RECENSIONES III

 

Proclo, Himnos y epigramas (traducción, introducción y notas de J. Mª Álvarez Hoz y J. M. García Ruiz), Iralka, Donostia, 2003, 112 págs.

    Comentarios, tratados e himnos se cuentan entre los géneros literarios cultivados preferentemente por los neoplatónicos antiguos. En cuanto a los himnos, conservamos muchos ejemplos pertenecientes a autores de la importancia de Porfirio, Jámblico, Siriano, etc. Pero es Proclo (412-485), junto con Sinesio de Cirene, el neoplatónico de la Antigüedad de quien más himnos se nos han transmitido. Asimismo, Proclo también fue conocido como epigramatista.

    Pues bien, el libro que presentamos, que figura como el número 18 de la colección La cizaña baja al ágora de la editorial Iralka, contiene la edición bilingüe de todos los himnos y epigramas del neoplatónico griego que hemos conservado, siendo además ésta la primera traducción al castellano [1].

    De los dos tipos de himnos que establecía Pausanias (IX 30.12), los homéricos y los órficos —los primeros, largos, descriptivos y poco aptos para fomentar la devoción; los segundos, breves y apropiados para suscitar el fervor religioso—, los de Proclo, como los del resto de neoplatónicos, pertenecen al segundo grupo.

    En el himno órfico, en cuanto a su estructura, se comienza con la exaltación del dios con una larga serie de epítetos seguida de una plegaria. En los de Proclo, además, se observan dos partes: la invocación del dios con sus atributos tradicionales y la plegaria personal. A veces ocurre que la plegaria inicial vuelve a aparecer al final, en la típica estructura en anillo (Ringkomposition). A pesar de su carácter personal, estos himnos admitían una utilización pública. De hecho, H. D. Saffrey atribuye la abundancia de himnos neoplatónicos a la prohibición en el siglo V de tener estatuas de los dioses tradicionales.

    Los himnos de Proclo presuponen la teología del autor y significan el coronamiento de ésta. La teúrgia se presenta como la vía más completa de unión con la divinidad. También se fundamentan en una determinada teoría del alma y en una teoría del lenguaje como símbolo y señal.

    La lengua y el verso son predominantemente los de la épica. En el léxico, es notable el número de hápax legómena que presentan (pág. 8), ya señalados por E. Vogt. El estilo, como la lengua, se caracteriza por la sencillez. Entre las figuras más relevantes que emplea tenemos el epíteto y la metáfora: los epítetos aplicados a dioses y hombres sirven para definir las jerarquías divinas y humanas; mientras que las metáforas caracterizan su lenguaje poético-teológico.

    El libro reúne diez himnos y algunos fragmentos de himnos. En la mayoría se canta a dioses que ocupan un lugar central en la teología neoplatónica. En el I se celebra a Helio, astro que ocupa la posición central de los planetas y que, como dios, identificado con Apolo, pertenece a la tríada de los dioses hipercósmicos o hegemónicos. El II está dedicado a Afrodita, invocada en el himno como Alma del mundo y como planeta Venus, que junto con Hermes y Apolo forma la tríada de dioses hegemónicos. El III, un himno colectivo, canta a las Musas, diosas inferiores de la jerarquía divina, pero de las que en el In Cratylum de Proclo se dice que «fundamentan la armonía del alma». El IV, otro himno colectivo, es un himno a todos los dioses, que Saffrey equipara a los dioses de los Oráculos caldeos, pero que los autores extienden a todos los dioses, como corresponde a Proclo, hierofante del mundo entero. El V canta a la Afrodita licia —Proclo era de origen licio, aunque nacido en Constantinopla—, evocando la estatua de la diosa y ensalzando las virtudes de los naturales de su país, otorgadas por ella. El vi es el tercer himno colectivo de la colección, y es excepcional por estar dedicado a la Madre de los dioses, Rea, que pertenece al nivel del Intelecto, a Hécate, principal diosa de la teúrgia, y a Jano, el viejo dios romano, guardián de las puertas como también lo era Hécate. El vii se consagra a Atenea, diosa protectora de nuestro autor, que junto con Ártemis y Perséfone constituían la tríada vivificadora de los dioses hipercósmicos. El viii es un himno a Ares, que M. L. West atribuye a Proclo y que constituye el único himno conservado del dios que recoge facetas positivas de Ares, vinculado habitualmente al dolor y al sufrimiento. En cuanto al ix, himno dirigido al Dios platónico, el Uno-Bien, su atribución a Proclo es problemática: lo consideran procliano A. Jahn y L. J. Rosán, pero discrepan Vogt y Saffrey. Por fin, el x, que tradicionalmente no se había considerado una canción lírica hasta que H. Lewy inició su descripción métrica en kw/la, va dirigido al dios supremo de los caldeos, al que se denomina, entre otras cosas, como fuego y calor.

    Los fragmentos de himnos incluidos en la edición de los profesores Álvarez Hoz y García Ruiz son tres versos correspondientes a otros tantos himnos, dedicados respectivamente a Dioniso, al una vez Trascendente (el dios supremo) y a Hestia.

    En cuanto a los epigramas, de los cuatro conservados, los dos primeros tienen la misma función teúrgica de los himnos; el tercero es funerario —sirvió de inscripción sepulcral sobre la tumba destinada a acoger los cuerpos de Siriano, maestro de Proclo, y de Proclo mismo—, mientras que el cuarto pertenece al género epidíctico.

    Los autores han incluido además en su edición un apéndice (págs. 103-109) con himnos y epigramas de otros autores citados por Proclo. Se trata, en concreto, de referencias a la himnografía pitagórica, órfica, caldea y calimaquea.

    De otro lado, la mayoría de los textos aquí presentes proceden de la edición de E. Vogt (1957), en concreto, siete himnos, dos fragmentos de himnos y dos epigramas. Además, los autores, a partir de los testimonios contemporáneos de Proclo, de la tradición indirecta y de los resultados de la crítica moderna, han incorporado tres himnos más, los numerados como viii, ix y x, que han sido tomados respectivamente de la edición de Th. W. Allen, de A. Jahn y de É. des Places. Asimismo, el fragmento del himno a Hestia procede de los excerpta del In Cratylum de Proclo.

    En cuanto a los epigramas, los autores han seguido el criterio de L. J. Rosán, que consideraba proclianos no sólo los dos epigramas de Vogt (los aquí numerados como III y IV), sino también los denominados epigramas teúrgicos (los aquí numerados como I y II).

    Salvo en el VI, los títulos de los siete primeros himnos son los tradicionales, obra de Jorge Gemisto Pletón (s. XV), aunque no conocemos los títulos que Proclo puso a cada una de estas composiciones.

    La traducción, que logra un notable grado de fidelidad al texto griego original, ha tenido en cuenta el frecuente empleo que hace Proclo del aoristo gnómico. También los posesivos de plural del original se han puesto en singular dado que se refieren al dios al que está dedicado el himno.

    A la edición propiamente dicha (págs. 19-109), los autores le han añadido una introducción (págs. 5-13), una bibliografía (págs. 14-18), dividida en ediciones y traducciones y estudios, y un breve índice de nombres (pág. 110). Por último, al texto bilingüe de cada una de las composiciones le precede siempre unas consideraciones generales sobre los aspectos más relevantes del contenido, el estilo y la métrica de cada poema.

    En fin, gracias al buen hacer de sus autores, con este libro el lector de lengua española tiene una oportunidad inmejorable para conocer uno de los aspectos más ignorados de la labor literaria de los neoplatónicos griegos de finales de la Antigüedad, la poesía hímnica, expresión personal de un profundo sentimiento religioso e incluso místico, con conexiones con la teología platónica y con la astrología caldea, ejemplo por tanto del sincretismo que caracterizó la última gran escuela de pensamiento del paganismo tardío.

C. Macías Villalobos

 

Javier García Gibert, Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica (Col. Literatura y Debate Crítico), Antonio Machado Libros, Madrid, 2002, 363 págs.

    A diferencia de los protestantes, los países de la tradición católica nunca promovieron la lectura de las Sagradas Escrituras, que siempre fueron patrimonio de los especialistas, a pesar de constituir el fundamento moral y metafísico de toda su tradición cultural. A excepción de las facultades y escuelas de teología, los demás centros de enseñanza, primaria, secundaria o superior, no cultivaron el contacto directo del individuo con esos textos, sin duda por miedo a peligrosas tergiversaciones. Más tarde, mucho más tarde, el Occidente cristiano se embarcaría en un exhaustivo proceso de secularización que en cierta manera vendría a relegar las Escrituras a una especie de subcultura religiosa teóricamente superada por el implacable espíritu de los tiempos, perdida ya supuestamente la relevancia que antaño tuvieron aquéllas para la definición de nuestra propia identidad. Con la posmodernidad, tan deportiva, tan relativista, tan declaradamente light, se ha dado en hablar de un más o menos tímido revival de las antiguas tradiciones religiosas, no ya porque esto avale de nuevo las Verdades trascendentes que durante siglos sostuvieron la cosmovisión cristiana, sino porque, cuando incluso las ciencias, que en el siglo xix habían sido reverenciadas como auténticos artículos de fe, y la propia filosofía secularizada son rigurosamente cuestionadas, las religiones y en general la así llamada espiritualidad tienden a equipararse en nombre de un escéptico y relativista «todo vale».

    Poco tiene que ver con este orden de cosas la obra que ahora nos ocupa, la cual difiere significativamente de las incursiones en temas religiosos de posturas como la de Derrida, frente a quien el autor manifiesta ya en el prólogo una clara disidencia. Con sagradas escrituras es en este aspecto una apuesta arriesgada por un enfoque humanístico y decididamente antideconstructivo, opuesto a casi todos los «ismos» imperantes en nuestra época. Me atrevería a afirmar que el don de la oportunidad de este libro reside precisamente en su carácter inoportuno o, por decirlo a la manera nietzscheana, intempestivo. Pero si el filósofo alemán era intempestivo por su audacia destructora, García Gibert lo es por su compromiso con la «reconstrucción» o, mejor aún, con eso tan cuestionado que tradicionalmente hemos dado en denominar «sentido».

    La inesperada perspectiva se plasma de manera igualmente inesperada: no nos encontramos ante una colección de ensayos especializados. La técnica del libro, sin renunciar a los logros de la exégesis bíblica, de la patrística o la teología no se identifica con ninguna de ellas. Como el propio autor reconoce, no es éste un libro de especialista, sino sencillamente el de un ensayista, con todo lo que ello implica de modestia y osadía al mismo tiempo. Se trata en buena medida de un intento de legitimar a «contracorriente» el ensayismo «clásico», con todo lo que, asimismo, ello implica de audacia, diletantismo en el mejor sentido y, como el propio autor explica, haciéndose eco del entrañable Montaigne, de «tanteo». Alguien podrá pensar que tales etiquetas son un modo eufemístico de referirse al vicio siempre reprobable de la superficialidad, pero nada más lejos de la realidad en este caso. ¿Pues acaso son sinónimas la exhaustividad academicista y la profundidad? Ni que decir tiene que García Gibert insinúa y, en efecto, demuestra que no. La virtud del ensayismo tal como lo entendieron los clásicos, desde el citado Montaigne hasta maestros contemporáneos como Simmel u Ortega, consiste precisamente, por así decir, en su horizonte panorámico; frente a la «intensión» del especialista, el ensayista es más bien «extensivo»; su espacio es el de los paisajes dilatados, las relaciones estimulantes entre distintas esferas de la cultura.

    A la vez que esclarecer la interpretación del corpus bíblico, el autor se propone encajarlo en la tradición cultural que aquél alentó a lo largo de los siglos. Arte, literatura, psicología profunda, simbología religiosa e incluso determinados signos tomados de la cultura contemporánea, iluminan las Escrituras, al lado de las exégesis canónicas de la filología y la teología. Así, por ejemplo, Saúl, como sucede en la obra Poderosas palabras de Northorp Frye, se nos aparece como el gran héroe trágico de la Biblia, en una relación explícita con la época dorada del teatro griego e incluso con el arte de Rembrandt, quien en un cuadro memorable que el libro reproduce, ahonda en el drama interno del personaje. Jonás, por su parte, en una lectura tan atrevida como estimulante, se emparentaría con el indolente Bartleby de Herman Melville, gran conocedor de las Escrituras por cierto. Especialmente atractiva para la inteligencia del singular patetismo de las figuras de los antiguos profetas, resulta la invocación de la escultura El Gran Profeta del español Pablo Gargallo, cuya imagen de insólita crispación, completa y prolonga lo expresado por las palabras de los Isaías y Jeremías. Y por recordar otra muestra brillante de los vínculos que nuestro autor establece con las artes plásticas, valga citar la alusión al enigmático lienzo del pintor judío Marc Chagall, Soledad, que en su «atmósfera sombría y amenazadora» evocaría el celebrado salmo Super flumine Babylonia al tiempo que prefigura el siniestro fantasma de la entonces inminente Segunda Guerra Mundial.

