Mazas y en la condenación eterna que pide para Ramiro de Maeztu. Se ve que Unamuno, cuando aparece en estas páginas, lo hace sólo como poeta o novelista, y que a Ortega se le perdona la vida sólo en su indiscutible calidad como escritor.

    Las armas y las letras plantea —y su propio autor lo reconoce— algunos problemas como género. No es un libro de historia ni un ensayo de crítica ni un estudio de investigación. ¿Qué es? Pienso que una obra
—literariamente bien escrita— clasificable dentro del buen (y del mal) humor español. El humor constituye el incuestionable oro de sus páginas: un humor patético —como lo es siempre el de la tinta que vuelve a recorrer los cauces de la sangre— con tentaciones de astracanada y esperpento, y muy proclive a la gratuita descalificación.

    Sin embargo, tiene también méritos notables: rescata figuras olvidadas, se introduce en su vida, reconstruye instantes más imaginados que vividos, y lo hace siempre con intensa emoción. Aporta el testimonio de Chaves Nogales —que coincide con otro (éste, silenciado) de Antonio Tovar: su conferencia «Lucano»; da a conocer parte de una impresionante epístola de Azorín (páginas 134-137); se detiene en los exabruptos, valentonadas y miedos de Baroja; da una muy puntual y exacta información sobre las publicaciones y revistas de ambos bandos; propone una inteligente e irónica descripción de la glosa d’orsiana, con su inevitable crítica correspondiente («la glosa —dice en la página 186— es un buñuelo de viento: harina, huevo, aceite hirviendo y dentro... el universo, la bóveda del cielo y los agujeros negros»). Trapiello acierta cuando se aparta de la historia y deja paso al discurso que él es: al escritor. Éste le dicta sus más felices líneas —como las que dedica a Samuel Ros, cuyos cuentos, novelas y crónicas de periódicos «tienen la espuma de la vanguardia y el picor de las burbujas, que si en París eran de champán, al llegar a la estación de Embajadores eran ya de sifón». Aquí está condensado el Trapiello mejor: el vegetariano metafórico y el polícromo linotipista. Éste es el Trapiello que define así la afición a los viajes que sienten los ingleses: han sido, según él, los «grandes viajeros de la historia» porque «han viajado sin dejar de ser ellos mismos un solo instante y sin buscar que los otros se les parezcan». Con la misma gracia define a Marià Manent como «un hombre con la finura del inglés y la sabiduría del chino» y apostilla «o sea: con muy poco porvenir entre nosotros».

    Las armas y las letras, como libro, invita a discrepar, que es —además de vender— lo único que su autor pretende. ¡Pobres muertos...: no pueden defenderse de los vivos! Al cerrar este libro oigo las palabras de Auden: «The words of a dead man /are modified in the guts of the living». Siento pena, desprecio e indignación. Ésas tres cosas resumen la impresión que este libro y la lectura de sus páginas dejan, generan o producen. Un intenso pesar.

    7. JIMÉNEZ LOSANTOS, Federico, «Miseria de la crítica», en ABC, 30-IV-1994, pág. 18; columna Comentarios liberales. También aquí voy a reproducir íntegro el artículo por su valor contextual para con la obra de Alborg objeto de mi trabajo y como parte del diálogo ya iniciado (pasan a cursiva algunas palabras entre comillas):

    En su crítica, o mejor, linchamiento del excelente libro de Andrés Trapiello Las armas y las letra que publicó ayer Jaime Siles en ABC Cultural dice que «siente pena, desprecio e indignación» tras haberlo leído. Algo parecido, quitando el desprecio, siento yo al leer la crítica de Siles. Si no supiera lo que duelen las descalificaciones injustas al escritor que, tras mucho esfuerzo y desvelos, saca a la luz su obra, diría que siento envidia de Andrés, porque ni siquiera a mí me han injuriado tanto por el libro de Azaña como a él por este suyo. Magnífica señal. Creo que fui de los primeros, si no el primero, en señalar su mérito, que coinciden en alabar, por ejemplo, José Jiménez Lozano en una reciente «Tercera» y Francisco Umbral, que hacía unos veinte o treinta años que no coincidía en nada con su paisano. O sea, que el libro de Trapiello, además de otras cosas, es balsámico.

    La crítica de Siles es sintomática de un lamentable desquiciamiento de la burocracia universitaria, que mira con horror y con envidia el advenimiento de una nueva generación de escritores, ensayistas, historiadores o simplemente divulgadores que, con la sola ayuda de su pluma y su talento, gana el favor del público sin pasar por la sórdida aduana de los títulos académicos. El primer título de un escritor son sus lectores y eso no gusta nada a quien, desde la cátedra y desde la crítica, también fatiga las imprentas con sus versos y con su prosa, pero no consigue vender más de doscientos ejemplares de su obra, carne de currículum [,] ya que no carne de lectura. Para esa enfermedad no se ha inventado vacuna. Pero sí se ha inventado una contra el sectarismo inquisitorial, que es la libertad de expresión y opinión.

    Respetando, por tanto, la opinión de Siles, debo decir que el libro al que desprecia no es el que he leído. Habla de Trapiello como «inquisidor» y «nada liberal» en su tratamiento de los casi doscientos autores citados y reseñados. Yo creo que si de algo peca, es precisamente de todo lo contrario: de tolerancia y magnanimidad, atendiendo, eso sí, a las terribles circunstancias que provocaron tanta ignominia en tanto nombre señero. Dice que Trapiello «se prodiga en lo que más le va: los autores minúsculos, mínimos, liliputienses», y luego le reprocha que no hable de Areilza, de Michelena y de González Muela, los tres protagonistas esenciales de nuestro siglo xx . Por cierto que a Michelena lo cita ocho o diez veces: se ve que a Siles el furor le impide ver la páginas. También le reprocha que no cuenta cosas de Guillén, que, sin embargo, cuenta, y en lo que parece más un ataque de enajenación mental que de ejercicio de la crítica literaria, tal como suele concebirse, finalmente le espeta: «La filosofía, el pensamiento, la filología y la lingüística, la arqueología, la historia del arte no forman parte, según él, de la literatura».

