SEMBLANZA LÍRICA DE MANUEL GAHETE

Antonio Moreno Ayora

Granada

 

    Pretendemos con esta nota hacer una somera presentación del cordobés Manuel Gahete, residente en la capital de la provincia pero nacido en 1957 en la serrana y conocida villa de Fuente Obejuna. Llevando en su propio carácter la nobleza de sus ancestros, es un hombre esforzado y magnánimo, un incansable luchador que, desde que lo conocí allá por 1974, no ha desaprovechado ni un minuto de su tiempo y que hoy reúne, además de otros méritos, los de ser catedrático de Lengua y Literatura españolas, miembro numerario y diligente de la Real Academia de Córdoba y de la de Écija, asesor cultural de la Presidencia de Cajasur, investigador profundo de la literatura andaluza (tiene publicados, por ejemplo, trabajos sobre el Duque de Rivas o sobre poetas cordobeses), columnista fijo de diversos diarios, autor de ensayos rigurosos y de prosas escritas con gran sensibilidad y honda reflexión, de lo que son muestras respectivas sus libros Cuatro poetas recordando a Dámaso, La oscuridad luminosa: Góngora, Lorca y Aleixandre y Después del paraíso. Y aunque a todo ello sumemos su incansable actividad como conferenciante y su probada sensibilidad de traductor de autores italianos (de los que ha versionado a Mario Luzi o a Valerio Magrelli), es la circunstancia de que esté considerado entre los principales poetas andaluces y uno de los que más resonancia va adquiriendo dentro del mapa poético nacional la razón de que le dediquemos esta semblanza y de que la centremos en aspectos de su poesía. El interés de su nombre queda probado por su presencia en publicaciones como Historia y crítica de la literatura española, que dirige Francisco Rico (concretamente en el volumen 9), en las antologías Poesía andaluza en libertad, de los malagueños Antonio García Velasco, Francisco Morales Lomas, José Sarria y Alberto Torés, y La línea interior, de Pedro Rodríguez Pacheco, o en la versión italiana que de sus versos incluye el volumen también colectivo Carne e cenere.

    El hecho de que su primer libro, Nacimiento al amor, consiguiera el Premio «Ricardo Molina» en 1985 fue anuncio de un doble presagio. Significaba, por un lado, que en el escritor entonces incipiente había cualidades líricas muy dignas de ser tenidas en cuenta, las cuales el tiempo posterior se encargó de ir concretando haciéndolo repetidamente merecedor de otros galardones distinguidos como son el Premio «Miguel Hernández», el Premio «Barro», el Premio «Villa de Martorell» o el Premio «San Juan de la Cruz» (este último por su obra La región encendida), aunque el más reciente ha sido el X Premio Nacional de Poesía «Mario López», otorgado ex aequo en abril de 2002 al poemario Mapa físico. Pero aquel primer libro presagiaba, paralelamente, que uno de los temas capitales y rectores de su poesía futura iba a ser el amor, concretado poco a poco en títulos tan sugerentes como Los días de la lluvia, Capítulo del fuego, Íntimo cuerpo o el citado La región encendida, por el que fue seleccionado para el vii Premio Andalucía de la Crítica y del que José Antonio Sáez (en su reseña «Monumento al amor», publicada en «Papel Literario» del 12-XI-2000) ha puntualizado que «deberá encontrar acomodo entre los grandes libros que, a menudo, pasan inadvertidos para la crítica de los grandes suplementos literarios». Si leemos en un libro: «Quiero decir / ahora tu nombre, pronunciarlo / como vocal espuma, como lava o ventalle»; y en otro: «Ella es madera y flor, es toda sueño / y toda leche y mar. Su ser es vida. / Y es ala. Y es clamor. Sin ella nada / tiene sentido ya. Basta su vientre»; y en otro, por fin: «Un hombre está mirando a una mujer que toca / con sus manos la lumbre. / Ella ríe y no cesa de beber en la sal que deja el beso / con un río de plata por la sangre», nos afirmamos entonces en la idea de que Manuel Gahete tiene en el tema amoroso inagotable y constante fuente de inspiración, y si en ella ocupa el amor los puntos más trascendentes y cruciales es porque se le considera la forma más humana de vencer al miedo o al desaliento y de iluminar la existencia: «Anúnciame en silencio que amando somos hombres / y nada hay más distante del amor que la muerte». Aunque admitir esto no es negar la evidencia de otras líneas de pensamiento lírico añadidas a la primera. En la poesía de Gahete encontramos, además, vibrantes reflexiones sobre el destino absurdo del hombre «(La muerte debe ser como el pasado: / un fuego destructor de hojas besadas / después de tanto arder solo y callado)»; reencontramos expresadas nuestras horas de soledad y de incomprensión «(Sabedme aquí, heridas ya las alas. / Sangrante en el dolor que aún anuncia / un corazón de luz marcado a fuego)»; descubrimos que la capacidad de superación es posible «(Regreso al don oscuro del silencio sonoro / feliz / porque la angustia no logra derrotarme)», y advertimos que la poesía es para él un homenaje repetido a creadores insuperables de nuestra literatura, de los que Góngora será insustituible referente a tenor de esta proclama: «en tu voz la palabra sabe a ciencia, / cíngulo que desata si vincula, / posesión que en su entrega nos despoja». Estos últimos y diversos aspectos del discurso lírico gahetiano se constatan sucesivamente en las páginas de Elegía plural y de Casida de Trassierra, en las que advertimos, respectivamente, un intento por superar cuanto causa dolor o sufrimiento proponiendo en su lugar sentimientos esperanzadores e ilusiones inquebrantables, y un homenaje inmenso, cordial, renovado a la figura omnipresente del cordobés universal que es Góngora.

