RECENSIONES I

 

Francisco Javier Grande Quejigo, El formulismo expresivo en Gonzalo de Berceo (Calas críticas en la Vida de San Millán), Universidad de Extremadura, 2001, 173 págs.

    Los autores del Mester de Clerecía conformaron sus fórmulas expresivas siguiendo el modelo de la épica. Se trata de un procedimiento para utilizar la cultura del receptor, que no del emisor, volviéndola a lo divino con calificativos religiosos: se convierte el poeta de este modo en el mediador entre las fuentes escritas y un público más iletrado que las desconoce.

    El estudio de las fórmulas expresivas propias del Mester de Clerecía comienza con la edición del Libro de Apolonio llevada a cabo por Marden en 1917. A partir de ese momento surge una serie de investigaciones relacionadas con las que hiciera el propio Marden en su edición, aunque, según palabras del propio Grande Quejigo, «faltan acercamientos críticos que traten de forma más o menos exhaustiva la tópica expresiva de los poetas del Mester» (pág. 13). Es decir, para el autor de este estudio aún serían necesarios análisis monográficos de carácter sistemático sobre estas expresiones poéticas recurrentes en los autores cultos del doscientos.

    La finalidad que se propone El formulismo expresivo en Gonzalo de Berceo es intentar mostrar el sistema formular del autor riojano a través del análisis de los ejemplos extraídos de la Vida de San Millán de la Cogolla. Grande Quejigo es consciente del carácter limitado que puede recriminarse a su estudio, aunque indica que este no deja de tener interés por dos motivos: por un lado porque supone una presentación sistemática de las fórmulas expresivas de Berceo, no sólo considerando su densidad de uso sino también valorando su pertinencia funcional; por otro lado, el acercamiento intelectual a la obra se lleva a cabo desde el contexto métrico, considerando, tanto los lugares donde aparecen estas fórmulas, como las funciones que desempeñan en la creación del ritmo poético.

    Antes de llevar a cabo la investigación propiamente dicha sobre la obra de Berceo, Grande Quejigo se ocupa de presentar los estudios anteriores que se dedicaron a cuestiones relacionadas. Así, repasa en primer lugar el trabajo de Dana Nelson (considerado por el autor como la monografía más completa en torno al formulismo de Berceo, aunque en ocasiones peque de introducir tópicos expresivos en el lugar de fórmulas expresivas) y más adelante la de Brian Dutton, uno de los más importantes editores de Berceo (estudio, para el autor, de carácter menos exhaustivo). Sin embargo, el trabajo de Dutton, aunque centrado en la Vida de Santo Domingo, servirá de guía para el análisis de San Millán, ya que se observará «cómo esas referencias y esos detalles que configuran la historia hagiográfica con una gesta a lo divino y como una realidad costumbrista cercana se encarnan en moldes métricos artísticos y eficaces» (pág. 27).

    El autor acertadamente ha resuelto establecer a priori el concepto de formulismo sobre el que se van a desarrollar las indagaciones. Grande Quejigo parte de una concepción de las fórmulas más amplia que la de Nelson, ya que no sólo las entiende como expresiones de índole sinonímica entre las que se establecen relaciones léxicas o sintácticas de un modo reconocido, sino que contempla también los requisitos métricos que Nelson no aplica a su definición. Así, considera que una fórmula expresiva en el Mester de Clerecía debe, por una parte, aparecer ligada a un motivo temático; por otra parte, ha de ser un estereotipo susceptible de ser reconocido por la lexicalización de sus elementos; finalmente, debe ser recurrente en varios lugares de una obra o en obras de similares características. Además, el contexto rítmico donde aparece esta es rígido y reglado.

    En la obra de Gonzalo de Berceo hay un importante número de fórmulas expresivas, estudiadas parcialmente por Dana Nelson, como el autor ha indicado, quien, además de presentar un ejemplario de contextos, lleva a cabo una interesante clasificación que Grande Quejigo amplía con la introducción de dos categorías nuevas, implícitas hasta el momento.

    Además, realiza una tipología del formulismo expresivo según su estructura, esto es, distingue entre hemistiquio formular, fórmula nominal, perífrasis formular y construcción formular. Añade por otro lado que, tras el análisis de los ejemplos, se puede concluir que en la mayoría de las ocasiones las fórmulas suelen presentarse como un sintagma nominal.

    En el estudio se pueden distinguir las fórmulas expresivas producidas por el bimembrismo del verso y las fórmulas que sirven para demarcar la estrofa. Como ya se indicara en Ritmo y sintaxis en Gonzalo de Berceo [1] el verso alejandrino propicia una construcción bimembre que favorece la introducción de la expresión formular. El autor considera dos tipos dentro de los formulismos bimembres: por un lado, los formulismos bimembres del sintagma nominal, procedimiento tomado de los cantos de gesta, utilizado en la obra de Berceo de manera poco usual; por otro lado los formulismos en aposición nominal, dotados por lo general de un carácter explicativo, mucho más abundantes que los anteriores. Dentro de las fórmulas que sirven para demarcar la estrofa Grande Quejigo distingue entre construcciones de apertura y construcciones de cierre. Además de llevar a cabo el análisis de ambas, hace un estudio de su morfología y de su funcionalidad.

    A continuación, el autor pasa al estudio de las fórmulas desde la perspectiva de la función comunicativa que desempeñan, ya que, de hecho, las fórmulas expresivas cumplen una función comunicativa más allá del mero relleno de la estrofa con usos pleonásticos: las fórmulas expresivas en la Vida de San Millán llevan a cabo una clara función narrativa en casos tales como la caracterización de personajes, la caracterización del proceso narrativo o la información sobre la composición y difusión del poema, elementos todos ellos estudiados de manera independiente por el autor. De este modo, en cada apartado dedicado a cada uno de estos elementos lleva a cabo un estudio semántico de las fórmulas, además de realizar un análisis desde el punto de vista formal.

    Así, comienza por analizar la caracterización formular de los personajes, centrándose en un primer momento en San Millán, que aparece descrito con fórmulas de evidente vinculación épica. En un segundo momento se estudian contrapuestas las descripciones de las apariciones formulísticas de Dios y de los diablos. Analiza además más tarde la presencia de otros personajes, que es siempre episódica, y que está ligada a unos de los momentos clave en la vida del santo, es decir, el camino de perfección de San Millán, sus milagros o el pasaje de los votos.

    A la hora de estudiar los formulismos que sirven para caracterizar el proceso narrativo Grande Quejigo establece una distinción entre las fórmulas de la narración, que caracterizan el desarrollo del proceso narrativo; las fórmulas del narrador y del narratario, que centran su atención en el emisor y en el receptor y en cómo se manifiesta la presencia de ambos en el texto; las fórmulas de introducción del diálogo del personaje, que sirven para marcar de forma explícita la transición entre el discurso del narrador y la estructura dialogada entre personajes; y por último, analiza las fórmulas a las que Berceo recurre para realizar la valoración del relato, ya estudiadas en la obra de Dana Nelson.

    Por último, Grande Quejigo analiza las fórmulas sobre la composición y difusión del poema, estructuradas en tres grupos, a saber, las menciones de las fuentes (lo cual constituye un tópico en el Mester de Clerecía), las calas críticas sobre los formulismos de la transmisión, y para finalizar, las menciones a cerca de la difusión no sólo escrita sino también oral de la Vida de San Millán de la Cogolla.

    El libro cuenta con un capítulo final de cuya lectura podemos extraer algunas conclusiones generales. En primer lugar resalta cómo la métrica de Gonzalo de Berceo favorece un estilo donde aparezcan las expresiones formulares, ya que la estructura bimembre de los versos acentúa la tendencia a recurrir a expresiones estereotipadas para rellenar el segundo hemistiquio. Además, la cuaderna vía propicia también la introducción de estas expresiones realizando la apertura de los versos.

D. Esteba Ramos

 

Antonio Prieto, Imago Vitae (Garcilaso y otros acercamientos al siglo XVI), Universidad de Málaga, 2002, 177 págs.

 

    Antonio Prieto reúne en esta obra un variado conjunto de trabajos, procedentes de su época como docente. Bajo el título de Imago Vitae analiza múltiples temas y aspectos de la literatura del Siglo de Oro. La obra se estructura en seis bloques. El primero de ellos lo constituye El mundo caballeresco carolino, donde el autor nos sitúa en el ambiente y la época de Carlos V. En primer lugar, se hace referencia al «mundo real de caballerías y aventuras que de oídas y lecturas compartieron desde el Emperador hasta los soldados de sus ejércitos, entre los que no dejó de haber pícaros, desertores y buscadores de fortuna animados por la oportunidad de los saqueos» (pág. 16). Se refleja, por tanto, la convivencia que se produjo en el siglo xvi entre realidad histórica y literatura. Ejemplo de esta unión es la campaña de Túnez pues en ella junto al Emperador se encuentran los más notables humanistas, entre ellos Garcilaso, animados en parte por lo que han podido saber sobre el honor y la gloria en los libros de caballerías.

    En esta primera parte Antonio Prieto pretende trazar «ese mundo de ideales caballerescos y renacentistas que vivió Carlos V, donde tan importante como amar era la forma de hacerlo, y del que participó por familia y educación humanista Garcilaso» (página 26). Queda cerrado este primer bloque con una breve, aunque selecta, bibliografía.

    Un segundo capítulo lo constituye el excelente estudio sobre la poética de Garcilaso, dividido a su vez en tres partes. En la primera, recorremos la vida y obra de Garcilaso de la Vega. En el segundo apartado, se nos da la clave para entender el título de la obra, pues explica el autor que Petrarca ordenó sus epístolas latinas para dejar la imagen de su vida que deseaba hacer llegar. Igualmente Garcilaso de la Vega pervivirá a través de los siglos con su historia poética, su imago vitae, al lado de su amada Isabel Freire. Garcilaso ya estaba casado cuando conoce a Isabel Freire y su amor se torna más imposible por el matrimonio de ésta con don Antonio de Fonseca. Aunque a Garcilaso ni siquiera la muerte de la amada le impide su «voluntad de vencer con la realidad poética lo que parece imposible» (pág. 48), buscando su propio mundo en el que brillan con especial intensidad sus famosos versos: «donde descanse y siempre pueda verte / ante los ojos míos, / sin miedo y sobresalto de perderte».

    Finaliza este segundo capítulo con una propuesta de ordenación de la poesía de Garcilaso de la Vega como un Cancionero. Prieto opina que «dispuesta in ordine la poesía garcilasiana, alternando sus formas métricas, como ya hiciera Petrarca y siguió Boscán en su libro ii, se puede apreciar perfectamente cómo avanza tanto un argumento como su expresarse» (pág. 90).

    En el ecuador de la obra, se nos muestra la importante relación que se produjo entre España y Portugal durante el siglo xvi. Ejemplo de lo anterior resulta el caso de Garcilaso y Sá de Miranda, unidos por el amor hacia una misma dama. Además de una especial atención a estos dos poetas, encontramos un apunte a la influencia de Portugal en Tirso de Molina, en especial el tema del «amor portugués» en sus obras.