    Será que, como dice de Trapiello, yo también carezco de «formación». Debe de hacer falta muchísima formación para considerar literatura a la arqueología, a la historiografía, a la filología y a la lingüística, y yo, desde luego, carezco de ella. Peor aún: me parece la bobada más prodigiosa que se ha publicado en la Prensa española desde aquello de la honradez innata del PSOE. Si la arqueología es literatura, entonces la crítica puede ser considerada como una de las bellas artes agrícolas, o como una de las variantes de la gimnasia, por ejemplo, la de meter la pata.

    Reconoce Siles que el libro está bien escrito, incluso tiene que ponderar su estilo. Reconoce que «da una muy puntual y exacta información sobre las publicaciones y revistas de ambos bandos». ¿Qué más quiere? Lo único que cabe exigirle a un libro es que esté bien escrito y que nos cuente cosas que no sepamos. Si a eso se le añade un criterio cultural, un punto de vista moral comprensivo y abierto y un sentido de la historia de España liberal y generoso, ¿qué más se puede pedir? Coincidir en los juicios —yo tampoco lo niego— es imposible tratándose de tanta gente. Pero el colmo es que le reproche que lo que quiere Trapiello es «vender». ¡Acabáramos! Si buscar y encontrar lectores, mérito raro en la letras españolas, se ha convertido en delito, ¿qué hace Siles escribiendo en ABC y en Blanco y Negro? ¡Ay, estos críticos!

   8. En la misma página del artículo anterior aparece, dentro de la sección Zigzag, de OVIDIO, un breve texto titulado «Jaime Siles». Reza así (añado cursiva a determinados nombres propios):

    Jaime Siles no sólo es uno de los grandes poetas españoles actuales. No sólo es un filólogo de prestigio indiscutido y un conocedor profundo de la literatura. No sólo es catedrático en Universidades españolas y europeas. Es también uno de los mejores críticos de cuantos se esfuerzan por valorar y analizar las obras literarias en España. Tanto en ABC como en Blanco y Negro está dejando muestras admirables de su vasta cultura, de su independencia y objetividad. El espíritu liberal de ABC acoge las discrepancias que sobre alguna crítica concreta de Siles mantiene un columnista ilustre de nuestro periódico. Pero sabemos muy bien lo que hace Siles en ABC y Blanco y Negro: dar muestras admirables de la mejor y más independiente crítica que hoy se publica en España.

   9. QUIÑONERO, Juan Pedro, «Filisteísmos y bajonazos» en ABC, 3-V-1994, pág. 26 (paso a cursiva el título de un libro citado, originalmente entre comillas):

    España es uno de los raros países europeos donde la infamia se utiliza como recurso de compra y venta de palabras al mejor postor de la bajeza, en la más absoluta impunidad moral, intelectual, judicial y meramente gramatical.

    Días antes de regresar a España, hace, ya, bastantes años, Enrique Líster nos reunió a un grupo de periodistas en un restaurante parisino para comentar la, por entonces, penúltima edición de su libro ¡Basta...!

    En ese libro se habla de crímenes y asesinatos, citando, por su nombre, a ilustres personalidades que, por entonces —últimos años setenta—, jugaban un papel eminente en la vida pública nacional.

    Horrorizado, ante aquellas denuncias de sangre, le comenté a Líster: «Don Enrique, si yo fuera xx estaría, ahora mismo, en un Juzgado de guardia, en Madrid..., porque usted lo denuncia, con su nombre, como autor o instigador de varios asesinatos...». Líster rompió a reír, y me cortó, con una carcajada brutal: «Usted es un iluso. Verá cómo nadie me denunciará ante la Policía... Porque todo el mundo sabe que los nombres que doy son ciertos».

    No conozco ningún otro caso de publicación de un libro, como [¿con?] prolijas acusaciones de delitos criminales, que no haya interesado, en ningún momento, ni a la Policía, ni a la Justicia, ni a la opinión pública, ni a los intelectuales.

    Quince años más tarde, entre las listas de libros más vendidos en España, figura algún panfleto con juicios rayanos en el terrorismo intelectual puro.

    Jaime Siles ha tenido la entereza intelectual y moral de intentar poner coto a la desvergüenza supuestamente ilustrada. Pero el juicio puramente profesional, contra el terrorismo verbal, corre el riesgo de caer en el vacío: son ya miles de millares los lectores intoxicados y «envenenados», impunemente, sin que la más estricta justicia moral e intelectual interese literalmente a nadie.

    En Barcelona, todavía, en muy otro plano, por favor, un respeto, Cristina Badosa ha publicado un libro extremadamente importante sobre la aventura política, profesional e intelectual de Josep Pla entre 1927 y 1939. Se trata de un documento de primera importancia, sin apelación. Porque aporta datos significativos. Porque nos invita a explorar una aventura mal conocida, en España y en Cataluña. La excelente calidad investigadora de ese trabajo contiene, sin embargo, páginas y capítulos literalmente envenenados, cuando la investigadora habla del «espionaje» de Pla al servicio de Franco...

    En ese terreno, la pulcritud investigadora se transforma en un «comic» que contase la aventuras de Groucho Marx en una Casablanca filmada por Woody Allen. El lector no descubre revelaciones mayores. Pero queda la difamación. Envuelta en un tupido velo de discreta ignorancia, calculada o involuntaria.

    Las casi únicas referencias históricas de ese estudio son los escritos de uno de los raros historiadores que continúan defendiendo las tesis de la difunta Unión Soviética sobre la guerra civil española.