    En otras ocasiones, como decíamos más arriba, el comentario de los textos pondera sus excelencias literarias, en un sugestivo ejercicio tanto de admiración como de crítica estilística; tal es el caso de muchos de los párrafos dedicados al salmo antes citado. En los libros de Judit, Ester y Rut, la óptica es esencialmente psicológica, mientras que en la brillantísima disquisición sobre el sentido recto de los términos ‘carne’ y ‘cuerpo’ en las Epístolas de San Pablo, nuestro autor se aventura por los cauces siempre comprometidos de la especulación teológica. La reflexión sobre las miradas en un fresco de Giotto, en donde se aúnan los planos estético y metafísico, se enriquece con un caudal más que considerable de elementos procedentes de la Historia del Arte. Y ni siquiera falta una referencia, tan ingeniosa como sorprendente, a una canción de Billie Holiday, en cuyo texto, García Gibert, en un alarde singular de imaginación, reconoce los ecos del salmo tantas veces admirado.

    Muy interesantes son también las consideraciones que el primer ensayo, iniciado de forma vibrante con la evocación de los baños de sangre relatados en los libros de los Macabeos, dedica a los distintos entrecruzamientos —políticos, militares, estéticos, religiosos...— que irían hermanando en el curso de la historia a las culturas grecorromana y judía, a menudo a pesar de ellas mismas, en una sola tradición; una tradición que, si bien fundamenta su sentido en ese monoteísmo que despunta ya con una profundidad y un grado de abstracción sobrecogedores en el Éxodo, encuentra en las bellas formas de la Grecia clásica su cauce natural de expresión. Huelga decir que de esa fascinante hibridación, que es también la causa de una suerte de esquizofrenia crónica en el plano de la historia de las civilizaciones, nace esa figura única que es el sujeto occidental.

    Con todo, la hipótesis más osada es, a mi juicio, la de la supuesta semejanza entre el críptico discurso de Dios ante el torturado Job y los koans del budismo zen, separados por cierto por una larguísima distancia de espacio y tiempo, pero acaso emparentados —así lo plantea el autor— por una solidaridad íntima. Evidentemente, no es que se defienda una filiación búdica del Libro de Job, sino, antes bien, lo que García Gibert llama, con una mezcla de cautela y atrevimiento, «una ósmosis producida por el clima espiritual de la época». De hecho, como constata citando a Karl Jaspers, entre mediados del siglo vi y el siglo v antes de Cristo, transcurre lo que él llamó «tiempo-eje» de la historia, en el que se dan cita de Oriente a Occidente Confucio, Lao-Tsé, los sabios indios de las Upanishads, Buda, Pitágoras, Heráclito, los grandes trágicos y Sócrates. Desde esta perspectiva, el Libro de Job, equidistante entre el Lejano Oriente y la Grecia clásica, surgiría del mismo clima de fecundidad cultural y filosófica. ¿Hipótesis discutible? Sin duda, pero muy estimulante. Después de todo, las intuiciones, no ya verdaderas sino fecundas, no siempre cuentan con el refrendo de la ciencia. Son, más bien, patrimonio de los ensayistas, más libres y desde luego menos preocupados por el rigor metodológico de su discurso. La conjetura de nuestro autor tiene además la virtud de situar todo el corpus de estos ensayos bíblicos en la gran tradición, más que occidental, universal de la búsqueda del sentido.

    Y es que, aun cuando las Escrituras constituyan una fuente inagotable de estímulos y sugerencias para las más diversas disciplinas, se nos presentan ante todo en la obra que aquí nos ocupa como una propuesta de sentido. Su lectura habría de ser pues, especialmente hoy, en tiempos de frivolidad y escepticismo, una ocasión para plantear las grandes preguntas, aunque ya no sea posible dar crédito a las respuestas que estos textos nos procuran. No se trataría en ningún caso de volver atrás para recobrar la fe perdida ni de ignorar nuestra realidad histórica en nombre de un pasado mítico, sino, sencillamente, de defender la legitimidad de un espacio de reflexión, de una perspectiva «reconstructiva» y no «deconstructiva» en la que las Escrituras, en lugar de ser el escenario de juegos retóricos e intertextuales, importen por su relevancia humana, por sus contenidos éticos, filosóficos, estéticos, o, como se dice en el prólogo, por su capacidad para «dotar de nobleza y hondura nuestra existencia». Desde este punto de vista este libro es una demostración de que entre la religiosidad institucional, acrítica y trasnochada, de un lado, y el materialismo posmoderno, de otro, existe una tercera vía, equidistante de ambos extremos, a saber, la del «humanismo agnóstico contemporáneo», como la llama García Gibert, vía para la cual la pregunta por el sentido no conduce ya a certeza alguna, sino que es más bien «una modesta figuración de la trascendencia».

    Así, más que de una convicción religiosa, hablamos de una trascendencia íntimamente vinculada a la noción de tradición y, en última instancia, ¿por qué no decirlo?, a la nostalgia, como el autor reconoce, con tono elegíaco, en las últimas páginas de su ensayo sobre Giotto, que hacen las veces de conclusión, de broche final del libro. En un canto a la unidad perdida, García Gibert, al hilo de su bella meditación en torno a la mirada de Cristo, y después de invocar los célebres versos en que el romántico Keats identificaba la belleza y la verdad, afirma que sólo en el arte y la literatura, ese arte y esa literatura que tienen su fundamento, su referente último en la palabra de Dios, o sea, en las Sagradas Escrituras, podemos recobrar ese paraíso perdido de la unidad que lo real nos ha arrebatado. Lejos de apuntar a un porvenir utópico, la búsqueda o, mejor aún, el permanente diálogo con el sentido, se nos presenta como la recuperación o, por emplear una palabra más ajustada a nuestro tema, la «religación» con una herencia histórica admirable y admirada, con todo lo que ello tiene de nostálgico. Ahora bien, por nostalgia no hemos de entender aquí una pura debilidad sentimental, sino una suerte de compromiso ético con unos signos de identidad que hunden sus raíces en el pasado, lo cual implica la convicción profunda de que nuestra civilización en modo alguno ha superado su riquísimo legado cultural, aunque éste ya no pueda fundamentar de la misma forma que en otras épocas eso que hemos llamado sentido. Sin todo ese corpus de imágenes, voces, espacios y en última y primera instancia, Escrituras, más que soslayar el enigma del sentido, no haríamos otra cosa que ignorar nuestra propia identidad. En este aspecto, cuando en unas páginas espléndidas García Gibert nos explica de manera clara y precisa, el valor sagrado que San Pablo otorgaba a la corporalidad frente a su reprobación de la ‘carne’, en tanto que placeres sensuales, no hace otra cosa que indagar en la génesis y la esencia de nuestra imagen y nuestra experiencia del cuerpo. Porque por mucho que lo pretendan los posmodernos, supuestamente instalados más allá del bien, del mal y de la historia, nadie puede pasar por encima de su sombra.

    Leer las Escrituras es, pues, para el humanismo de nuestro tiempo, una apasionante odisea a través de un vastísimo universo de signos en busca de un reconocimiento, de un reencuentro con nuestra propia imagen. Sólo en la medida en que contribuyen a una indagación de un modo de sentir, vivir y entender lo humano, cobran sentido los discursos especializados de la hermenéutica, la historia de las religiones, la retórica o la teología. Con las glosas, los comentarios estilísticos, las hipótesis osadas y las densas reflexiones, lo que nuestro autor va trazando, de forma aparentemente asistemática, pero coherente y exhaustiva, es una especie de retrato de la esencia metafísica, ética, estética, cultural, en definitiva, del sujeto occidental. Se trata, en el fondo y en la forma, de disfrutar y concebir la cultura como un instrumento puesto al servicio del hombre, en lugar de poner al hombre al servicio de la propia cultura. No podemos por menos que recordar en este punto aquella inteligente reflexión de Georg Simmel en la que ya a principios del siglo xx llamaba «tragedia de la cultura» a ese crecimiento desproporcionado de la cultura objetiva en virtud del cual las diversas ciencias, y en particular las ciencias humanas, habían alcanzado un grado de desarrollo tal que habrían dejado de servir al sujeto para servirse a sí mismas. El desarrollo independiente de los saberes, esto es, la especialización, deriva entonces en una multiplicación de obras de investigación en que el sujeto, voluntariamente anulado, se consagra plenamente a su objeto de estudio, que se justifica per se, sin necesidad de apelar a ninguna instancia exterior que lo legitime. Frente a ese arquetipo de la cultura objetiva, el nuevo humanismo defendido por nuestro autor aboga por el ideal de cultura subjetiva, entendida no como un ejercicio egocéntrico de confesionalismo, sino desde el modelo de esa religación del sujeto con la tradición y en particular con las Escrituras —por ella con-sagradas— que lo significan. Con una orientación similar afirmaba Kierkegaard en una brillante definición que la cultura es «el camino que ha de recorrer un individuo para llegar al conocimiento de sí mismo».

    Por último, es muy de agradecer en esta obra la elegancia del estilo, una virtud cada vez menos frecuente en una época en que los discursos de las así llamadas ‘ciencias humanas’ se ven invadidos por jergas cientifistas que a cambio de la asepsia y la sagrada y consagrada objetividad, sacrifican el pese a todo irrenunciable ideal de la buena prosa. García Gibert, en cambio, no se avergüenza de comparecer en su propio discurso, con lo cual nos brinda pasajes en los que la admiración, el entusiasmo o la nostalgia, en vez de ser silenciados, intensifican la autenticidad expresiva de su voz. Sin caer en el peligro del confesionalismo, el autor, como corresponde al ensayo, género comprometido con eso que llamábamos cultura subjetiva, se muestra a través de su estilo. Tal vez pecara de esteticista Juan Marichal al decir que en el ensayo el estilo lo es todo, pero sí es cuando menos una conditio sine qua non, en cuanto que, a diferencia de lo que sucede con la literatura especializada, se trata de una modalidad de discurso que no se sustenta en la «verdad científica», sino en el yo que lo alienta.

    Estamos, pues, ante un libro que es tan admirable por sus méritos intrínsecos, que son muchos y notables, como por su novedad, una novedad que estriba paradójicamente en su tradicionalismo, en unos tiempos en que acaso lo más subversivo sea una modalidad de la reacción, dicho sea en el más noble de los sentidos. Cuando ya nada queda por destruir ni por inventar, cuando la búsqueda obstinada de lo nuevo no suele provocar otra cosa que fatiga o indiferencia y las utopías revolucionarias inspiran recelo, tal vez sólo nos sea dado volver la vista atrás, y no por flaqueza de ánimo, sino por responsabilidad. Porque no conviene olvidar que el tradicionalismo, tal y como lo entiende García Gibert, no es en modo alguno sinónimo de inmovilidad o pereza de espíritu, sino un compromiso con el ayer, con ese pasado que nos hace ser quienes somos y que, con sus grandezas y sus miserias, despierta en nosotros esa atracción que se siente al ver la imagen propia reflejada en el espejo.

V. J. Carreres Rodríguez

 

Manuel Mosteiro Louzao, Los esquemas causales en castellano medieval, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela, 2001, 211 págs.

    Como indica el propio autor en la introducción al libro, la mayor parte de los estudios sobre las oraciones causales, tanto desde la perspectiva sincrónica como diacrónica, se centra en el análisis de las conjunciones que introducen este tipo de relación, y en indicar la general selección del modo indicativo. Manuel Mosterio, sin embargo, ha querido con el presente estudio observar las relaciones modo-temporales que se establecen entre las formas verbales de los dos miembros que conforman la oración causal [2], rescatando y ampliando esta idea de un trabajo previo sobre esquemas causales en el Poema de Mío Cid [3].

    El estudio se realiza sobre un corpus de nueve obras medievales, citadas al final del libro en el apartado titulado «Nómina de Textos». Se trata de un conjunto de textos literarios, tanto en prosa como en verso, todos pertenecientes a diferentes géneros: es, por tanto, un corpus variado desde el punto de vista de las características internas de los textos. Además, las obras pertenecen a diferentes épocas dentro de la Edad Media. Nos encontramos, por consiguiente, ante un corpus abarcador desde el punto de vista cronológico. Con este material, el autor pretende estudiar los distintos esquemas verbales centrándose en ejemplos concretos para evitar realizar afirmaciones de carácter generalizador.

    La obra se divide en cuatro apartados, en los que se realiza el análisis propiamente dicho del corpus, precedidos por un capítulo introductorio, donde se lleva a cabo una revisión de conceptos previos, necesarios para entender el sentido del análisis que se va a acometer. Para finalizar, y antes de pasar a la relación del corpus y a la extensa bibliografía citada, dedica algo más de diez páginas a establecer unas conclusiones generales, extraídas de los capítulos centrales del libro.

    En el capítulo de aclaración de conceptos previos se analiza el tiempo, el modo, la modalidad y el modus. Para el estudio del primero, parte de los preceptos de Guillermo Rojo, e indica que el tiempo es «un conjunto de orientaciones relativas, en el sentido de que un hecho es anterior, simultáneo o posterior a otro»[4]. Hace apreciaciones también en torno al punto de referencia u origen, y explica el modo de representación de los valores de las formas verbales a través de fórmulas vectoriales que expresan relaciones de simultaneidad, posterioridad o anterioridad con respecto al origen. En relación con esto, recupera los conceptos de usos rectos, que conservan los valores temporales básicos, y usos dislocados, que expresan relaciones diferentes a las habituales, distinción que será utilizada en el análisis posterior. A partir de las dislocaciones, habla de la existencia de cinco funciones modales: modalidades de actitud, objetiva y subjetiva, que delimitan dos series de formas correspondientes a los tradicionales indicativo y subjuntivo; modalidades de grado de realidad, certidumbre, incertidumbre e irrealidad. Serán estructuras lógicas las que cumplan el esquema pq, frente a las no lógicas donde este esquema no se cumpla. En este último caso se amplían considerablemente las posibles combinaciones temporales, ya que en estas frases debemos sobreentender un verbo elidido.