    El cuarto bloque se centra en la trayectoria del humanista Andrés Laguna. Su principal obra la constituye su famoso Dioscórides, que traduce a la vez que amplía un texto científico. En esa época, más de la mitad de los libros del área de medicina estaban escritos en lengua latina. Laguna escribe en castellano su Dioscórides, donde predomina la subjetividad.

    En el siguiente capítulo del libro, el autor nos ofrece dos ejemplos de contaminación genérica. El primero es el caso del Diálogo de Doctrina Christiana de Valdés. En el diálogo renacentista era costumbre que a éste precediera una Introducción en la que se presentaran los personajes. En el texto de Valdés no se encuentra la citada introducción, sino una epístola dirigida al marqués de Villena, en la que encontramos las características de la introducción. Igualmente era costumbre finalizar un texto narrativo dentro de un marco, con lo que, como afirma Antonio Prieto, «nos encontramos una clara permeabilidad, en la totalidad textual, entre epístola, introducción al diálogo y cornice» (pág. 153). En el caso de Acuña, se encuentra en su poesía la huella de Petrarca y Garcilaso en una especie de mezcla.

    Se cierra el volumen con el capítulo titulado Algo del cuento fantástico en las misceláneas del siglo XVI. En este estudio, se centra el autor en la oposición entre realidad y fantasía que se produce en el género de las misceláneas. Presente en este tipo de obras siempre se halla la intención de verosimilitud, la necesidad del autor de ser creído por parte del lector. Respecto a la fantasía, Antonio Prieto afirma que podemos entenderla «como el intento de representar con verosimilitud algo imaginado con el fin de ser creído» (pág. 163). Se centra en un análisis de la fantasía, o de hechos insólitos, en tres autores de misceláneas del Renacimiento (Mexía, Torquemada y Zapata).

    En conclusión, podemos decir que el presente volumen se caracteriza por la variedad de temas y está perfectamente organizado, presentando cada capítulo variaciones en torno a un tema o cuestión de nuestro Renacimiento. Constituye un excelente compendio del ambiente de nuestra literatura del siglo xvi, en el que Antonio Prieto nos muestra una vez más su maestría.

Mª B. Navarro Tahar

Joaquín Villalba Álvarez, El metalenguaje en la Minerva del Brocense, Universidad de Extremadura, Cáceres, 2000, 336 págs.

 

    El análisis del metalenguaje ha de considerarse como un acercamiento de carácter imprescindible en la investigación en torno a los tratados gramaticales, ya que supone un índice fundamental en la valoración científica de los autores de las gramáticas. Sin embargo, los estudios dentro de este campo no son aún demasiado numerosos.

    Joaquín Villalba Álvarez realiza uno de los primeros trabajos sobre terminología gramatical renacentista con su tesis doctoral, que constituye la base de este libro y además forma parte del Proyecto de Investigación «Las Gramáticas Latinas del Renacimiento». Con esta obra, el autor afronta las dificultades que conlleva el estudio del léxico en cualquier lengua con el fin de esclarecer algunos conceptos y términos gramaticales. Para conseguir este fin, sigue en todo momento una metodología de trabajo impecable.

    El libro podría considerarse dividido en dos grandes bloques: en el primero, que ocuparía el capítulo I titulado Introducción, se presenta una serie de términos, los cuales aparecerán en varias ocasiones a lo largo del trabajo, con el fin de delimitarlos; el segundo, que se extendería por los capítulos dedicados al estudio de la Minerva (capítulos II, III, IV, V, VI y VII), es el que constituye el núcleo de la verdadera investigación lingüística. Además, el libro cuenta con un capítulo dedicado a la recopilación de las conclusiones parciales a las que se ha ido llegando a lo largo de toda la obra (capítulo VIII); una bibliografía apropiadamente clasificada, y, finalmente, un útil glosario de las palabras sobre las cuales el autor ha llevado a cabo su investigación.

    En el capítulo introductorio Villalba Álvarez realiza un repaso de las principales definiciones que otros autores han utilizado para términos como lengua especial o terminología, con el propósito de presentar un intento de definición propia de estas, sin dejar nunca de tener presente las fuentes anteriormente citadas. Una vez que ha quedado establecido el concepto de lengua especial presenta los tipos que se pueden considerar dentro de esta, siguiendo a Rodríguez Díez [2], a saber, argots, lenguajes sectoriales, y lenguajes científicos y técnicos. Además de presentar una descripción de las características de estos tipos, el autor introduce el esquema sintetizador que sobre estos elaboró también el citado Rodríguez Díez. Como es de esperar, muestra con más detenimiento las características del lenguaje científico-técnico, dentro del cual situaríamos al lenguaje propio de la Lingüística, así como dedica un especial interés a la delimitación y génesis del léxico perteneciente a este campo. Estas reflexiones se materializan dentro del ámbito de la Ciencia Lingüística en el metalenguaje —término definido y contrastado en la obra— y más concretamente en el metaléxico, que está constituido tanto de palabras propiamente metalingüísticas como de palabras neutras, que pueden también formar parte del usualmente llamado léxico común. Para finalizar este apartado, el autor presenta también reflexiones sobre el carácter que tiene la frase metalingüística, e introduce algunos argumentos para justificar el hecho de que el sema del metalenguaje esté más presente en verbos y sustantivos.

    El estudio propiamente dicho, que, como hemos indicado más arriba, ocupa los capítulos ii-vii, tiene la intención de abarcar el análisis conjunto de las dos ediciones de la Minerva del Brocense, fechadas en 1562 y 1587 respectivamente, con el fin de observar una posible evolución en el modo de utilización de los diferentes conceptos teóricos gramaticales en ambas versiones. Dada la extensión que habría comprendido un trabajo donde se analizara todo el léxico metalingüístico sanctiano en latín, Villalba Álvarez selecciona unos cuantos conceptos, teniendo presente que cualquier reducción del campo de estudio supone siempre una decisión de carácter arbitrario, pero con la intención de subsanar este hecho con la adecuada elección de conceptos especialmente significativos dentro de la obra general del gramático extremeño.

    Cada campo metalingüístico elegido para su estudio ocupa un capítulo, dentro del cual el autor sigue una estructura fija de análisis, que básicamente consiste en ordenar los términos alfabéticamente a modo de glosario y dentro de cada uno de ellos, llevar a cabo un acercamiento tanto a la etimología como a la historia del vocablo como término técnico. Finalmente, se analizan con más detenimiento los casos en los que aparece el vocablo en la obra del Brocense, teniendo muy presente la importancia del contexto en que esta se registra y siguiendo los preceptos establecidos por la lexemática.

    El primer campo del que se ocupa Villalba Álvarez es el del nombre. Para comenzar, presenta una visión diacrónica de la categoría nominal desde la tradición clásica. A continuación, pasa al análisis de los términos latinos para aludir al nombre no sólo como parte de la oración, sino también en cuanto a su función en la oración, en cuanto al caso o en cuanto a la designación de la realidad que lleva a cabo. Con todo ello el autor pretende observar hasta qué punto el gramático ha empleado una terminología rigurosa o si, por el contrario, ha preferido sucumbir a la variación estilística entre los términos. Además, logra identificar la palabra más utilizada en este campo.

    El capítulo III está dedicado al ablativo, puesto que es un caso tradicionalmente rodeado de dobles sentidos e incoherencias. Este hecho es debido a que tanto el Brocense como otros gramáticos se refieren al ablativo utilizando varios significantes. Para esclarecer esta circunstancia, Villalba Álvarez introduce de nuevo una visión diacrónica del concepto ablativo, y acaba el apartado con unas conclusiones sobre su denominación en la obra sanctiana.

    Otro punto donde centra su atención Villalba Álvarez es en el concepto de infinitivo (capítulo IV), ya que en la Minerva pueden registrarse hasta cinco denominaciones diferentes para este mismo concepto. En las siguientes páginas, el autor pretende discernir si en la obra renacentista se produce una distribución acertada de los significantes o si por el contrario aparecen de un modo confuso.

    De una forma más extensa se tratan los verbos metalingüísticos, que aparecen distribuidos en diferentes categorías para facilitar su análisis: verbos de denominación, verbos de designación o referencia y verbos de significado (categorías ya explicadas en el epígrafe «Verbos metalingüísticos» de la Introducción). Además, también se presentan en apartados diferentes las conclusiones correspondientes a cada una de dichas categorías, lo cual es sin duda una gran ventaja que ofrece el libro a sus lectores.

    El siguiente capítulo está dedicado a los sustantivos metalingüísticos, en concreto a los tres sustantivos deverbales adsignificatio, significatus y significatio, con el fin de demarcar los campos de uso de los tres términos.

    De forma aún más dilatada se presentan las reflexiones sobre el concepto principal de la teoría del Brocense: se trata, sin duda, del concepto de elipsis, al que se dedican casi cien páginas de las más de trescientas que conforman la obra. Distingue en el estudio por un lado el análisis de los nombres y de los adjetivos, y por otro, el de los verbos relacionados con este concepto. Así, dentro de la elipsis de nombres y adjetivos, estudia las variantes de términos para los conceptos de «sustantivos cognados» o «estructura profunda». A la hora de estudiar los verbos los clasifica en cuatro grupos en función de su significado: de este modo distingue verbos de «sobreentendimiento», verbos de «falta», verbos de «supresión» y verbos de «restitución» (grupo en el que sólo incluye suppleo). Además de estudiar la frecuencia con la que aparecen los diferentes términos se profundiza también en el tipo de elipsis que introduce cada verbo y en la voz en que se presenta.

    Como hemos indicado anteriormente, todas las conclusiones parciales de los capítulos aparecen recogidas y claramente estructuradas en el capítulo VIII. En este, se realiza un repaso de los principales argumentos tratados, siempre de una forma breve y precisa. Por lo tanto, la importancia de este apartado debe verse en su carácter englobador de los puntos más importantes estudiados y en su pretensión de síntesis.

    La investigación metalingüística de Villalba Álvarez le ha llevado a concluir que El Brocense «se sirve de varios términos para referirse a una sola realidad en diferentes ocasiones» (pág. 308). Y esto es así porque el gramático extremeño persigue un fin pedagógico antes que teorizante, al menos dentro del campo de la terminología. Este hecho se debe en gran parte a la influencia de la retórica en la lengua latina, que prefiere la doble denominación como recurso estilístico, la variatio, aunque ello conlleve en ocasiones a imprecisiones e incluso incoherencias. De hecho, El Brocense no hace sino seguir un procedimiento que es común tanto en los tratados de lengua latina en la época clásica, véase Varrón, Quintiliano o Prisciano, como en el Renacimiento, en figuras como Linacro o Escalígero. Con estas conclusiones Villalba Álvarez contribuye al conocimiento de la concepción gramatical de uno de los autores más influyentes dentro de la tradición lingüística hispánica.

