RECENSIONES I

Inés Calero Secall, Jantipa (siglos V-IV a. C. )(V. Alfaro Bech). Gonzalo del Cerro Calderón, Las mujeres en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles (V. Alfaro Bech). Antonio Alberte, Retórica medieval: historia de las artes predicatorias (J. M. Ortega). Javier Pérez Escohotado, Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo (J. M. López de Abiada). Andrés Laguna, Europa heautentimorumene (J. M. López de Abiada). Asunción Rallo Gruss, Los libros de Antigüedades en el Siglo de Oro (A. Mª Villena Blanca). H. den Boer, Spanish and Portuguese Printing in the Northern Netherlands (F. Sedeño). Kormi Anipa, A critical examination of linguistic variation in Golden-Age spanish (F. Medina Morales). P. Aullón de Haro, J. García Gabaldón y S. Navarro Pastor (eds. ), Juan Andrés y la teoría comparatista (I. Llopis). Manuel Milá y Fontanals, Estética y Teoría literaria (J. Caralt). Héctor Julio Pérez López, Hacia el nacimiento de la tragedia (M. Andúgar Miñarro).

 

 

 

 

 

Inés Calero Secall, Jantipa (siglos V-IV a. C. ), Ediciones del Orto, Madrid, 2003, 95 págs.

    Ediciones del Orto publica en su colección Biblioteca de Mujeres un esperado y excelente estudio sobre la vida de una de las mujeres más célebres de toda Grecia, Jantipa. Este trabajo está realizado por una especialista notable en temas jurídicos concernientes al derecho de la familia y de propiedad y con gran incidencia en la mujer griega, la Dra. Calero Secall, que nos deleita, en esta ocasión, con un retrato femenino dibujado a partir de la reconstrucción biográfica de Jantipa, la mujer de Sócrates.

    Dicha obra, que consta de cuatro capítulos, está encabezada por un cuadro cronológico sobre los acontecimientos relativos a la época comprendida entre el nacimiento y la muerte del filósofo. Lo cierra una útil y novedosa bibliografía referente al tema que nos ocupa. Además, la autora nos facilita los datos de la biografía, estatus, descendencia, así como el contexto social que rodea a la mujer y madre del primogénito de Sócrates. Con una selección de casi cincuenta textos antiguos tanto griegos como latinos ordenados cronológicamente desde el siglo v a. C. hasta la Edad Media, cuyo trabajo de recopilación y traducción es ya en sí mismo loable, y de la mano de autores cristianos y paganos, moralistas y filósofos, historiadores y rétores, se nos ofrece una visión moderna, actualizada y diferente de la figura de Jantipa.

    Aunque la tradición nos presenta a Jantipa como prototipo de mujer irascible e iracunda, la Dra. Calero Secall dilucida la verdadera personalidad que encierra Jantipa. Es cierto que los textos recogidos están exentos de palabras pronunciadas por ella, pues conocemos únicamente los rumores con los que se la ha maltratado verbalmente a través de los siglos, pero la autora nos desvela el halo de misterio que la envuelve. Tiene presente las escasas fuentes fidedignas que se conservan sobre la vida de Sócrates, y con la ayuda de las máximas pronunciadas por los seguidores y detractores del filósofo, ya peripatéticos o detractores, ya platónicos o seguidores, nos reconstruye a Sócrates no como filósofo, sino como hombre. De este modo libera a Jantipa del carácter peyorativo con el que se la conoce y nos un nuevo retrato: una mujer tal y como fue en realidad; no sólo mujer irascible, áspera, inaguantable y de carácter agrio y violento, sino una mujer cercana y próxima que nos causa cierta simpatía, una mujer llena de ternura y cubierta de lágrimas el día de la muerte de Sócrates, una mujer hospitalaria, maternal, sacrificada, complaciente con sus hijos y piadosa cuando ruega a los dioses que le concedan a su hijo toda clase de bienes.

    La convivencia de Sócrates y Jantipa parece que no fue muy afortunada: ella, guardiana del hogar; él un filósofo en busca de la belleza, el bien y la verdad; ella, una ama de casa; él, una institución intelectual en Atenas; ella, mujer sin moderación; él, un hombre caracterizado por su mansedumbre; ella actualiza el bien individual; él, el bien común. En una palabra, la oposición de dos caracteres tan diversos nos refleja el estado real de la cuestión: la verdadera identidad de Jantipa y la sublime ideología de Sócrates.

