¿DÓNDE ESTÁN LAS PALABRAS?

Texto dispuesto para la imprenta por Bienvenido Palomo Olmos

Salvador Fernández Ramírez

Universidad Autónoma de Madrid

 

NOTA PREVIA

    Agradezco a María Teresa Fernández el haberme confiado el presente texto inédito de Salvador Fernández Ramírez, que encontró José Polo cuando preparaba la nueva edición de la Gramática española, publicada en la editorial Arco/Libros (Madrid), y que, en principio, pensaba incluir en el volumen I, Prolegómenos (1985).

    ¿Dónde están las palabras? es el texto de una conferencia o lección magistral dada en la Escuela Central de Idiomas de Madrid hacia el año 1955 (no puedo precisar más la fecha). El Director de la Escuela, don Joaquín Agra Cadarso, organizó un ciclo de conferencias en el que participaron Rafael Lapesa, Dámaso Alonso, Samuel Gili Gaya y Salvador Fernández Ramírez, entre otros. Las conferencias se grababan con la intención de editarlas posteriormente en folletos de escasa tirada y de difusión interna. A pesar de las gestiones realizadas, no ha sido posible encontrar ningún ejemplar de la conferencia de don Salvador ni siquiera conseguir la confirmación de que tal folleto llegara a editarse.

    Se trata de un texto de carácter divulgativo, ameno y con ejemplificación interdisciplinar que hace intuitiva a un auditorio poco versado en conocimientos de lingüística la comprensión de conceptos abstractos; un texto que combina con gran precisión ideas de lingüística general y sus aplicaciones prácticas a la lengua española; un texto que demuestra cómo una cuestión aparentemente árida y difícil se convierte en amena y atractiva cuando se expone didácticamente. Salvador Fernández Ramírez aprovecha las experiencias personales de los estudiantes de idiomas para llevarlos a reflexiones científicas sobre el lenguaje. Y no son menos relevantes las cualidades del texto al adoptar exclusivamente el enfoque formal y estructural más puro, según apostilla él mismo, cuando establece el punto crítico de máxima y mínima probabilidad combinatoria de los fonemas en la palabra: «es evidente que el procedimiento no puede jactarse de ser más formalista y matemático, puesto que el índice numérico de cada punto crítico puede determinarse matemáticamente». No deja de sorprender, si se tiene en cuenta la fecha tan temprana y el secular atraso de la investigación lingüística española respecto del mundo occidental, el conocimiento que posee Salvador Fernández Ramírez de la terminología estructuralista europea y norteamericana (estructura, categoría formal, niveles lingüísticos, permutación y combinación de unidades lingüísticas, cálculo combinatorio, macrosegmento, jerarquización de unidades, código...) y de las técnicas para identificar y aislar unidades lingüísticas como el fonema, la sílaba y la palabra. Aunque su perfecto conocimiento del estructuralismo lingüístico ya había quedado muy claro desde la aparición de su Gramática española (1951), obra que deslumbró a todos los estudiosos del lenguaje por su modernidad. El volumen titulado Prolegómenos, preparado por José Polo, ha sacado a la luz toda la modernidad científica que contiene la obra de Salvador Fernández Ramírez y que no siempre le ha sido reconocida.

    El texto consta de veinte cuartillas mecanografiadas por una sola cara y con algunas correcciones manuscritas. No contiene ninguna información bibliográfica. En notas a pie de página añado los datos que he considerado pertinentes para la mejor comprensión del texto. He reconstruido, hasta donde me ha sido posible, las referencias bibliográficas, que en el original se reducían exclusivamente a un nombre propio o a un título.

 

    Estoy aquí obedeciendo como un soldado a la orden de vuestro Director, mi querido amigo y compañero don Joaquín Agra Cadarso. Me dispongo a hablar por primera vez en mi vida, y no sé si desear que no sea la última, en esta Escuela Central de Idiomas, que es la Central Española de la gran Babel del mundo. Para ponerme a tono con vuestro ambiente y acaso hacerme entender mejor, sospecho que habría de dirigirme a vosotros a través de una red de traductores como la que funciona en los debates de las Naciones Unidas. Pero ya que vuestro Director no se ha decidido todavía a instalarla aquí, tendréis que escuchar todos la misma lengua, el español, que es al fin y al cabo la quinta o la sexta lengua del mundo por el número de los que la hablan[1].

    Dada, como digo, la heterogeneidad de las enseñanzas lingüísticas de vuestra Escuela, se me ocurrió buscar, dentro de los asuntos de mi competencia, alguno que pudiera interesar por igual a todos. Las lenguas son tan diferentes unas de otras que, tan pronto como salimos de una familia genealógica y casi siempre sin salir de ella, una lengua desconocida es para nosotros un semblante inexpresivo y mudo. Y lo que decimos de una lengua no vale enteramente para las demás. Sin embargo, cuando entramos en el análisis de sus componentes y de manera muy especial si este análisis lo llevamos a cabo en lenguas emparentadas entre sí, nos encontramos con que los supuestos y las estructuras se reducen a hechos muy análogos en todas ellas, de manera no muy diferente a como ocurre en el mundo de la biología, por ejemplo, en donde ciertas estructuras, como las células, se repiten en unos y otros organismos, por muy diferentes que sean las formas que adoptan y los elementos que entran en su composición.