    Además de los modos y de las diversas relaciones temporales, se tendrán en cuenta la modalidad y el modus. Estos enfoques están ya en la gramática tradicional: así, el autor repasa los conceptos de Gili Gaya y Manuel Seco. Sin embargo, Mosteiro está más cerca del planteamiento de Jiménez Juliá [5], quien define la modalidad, alejándose de una concepción psicologista, como «el tipo de interacción social decidido por el hablante en un acto comunicativo» [6]. Frente a las gramáticas tradicionales que describen varias clases de modalidad, en el estudio se van a distinguir solamente tres: declaración, interrogación y exhortación [7]. Los matices semánticos de temor, duda, etcétera, se expresan por el modus, que tiene un carácter semántico, frente a la modalidad, que es un concepto comunicativo preidiomático, o el modo, que es una categoría gramatical. Por otro lado, las cláusulas pueden tener carácter afirmativo o negativo, y acompañan siempre a las tres clases de modalidad básicas.

    Los esquemas causales castellanos medievales se explican en gran medida desde su origen latino. Las gramáticas del latín indican que las causales se construyen con indicativo, aunque en alguna ocasión muy precisa utilizan el subjuntivo. Estas características se extienden al español medieval, donde predomina el indicativo [8].

    El primer apartado de lo que hemos denominado análisis propiamente dicho de la obra, es decir, el que se ocupa del análisis del corpus, estudia los esquemas causales con indicativo en usos rectos en los dos miembros: se trata de la estructura con un nivel muy alto de incidencia en todas las épocas. Se estudian los verbos que aparecen en relación de simultaneidad, posterioridad y anterioridad. Así por ejemplo, en una primera época, en el Poema de Mio Cid, dentro de las formas de indicativo abundan las formas de no anterioridad por razones de estilo, para hacer partícipes a los oyentes —en muchas ocasiones con imperativos enfáticos—, para despertar su interés, como se aprecia en el siguiente ejemplo: «¡Ved quál ondra creçe al que en buen ora naçió / quando señoras son sus fijas de Navarra e de Aragón!» (PMC, 3722-3723).

    En contraste con esto, observamos que en la General Estoria predominan los esquemas causales de anterioridad, más adecuados para llevar a cabo la narración de hechos. A pesar de ello, aparecen también relaciones de simultaneidad para hacer comentarios de los textos en los que se inspiran.

    Los esquemas donde aparece el subjuntivo en usos rectos tienen una incidencia muy baja, un 5.59% del total de ejemplos estudiados. Además, casos de subjuntivo en los dos miembros sólo se registran dos, y ambos en el Conde Lucanor. De este modo, deben estudiarse por separado los ejemplos con subjuntivo en la causa y los que presentan el subjuntivo en el efecto: los primeros son analizados bajo las tres formas documentadas, porque tengas, porque tuvieses, porque tuvieras [9], cuyo testimonio más antiguo se remonta a la General Estoria; la presencia del subjuntivo en el miembro efecto es exigido por la inserción de éste en oraciones que rigen este modo, sobre todo en finales y completivas, como en el siguiente ejemplo: «Sennor, -dixo el preso- si eres tú tal cosa, / que me digas quí eres, por Dios e la Gloriosa; / non sea engannado de fantasma mintrosa, / ca creo en don Christo, enna su muert preciosa (Sdom, 656ª-d).

    Por tanto, en este último caso pueden relacionarse los verbos del efecto con una serie de verbos en la causa que producen restricciones modales sobre éstos.

    La dislocación de formas de anterioridad y posterioridad con el significado añadido de probabilidad e irrealidad se da, la primera en indicativo y la segunda tanto en indicativo como en subjuntivo. Estas estructuras causales con formas dislocadas son estudiadas en el tercer apartado del libro. Dichas oraciones constituyen tan sólo el 5.81% del total de ejemplos estudiados. Predomina el uso dislocado de cantarías tanto en el miembro de la causa como en el del efecto, como se aprecia en el siguiente ejemplo: «Non quiero más dezir que podrría ser errado» (PFG, 152b); «Non abría fijas de casar, —rrepuso el Campeador— / ca non ha grant edad e de dias pequeñas son» (PMC, 2082-2083).

    Son muy pocos los casos en los que la dislocación aparece en ambos miembros de una sola oración.

    En último lugar se estudian los esquemas que presentan formas no personales en el miembro de la causa. El participio aparece solamente en tres ejemplos, mientras que el gerundio y el infinitivo se presentan en todos los textos y con una distribución bastante semejante. De cualquier manera, representan poco más de un 5% de todos los esquemas causales analizados. Estas formas no personales suelen ir precedidas por preposiciones: de este modo, encontramos los nexos por, en, y de con el infinitivo, y por con el gerundio: «Señor, diz, non me mates, que no t’podré fartar; / En tú darme la muerte non te puedes onrar» (LBA, 1427a-b); «Aviendo grand qebranto del danno qe lis vino, / Qerién prender carrera, entrar en su camino» (Mil, 604a-b).

    En el capítulo de conclusiones el autor ofrece a modo de síntesis lo más destacado del estudio, que revela que lo más habitual en las construcciones causales es la selección del indicativo con usos rectos en relación de simultaneidad, posterioridad y anterioridad. Porcentajes similares entre sí presentan los usos del subjuntivo y los usos dislocados tanto de indicativo como de subjuntivo. Cronológicamente, sucede que los casos de subjuntivo aumentan con el paso del tiempo, encontrándose en su mayoría en el efecto y por motivos ajenos a la construcción causal. En las oraciones que presentan usos dislocados suele ocurrir que el efecto es al mismo tiempo la apódosis de una condicional. En relación con las formas no personales, se señala que la frecuencia del infinitivo es muy similar a la del gerundio.

    Con respecto al modo, se puede concluir que en la mayoría de los ejemplos las dos cláusulas son declarativas, bien afirmativas o negativas, lógicas o ilógicas. Las oraciones exhortativas, sin embargo, suelen ser no lógicas, porque la relación se establece entre el verbo de la causa y otro implícito de mandato o súplica. En cuanto a la negación, el comportamiento de las oraciones negativas es muy similar al resto, independientemente de la modalidad o el modus de las frases.

    En el gráfico número dos, presentado en la página 192, se resume la distribución modal de todos los tiempos estudiados en el corpus: si pensamos que el subjuntivo está determinado por la rección, y que los usos dislocados pertenecen casi todos al indicativo, se puede afirmar que el modo de las construcciones causales es el indicativo.

    Con este estudio Mosteiro Louzao contribuye a aumentar el conjunto de textos que se dedican al análisis morfosintáctico del español medieval, arrojando una nueva luz sobre la estructura de las oraciones causales en la historia de la lengua.

D. Esteba Ramos

 

Mahmud Sobh, Historia de la Literatura Árabe Clásica (Col. Crítica y Estudios Literarios), Cátedra, Madrid, 2002, 1354 págs.

    La publicación de esta Historia de la Literatura Árabe ha venido a llenar un gran vacío en el panorama bibliográfico español. Hasta su publicación se disponía en castellano de obras de carácter general como las de F. Gabrieli y de J. Vernet, que abarcaban tanto la literatura clásica como la moderna, y los aventaja en extensión, profundidad y número de textos, por lo que la aparición de esta obra dedicada exclusivamente a la etapa clásica de Oriente y de al-Andalus es muy de agradecer.

    Su autor, el profesor Mahmud Sobh, catedrático de Estudios Árabes de la Universidad Complutense de Madrid, une a sus conocimientos de la literatura árabe un dominio extraordinario de nuestra lengua, como se puede apreciar en la lectura de este voluminoso libro. Su condición de poeta le imprime, además, una especial sensibilidad a la hora de traducir poesía.

    Hay que tener presente que este libro no sólo hace referencia a la literatura propiamente dicha, sino a otras ramas del saber, como la filosofía, el pensamiento, la religión, la jurisprudencia, los hechos históricos, etc., que se reflejan en el arte de narrar, de escribir y de componer poemas, porque, como dice el autor en su presentación, hay que saber lo que los árabes han venido entendiendo por adab, un género literario cuyo sentido originario era muy variado. Partiendo de su significado primario, «forma de actuar, de conducirse», se formulan unas reglas de urbanidad, de buenas maneras, un bagaje cultural, una miscelánea que, puestos por escrito, dan lugar a ese género literario llamado adab, que asume con facilidad la apariencia de cultura general, pero también de Literatura en su más amplio sentido.

    El libro abarca casi diez siglos, desde finales del siglo V hasta el XV. Está dividido en seis capítulos dedicados cada uno a una época histórica. 1. Época preislámica (Desde el Reino de Kinda, 480, hasta el Islam, 610). 2. Época Islámica (Desde el Islam, 570, hasta el califato omeya, 41/662). 3. Época omeya (40/661-132/750). 4. Época Abasí (132/750-447/1055). 5. Época de la Decadencia (Desde los selyuqíes hasta la modernidad, 449/1058-857/1453). 6. Al-Andalus (92/711-898/1492).

    Cada capítulo tiene, a su vez, numerosos apartados. El sexto capítulo, uno de los más extensos, estudia en exclusiva al-Andalus y termina con una larga elegía anónima del siglo XV, de doscientos versos, que titula Llanto por al-Andalus. El libro se completa con una importante selección bibliográfica de cada uno de los apartados.

    Una de las características que destaca en esta obra es la abundante aportación de textos, muchos de ellos traducidos por el autor, tanto de poesía como de prosa, lo que convierte este libro en una obra de consulta imprescindible, en un instrumento muy útil tanto para profesores, alumnos y personas interesadas en esta materia.

Mª I. Calero Secall

Fray Ildefonso Joseph Flores, Arte de la lengva metropolitana del reyno cakchiquel, o gvatemalico, con un Parallelo de las lenguas Kiché, Cakchiqvel y 4, vtvil... (Imprenta de Sebastián Arévalo, Guatemala, 1753) (ed. facsimilar [vol. I], con presentación de Mª C. Diez Hoyo y estudio de J. J. Batalla Rosado [vol. II]), aeci-Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior (seacex), Testimonio Cía. Ed., Madrid, 2002, [25 hojas] + 388 págs. y 140 págs., respectivamente.

    Esta desconocida gramática o Arte de una lengua indígena americana, publicada en Guatemala en el siglo XVIII, ha sido rescatada por la aeci-seacex, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, en un volumen facsimilar, acompañado de otro volumen con los estudios de Diez Hoyo y Batalla Rosado. Al considerar como desconocido este Arte, queremos manifestar que no teníamos noticia de su existencia, pues ni siquiera está catalogado entre la vasta producción gramatical y lexicográfica sobre el náhuatl y las demás lenguas indígenas americanas que relaciona J. L. Suárez Roca en su exhaustiva monografía [10].

    Guatemala había sido la cuarta ciudad de Hispanoamérica a donde llegó la imprenta, tras México, Lima y Puebla. Allí se estableció en 1727 la Imprenta de Sebastián de Arévalo, la cuarta imprenta de Guatemala, de cuyos talleres salieron periódicos y otras publicaciones, como este Arte de la lengua metropolitana, tan difícil de componer e imprimir, dada la dificultad de representar o transcribir los sonidos del quiché, cakchiquel y tzutuhil, las tres lenguas que se hablaban en Guatemala.

    Otra razón para que el Arte resulte obra desconocida y muy rara, se halla en la escasez de ejemplares conservados. Diez Hoyo nos informa de la existencia de otros ejemplares en la Biblioteca Nacional de Francia, British Library, Library of Congress, Biblioteca Nacional de Chile (Sala J. T. Medina) y Museo del Libro Antiguo de Guatemala.

    El ejemplar reproducido facsimilarmente se encuentra en perfecto estado de conservación, encuadernado en piel y completo. Pertenece a la Biblioteca del Instituto de Cultura Hispánica (aeci, Madrid, sign. 8112). Según Diez Hoyo, directora de esta Biblioteca, el volumen llegó aquí con otras 1343 obras americanas, procedente de la Colección Hispano Ultramarina de Graiño-Suárez, adquiridas por el Instituto de Cultura Hispánica. Forma parte del Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español. Los volúmenes relativos a Filipinas pasaron a la Biblioteca Nacional (Madrid) cuando en 1947 se vendió la mencionada Biblioteca particular de Suárez-Graiño.

    El especialista en Historia de América, J. J. Batalla Rosado, es el encargado del enjundioso y detallado estudio sobre el Arte del Padre Flores. A la «Introducción» (págs. 19-23) sobre los códices mesoamericanos y las dificultades para codificar o transcribir las lenguas indígenas americanas, le siguen dos extensas partes (6 capítulos) con el primer Estudio del Arte de la lengua metropolitana en su contexto histórico-lingüístico y sociocultural. Le cabe a Batalla Rosado el honor de ser pionero en el análisis de esta gramática misionera del siglo XVIII.

