el lugar de erasmo

nuevo arte de marear en la prosa renacentista española

Rafael Malpartida Tirado

Universidad de Málaga

 

 

 

 

Asunción Rallo Gruss, Erasmo y la prosa renacentista española, Laberinto (Col. Arcadia de las Letras, 22), Madrid, 2003, 318 págs.

 

    Hay ciertos términos que no cesan de circular entre los estudiosos de nuestra prosa áurea, ya sea como ejes vertebradores de sus reflexiones, auxiliares circunstanciales para definir o clasificar, o incluso como punto de referencia valorativo. Didactismo, humanismo o erasmismo pueden resultar estériles por pura reiteración mimética, en especial cuando forman sintagmas anquilosados semánticamente como diálogo didáctico, literatura humanística o autor erasmista. Si en el caso de los dos primeros resulta a veces muy útil su recurrencia, el empleo acrítico e indiscriminado de los vocablos erasmismo y erasmista ha sido especialmente nocivo para los estudios literarios hispánicos, por lo que se hacía necesaria una completa revisión de su alcance y significado.

    La dificultad de esta empresa requería unas especiales condiciones, puestas de manifiesto en la fecunda trayectoria investigadora de la profesora Rallo, repleta de llamadas de atención sobre el particular. No es este libro fruto de la casualidad, un encargo circunstancial o una caprichosa e incendiaria desmitificación, sino una obra madura, trazada coherente y consecuentemente a partir de los diversos encuentros de la autora con Erasmo de Rotterdam cada vez que abordaba el análisis de muy distintos escritores, encuentros inevitables por la sacralización crítica que ha suscitado el autor holandés.

   Durante este periplo, Asunción Rallo ha podido constatar tempranamente que situar a Antonio de Guevara fuera del llamado «erasmismo» ha supuesto una injusta minusvaloración del escritor franciscano, y ya ofrecía en su primer trabajo una de las claves para la tasación de influjos y filiaciones, extensible al ámbito del comparatismo en general: en ambos autores, «muchas veces las soluciones coinciden», de manera que tan moderno puede ser el uno como el otro[1].

Con su explicación de la imitación compuesta en dos ediciones de textos renacentistas, hizo ver que en la incorporación de temas que se han venido relacionando con Erasmo tradicionalmente, ha de tasarse en primer lugar la recuperación de los clásicos, y a partir de ahí, la presencia de autores contemporáneos, entre los cuales se halla el roterodamo en lugar destacado, pero no exclusivo. En su edición de El Crótalon, puso de manifiesto que en las «directrices de un pensamiento heterodoxo», ante asuntos como el pacifismo o la crítica antieclesiástica, Villalón seguía la estela de Luciano, Plutarco, la Biblia y multitud de fuentes e influjos[2], de manera que los escritos de Erasmo no son su punto de referencia, sino que ambos, el holandés y el vallisoletano, aprovechan el venero de la Antigüedad, y no por casualidad es el propio Luciano una de las claves para la comprensión del autor del Elogio de la locura.

Si Marcel Bataillon ya había reconocido la dependencia de El Crótalon respecto al de Samosata, así como había atenuado el influjo erasmista, su juicio sobre los Coloquios matrimoniales de Pedro de Luján fue bastante más precipitado, ya que los vinculó a Erasmo, intuyendo pero obviando otras filiaciones, que la profesora Rallo ha desvelado en su minuciosa anotación de estos diálogos, concluyendo que Erasmo proporciona muy secundariamente el marco y las funciones dialogales en dos de los coloquios, mientras que son realmente Guevara (tres cuartas partes de la obra) y Mejía los autores que incorpora por extenso.

Con lo cual resulta curioso, si no paradójico, que una obra, taracea de textos guevarianos con algún detalle de Mejía, sea «erasmista» en su doctrina, cuando a ambos autores (Guevara, Mejía) no sólo se les ha negado su relación (ni siquiera concomitancia) con Erasmo, sino que se les considera inferiores precisamente por su no pertenencia a tan brillante movimiento. Habría que revisar, pues, como en este caso, si el erasmismo pretendido de algunos prosistas del siglo xvi es más toque anecdótico o fórmula externa que ferviente contenido doctrinal. Como consecuencia: o las ideas expuestas (y tan difundidas) de Guevara no son tan disonantes con las de Erasmo, o se ha atribuido a la influencia de Erasmo lo que en realidad es desarrollo autóctono de la ideología más ampliamente renacentista[3].

    Guevara, Villalón, Luján, Mejía, todos perjudicados de un modo u otro por esa segregativa esfera de nieve del «erasmismo» español, que ha dejado a su paso obras y autores relegados a ambos lados del surco principal. Esta progresiva constatación en cada uno de los ejemplos particulares es lo que permite señalar en este nuevo libro a la profesora Rallo que no «creo que la literatura española le deba al autor holandés ni la mitad de lo que se ha especulado» (pág. 8), frase que no es gratuitamente provocadora, sino aldabonazo muy consciente, refrendado a lo largo de todo el libro.

    En una obra de estas características, era de rigor comenzar con un perfil de la figura que sirve de eje y con un recorrido por la bibliografía que ha suscitado sus vínculos con España. A estos dos cometidos se dedica la autora en el «Marco introductorio». Ni el esbozo biográfico de Erasmo ni la panorámica sobre la crítica son meras relaciones asépticas que el lector puede encontrar en multitud de estudios, ni representan tampoco un frontispicio desangelado de manual al uso. Es más, cada detalle de la «Aproximación a su vida y significación humanista» ilumina, desde las primeras líneas, los derroteros por los que se va a adentrar, desde el momento en que señala: «Cuando nació Erasmo probablemente en 1469 (o quizá 1466), en una pequeña pero próspera ciudad de los Países Bajos (Rotterdam), ya en Italia se vivía el Renacimiento» (pág. 13), concatenación de datos nada inocente; por el contrario, ya dirige una sutil llamada de atención hacia el influjo italiano en nuestras letras de aquella época.

    Su egolatría, su afán lucrativo y arribista o su falta de compromiso o criticismo político, no son sino las facetas más desconocidas de un Erasmo poliédrico, y que conviene conocer para no hacernos una idea engañosa y sesgada del autor holandés. Junto a estos rasgos, la profesora Rallo también nos recuerda, ecuánime, sus virtudes, en especial su incontestable prestigio epistolográfico, de igual modo que destaca dos aspectos cruciales para entender el auténtico alcance de sus propuestas y las limitaciones de su aportación: si el celo por la edición sólida, con el advenimiento de la imprenta, lo sitúa como un autor moderno, su adhesión exclusiva a la lengua latina representa un paso atrás.