    El último punto que acabamos de tocar nos sitúa en la órbita del lenguaje y del estilo con los que crea Gahete. Su máxima aspiración quizá sea perfilar un lenguaje literario desligado de la expresión prosaica y del vocablo que pueda resultar anodino para la comunicación:

    Es bastante difícil —razona él mismo en abc de Córdoba del 10-XI-2001— mantener el equilibrio sobre la virtualidad de la palabra pero nunca imposible. El virtuosismo del lenguaje no es más que un don como la satisfacción o la belleza.

    Así pues, inclinado siempre, por su formación cultural y humana, a un continuo ejercicio de creación estética depurado en el crisol de la más clásica tradición barroca, el poeta cordobés ha ido afianzando con seguridad y convicción un estilo quintaesenciado por su finura expresiva, por la sonoridad y el embellecimiento de sus versos —de los que Fernando de Villena (en «Papel Literario» de 24-XII-2000) ha escrito que surgen «vibrantes de música merced al uso continuado de aliteraciones y paronomasias»—, también por su exquisita selección de vocabulario, por sus neologismos sorprendentes y oportunos arcaísmos (él dice que se leyó por puro placer el Diccionario de la Academia), y en fin por sus constantes sugerencias conceptuales, muchas de ellas asociadas a las connotaciones positivas de la palabra «luz». Por todo ello, puesto en la tesitura de valorar los atrevidos y forzados ejercicios estilísticos de poetas que sólo aspiran a cambiar por cambiar, su respuesta es indubitable:

    Nuestra razón nos obliga a depurar y moldear las incoherencias formales que, aunque en algún momento parezcan innovadoras o revolucionarias, no son más que la génesis de un proceso cuya maduración exige reposo, experimentación, revisión y método.

    La madurez de la palabra de Gahete, el fervor con que se entrega a la creación y los quilates con que la encumbra líricamente, y el método con que se equilibran en su poesía tradición, intuición y culturalismo, es lo que un lector atento ha de valorar y admirar en la obra de este poeta, quien sin duda alguna escribe para engalanar la palabra y para modular en ella, con su voz inconfundible, los latidos del espíritu al que él pretende acercarse invariablemente. Sigo estando convencido de que, tras la lectura de la poesía de Gahete, que él entiende que «podría ser el acto de fe más poderoso / para creer de nuevo en esta vieja y nueva vida», queda flotando en nuestro intelecto una dulce armonía con los sentidos, una aquiescente paz con el lenguaje, una aspiración impulsiva e irrenunciable a la comprensión del mundo y a la belleza.