    El Padre I. J. Flores, de la Orden de los franciscanos, había nacido en Guatemala y allí compuso y publicó su arte gramatical para ayudar a la labor misionera y religiosa. Dadas las diferentes lenguas indígenas que se hablaban en Mesoamérica, los frailes se debatían entre enseñar el español a los indígenas o aprender las lenguas de los lugares donde desarrollaban su labor evangelizadora.

    Según Batalla Rosado, «se optó por la única solución posible y factible: los misioneros debían aprender las lenguas indígenas y cada uno de ellos tenía que saber al menos la principal de la zona en la que iba a llevar a cabo su apostolado. El propio fray Ildefonso J. Flores, en la «Dedicatoria», mantiene que estos fueron capaces de aprender cualquier idioma indígena: «En muchos, y diversos Reynos totalmente incultos, inexpertos de potencias, barbaros, de costumbres repugnantes a la razon, y de inflexiva dureza, pero queda ya esta demolida con la suave dulzura de aquellos portentosos ingenios, que destilando delicado nectar por sus labios no huvo lengua en el dilatado espacio de estas vastissimas regiones del nuevo Mundo en que no se persiviesse la dulzura de sus vozes» (hoja 7, págs. 39-40). En el mismo sentido se manifestaban las «Instrucciones Reales de Felipe ii» (1578, 1580 y 1582), que invitaban al establecimiento de cátedras de lenguas indígenas. De este modo, se explica la proliferación de catecismos, doctrinas, gramáticas, vocabularios, confesionarios y sermonarios durante el siglo xvi y los siguientes.

    A este primer capítulo sobre el contexto histórico en el que se inicia la evangelización en lenguas indígenas y en el que se compone el Arte del Padre Flores (págs. 25-45), le sigue otro capítulo relativo a los grupos mayas que ocupaban las tierras altas de Guatemala, en concreto los Quichés, Cakchiqueles y el señorío de los Tzutuhiles, que procedían de antiguas migraciones desde la zona del Golfo de México. La campaña evangelizadora en aquellos territorios fue llevada a cabo por franciscanos, dominicos y mercedarios. Batalla Rosado nos presenta un estado de la cuestión y aporta una bibliografía selecta, muy actualizada. De la familia Quiché y del resto de familias o grupos de lenguas mayas (capítulo 3º, págs. 57-64) también se ocupa el autor del Estudio, quien pone de relieve cómo el quiché era lengua franca o lengua aglutinadora de otras lenguas mayas a principios del siglo xvii.

    En relación con las dificultades fonéticas y de transcripción de las lenguas mayas, J. J. Batalla destaca que el Padre Flores contó con el valioso precedente de fray Francisco de la Parra, quien al parecer escribió un Vocabulario trilingüe Guatilmateco de los tres principales idiomas, Kachiquel, Quiché y Tzutuhil, y había ideado un sistema de correspondencias entre los sonidos mayas y los grafemas del castellano: así creó el tresillo y el cuatrillo, que podían unirse a una hache y a una coma, de acuerdo con su valor fonético y fonológico. No obstante, fray I. J. Flores y otros muchos autores de vocabularios y artes gramaticales, no usaban los grafemas inventados con el mismo valor, ni lo hacían de manera precisa, en opinión de este investigador.

    Las varias vicisitudes que condujeron a la fundación de la Real Universidad de San Carlos de Guatemala (por Real Cédula de 31 de enero de 1676), con los mismos privilegios que la de Salamanca, México y Lima, y al establecimiento de Cátedras de Teología, Derecho, Medicina y Lenguas Nativas (mexicana o nahuatl y cakchiquel), están expuestas con rigor histórico y amena claridad en el capítulo 4º y último (págs. 65-73) de la primera parte del Estudio. Para el año 1762, fray Ildefonso J. Flores ocupa por oposición la cátedra de lengua cakchiquel, sin límite de tiempo, aunque permaneció en ella durante una década. En todo este proceso histórico participaron los miembros de las diferentes órdenes religiosas y el clero secular, «conscientes de que la única manera de aprender la lengua indígena era la de vivir en los pueblos» (pág. 72).

    Los dos últimos capítulos del Estudio, que conforman la segunda parte, están dedicados a la descripción del impreso y al análisis de su contenido, respectivamente. Desde el punto de vista externo o editorial (págs. 75-86), el volumen del Arte, impreso en octavo, consta de la portada más 26 hojas sin paginar y 194 folios numerados del 1 al 387, pues por un error se repite la numeración de la pág. 144. De este modo, a partir de la pág. [145] los números impares aparecen en el folio recto y los pares, en el folio vuelto. Se describen aquí rigurosa y exhaustivamente las características de la encuadernación y del volumen impreso en papel verjurado (una parte del cual se había fabricado en Cataluña y el resto procedía de otros lugares de la Península Ibérica).

    Respecto de la figura y la obra del franciscano fray I. J. Flores, Batalla Rosado señala la escasez de noticias y estudios, si bien destaca que en los estudios de Carmelo Sáenz de Santa María (1941) el Arte de la lengua metropolitana era considerado todo un clásico, digno de admirar por los especialistas, pues era una gramática latinizante, aunque amirable por su perspicacia fonética y su análisis gramatical insuperable. Una conclusión importante de Sáenz de Santamaría, apuntada por el moderno estudioso pero que precisaría de mayor elucidación o esclarecimiento, es la siguiente: «La obra filológica de los religiosos hispano-guatemaltecos fue obra colectiva, integrada por las aportaciones de todos y expuesta y concluida por fr. Ildefonso Joseph de Flores a los dos siglos de comenzada» (apud pág. 90). En efecto, lo mismo que otros tratados gramaticales y otras empresas lexicográficas pioneras en el Nuevo Mundo, en Hispanoamérica, habían sido resultado de colaboraciones varias —pensamos en la ayuda que Sahagún, Olmos y otros misioneros pudieron prestarle a fray Alonso de Molina para culminar brillantemente sus Vocabularios y Arte de la lengua mexicana (1571)—, no podría haber ocurrido de otra manera en relación con las lenguas mayas (cakchiquel, quiché y 4,utuhil o tzutuhil).

    Batalla analiza en el capítulo final (págs. 87-114), la parte introductoria de la publicación («Dedicatoria», «Censura», «Aprobación», «Parecer de fray J. A. Coutiño», «Licencias», «Erratas» y «Nota»), más el «Prólogo» y los diez capítulos de que consta el Arte gramatical de Flores —siempre atento a los criterios de Nebrija—, dedicados a la pronunciación y ortografía, a la morfología nominal y verbal, a las preposiciones, adverbios, interjecciones y conjunciones.

    El volumen de Estudios se cierra con un «Apéndice» —índice del volumen reproducido en facsímil—, seguido de la relación de fuentes y bibliografía manejada. Imaginamos que por diversas razones que no vienen al caso, el investigador deja para mejor ocasión el análisis del Parallelo de las lenguas Kiché, Cakchiqvel y 4,vtvil (págs. 352-387). Dicho ensayo comparativo de las tres lenguas mayas, que pretende caracterizarlas gramaticalmente, se apoya para establecer las diferencias y afinidades entre sí en curiosas y sorprendentes figuras. Este Parallelo gramatical se completa con otro Parallelo léxico, que constituye propiamente un brevísimo vocabulario trilingüe (págs. 378-382), por el que comprobamos que las lenguas cakchiquel y 4, utuhil presentan escasas diferencias desde el punto de vista léxico.

    En conjunto, la edición de este Arte rebasa los intereses del investigador sobre lenguas indígenas americanas y nos acerca al mejor conocimiento de la Antropología e Historia de América en general y de la historiografía lingüística colonial en el siglo xviii. Asimismo, es una fuente de primera mano para el estudio histórico y sociolingüístico del contacto de lenguas en Hispanoamérica al final de una etapa en la que la descripción lingüística alcanzó cotas inauditas, a veces todavía no superadas en nuestro tiempo.

    A nuestro juicio, la Presentación y el Estudio que acompañan al volumen facsimilar cumplen satisfactoriamente su función introductoria y superan con creces las expectativas del curioso lector, que se queda asombrado por la perfecta reproducción facsimilar, pues es la única edición en la que hemos percibido incluso los dañinos rastros de organismos xilófagos en el original.

M. Galeote

 

Eduardo Bello / Antonio Rivera (eds.), La actitud ilustrada, Biblioteca Valenciana, Valencia, 2002, 239 págs.

    En este libro recientemente publicado en la Colección Ideas de la Biblioteca Valenciana, se reúnen algunos estudios de diferente argumento, pero que tienen la Ilustración como hilo conductor. No se trata de una obra de estructura precisa y cerrada sino dispuesta en tres partes, «Ilustración y razón práctica», «Ilustración y ciencias» e «Ilustración española», que acogen la compilación de textos resultada de un seminario de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo celebrado en su sede de Valencia.

    La muy extensa y problemática discusión en torno a la Ilustración, sus evoluciones e incluso sus repercusiones tanto culturales como políticas alcanzan vivamente hasta el presente. Desde que Theodor Adorno y su amigo o maestro Horkheimer se involucraron en aquel singularísimo proyecto o ajuste de cuentas con la cultura política y su mundo intelectual que fue Dialéctica de la Ilustración, esta Ilustración es una discusión inevitable. Discusión inevitable, ya se trate de su inacabamiento, de su imperfección, de la necesidad de ser reconstruida, retomada, de ser vista desde nuevos puntos de mira o, por así decir, del retorno a Kant. Naturalmente, se pueden plantear nuevas actitudes acerca de la Ilustración o indagar acerca de cuál fue la actitud original ilustrada. De todo ello aquí se trata.

    Para empezar a comentar los estudios recogidos en La actitud Ilustrada, hay que detenerse un momento a reflexionar una vez más acerca de la importancia que este movimiento ha tenido y sigue teniendo en nuestra cultura, según pone de manifiesto el mismo Eduardo Bello en la presentación del volumen. Como es sabido y hemos dicho, el tema sigue siendo objeto de debate y apasiona todavía a los intelectuales, y así puede verse en la no escasa bibliografía reciente.

    Sin duda, hay que tener en cuenta el hecho de que lo que mejor se conoce de la Ilustración son las ideas que la Revolución Francesa elaboró acerca del pensamiento ilustrado: ideas filosóficas, políticas, sociales que el pensamiento revolucionario (o mejor dicho, las diferentes fases) hizo propias, pero ya elaborándolas y transformándolas según las soluciones que la necesidad del momento imponía. Una vez emprendido el camino del cambio, éste no se realiza de manera rectilínea. El peso de la tradición, de las instituciones históricas propias de la nación francesa y su carácter específico dominó mucho tiempo el debate constitucional hasta que los acontecimientos históricos llevaron a considerar un corte con el pasado como única posibilidad de construcción del porvenir del país. Desde luego, una de las herencias más notables de la Revolución francesa y de la elaboración y actuación de las ideas ilustradas adaptadas a la realidad histórica, fue el constitucionalismo, constitucionalismo que, en diferentes etapas y modelos, vino madurando hasta nuestro tiempo.

    Dicho esto, quizás no sea metodológicamente importante discutir sobre lo que todavía vive de la Ilustración o lo que ha muerto, porque en cada movimiento intelectual hay una multiplicidad de influencias, aspectos, interpretaciones del pasado que no es posible establecer de una vez por todas. Lo que habrá que hacer es limitarse al análisis de aquellos aspectos que pueden contribuir a aclarar las razones históricas e ideales de nuestro mundo contemporáneo.

    Muchas teorías que se fueron elaborando a lo largo del siglo XVIII, abrieron el paso a un laboratorio de donde salieron propuestas de cambio. En este sentido, creo, se puede leer la idea de actitud ilustrada que ahora se nos presenta en este volumen: es algo que está debajo del pensamiento filosófico y a la vez lo transciende, formando una mentalidad, para citar otro término empleado en otra obra dedicada a la misma época (F. Sánchez-Blanco, La mentalidad ilustrada, Madrid, 1999). La actitud es una manera de ponerse ante los problemas y, en mi opinión, es una de las finalidades más interesantes que logra este libro.

    Ha quedado dicho que el hilo que une los trabajos aquí reunidos es el tema ilustrado, pero, más aún, la manera de percibir, de ponerse a considerar los problemas e intentar las soluciones. En una palabra, la convicción de que alguna solución es posible: «Tal actitud no exige ser fiel a unos elementos de doctrina, pero sí una concepción de nosotros mismos, una percepción de arraigo en la historia y, en consecuencia, una mirada inevitable en el espejo de la historia con particular atención a la proyección actual de la conciencia que la misma Aufklärung tuvo del sistema» (pág. 19). Eso también pone de manifiesto la idea de un adelanto, de un progreso que el siglo lleva consigo; en ese sentido, se puede decir que la obra cumbre de la Ilustración es la Enciclopedia, entendida en la finalidad de la recopilación y difusión de la cultura moderna, como se puede leer en la apasionada introducción del Discurso Preliminar de D’Alembert.