D. Esteba Ramos

 

Antonio Mira de Amescua, Teatro completo (coord. de A. de la Granja), Universidad de Granada, 2001, I, 640 págs.; 2002, II, 200 págs.

 

    El teatro del dramaturgo granadino Antonio Mira de Amescua (Guadix, h. 1574-1644) no ha tenido mucha suerte en el terreno de la edición, a pesar de que se trata de un relevante escritor áureo que sigue de cerca, formal y cronológicamente, la creación de Lope de Vega. Si exceptuamos al propio Fénix, a Calderón y a Tirso de Molina, las comedias de Mira figuran por derecho propio entre las de los escritores que la crítica suele situar inmediatamente a continuación de los más grandes, como Juan Ruiz de Alarcón o Luis Vélez de Guevara. Y sin embargo, salvo algunas obras reeditadas con cierta frecuencia, como El esclavo del demonio, la mayor parte de su producción dramática es desconocida para el público interesado en el comedia barroca, tanto para los estudiosos de la época como para el simple lector. De este olvido inmerecido viene a sacarlo ahora la edición de los primeros volúmenes de su teatro completo, con los que se inicia felizmente una tarea que se propone, en los años inmediatos, dar a conocer las más de cincuenta comedias que la crítica competente asigna al guadijeño. Coordinado por el profesor Agustín de la Granja, de la Universidad de Granada, un equipo de críticos y especialistas darán cima a una recopilación que se ha demorado hasta estos albores del siglo XXI, sin que beneméritos investigadores y eruditos anteriores, como Emilio Cotarelo y Mori o Vern G. Williamsen, consiguieran completar una tarea que a muchos interesados se les antojaba indispensable, cuando no urgente. Las bases de esta edición, los necesarios estudios previos, congresos y reuniones científicas, se iniciaron en los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado, el recién concluido siglo xx, y dieron como fruto volúmenes monográficos en los que se realizaron numerosas aportaciones parciales y específicas sobre la vida y la obra de Mira. Entre estas recopilaciones críticas están I. Arellano y A. de la Granja (eds.), Mira de Amescua, un teatro en la penumbra (Pamplona, Eunsa, 1991); A. de la Granja y J. A. Martínez Berbel (eds.), Mira de Amescua en candelero. Actas del Congreso Internacional sobre Mira de Amescua y el teatro español del siglo XVII (Universidad de Granada, 1996, 2 vols.); J. A. Martínez Berbel y R. Castilla Pérez (eds.), Las mujeres en la sociedad española del Siglo de Oro: ficción teatral y realidad histórica. Actas del ii coloquio del Aula-Biblioteca «Mira de Amescua» celebrado en Granada y Úbeda del 7 al 9 de marzo de 1997 y cuatro estudios clásicos sobre el tema (Universidad de Granada, 1998) y R. Catilla Pérez y M. González Dengra (eds.), La teatralización de la historia en el Siglo de Oro español. Actas del iii coloquio del Aula-Biblioteca «Mira de Amescua» celebrado en Granada del 5 al 7 de noviembre de 1999 y cuatro estudios clásicos sobre el tema (Universidad de Granada, 2001). En esta ocasión es también la Universidad de Granada (en cuyo seno viene funcionando desde hace tiempo el Aula Biblioteca Mira de Amescua, dirigida por el profesor De la Granja), la que ha acogido favorablemente este proyecto de edición íntegra del que es posiblemente el dramaturgo andaluz más importante del Siglo de Oro. «Nunca es tarde, si la dicha es buena», dice nuestro refranero popular, y en este caso, la idea se puede aplicar a la edición que reseñamos, más tardía, es cierto, que la de otros escritores de aquel período (como Calderón o Tirso de Molina, a la que dedicaron la mayor parte de su vida y de su esfuerzo Ángel Valbuena Briones o Blanca de los Ríos respectivamente) pero no menos valiosa en su conjunto. El libro que inicia la serie se abre con un preámbulo de Agustín de la Granja en el que da noticia del proyecto y de los integrantes del mismo, a lo que sigue la edición de seis comedias de Mira, realizada cada una de ellas por expertos en el tema, y un breve apéndice en el que se insertan los comentarios que Cotarelo escribiera a propósito de cada una de las comedias aquí editadas. En conjunto, se trata de un denso volumen, bien editado y diseñado, que supera ampliamente las seiscientas páginas. Las seis comedias y los respectivos editores son: La adúltera virtuosa (ed. de M. García Godoy); El arpa de David (ed. de Mª C. García Sánchez); El ejemplo mayor de la desdicha (ed. de Mª Grazia Profeti); El hombre de mayor fama (ed. de M. Fernández Labrada); El mártir de Madrid, (ed. de M. González Dengra) y El primer conde de Flandes (ed. de M. Martínez Aguilar). El volumen segundo recupera las páginas iniciales del clásico estudio (1931) de Cotarelo y Mori sobre Mira, las que se refieren a su trayectoria biográfica, e incluye las siguientes comedias: El caballero sin nombre (ed. de A. Biedma y A. de la Granja); La casa del tahúr (ed. de V. G. Williamsen); Cautela contra cautela (ed. de G. Maldonado Palmero); La hija de Carlos V (ed. de J. Manuel Villanueva Fernández); La mesonera del cielo (ed. de A. Valladares Reguero) y El palacio confuso (ed. de E. Hernández González). Como en el primer volumen, esta segunda recopilación de comedias amescuanas se cierra con los comentarios de Cotarelo a las piezas incluidas en el libro y que este crítico consideraba auténticas del autor accitano.

    Tanto las introducciones que acompañan a cada uno de los textos teatrales como las ediciones en sí son ejemplos correctos y laudables de cómo debe ser editada una comedia de nuestro Siglo de Oro. Las introducciones a cada una de las obras, forzosamente breves y adaptadas a un espacio previamente limitado, dejan ver el exhaustivo conocimiento que estos expertos manifiestan acerca de la comedia que han preparado y en sus comentarios se incluyen cuestiones referidas a la transmisión textual, la probable fecha de composición, el tratamiento del tema, la versificación y las dificultades de todo tipo que han debido superar para ofrecer un texto depurado y moderadamente anotado que puede ser utilizado con toda confianza tanto por el crítico como por el lector interesado en la dramaturgia áurea. El rigor y la claridad son elementos básicos de todas y cada una de las ediciones de estas piezas teatrales.

    Se trata de comedias, por lo general, poco conocidas para un público no especializado, puesto que en esta primera entrega no figura, por ejemplo, El esclavo del demonio, la pieza amescuana más alabada y editada, y sólo una de ellas, El ejemplo mayor de la desdicha, se encuentra en la conocida y divulgada edición de Clásicos Castellanos, de Espasa Calpe, que fue un intento de selección de las aportaciones teatrales más significativas espigadas entre las abundantes piezas, comedias y autos, del arcediano de Guadix. En el volumen primero hay comedias de ambiente histórico o que suele tomarse como tal (como La adúltera virtuosa, de compleja trama italiana, El ejemplo mayor de la desdicha, en torno al desgraciado general bizantino Belisario, o El primer conde de Flandes, situada en los años posteriores a Carlomagno, con un Balduino, que conseguirá el título nobiliario indicado y que será antecedente de Felipe III), junto con otras de tema mitológico (El hombre de mayor fama, que resulta ser Hércules y sus conocidos trabajos), bíblico (El arpa de David, que pone en escena los sensuales amores del rey judío con Micol y Bersabé) o hagiográfico (El mártir de Madrid, pieza de cautivos centrada en el martirio del madrileño Pedro Ramírez). En el volumen segundo, El caballero sin nombre toma como base la leyenda de la familia Cabezas y sitúa la acción en la época de Alfonso VI, con algunos personajes históricos y una doble acción, una de ellas de carácter amoroso; La casa del tahúr cuenta con un precedente del mismo editor, Vern G. Williamsen, uno de los mejores estudiosos de Mira, y es una comedia de amor y enredo en torno al vicio del juego, en la que se dramatiza un antiguo refrán: «En la casa del tahúr poco dura la alegría»; Cautela contra cautela, en otras ocasiones atribuida a Tirso de Molina y a Lope de Vega, se ha considerado como una apología de la amistad ambientada en Nápoles; La hija de Carlos V es una pieza de ambiente histórico hispánico en torno a los últimos años del emperador Carlos V y su renuncia a las glorias del mundo, algo que también hace su hija doña Juana, la madre del desgraciado rey don Sebastián de Portugal y fundadora del convento madrileño de las Descalzas Reales; La mesonera del cielo dramatiza una antigua historia cristiana de anacoretas, que tiene como centro las intercadencias de amor de María, sobrina del santo eremita Abraham, el cual logra rescatarla de los placeres mundanos y amorosos, a pesar de las tentaciones de enamorados y demonios, tema hagiográfico que ha tenido variados tratamientos en diversos textos literarios, en tanto que El palacio confuso, atribuida a Lope en algunas ocasiones, es una comedia ambientada en Italia, de tema cortesano y caballeresco. Sin que podamos dedicar a cada una de ellas el tiempo necesario, observamos que en casi todas la acción se complica de una manera extraordinaria, convirtiéndose a veces en un «tour de force» del que el dramaturgo consigue salir airoso, ya mediante los recursos teatrales específicos de aquel período, ya con la inclusión de elaborados elementos líricos que componen un remanso de paz entre el fragor de las armas o la dificultad de las intrigas. He aquí, como ejemplos de lo último indicado, dos situaciones en las que el lirismo o la reflexión moral ponen una nota de serenidad y belleza. Ambas pertenecen a El arpa de David, una comedia que se edita aquí a partir de manuscritos con los usuales problemas de interpretación. En el primer caso el rey David, prisionero de sus enemigos filisteos, medita sobre la condición humana en un sentido soneto:

 

Salen del mar en dilatados ríos

las aguas, y una vez con paso lento,

haciéndonos dudoso el movimiento,

bañan los prados y árboles sombríos;

ahora, cobrando caudalosos bríos

y en alas de cristal curso violento,

émulos del humano pensamiento,

del mar tornan a ver los peces fríos.

De tierra nace el hombre, y desta suerte

a pasos mide el mundo peregrino,

ya con bien, ya con mal, ya en paz, ya en 

[guerra.

¿De qué me sirvió, pues, el huir la muerte

si al fin el hombre, por cualquier camino,

volver tiene a su centro que es la tierra?

(págs. 164-165).

    Definiéndose algo después de este parlamento como «un caminante que va siguiendo al amor», David es protagonista luego, en la parte final de la obra, de un hermoso dúo sentimental con Bersabé, en el que se aprecian conseguidos rasgos estilísticos que evocan el Cantar de los cantares:

David: Con huésped tan hermoso, ¿qué rey habrá en Judá ni en Palestina jamás tan venturoso?