    Descubrir estos principios generales de estructuración es la tarea que se ha impuesto hoy la lingüística. La idea de que existen cosas y supuestos comunes en todas las lenguas es, en realidad, muy antigua, pero manejada a priori solía conducir a graves deformaciones de los hechos: por ejemplo, cuando se atribuía al nombre sustantivo español la flexión casual, como hace todavía la Gramática de la Real Academia, continuadora en esto y en otras cosas de la venerable tradición de nuestros antiguos gramáticos. No existe la flexión nominal en español, pero existe la flexión pronominal o algo que puede en cierto modo denominarse así. Porque una de las grandes tendencias de las lenguas indoeuropeas consiste en eliminar la flexión y unas se encuentran más avanzadas que otras en este proceso. Pensar que los esquemas de la lengua española son idénticos a los esquemas de la lengua latina era, como digo, una manera de violentar la realidad. El hecho de que exista una categoría formal determinada en una lengua no es una razón bastante para hacernos suponer que esa categoría ha de encontrarse en una segunda lengua, por muy emparentada que se halle con la primera y aunque, apelando a conceptos que no encajan enteramente en las realidades lingüísticas, una de ellas sea heredera y hasta hija legítima de la otra, como sería el caso del español respecto del latín. La misma violencia hacemos a los hechos cuando hablamos de participios de presente, de infinitivos pasivos, etc., en español.

    Considerada en su conjunto, una lengua es una realidad muy compleja. Pero de una manera en cierto modo análoga a como ocurre en el mundo orgánico y en el inorgánico, se da en su morfología una serie de niveles de complejidad, desde lo más simple a lo menos simple. Y así como de un número muy reducido de elementos se pasa a la complejidad del átomo y de ella a la molécula y a la infinita variedad de sustancias del universo con sus cualidades múltiples y diferenciadas, así la morfología de una lengua va ascendiendo desde un puñado de elementos muy simples, los sonidos, a la mayor complicación de las sílabas y luego a la del léxico y la gramática, mucho más intrincadas todavía. A medida que ascendemos a los grados superiores de la organización, crece el número de posibilidades para las formas, y con ello el número de divergencias posibles entre los esquemas y las categorías de las lenguas. Por eso en este orden suelen ser escasas las coincidencias gramaticales entre unas lenguas y otras, si no es por un simple azar o por el hecho de que han tenido un origen común y a pesar de su distanciamiento conservan cosas semejantes del común origen o realizan lo que se llama evoluciones convergentes, debidas a las tendencias comunes originarias. No es, pues, extraño, como digo, que estén ausentes de una lengua categorías enteras que perviven en una lengua hermana, y que el inglés moderno, por ejemplo, ofrezca una fisonomía tan distante del moderno alto alemán que apenas si existen rasgos comunes entre ellos en el orden estrictamente gramatical.

    Esto no quiere decir, sin embargo, que en los pisos más bajos de la organización lleguemos a encontrarnos siempre, como ocurre en la organización de la materia, con elementos constantes que son comunes a todas las variedades de lenguas conocidas. La unidad más sencilla a que se llega en el análisis lingüístico, el sonido, constituye, ciertamente, un elemento básico común. Es verdad que en todas ellas existe la dualidad vocales/consonantes y otra clase de subdivisiones análogas. Pero ni el número de esas unidades últimas ni la naturaleza de ellas ni la razón numérica entre unas y otras es semejante en ningún caso. Sin embargo, y es lo más importante, todos esos elementos se someten dentro de cada lengua a un sistema congruente que obedece a un género de relación y a unos principios discriminantes que han recibido en esta clase de estudios el nombre de «oposiciones». Todos se organizan en constelaciones simétricas, hay tipos de sistemas con arreglo a los cuales cabe clasificar la fonología de las lenguas y aunque, como ya digo, el número de los sonidos es muy diferente y oscila aproximadamente para las vocales entre tres y doce y para las consonantes entre ocho y cuarenta y dos, pueden incluso establecerse determinadas leyes de las razones numéricas entre unas y otras; y sabemos, por ejemplo, que la razón numérica tiene el valor mínimo en aquellas lenguas donde el total de sonidos es pequeño y la cifra máxima allí donde el número total de sonidos no es ni muy grande ni muy pequeño, etc., etc.[2]

    La sílaba es ya una unidad más compleja y aunque se presenta, lo mismo que el sonido, como elemento constante, lo que podemos considerar común es bien poco, acaso un momento articulatorio mal conocido relacionado tal vez con ciertos movimientos del diafragma. También las sílabas pueden clasificarse tipológicamente, aunque la variedad que se obtiene es, como digo, más grande. En unas lenguas predomina la duración articulatoria, como en japonés. En otras, el momento dominante es el tono o el acento de intensidad. En algunas lenguas, como el español, los que podríamos llamar límites silábicos aparecen perfectamente definidos. En otras, como el inglés, hay clases de sílabas en que la delimitación es indiferente, lo que se refleja en la extraña manera —extraña para nuestro sentimiento lingüístico— que tienen los ingleses de cortar las palabras en el fin del renglón.