    En relación con España, la autora va espigando los datos más relevantes que permiten sostener su tesis: el «Non placet Hispania» que declaró a su amigo Tomás Moro, que ha pasado desapercibido para los críticos; su exclusiva vinculación con España, y más concretamente con Alfonso de Valdés, por el interesado acercamiento al Emperador, monarca de la una y fiador del otro, deseable protector para el roterodamo; o el pobre intercambio epistolar con españoles.

    Bajo el epígrafe «El erasmismo español. Teorías e implicaciones literarias», se nos explica en qué consiste ser «Erasmista en tiempos de Erasmo», teniendo en cuenta que los términos erasmista y erasmismo no se emplean de modo unívoco en relación a todos los países, y que su difusión se debe fundamentalmente a Marcel Bataillon, que los aplicó al ámbito español. Parece evidente que los contemporáneos de Erasmo le tenían sobre todo por un «humanista, compilador y divulgador de la Antigüedad, parangonable con los demás» (pág. 29), a pesar de lo cual es preciso alertar sobre dos errores de la crítica derivados de los estudios acerca de Erasmo y España. El primero de ellos, «no apreciar su influencia a la par que la de los humanistas italianos» (pág. 29), representa un ejemplo bastante significativo de heterogeneidad metodológica en la investigación de nuestras letras áureas, ya que la prosa no novelesca se hace depender excesivamente del roterodamo, en tanto que para otros géneros, en especial la lírica, los literatos italianos constituyen el punto de referencia más importante en una época en la que el foco de irradiación cultural para España procedía en buena medida de Italia. El segundo gran error consiste en «creer que el pensamiento de Erasmo constituía un sistema y programa que transfería a la vez que sus libros de aprendizaje humanístico» (pág. 29), de manera que se ha hablado de seguidores y militantes erasmistas, cuando en realidad es sólo alguna de sus facetas la que ha influido en determinados escritores. Consecuentemente con esta llamada de atención, la profesora Rallo ha distinguido varias perspectivas —géneros, recuperación de la clasicidad y variantes creativas— en la ordenación de su libro, analizando las posibles implicaciones con la literatura española, en lugar de considerar la adhesión erasmista globalmente, como un movimiento epigonal.

    Continúa la autora con un completo y animado recorrido por las aportaciones bibliográficas sobre el tema. En su síntesis de las «Primeras consideraciones del erasmismo en España», reflexiona sobre la cambiante opinión de Marcelino Menéndez Pelayo, que de una concepción negativa del holandés pasó a sobredimensionar sus aportaciones, en especial tras la monografía de Adolfo Bonilla, y es sin duda esta segunda etapa de su aprecio por Erasmo la que comenzó a contagiar a los historiadores de la literatura, que se contentaron, como es el caso de Julio Cejador y Frauca, con aceptar acríticamente la valoración del polígrafo santanderino. Las interpretaciones de Dámaso Alonso y Américo Castro son de signo bien distinto. El primero, en su proceso de edición del Enchiridion, parece que quedó exhausto con la lectura del roterodamo, y algunos de sus juicios, por más que se deban a un trabajo bastante alejado de sus preferencias, son bastante plausibles. Por ejemplo, entre los que antologa la autora con buen criterio, es un alivio leer —hipérboles aritméticas al margen— que «la masa de su obra se reduciría quizá a la décima parte si nunca hubiera escrito las mismas cosas más de una o dos veces» (pág. 32). El segundo trazó un panorama de la recepción de Erasmo en España que prácticamente invitaba a rastrear su huella ideológica en cualquier literato áureo, pues permanecía en sustrato, y se dedicó básicamente a indagar en la escritura cervantina.

    Los estudios de Marcel Bataillon merecían un detenimiento especial, y así lo ha entendido la profesora Rallo. Tras explicar qué es «El erasmismo según Bataillon» y considerar los «Límites y aportaciones al erasmismo de Bataillon», donde tiene en cuenta un amplio surtido bibliográfico, que no se limita a libros y artículos, sino que incluye gran número de recensiones, la autora suscribe la opinión de Álvaro Huerga, para quien «la sugestión personal» del investigador francés interfirió demasiado en su labor, de innegable valor documental[4]. La mayoría de los estudiosos, desde la recepción de Erasmo y España, más que aprovechar la erudición de Bataillon, desvirtuaron metodológicamente sus aportaciones, llegando incluso a mantener lo que el propio Bataillon supo rectificar a tiempo. Es preciso, entonces, recopilar los principales «Tópicos y prejuicios literarios» derivados del mal empleo de los trabajos de Bataillon y de los propios límites de este, último apartado del útil «estado de la cuestión» que ha elaborado la autora. Síntesis a su vez de los principales problemas interpretativos que va a abordar a lo largo del libro, este recorrido por los tópicos incluye «el rescate del interés de una obra demostrando que es erasmista» (pág. 43), como muy explícitamente propugnaba Francisco López Estrada, instigando así a forzar los textos en busca de atisbos erasmistas; «la identificación de erasmista con autor de diálogo» (pág. 43), que además de ser exagerada, no se ha empleado de modo homogéneo, ya que se tiene en cuenta para unos autores (Torquemada) y para otros no (Villalón); «la consideración de que Erasmo sólo valida la literatura verosímil» (pág. 44), de manera que resulta paradójico que escritores considerados erasmistas hayan realizado incursiones en el género caballeresco, como Luján, Torquemada, Basurto o el bachiller Molina, además de que se intentó explicar la aclimatación de la narrativa pastoril y bizantina «porque eran la única fórmula "novelesca" que no entraba en colisión con los ideales literarios erasmistas, lo que llevó, por ejemplo, a convertir a Jorge de Montemayor en erasmista, y a continuación a buscar sus orígenes judeoconversos, y por extensión a todo el grupo de sus amigos»[5] (pág. 44); «la presunción de que las obras de presentación autobiográfica y testimonial, con revisión de la sociedad, como el Lazarillo de Tormes o el Viaje de Turquía, tuvieron su origen en el erasmismo, y éste los explica» (pág. 45), teoría que, debido a la magnitud de ambas obras, por fortuna, se ha reconsiderado; y, por último, «el prejuicio de que la "buena literatura" dependió de Erasmo y su influencia» (pág. 46), auténtico canon arbitrario y anticuado que ha afectado, por ejemplo, a Pedro Mejía, desde que Bataillon lo desterrara a los avernos literarios.

    Presentados estos problemas interpretativos, que tanto afectan a la consideración de la prosa no novelesca española del Renacimiento por la excesiva dependencia que se le ha asignado respecto a Erasmo de Rotterdam, la autora continúa con una revisión de este asunto por géneros literarios en el capítulo segundo, «El cauce formal. Herencia y confluencia».