Bersabé: ¿Tan hermosa os parezco?

David: Eres divina; que es sombra de tus soles el sol entre morados arreboles. No es tan hermosa el alba que anda de grana y de zafir vestida, oye la dulce salva de las aves con voz nunca aprendida, y ella vierte en las flores, por las que beben pájaros cantores; no es tan bella y ufana la palma relevada en cuya cumbre mostró la edad anciana, pendiente con la rica pesadumbre, los ramos tan opimos que dan el fruto en pálidos racimos; ni el caballo que tiene corto cuello, crin larga, ancha cadera, rostro alegre, si viene con bizarro pisar a la carrera, o embiste al fiero toro con bordado jaez y freno de oro; ni el manso mar que arranca los ramo[s] de coral, y en paz serena, entre la espuma blanca, el ámbar, que vomita la ballena, arroja con las olas que cortan los delfines con sus colas; ni el rubio fénix bello con sus rosadas alas, y bordado de azul y de oro el cuello, y de púrpura el pecho matizado en quien nunca se pierde amarillo, oro, azul, rosado y verde.

Bersabé: A mí la bizarría del sosegado mar en dulce calma, del sol, del claro día, del caballo, del fénix, de la palma, tu sombra me parece: tanto a mis ojos mi David merece (págs. 196-197).

    Nos encontramos, en suma, ante una valiosa aportación al conocimiento de un importante dramaturgo andaluz, injustamente desatendido por la crítica especializada (o, al menos, nunca atendido con la profundidad y la amplitud que se hace en esta ocasión), que supone el inicio de una andadura que pondrá a nuestro alcance en los próximos años, cuando se culmine el proyecto, todo el legado teatral, amplio y diverso, de Antonio Mira de Amescua.

A. Cruz Casado

 

Luis Barahona de Soto, Diálogos de la montería (estudio preliminar de J. Lara Garrido), adr / Nororma, Archidona, 2002, 83 + 486 págs.

    Habrá observado el lector qué escasas conmemoraciones, reuniones y eventos varios eluden la presentación de un libro como refrendo o soporte intelectual de lo que allí acontece, nueva muestra de que la labor filológica, entendida sencillamente como estudio de la palabra, no ha de soslayar ámbito alguno de la actividad humana, incluida la lección sobre venados, redrovientos, arcabuces y podencos que tres enamorados de la plática instructiva comparten con el lector, por fin a nuestro alcance gracias a que la x Feria del Perro de Archidona ha auspiciado la recuperación de los Diálogos de la montería, inéditos hasta que la Sociedad de Bibliófilos Españoles los exhumó en 1890 con Francisco R. de Uhagón como responsable de una descuidada edición que ahora se reproduce facsimilarmente con estudio preliminar de José Lara Garrido y un trabajo de Antonio M. Fernández sobre «Los perros en textos de caza hasta el xvi».

    Lara Garrido, que ya había llamado la atención sobre estos diálogos en varios artículos donde abordaba su trazado genérico, autoría y datación [3], y que antologó varios de los libros que componen la obra [4], pasa revista a su recepción crítica; argumenta a favor de su adjudicación a Barahona de Soto y de su composición posterior a 1587, frente a «la más furibunda exocrítica» (pág. 13) y esgrimiendo un minucioso cotejo textual con Las lágrimas de Angélica, cuyos versos se citan y glosan a menudo en los Diálogos de la montería; da cuenta de su funcionamiento como diálogo «dramático, activo y catequístico» donde no se desdeña la inserción de narraciones digresivas en busca de variedad y el saber experiencial se impone a la presencia de una erudición puesta en entredicho con frecuencia; y finalmente, bajo el epígrafe «Tesis y sentido de los Diálogos de la montería», destaca que su principal novedad teórica en lo que atañe a la montería «consiste en sustituir la justificación de su práctica en atención a la imagen medieval de preparativo de la guerra por otra cimentada en un concepto educativo-perfectivo de corte humanístico» (pág. 53).

    ¿Qué puede aportar la lectura de estos Diálogos de la montería al lector no interesado en acosar animalillos con las más sutiles estratagemas, reveladas en esta obra por extenso? ¿Qué redime para nuestros tiempos un ejemplo de diálogo catequístico que con su sola mención ya augura un desfile libresco insoportable, apenas camuflado por un artificio conversacional que difícilmente permite olvidar la estela del tratado, cuyos fríos epígrafes se sustituyen, sin más, por demandas puestas en boca de bobos que se van desasnando gracias a la brillantez sapiencial de sus maestros? O, lo que es lo mismo, ¿qué atractivos posee una obra como esta para los que no son cazadores y para los que no se dedican al estudio del diálogo renacentista?

    En cuanto al primero de los interrogantes, atraiga o no al lector el mundo de la montería, estas conversaciones entre Montano, experto en la materia «que toda la noche anda hecho un Endimión, perdiendo el seso tras la luna, y todo el día un Acteón, perdiendo la hacienda tras sabuesos y ventores» (pág. 1), Silvano, ya iniciado en la caza pero aún deseoso de ampliar conocimientos, y Solino, en un principio reacio a adentrarse en la actividad que apasiona a sus interlocutores, pero que progresivamente la asume, permiten disfrutar de consejos asignados a la especialidad que pueden aplicarse a otros ámbitos, como ejemplifica Solino con esta hilarante intervención tras oír de Montano lo que ha de hacerse para evitar inoportunos estornudos: «Huelgo de saber esas maestrías, que aunque no me aprovechen para la caza, pues no pienso matalla, servirán para otras cosas que se le ofrescen al hombre sin pensar cada día, teniendo la res encamada y estando en silencio porque no nos sienta el dueño de la posada», o seguidamente Silvano, alegando motivos menos libidinosos y revelando el diverso carácter de ambos: «Bien es que cada uno halle en la conversación cosas tocantes a su menester según su trato y género de vida, que también a mí me aprovechará para dejar de estornudar alguna vez que estoy leyendo o escribiendo, y no querría pararme ni detenerme tanto» (pág. 78). No faltan tampoco esos encantadores disparates que afloran a menudo en la miscelánea renacentista cuando se abordan cuestiones de fisiología o comportamiento animal (la hipótesis de que las cabras huelen por los cuernos o por los oídos, o la comparación de la belleza en ciervos machos y hembras con la de los humanos), diversiones del hilo central del discurso que, junto a los numerosos relatos intercalados, llevan a Montano a protestar: «habeisnos vos metido en tantas variedades de conversación, que casi paresce nuestra plática una Silva de varia lección o un Jardín de flores» (páginas 39-40), alusión que no hemos de pasar por alto a la hora de caracterizar el género misceláneo, emparentado con el diálogo no sólo por la coincidencia formal que muestran a veces, sino también porque el manoseado dicho de que en la variedad está el gusto rige la composición dialógica en no pocas ocasiones, y la única diferencia entre uno y otro género es de índole cuantitativa, es decir, que a falta de determinar qué cantidad de material diverso se ha de acumular para hablar de miscelánea o de diálogo —lo que resultaría siempre arbitrario y hasta absurdo— las fronteras entre ambos quedarán indeterminadas en múltiples casos. Este deslizamiento consciente y equilibrado hacia la miscelánea, anejo a frecuentes alusiones a los secretos y misterios que encierra la naturaleza, es lo que más sugerente puede tornar la lectura de los Diálogos de la montería para el lector ajeno al mundo cinegético.

    Por lo que respecta al segundo de los prejuicios que podrían surgir en el momento de adentrarse en esta obra, motivado por la elección genérica que presenta la materia bajo la forma del diálogo catequístico, es precisamente el modelo didáctico que se perfila, llevado a altas cotas de perfección, lo que convierte este libro en cifra de un hermoso intercambio comunicativo que, lejos de reducirse a un esquema básico de preguntas y respuestas mecánicas, ofrece una pintura al vivo de tres personalidades bien diferentes que desean acceder al conocimiento mediante un contagioso entusiasmo, difuminándose las fronteras entre maestro y discípulos cuando la erudición de Silvano (de la que carece Montano, incapaz además de leer griego y latín) o el ingenio e impertinencia inquisidora de Solino contribuyen decisivamente a que fluya el proceso pedagógico. Tómese como paradigma de lo que representa la conjunción de forma dialogal y entramado didáctico (distendida conversación como marco y cauce de la enseñanza) esta afirmación de Montano: «quien duda lleva principios de saber» (página 125), en plena coherencia con la reprimenda que se lleva Solino más adelante: «¡Quán propio es de los hombres que comienzan a saber algo en alguna ciencia que no saben, pensar que ya lo saben todo!» (pág. 151), dos lindas lecciones que nunca se han olvidar: se conoce más preguntando que respondiendo y, sobre todo, sólo se avanza asumiendo lo inagotable del saber.

    Puede que el lector moderno comprenda que enseñar y aprender es dialogar si tiene en cuenta la tupida red que aquí se teje, que puede valer más para cazar provechosa y amigable conversación que para atrapar animal alguno, por más que este sea el cometido principal de estos magníficos Diálogos de la montería, cuyo rescate en esta deficiente edición de Bibliófilos Españoles está más que justificado a la espera de la muy apetecible edición crítica que ya anunció José Lara Garrido en los preliminares de la mencionada Antología cinegética, ya que, en palabras de su estudio introductorio, «No sólo podrá seguir prestando las tareas que hasta ahora ha desempeñado, sino que, de seguro, extenderá el conocimiento del espléndido tratado cinegético en diálogos a muchos más lectores. Lo sacará del infierno de las rarezas bibliográficas, haciéndolo circular y allanando el camino a la aparición próxima de una edición más cuidada y filológicamente solvente. Y ¿por qué no?, será un a modo de homenaje, al trenzar en el más sólido de los lazos el reencuentro de los Diálogos de la montería aparecidos como anónimos con el autor que los compuso: Luis Barahona de Soto».

R. Malpartida Tirado

 

Antonio Cruz Casado (ed.), Luis Barahona de Soto y su época, Delegación de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento / Cátedra Barahona de Soto, Lucena, 2001, 428 págs.

 

    El escritor lucentino Luis Barahona de Soto vivió en la segunda mitad del siglo xvi, en un período de gran esplendor para la cultura española al que con razón se ha llamado Siglo de Oro. Los más importantes autores de la literatura española son sus contemporáneos: Miguel de Cervantes, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, Fernando de Herrera, Luis de Góngora, Lope de Vega, etc. Muchos de ellos fueron sus amigos y el propio Cervantes le dedicó cariñosos elogios en sus obras; así, en el Quijote, lo llama «uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España». El poema épico del lucentino Las lágrimas de Angélica es uno de los libros que se salva de la quema generalizada que hacen el cura y el barbero en la librería de don Quijote, lo que resulta indicativo del aprecio que Cervantes sentía por nuestro escritor.