    Las revelaciones de la misma Cristina Badosa quedan sepultadas por su propia retórica parda. Y uno de los documentos capitales de la Historia de España de este siglo —los escritos periodísticos, biográficos y puramente testimoniales de Pla— es contemplado a una luz pasablemente perversa: ignorándose lo esencial, y jamás explorado, todavía, manipulando lo accesorio.

    Cristina Badosa recuerda, por ejemplo, cuestiones decisivas: los textos de Cambó —comentados e historiados por Pla— que se anticipan, discretamente, a la tesis orteguiana del carácter invertebrado de la realidad espiritual de España.

    Se trata, al mismo tiempo, de una observación de gran finura intelectual. Y de un debate inconcluso. Que la malevolencia política e ideológica, inmediatas, oculta groseramente.

    Pla queda luminosamente intacto y jamás tocado en lo único decisivo. Cataluña queda privada de una reflexión moral sobre su propio destino. Y España queda ayuna de un debate sobre su propia condición histórica.

    Catástrofes, me digo, que hablan, a muy distinto nivel, de una misma tragedia de nuestro tiempo, en España: el desprecio, profundo, hacia las realidades del espíritu y la palabra, vampirizadas por la ideología —en el mejor de los casos—, corrompidas en la plaza pública, donde hablar se confunde, con excesiva frecuencia, con el filisteísmo, la ordinariez y el bajonazo bajamente político.

    10. SILES, Jaime, «Puntualizaciones de la crítica», en ABC, 18-V-1994, página 54 (paso a cursiva títulos de libros y de periódicos, originariamente entre comillas):

    En uno de sus llamados «Comentarios liberales», titulado Miserias de la crítica, y aparecido en ABC el 30 de abril último, Federico Jiménez Losantos dedica su columna a comentar una reseña mía publicada en el ABC CULTURAL el día anterior, Sin el más mínimo ánimo de polémica, pero con la absoluta necesidad que he sentido siempre por precisar las cosas —la precisión es la primera garantía de la honestidad intelectual—, me veo forzado a puntualizar algunas de sus, a mi entender, poco fundamentadas opiniones.

    Afirma que mi reseña es un «linchamiento», término éste tan ajeno a mi léxico como a mi mundo nocional y tan inaplicable a mi condición como a mi praxis. Me considera miembro de otra generación, cuando tengo exactamente la misma edad que él y dos años más que el autor reseñado. Da a entender que puedo sentirme molesto porque de mis libros, según él, no se venden más de dos mil [doscientos] ejemplares. Lo que pueden desmentir las dos ediciones de mi poesía completa, la traducción de las mismas a otras lenguas, las de mis ensayos y el hecho de que hasta un libro como mi Léxico de inscripciones ibéricas —que, como se ve por su título, es de múltiple interés, atractivo tema y placentera lectura— hace tiempo que está agotado. Pero, aunque esto no fuera así, poco importaría, porque el número de ejemplares vendidos es, en literatura como en ciencia, un argumento por completo falaz: en ciencia y en literatura el número de ventas no altera el valor del producto. De manera que quien opta por un determinado campo muy específico de la investigación científica o literaria no aspira a un mayor número de ventas sino a un mayor grado de verdad. La poesía y la filología son especialidades minoritarias en el mejor sentido del término: no tienen público, sino lectores [,] que significa aquí «copartícipes» y no «clientes». En cuanto a otras manifestaciones mías que, a su modo, comenta —tales como mi sorpresa al ver que no aparecen pero que ni citados varios nombres que indico y que el autor del libro mencionado omite por ignorancia o arbitrariedad—, debo insistir en que no comprendo la razón por la que no figura Julián Marías, cuyo primer tomo de memorias incluye, en sus capítulos XII a XVII, casi un centenar de páginas de objetivo y excelente valor documental para el tema y cuestiones que el libro reseñado trata. Lo mismo digo de varios libros de Areilza, cuyo interés histórico y cuya notable prosa paisajística tampoco creo que se pueda desdeñar. En cuanto a Joaquín González Muela, estoy plenamente de acuerdo con Jiménez: no es uno de los primeros prosistas de este siglo, pero su libro La ilusión no acaba. Memorias de un mozo de la quinta del 36 (Madrid, 1985) es una fuente de información sobre varios aspectos de la guerra. Lo que no puedo aceptar —pero de ningún modo— es que se diga que el libro comentado cita a Michelena «ocho o diez veces»; ni mucho menos que afirme que «a Siles el furor le impide ver las páginas». Confunde Jiménez Losantos —por desconocimiento, creo yo— los nombres: confunde a don Pedro Moularne Michelena con don Luis Michelena Elissalt, cuando se trata de dos personas —y personalidades— absolutamente diferentes. La primera sí aparece citada, con su nombre completo, varias veces. La segunda, no. Yo me refería a ésta, y no sólo por ser, para la lengua y la literatura vasca, lo mismo que don Ramón Menéndez Pidal para la española, sino porque en el libro —entrevista de Eugenio Ibarzábal con él (San Sebastián, 1977)— hay tres capítulos que afectan muy directamente al tema que el autor reseñado por mí —se supone— trata: me refiero al tercero («La guerra en Euskadi»), al cuarto («La cárcel») y al quinto («Actividad política de postguerra. Segundo Consejo de Guerra. Catedrático de Salamanca»). Yo no leo con furor sino con rigor, que es como mi maestro Antonio Tovar me enseñó a leer.

    Con rigor y lápiz. Con método y con disciplina: con acopio exhaustivo de las fuentes y minucioso examen de los datos, con la constatación, gradación, valoración y jerarquización necesarias para no incurrir en una deformación histórica de la realidad. A eso —y no a otra cosa— se llama «formación».