    La palabra es una unidad que se encuentra por encima de la sílaba en la escala morfológica. Es, por consiguiente, una unidad más rica y más variada. El hecho de la escasa coincidencia formal entre palabras de lenguas diferentes, si no es por razones de origen común o por una pura coincidencia, como ocurre con el potamós griego, que es el nombre común del río, y el Potomak de Virginia, que en la lengua aborigen parece que significa lo mismo, se debe no tanto a las diferencias entre los sistemas fonológicos propios de cada lengua como al sistema de agrupación de los sonidos dentro de cada lengua. En español, por ejemplo, una palabra no puede empezar con la agrupación de una s- más consonante, o dicho con otras palabras, el grupo s+consonante no puede organizarse dentro de una misma sílaba en español, es un grupo heterosilábico, pero no lo era en latín ni en griego ni lo es en otras lenguas indoeuropeas. Estas limitaciones restringen notablemente las posibilidades que, según nos revela el cálculo combinatorio de las permutaciones y las combinaciones, estarían abiertas al repertorio léxico de una lengua si sólo se rigieran por él, operando con el corto número de unidades mínimas que son los sonidos. Hagamos un pequeño cálculo totalmente quimérico. Con los sonidos vocálicos y consonánticos del español se podrían formar 7200 palabras monosilábicas diferentes del tipo consonante-vocal-consonante y 52 millones de palabras bisilábicas con sílabas del mismo tipo. Bastan estas cifras para atisbar la fabulosa cantidad de combinaciones que están teóricamente a disposición de una lengua, pues aunque de esos números se resten todas las limitaciones que impone la índole peculiar de cada idioma, habría todavía que añadir el número de combinaciones que darían las palabras de tres y cuatro sílabas, las que se formarían con todos los restantes tipos de sílabas, que son muchos, etc., etc. Todo lo cual explica por qué las lenguas nos presentan fisonomías y apariencias externas tan extrañas las unas a las otras y la escasa probabilidad que existe para que se dé absoluta coincidencia formal entre palabras que pertenecen a lenguas diversas, aunque se trata, por supuesto, de palabras que no tengan que ver las unas con las otras desde el punto de vista semántico y gramatical.

    Pero la palabra, lo que la conciencia lingüística más común entiende por palabra, resulta ser una entidad peor establecida y mucho más difícil de definir y aun de delimitar prácticamente que el sonido o la sílaba, aunque a nosotros se nos antoje lo contrario. En muchos tipos de lenguas ese concepto, al menos tal como nosotros lo entendemos, no encaja enteramente o no encaja en absoluto. Lo que prueba que, además de las sílabas y de los sistemas fonológicos de sonidos, deben de existir en las lenguas otras estructuras más generales y por consiguiente más importantes que la palabra, que es lo que trata de demostrar precisamente la moderna lingüística. Y aunque nos limitemos a la familia de las lenguas indoeuropeas, que es el tipo de lenguas para el que ese concepto lingüístico presenta más legítima validez, entre otras cosas porque ha sido la lingüística indoeuropea la que lo ha inscrito en la órbita de su sistemática, resulta que no todos los autores se muestran de acuerdo cuando llega el momento de fijarlo echando mano de las ideas que les han servido para su construcción conceptual, lo cual quiere decir que algo marcha mal dentro de esas construcciones. Y no faltan los que han llegado a poner en tela de juicio su realidad. A todas estas dudas y dificultades aludía yo en la extraña pregunta que elegí como tema de mi lección, ¿Dónde están las palabras?, consciente de que no os proponía ningún logogrifo ni ninguna charada, sino simplemente una de las más graves dificultades con que ha tropezado nuestra ciencia y que no he de ser yo, por supuesto, el que la resuelva.

    Pero vayamos por partes. Acaso conviniera que nos pusiésemos de acuerdo sobre algunos pormenores para ir más fácilmente al toro, que es en este caso la palabra. Conviene recordar que el lenguaje es una realidad —mal estudiada, por supuesto— de orden muy particular. Hablar consiste en realizar en el tiempo y en el espacio, hic et nunc, una serie de señales sonoras con determinados órganos, etc.[3]. Hay el que emite la señal y el que la recibe. Esas señales se producen en lo que podríamos llamar tramos continuos, porque dentro de ellos no hay interrupciones de la elocución. Cada uno de esos tramos situados entre pausas ha recibido diversos nombres: macrosegmentos los denomina la escuela norteamericana; grupos fónicos los denomina la escuela española[4]. El habla es un acto momentáneo y evanescente. Sus resultados sólo quedan en la memoria. Como dice el verso español, las palabras son viento y van al viento. Añadamos que la escritura puede perpetuarlas mediante un sistema convencional de señales. Pero nosotros nos detenemos delante de ese bello pórtico de la lengua literaria, escrita y fijada alfabéticamente o como queráis. Después de todo, el hablar es el acto primario en que consiste el lenguaje.