    Fue Barahona un médico humanista, un hombre muy culto, aficionado a la caza, poseedor de muchos libros (en el inventario de sus bienes hay casi quinientos volúmenes, una cantidad muy alta para su época, escritos en castellano, latín, griego e italiano, lenguas que el escritor dominaba). Su cultura, como la de otros autores de la época, tiene raíces clásicas e italianas. En vida sólo publicó un libro, la primera parte de Las lágrimas de Angélica, impreso en Granada, en 1586, pero dejó inéditas otras obras, como una importante colección de poesías líricas, un tratado de caza, titulado habitualmente Diálogos de la montería y quizás la segunda parte de su Angélica, continuación que no ha llegado hasta nosotros.

    Barahona nació en Lucena hacia 1548 pero vivió poco tiempo en esta ciudad; se trasladó a estudiar a otras ciudades andaluzas (Antequera, Osuna, Sevilla, Granada) y vivió gran parte de su tiempo en Archidona, donde se casó dos veces y tuvo dos hijas, llegando a formar parte del cabildo municipal. Allí falleció de repente el día 5 de noviembre de 1595, por lo que en 1995 se cumplieron 400 años, el cuarto centenario del óbito. Con este motivo se celebró en su ciudad natal un Congreso Internacional y otros actos culturales y sociales (entre ellos el hermanamiento con la ciudad de Archidona) con los que se pretendió acercar al ciudadano de nuestros días la figura y la obra de un autor importante, sin duda el más importante de todos los escritores lucentinos y uno de los más relevantes de su época. El Congreso Internacional «Luis Barahona de Soto y su época» se celebró desde el 2 al 5 de noviembre de 1995 y tuvo por objeto estudiar la figura, la obra y el contexto cultural del escritor. Las actas de aquellas jornadas han visto la luz después de un largo período de elaboración y constituyen este nutrido volumen que reseñamos. Entre los colaboradores de esta publicación se encuentran destacados especialistas sobre este escritor y el período áureo de nuestra literatura, entre los que se encuentran, siguiendo el orden de aparición en el libro, F. López Estrada, que se ocupa de «Luis Barahona de Soto y Pedro Espinosa, emparejamiento y diferenciación»; I. Lerner, «La poesía épica áurea y el tema americano»; A. Carreño, «Un canto en disfrazado velo: las Angélicas de Barahona de Soto y Lope de Vega»; V. Infantes, «Primera parte de las desventuras editoriales de Las lágrimas de Angélica»; A. Cruz Casado, «Lucena y Barahona de Soto: cuatrocientos años de recuerdos y olvidos»; J. Lara Garrido, «La práctica de la imitatio: modos y funciones en la integración creadora de modelos»; M. Galeote, «La herbolaria de Indias en los tratados científicos de Nicolás Monardes (1507-1588)»; F. Leiva Córdoba, «Historiografía léxica y etimología de una palabra del siglo xvi: sopaipa»; J. P. Gabino, «Preparativos y pulimentos en la génesis de la lexicografía española (1490-1611)»; A. Moreno Ayora, «La comparación de igualdad en la lengua del siglo xvi: estudio particular de Las lágrimas de Angélica»; Mª P. Pueyo Casaus, «Presencia de Ariosto y Aretino en Las lágrimas de Angélica de Barahona de Soto y aportación específica del autor español»; A. Correa Ramón, «La magia erótica de Canidia: el filtro de amor en la tradición literaria»; J. Matas Caballero, «Unas notas sobre el petrarquismo en el cancionero Flores de baria poesía»; J. M. Trabado Cabado, «Los ásperos caminos de la fantasía en la poesía de La Galatea»; Mª I. Montoya Ramírez, «Algunas reflexiones sobre los Diálogos de la montería»; M. Lara Cantizani, «La metamorfosis posible en la Fábula de Acteon de Luis Barahona de Soto y la lógica interna de las literaturas de transición»; J. Toledano Molina, «La pérdida del rey don Sebastián en Luis Barahona de Soto y en Fernando de Herrera»; J. Roses, «Retórica y naturaleza en la Égloga cuarta de Barahona de Soto»; M. Á. García, «De Luis Barahona de Soto a la contradicción y las ideologías»; Mª T. Luna Roldán, «La figura de Alejandro en Las lágrimas de Angélica y en la Silva de varia lección de Pero Mexía»; Mª L. González Álvaro, «La ficción poética en el Cisne de Apolo»; F. J. González Rovira, «Nacimientos prodigiosos e imaginación en misceláneas del siglo xvi»; C. Brito Díaz, «Luz meridional: Cairasco de Figueroa y la escuela andaluza»; Mª del C. Florido, «Las auctoritas de Torquemada en el Jardín de flores curiosas» y M. Rubio Árquez, «Textos en busca de un género. Sobre algunas Vidas dispersas en cancioneros de los siglos xvi y xvii». Como puede comprobarse, se trata de un contenido un tanto heterogéneo que tiene como centro de interés primordial la figura y la obra de Barahona, pero que cuenta también con otras aportaciones que se ocupan de aspectos literarios y lingüísticos de la época de este escritor. En conjunto, nos parece un volumen digno (valioso en lo que se refiere a determinados estudios) que sirve para constatar el interés que merece a un grupo de estudiosos un poeta manierista que aún precisa de estudios, ediciones y actos divulgativos, como el que motivó este libro.

J. Toledano

 

Francisco de Paula Canalejas Casas, Los autos sacramentales de don Pedro Calderón de la Barca (pról. de A. Cruz Casado), Delegación de Publicaciones del Ayuntamiento de Lucena / Cátedra Barahona de Soto, 2002, 200 págs.

 

    Desde hace algunos años viene funcionando en Lucena (Córdoba) la Cátedra «Barahona de Soto», respaldada por la Universidad de Córdoba, que tiene como misión, en colaboración con el Ayuntamiento de Lucena, difundir la creación del poeta lucentino que da nombre a esta institución así como profundizar en su trayectoria biográfica y en su obra, en el contexto del Siglo de Oro, aspectos que ha venido cumpliendo tanto mediante la organización de congresos y ciclos de conferencias como por la edición de diversas obras del escritor o relacionadas con el mismo. Entre estas últimas, y editadas por Antonio Cruz Casado, se encuentran El céfiro apacible: Antología (1995), de Luis Barahona; Tres églogas (1997), del mismo autor; Lucena desagraviada (1998), de Fernando Ramírez de Luque; las Fábulas mitológicas (1999), de Barahona; las Actas del Congreso Luis Barahona de Soto y su época (2001), al que se une ahora el volumen de Francisco de Paula Canalejas Casas (1834-1883).

    Este escritor es un filósofo krausista, crítico, orador, académico, catedrático y diputado al congreso durante la primera república, que puede considerarse una de las personalidades más relevantes que ha dado esta ciudad al mundo de la intelectualidad hispánica. Su trayectoria biográfica e intelectual ofrece numerosos datos. Cursa estudios de segunda enseñanza en la Instituto San Isidro, de Madrid, y luego pasa a completar su formación en la Universidad Central. Muy joven, se dice que con unos quince años (por lo tanto, hacia 1850), compone una novela histórica en colaboración con su buen amigo Emilio Castelar, titulada Don Alfonso El Sabio. En 1856 obtiene la licenciatura en Filosofía y Letras y en 1857 la de Jurisprudencia. Entre sus maestros de la universidad figura D. Isaac Núñez de Arenas, al que luego sustituiría en el sillón de la Real Academia Española (1869). En 1857 es nombrado Catedrático auxiliar de la Facultad de Filosofía y Letras y en 1858 obtiene el grado de doctor. El 13 de marzo de 1860 gana la cátedra de Literatura General en la Universidad de Valladolid, puesto que ocupa hasta que, en 1867, obtiene la misma cátedra en la Universidad Central de Madrid. En 1874, permuta cátedra por la de Historia de la Filosofía, de ahí que sus estudios y sus principales obras estén marcadas por estas dos materias, la literatura general o la crítica literaria y la filosofía en sus tendencias hegeliana y krausista.

    Su discurso de ingreso en la Real Academia, pronunciado el 28 de noviembre de 1869, versó sobre «las leyes que presiden la lenta y constante sucesión de los idiomas en la historia indoeuropea». A esta documentada lección de lingüística comparada, parece estar al tanto de los estudios realizados sobre esta materia en Alemania, Inglaterra y Francia, responde su casi paisano, el egabrense don Juan Valera. Otros temas tratados por el escritor en estas fechas son una conferencia sobre «La educación literaria de la mujer», que tuvo lugar en el Ateneo, el 7 de marzo de 1869, y un «Discurso sobre Cervantes», en la velada celebrada por la Academia Española el día 23 de abril del mismo año. Entre sus estudios más extensos y más interesantes, desde la perspectiva actual, se encuentra el ensayo titulado Los poemas caballerescos y los libros de caballerías, aparecido hacia 1870. También estudia la poesía lírica de su momento, así como el drama y la poesía religiosa, aunque sus apreciaciones críticas no coinciden con lo que posteriormente se ha canonizado. Así, sus ideas acerca de Gustavo Adolfo Bécquer no son admisibles desde una perspectiva actual, en tanto que se inclina más por otros poetas, como Núñez de Arce. Algún tiempo después, en 1873, afiliado al partido progresista, lo encontramos formando parte de las cortes de la Primera República, hecho que encuentra eco en la novelística de Pérez Galdós. Y es por entonces, cuando se niega a aceptar una cartera de ministro en el gobierno de don Emilio Castelar, según trasmiten los esbozos biográficos de las enciclopedias. También presidió durante algún tiempo la sección de Literatura del Ateneo de Madrid.

    Se dice que hacia 1879 contrajo una grave dolencia crónica, de índole mental, que desembocaría en la pérdida de la razón (la «tristísima situación actual» a la que se refiere Menéndez Pelayo en la Historia de los heterodoxos, 1880-1882). El último acto académico al que asistió, ya muy debilitado por la enfermedad, fue la recepción de su íntimo amigo Castelar en la Academia, a cuyo discurso de entrada contestó Canalejas. Su fallecimiento tuvo lugar en Madrid, el día 4 de mayo de 1883, cuando aún no había cumplido los cincuenta años.

    Estos datos, entresacados del prólogo de Cruz Casado, configuran una personalidad polifacética, que gozó de prestigio en los ámbitos universitarios y académicos de la segunda mitad del siglo XIX y que Pérez Galdós menciona en diversas ocasiones en sus Episodios Nacionales.

    El discurso sobre los autos sacramentales de Calderón, que motiva esta edición, fue la lección inaugural del curso de 1871 en la Real Academia Española. Canalejas elige un tema de escaso tratamiento crítico hasta ese momento, de tal manera que es, en cierto sentido, pionero con respecto a los numerosos estudios que se dedicarán a Calderón a lo largo del siglo XIX, sobre todo a raíz de la celebración del segundo centenario de su muerte, en 1881. Hasta la aparición de este discurso sólo se contabilizan en los repertorios bibliográficos breves estudios sobre el tema, aunque también había aparecido, y Canalejas lo tiene en cuenta en su disertación, el volumen correspondiente a los autos sacramentales de la Biblioteca Rivadeneyra, con un documentado prólogo de Eduardo González Pedroso.