    Lamento que Federico Jiménez —en una reacción tan primitiva como inmediata y tan ligera como poco pensada— incurra en un apresuramiento impropio que le lleva no a discutir en términos de ciencia sino a intentar ridiculizar en términos de chiste mi amplio concepto de literatura, que es el acuñado y transmitido por quienes han prestado atención crítica e intelectual a ella: desde los antiguos hasta Löfstedt, Steiner, Derrida y Habermas. Para ellos —como para mí y para el Diccionario de la Real Academia Española— los historiadores, los pensadores y los autores de tratados científicos y técnicos, cuyos escritos tienen voluntad artística o estilo literario, pertenecen, por derecho propio, a la literatura en sí.

    Considero, pues, que su comentario y reacción a mi reseña es un balbuceo infantil y poco meditado: un aspaviento por el que sería injusto definirlo, aunque hay en él pruebas suficientes como para calificarlo. Comprendo su reacción de intento de defensa de un amigo. Eso le honra. Sin embargo, incluso en estos casos, conviene seguir el precepto wittgensteiniano: «De lo que no se sabe, lo mejor es no hablar». Esta, y no otra, es mi respuesta.

   11. MARÍ, Rafa, «Joan Verdú», en Las Provincias [Valencia], 1-X-1994, página 34 (sección «Grandes almacenes»). Cito el antepenúltimo fragmento, relacionado con las fichas que anteceden (suprimo el relieve en negrita de los nombres mencionados):

    ¿Qué artistas actuales representan para Joan Verdú un fraude estético? No lo duda ni un momento. «Botero. Y también César Manrique, aunque esté mal hablar de los muertos, pero lo cierto es que era un pintor horrible». ¿Y Beuys, ahora tan discutido por Trapiello y Muñoz Molina? «Beuys me gusta mucho. De Trapiello no hablemos, porque es un patán. Para hablar de un tema hay que acercarse a él y conocerlo en profundidad. Si no, lo mejor es callar».

   12. ARENAZA, María P. de, «Los poetas de "la diferencia" arremeten», en ABC Literario. 131/6-V-1994, págs. 16-18. Compárese atrás ficha 3.

    13. VILLANUEVA, Darío: reseña al libro de Mary Cruz Vallejo Mejía La crítica literaria como género periodístico (Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1993), en ABC Literario, 134/27-V-1994, pág. 13. Obra que me ha resultado muy útil para conocer aspectos importantes de la crítica literaria en los periódicos y similares. Se presta muy clara atención a Fernando Lázaro Carreter, Rafael Conte y Miguel García-Posada, entre otros. Libro sugestivo, cuando menos. Véase más adelante, 2-4, Moreno, trabajo en ese ámbito, pero con estilo más bien revulsivo, provocador en cierto modo.

    14. RUIZ ANTÓN, Francisco, «Revuelta contra la cultura de la subvención», en ABC, 10-VI-1994, pág. 81. El subtítulo dice así: «Medio centenar de escritores se constituyen en "Salón permanente" para combatir el sectarismo, la imposición y el compadreo en el mundo literario». La entradilla sintetiza de este modo: «Medio centenar de escritores han firmado un manifiesto en el que denuncian la corrupción que afecta al mundo de la cultura, propiciada desde el Poder a través de subvenciones, premios y amiguismo. La mayoría son escritores jóvenes, poco conocidos. Pero también están nombres como Antonio Gala o Javier Tomeo, que han querido expresar, con su firma al pie del manifesto, su solidaridad ante una política cultural marcada y regida por la arbitrariedad». Reproduzo ahora el texto titulado Manifiesto de Granada (que aparece en esa misma página):

    La literatura española contemporánea ha llegado a una situación de peligroso anquilosamiento, entre otras cosas por el silencio en que se ha tenido a una gran parte de escritores, relegados por causas tan ajenas a la verdadera literatura como sectarismos políticos, imposiciones estéticas o dudosos intereses personales. Es hora de destruir el laberinto que ha enrarecido y mixtificar [mejor, mistificar] nuestro panorama durante las últimas décadas, poniendo justicia e imparcialidad en esta inmensa herida. ¿Qué se puede ganar descartando a unos, si no es el mayor medro de otros? No estamos tan sobrados de buenas obras como para permitirnos quemar gran parte de ellas. Invitamos a la crítica independendiente, aquella que, a la larga, descubre lo mejor de una literatura, a volver, en un movimiento de justicia, sobre ellas. A menudo es en el lado de la sombra donde anida el futuro y la renovación de las estructuras. El éxito inmediato que se ha impuesto en los últimos años es un doloroso síntoma de que no se está ofreciendo ni alternativa ni novedades al mundo en que vivimos.

    No somos un grupo ni una generación, y nuestros credos son tan diferentes como los de la sociedad; no nos unimos para pedir la cabeza de nadie, pero sí la demolición de los caminos viciosos que han permitido esta sangría: premios amañados, cenáculos auspiciados por el orden, consignas de dudosos jefes literarios, patentes de corso para impartir prestigio, críticos sectarios... Denunciamos especialmente el estado de arbitrariedad de los poderes públicos, en orden a subvenciones que provocan el tráfico de influencias en manos de particulares. Exigimos a los gestores públicos en el Ministerio de Cultura, Consejerías Autonómicas, Ayuntamientos, que reflexionen acerca de que gran parte del malestar existente en la cultura radica en su modo sesgado de actuar, favoreciendo con criterios políticos a determinados grupos, los cuales se sirven de los impuestos de los ciudadanos para imponer sus intereses, aplastando y condenando al silencio a los que representan diferentes alternativas. Por ello, nos reafirmamos en los valores constitucionales y exigimos su estricto cumplimiento a quienes están obligados a velar por ellos.