    El primero de estos cauces que conviene examinar es, sin duda, el diálogo. El hecho de que Erasmo cultivara este género y sus resultados conocieran traslado al castellano, ha provocado que sean muy pocos los autores de diálogos que no hayan sido relacionados con el escritor holandés. En realidad, la dinámica escogida por este no constituye un referente significativo para el género, puesto que en el proceso de elaboración y adición del conjunto de sus Colloquia, explicado por la profesora Rallo como pórtico de este apartado, sólo hay un auténtico seguidor en Luis Vives, que también concibió sus diálogos para la enseñanza del latín y aprovechó, de paso, para intentar moralizar. Toda técnica del diálogo incorporada por Erasmo ya contaba con precedentes en la tradición grecolatina, de manera que el influjo formal directo de sus Colloquia está por demostrar, siempre y cuando no se hallen auténticas innovaciones respecto al modelo platónico o lucianesco que pudieran proceder del holandés. Tras explicar las sendas dialogales transitadas por Erasmo y su repercusión bibliográfica en España, la autora se detiene en los dos ejemplos más destacados que pueden leerse con el punto de referencia de Erasmo. Si Juan Maldonado, en especial con sus Eremitae, compuestos en latín como los Colloquia, representa «un modo utópico muy particular que supone una solución paralela, aunque distinta, del camino erasmista de sobreponer sátira y reforma» (pág. 57), Antonio de Torquemada comparte con el roterodamo una finalidad reformista, pero en el astorgano —afirma la autora— «hay un salto cualitativo, porque en los Coloquios de Torquemada la proyección a la sociedad, desde la transformación individual, está explícita» (pág. 65). He aquí la gran dificultad de análisis global que plantea la obra de Torquemada, puesto que en el primero de sus Coloquios satíricos sobre los males del juego se produce una promesa de enmienda por parte del jugador, pero en el resto de la serie abandona este mecanismo, muy del gusto de Erasmo, y da paso a un mensaje escéptico sobre la posibilidad de reforma de sus contemporáneos, de manera que las palabras de la autora sólo son aplicables al coloquio inaugural. No obstante, el principal problema interpretativo que arrojan estos excelentes Coloquios satíricos, derivado también de la construcción heterogénea de los siete textos, consiste en la inclusión de un último «Coloquio pastoril» aislado de la serie satírica desde el propio título y por medio de un prólogo independiente, diferenciado del resto por su mayor extensión, que permite la inserción de un relato pastoril y de otro onírico-alegórico. La profesora Rallo ha resuelto esta discordancia espléndidamente, proponiendo que

[...] lo que distingue al último de los demás, constituyendo una desviación, no es la finalidad sino el modo que, en vez de seguir la efectiva conjunción de sátira y reforma, elige la fórmula pastoril como otro camino para mostrar una loable salida para la conducta humana (págs. 65-66).

    Del siguiente cauce formal examinado, que corresponde a «Los Adagios y Apotegmas» y nos sitúa en la órbita de la miscelánea, que la autora ha contribuido a definir y analizar notablemente[6], destaca su llamada de atención hacia la Silva de varia lección de Pedro Mejía. Debido a la irrelevancia de las posibles concomitancias ideológicas, y sobre todo al poco aprecio que por la Silva sentía Bataillon, se ha desvinculado de Erasmo, a pesar de que es muy citado por el sevillano y de que su cotejo con las colecciones de adagios del roterodamo resulta interesante en cuanto a principios organizativos. La diferencia fundamental estriba en la intención divulgativa de Mejía para un lector no erudito, frente a la filiación netamente culta de las colectáneas de Erasmo, que se manifiesta de entrada por la elección de la lengua vulgar por parte del primero. Lo mismo puede decirse de otra obra de interesante confrontación, la Filosofía vulgar de Juan de Mal Lara, «que acomoda la doctrina humanista a las circunstancias españolas», lo que supone «un gran abismo respecto al uso que Erasmo pensaba para sus Adagios»:

Para Mal Lara el origen de sus proverbios era popular, su explicación podía también serlo, y su público escapaba de la élite erudita, para, a semejanza de las otras misceláneas españolas, dar entretenimiento y cultura a los curiosos «amigos y vecinos». Mal Lara traslada el doble valor de los adagios (expresión y saber) a los refranes, y los refrenda en su propia sociedad (pág. 84).

    «La Declamatio paradójica» es el último de los ámbitos formales que contempla la autora. Una particularidad para el análisis de su obra hoy más conocida y valorada, el Elogio de la locura, respecto a su acogida en España, consiste en que no fue traducida al castellano. Donde mejor se pueden rastrear filiaciones, aunque se trate de coincidencias temáticas más que de influjo directo, es en los Triunfos de la locura de Hernán López de Yanguas y en la Censura de la locura humana de Jerónimo de Mondragón. Se analiza también la dirección que a la defensa paradójica confiere Mejía en su «Coloquio del porfiado», donde destaca que el sevillano, al poner en boca del Bachiller Narváez una apología del asno, «conoce perfectamente el potencial del personaje que es ingenioso y aparentemente tonto al creerse su propio mensaje, algo absolutamente necesario para que sea efectivo, y en cierta manera sustituto de la declamatio en primera persona de la Stulticia erasmiana» (pág. 103). Esto explica el diseño de uno de los interlocutores más desconcertantes —y por ende irritantes— del conjunto de nuestros diálogos áureos, así como sitúa los Diálogos del sevillano en una órbita lúdica perfectamente explícita en los preliminares de la obra, y desatendida sin embargo, tal vez porque la sombra de la Silva sigue resultando demasiado alargada y no parece posible leer sus coloquios sin tomar como punto de referencia la finalidad de la célebre miscelánea. Se cierra el capítulo con algunos comentarios sobre la versión de otro texto erasmiano que «funciona como elogio y vituperio simultáneo» (pág. 104). La lengua de Erasmo nuevamente romanceada por muy elegante estilo, a cargo de Pérez de Chinchón, permitió cierta repercusión de sus ideas en el siglo xvi, e incluso entre los escritores barrocos, como Baltasar Gracián, bien conocido por la profesora Rallo, al que la concepción «de la lengua como realidad bifronte le interesó sobremanera» (pág. 107).