    Tal como recuerda el editor del discurso, con respecto a la aportación calderoniana del lucentino, el riguroso Menéndez Pelayo la considera «estimable», aunque con algunos elementos de panteísmo y teosofía, un tanto en la línea del pensamiento krausista, que ve inadecuados: «Así y todo —escribe, señalando que no hay grandes estudios sobre la obra de Calderón—, podemos recordar, con elogio por algunas ideas fecundas y luminosas que contiene, el discurso del señor Ayala al tomar posesión en la Academia Española, en el cual examinó y puso en su punto las cuatro grandes ideas de aquel teatro, pero sin descender al análisis de sus obras. Cosa parecida ha de decirse de un discurso del señor Canalejas sobre los Autos sacramentales, estimable, aparte de algunos resabios panteístas y teosóficos, de los cuales seguramente el venerable poeta se hubiera escandalizado si levantara la cabeza» [5]. En la misma serie de conferencias, al ocuparse de los autos sacramentales calderonianos, califica este discurso de «brillante estudio», aunque reconoce la precedencia al prólogo de González Pedroso: «Entre nosotros, aunque pocos, se han hecho notables estudios en estos últimos años acerca de esta parte olvidada de las obras de Calderón, debiendo citarse, en primer término y como uno de los trozos más elocuentes que en castellano existen, a la vez que de los mejor pensados y mejor sentidos, el discurso preliminar que a su colección de autos sacramentales [...] antepuso don Eduardo González Pedroso, de grata y veneranda memoria para todos los católicos españoles. A éste y a otro brillante estudio del señor Canalejas, está reducido lo que hasta ahora se ha dicho de los autos sacramentales; los trabajos extranjeros son, en este punto, mancos o nulos y aun los críticos que han mirado con más amor el teatro de Calderón, han tenido para los autos censuras tan acerbas como las que brotaron de la pluma de Ticknor, en otras cosas tan calderoniano»[6].

    Como complemento y ejemplo de las reflexiones de Francisco de Paula Canalejas sobre los autos sacramentales de Calderón, se incluye en el libro una temprana pieza religiosa del gran autor barroco, El divino Jasón, no citada en el estudio del lucentino pero muy representativa por lo que se refiere a los rasgos fundamentales de los autos.

    El texto incluye además numerosas aclaraciones para un lector no especializado en la lectura del teatro áureo, así como variadas ilustraciones de tema mitológico (como la portada, Medea y Jasón, de Moreau), que configuran esta cuidada publicación.

J. Toledano Molina

 

Vicente Martínez Colomer, Los Trabajos de Narciso y Filomela (ed. de A. Cruz Casado), Diputación Provincial de Córdoba, 2001, 208 págs.

 

    Poco a poco el siglo XVIII español empieza a emerger ante nuestros ojos, como si se tratase de un continente oculto, tras largos años de abandono. El período, en el que se gestan las raíces del mundo contemporáneo, ve formarse también una novela que va afianzándose progresivamente hasta eclosionar con fuerza en el período romántico. Sin embargo, los orígenes de la narrativa dieciochesca nos son aún imperfectamente conocidos, no tanto por su inexistencia, como en ocasiones se ha querido probar, sino porque no se ha examinado todavía con el detenimiento necesario el panorama literario de la época. En este sentido Los trabajos de Narciso y Filomela, de Vicente Martínez Colomer, compuesta hacia 1784 y conservada manuscrita hasta la presente edición, es una aportación a la novela española de la centuria ilustrada en su etapa más temprana, al mismo tiempo que un curioso homenaje a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de Miguel de Cervantes, cuya estructura y técnica narrativa repite, tomando igualmente algunos aspectos del Quijote. De esta manera, al poner ante el público actual una obra del escritor alicantino Vicente Martínez Colomer (1763-1820), conocido sobre todo por su novela El Valdemaro (1792), tan relacionada con la que reseñamos ahora, se añade un eslabón nuevo a la cadena de la narrativa española en un período mal conocido. La presente edición lleva un documentado prólogo, de A. Cruz Casado, en el que se estudian con detenimiento todas estas cuestiones, y una presentación de López Estrada, prestigioso crítico, bien conocido en todos los medios universitarios, en la que se hace eco de las investigaciones literarias del editor de la obra y recuerda que se dio noticia de esta novela, por primera vez, en un homenaje colectivo que la Universidad Complutense preparó en 1988 (Dicenda, Cuadernos de Filología Hispánica).

    De manera visible Los trabajos de Narciso y Filomela, de Martínez Colomer, es una novela de aventuras que toma como referente de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de Miguel de Cervantes, algo que el autor no se recata en proclamar en el mismo texto de la obra. En este sentido, un personaje secundario, el estudiante, un personaje que se confiesa amigo íntimo del escritor, expone: «En cuanto al [estilo] que lleva en la historia, dicen los que la han leído que no es despreciable, porque se ha tomado por modelo al nunca bien alabado Miguel de Cervantes, en su Persiles y Sigismunda, cuya memoria será eterna en la de las gentes» (pág. 147). Lisandro, el protagonista masculino del libro, recela que en lugar de imitación pueda ser un plagio de Cervantes, a lo que el estudiante replica defendiendo la historia de su amigo: «Eso no, no sé que le noten de plagiario, porque ya sabe muy bien que ese es un vicio el más aborrecible que pueda darse entre literatos; si ya no es que también haga número entre plagiarios el que, con trasposición decente, se vale de las mismas frases y del mismo método, invención, artificio y diligencia que usa aquel a quien se procura imitar. Cuanto más que si ha caído tal vez en este defecto, habrá sido sin noticia de la voluntad, a causa que como tiene tan leídos los escritos de Cervantes —como precisamente debe hacerlo cualquiera que pretenda imitar aquel estilo que más se le acomode— tal vez habrá encajado como suyo algún concepto que no lo será. Pero esta censura la dejamos a cargo de aquellos que sólo sirven para criticar escritos ajenos, sin tener quizá capacidad de hacer otros que los igualen» (pág. 148).

    Esta cerrada autodefensa de su creación literaria está motivada, al parecer, porque se hicieron ciertas objeciones a su «Poema», como explica el propio autor en la única nota marginal del manuscrito, en la que, sin intermedio de ninguna criatura de ficción, se dirige al lector explicando su postura y señalando que se vale para ello de un característico recurso cervantino: la crítica del relato por medio de los propios personajes.

    Con esta edición se recupera para la literatura española una narración que hasta el momento se daba por perdida, obra primeriza de un religioso franciscano alicantino, que vive en la transición del siglo XVIII al XIX y cuya producción posterior supone una de las aportaciones autóctonas más interesantes al primer romanticismo español.

    Encuadrada en la tendencia de la narración bizantina es, al mismo tiempo que un homenaje a Cervantes, una obra sumamente original y curiosa, puesto que la fecha temprana de su composición, fijada hacia 1784, aporta un eslabón más en la cadena poco conocida de la novela española del siglo XVIII. En este sentido la obra supone variadas aportaciones en el panorama no muy conocido del prerromanticismo español: documenta la vigencia de la obra cervantina en el último tercio del siglo xviii, imitando de manera explícita al Persiles, como se ha indicado, aun cuando la obra cervantina que se toma como paradigma y modelo a imitar en esta época sea predominantemente el Quijote; añade un título más al panorama de la novela española dieciochesca, casi siempre considerado pobre y sobre todo mal conocido y sirve para completar la trayectoria de un escritor español que se ha comenzado a estudiar no hace mucho tiempo.

    En este último sentido, el Narciso es, junto con El Valdemaro, una de las dos únicas ediciones existentes en nuestros días de Martínez Colomer, y una obra que ayuda a completar el panorama narrativo del siglo XVIII y, en general, la trayectoria de la novela española desde el barroco al romanticismo, entre cuyos movimientos funciona como una especie de engarce o nexo hasta ahora perdido y por fin recuperado. Por otra parte, el atractivo de esta obra crece si se la sitúa en la perspectiva de la novela prerromántica, de la llamada narración sensible, puesto que la expresión exaltada de las pasiones, el sentimiento melancólico de la naturaleza, el gusto por lo lúgubre casi en el límite con lo macabro, son otros tantos elementos que van a verse potenciados en Narciso y Filomela, de tal manera que la otra novela posterior de Martínez Colomer, El Valdemaro, (1792), va a actuar como una especie de caja de resonancia con relación a la primera. Y lo que en la primera es, en ocasiones, un sencillo apunte clasicista, en la segunda se convierte en un rasgo marcadamente romántico, aun cuando no se huya del todo del mundo clásico y alegórico de la tradición bizantina anterior. En este sentido, la primera obra de Martínez Colomer es un eslabón muy curioso en la historia de nuestra novela, puesto que el autor, al no haberla editado recurre a ella con notoria frecuencia, de tal manera que se convierte en un repertorio o arsenal de situaciones, personajes e historias, que luego pasan con escasa o nula variación a su producción posterior. De esta forma, el proceso de creación de uno de los escasos narradores autóctonos, de relativa originalidad en esa etapa de la transición hacia el romanticismo, puede verse desde una perspectiva distinta y posiblemente con mucha más claridad e interés.

M. Galeote

 

Maximiano Trapero y Martha Esquenazi Pérez, Romancero tradicional y general de Cuba, Gobierno de Canarias / Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana «Juan Marinello», Madrid, 2002, 612 págs.

 

    Resulta un hecho de indudable relevancia cultural y científica que dispongamos de este Romancero tradicional y general de Cuba, que nos ofrece el infatigable filólogo M. Trapero, en colaboración con la musicóloga M. Esquenazi. No resultaba empresa fácil reunir los romances tradicionales cubanos ya publicados, realizar encuestas de campo para recopilar los que prosiguen vivos en el habla popular, clasificarlos y estudiar las variantes, así como ocuparse de tantos otros aspectos del Romancero, por ejemplo el acompañamiento musical. Es cierto que nos hallamos ante un libro muy importante, según anticipa ya el prologuista con buen criterio.

    Maximiano Trapero es un canario de León, irresistible al desaliento, que desde su Cátedra universitaria emprende, dirige y desarrolla investigaciones de verdadero maestro —Coseriu dixit— sobre toponimia, semántica léxica, poesía tradicional (romancero, cancionero y teatro) y poesía improvisada en el mundo hispánico. Ha recopilado en trabajo de campo el romancero de cada una de las Islas Canarias, de otros lugares de la Península Ibérica y hasta del archipiélago de Chiloé (allá en las tierras más míticas y australes de Chile, desde Ancud y Castro hasta Chonchi), último bastión colonial cuando soplaban vendavales independentistas [7]. Por su parte, la especialista en música y literatura cubana, Martha Esquenazi Pérez, investigadora agregada en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana «Juan Marinello» de La Habana, ultima una tesis doctoral también sobre el propio romancero cubano, dirigida por M. Trapero. Ha trabajado en el proyecto de un Atlas etnográfico de Cuba, como redactora y directora de la sección Música popular tradicional. Por esta importante labor ha merecido el «Premio Quinquenal de Investigación» (1990-1995) del Ministerio de Cultura cubano. Es autora de otros estudios relativos a la música popular cubana, entre los que sobresale el libro titulado Del areito y otros sones (2001).