    La autora no ha querido silenciar a otra mujer en la vida del filósofo: Mirto, con quien Sócrates, según algunas fuentes, contrajo matrimonio. Mediante una brillante y exhaustiva investigación histórica, jurídica, filológica y sociológica, la Dra. Calero Secall, mantiene la tesis de que Sócrates y Jantipa mantuvieron una relación sin vínculos legales, pero estable. Despoja a Jantipa de sus ropajes de cónyuge legal y nos muestra la desnudez de su simple condición de concubina, amante, compañera o pareja sin formalidad legal, mientras que Mirto, joven y viuda, aparece adornada con la legitimidad conyugal de un matrimonio sin dote. Al afirmar la ilegalidad conyugal de Jantipa afirma, a su vez, la legalidad matrimonial para Mirto. El triángulo amoroso formado por Sócrates, Jantipa y Mirto fue objeto de las múltiples invectivas dirigidas contra aquél.

    La rivalidad surgida entre ambas mujeres tiene su origen en el hecho de que Mirto fue premiada con la corona de unas nupcias legales exigidas por la sociedad de su tiempo, frente a la postura heterodoxa de Jantipa, inmersa en el concubinato, que iba recibiendo las afrentas e injurias de una sociedad que acabaría posteriormente en la promiscuidad; promiscuidad que tanto condenarían los moralistas y apologetas del cristianismo primitivo.

    Tal vez la irascibilidad de Jantipa esté provocada por esa dualidad femenina insostenible en el ámbito doméstico. Ella, ciudadana y concubina, transgredió con su comportamiento los códigos de conducta exigidos en su tiempo. Rivalizó con Mirto a quien no pudo aventajar ya que ésta, como esposa legal y aristócrata, aceptó las normas establecidas. Con el estilo con que nos tiene acostumbrada la Dra. Calero termina su biografía resaltando la fresca ironía de una mujer indignada ante la injusticia de la sociedad de su tiempo. Tal vez así pueda prevalecer la realidad sobre el rumor.

V. Alfaro Bech

 

Gonzalo del Cerro Calderón, Las mujeres en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, Ediciones Clásicas, Supplementa Mediterranea v, Madrid, 2003, 257 págs. [isbn: 84-7882-523-1].

    Ediciones Clásicas presenta, en el volumen v de la colección Supplementa Mediterranea, un magnífico trabajo acogido con gran entusiasmo, especialmente, por parte de todos los investigadores de la antigüedad cristiana. Este estudio está realizado por un experto conocedor de la cultura semita, especialista en Sagradas Escrituras y buen entendido en la lírica mozárabe, el Dr. del Cerro Calderón. Nos sorprende en esta ocasión, por qué no confesarlo, con la obra que lleva por título Las mujeres en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles. Esta obra, distante en el espacio y en el tiempo, no es ni una apología de la mujer, ni mucho menos tiene una intención reivindicativa, sino que pretende ser un proyecto mucho más ambicioso.

    La obra, que recoge los primitivos cinco Hechos Apócrifos de los Apóstoles: los de Andrés, Juan, Pedro, Pablo y Tomás, está encabezada por una introducción que ofrece una minuciosa descripción del perfil de las mujeres que aparecen en los Hechos Apócrifos, al tiempo que se informa del contexto social en el que ellas se desenvuelven. Cada uno de los Hechos de cada Apóstol va encabezado por un estudio del texto, los datos concernientes al apóstol en cuestión y la descripción de las mujeres que intervienen en cada uno de ellos. Aporta también una útil, abundante y novedosa bibliografía referente al tema que nos ocupa.

    Los Hechos Apócrifos de los Apóstoles nacen en el seno de la Iglesia oficial y, aunque la tradición los presente con un calificativo negativo y no los considere como libros sagrados, no por ello hay que adjudicarles un carácter heterodoxo. Gonzalo del Cerro muestra la importancia de estas obras al expresarnos el sentir y el vivir de las comunidades cristianas primitivas, sus ritos litúrgicos, bautismales y eucarísticos, así como la reconstrucción femenina del cristianismo de los Hechos Apócrifos. La importancia de esta obra radica en que el autor se propone firmemente demostrar el papel preponderante de las mujeres a finales del siglo ii y el primer tercio del siglo III. Al tiempo que aborda la tarea de desvelar y dar a conocer aquellas mujeres que han sido silenciadas a lo largo de los siglos e ignoradas desde la antigüedad, precisamente por el desconocimiento de estos libros. Es ahora el momento de concederles ese reconocimiento que se les ha negado desde antiguo y aceptar el interés, aprecio y afecto que el cristianismo de los primeros siglos sentía por las mujeres, a las que tantos autores cristianos considerarán como destinatarias de sus muchas cartas y tratados.