    La actitud que el pensamiento filosófico enciclopedista manifestó en su obra enlaza con un tema desarrollado en uno de los ensayos: la felicidad y la relación que ésta debe tener con el hombre (cf. E. Bello, «Libertad, igualdad, tolerancia», págs. 67-84), y que no es otra cosa que el problema moral de la autonomía y de la libertad del hombre.

    Habrá que llegar a final de siglo para ver garantizada una libertad de actuación en la sociedad, con la declaración de los derechos del hombre, antes y después, por medio de las cartas constitucionales. Eso fue la culminación de un largo proceso empezado en el siglo anterior con el iusnaturalismo; las tareas principales de este camino filosófico y jurídico están trazadas en el artículo de José López Hernández «La concepción del derecho en el pensamiento ilustrado», que analiza las teorías fundamentales relacionadas con ese ámbito de conocimiento, arrojando luz sobre la actitud jurídica del Siglo de las Luces. También el artículo de José Luis Villacañas «Qué sujeto para qué democracia» ofrece un enfoque acerca de la relación entre sujeto y democracia y presenta el problema de la sociedad burguesa y la naturaleza del hombre a través del modelo clásico de Adam Smith, y poniendo a su vez de relieve algunos aspectos de las relaciones individuales en la sociedad: «Al ver que el ideal clásico del pueblo reunido ya no era posible, Smith fue el primero que jugó con diferencia entre la libertad de los antiguos y los modernos. Si el derecho para el republicanismo representa un bien común superior a los individuos, la nueva centralidad del individuo trabajador, productor o comerciante obligaba a definir un argumento por el que ambas instancias se demostraban armonizables» (pág. 34). Por su parte, Reyes Mate replantea la cuestión de «Ilustración y judaísmo» atento a la memoria, la genética, la inhumanidad… y Auschwitz.

    La segunda parte de la obra contiene tres trabajos. Javier Moscoso se ocupa del problema histórico de la ciencia en «¿Una experiencia sin sujeto? El desarrollo de la objetividad en la ciencia ilustrada», referente a los mecanismos de evaluación en las ciencias biomédicas (sobre todo mediante el ejemplo de la circulación fetal) durante los primeros decenios del siglo ilustrado, y a la consiguiente dificultad de un criterio de objetividad, para lo cual plantea, entre otras cosas, la relación entre teoría y evidencia. Pedro Aullón de Haro, en «La Ilustración y la idea de Literatura», delimita los elementos ilustrados del concepto de literatura diferenciando eficazmente entre Ilustración neoclásica e Ilustración idealista, diferencia ésta que, sobre todo mediante el análisis paradigmático de las posiciones de la Encyclopédie y de la Crítica del Juicio, le permite obtener conclusiones muy relevantes. El hecho es que la Ilustración ‘estética y literaria’ muestra una caracterización muy diversa de las interpretaciones que suele presentar una idea generalizada de la Ilustración social y política. Para empezar está la imitación neoclásica frente a la originalidad kantiana. Según el autor, que hace breves y rigurosos análisis y propuestas en torno a las disciplinas (Retórica, Poética) y los grandes conceptos, y propone el modo de reformular el concepto ilustrado de Literatura, lo único que se parece a la Ilustración neoclásica desde el punto de vista poetológico o literario es la desacreditada doctrina marxista. Por su parte, Antonio Campillo, en «La invención de la Historia universal», se plantea la universalidad ilustrada a partir de la distancia y continuidad como ambivalencia recibida por los europeos de la segunda mitad del siglo XX queriendo superar tanto la filosofía analítica (Popper) como la filosofía crítica (Aron) de la historia. Entiende que la invención de la idea de Historia universal recorre los siglos xvi-xx y que el universalismo ilustrado era meramente europeo (de cabezas de familia y propietarios), regía la aspiración kantiana a la paz perpetua y el Estado de derecho, a los ideales político de justicia y científico de la verdad, con el añadido culto religioso a esto último en la forma del saber tecnocientífico. En lo que sigue, Campillo compara el universalismo ilustrado con el posmoderno.

    La tercera sección del libro tiene referencia a España. Esta parte se abre con un artículo de Francisco Sánchez Blanco «¿Una Ilustración sin ilustrados?», en el que se analiza la Ilustración española en sentido crítico hacia aquellos autores que han llegado a la conclusión de que en España no hubo Ilustración. Por eso, el autor plantea el problema de lo que ha sido el pensamiento del Siglo de las Luces en relación a la realidad política y cultural española, si no «impide contemplar el pensamiento ilustrado como una evolución propia de la sociedad española, y refuerza la impresión de que estamos ante un cuerpo extraño al organismo de la nación, o ante una mera actitud mimética de algunas modas nacidas en el extranjero, y, por lo tanto, ante un fenómeno pasajero que puede ser pasado por alto» (pág. 184). Miguel Benitez en su artículo «Trazas de pensamiento radical en el mundo hispánico en los tiempos modernos» amplía el margen temporal de la Ilustración española al siglo xvii considerando la estrecha relación entre el libre pensamiento en el siglo xvii y las Luces (pág. 196). El último ensayo, de Antonio Rivera, «Cambio dinástico en España: Ilustración, absolutismo y reforma administrativa», se enfrenta con un análisis político de las instituciones españolas en la época del cambio dinástico. Rivera realiza una clara síntesis de la situación político administrativa del Antiguo Régimen, poniendo de relieve el sistema jurisdiccional que mantuvieron los reyes de la Casa de Austria y la transformación de una estructura polisinodial, caracterizada por la importancia del Consejo en el gobierno del reino, típico del sistema jurisdiccional, hacia una estructura más moderna «propia del régimen ministerial» (pág. 216). Además, en el excursus histórico es evidente el problema que se planteó en el siglo xviii cuando se intentó establecer una división entre la esfera espiritual y la judicial para separar el pecado del delito, e ir hacia una secularización, primero del derecho penal (y del derecho en general), que abarcará en un segundo momento la sociedad civil. También en este sentido se puede hablar de una actitud ilustrada que, como ya se aclaró en el ámbito del iusnaturalismo, en la lucha para la tolerancia y la libertad llega a todos los campos con más o menos éxito, no siempre lográndolos, pero intentándolos.

    En el balance conclusivo de la situación española, Antonio Rivera pone de relieve la peculiaridad de la Ilustración española por lo que se refiere al campo de las reformas en comparación con lo que ocurría en el resto de Europa. El autor opina sobre la Ilustración política en España: «Sin embargo, el caso de Jovellanos, como el de Campomanes y otros muchos pensadores del XVIII, prueba que nuestra Ilustración política y, un poco más tarde, nuestro liberalismo, son los más moderados o tibios de Europa, los más ligados a la tradición y menos partidarios de novedades» (pág. 239).

    Como se puede comprobar mediante sus indicaciones relativas a algunos de los ensayos reunidos, la obra permite añadir unos conocimientos de las múltiples facetas del siglo xviii por medio de un enfoque relacionado con uno de los posibles caminos que llevan a considerar la Ilustración bajo el punto de vista de la actitud aplicada a diferentes aspectos, y añadiendo algunos otros elementos, comparándolos.

    Es decir, la obra revela con sentido crítico y mediante una lectura original aspectos relevantes de la Ilustración europea y española.

S. Scandellari

 

Demetrio Estébanez Calderón, Diccionario de términos literarios, Alianza Editorial, Madrid, 2001 (reimp.), 1139 págs.

    Se cumple con esta reimpresión la tercera salida de un diccionario que marca verdaderamente época dentro del género para la ciencia literaria en España. La primera edición (1996) siguió la tendencia de Alianza de proporcionar una serie de diccionarios literarios en la cual el de Estébanez Calderón se singularizaba por ser terminológico y conceptual y no meramente histórico, o de literaturas nacionales, y, además, por ser obra española y no traducida. Hay que subrayar esto, sobre todo ahora que la colección de manuales universitarios de Alianza, en este caso de crítica literaria, nos ha impelido a denunciar en estas mismas páginas la impertinencia de traducciones ajenas al saber filológico como ha sido la de una Teoría literaria absurda para la cultura románica, entre otras cosas.

    Estamos ante el diccionario literario más importante y mejor trazado de los realizados en España y probablemente en cualquier país de lengua española. Más de mil páginas y unas mil quinientas entradas elaboradas en general con gran ponderación y con selección y distribución de conceptos respetuosamente proyectados, sin olvidar la propia tradición y una amplia cultura filológica, sin dejarse inundar ni por una terminología lingüística y crítico-literaria del formalismo periclitado, ni por la actual difusión de un dominio norteamericano ajeno a la tradición humanística, y todo ello con buscado equilibrio encaminado a ofrecer una obra de consulta de gran aceptabilidad y sin adscripciones tendenciosas. Bien es verdad que podrían discutirse ciertos términos, naturalmente; que habría que ampliar, por ejemplo, las entradas relativas a poética; que a su vez la obra requeriría ya una puesta al día, incluso bibliográfica; en fin, que el propio respeto en ella demostrado a la idea germana de ciencia literaria y a la idea romanística de filología son mejorables; pero esto no quita a lo fundamental de sus méritos. El Diccionario de términos literarios marca una época porque, aun en tiempos de transición disciplinar, aúna perspectivas construyendo un repertorio de valor general sin agredir ni al sentido común ni a la cultura hispánica, que ya es bastante en estos tiempos.

    El hasta hace poco muy difundido diccionario de términos filológicos de Lázaro Carreter, obra demasiado dependiente de algún homólogo francés y que quiso ocupar una situación abarcadora de los campos literario y lingüístico superando y modernizando el diccionario de literatura de Sáinz de Robles, no sólo es por completo insuficiente para los criterios de la ciencia literaria, sino sencillamente indefendible, y es lástima que durante años de soledad en el mercado no haya podido enriquecer instrumentalmente la altura de miras de estudiantes y estudiosos. Del género del diccionario se podría decir que es contemporáneamente poco afortunado en España, empezando por el de la lengua de la RAE y acabando por el pésimo diccionario de términos literarios escolar de Espasa-Calpe. Y cuando se ha optado por la traducción y adaptación de alguna obra italiana, como la publicada por Ariel, no se ha acertado. Las había mejores alemanas e incluso francesas. Pero este defectuoso panorama en el campo de los repertorios tiene, al menos, dos magníficas y muy dispares excepciones españolas: el diccionario etimológico de Corominas, y el de filosofía de Ferrater Mora, este último sin parangón en ninguna lengua.

    El diccionario de Estébanez Calderón, no sólo es bueno, utilísimo y de mucha pertinencia técnica y académica, sino que representa en su materia un necesario cambio de orientación y satisface esta exigencia con un incremento más que notable en lo que a calidad, buen juicio e independencia se refiere. Ya es bastante. Y esperamos de su autor que se supere a sí mismo en una próxima edición, en beneficio de todos.

J. Caralt

 

Rainer Maria Rilke, Las elegías del Duino (traducción, prólogo, notas y comentarios de O. Dörr), Visor, Madrid, 2002.

    Decía Blanchot que la poesía de Rilke es la teoría cantante del acto poético. En la presente edición de la Las elegía del Duino de Otto Dörr se encuentra el lector con algo que estorba a la hora de leer a Rilke y que podríamos decir que va en contra de la afirmación de Blanchot: una pedagogía poética del mismo acto creador de las elegías. Otto Dörr no se conforma sólo con traducir a Rilke, añadirle un prólogo y unas notas, sino que comenta cada elegía, lo cual aparece como un apéndice escolar más que como una indagación en el propio acto del poema. ¿Se puede explicar una elegía de Rilke? ¿Se puede explicar un poema? ¿No será el fracaso de la poesía explicar un poema? Quizá la mejor explicación de un poema sea otro poema. De esta forma, Otto Dörr destroza el radiante fulgor de las elegías de Rilke: al añadirle el comentario correspondiente a cada elegía no hace sino algo premeditado de antemano para buscar un determinado tipo de lector. El lector de esta edición de las elegías rilkeanas no leerá las elegías, sino que se conformará con el comentario. Sin embargo, la edición que realiza Eustaquio Barjau en la editorial Cátedra sí que corresponde con otra visión poética de Rilke. En primer lugar, en el título: Barjau titula su edición Elegía de Duino. Por el contrario, Otto Dörr las denomina Las elegías del Duino. También en la traducción se observan aspectos absolutamente distintos. Así, el principio de la Elegía I, en la traducción de Barjau es: «¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías / de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me / cogiera / de repente y me llevara junto a su corazón: yo perecería por su / existir más potente. Porque lo bello no es nada / más que el comienzo de lo terrible, justo lo que / nosotros todavía podemos soportar, / y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña / destruirnos. Todo ángel es terrible». Por el contrario, la traducción de Otto Dörr se muestra más despegada del original rilkeano: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros / de los ángeles? Y aun suponiendo que alguno de ellos / me acogiera de pronto en su corazón; yo desaparecería / ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; / y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña destruirnos. / Todo ángel es terrible».