    El encomiable entusiasmo de M. Trapero, dispuesto a enfrentarse con cualquier contratiempo o eventualidad a la hora de realizar el trabajo de campo, se acrecienta al saber que en Cuba «se hacía difícil hacer entender a las gentes a las que se interrogaba qué era un romance. Y ese estado significa ya la muerte y el olvido de la tradición» (pág. 54): «—¿Por qué no me hablas, Carmela? / —¿Cómo quieres que te hable, / si el pecho de mi caballo / está bañadito en sangre? [8]. A pesar de que sea Cuba unos de los países de América donde más y mejor se ha conservado la tradición romancística, a juicio de A. Carpentier y M. Trapero.

    A Cuba le cupo el honor de hallarse entre los primeros países de América que dispusieron de una colección nacional de romances. Además, contó muy pronto con estudios serios y autorizados sobre la materia, debidos a Carolina Poncet —que elaboró una tesis doctoral defendida en 1913 y publicada en 1914— y al inquieto José Mª Chacón y Calvo, amigo de don Ramón, con quien mantuvo una estrecha relación intelectual, un frecuente intercambio epistolar y un apoyo inquebrantable en aquellos años duros de 1937 (léanse las cartas inéditas de Menéndez Pidal a Chacón, que tuvimos en nuestras manos en noviembre de 2000). Así, pues, en 1914 se editaron ambos romanceros con los títulos de El romance en Cuba (Universidad de La Habana) y Romances tradicionales de Cuba, respectivamente. C. Poncet se vio obligada a distinguir entre los romances cubanos del siglo xix —como fruto de un movimiento literario— y el verdadero romancero popular que nada sabe de fronteras geográficas, nacionales ni históricas dentro de la Hispanidad. Mientras que José Mª Chacón y Calvo, con tan atinado título y certera actitud, pudo enfrentarse directamente al objeto de su investigación, «salvar estas preciosas reliquias» entonadas por el pueblo. A estos dos investigadores, les siguieron Sofía Córdoba de Fernández, Concepción Teresa Alzola, Carlos A. Castellano, Ana María Arissó, W. Milwitzty, J. A. Echeveite y muchos otros, al lado de Mirta Aguirre y Samuel Feijóo, por diferentes razones.

    Con todos estos antecedentes, unidos a diversas colecciones particulares, pudo Beatriz Mariscal publicar en El Colegio de México un Romancero General de Cuba (1996), que incluye «todos los textos publicados de los que tengo noticia, muchos de ellos dispersos en publicaciones de difícil acceso, además de los textos inéditos del Archivo Menéndez Pidal en Madrid y los que encontramos entre los materiales manuscritos e impresos legados por José Mª Chacón y Calvo al Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, depositados en la Biblioteca Hispánica de la AECI» [9]. Trapero y Esquenazi exponen varias objeciones importantes a este Romancero, relativas a su título, a la pervivencia del romancero tradicional en Cuba, a los informantes y las fuentes que maneja B. Mariscal (págs. 49-52).

    Por su parte, también en El Colegio de México, Mercedes Díaz Roig dio a la estampa «un panorama lo más completo posible del Romancero tradicional en América» (1990), donde afirmaba que «el romancero americano sigue ahí y solo hace falta recogerlo» (pág. 11). Por tanto, hay que felicitar a investigadores entusiastas como son Trapero y Esquenazi, que han recogido el testigo de Díaz Roig y en pocos años, desde 1995 para acá, han sido capaces de realizar encuestas de campo, revisar las recolecciones de romances impresos y los estudios eruditos, y establecer un plan de colaboración entre el Centro Cubano «Juan Marinello» y la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. De este modo, aunados los esfuerzos y el amplio saber de ambos investigadores, pudo planificarse el Romancero General de Cuba, «realizar unas encuestas lo más amplias en temática y profundas en intensidad posible» y terminar el trabajo entre los años 2000 y 2001. El resultado es este magno volumen con 1.055 versiones, que corresponden a 85 temas romancísticos, desde Gerineldo, El conde niño, Delgadina, Mambrú, hasta La monja por fuerza, La pulga y el piojo, Señora Santana, El hermano incestuoso o Los tres alpinos (véase pág. 57). Como en la clasificación de los romances hay disparidad de criterios, aquí se establecen los siguientes: cuatro grandes grupos, según aspectos histórico-literarios, y dentro de cada uno de esos grupos, se establecen divisiones según un criterio temático. Así se distinguen a) Romances tradicionales o tradicionalizados (de referencia histórica nacional, la conquista amorosa, el amor fiel, el amor desgraciado, el incesto, los cautivos, las vidas de santos, etc.); b) Romances religiosos (nacimiento e infancia de Jesús, pasión y muerte de Cristo, y la Virgen mediadora); c) Romances vulgares popularizados y canciones narrativas (de historia contemporánea, amores desgraciados y motivos varios); y d) Romances locales. Por no tener una especial relevancia ni un carácter distintivo no se establecen divisiones para agrupar los romances infantiles; por otra parte, destacaremos que los romances tradicionales representan, según M. Trapero, el 56% del repertorio cubano, pero si se consideran las versiones recogidas, representan el 82%; a diferencia del romancero religioso, que tiene escasa presencia, los romances vulgares popularizados constituyen un repertorio muy significativo en la tradición cubana.

    A la primera parte de la obra (Introducción, págs. 19-77), le sigue la recopilación de Romances (págs. 79-439), que al cerrarse con el «cha cha chá» de El enanito saltarín (versión de uno de los pocos romances locales), nos deja muy buen sabor de boca. En tercer lugar, puesto que el canto es la esencia del romancero y la música es tan importante como el texto oral, los autores juzgaron imprescindible anotar las características musicales de los romances orales aquí recogidos: La música de los romances de Cuba, páginas 441-490. A pesar de que los recolectores tradicionalmente han dejado de lado el aspecto musical, con la excepción de C. Teresa Alzola y José Mª Chacón. De esta manera, se salva la música del repertorio romancístico cubano, con sus particularismos y sus similitudes respecto del mundo hispánico. Conviene subrayar en este punto que tan laborioso como puede resultar para un filólogo transcribir y transliterar el texto oral del romance, tanto o más le cuesta al musicólogo reflejar en el pentagrama lo que cantan los cantores del romancero. Por eso nos parece digno de elogio —y nunca se ponderará lo suficiente— este tercer apartado del volumen que reseñamos.

    Concluimos descubriéndonos ante tan concienzudo trabajo de recopilación de material y de investigación, admirable por el esfuerzo desplegado, la constancia que demuestra, la lucidez en el establecimiento de objetivos, la rapidez en la ejecución del proyecto y la fecundidad de la colaboración científica entre investigadores de su talla.

M. Galeote

 

Manuel Galeote (ed.), Andalucía y la bohemia literaria (pról. de Lily Litvak), Arguval, Málaga, 2001, 254 págs.

 

    De la bohemia de finales del siglo XIX, que se mantiene aún en el primer tercio del siglo XX, aunque en muchas ocasiones aparezca más como pose que como actitud vital, nos han quedado ecos un tanto falseados en la poesía de Emilio Carrere (1880-1947). A él se debe, en parte, la divulgación de la figura del bohemio como un hombre desaliñado, hambriento, envuelto en una amplia capa que le sirve para ocultar su pobreza, aficionado al alcohol, a las drogas y al trato con las míseras prostitutas en los degradados burdeles del Madrid finisecular, que tienen ecos de Baudelaire y de Verlaine. Su propia actitud personal tiende a fomentar esos rasgos hasta convertirlos en una aureola de malditismo y decadencia que casi adquiere aires de leyenda, y muchos de los cuales están reflejados luego en algunos de sus poemas más característicos. De esta manera, en su «Oración a la bohemia», nos evoca aquellos «bohemios, troveros de gachos sombreros, / de ojos donde brilla la maga ilusión; / de la vida errante, bravos caballeros / de alma toda ensueños y toda emoción»; en otros es la luna, compañera fiel de las noches de crápula, casi siempre están presentes su capa o su pipa, y de manera habitual aparece el hambre como acompañante asidua del poeta enamorado, tal como se expresa en su más conocida composición, «La musa del arroyo»: «Cruzábamos tristemente / las calles llenas de luna / y el hambre bailaba una / zarabanda en nuestra mente». Los bohemios son los perdedores en la lucha por la vida, los que no consiguieron ni siquiera un mediano triunfo, los que se olvidaron de manera casi inmediata; por ellos reza Carrere y, en alguna ocasión, su plegaria parece sincera:

Por todos los sueños que truncó la muerte

—el poema inédito y el lienzo soñado—;

por todas las ansias de amor que ha frustrado

la tragicomedia de la mala suerte.

Por los que no dejan huella de su paso,

por todas las bellas ambiciones rotas,

por los inventores que burló el fracaso,

los malos histriones, las malas cocotas.

Por los que ha vencido la mala fortuna

y al alcohol le piden piadosos beleños;

por los que volaron un día a la luna

y en los manicomios devanan sus sueños.

[Pálidos

troveros, de gachos sombreros,

que en el alma llevan, cual santos luceros,

un verso divino y un ritmo inmortal,

los que por la vida marchan deslumbrados

porque tienen siempre los ojos cegados

por un milagroso jirón de ideal.

Por los sin ventura que nunca tuvieron

la llave de oro de la inspiración;

por los que no triunfan, por los que murieron...

Por vosotros quiero decir mi oración [10].

    Sin duda, el retrato magistral y definitivo de la vida bohemia, en cuanto se refiere al escritor fracasado y a su ambiente de pobreza y degradación, es el que nos dejó Valle Inclán en Luces de Bohemia, en el que la técnica esperpéntica deforma la expresión para conseguir dar una visión adecuada del fenómeno. Pero, sin rondar los límites de la genialidad, como es el del caso mencionado, encontramos varios escritores más que abordan el fenómeno desde su misma situación de bohemios auténticos [11], como ocurre con Alejandro Sawa, Pedro Luis de Gálvez o Alfonso Vidal y Planas. El último de los mencionados ofrece un interés no desdeñable desde el punto de vista de la sociología de la literatura, y también como documento humano, al referir, por medio de su personaje autobiográfico Abel de la Cruz, en la obra del mismo nombre, las penurias de la miseria en la que se debate: «¿Sabe usted, señor mío, del tremendo dolor de ese frío que hiela las almas? Es la infinita frialdad de todo lo que nos falta: el aire del arroyo, la alegría de las horas libres, el beso dulce de la novia tímida, que tiembla al dárnoslo; el suave hogar luminoso de ventura como un nido en que reposase nuestro corazón inquieto y atormentado. Todo lo que no tuvimos; todo lo que jamás tendremos los miserables. Es un frío más hondo que el de la misma muerte, porque es el frío de la renunciación. Es el frío del ave robada al bosque; el del agua que se muere en los estanques muertos; el de los vientos que en las cavernas braman desesperadamente de coraje; el de los leones enjaulados en los parques públicos... ¿Sabe usted, señor mío, del tremendo dolor de ese frío que hiela las almas?... Yo sí; yo sí...» [12].