    El tercer capítulo, «Las diversas vías de la clasicidad», donde se parte de la polémica entre ciceronianos y erasmistas, así como se explica la intención del escritor holandés de conciliar clasicidad y cristianismo, constituye un estudio conjunto de la obra de Cristóbal de Villalón. Es este uno de los autores que sintió auténtica predilección por el género dialogal, como Antonio de Torquemada o los hermanos Valdés, cuyas diversas elecciones sobre los modelos y recursos del género pueden resultar, al proceder de la misma pluma, de especial interés para la investigación, que apenas si se ha desarrollado por esta vía de estudio global en determinados escritores[7]. Teniendo en cuenta el punto de referencia de Erasmo, la propuesta de Asunción Rallo consiste en apuntar las posibles concomitancias de ambos, que se basan en su común actitud humanística, pero sobre todo sugiere que los logros compositivos y el alcance ideológico del vallisoletano, en especial en El Crótalon, están muy por encima de la actitud a veces cauta, ambigua o pacata del roterodamo:

Como escritor inquietante y sugeridor, Erasmo está en su obra, aunque en ninguna lo nombre, tanto en el Scholástico, como en El Crótalon, en la que existe crítica eclesiástica, aunque sus clérigos, monjas, teólogos y pueblo supersticioso funcionen no como entes abstractos criticables, ni como marionetas lanzadas a un diálogo accionado por un autor semiescondido; son encarnaciones de un narrador que se autoanaliza, autodefiende e incluso ridiculiza, bajo el disfraz de gallo. Junto a ello definen también a Villalón su antibelicismo, la crítica escolástica, el reformismo social y la misoginia, temas que se presentan en El Crótalon con toda crudeza, remachados por una habilidad narrativa, alcanzando niveles más efectivos que los imaginados por Erasmo (pág. 116).

    Si la propuesta utópica de El Scholástico remite más a El Banquete platónico y formalmente a El Cortesano de Castiglione que a los diálogos conviviales de Erasmo, el referente fundamental de El Crótalon es Luciano —que fue de la mano del roterodamo, su traductor, por nuestro siglo xvi—, cuyo empleo por parte de Villalón, en alternancia y confluencia con otras fuentes, constituye uno de los grandes logros de esta singular obra, de igual modo que su explicación por parte de la profesora Rallo representa uno de los máximos ejemplos y modelos de análisis comparatístico en los estudios literarios hispánicos. En consonancia con el alto grado de complicidad que le une con el escritor vallisoletano, la lectura que la autora realiza de El Crótalon es una de las más sugerentes de su libro. Se trata de un hermoso conjunto de reflexiones transidas de su contagioso aprecio por este diálogo, invitación a su lectura donde llegan a fundirse armoniosamente los discursos literario y exegético: «El gallo, manteniendo como mago (o sofista elocuente) las orejas de Miçilo colgadas de sus labios, en imagen de Hércules galo, demuestra los ágiles caminos que conoce para lograr su propósito, el decir la verdad vestida de entretenimiento» (pág. 150). Su lectura y comunicación hermosea el texto de Villalón, poniendo en juego una especial habilidad para la metaforización hermenéutica[8]. De este modo, El Crótalon puede leerse, de la mano de Asunción Rallo, como caleidoscopio de la condición humana: «Cada historia, cada doctrina y cada anécdota tiene el valor de una faceta de caleidoscopio que al darle distintas vueltas acaba por mostrar todas las posibilidades combinatorias de un único dibujo. La realidad humana se refleja tan compleja como ella es» (pág. 153); trasunto de la propia recepción y fruición literaria: «La palabra del maestro va poco a poco horadando esa corteza de perplejidad, ganándose su audiencia [...]. Comprendiendo que la charla del gallo vale más que cualquier joya, [...] es al principio captado porque a través del diálogo está participando de lo que nunca tuvo (riqueza, palacios, banquetes con vajillas de oro y plata). Es la primera atracción de la literatura» (pág. 152); canto a la libertad en última instancia, que como el otro gran diálogo renacentista español, el Viaje de Turquía, no pudo disfrutar del premio difusor de los moldes. Incluso de esta circunstancia que se antoja terrible, porque dos auténticas obras maestras permanecieron fuera del alcance de sus contemporáneos, ha sabido extraer la autora una ingeniosa conclusión, como si fuera consustancial a la propia obra y no un capricho del destino literario:

Su utopismo, que genera el instrumental crítico y satírico aprendido en Luciano, quedó simbólicamente sellado en la reserva manuscrita de la propuesta: pesimismo y desilusión dejaron a Villalón investirse de gallo únicamente en la oscuridad de un Cristóforo Gnofoso y en la ficción de un crótalon que procura dar la «doctrina abscondida y solapada» (pág. 153).

    Si sabe llegar a lo más recóndito de una obra, incluso a su condición de palimpsesto, con sus análisis minuciosos, también posee la autora una gran destreza para convertir su erudición en síntesis de temas y motivos, como tempranamente demostró en su primer libro, donde la vejez, la práctica médica o el matrimonio hallaban perfectas panorámicas como marco del estudio específico de Antonio de Guevara[9]. A esta tarea se encomienda en el cuarto capítulo, «Temas y motivos del humanismo reformista», donde sintetiza las propuestas erasmistas sobre «El pensamiento religioso y la doctrina cristiana», «La reforma social: el matrimonio» y «El pacifismo y la vida militar», considerándolas en relación al pensamiento de la época y efectuando un recorrido por las principales obras españolas donde se abordan estos asuntos.

    La acogida del pensamiento religioso de Erasmo en nuestras letras requiere dos paradas de rigor: Juan de Valdés y Juan de Ávila. La adscripción del primero a diferentes movimientos espirituales por parte de los críticos ha resultado bastante confusa y aun contradictoria. Analizando estas aportaciones y extrayendo lo mejor de la propuesta de Juan C. Nieto, para quien Erasmo es una máscara o tapadera, la autora proclama «un Valdés independiente, con su personal sistema teológico, que se proyecta en su labor napolitana de la que son fiel reflejo las Ciento y diez consideraciones y el Alfabeto cristiano» (pág. 177). Este último diálogo, que tiene en común con su Diálogo de doctrina cristiana el diseño catequístico y la temática religiosa, ofrece significativas diferencias, que dan cuenta de la riqueza del género incluso en ejemplos bastante afines y debidos a la pluma del mismo autor. El alcance de la enseñanza y la configuración de los interlocutores, perfectamente acordes en cada diálogo con el fin que Valdés les asigna, se nos muestran en evidente contraste: el Diálogo de doctrina cristiana, que posee vínculos formales con los Colloquia erasmianos, empezando por el préstamo de nombres para los interlocutores, presenta «tres niveles de conocimiento y actitud cristiana» (pág. 172) en los dialogantes Antronio, Eusebio y el Arzobispo, cuya plática viene a ser la instrucción del cura «idiota» que ve la luz gracias al mediador y al maestro; el Alfabeto cristiano, en cambio, «se moldea como diálogo dual entre el mismo Valdés y Giulia Gonzaga, la discípula preferida, cuya previa relación permite el inicio didáctico en un nivel muy alto: no es diálogo para completar carencias, sino para perfeccionar lo casi perfecto», de manera que «en vez de formulación dialéctica, la dinámica es especular, y casi monológica» (pág. 178).