    Pues bien: detenidos en ese pórtico y sin ánimo de dar un paso más, debemos decir ahora que la naturaleza del lenguaje no termina ahí donde la hemos dejado, quiero decir en el acto momentáneo de elocución. Tampoco vamos a perseguir todas las repercusiones de esa emisión sonora en nuestros sentidos y en nuestros sentimientos, en el impacto, como se dice ahora, que produce en nosotros ese mensaje. Lo que pasa es que esa emisión sonora y acústica es una organización muy delicada. Diremos, permitidme la metáfora, que, observándola a través de un microscopio, descubriríamos en ella una serie de finas nervaturas, de núcleos, de satélites. No los percibe el ojo, ciertamente, ni probablemente el oído. Pero, sin duda, hay allí una serie de elementos, de unidades, todos los cuales, recordémoslo bien, se organizan entre sí con arreglo a determinadas leyes de jerarquía, constituyen una estructura jerarquizada. Entonces, resulta que el lenguaje no es sólo ese chorro delgado y sutil de aire y sonido, inteligible para nosotros sin intérpretes, cuando nos hablan en nuestra propia lengua, y algunas veces en unas pocas más, sino que es también un todo organizado según unos principios, un código de señales, si queréis, que de alguna manera se halla desparramado en el interior de nuestros centros sensomotores y en toda nuestra organización psíquica. La lingüística, con independencia de las ciencias biológicas y psicológicas, se preocupa, hoy más que nunca, de averiguar el sentido y las leyes generales de esa estructura puramente formal.

    Hay, pues, por un lado, un acto que se inscribe en el tiempo y que consiste en determinadas vibraciones, una especie de fluir discontinuo en el que se suman varias corrientes o líneas simultáneas. A eso lo llamaremos el proceso, el decurso o, si queréis, la cadena sonora. Hay luego el orden racional, puramente abstracto e intelectivo, de las relaciones, categorías, piezas y momentos más o menos aislables y siempre difíciles de analizar en la cadena sonora. A eso lo llamaremos el sistema de la lengua. Fue Fernando de Saussure, el ilustre jefe de la Escuela lingüística de Ginebra, el primero que llevó a cabo sistemáticamente una distinción semejante, empleando una terminología que hoy empieza un poco a olvidarse porque se han perfeccionado más los conceptos. Saussure acuñó la expresión habla y lengua[5]. Esta distinción es de primera importancia en los estudios de lingüística, porque la confusión entre ellos puede originar graves errores. Y la doctrina del concepto de palabra, por el que empezábamos a discurrir, es una de las que se han resentido más de ese error. En la historia de la lingüística se ha hecho sensible muchas veces la tendencia a valorizar el acto primario, el habla, sobre el sistema, a darle primacía. Ahora bien: la condición de esa cadena sonora, tal como se presenta ante nosotros, es muchas veces capaz de llevar el desánimo a los más arrojados en cuestiones metodológicas. Hoy estamos acostumbrados, por el uso de la escritura y en virtud de un análisis primario e intuitivo que han ido realizando los hombres, a establecer cierta especie de jerarquía en el seno mismo de esa cadena sonora, quiero decir la que reproducimos con los signos de la escritura y que consiste en la separación de las palabras. Esa práctica revela muchas veces la poderosa capacidad natural del hombre para el análisis; otras veces es un simple producto de la rutina. Pero cuando prescindimos de los convencionalismos de la escritura, se presentan los más graves problemas ante la más somera indagación metódica.

    La cadena sonora, en el seno de eso que llamamos macrosegmentos o grupos fónicos, se nos presenta en una ardua implicación de sonidos. Si nosotros decimos don Pedro y luego don Ángel y luego don a secas, ¿cómo identificaremos esos tres dones, todos tan respetables y con un aire tan inconfundible de familia que nadie sería capaz de convencernos de que son unidades diferentes? Pero la estructura fonética está muy lejos de ser idéntica en los tres casos. ¿Dónde pondremos el límite dentro de la cadena sonora? ¿Diremos que nuestro don tiene la particularidad de escindirse en una sílaba y una media sílaba cuando articulamos don Ángel?[6] ¿O crearemos un modelo don, abstracto e ideal, que subsuma todos los casos posibles y ése será el que estampemos en el cuerpo de nuestros diccionarios? Yo no digo que un problema como el que os presento sea un problema sin solución; y el ingenio de los lingüistas no se arredra, gracias a Dios, ante dificultades como ésta. Pero esa condición cerrada de la cadena sonora es la que quería presentaros como reo de muchos extravíos lingüísticos. El más notable de ellos es el que negaba la realidad de la palabra, a la vista de esa implicación. Y, como yo decía antes, no han faltado teorías que se han desarrollado bajo la fuerza de esa impresión que produce en el teorizante el hecho primario de los actos del habla, que tiene la virtud de imponernos su primacía en el primer momento. No hay primacía, en efecto, ni inferioridad, sino simplemente subordinación interna entre los dos momentos, de tal manera que el sistema sustenta la elocución, aunque eso se realice de una manera siempre inconsciente y en virtud de determinados automatismos que no podemos fácilmente conocer. Habría que decir que el concepto de palabra, el de sílaba y todas las restantes categorías lingüísticas son partes y miembros de esa entidad abstracta y racional que es el sistema, la lengua, y que el habla las realiza de cierta manera y con arreglo a principios también determinables.

    Pero el orden de las palabras, por ejemplo, es tanto una categoría de lengua como cualquiera otra categoría gramatical. Saussure razonaba así: «[...] ¿hasta qué punto pertenece la oración a la lengua? Si es cosa exclusiva del habla, imposible pasar por unidad lingüística. Admitamos, sin embargo, que se descarta esta dificultad. Si nos imaginamos el conjunto de oraciones capaces de ser pronunciadas, su carácter más sorprendente es el de no asemejarse absolutamente entre sí. A primera vista se inclina uno a equiparar la inmensa diversidad de oraciones a la diversidad no menor de los individuos que componen una especie zoológica; pero es una ilusión: en los animales de una misma especie los caracteres comunes son mucho más importantes que las diferencias que los separan; en las oraciones, al revés, lo que domina es la diversidad; y cuando queremos buscar qué es lo que las une a través de esa diversidad, nos encontramos, sin haberlo buscado, con la palabra y sus caracteres gramaticales, cayendo así en las mismas dificultades»[7].