    No faltan en este texto poemas poco inspirados, como suele ser gran parte de su obra, pero en los que se advierten rasgos de notable dureza, al evocar el mundo de la prostitución:

 

En mis labios hacía cabriolas el pecado...

¡Oh, el ansia de impureza y esa sed, que he

[sufrido,

de besar esas bocas que hieden a podrido,

y esos senos, que saben a carne de exhumado! [13]

    Es éste un ejemplo más de la literatura prostibularia, con una visible intención tremendista, cultivada por los escritores de la bohemia; el propio Vidal y Planas insiste con frecuencia en el tema, tal como hace en su conocida novela Santa Isabel de Ceres, adaptada con gran éxito a la escena [14], y lo encontramos esporádicamente en otros autores de la época, en los que es patente la huella de decadentes y simbolistas franceses; incluso, como dato curioso, lo documentamos también en Luis Fernández Ardavín, bien conocido por su postura tradicional y casticista en su amplia producción de teatro poético.

    Es este el contexto en el que se pueden situar la mayoría de los estudios que componen el volumen Andalucía y la bohemia literaria que reseñamos.

    Dice la profesora Litvak en su introducción que «este importante libro formado por diversos estudios, extiende y profundiza nuestro conocimiento sobre el cambio de siglo en España. A través de una fascinante gama de materiales literarios y contextuales, trae a la vida gente, lugares y acontecimientos que dieron forma a los años que llevaron a la gran guerra» (pág. 9). Efectivamente, ése es el período al que se refieren los estudios aquí reunidos y que, según el orden en que aparecen en el volumen, son obra de A. Cruz Casado, «Álvaro Retana, "el novelista más guapo del mundo": erotismo, frivolidad y moda»; C. N. Robin, «Los mitos finiseculares»; A. Cruz Casado, «José María Carretero, "El Caballero Audaz" (1888-1951) y la novela erótica»; M. Galeote, «Recuperación de un escritor cordobés, bohemio y finisecular: Cristóbal de Castro (1874-1953)»; C. N. Robin, «Los artículos de Cristóbal de Castro desde San Petersburgo en La Correspondencia de España (febrero-junio de 1904); E. J. García-Wiedenmann, «Bohemia y folklore en Antonio Machado», y C. Argente del Castillo, «La huella del paisaje en la poesía de Rafael Alberti». Como puede deducirse del índice del cuidado volumen, se presta en él especial atención a los escritores andaluces finiseculares, algunos de ellos muy conocidos, aunque no sus etapas de bohemia, como Antonio Machado o Rafael Alberti, junto a otros que están actualmente siendo revisados y analizados, después de un largo período de olvido, como El Caballero Audaz o Cristóbal de Castro. En conjunto, hay en estos estudios aproximaciones sugerentes y valiosas que ponen de manifiesto un profundo conocimiento del tema en cada uno de los autores estudiados, puesto que todos ellos (Retana, Carretero, Castro, Machado, entre otros muchos) configuran un panorama evanescente de sombras atractivas que está siendo aprovechado por la novelística actual (Juan Manuel de Prada o Luis Antonio de Villena) pero que necesita también de análisis científicos y repertorios bibliográficos, como el que se hace con Cristóbal de Castro, que permitan determinar la cantidad, la calidad y, cuando sea posible, la localización de sus obras, generalmente dispersas y recluidas en algunas librerías de viejo.

    El sabor de aquella época viene marcado también por las deliciosas postales antiguas que enriquecen la publicación, postales que representan a estrellas del cuplé sicalíptico y voluptuoso, bien cultivado en esta época por el frívolo Álvaro Retana, autor de numerosas letras de estas canciones y que tan bien conocía este mundo y supo reflejarlo en algunas de sus novelas. En la portada, una foto de la Fornarina, con un aire golfo y hampón, tocada con sombrero cordobés y con un cigarro que muerden sus blancos dientes, se nos antoja una incitación a penetrar en el libro, un anuncio de lo que el lector interesado puede encontrar en sus páginas. Sobre la Fornarina, llamada en realidad Consuelo Vello Cano (1884-1915), escribe Retana: «fue desde el instante de su aparición en un tablado como cupletista el oro de dieciocho quilates imponiéndose a los metales falsos, la espiritualidad incompatible con la plebeyez, la picardía elegante desdeñando la ñoñería. La estrofa más peligrosa de insinuación, en labios de ella mecíase en un claroscuro que permitía la pincelada rosa, pero jamás el rojo encendido. Emanaba de toda su figura ese efluvio atrayente, esa fuerza dominadora de la mujer extraordinariamente femenina» [15].

    Cuando se estudie con más detenimiento y atención la bohemia literaria, una tendencia cultural que está siendo revisada desde diversos medios y editoriales, muchos de los estudios que integran este volumen serán de referencia obligada.

J. Toledano Molina

 

NOTAS:

[1] F. Grande Quejigo, Ritmo y sintaxis en Gonzalo de Berceo, Universidad de Extremadura, 2001.

[2] B. Rodríguez Díez, Las lenguas especiales. El léxico del ciclismo, Universidad de León, 1981.

[3] J. Lara Garrido, «Los Diálogos de la montería de Luis Barahona de Soto como realización genérica», Analecta Malacitana, i, 1979, págs. 49-69; «Los Diálogos de la montería de Barahona de Soto: desestructuración expositiva y coherencia compendial», bbmp, lviii, 1982, págs. 115-153; «Los Diálogos de la montería: problemas de autoría y fechación», Analecta Malacitana, v, 1982, págs. 3-31.

[4] L. Barahona de Soto, Antología cinegética, Archidona, 1993.

[5] M. Menéndez Pelayo, El teatro de Calderón de la Barca. Estudios de crítica histórica y literaria, iii, Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires, 1944, pág. 105. El original de este volumen data de 1881, de unas conferencias que impartió en el Círculo de la Unión Católica con motivo del centenario calderoniano.

[6] M. Menéndez Pelayo, loc. cit., pág. 132.

 [7] Entre la vasta obra científica de M. Trapero enumeraremos solo algunos de sus trabajos, aunque sea autor de otros igual de relevantes o más, publicados en volúmenes colectivos: El campo semántico deporte (1979); La pastorada leonesa: Una pervivencia del teatro medieval (1982), Romancero tradicional canario (1989), Romancero de Gran Canaria i (1982) y ii (1990); Romancero de Fuerteventura (1991); Para una teoría lingüística de la toponimia: Estudios de toponimia canaria (1995); Toponimia de la Isla de El Hierro: Corpus toponymicum (1997), La toponimia de Gran Canaria, 2 vols. (1997); Romancero general de Chiloé (1998); Los nombres guanches: historia, filología y diletantismo (1998); Pervivencia de la lengua guanche en el habla común de El Hierro: Léxico común y pastoril, de la flora y de la fauna y de la toponinia (1999); Diccionario de toponimia canaria: Léxico de referencia oronímica, con Prólogo de E. Coseriu (1999); Romancero de La Gomera (2000); Romancero general de La Palma (2000); La décima: su historia, su geografía, sus manifestaciones (2001); por último es el editor de las Actas del vi Encuentro-Festival Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado, 2 vols. (2000), que se celebró bajo su dirección en 1998.

[8] Romance de la mala suegra (9.1) cgr 0153, recogido por don Ramón Menéndez Pidal y José Mª Chacón en los duros días de 1937. La versión surcordobesa que aún resollaba cuando la aprendí conserva los pechos, como la 9.2 de Niquero (provincia de Granma): «—¿Cómo quieres que te hable, / si los pechos del caballo / van bañaditos en sangre?».

[9] B. Mariscal, Romancero General de Cuba, cell / El Colegio de México, 1996, pág. 12.

[10]E. Carrere, Del amor, del dolor y del misterio, Prensa Gráfica, Madrid, 1915, págs. 80-81.

[11] Un libro hecho con anécdotas y recuerdos de muchos de estos personajes es el de José Fernando Dicenta, La Santa Bohemia, Ediciones del Centro, Madrid, 1976.

[12] A. Vidal y Planas, El pobre Abel de la Cruz, Hispania, Madrid, 1923, págs. 43-44. En la primera página de esta edición aparece un «aviso importante», que puede considerarse al mismo tiempo un morboso reclamo publicitario, al insistir en la «fuerte lectura» del volumen; en él se indica: «Como nota preventiva, el Editor se considera obligado a poner en conocimiento del público que las páginas de este libro, de Vidal y Planas, alcanzan un grado máximo de intensidad emocional, y que, por consiguiente, no juzga recomendable para todos su fuerte lectura».

[13] A. Vidal y Planas, loc. cit., pág. 46.

[14] Un crítico de la época escribe al respecto: «Finalmente arregló un drama de su propia novela, o, mejor dicho, de su propia vida. Era un pedazo de sus aventuras, de sus hambres, de sus noches trágicas, de sus fríos del cuerpo y el alma. Lo entregó a Martínez Sierra y fue estrenado en el Teatro Eslava con éxito tan clamoroso que paseó luego triunfalmente por toda España. Nunca, después de Tierra Baja, Juan José y Don Juan Tenorio tuvo el teatro español éxito tan rotundo. Era la primera vez que llevaban al teatro escenas del hampa madrileña en forma realista y piadosa; era además un drama bien popular y genuinamente español. Alfonso Vidal y Planas, a quien oí decir hace años que no concebía su mente un escritor rico, pasó a tener más de doscientas mil pesetas», J. Edwards Bello, Crónicas, La Nación, Santiago de Chile, 1924, págs. 186-187. Sobre el tema, cf. G. Torrente Ballester, «De Pepa Doncel a Santa Isabel de Ceres», en Ensayos Críticos, Destino, Barcelona, 1982, págs. 367-390. Claro que la desgracia parece perseguir habitualmente a Vidal y Planas, puesto que poco después asesina al escritor Luis Antón del Olmet y va a parar una vez más a la cárcel. Fruto de esta estancia en prisión es su novelita, de título rimbodiano, Cuatro días en el infierno, La novela de hoy, 51, 4 de mayo de 1923.

[15] Á. Retana, Historia del arte frívolo, Tesoro, Madrid, 1964, pág. 86.