    Si Juan de Valdés pretende enseñar a niveles muy diferentes en función de las necesidades que aprecia en su cambiante entorno, y no sólo en estos dos diálogos, sino también en las Ciento diez divinas consideraciones o en su Latte spirituale, en la labor evangelizadora de Juan de Ávila destaca el proceso de depuración en la escritura del Audi, filia, que depende «de la contextualización impuesta por el paso del tiempo» (pág. 181), donde alguna reminiscencia erasmista ha de adaptarse a las exigencias ortodoxas. Es de notar asimismo que en su Epistolario espiritual para todos los estados, que entronca con el Norte de los estados de Osuna como breviario para el cristiano, contemplándose sus diferentes estados, y con el Enchiridion de Erasmo por su insistencia en el cristianismo interior, Ávila recuerda al holandés más como intérprete filológico de las Escrituras que como ideólogo religioso. El espectro social que intenta abarcar —con repercusiones estilísticas— es bien diferente, algo que debe tenerse en cuenta, en líneas generales, antes de establecerse filiaciones rotundas:

Escritas en un lenguaje directo y vivo, lleno de apóstrofes y elocuciones afectivas, manifiestan la personalidad literaria del predicador y evangelizador [...]. Busca soluciones a problemas cotidianos y habituales como el de los «mancebicos» que no entran a misa, o como los que se crean en torno a mesones y ventas, cárceles y casas públicas de mujeres. Reflexión social que nada tiene que ver con la elitista doctrina cristiana del Enchiridion (pág. 185).

    Ante un tema tan del gusto de los escritores renacentistas como el matrimonio, resulta de gran utilidad la síntesis inicial que nos brinda la profesora Rallo: si Castiglione lo aborda de manera global, «como suma de características y atributos», en nuestras letras encontramos modelaciones parciales que abarcan la faceta doctrinaria (Osuna), social (Guevara, Mejía) o didáctica (Luján). Los textos de Erasmo sobre la institución matrimonial no parecen excesivamente originales; más bien representan, como sucede con otros motivos, la configuración tópica del asunto por parte de los humanistas[10]. Su texto más interesante es el coloquio Uxor mempsigamos, precisamente el empleado por Pedro de Luján para sus Coloquios matrimoniales, aunque en su explicación de esta otra imitación compuesta, la autora ha demostrado que Guevara y Mejía son proporcionalmente más empleados. Para explicar su aprovechamiento del roterodamo, se vale de una nueva formulación metafórica, más prosaica que las usadas en su análisis de El Crótalon, pero igual de efectiva: Erasmo funciona como «embrague» para incluir nuevas fuentes, además de que «proporciona el marco y funciones dialogales, y no ideas ni planteamientos, que pertenecen por orden de importancia al Relox de príncipes, las Epístolas familiares y la Silva de varia lección» (pág. 195). Resulta entonces de primordial interés analizar cómo Luján vierte en forma dialógica un contenido que procede fundamentalmente de obras monológicas, por lo que es muy oportuno el capítulo que la profesora Rallo dedica a «La modelación particular de los Coloquios matrimoniales». Si en el caso de los Coloquios satíricos de Torquemada la autora ofrecía una justificación convincente de su estructura externa, que tantos problemas añade a la interpretación de la obra, también ha sabido explicar la presencia de un último diálogo en estos Coloquios matrimoniales que parece anómalo respecto al conjunto. ¿Por qué la inclusión de un sexto coloquio sobre la vejez, que parece apartarse temática y estructuralmente de la serie anterior? El «aspect romanesque» que Bataillon había apreciado en la obra, derivado de su trabazón temporal y de una repetición de personajes que se nos muestran sometidos a ese devenir cronológico, queda desvirtuado finalmente por la inclusión del sexto coloquio entre Fulgencio y Lauream, pero permite a su vez abordar un asunto que Luján no podía soslayar y que se inscribe perfectamente en la trama ideológica de la obra:

[...] si la vinculación del marido y la mujer nada debe tener que ver con el amor-pasión (enamoramiento, cortejo, etc.), su ridiculez se demuestra en el caso del viejo que se quiere casar, situación contradictoria al estado del matrimonio, sostenido por la igualdad de edades y proyectado a la descendencia. El tema queda así perfectamente cerrado remitiendo el sexto al primero (casamiento entre jóvenes, adecuado y concertado), con lo que el último (ajeno al tiempo narrativo y a los personajes) se inserta en unidad temática (pág. 200).

    En torno al belicismo y sus implicaciones políticas, contamos con varios textos de Erasmo, ninguno de los cuales, salvo su Querela Pacis, obtuvo gran repercusión editorial en nuestro país. Uno de sus mejores coloquios, Caronte, sirvió de referencia compositiva a Alfonso de Valdés para su Mercurio y Carón, pero vuelve a proporcionar el roterodamo, incluso para un autor vinculado directamente a este, resortes formales, motivos inspiradores, ideas brillantes —y narcisistas en su origen— como la mención irritada del propio Erasmo como enemigo de Carón, y no tanto un ideario sólido que pueda ser desarrollado a modo de adscripción sectaria. Al secretario del Emperador le mueven otros intereses apologéticos, y en esa línea discurre un diálogo que no debe tanto a Erasmo como habitualmente se piensa. Luciano, autor de otro Carón, pertenece al común venero de ambos, igual que Villalón se inspiró en el escritor griego para su alegato antibelicista en El Crótalon. Los dos textos que ha elegido la autora para este apartado son la Europa heautentimorumene de Andrés Laguna y los Diálogos de la vida del soldado de Diego Núñez de Alba, muestras de la dimensión política y profesional, respectivamente, de la guerra.

    El Discurso de Europa de Laguna puede considerarse fiel reflejo de algunos de los presupuestos erasmistas y está compuesto como declamatio al modo de la Locura y la Paz del holandés, que hablan por sí mismas. Lo que resulta más difícil de sostener es su autoría del Viaje de Turquía, como propuso Bataillon. Aprovecha la autora para advertir que la imagen del mundo turco ofrecida en el diálogo de Pedro de Urdemalas es bien distinta de la que apreciamos en el Discurso de Europa, más próximo a la opinión de Vives, que alertaba sobre el peligro otomano, que a la de Erasmo, que rechazaba la noción de cruzada contra el infiel. A esta razón, que procede del cotejo de ambos textos, añade una intuición que también aleja a Laguna de la órbita del excepcional diálogo: «se hace extremadamente difícil reconocer al autor del Viaje de Turquía en este Laguna, no sólo humanista en latín, sino incapaz de los vuelos de la creación propia» (pág. 215). En cuanto a los Diálogos de Núñez de Alba, la autora no coincide con Bataillon por razones opuestas a las que le han hecho discrepar en tantas ocasiones: hay bastante más del roterodamo en esta obra que lo apuntado por el hispanista francés, lo que demuestra el acercamiento riguroso a estos textos por parte de la profesora Rallo, que no los lee con prejuicio desmitificador, negando exclusivamente influencias donde el autor de Erasmo y España las apreciaba. Por ejemplo, la búsqueda de autenticidad del alférez,

[...] que se manifiesta como desenmascaramiento de trajes y actitudes falsas, puede entenderse relacionada con el erasmismo. De hecho las coincidencias de esta obra con otras de Erasmo, aparte de lo valdesiano (ya de por sí tendente a lo erasmista), y a pesar de lo afirmado por M. Bataillon, implican en espíritu y en detalles al menos un mismo deseo de transformación del hombre y la sociedad (pág. 220).