    Sin demora debe desaparecer de todos los ámbitos cualquier discriminación. Un escritor sólo puede y debe ser juzgado por la calidad de lo que escribe, lo que no ha sucedido en la literatura española actual. Aunque somos conscientes de que las estéticas exclusivistas que han actuado de gendarmes de la cultura conllevan en su proceder su propio desprestigio, no toleraremos por más tiempo semejante situación. Ninguna cultura puede alzarse sobre el cadáver de nadie.

    15. JiIMÉNEZ LOSANTOS, Federico, «Tusell, qué suerte», en ABC, 11-XI- 1994, pág. 18; columna Comentarios liberales. La reproduzco completa (pasan a cursiva algunas palabras entre comillas):

    Ahora sí que Anson [Ansón], y lo digo por experiencia, puede estar seguro del éxito de su Don Juan. Fray Tusell ha perpetrado su clásica fechoría crítica contra los enemigos del régimen, género en el que se ha especializado desde que fracasó su intento de dirigir ideológicamente al PP; pero las críticas de Tusell tienen tres características que las convierten en verdaderas bendiciones para el autor (y el editor) ejecutados: están muy mal escritas, sus argumentos se vuelven perfectamente del revés y, encima, dan buena suerte al libro criticado. De los tres libros que yo he publicado en los últimos años, Tusell atacó con ferocidad, incluyendo la descalificación personal, La dictadura silenciosa. Catorce ediciones. Criticó también, con el mismo gesto de perdonavidas intelectual y sin olvidar el desprecio personal, La última salida de Manuel Azaña. Éxito redondo. En cambio, Contra el felipismo, que a mí es el que más me gusta de los tres, no mereció las injurias críticas de Tusell, y aunque se sigue vendiendo, no ha tenido la repercusión de sus hermanos. ¿Por qué? Porque faltaba el ataque de Tusell. Anson [Ansón] está de enhorabuena. Pasará de cien mil ejemplares, y si Tusell vuelve a publicar la crítica, de los doscientos mil.

    Esto de publicar la misma crítica contra un libro en dos medios impresos no es metáfora, sino realidad venturosamente comprobada por mí mismo, gracias a la inquina que me profesa Fray Tusell. Cuando los primeros ejemplares de La última salida de Manuel Azaña estaban llegando a las librerías, ya había perpetrado su puñalada en El Mundo con el estilo sacristanesco, presuntuoso y cobardón que le permite su prosa. Nada importante. Salvo él y el escriba felipista Santos Juliá, al que me referiré en un comentario aparte, las reseñas fueron excesivamente generosas. Pero Tusell añade a su condición retorcida la de avaricioso y pesetero. La misma crítica contra el libro sobre Azaña la publicó después variando apenas algunas frases, muy pocas, en la revista Cuenta y razón, a cuyo Consejo de Redacción pertenecemos ambos, él como vicepresidente y yo como vocal o miembro del Consejo. Cuando digo pertenecemos quiero decir pertenecíamos, claro. Si no escribí entonces una carta de renuncia al que dirija [dirigía] la revista fue por no aumentar sus méritos para fichar por la cuadra de Polanco, como finalmente ha hecho, tanto en Prensa como en radio.

    Últimamente le he visto, con esa gracia que Dios le ha dado, anunciando una enciclopedia en televisión, que a estas altura habrá naufragado en los quioscos. También ha intentado hacer publicidad del último libro publicado bajo su nombre polemizando otra vez con el mío sobre Azaña, pero no he querido hacerle esa caridad. Alguien que cobra dos veces una misma crítica contra alguien sería muy capaz de cobrarla una tercera, o una primera, según, y no hay que favorecer la acumulación de riqueza en un pobre frailecico democristiano.

    Por lo demás, el único argumento esgrimido por Fray Tusell contra Anson [Ansón] —una carta desanimada, desnortada y sin la mejor enjundia política— demuestra, en vez de negar, la tesis básica del libro.

    En fin, desde que Tusell abandonó la derecha por el accidentalismo felipista, la derecha va muy bien y el felipismo se hunde. Ahora que quiere defender a la monarquía de los monárquicos, Dios guarde al Rey. En cambio, para el libro de Anson [Ansón] esta crítica es como los Reyes Magos. Felicidades anticipadas.

   16. CONTE, Rafael, «Jorge Semprún, entre la vida y la escritura», en ABC, 4-I-1995, pág. 3.

    2. Varia en torno a la crítica «moderna»

A

    1. «Especial Crítica Literaria», en El Ojo de la Aguja. Revista de Literatura [Facultad de Filología, Universidad de Barcelona], 4-5/1993. Interesan a nuestro propósito de modo especial: presentación: El sentido común (Inés BLANCA): págs. 81-82; entrevista a Darío Villanueva (por Inés BLANCA y Carmen ENRIQUE): págs. 83-85; La crítica literaria profesional, ¿hace crítica literaria? (Carmen ENRIQUE): págs. 87-89; Entrevista a Miquel Riera (por Carmen ENRIQUE): págs. 90-95; La prueba del laberinto de los premios literario (Carmen ENRIQUE): págs. 97-99.

    2. En los últimos tiempos se ha producido abundante material del «salón de los independientes» (véase atrás 14): textos mecanografiados, internos, de comunicación entre los miembros de tal asociación, que ha celebrado ya, que yo sepa, dos encuentros (no llegan en su propósito a la categoría de simposio y menos de congreso). Algo de esas inquietudes puede verse, además, en Cuadernos del Sur [Córdoba]: 384/2-II-1995, 16 págs., dedicado tal número a «Poesía actual».

    3. GARCÍA VIÑÓ, Manuel, La novela española desde 1939. Historia de una impostura, Libertarias Prodhufi, Madrid, 1994. Obra de crítica muy personal, vivida, en un autor que ya había publicado trabajos igualmente representativos de su independencia de criterio. De imprescindible lectura como necesario contraste con las líneas más ortodoxas de crítica literaria.