    Es más fácil zanjar la cuestión, como ha hecho Bühler, dando un tajo teórico al nudo gordiano y abordando la consideración, que al menos parece de lo más racional, de que la lengua es bidimensional —con lo que se opone y contradice especialmente a las concepciones genéticas—, de tal modo que el hombre ha conseguido en el lenguaje una desmembración del mundo en fragmentos abstractos —las palabras— y al mismo tiempo una construcción a fondo del mismo mundo: la frase[8]. Y todo esto sería enteramente correcto si no fuera que nos falta qué es lo que entiende Bühler por palabra; la frase ahí está y no es necesario realizar un gran esfuerzo para que comprendamos su realidad.

    Lo que auxilia más a la teoría, pero lo que por otra parte más la debilita, es el aspecto semántico de la cuestión, que es lo que Bühler no pierde un solo momento de vista. Basta que nos digamos: un caballo es un caballo y correr es la acción de correr. Es decir, hacemos entrar en el concepto de palabra todo su contenido conceptual, con lo que tenemos adelantado un gran camino para la delimitación de la palabra dentro del decurso, en la cadena del habla. Lo que pasa es que, si hemos de manejar los conceptos, los contenidos, nos vamos a ver mucho más comprometidos todavía, porque una de las condiciones de la frase, y la más peligrosa de todas, es que los conceptos aparecen en ella mucho más implicados que la pura materia fonética, de la que hablábamos antes, y este es un fenómeno que no ha escapado ni siquiera a las mentes más ajenas a la dedicación lingüística. Existe una escuela, la escuela idealista[9], que dispersa su atención sobre la unidad de sentido del contexto, si no sobre la obra entera de creación, y los lexicógrafos saben más que nadie las dificultades que ofrece la tarea de aislar la significación o las significaciones de las palabras. Por otra parte, hay muchos motivos para dar la razón a la joven lingüística, que apenas quiere saber nada, o quiere saber muy poco, acerca de las significaciones y pone a un lado toda esa materia como algo que estorba para penetrar en el mundo de las puras relaciones lingüísticas y estructurales. Ya veis que nos movemos en un terreno muy resbaladizo y que toda cautela es poca.

    Lo que hace la lingüística nueva, fiel a su credo, es lanzarse a una especulación puramente formal y vais a ver cómo procede. Si nosotros abrimos un diccionario —penetrando ahora en el recinto de la transcripción literal, pero sólo por un momento—, podremos observar que no hay letra del alfabeto que no encabece y acaudille un grupo de palabras más o menos numeroso. Lo cual equivale a decir que el primer elemento simple de una palabra, empezando por la izquierda, puede serlo cualquiera de los sonidos del sistema fonológico. Así ocurre en el repertorio léxico del español y más o menos en casi todos los repertorios léxicos de las lenguas indoeuropeas. Nos interesa averiguar ahora qué es lo que ocurre con el segundo elemento simple de una palabra, el segundo sonido empezando por la izquierda, y para ello haremos la averiguación, a modo de ejemplo, en el tramo del diccionario correspondiente a las palabras que empiezan por p-. Podremos observar entonces que tras la p- no pueden figurar todas las letras. Sin agotar el experimento, sabemos de antemano que estarán excluidas con toda seguridad la m y la f, además de la misma p. Ahora escogemos, también al azar, el tramo de palabras que empiezan por pr-. El descubrimiento es más sensacional. Detrás del grupo inicial pr- apenas encontraremos letras, como no sean las cinco vocales españolas. Proseguimos la indagación, intentando ver lo que da de sí el grupo inicial pru-. Tal vez se reduzcan más las posibilidades. Ahora pasamos, por ejemplo, al grupo inicial prud-, para averiguar lo que pasa con el elemento que ocupa el quinto lugar empezando por la izquierda. Entonces el descubrimiento es más sensacional, si cabe. Sólo la letra e, me parece, sucede a esta combinación. Y así seguiríamos observando cómo de aquí en adelante no existen más posibilidades que para un solo sonido, para una sola combinación, que nos daría prudente o prudencia o prudentemente, etc, etc. Y cualquiera que fuese el lugar del diccionario por donde acometiésemos la indagación, el resultado sería poco más o menos el mismo. Todo esto quiere decir algo muy sencillo; y es que a medida que penetramos en el interior de las palabras, los sonidos van quedando como inmovilizados, van reduciendo paulatinamente su capacidad combinatoria con otros sonidos. Si pasamos ahora al análisis de un macrosegmento cualquiera, liberándonos del diccionario, que sólo nos ha servido para dar un salto mortal, observaremos que al fin de ese túnel angosto que es el intestino de una palabra, después de cualquier palabra, podremos situar, o comprobar que está situada, cualquier otra palabra que empieza por cualquiera de los sonidos de nuestro sistema fonológico. Ocurre, pues, que, alcanzado ese punto, los sonidos se esponjan, su libertad de movimientos se recupera y se acrecienta al máximo su capacidad de combinación con otros sonidos. A estos puntos de la cadena sonora podríamos denominarlos puntos críticos de máxima probabilidad combinatoria. Los que se hallan fuera de ese lugar no son más que puntos de mínima probabilidad combinatoria. Pues bien, junto a los puntos críticos es donde se hallarían situados, según el estilo de tal indagación, los límites de las palabras en la cadena sonora; ellos nos garantizarían la existencia de las realidades que buscábamos. Y es evidente que el procedimiento no puede jactarse de ser más formalista y matemático, puesto que el índice numérico de cada punto puede determinarse matemáticamente. Prescindo de algunas dificultades, tanto como del fundamento de la indagación y de otras cosas más importantes todavía[10].