    A lo que puede añadirse gran cantidad de vínculos con el adagio La guerra es grata a los inexpertos, el coloquio El soldado y el cartujo e incluso la Educación del príncipe cristiano, pues en lugar de buscar tópicamente atisbos erasmistas en lo que realmente constituye ideario común del humanismo, ha rastreado elementos concretos de obras de Erasmo que son aprovechados por el autor español.

    Se asoman a las páginas del último capítulo, «Variantes creativas», tres obras que la crítica ha venido asociando de modo casi unánime a las propuestas erasmistas: el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma y el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, y el anónimo Viaje de Turquía, tres de las más interesantes y logradas muestras del género dialogal en nuestro Renacimiento, a las que la autora ya se había acercado con anterioridad en algunos de sus mejores trabajos[11].

    A pesar de su relación epistolar y de erigirse como el principal valedor del roterodamo en España, las propuestas de Alfonso de Valdés se presentan más ancladas en la realidad política y social, y por tanto de manera más comprometida con una causa que además le tocaba de cerca como secretario del Emperador, cuyas decisiones y proyectos políticos intentaba justificar ante la opinión pública. Erasmo, en cambio, como señaló Huizinga, no sólo parecía absolutamente apolítico, sino que su concepción del gobierno lindaba con una ingenuidad e incluso un primitivismo de imposible aplicación práctica. Con este punto de partida, la autora reconoce el modelo formal de los Colloquia de Erasmo, en especial en lo que concierne a los resortes de inicio dialogal y al diseño de los interlocutores, contemplando la transformación efectiva de uno de ellos. En cuanto a sus coimplicaciones ideológicas, el escritor español va más allá del holandés, en primer lugar, desde un punto de vista pragmático, porque Lactancio «encarna un seguidor de Erasmo que aplica sus ideas ya desde la imaginada reforma y comprueba su efecto benéfico» (pág. 236), y en segundo lugar, ya desde una perspectiva estilística, al mostrarse más provocativo y mordaz por doquier. Esto le lleva a formular una sugerente hipótesis:

La revisión política resulta independiente y las denuncias del estado del cristianismo así como las propuestas se presentan con sólido engranaje, hasta tal punto que en la mayoría de las obras posteriores en las que parece detectarse erasmismo, hay que cuestionarse si no es más bien valdesianismo, dadas las concomitancias y la proximidad de apreciaciones (pág. 241).

    El Diálogo de Mercurio y Carón, generalmente más apreciado por los críticos, tiene en común con el anterior el aprovechamiento de Erasmo en su aplicación a una coyuntura especialmente candente, y de hecho su difusión, en primera instancia manuscrita y ya muy tardíamente por la vía impresa, debió de ser conjunta, de igual modo que sus motivaciones políticas eran semejantes. Su configuración como diálogo es mucho más compleja, ya que existe una «triple motivación del desarrollo dialogal» (pág. 247), donde se combinan los modelos aducidos por el propio autor en los preliminares: de Luciano, punto de referencia de todos los escritores mencionados por Valdés, toma un ámbito infernal que, por hallarse en la encrucijada muerte / vida, permite un balance retrospectivo que revele la verdad de cada ser humano; Erasmo proporciona «un motivo coyuntural», una brillante idea que no deja de ser anecdótica: la compra de una barca por parte de Carón para poder albergar más ánimas, habida cuenta de la efervescencia bélica que se está produciendo, detalle del que obtiene mayor partido el literato español y que revierte en mayor comicidad; de Pontano le interesa el sistema de interrogatorio a diversas ánimas, lo que aporta mayor complejidad dramática a la obra con la inserción de nuevos dialogantes, a la vez que permite el desarrollo del alegato doctrinal, más allá de lo meramente político. Es justamente en esos pasajes donde se manifiesta la lectura del criticismo erasmiano, en el discurso de la buena casada, semejante a las propuestas sobre el matrimonio del holandés, o en el retrato del rey Polidoro, donde conviven Plutarco y el Erasmo de la Educación del príncipe cristiano. No obstante, en el análisis de la profesora Rallo se pone de manifiesto, por puro contraste metodológico, el carácter inaprensible de lo que viene denominándose ideología, de ahí que el minucioso examen literario de cuatro obras con tantos puntos en común arroje resultados mucho más satisfactorios que cualquier intento de localizar atisbos erasmistas en textos que sencillamente comparten el acerbo de las letras grecolatinas (el sistema lucianesco) y que ponen en juego el sentido común (desconfiar de las apariencias).