    La Elegía I es el centro poético que expande a Rilke hacia la búsqueda de lo absoluto. Es en este ir hacia lo eterno donde se mezcla el horror con la belleza. «Todo ángel es terrible» aparece también como sintagma lapidario en la Elegía II. Tanto Otto Dörr en esta edición como Barjau en la suya, explican que el ángel es la figura central de las elegías. Este ángel es un ángel alejado del símbolo de la tradición judeo-cristiana. Rilke sabe que «todo ángel es terrible», verdad que no soportaría la tradición judeo-cristiana, porque esta tradición no es capaz de soportar el horror que a veces la belleza encierra en sí. El ángel de las elegías ya está en El libro de horas, donde leemos que «las silenciosas fuerzas su amplitud experimentan / y entre sí se contemplan oscuras y sombrías». El hombre, entre el ángel de lo bello y lo feo, entre el ángel del horror y de la hermosura, es «lo más fugitivo»[11], y «lo más fugaz»[12], tal como señala Paul de Man [13]. ¿Por qué si el hombre es lo más fugitivo necesita para eternizarse la poesía? El espacio literario, poético, ofrece las claves de la eternidad. La obra, estar fijado, ser escritura en un enclave simbólico donde el lenguaje se baste a sí mismo para trascender. La profundidad de las elegías está en ser ellas mismas objeto de su mensaje. Aquí, el lenguaje busca su libertad más profunda, el horror y la belleza del ángel, el amor que se prometen los enamorados y que luego acaba en las tinieblas. Rilke escribe en libertad para cumplir la máxima de Bataille sobre los escritores: «En ocasiones su propia libertad llega a destruirle: ello es lo que la hace más fuerte. Entonces, lo que está obligado a amar es esa libertad atrevida, altiva y sin límites, que a veces causa la muerte, que incluso hace amar la muerte»[14]. ¿Es Rilke un lujo? Sí. Por supuesto. ¿Es esta edición un lujo? No. Por supuesto que no.

J. A. Padilla

 

Pedro Salinas, Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947) (edición y prólogo de E. Bou), Tusquets, Barcelona, 2002, 406 págs.

    En el ámbito de la teoría epistolográfica se ha constatado la embarazosa tentación de delinquir legal y moralmente profanando el enveloppe que custodia un retazo epistolar ajeno, y cuanto más almibarado lo anuncia su tonalidad rosada o cierto perfume que aún conserva, más se exacerba esa tendencia del ánimo llamada curiosidad. Pues bien, evita Tusquets, al dar a la luz pública estas misivas, el martilleo de conciencia por lo legal, dejándole al lector sólo un problema moral, y es que un conjunto de cartas que se presenta en cubierta y sobrecubierta con el subtítulo de El epistolario secreto del gran poeta del amor, que he omitido sin dudarlo del encabezamiento de esta reseña, pone el libro en la deleznable órbita del chismorreo que garantiza hoy día más ventas que la edición dirigida a filólogos enfrascados en salinismo. Porque, ¿secreto no lo es todo epistolario hasta que se edita y alcanza a lectores que no son su primer destinatario?, ¿no sobran las presentaciones en el caso de Salinas, o es que el antonomástico calificativo gran poeta del amor, unido al adjetivo secreto, privilegia al lector de tal manera que no podrá resistirse a pasar por caja?

    En modo alguno habría iniciado así este comentario si no fuera por semejante subtítulo, el cual, supongo, no fue idea de Enric Bou, que ha dejado ya aportaciones más que aceptables sobre la actividad epistolar de Pedro Salinas [15], y que aquí prologa perfectamente, adelantando algunas de sus claves, una selección de 151 cartas de las 354 que su receptora, Katherine Reding (que adoptó tras su matrimonio, práctica peculiar donde las haya, el apellido Whitmore), depositó en la Houghton Library de la Universidad de Harvard en 1979, junto a una colección de 144 poemas que también le envió Pedro Salinas. Además, se puede apreciar en su labor antologadora un respeto a criterios puramente filológicos, pues la selección buscaba «en primer lugar, el interés literario, es decir, la información que ofrecen sobre el proceso creativo de la trilogía de poesía amorosa en particular, y de la poesía de Salinas en general; en segundo lugar, la información acerca de aspectos biográficos; en tercer lugar, la calidad estrictamente literaria, como muestras de escritura epistolar» (pág. 37), y cabe pensar que en las cartas desechadas para esta edición hay materia más en la línea de lo que anuncia el citado subtítulo, que surca en la sobrecubierta la frente de la propia Katherine Reding.

    Ahora bien, al margen de la pulcritud con que se reproducen estos textos y de la laboriosa anotación con que se ilustran, hay una objeción que no puedo evitar a esta obra que ha preparado Bou, y es que se incide tanto en el prólogo como en las notas en que esta colección de misivas arrojará en adelante nueva luz a los poemarios que temática y cronológicamente se relacionan con ellas, a lo que se suma un escrito desconcertante de la propia Katherine Reding, titulado aquí La amada de Pedro Salinas, que se ofrece como apéndice a la colección. ¿Por qué puede causar cierto rubor la lectura de este epistolario, cuando un filólogo debe estar acostumbrado a recibir este tipo de documentos a caballo entre lo público y lo privado sin preguntarse demasiado por la legitimidad de su acceso, ya que de no mediar las llamas y tras su catalogación oficial y permisos de rigor, se ha legado a la posteridad y a ojos extraños, descargando conciencias? ¿Por qué provoca recelo volver a abrir las páginas de La voz a ti debida?

    Contesto aproximadamente a la primera cuestión: el sonrojo es más difícil cuando se trata, por ejemplo, de sus Cartas de viaje o de su intercambio con Guillén, pues la observación de un entorno grato o la camaradería cordial se comparten de común, pero ¿osamos meternos en asuntos de Eros?, ¿no ocurre en este caso como en la Defensa de la lectura, cuando Salinas describe ese «apartamiento» al que tiende el lector para reclinarse sobre el libro, igual que con el ser amado?

    En cuanto al segundo interrogante, ya anunciaba el responsable de esta edición en un documental para televisión (Redescubriendo a Salinas, Media Park, 2001) que la denominada Trilogía amorosa de Salinas se vería de modo distinto en cuanto se publicaran estas cartas, y, en efecto, hallamos en ellas una dimensión informativa (la ‘historia externa’): numerosas alusiones a la gestación de versos; una dimensión metapoética: auténticas glosas de piezas en concreto; y una dimensión intertextual: pasajes que pueden leerse como versiones prosificadas, anteriores o posteriores, de determinados poemas. Pero, resemantizar los poemarios, sustituir o rellenar la palabra poética con la parte de vida real que emerge de estas cartas en un grado empírico que, si no permite equiparar al yo epistolar con el yo de carne y hueso, sí que los aproxima más en este ejemplo genérico, me parece una traición al Salinas que escribe a su amada, a propósito de La voz a ti debida: «No es poesía, sólo, no es literatura, no, es vida, vida vivida, y ni críticos, ni historias, ni años, podrán jamás juzgar mejor que la criatura por quien esa vida fue vivida, a cuyo lado fue vivida. Ese orgullo de tu esencial colaboración en mi libro, ese ‘sí, Pedro’, ese ‘sí, soy yo’, ese reconocerte en él. Eso salvaremos, ¿oyes?, alma, siempre. Leerán ese libro otros ojos, otros seres, pasarán los poemas por otras manos, pero en el fondo primero de todo, vistos por todos y no vistos por nadie, presentes para todos, estaremos abrazados, sin que nadie nos desuna jamás, tú y yo». Naturalmente que sigue preservado lo que hay de vida real en la lírica, ya que un circuito muy concreto de recepción literaria, el que vinculó a Pedro-Katherine, es absolutamente imposible de reconstruir, por fortuna, pero un Salinas que concede al intercambio epistolar grandísima importancia, incluso como una forma de vivir y consumar el amor, un Salinas que justifica su pésima caligrafía porque es el garante de la espontaneidad, un Salinas que muestra en estas cartas, en suma, una imagen de sí mismo que contrapone a la del ‘Salinas oficial’, el profesor, el intelectual, el marido, y de la que hace partícipe a un ser elegido, entre miles, diciendo: «El Pedro que está en estas cartas, vida mía, no lo tendrá nadie más que tú, no lo conoce nadie más, no lo quiere nadie más» (pág. 140), no habría concebido que este conjunto de misivas cayera en manos distintas de las de Katherine Reding, porque, entre otras muchas razones, destila ese aroma inaugural del nosotros al que alude cuando se refiere, en especial, a La voz a ti debida, y es una suerte, en contra de lo que podría pensarse, que las cartas de ella se hayan perdido, pues ahí sí que habría glosas íntimas, referenciales, cargadas de vida, de los versos que emergieron durante este romance.

    Al margen del respeto a ellos debido, hay otros factores que desaconsejan adentrarse en epistolario y poemarios a la par, el principal de los cuales consiste en que leer en clave estos poemas, como ya trató de hacerse en su momento y sospechaba Salinas, da como resultado negar la propia esencia de la poesía y hasta de la literatura, que se construye con palabras, que crea un mundo autónomo más allá de cualquier motivo inspirador, y el mismo Salinas, en textos como el que le dedica a Garcilaso e Isabel Freire en La realidad y el poeta, parece estar leyendo versos como páginas de un diario vital, pero matiza a tiempo que «los acontecimientos más trascendentales de la vida de un poeta están basados en realidades del mundo, empiezan con ellas, pero después se desarrollan, se desdoblan en su conciencia, en su ser interior, como una larga tragedia, de la cual sólo el primer acto o las primeras escenas son conocidos por el público, mientras que el resto continúa invisible hacia su desenlace, lejos de cualquier posible observación de las gentes» [16]. ¿Planea esta idea, o alguna semejante, en la Katherine Reding que escribe un ambiguo texto sobre lo que hay de ella en la poesía de Salinas, cuando apunta, por ejemplo, que: «Él había hecho girar círculos de magia a mi alrededor con su don de palabras y visión poética. Yo estaba en otro mundo» (pág. 379), o al declarar, ya más explícitamente y dando en parte la razón a Leo Spitzer y Ángel del Río, que «La voz a ti debida es una colección de inspirada poesía amorosa que tiene poca relación con la persona que provocó su concepción» (pág. 381). Además, es preciso tener en cuenta que, como ya señaló agudamente Biruté Ciplijauskaité [17], el venero léxico que aflora en La voz a ti debida ya está prefigurado en las cartas que dirige muchos años antes a la que sería su esposa, Margarita Bonmatí, de modo que no es tanto una pasión concreta la que cristaliza en sus versos, por más encendida que parezca la que ha propiciado su amante y aunque esté más próxima en el tiempo, sino que la magia poética ha tornado la carne en verbo y la ha elevado a cotas supremas, al territorio del Arte, dotándola de nueva existencia. Así quisiera leer este lindo pasaje que le dedica Salinas a Katherine Reding en una de las últimas misivas que compartieron, cuando ya se trata más de recordar y recapitular lo que fue en lugar de recrear la víspera del gozo que encerraba cada carta del período 1932-1935: «Quizá nosotros valemos menos que lo que decimos, lo que creamos. Quizá nosotros, nuestros seres, son únicamente materiales, como la piedra en el escultor, el color en el pintor, con los cuales un cierto día acertamos a componer algo muy hermoso, elevándonos de nuestra in-formidad a una plenitud de forma bellísima» (pág. 362).

    He tratado de dar respuesta a un rubor (asistir a algo que se otea verdad, y que se llamó amor) y a una inquietud (que en adelante se trufen versos con cartas), que en cierto modo casi habrían desaconsejado la publicación de este epistolario, pero no voy a cerrar la reseña sin referirme sucintamente a otro orden de cosas que gracias a este libro se rescatan del olvido: el gusto por lo pequeño, lo cotidiano, que sin unas excepcionales dotes de observación y el prisma del visitante que no se ha adormecido por la costumbre (fundador en ciernes de una «hermandad para la restauración de la capacidad de asombro», es decir, la de los buenos poetas), pasaría inadvertido, como una muñeca hallada entre unas ruinas romanas: «aquella cosa frágil, infantil, preciosa, destinada no más que al juego y a la intrascendencia, me conmovió enormemente, al verla así salvada del tiempo, más que muchos monumentos triunfales» (págs. 56-57), o el pintoresco nombre de tiendas y productos como el de «unos polvos para matar ratas, genialmente irreverentes: ¡La última cena!» (pág. 347); reflexiones sobre la actividad docente plenas de amargura, las trabas administrativas que se interponen a nobles ideales, el entramado social e intelectual de la época (con estampas mordaces en ocasiones, como la dedicada a Manuel Altolaguirre y Concha Méndez), el modo de ser español en contraste con el de otras naciones, el cine y la fotografía, y un largo etcétera que Salinas logra incluir en estas cartas a pesar de que, embebido en su enamoramiento, el monotematismo es evidente, y él mismo declara a veces que tanto te quiero puede perjudicarle, pues cansaría a su amada, pero resulta inevitable obviar todo lo externo desde el momento en que necesita evocar, en la primera de las cartas que aquí se ofrecen, sus «ganas de látigo, de echarlos a todos, de hacerte sitio, un gran sitio, un tren sólo para ti» (pág. 41), hasta la serena aceptación de su derrota, que no excluye el humor: «Por algo será el que ya hace tiempo que un cierto poeta que conozco como a mis entretelas, calla, y deja las cuartillas en blanco. ¿Será porque la Musa se le [ha] casado? ¿Es posible ser Musa y casada? ¿O se ha tomado simplemente unas vacaciones, y es la Muse en vacances?» (pág. 349).