    4. MORENO, Víctor, De brumas y de veras. La crítica literaria en los periódicos, Pamiela, Pamplona, 1994. Otra obra con intenso dinamismo crítico; debe leerse completa, no selectivamente. Compárese atrás, 13, VALLEJO, también del ámbito periodístico, pero más clásico y ortodoxo. El de ahora posee analogías de «forma interior» con el que le precede, García Viño, aunque el configurador de esta ficha se expande mucho más: ilustra muy gráficamente, razona a lo largo de todo el camino, etc. Los especialistas dirán cómo valoran su «andadura teórico-práctica», pero el propio hecho de su aparición creo que resulta, sin duda alguna, positivo. El desfile de términos y terminachos es inacabable: intertextualidad, paratextualidad, etc. (véase, por ejemplo, «Diarrea terminológica», págs. 114-117).

    5. TOUSSAINT, Maurice, «Reflexiones parafilológicas sobre lo cíclico», en Glosa [Universidad de Córdoba], 3/1992, págs. 93-120.

    6. ASENSI, Manuel, «La otra filología: Paul de Man, J. Hillis Miller y la lectura lenta», en Glosa, 3/1992, págs. 63-92.

    7. SCHWARTZ, Lía, «Hermeneútica filológica y crítica literaria: a propósito de un soneto amoroso de Quevedo», en Glosa, 4/1993, págs. 167-187.

    8. QUIÑONERO, Juan Pedro, «Muere en París el escritor Severo Sarduy, figura emblemática del exilio cubano», en ABC, 12-VI-1993, pág. 56. Leemos en uno de los párrafos: «Amigo y compañero de una influyente personalidad de la edición parisina, Severo Sarduy consiguió una cierta notoriedad avalada por una artículo de Roland Barthes, "papa" entre los "papas" de la crítica literaria francesa [...]»: compárese popes de la crítica en el trabajo de Rafael Conte mencionado atrás, 1.

B

    9. BAJTIN, Mijail ([y] Pavel N. MEDVEDEV), El método formal en los estudio literarios. Introducción crítica a una poética sociológica, Alianza Editorial, Madrid, 1994 (tr. de Tatiana Bubnova; prólogo de Amalia Rodríguez Monroy; trabajos de hacia 1928).

    10. FRIEDRICH, Hugo, «Estructuralismo y estructura en la ciencia literaria», en Ínsula, XXIV-271/1969, págs. 1,12 y 13.

    11. SIEBENMANN, Gustav, «Sobre la problemática relación entre literatura y ciencia (una contribución al debate desde el punto de vista de un romanista)», en Revista de Occidente (segunda época), XXXVI-108/1972, págs. 341-366.

    12. LÁZARO CARRETER, Fernando, «Estilística y crítica literaria», en Ínsula, V-59/1950, págs. 2 y 6; del mismo autor: «La lingüística norteamericana y los estudios literarios en la década 1958-1968», en Revista de Occidente (segunda época), XXVII-81/1969, págs. 319-347; recogido en su libro Estudios de poética (la obra en sí), Taurus, Madrid, 1976, págs. 31-49; véanse las páginas 35-36 para sus discrepancias con Hugo Friedrich (atrás, 10).

    13. CRESPILLO, Manuel, «Teoría del comentario de textos», en Analecta Malacitana, XV/1-2/1992, págs. 137-171.

    3. Dos clásicos actuales de la crítica periodística: introducción

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    En las dos próximas entregas me ocuparé de los comentarios de Miguel García Posada y de Fernando Lázaro Carreter, reseñas coincidentes en adoptar una actitud crítica decididamente negativa, esto es, disintiendo de una manera clara de los planteamientos de Alborg. A manera de contexto de la anunciada presentación de sus respectivos puntos de vista, me permito traer a colación determinados pasajes, de otros lares, apropiados inicialmente para dicho propósito.

    1. Leemos, en la obra de Mary Luz VALLEJO (véase atrás, 13) lo siguiente (págs. 166-167):

    Aunque el tono general es serio y a veces cae en la erudición, hay plumas muy sueltas y atractivas. El caso más interesante es el de Fernando Lázaro Carreter —actual Director de la Real Academia Española—, cuya entrada en el suplemento coincidió con la aparición de la revista cultural. Lázaro Carreter, maestro universitario de varias generaciones, durante muchos años ejerció la crítica teatral —e incluso es autor de alguna obra dramática menor—tiene suficientes «tablas» y excepcionales cualidades como crítico militante. Maestro de Miguel García-Posada, se pueden identificar en ambos críticos rasgos muy similares en el método, estilo y valoración. Lázaro Carreter expone su «programa crítico» al tiempo que interpreta la obra sin perderse en digresiones; busca arranques inesperados, maneja una tupida red de referencias culturales y emplea un lenguaje natural y ameno. Pero lo más destacable de su procedimiento crítico es que llega al juicio pertrechado de razones para calificar y descalificar la obra.

    Lázaro Carreter es uno de los pocos críticos que tiene la valentía de dar sus juicios abierta y explícitamente y, al contrario de sus colegas [,] tan dados a atender únicamente lo reconocido, se ocupa de la literatura de baja calidad para cumplir su tarea de orientación en medio del piélago de obras mediocres que se publican. La suya es crítica a la vieja usanza de aguijones y laureles, pero sin el tono sarcástico y agrio.