    La tercera obra estudiada en este último capítulo, el Viaje de Turquía, cuenta ya con un nutrido número de aproximaciones exegéticas, que han discurrido por la cuestión fundamental de su autoría y, afortunadamente, también por sus elementos constitutivos como diálogo[12]. Si Bataillon, auténtico entusiasta de esta obra, la rescató como ficción literaria de esa zona de «Autobiografías y memorias» donde la había situado Manuel Serrano y Sanz, la asoció arbitrariamente a Erasmo sin concretar demasiado la adscripción. Para determinar este aspecto, obra la autora por eliminación paulatina, abordando en primer lugar el problema de su autoría, que revierte en la significación erasmista de la obra, en función de las distintas atribuciones a Villalón, Laguna o Ulloa. Consustancial a esta cuestión es el grado testimonial que aflora en el relato de Pedro de Urdemalas. Aunque desde el terreno de la Teoría Literaria estemos más que advertidos de los problemas que conlleva la búsqueda de elementos empíricos en los textos literarios, en el caso concreto del Viaje de Turquía se hace necesario ese rastreo para la hipótesis autorial. Es más, la propia dinámica conversacional, que gira en torno a la credulidad / incredulidad de los domandatori respecto a la narración central, justifica y recomienda este tipo de acercamiento, que, curiosamente, han ido jalonando muy diversos especialistas en todos los ámbitos geográficos y lingüísticos en los que se mueve el protagonista. Bajo el subepígrafe «Relato testimonial y ficción novelesca», la autora ofrece una interesante lectura del itinerario de Pedro, repleta de sugerencias interpretativas en torno a la verosimilitud de los hechos que narra. Si el cauce formal del relato retrospectivo, que combina la autobiografía y la narración de aventuras, es ajeno a las preferencias erasmistas, hay detalles actitudinales en el protagonista que parecen incluso antagónicos: «Pedro de Urdemalas contraviene asimismo la absoluta censura erasmiana de la peregrinación, pues él es un peregrino de Santiago convencido y militante» (pág. 267). En cuanto a «La forma dialogada y sus personajes», la deuda que Bataillon apreciaba en el género con Erasmo sólo es detectable, como es habitual, en el inicio conversacional, «al dramatizarse el encuentro entre antiguos amigos y su reconocimiento», en tanto que «la doble combinatoria de marco dialogal y narración, remite en primera instancia a las formas lucianescas, que además propician la intención de crítica social, aunando sátira y utopía» (pág. 269). Es precisamente en esta combinación, que da título al último apartado, donde más atentos hay que estar a las posibles filiaciones erasmistas, una vez desechadas de la configuración genérica, en la que ni siquiera los personajes responden a la modelación preferida por el roterodamo, «pues ni corresponden a estados (la viuda, el monje, el soldado), ni a modelos ideales» (pág. 275). Las soluciones del criticismo, en especial religioso, vuelven a coincidir con Luciano como modelo matriz y con otros autores españoles como Alfonso de Valdés y Villalón. Con El Crótalon comparte la propugna de que

[...] la búsqueda de la libertad es la motivación esencial que debe mover al hombre [...]. El Viaje supone otra brecha semejante a la abierta por El Crótalon, ya que concuerdan en resaltar la necesidad de escapar de la ignorancia, y apelar a la virtud como modo de ejercitar la libertad» (pág. 284).

    Son las propuestas de dos peculiares viajeros de nuestra literatura áurea, transmigrando y urdiendo evasivas, respectivamente; ambos iluminados merced a la convivencia estrecha con otras realidades y dispuestos a comunicarlas mediante la hermosa herramienta del diálogo.

    La habitual generosidad de la autora, que no sólo investiga y presenta sus resultados, sino que invita continuamente al estudio con sus sugerencias y recomendaciones, halla en las características de la colección «Arcadia de las Letras», dirigida por Víctor de Lama, un espacio idóneo: el apartado «Los caminos de la crítica», donde aprovecha para recopilar y concretar un «Estado de la cuestión» como el que culminaba cada volumen de la Historia crítica de la Literatura Hispánica de Taurus. La particularidad de este libro es que surge en buena medida como respuesta a los excesos de la crítica respecto al llamado «erasmismo», reevaluado por la profesora Rallo en cada capítulo, a la vez que va aportando sugerencias de estudio. Se trata ahora, por tanto, de una síntesis y concreción de estas propuestas, que auspicia nuevos afluentes en este ámbito de la investigación. De especial interés es la recuperación de los trabajos anteriores al Erasmo y España de Marcel Bataillon, en especial los de Menéndez Pelayo y Bonilla, así como la llamada de atención hacia estudios divergentes como los de Morreale sobre cuestiones muy concretas (refranes, léxico, espiritualidad), las discrepancias de Nieto, Márquez o Huerga en términos más generales, y las aproximaciones de estudiosos foráneos como Augustijn y Halkin. Reclama asimismo la autora ediciones críticas de textos asociados tradicionalmente a Erasmo, para que en la anotación queden demostrados los vínculos desde el cotejo de textos, y no a través de vaguedades que en el fondo pueden proceder de un ideario común humanístico. Es precisamente el Erasmo humanista, intermediario de la cultura clásica y filólogo, y no tanto el adalid de la espiritualidad que nos ofreció Bataillon en un libro cuyo subtítulo rezaba Estudios sobre la vida espiritual del siglo XVI, el que realmente influyó en las letras españolas. De ahí que la senda transitada por Encarnación Sánchez García en su edición de la Retórica de Miguel de Salinas, como propone Asunción Rallo, sea una de las más fructíferas y recomendables, porque la presencia del roterodamo es comprobable de manera rigurosa: «la única base fiable deben ser los propios textos y el instrumento la cotejación textual» (pág. 288). Es preciso tener en cuenta asimismo que no sólo la cita directa, vedada generalmente para los autores modernos, proporciona información para establecer filiaciones, ya que existe una «latente fuente erasmiana», según la formulación de Mª del Pilar Cuartero, en textos que no presentan apariencia tópica erasmiana, esto es, crítica antieclesiástica. A esta reubicación podría añadirse un nuevo zoom hacia la esfera de los autores que escriben en latín, donde tuvo mayor repercusión, en consonancia con su absoluta preferencia por esta lengua. Juan Maldonado y Andrés Laguna, objetos de estudio y edición por parte de Luis J. Peinador y Miguel Ángel González Manjarrés, respectivamente, son dos de los más destacados. Y este traslado del foco de atención, realizado de manera cualitativa (ámbitos diferentes, genéricos y lingüísticos) y cuantitativa (restricción de su pretendido influjo desproporcionado), permite resituar de paso ámbitos de irradiación paralelos injustamente relegados, como el italiano, representado por Alberti, Bembo, Pontano, Gelli o Veggio. Se hace necesario, en consecuencia, el deslinde de otras posibles fuentes, en especial las clásicas, y en lugar destacado la lucianesca, que es referente común tanto de Erasmo como de algunos de nuestros mejores escritores renacentistas, Alfonso de Valdés y Cristóbal de Villalón, en cuyas obras ha explorado la autora perfectamente la presencia de Erasmo. Estas recomendaciones se completan con una bibliografía comentada.

    Se puede decir que con este libro Erasmo queda reubicado en su auténtico lugar de influencia, como filólogo y mediador de los antiguos más que como ideólogo con una tropa de seguidores. Pero no se trata sólo de desvirtuar, negar o mitigar una teoría anterior; le guía un espíritu constructivo: reconoce méritos, dialoga con escritores y críticos, y abre pautas de estudio. Es un nuevo arte de marear en la prosa española del siglo xvi repleto de generosas orientaciones metodológicas: al difuso concepto de ideología opone el cotejo textual; a la búsqueda de una fuente exclusiva, la imitación compuesta; al servilismo a una monumental obra crítica, la recuperación de sus virtudes en el exclusivo ámbito para el que se forjó[13] y el reajuste de sus arbitrariedades apreciativas.

    A la par que reevaluación del pretendido «erasmismo español», que por primera vez se realiza de manera multidisciplinar y completa, representa este libro un estudio de conjunto de la prosa no novelesca de nuestro siglo xvi. Las virtudes del trabajo se derivan de la amplia experiencia de la autora en este ámbito de estudio, a lo que se suma un talento interpretativo patente ya sea en útiles panorámicas, minuciosos análisis formales o iluminadores cotejos entre varios textos, que despiertan en última instancia el ánimo lector e investigador.