    Desde una perspectiva filológica, se guardarán estas cartas como un auténtico tesoro, como una nueva oportunidad de leer al grandísimo escritor que es Salinas, acopiando nuevos datos biográficos, más pulsaciones de su «yo íntimo», más información sobre el proceso creativo de algún poemario excelente, y, lo más recomendable a mi juicio, se conservarán por la voz ensayística que se desliza a través de lo epistolar y que coincide o discrepa, por ejemplo, con la del Salinas defensor, haciendo bueno eso de que «hay muchos Pedros», porque cada uno es siempre distinto a sí mismo, máxime cuando no se atiende al reló y se flota por esferas infinitas. Y como lectores de a pie, hallamos una lección hermosa en este libro: los seres más excepcionales son aquellos que están dotados para hacer de sus vidas, de la vida, Arte, y esa dedicatoria que figuraba en el ejemplar enviado por Salinas a su amada, Inseparables en él siempre, prueba que es posible un «amor constante más allá de la muerte», así que pensemos en ello, posando los ojos en estas cartas, y démoslas luego a las llamas mientras recordamos «polvo serán, mas polvo enamorado».

R. Malpartida Tirado

 

José María Molina (ed.), Poetas Iberoamericanos en España (Col. Revista Literaria, 47-48), Ánfora Nova / CajaSur, Rute, 2001.

    Con dos interesantes manuscritos inéditos de la Premio Nobel (1945) Gabriela Mistral, seudónimo de Lucila Godoy Alcayaga (1889-1957), se abre este volumen prologado por Federico Mayor Zaragoza, que está comprometido actualmente por la «cultura de la paz en el mundo» y por establecer puentes sobre las fronteras político-administrativas. Valores como la convivencia, la solidaridad o la tolerancia se expresan abiertamente en el prólogo y en las composiciones poéticas donde Mayor Zaragoza apuesta por la semilla de la luz, la libertad, así como por un futuro en paz y una vida feliz para las generaciones venideras.

    El catedrático de Literatura Hispanoamericana de Las Palmas de Gran Canaria, Osvaldo Rodríguez, nos introduce con pincelada rápida y aguda en la antología de poetas hispanoamericanos que, de un modo u otro, se vinculan con España, y cuyos textos se reúnen en este volumen monográfico que José Mª Molina Caballero nos presenta con la misma pulcritud de siempre, con mayor tino que nunca y con una exquisitez editorial a la que no es difícil rendirse.

    Por primera vez se reúnen voces tan dispares, pero tan afines desde el punto de vista lírico, «que vienen de los más diversos puntos de la geografía de América». Hay colaboraciones de escritores que sólo circunstancialmente dejaron huella poética en España y de otros que «arraigaron aquí su voz de transterrados» (pág. 13).

    Nos hallamos, por tanto, ante una obra antológica, capital, para oír al comienzo de un nuevo siglo y de un nuevo milenio las voces vivas más profundas de la América hispanohablante, que se expresan líricamente en un idioma común. Este soberbio coro polifónico (veintinueve escritores) se acompaña de una cohorte, de un séquito de artistas plásticos (diecisiete ilustradores), lo que convierte el volumen reseñado en una fresca bocanada de aire, en una irrepetible manifestación del arte por la paz, la cultura, la solidaridad, la unión entre todos los pueblos hispanoamericanos y la lucha contra la barbarie.

    Para «cada día / un gesto de amor, / una palabra, / una sonrisa» —escribe Mayor Zaragoza—, para cada día —añadimos nosotros— un poema, una estrofa, una ilustración, un verso, una lírica estalactita luminosa, un haikus, un espejo poético, 2190 horas invertidas en un soneto, una flor de poetas ilustres o una noche «con el inmenso desierto / que hay entre mí y el estar contigo» (H. Gutiérrez Vega).

    Señala el conspicuo investigador que el antólogo no ha hecho distingos entre los poetas más jóvenes y los consagrados, entre quienes se erigen en voz de la nostalgia o del desarraigo, entre los que exaltan el encuentro o el desencuentro: «aunque en la mayoría se impone la voz del transterrado» (pág. 14); no han sido los prejuicios ni los criterios generacionales los ejes en torno a los que se ha vertebrado este monumento a la tolerancia, a la variedad, al mestizaje y a la unidad de los pueblos, dentro de la amena, atractiva y rica variedad.

    Antologías o muestras literarias como ésta son cada vez más necesarias. Por ello, Ánfora Nova, es decir, José Mª Molina Caballero, su editor, persevera con acierto en orquestar en un volumen monográfico anualmente una sinfonía lírica sin par, un coro de voces que, prescindiendo de alharacas y visajes, nos transporte a la pureza de la lírica, de la voz del poeta.

    Aquí están los poetas cubanos, bolivianos y argentinos, mexicanos, paraguayos y nicaragüenses, peruanos y colombianos, chilenos y uruguayos, ticos (o sea, costarricenses) y dominicanos, ecuatorianos y venezolanos; al lado de los artistas del pincel, de los ilustradores guatemaltecos, hondureños, chilenos, salvadoreños, españoles, lituanos, mexicanos o colombianos. Unos y otros, ilustradores y escritores, se compenetran en armonía y con el exquisito gusto del que siempre da buenas muestras la revista /editorial Ánfora Nova.

    Nos congratulamos, pues, con los lectores que se acerquen a esta empresa editorial andaluza y española, de larga andadura histórica, que sabe resistir los embates del tiempo y que avanza con energía imparable hacia la consolidación como proyecto cultural internacional, auspiciado por organismos como la unesco y por colaboradores de la talla de los que aquí han prestado su voz, sus versos y su propia caligrafía. Todo ello, la combinación artística de escritura, grafía y pintura, nos introduce en el territorio que llamaremos anforanoviano, en el espacio del arte-más-artístico, del arte pluridimensional, del arte en su mayor plenitud, persiguiendo con maestría su propio cenit.

    Aquí comparecen ante el lector Tulio Reyes, Eduardo Medina, Elena Rodas de Marroquín, Roberto Mejía Ruiz, Marta Campos, Kazys Kestutis Staulytis, Víctor Ramírez, Walda Echeverría de Lara, Isabel Jurado, Celsa Flores, Sabrina Villaseñor, Rafael Aguilera, Wilmar Yaya, Carmen Patier, José Antonio Platas, Paquita Blázquez y Manuel Jesús García Cruz; abriendo la brecha poética, para que al son de los timbales y clarines hagan acto de presencia, Mario Benedetti, Óscar Echeverri Mejía, Eduardo Zepeda-Henríquez, Ramiro Lagos, José Viñals, Rubén Barreiro Saguier, Hugo Gutiérrez Vega, Manuel Díaz Martínez, Sergio Macías, Joaquín Marta Sosa, Pedro Shimose, Pío E. Serrano, Laureano Albán, antonio Cillóniz, Pedro Vergés, Roberto Cazorla, Julieta Dobles, Miguel Cabrera, Marcos R. Barnatán, Noni Benegas, Felipe Lázaro, Mario Merlino, Rosalía Aller, Elina Wechsler, María Elena Cruz Varela, Lourdes Elisabeth Espínola, Léon de la Hoz, Rodolfo Häsler y Mario Campaña.

    No disponemos de espacio, ni sería procedente además, reseñar la aportación individual de cada autor, de cada artista plástico. Permítasenos, pues, mencionar rasgos particulares, tendencias, muestras estilísticas, sentimientos líricos o trazos vitales de todos estos creadores que hemos nombrado.

    De los «archipiélagos del alma» a «los pronósticos sobre mí mismo», siempre erradas y certeras profecías, que nos trae Benedetti con su pulcra e impecable caligrafía, llegamos al juego con la soledad, la melancolía y el amor ardiente, el amor inefable, el amor que se niega a ser expresado con garabatos, con letras que no sean sangre, que no sean retazos de una vida.

    Hay canciones para los caracoles y versos para los árboles en verano en Óscar Echeverri, y niños que venden periódicos, y el mar siempre. Las palabras buscan la patria de Zepeda-Henríquez, los volcanes, las estatuas y su casa natal soñada, mordida por el invierno.

    El pulso firme de Ramiro Lagos lo libera de la batalla con las lunas de amor, lo sube a los montes nevados, enfebrecido, empapado por tanta «nieve derretida», lo conduce ante espejos rotos y le hace firmar las alas del «telepoema». La Eva trashumante del cordobés argentino J. Viñals lo conduce por territorios con curvas, sin indicaciones, sin huellas y sin memoria, tras un amor risueño, feliz, enamorado.

    A Rubén Barreiro se le olvidaron las palabras, por eso empezó a escribir cada vez más hacia el extremo inferior derecho, para sujetarlas antes de que alguien tejiera la madrugada, para que quedara la canción «que es pez ya sin declive» en un río que es solo viento. Ese mismo viento se lleva las nubes y los sueños de Hugo Gutiérrez Vega, mexicano de nación, poeta prolífico, de menuda caligrafía y versos pontificales que se rompen con los escollos del Golfo de California, mientras «el día ordena sus rebaños, / bajo las manos cálidas / de un viento que cortará las ramas del laurel / para que no me veas».

    Del consumo del tiempo, de la poesía, del poder, de la palabra escribe este jardinero de la literatura que es el cubano Díaz Martínez: «Poesía eres tú, Gustavo Adolfo, / en Sevilla y en Veruela / y muriéndote de sífilis en Claudio Coello 26». En efecto, «sin nosotros y nuestros cómplices de siempre / no habrá un verso respirando en este mundo, / y un verso, sólo un verso, / si es un verso, todo un verso, / es toda la Poesía».

    El verbo, el sueño, el fuego, el instinto, la alegría del silencio, todo eso y mucho más es la poesía para el chileno Sergio Macías, que bebe en los clásicos grecolatinos y delira, como peregrino del sur austral, con la esperanza enamorada por arribar a un puerto del Tigris o de otros mares para compartir la noche contigo, amada mía. Por el viento persigue J. Marta Sosa, venezolano, la energía viajera y el aprendizaje del Padre, para agarrar la Luna y abrir las ventanas a los árboles y a los pájaros, mientras sueña que se fugan juntos dentro, fuera y contra el sueño.

    Pedro Shimose nos enseña otras puertas del Sol, otra música, otros albergues, hasta encontrar en los brazos amados el gozo de la vida vivida, no soñada, el vacío de la muerte, la sangre negra, el charco de llamas frías, el espanto de la carne ciega. Hay ojos como piedras y haikus orientales en el silencio poético roto por la voz de las hormigas, de Pío E. Serrano. Mientras, el gato reposa a la sombra y el cuco canta adelantado las horas.

    El circo, el mar, el pueblo y las zarzamoras nos los pone en los ojos Laureano Albán, un tico viajero, maravillado del conocimiento poético, del deslumbramiento de una boca, de una mirada, de un mundo.

    Después de tantos siglos, de tanto verso, de tantos poemas, vienen ahora A. Cillóniz y P. Vergés a revisar el transcurso de la historia, los acontecimientos venidos y venideros, la ternura del amor, la bravura del mar, la silueta de tu cuerpo en esos domingos de largas avenidas, que te violan, santos y malditos domingos, antes de San Lunes.

    Duerme, abuelo, que tu nieto Roberto Cazorla vigila tu sueño. Ahora el tren de las nanas ha regresado y es él quien escribe con palabras que queman «por debajo de la sangre» estos versos que reverberan en los colores invernales de Rafael Aguilera, el pintor cordobés de las cebollas que canta Julieta Robles. Cebollas rebanadas, buganvillas y cartas de la ausencia lejana en el sueño del regreso a la patria natal.

    Pero la lluvia azul y la luz en la ventana de Miguel Cabrera, en el muro, en las persianas, no logra desanimar al náufrago que invicto persigue la orilla. Y la vista aérea de Buenos Aires, resplandeciente en los hundidos ojos, experimenta la pesadilla de una lengua sin voz, la lengua poemática de Marcos-Ricardo Barnatán, siempre soñando con ser invisible ante la guadaña: «Quizá sólo somos agua y tiempo. / Y lenguaje». Por eso serán ya inmortales todos los poetas aquí antologados. Los fragmentos de Noni Benegas; los pasos y los ídolos de Felipe Lázaro; las cruces y ficciones de M. Merlino; la geografía sin secretos de la joven Rosalía Aller, su canción del tiempo amante y su juego con el juego de la verdad han ido minando el terreno de la literatura y la poesía con hallazgos inimaginables.

    Entre América y España, E. Wechsler, Mª Elena Cruz Varela y L. Elizabeth Espínola soportan el dolor del hombre desplazado, de la mujer habitada por el deseo y el miedo. Son mujeres que conocen la herencia literaria hispanoamericana, la poesía de ayer y de hoy, pero que escriben los versos del futuro sólo con «la palabra y tú».

    Por su parte, León de la Hoz pertenece a la nueva poesía cubana, pone en práctica su habilidad épico-narrativa para interrogar a un Dios que respira «fatigosamente / con la camisa abierta. / Esta noche no ha podido dormir». Además, se «ha ido tan lejos / que ya no puede hacer nada».