    Es acaso más sencillo que todo esto decir que hay agrupaciones de sonidos, a lo largo de una cadena sonora, privados de sentido. Por ejemplo, si oímos decir capi- y nada más en una emisión, no entenderemos nada. Si oímos capitos-, ocurrirá lo mismo. Sólo al escuchar capitoste habremos entendido algo que debe aludir a alguna realidad del universo. Hagamos otro experimento. Si oímos zapate-, sólo muy vagamente funcionará nuestra capacidad de asociaciones conceptuales. Pero si llega hasta el final la emisión y oímos zapatero, nos daremos ya por satisfechos. Diremos que zapatero es una unidad mínima de sentido porque ninguno de sus elementos que hemos enunciado despierta en nosotros un sentido claro. Por otra parte, en la unidad mínima con sentido que es zapatero no hay sólo esa unidad, sino otra unidad también con sentido, la parte final -ero, que nos parece significante, porque es algo que expresa profesión, dedicación o lo que sea. Y he aquí una diferencia: zapatero diremos que es unidad mínima de sentido independiente; -ero diremos que es una unidad también mínima de sentido, pero no independiente. Y quedaremos desde ahora en que palabra es una unidad mínima independiente, al menos en el seno de la cadena sonora. Porque tratar de averiguar qué es la palabra dentro del sistema de la lengua sería un problema todavía más espinoso. Ya se ve que hemos utilizado a todo lo largo de nuestra indagación el campo de las significaciones, pero con alusiones tan leves y genéricas a ese campo que no se atrevería a protestar el más riguroso formalista. Por lo que estamos en paz por lo menos con las últimas tendencias de la lingüística, a riesgo de no estarlo tanto con las más tradicionales.

    Resumamos la cuestión y comprobemos. El concepto vulgar de palabra es más preciso. Es palabra aquello que escribimos separadamente y nada más. Sin embargo, la escritura es un sistema de señales tan rutinario como otro cualquiera y bien podría suceder que esa práctica estuviese en pugna con nuestro concepto más o menos científico. Por ejemplo: la partícula interrogativa ¿por qué? la escribimos siempre separada, según la norma recibida. La conjunción causal porque la escribimos siempre junta. ¿Es que son dos palabras en un caso y una sola en otro? ¿No existirá algún vicio formal? Intentaremos primero apelar a una prueba que no hemos utilizado todavía. Habría entonces que completar acaso nuestra definición de la palabra, diciendo que es una unidad independiente de sentido y además aislable. Aislable, quiero decir, dentro de la cadena sonora. Las pausas que delimitan normalmente los grupos fónicos las colocamos frecuentemente a nuestra voluntad en los mismos límites de las palabras, por razones de premiosidad en el hablar, por intenciones enfáticas, etc. Además, una palabra puede constituir por sí sola un grupo fónico en el habla corriente, lo que no ocurre con las unidades mínimas no independientes, a menos que nuestro hablar sea una reflexión especulativa, un lenguaje de segundo orden, como dicen los lógicos, y hagamos reflexiones, por ejemplo, acerca de la naturaleza lingüística de esas unidades de sentido no independientes, como yo acabo de hacer cuando hablaba de la unidad -ero, que entonces se nos presenta en la cadena sonora no en su uso normal, sino convertida momentáneamente en nombre de sí misma, como un nombre común cualquiera[11]. Pues bien: en el habla normal, las palabras suelen aparecérsenos frecuentemente totalmente aisladas, como cuando me preguntan ¿Qué quieres ahora? y yo respondo: Terminar. No es raro que al interrogarnos alguien ¿Por qué has dicho eso? respondamos: Por... realizando una interrupción normal. Este criterio podría ser suficiente para asegurar que en la conjunción porque hay dos palabras y no una, como afirma la gramática. Y lo mismo ocurriría en la interrogativa ¿por qué? Pero hemos de apelar al primer criterio, que es más seguro probablemente. La cuestión se presenta de este modo. Y ustedes perdonen la obstinación. En la interrogación ¿por qué?, a la que no podemos privar de su línea melódica significativa, como habíamos hecho hasta ahora, resulta que detrás de ese por interrogativo nuestra libertad combinatoria se encontraría enojosísimamente limitada. No podríamos agregar detrás sino todo lo más dos o tres palabras. Podríamos decir: ¿por quién?, ¿por cuál?, ¿por dónde?, ¿por qué? y pare usted de contar. Es decir, ese por interrogativo no está situado delante de un punto crítico de máxima probabilidad combinatoria y, por lo tanto, no constituye límite de palabra y no es, por consiguiente, palabra. Detrás del por que enlazamos rutinariamente en la palabra porque podemos poner todo lo que queramos: porque no quiero, por gusto, por mi santa voluntad, por esto y por lo otro, etc. En suma, este por se sitúa siempre en la cadena sonora delante de un punto crítico máximo y por lo tanto la conjunción es una agrupación de dos palabras, con toda probabilidad. Hacemos, pues, en la rutina escrita todo lo contrario de lo que debíamos hacer en uno y otro caso. ¿Por qué? interrogativo es una palabra, debería escribirse junto. Porque causal son dos palabras, debería escribirse separado.