    Son numerosas las mujeres descritas en esta obra, pero las heroínas ocupan un lugar destacado: Maximila, Drusiana, Cleopatra, Tecla y Migdonia. Generalmente, las heroínas de los Apócrifos son de buena condición y pertenecientes a la alta sociedad, esposas de reyes o gobernadores de una provincia, son mujeres hermosas, ricas, piadosas, generosas y discretas, pues la mujer humilde y con escasa influencia social no tiene entrada en esta obra. Al lado de estas figuras de primer orden, aparecen otras mujeres secundarias a las que nuestro autor les otorga una cierta simpatía y estima. Unas pasan de puntillas y ni siquiera conocemos sus nombres; pero otras intervienen como mediadoras en las decisiones de las más importantes, como la fiel Ifidama, cómplice de su señora Maximila, o Eubula, liberta de Artemila. Éstas se configuran, pues, en el marco de los acontecimientos de los personajes primarios. Unas son compasivas y generosas, como Trifena, o fuertes y sufridas, como Ninfa; otras son pobres, enfermas, viudas, ancianas, concubinas, prostitutas o jóvenes poseídas por el demonio; pero todas, a consecuencia de la predicación de los apóstoles, van a experimentar una metanoia, van a actuar, pensar y tomar decisiones manifestando un cambio de actitud que posiblemente no hubiese ocurrido si ese encuentro con los maestros no se hubiese ocasionado. Siguen muy de cerca a unos Apóstoles cuya misión no es otra que la evangelización y la consolidación de la fe.

    Los textos puestos en boca de las heroínas rebosan de palabras que nos muestran un protagonismo que hasta entonces no habían tenido y, ello, en un momento en que el cristianismo empieza a invadir las capas más altas de la sociedad. Estas mujeres toman como opción personal, al margen de los esquemas convencionales, una renuncia al matrimonio determinada por la influencia de ideas encratitas, y eligen una vida dedicada a la castidad perfecta. La integridad de un estado casto era el pináculo más alto de la virtud cristiana en una época en que el cristianismo primitivo se caracterizaba por una moral excesivamente rigurosa donde se predicaba la victoria del espíritu sobre la carne. La castidad, el ascetismo y la virginidad tendrán una preeminencia sobre todos los demás estados, incluso sobre el matrimonio. Las mujeres, al igual que los hombres, habían alcanzado la continencia en igualdad de condiciones.

    Surge ante nosotros la verdadera imagen de las mujeres de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles. Unas mujeres que la historia nos había negado conocer realmente, pues han sido silenciadas y olvidadas. Gracias al trabajo de nuestro autor se presentan tal y como se manifestaron en una época llena de convulsiones y embates de las herejías nacientes, corrientes gnósticas y movimientos pseudocristianos, que manifestaban una vez más la riqueza de la iglesia primitiva. Recuperamos del olvido unas mujeres cuyo protagonismo está al servicio de los Apóstoles, los verdaderos protagonistas de la obra, y aunque insertos en una predicación rigorista, fruto de las manifestaciones de su tiempo, estas mujeres muestran una fuerza, firmeza, consistencia y coraje que superan la personalidad y autoridad de sus maridos. Adoptan una postura divergente, desafían el poder establecido y se rebelan contra las costumbres y esquemas de la sociedad de su tiempo.

V. Alfaro Bech

 

Antonio Alberte, Retórica medieval: historia de las artes predicatorias, Centro de Lingüística aplicada atenea, Madrid, 2003, 331 págs.

    La obra que ahora presentamos supone un paso más en un camino que su autor, Antonio Alberte, inició hace tiempo. En estudios anteriores había abordado el período acotado por las figuras de Cicerón y San Agustín, donde se asientan las bases de la preceptiva retórica latina. A ellos añadió artículos, conferencias e intervenciones en congresos que apuntaban en la dirección de lo que se ha concretado en esta obra: un estudio amplio y exhaustivo de los tratados retóricos medievales, las Artes praedicandi.