    Acierta igualmente en la selección de las obras, porque alterna las reediciones de los clásicos españoles, por ejemplo, con la narrativa española actual. Siguiendo sus comentarios sobre los autores españoles contemporáneos se capta su espíritu independiente y refractario a las modas. Así lo demuestra en la recensión a la novela de J. A. Masoliver Ródenas Beatriz Miami. Después de referirse al repertorio de crudas descripciones sobre el sexo que emplea el autor —y que el académico reproduce directamente, sin eufemismos—, concluye [la cursiva «sintagmática» es de la autora citada por mí: J. P.]:

    Podría, con todo tratarse de un libro verdaderamente literario, es decir, con fuerza conmovedora y con un empleo sobresaliente del idioma. Le restan a aquella fuerza las gracias frías —vulgares chistes, juegos de palabras: culinario-culo [culinario-culo], etcétera— y la irrelevancia de muchos de los vagabundajes a que su mente se entrega [...]. En suma: un libro cuyo aliciente principal es lo que tiene de panfleto —género al que nunca faltan los lectores—, y , en menor grado lo que añade de testimonio de un espíritu atormentado pero, por desgracia, con poco interesante que contar (17-1-1992).

    Al comenzar su crítica sobre la novela ganadora del Premio Nadal 1992, Ciegas esperanzas, de Alejandro Gándara, dice Lázaro Carreter con cierto desencanto:

    Con puntualidad, el Premio Nadal de 1992 ha levantado el vuelo, tan esperado desde que el año empieza. Y, como cada año, a él me he lanzado con avidez. Me complace afirmar que en parte he quedado satisfecho, pero exageraría si lo hiciera sin algunas reservas; es patente, una vez más, qué difícil resulta allegar calidad irrebatible a los premios.

    A continuación, el crítico expone los desaciertos de la obra, entre ellos, esa tendencia de los narradores actuales a sacrificar la trama por meterse en vericuetos meditativos que conducen al hermetismo y la oscuridad, mientras que el lector se ve obligado a un doble esfuerzo para continuar leyendo... Después de reconocer «el moroso despliegue de los artificios formales: adjetivos, símiles, tropos, lirismos...», concluye con este juicio justo y moderado, muy distante del coro de elogios que, desde otros suplementos, se sumaron al premio:

    Novela, pues, irregular, llena de componente válidos —muy válidos, a veces—, pero con un posible error de posología. Sin embargo, vale la pena explorarla para reconocer en Alejandro Gándara una potencia de narrador que va a tardar poco en manifestarse plenamente (12-2-1992).

   Y en la pág. 194 nos dice la autora del libro:

    El lenguaje de los suplementos resalta por su claridad, rigor y atractivo, siendo muy asequible para el común de los lectores. Se invalida entonces el prejuicio que durante mucho tiempo ha acompañado [a] la crítica literaria: que maneja un lenguaje hermético y oscuro sólo inteligible para especialistas. Otra singularidad de los suplementos literarios es que guardan una armonía, una unidad en el lenguaje a través de todas sus páginas, tanto en los textos como en los titulares y entradillas, sin saltos bruscos de una sección a otra.

    Si alguno se diferencia un poco es el ABC Literario, por su estilo más serio y académico, pero siempre accesible. Algunos se identifican más fácilmente por su fórmula de análisis casi matemática. Aunque Fernando Lázaro Carreter, que encabeza la nómina de académicos, demuestra con sus recientes reseñas que la amenidad no riñe para nada con el rigor crítico. Su exquisito manejo del lenguaje y ese buen humor que estimula las neuronas del lector hacen perder el atávico temor a la prosopopeya o rigidez espartana de los eruditos.

    2. LÁZARO CARRETER, Fernando, «Prólogo», págs. V-VIII en Ricardo GULLÓN (dirigido por), Diccionario de literatura española e hispanoamericana, Alianza Editorial, Madrid, I-II, 1993. Transcribo el sexto párrafo (págs VI-VII), que es primero en la reproducción parcial de dicho prólogo, con el título de «El rigor como objetivo», en A Pie de Página [grupo editorial Anaya, Madrid],1, junio de 1993, pág. 3:

    El Diccionario no disimula su más modesta aspiración a servir de instrumento auxiliar, aun pareciéndose tanto a las antiguas Bibliotecas; como ellas, consagra cada entrada, por orden alfabético, a un autor o a un texto anónimo —los diccionarios, éste también, incluyen conceptos críticos en el inventario—, y los encuadra en una red de datos biográficos y bibliográficos: fechas, lugares, títulos, personas que con ellos guardan relación...: todas aquellas precisiones que, se supone, los lectores desearán saber o recordar sobre una obra o un escritor de los que ya tiene conocimiento. Porque un diccionario no es, claro, vía de acceso a la literatura o a la historia literaria, aunque ofrezca peldaños, ni debe serlo a la crítica, aunque en este punto sea incierta la dosis de tal materia que puede absorber. «Muy poco; mejor, nada», decía Ricardo Gullón; yo asentía y, sin embargo, ¿debía reprimir mi entusiasmo ante el tercer tratado del Lazarillo, por ejemplo, y dejar de decir que es genial? Pues dicho lo dejé, y Gullón no me invitó a retirarlo. He comprobado ahora cómo varios e ilustres colaboradores no se privan de emitir algún que otro juicio de valor, y me complace. Tales opiniones suavizan la costra de los datos, dan pie en ocasiones para disentir, esto es, para que subsista la institución literaria, la cual precisa de un parlamento incesantemente deliberante, y otorgan al Diccionario la dignidad de objeto cultural que, por ejemplo, no posee la guía telefónica.

   4. Algunas notas previas al comentarios de dos reseñas

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    En la primera entrega de este trabajo, 5, expuse ya algunas consideraciones sobre la impresión que la lectura, completa (no parcial ni en forma de cala), de la obra de Alborg me había producido. Creo que allí dije bastantes cosas
—suficientes para arrancar, me parece— sobre los condicionamientos de una interpretación responsable de los contenidos de dicho volumen. Ahora voy a añadir unas cuantas reflexiones más, complementarias de las anteriores, con las que vaya configurando mi propia visión sistemática de la valoración de esta particular obra de «campechano repaso de la crítica literaria» a la medida de una justas defensa «higiénica» frente a los excesos formalistas o, al menos, vacuamente formalistas. He aquí, pues, en retahíla esta suma de reflexiones «literaturizadas».