    Dos hipótesis inquietantes sobre su génesis planean tras la lectura de este libro. Tal vez tenga la autora al gallo de El Crótalon escondido en alguna parte, y este le susurra los secretos de las obras literarias. Algo de continuación, algo de canto vigésimo primero tiene este libro de Asunción Rallo. Suena un crótalon cada vez que uno se adentra en Erasmo y la prosa renacentista española. Aunque leyendo sus palabras liminares, una segunda hipótesis cobra cierta fuerza: «A quien lea despacio mi libro, espero no convencerle, sino despertarle como hizo el gallo al zapatero Miçilo en El Crótalon» (pág. 8). Tal vez sepamos ya cuál fue la siguiente transmigración del gallo. Sigamos golpeando cuero y remachando botas, con la esperanza de nueva instrucción antes de que salga el sol.

 

NOTAS:

[1] A. Rallo, Antonio de Guevara en su contexto renacentista, Cupsa, Madrid, 1979, pág. 37.

[2] C. de Villalón, El Crótalon (ed. de A. Rallo), Cátedra, Madrid, 1982.

[3] A. Rallo, «Introducción» a los Coloquios matrimoniales del Licenciado Pedro de Luján, Anejos del Boletín de la Real Academia Española, Madrid, 1990, págs. 4-5.

[4] A. Prieto ha llegado a indicar que Bataillon es «más erasmista aquí que Erasmo», a propósito del desprecio del hispanista francés hacia la Silva de varia lección de Pedro Mejía (La prosa española del siglo xvi, i, Cátedra, Madrid, 1986, pág. 222).

[5] Sobre este particular se extendió Asunción Rallo en su «Introducción» a Jorge de Montemayor, Los siete libros de La Diana, Cátedra, Madrid, 1991, págs. 17-18 y 28-29.

[6] Punto de referencia inexcusable para cualquier acercamiento a la miscelánea, donde sentó las bases para el estudio de este género, es su trabajo «Las misceláneas: conformación y desarrollo de un género renacentista», Edad de Oro, iii, 1984, págs. 159-180. Con el ánimo de divulgar estos textos, surgió su antología Misceláneas del Siglo de Oro, Planeta, Barcelona, 1983. De intención no ya panorámica, sino con el objeto de explicar minuciosamente las particularidades de una obra miscelánea como la Silva de varia lección de Mejía, en confrontación con las Epístolas familiares de Guevara, contamos con su artículo «Tópicos y recurrencias en los resortes del didactismo: confluencia de diferentes géneros», Criticón, 58, 1993, págs. 135-154. En adelante es preciso tener en consideración un extenso corpus textual emparentado con la miscelánea, que A. Rallo ha rescatado, acompañándolo de sugerencias para su estudio y de una útil antología, en Los Libros de Antigüedades en el Siglo de Oro, Universidad de Málaga, 2002.

[7] Una notable excepción es el trabajo de Cristina Barbolani, que ha tenido en cuenta los tres diálogos de un mismo autor en «Los diálogos de Juan de Valdés, ¿reflexión o improvisación?», en F. Ramos Ortega (coord.), Doce consideraciones sobre el mundo hispano-italiano en tiempos de Alfonso y Juan de Valdés, Instituto Español de Roma, 1979, págs. 135-152.

[8] Ha contribuido a explicar el mecanismo compositivo de las misceláneas, por ejemplo, mediante un repertorio de símiles florales, muy oportunos por vincularse además con los títulos y palabras liminares de sus principales cultivadores: los apotegmas que se incorporan a estos textos parecen «flores reinjertadas» en Mejía y Torquemada, en tanto que se muestran como «flores desgajadas con un sentido de ramillete o adorno individual» en obras alejadas del género como la colectánea de Rufo o en la summa de «pequeños retratos históricos en un complejo y amplio puzzle, como ocurre en Zapata» (A. Rallo, «Las misceláneas: conformación y desarrollo de un género renacentista», pág. 168).

[9] A. Rallo, Antonio de Guevara en su contexto renacentista, págs. 155-193.

[10] Resulta así la obra de Erasmo, exceptuando el Elogio de la locura y algunos de sus Coloquios, que no por casualidad son sus textos más apreciados actualmente, un útil punto de referencia cuando se aborda el estudio de obras de escasa proyección personal, como el muestrario de dicotomías tópicas que representa el Argumento de vida de Juan de Molina. Así lo he entendido en la anotación de la obra para asuntos como la vejez, el matrimonio o el antibelicismo (Juan de Molina, Argumento de vida, cedma, Málaga, 2004).

[11] Su monográfico El «Mercurio y Carón» de Alfonso de Valdés. Construcción y sentido de un diálogo renacentista, Bulzoni, Roma, 1989, constituye no sólo el estudio más completo de esta obra, sino que se erige como justa reivindicación de los estudios sobre la configuración genérica del diálogo, y representa un excelente modelo hermenéutico que incluye todos los elementos cons­titutivos del género e instruye implícitamente sobre cómo armonizarlos en busca de una interpretación coherente. Sobre el otro diálogo compuesto por Alfonso de Valdés, nos brindó un minucioso análisis de su dinámica dialéctica en «El Diálogo de Lactancio y un arcediano como proceso argumentativo: polémica dialógica y retoricismo», en M. A. Pérez Priego (dir.), Los Valdés: pensamiento y literatura, Instituto «Juan de Valdés» / Ayuntamiento de Cuenca, 1997, págs. 165-181. Ambos trabajos aparecen recogidos en su colectánea La escritura dialéctica: estudios sobre el diálogo renacentista, Universidad de Málaga, págs. 200-241 y 179-199, respectivamente. En cuanto al Viaje de Turquía, compartió sus reflexiones en el apartado que dedicó a la obra en La prosa didáctica en el siglo xvi, Taurus, Madrid, 1987, págs. 114-119.

[12] Más de setenta referencias bibliográficas donde se aborda esta obra —en muchas de ellas de manera monográfica— consignó David Mañero, número muy considerable en comparación con los estudios que ha propiciado el género dialogal, y que además se ha incrementado desde entonces («La recepción crítica del Viaje de Turquía», Voz y letra, VIII / i, 1997, págs. 115-133).

[13] Convive editorialmente, además, con la reedición en forma de libro de un antiguo trabajo de Eugenio Asensio, reconsideración en esa parcela de la espiritualidad que acotó Bataillon: El erasmismo y las corrientes espirituales afines, Seminario de estudios medievales y renacentistas, Salamanca, 2000.