    ¿Qué pasa cuando escribimos se veía en dos palabras y veíase en una? Pero si seguimos por este camino, las dificultades crecen de tal manera, que los criterios empiezan a fallarnos y hay que echar mano de otros conceptos. Yo no querría intentarlo hoy, para no abusar de tanta amabilidad. La realidad es que el concepto lingüístico de palabra sigue siendo un problema enconado, pese a todas las plausibles tentativas para resolverlo, algunas de las cuales, y de las más científicas, he tratado esta noche de presentar ante vosotros. No es, pues, una vana ni una quimérica pregunta esa que yo os hacía en el anuncio de mi conferencia y basta, como ocurre siempre, con que nos hayamos dado cuenta de la magnitud de la cuestión. Pero si alguien que no sea yo os hace alguna vez esa misma pregunta, contestad que en virtud de ciertos criterios que se aplican en el análisis de la cadena sonora, etc., etc. Y si eso no le convence, revistiéndoos de un gesto grave, responded al curioso: ¡Consulta el Diccionario!

 

APÉNDICE

[LÍMITES ENTRE GRAMÁTICA Y LÉXICO][12]

1

    Si la gramática se ha ocupado en inventariar las formas de una lengua, la lexicografía se ha ocupado en inventariar las palabras de una lengua. Por un lado, un registro de especies, como si dijéramos de familias y de clases. Por otro, un registro de individuos. Sería una especie la forma -es, por ejemplo, desinencia de plural de muchas centenas o millares de nombres que poseen, al mismo tiempo, una determinada estructura (terminan en consonante, etc.). Sería un individuo la palabra conductor, verbi gratia, que con un grupo más o menos extenso de palabras participa de determinadas formas o variaciones y con otro grupo más o menos extenso participa de otras variaciones o propiedades, etcétera.

2

    Lo primero que se nos ocurre preguntarnos, planteadas así las cosas, es si habrán de identificarse las especies partiendo de los individuos y al revés. O dicho con otras palabras: ¿entrará también en la gramática, de una u otra manera, el inventario de las voces? ¿Y en el inventario de las voces, el de las formas? Sin duda, es esto verdad, en gran parte, y más adelante hemos de ver de qué manera y dentro de qué límites se produce.

3

    El concepto de palabra —como dice Bally— es uno de los más antiguos con que nos tropezamos en lingüística. Fallan para determinarlo los criterios formales, es decir, la correspondencia palabra-unidad de sentido: en marchamos existen varias representaciones, mientras que al artículo el no puede asignársele ninguna. También los criterios formales, por ejemplo, el fonético: no todas las palabras, aunque sí la mayoría, poseen un acento tónico independiente. A pesar de lo cual —si prescindimos de casos límites y de ciertos convencionalismos gráficos— la conciencia lingüística más elemental sabe aislar en el discurso hablado los esquemas fónicos que entendemos por palabras, como formas correlativas de una significación simple o compleja, y en otros casos, como simples nexos del discurso. La lengua crea tres clases de signos fundamentales: signos con referencia al campo simbólico (palabras significativas), signos con referencia al campo deíctico (pronombres personales, adverbios y pronombres demostrativos) y signos con referencia al campo sintáctico (partículas, correlativos pronominales). La idea de que la palabra ha precedido en el tiempo a la oración, o la idea contraria, la que niega la sustantividad de la palabra en el campo de la oración, son igualmente erróneas. Oración y palabra son dos entidades que recíprocamente se necesitan y se complementan (K. Bühler, Sprachtheorie; véase nota 8). No obstante la dificultad de definirla  —dice Saussure—, la palabra es una unidad que se impone al espíritu, algo central en el mecanismo de la lengua.

 

NOTAS:

[1] Por el número de hablantes, el español ocupa actualmente (estadísticas de la UNESCO de 1992) el cuarto lugar con 330 millones de hablantes (6% de la población mundial), tras el chino (20%), el inglés (11,5%) y el indostaní (8%). Se le calcula para el año 2000 unos 400 millones de hablantes (7%). Como lengua internacional de la política, de la cultura y de la economía ocupa el tercer lugar, tras el inglés y el francés.

[2] Aunque emplea el término sonidos, aquí y más adelante, no hay ninguna duda de que se está refiriendo al concepto de fonema. Así lo pone de manifiesto el empleo de oposición fonológica, de fonología y la referencia al número de vocales y consonantes en las lenguas del mundo. Los datos numéricos que ofrece sobre estas coinciden con los que da Ch. F. Hockett en su Curso de lingüística moderna (obra traducida de la 4A ed., 1962, 11958, y adaptada al español por Emma Gregores y Jorge Alberto Suárez, Eudeba, Buenos Aires, 1971), págs. 97 y 99 (31976) y antes en su A Manual of Phonology, Waverly Press, Baltimore, 1955. Hockett establece una variación entre tres fonemas vocálicos, caso del bella-coola de la familia del Salish en el litoral de la Columbia Británica, y ocho fonemas vocálicos, caso del finés. La oscilación en el número de fonemas, sin diferenciar vocales y consonantes, la establece entre trece y cuarenta y cinco.