    1) Frente al título clásico de Cómo se comenta un texto literario, de autor consabido, habría que inventar, si ya no existe, el correlativo y antitético de Sobre cómo no debe comentarse un texto (meta)literario, esto es, intentando escapar de los muchos peligros que la subjetividad pone siempre en nuestro camino en cuanto nos descuidemos un segundo. Muchas son las cosas que uno debería evitar en tales quehaceres, pero, como diría el otro, la carne es flaca y no resulta difícil caer en la tentación de no comprender cabalmente el alcance de un escrito de un autor o de, comprendiéndolo, desviar la atención de ese texto, para irnos por los cerros de Úbeda (utilizando, claro está, el susodicho como pretexto). En fin, la lista de pecados veniales y mortales en los que un crítico puede caer es ilimitada... y ay de aquel que se considere libre de culpa (aunque, naturalmente, existen perceptibles grados de actuación negativa: por acción o por omisión).

    2) Uno de los fallos detectables con relativa frecuencia en las críticas a una obra se da cuando, al no entrar realmente en su análisis —pues se realizan calas más o menos ordenadas en tal volumen: no se trabaja de modo sistemático, como correspondería hacer siguiendo la ruta del esfuerzo del autor al crear ese texto—, se afirman cosas con demasiada seguridad o ateniéndose a hechos aislados, llamativos muchas veces, sin captar el sentido de totalidad de la obra: su espíritu. Hay libros, como el de Alborg, de una riqueza tal, que, si se lee completo y con atención, crea unos resortes positivos de presencia fija, sistemática, capaces de reordenar la obra en esos términos, positivos, por encima de los descuidos específicos, que casi nunca faltan incluso en las grandes obras. Si, por ser consecuentes con una lectura parcial, «anecdótica», de un trabajo, nos concentramos en aquello que nos ha llamado la atención en términos negativos, indiscutiblemente quedamos casi fuera del espacio conceptual para juzgar esa obra (el conjunto de) y sí aspectos particulares que pertenecen a un «macrosistema», o unidad general, dentro del cual adquieren un sentido distinto del que pudieran proyectar vistos, en cuanto meros ladrillos o piezas, sin integración en algo concebido por su autor como un solo edificio.

    3) Los dos autores de los que me ocuparé en las próximas entregas (a saber, Miguel García-Posada y Fernando Lázaro Carreter) han caído, sin duda, en la red que inconscientemente les ha tendido Alborg: han quedado atrapados, «escandalizados», por el estilo «ranciamente campechano», diría, de nuestro autor y prácticamente han dejado de adentrarse en los contenidos de la obra, en su conjunto (relación entre las varias partes: equilibrio de lectura). Alborg realizó un gran esfuerzo por crear unos contenidos presentados, equivocadamente o no, con «una coherencia totalitaria» o, mejor, «totalizadora». En cambio, a esos dos críticos se les nota que no han estado a la altura de las circunstancias en cuanto al mínimo de esfuerzo paralelo exigible cuando alguien decide comentar una obra de la trascendencia inicial de la de Alborg. Me temo que los estudiosos mencionados han caído en la misma práctica viciosa atribuida a nuestro autor, a saber: picar aquí y allá sin integrar, atomizar a favor de la tesis que se propugna. Un intelectual maduro no puede permitirse el lujo de eludir el fondo de la obra, su motivación y unidad espiritual, y quedarse atrapado en apenas unos cuantos rasgos de estilo que, de por sí, significan muy poco, porque su sentido surge cuando podemos otear, «creadoramente», la ensambladura de todas las piezas, los hilos, apenas visibles, por los que discurre la nervadura vital, irrigando el conjunto por la savia de su carácter de creación única, irrepetiblemente unitaria.

    4) El que la lectura de un libro resulte larga, «espantable», etc., también depende del cansancio o saturación con respecto a las ideas en él combatidas. Han sido muchos los años de «hermetismo retórico» (y aún continúa para gloria de sus creadores, originalísimos sin duda): lo de Alborg era un esperado desahogo tras la «opresión» de tantos años de infinitos «idiolectos rectificadores de las ingenuidades de los que trabajaban con métodos anticuados, apenas formalizados y formalizables», cabría decir con palabras elegantes creadas especialmente para esta ocasión. En fin, cuando se ha leído con generosidad y se continúa con dicho hábito disfrutando de esa voluntaria lectura, ni siquiera se plantea lo relativo a la extensión del volumen; y si se hace, casi siempre es para alarmarse o entristecerse por que un buen libro acabe tan pronto, nos deje con la miel en la boca: cuando se saborea un texto, cuando existe realmente placer de la lectura, desaparece de nuestro entorno el universo de los números, al menos en cuanto coacción para una lectura forzosa/forzada. Otra cosa es que haya gente ocupada con tantos negocios al mismo tiempo, que ya ni siquiera sueñen con el espacio maravilloso de una lectura placentera, buscada, hecha metódicamente sorbo a sorbo y no triturada por una maquinaria de lo imperioso, de lo que obliga a estar en todas partes sin estar realmente en ninguna: la ubicuidad, sin duda, es peligrosa. Desde luego, el método de lectura que consiste en echar una ojeada a la solapa, al prólogo y a unas cuantas páginas aquí y allá no nos puede llevar a solazarnos con los placeres de un buen texto, sino a mantenernos etéreamente, sin asidero, en la estratosfera. Y ya se sabe: a los humanos no nos conviene excedernos en nuestras posibilidades: somos muy limitados.

(continuará)