    Los jóvenes R. Häsler y M. Campaña se sienten seducidos por las nuevas corrientes literarias hispanoamericanas, acuden al versolibrismo en composiciones de ritmo entrecortado, compuestas en cuadernos todavía inéditos, porque sus mejores creaciones están por llegar, pertenecen a ese recuerdo del futuro, tan bien descrito por García Montero. No se olvidan del discurrir del tiempo y se interrogan por las aristas y los matices del nuevo lenguaje lírico para un nuevo siglo, un nuevo tiempo de paz y solidaridad entre los pueblos hispanoamericanos.

    De España a América y de América a España, al menos los poetas aquí antologados y reunidos se han tendido una mano, como hermanos de sangre, pues compartimos el cordón umbilical de la lengua (castellana o española), pero una y diversa, siempre la misma, riquísima en matices sonoros.

M. Galeote

 

Leopoldo María Panero, Poesía completa 1970-2000 (edición de T. Blesa), Visor, Madrid, 2001.

    «Qué extraño maleficio no deja llegar la noche, oh deshacer, deshacer con un gesto el mundo...». Así concluye el poema Las brujas, publicado inicialmente en Por el camino de Swann y luego recogido en Así se fundó Carnaby street. Es en este deshacer el mundo, como mano que borra de un golpe el crujido del ser, donde la poética de Leopoldo María Panero encuentra su sentido. Poesía Completa 1970-2000 recoge sólo una parte de la obra completa de Leopoldo María Panero, pues muchos de sus poemas publicados en revista y en colaboración con otros autores no aparecen. Uno de estos libros escritos en colaboración es Tensó, publicado por la editorial Hiperión. En el prólogo a Tensó leemos: «El hombre no pertenece a la página, y es difícilmente figura de la escritura; y, si es figura de la escritura, es a partir de la muerte del autor, cuando ya no se sabe quién escribe ni para qué». ¿Quién escribe en la obra poética de Leopoldo María Panero? ¿Es la poesía de Panero un ser extraño del mismo acto de ser de la poesía? ¿A qué se debe que la poesía de Panero surja igual que un chispazo de las tinieblas?

    La poesía de Panero nos muestra una primera circunstancia: el relampagueo, que conecta tal vez con el silencio de su querido Mallarmé. «Contra el fuego de mi mano / está el latir de mi honda boca / contra el fuego está la rosa / cayendo de mi honda boca. / Que el suplicio de no sentir / dibuje en el aire la boca / de la saliva y el poema / y perdida, a los pies del poema / la obsesión de la existencia. // Qué será el fuego sino una boca», escribe Panero en un poema titulado La rosa de Mallarmé, incluido dentro del poemario Orfebre y que se incluye en el presente volumen de su poesía completa. Mallarmé es una de las presencias indudables a lo largo de la obra de Panero ya que el poeta francés consiguió un signo de modernidad en su lenguaje poético y sobre todo de modernidad absoluta, haciendo del poema un homenaje al espacio ahuecado, al hondo resplandor que dibuja el vacío en el límite de una página. La obra mallarmeana correspondiente a este ciclo del silencio es la que se nos muestra inicialmente en el relampagueo de Panero. Otro de los poemas de Orfebre se titula Un golpe de dados no abolirá el azar haciendo referencia explícita a Mallarmé. «Mallarmé decía: La palabra vacía es una moneda cuyo cuño se ha borrado y los hombres se pasan de mano en mano en silencio. Un ejemplo de palabra vacía sería: He ido a la lavandería. [...] Mallarmé me gusta mucho. Lo decía en un artículo que hice sobre Gimferrer, Mallarmé es un himno al poeta mismo. [...] El silencio tal y como lo entendía Mallarmé era negarse a participar en la vida» [18], afirmaba Leopoldo María Panero hace años. La poesía del silencio quiere ser el reverso de la muerte, acercarse a la vida desde el enfoque mismo de la muerte. Es en este acercamiento a la vida sabiendo que no hay otra armonía posible que la armonía del silencio (recordemos a John Cage) donde la poesía tal vez encuentre su alto sentir. ‘Lo que Stéphane Mallarmé quiso decir en sus poemas’ incluido en Contra España y otros poemas no de amor, recogido también en el presente volumen, acaba con el contundente y lapidario verso «diciendo que ni siquiera Dios es superior al poema». Hablar es entonces gritar, porque ya los dioses han huido, y Panero recuerda aquí a Pessoa y su máscara, cuando decía que escribía para que volvieran los dioses, como también pedía Hölderlin. Esta afirmación contiene una verdad única de la poesía: la poesía es superior incluso a los dioses, el poeta hace y deshace su mundo igual que un dios que modela con sus deseos el espacio temporal que le ha tocado vivir. Mallarmé se convierte por tanto en la presencia más importante dentro de la poesía de Panero, además de otra serie de autores como Kafka, Pound, Artaud, Lautréamont o Edgar Allan Poe. Podemos decir que esos autores no son sólo presencia, sino tal vez esencia, voz dentro de la voz de la poética de Panero, como parece ver Jenaro Talens cuando escribe que «no hay una voz que busque subrayar su centralidad, sino la asunción cada vez más explícita de su misma vacuidad, de su carácter mestizo, en tanto resultado de otras muchas voces, que se citan, resuenan, renacen y se anulan mutuamente, en un fluir tan consistente como esquizofrénico»[19].

    La voz de Mallarmé está presente de una forma intensa en el penúltimo poema del volumen, Plagiando a Mallarmé, donde escribe Panero: «Sombra del pájaro y clavo / en la cruz de los hombres: / como Jesucristo / siempre he estado solo: / siempre / rezándole a la muerte. // Y en mi frente / silban los pájaros, y pasan / a través de mis ojos». Los pájaros pasan como símbolo del vuelo al que aspira el poeta en su ascensión desesperada, rozando la locura fingida, o tal vez la vida fingida, porque aquí se confunde la realidad con lo ficticio, y volvamos de nuevo a Pessoa para recordar que «el poeta es un fingidor». ¿El dolor de Panero es verdaderamente dolor? ¿Los pájaros que ve Panero pasar a través de sus ojos no son sólo de su yo poético?

    «Panero desemboca en el mundo infernal de las regiones crepusculares y pavorosas de la conciencia, esto es, en el espacio poético de lo sagrado» [20], escribe Pere Gimferrer. Este mundo infernal al que hace referencia el poeta barcelonés en la obra de Panero llega de la mano del bestiario y de figuras simbólicas como las del tarot. Los sapos, los perros, los ángeles, los demonios, los ciervos, las ratas, el lobo y el pez, encuentran su lugar en la poesía de Panero. En Himno a Satán, de Orfebre, leemos: «Sólo la nieve sabe / la grandeza del lobo». También en el mismo libro, en el poema La cuádruple forma de la nada el fogonazo que dejan las palabras es aún más definitivo: «Dos peces / resplandecen en el cielo / mostrando el sendero sin salida / el sendero inmóvil del excremento». En Ojos cansados de perro andaluz, poema perteneciente al libro Locos, leemos: «Como si un perro recorriera locamente / el desierto del cielo / buscando a su madre / escondida en un cofre / vigilando sus joyas, / así he mirado yo / en los ojos que borraron mi frente buscando locamente». El bestiario de Panero se configura como un universo donde los animales se hominizan y adquieren categorías propias de cada uno de los seres. Para Panero, cualquier animal es por tanto un doble del ser humano. Ocurre también que mediante la semejanza de un ser superior con algo inferior se adquieren símbolos que traspasan lo sagrado, como se puede apreciar en el poema Haiku de Pidra negra o del temblar (1992): «Figura de Dios: / Un cerdo / entre las ramas». Gaston Bachelard escribe en Lautréamont [21] que «la dinámica de la agresión precisa es la que determinará la bestia útil. El hombre aparece entonces como una suma de posibilidades vitales, como un super-animal; toda la animalidad está a su disposición. Sometido a sus funciones específicas de agresión, el animal no es más que un asesino especializado. Le queda al hombre el triste privilegio de totalizar el mal, de inventar el mal». Para Panero, esta totalidad animal está vista como reflejo del alma que provoca un animal, buscando la esencia de la vida. Cada animal en la poesía de Panero corresponde a una máxima: equiparación de la vida humana con la vida animal. El hombre tiene las funciones de un animal en la vida posmoderna. Cuando Panero escribe que la figura de Dios es un cerdo entre las ramas está haciéndonos entender que lo sagrado se destroza en cualquier momento. Al igual que Lautréamont, Panero consagra al animal como orgullo del universo. «En Lautréamont el animal es captado, ya no en sus formas, sino en sus funciones más directas, precisamente en sus funciones de agresión. Entonces la acción no espera. El ser ducassiano no digiere, muerde; para él, la alimentación es una mordida» [22], escribe Bachelard. El cerdo en el poema de Panero es símbolo máximo de su poética: es Dios, y recordemos que ni siquiera Dios es superior al poema. Podemos afirmar entonces que la poesía de Leopoldo María Panero es una energía en estado de concentración, donde los símbolos se establecen como elementos creadores de una realidad constructora, organizando el espacio poético de tal forma que nada quede al margen de la vida. «Como Artaud, organizar, desde la Sinrazón, un discurso razonable, ser un poeta constructivista a partir de la destrucción» [23], escribía Pere Gimferrer respecto al intento poético de Leopoldo María Panero, para quien su vida se resume en aquello que no sea «la palabra vacía», pues él es: «Sólo un hombre errando solo / solo, a solas con Dios / un hombre solo en la calle / errando a solas con Dios».

J. A. Padilla

 

 

 

 

[1] No es ésta la primera vez que los profesores Álvarez Hoz y García Ruiz colaboran en la edición de un autor neoplatónico. En esta misma colección ya publicaron en 1999 la traducción de Proclo o de la felicidad, de Marino de Néapolis, discípulo de Proclo y su sucesor al frente de la escuela neoplatónica de Atenas.

[2] Para todo ello toma como punto de partida y referencia los estudios, por un lado, de G. Rojo «La temporalidad verbal en español», Verba, Universidad de Santiago de Compostela, 1974, págs. 68-149; y «La correlación temporal», Verba, 3, Universidad de Santiago de Compostela, 1976, págs. 65-89; y por otro lado, de A. Veiga Valores de las formas verbales en castellano, Tesis Doctoral, Universidad de Santiago de Compostela, 1987 (inédita); y Condicionales, concesivas y modo verbal en español, Verba, Anexo 34, Universidad de Santiago de Compostela, 1992.

[3] M. Mosteiro Louzao, «La relación modo-temporal en la expresión de la causa en el Poema de Mio Çid», Verba, Universidad de Santiago de Compostela, 1998, págs. 243-291.

[4] M. Mosterio Louzao, Los esquemas causales, pág. 9.

[5] T. Jiménez Juliá, «Modalidad, modo verbal y modus clausal en español», Verba, 16, Universidad de Santiago de Compostela, 1989, págs. 175-214.

 [6] T. Jiménez Juliá, loc. cit., pág. 188.

 [7] De este modo, las exclamativas son consideradas declarativas enfáticas.

[8] Mosteiro Luzao incluye en este punto una nota con bibliografía referente a otras lenguas romances con respecto a este asunto.

[9] Estas formas se relacionan con los siguientes tiempos en el miembro efecto: das, da, dabas, dieras, diste.

[10] Véase J. L. Suárez Roca, Lingüística misionera española, Pentalfa, Oviedo, 1992, págs. 296-301.

 [11] «A nosotros, a los más fugitivos», en la Novena elegía.

[12] «Pero, ¿quién son ellos, dime, esos errantes, algo más / fugaces que nosotros mismos?», en la Quinta elegía.

 [13] P. de Man, Alegorías de la lectura, Lumen, Barcelona, 1990, pág. 37.

 [14] G. Bataille, La literatura como lujo, Versal, Madrid, 1998, pág. 32.

[15] Cf. E. Bou, «Escritura y voz: las cartas de Pedro salinas», Revista de Occidente, 126, nov. 1991, págs. 13-24; o su edición de Pedro Salinas, Cartas de viaje (1912-1951), Pre-Textos, Valencia, 1996.

[16] Pedro Salinas, Ensayos completos. 1, Taurus, Madrid, 1983, pág. 236.

[17] B. Ciplijauskaité, «Pedro Salinas, siervo de amor: poesía y vida», Revista de Occidente, 126, nov. 1991, págs. 91-105.

 [18] L. Mª Panero y L. Arencibia, Locos, Ediciones Casset, Madrid, 1992, pág. 67.

 [19] Agujero llamado Nevermore (Selección poética, 1968-1999) (ed. de J. Talens), Catedra, Madrid, 2000, pág. 47.

 [20] P. Gimferrer, «El pensamiento literario», en VV. AA., La cultura bajo el franquismo, Ediciones de bolsillo, Barcelona, 1977, pág. 167.

 [21] G. Bachelard, Lautréamont, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pág. 22.

 [22] G. Bachelard, loc. cit., pág. 10.

 [23] P. Gimferrer, «Tres heterodoxos», en 30 años de literatura en España (edición de S. Clotas y P. Gimferrer), Kairós, Barcelona, 1971, pág. 189.