[3] El lector ya habrá observado la frecuencia del etcétera y algún otro rasgo de «oralidad». Debe tenerse en cuenta que se trata de una conferencia o lección magistral, a medias leída, a medias oral. Con el etcétera el autor marca en el texto aspectos sobre los que puede improvisar para ampliar o reducir el contenido según la actitud del auditorio o según el tiempo disponible. He optado por no suprimir los etcéteras conservando así la peculiaridad de la elocución.

[4] Dentro de la escuela norteamericana, recuérdense los nombres de Pike, Trager-Smith, Hockett y Sleed entre los principales estudiosos de la entonación del inglés. En la escuela española el nombre fundamental es el de Tomás Navarro Tomás con sus obras Manual de pronunciación española (1918) y Manual de entonación española (1944). Una vez más aparece el nombre de Hockett (véase nota 2). Para completar la presencia de Hockett en la obra científica de Salvador Fernández Ramírez, véase el capítulo XIV del volumen I, Prolegómenos, preparado por José Polo (Arco/Libros, Madrid, 1985).

[5] F. de Saussure (1857-1913), Curso de lingüística general (1916), capítulo III, «Objeto de la lingüística», de la traducción de Amado Alonso, Losada, Buenos Aires, 1946.

[6] Se refiere al punto de frontera o delimitación silábica. Esta se rige en español por criterios fonéticos, no por criterios morfológicos. Por tanto, las fronteras silábicas en este ejemplo son do-nán-gel, frente a los otros ejemplos, dom-pé-dro y dón. Es decir, do-,dom-,dón- serían las tres formas de presentarse la palabra don en la cadena sonora. El principio de la delimitación silábica se explica con más detalle en el volumen II, Los sonidos (§§ 19 y [19a], Arco/Libros, Madrid, 1986, págs. 48-51), donde se recoge la teoría que J. Kurylowicz expuso en su artículo «Contribution à la théorie de la syllabe», Bulletin de la Société Polonaise de Linguistique, VIII/1948, págs. 80-114; recogido en su libro Esquisses linguistiques, Varsovia-Cracovia, 1960, págs. 193-220; 21973: Wilhelm Fink Verlag, Múnich.

[7] F. de Saussure, op. cit., segunda parte, capítulo II, «Las entidades concretas de la lengua», pág. 183.

[8] Karl Bühler (1879-1963), Sprachtheorie (1934; Teoría del lenguaje, Revista de Occidente, Madrid, 1950, tr. de J. Marías; reimpresión: Alianza Editorial, Madrid, 1979). Los aspectos aludidos en el texto se tratan en los capítulos 1.5, 4.18 y 4.19.

[9] Lingüistas y críticos literarios de esta escuela son Benedetto Croce, Karl Vossler, Leo Spitzer, Amado Alonso, Dámaso Alonso...

[10] Se trata del procedimiento ideado por el analista norteamericano Zellig S. Harris para aislar la palabra como unidad lingüística. Salvador Fernández Ramírez no lo cita aquí, pero sí lo hace en su artículo «El concepto de forma en gramática», publicado en Revista de la Universidad de Madrid, VII-26/1958, págs. 161-173; ahora como capítulo XIII de Prolegómenos (Arco/Libros, Madrid, 1985, págs. 237-254). En este canal concluye así: «Muchas cosas habría que decir de este procedimiento verdaderamente ingenioso, el cual plantea varios problemas de orden teórico. Tampoco el profesor Harris los rehúye. Pero he aquí un principio formal de ordenación y delimitación» (pág. 254). La propuesta de Harris se recoge en «From Morpheme to Utterance», Language, XXII/1946, págs. 161-183, y en Methods in Structural Linguistics, The University of Chicago Press, Chicago, 1951 (reimpresión: 1960).

[11] Se refiere al uso metalingüístico de unidades lingüísticas. La función metalingüística del lenguaje es una más de las diferentes funciones que estableció R. Jakobson en su famosa comunicación «Linguistics and Poetics» al Congreso de Indiana (1958); el texto de Jakobson está recogido en múltiples lugares: Estilo del lenguaje, Cátedra, Madrid, 1974; Ensayos de lingüística general, Seix Barral, Barcelona, 1975 (reimpresión: Ariel, Barcelona, 1984).

[12] Este apéndice no pertenece al texto de la conferencia que acabamos de presentar, sino a textos que tienen que ver conceptualmente con el contenido de dicha conferencia. Los fragmentos 1 y 2 son fichas que formaban parte de los materiales con los que el profesor José Polo compuso el volumen I, Prolegómenos, ya citado, de la edición moderna de la Gramática española de Salvador Fernández Ramírez en la editorial Arco/Libros (Madrid). El fragmento 3 reproduce literalmente la definición de la entrada o artículo palabra que nuestro gramático redactó para el Diccionario de literatura española (Revista de Occidente, Madrid, 1949, 21953, 31964 y 41972), dirigido por Germán Bleiberg y Julián Marías. En esta obra aparecían ochenta y nueve entradas atribuidas a Salvador Fernández Ramírez bajo las iniciales [s. f. r.], referentes en su mayor parte a conceptos de la retórica y de la gramática.