    El tratado se divide en diez capítulos. El I se consagra a la exposición del status quaestionis, los objetivos y la metodología. El ii plantea las condiciones en que se gestan las Artes Predicatorias: enfrenta los planteamientos antirretóricos de la Iglesia con la postura integradora de S. Agustín; señala las aportaciones prácticas de la tradición homilética y de Gregorio Magno para acabar con S. Isidoro en su papel de eslabón en una época yerma en tratados innovadores. Los capítulos que van del iii al vi diseccionan, a centuria por capítulo, una extensa nómina de tratados producidos en los siglos xii al xv. El capítulo vii propone un análisis histórico externo donde se reflejan claramente las grandes líneas de fuerza de la tradición, seguido de su complemento interno donde se describen las características estructurales propias del género. Además, el capítulo viii contiene una antología con nueve tratados pertenecientes al Corpus Artium Praedicandi editado por el propio autor; el ix incluye la bibliografía y el x, un índice de términos técnicos.

    El capítulo I se abre con el estado de la cuestión, donde se hace notar que las artes predicatorias han atraído tarde la atención de los estudiosos. La producción existente se reduce a catálogos de artes y demás instrumentos homiléticos, herramientas de búsqueda del tipo de los incipitarios y ediciones de las fuentes. La ausencia de estudios de envergadura es llamativa. Se añade que, según el autor, la mayoría de las ediciones no alcanza los límites mínimos exigibles. Para paliar esa carencia, el autor se ha volcado en la constitución del citado Corpus Artium Praedicandi. Buena muestra de ello es la antología del capítulo viii y que más adelante trataremos.

    En cuanto a los objetivos, habida cuenta de las mencionadas carencias, está claro que la meta que se marca el autor es confeccionar una historia completa de las artes predicatorias con la necesaria visión de conjunto que hasta ahora faltaba.

    Este capítulo se cierra con una serie de precisiones metodológicas donde Alberte expone la importancia de remontarse al período genético de las artes para poder explicar su posterior evolución. Desde esa perspectiva, el diálogo entre tradición y novedad será uno de los conceptos presentes a lo largo de todo el estudio.

    El capítulo II constituye el análisis del mencionado período genético. Alberte habla de dos líneas opuestas. La primera la encabeza Gregorio Magno, continuador de la tendencia iniciada por Tertuliano: eran contrarios al uso de los métodos de la retórica clásica para la predicación; temían que la forma pudiera afectar al fondo y que la Verdad se tiñera de seductoras falsedades paganas. Por tanto, son partidarios de erigir nuevas estrategias de raigambre puramente cristiana. Por el contrario, S. Agustín compuso De Doctrina Christiana para adecuar los principios del Orator ciceroniano al eloquens christianus.

    A pesar de que esta disputa se sitúa en época temprana, no será hasta el siglo xii cuando vean la luz las primeras artes predicatorias deudoras de esta oposición. En el interim, las reglas monásticas habían colmado las expectativas. Es significativa la confluencia entre estas reglas y los preceptos gregorianos, ya que apostaban por la parquedad formal y el trasfondo de la meditatio en lugar de formas suntuosas y susceptibles de confusión. Así, en este largo período, se genera una tradición homilética que tendrá un peso fundamental en la composición de los primeros tratados. Los preceptos de Agustín quedan confinados a un segundo plano cercano a labores de exégesis y alejado de la práctica del púlpito.

    Frente al eloquens Christianus agustiniano, que triunfará en el Renacimiento, se impone el egregius predicator de Gregorio Magno. Los conceptos básicos que definen esta figura son, según Alberte, tres: rectitud moral del predicador, capacidad para tocar el aspecto impresivo del oyente y habilidad para adaptar la predicación a las circunstancias.

    Ya en el capítulo III, el estudio se traslada al siglo XII y describe el ambiente que rodea la aparición de las nuevas artes. El cambio social se significa con la evolución de otra de las actividades del trivium, la dialéctica. Mientras que la retórica había quedado reducida al ámbito bíblico, las disputationes, centradas en las Escrituras, se convierten en la base del sermón. Se pueden establecer dos líneas con los clásicos como eje: unos autores se muestran más abiertos a su uso [1], mientras que otros son más conservadores y adoptan posturas gregorianas [2]. De todos modos, por mucho que algunos autores decidieran adoptar unas formas más o menos clásicas, todos hacen las mismas exigencias éticas que Gregorio Magno.

El capítulo IV aborda el siglo XIII, donde se mantiene la línea que el autor llama clásico-gregoriana, pero además se hace sentir el peso de la Escolástica. La meditatio, soporte fundamental de la composición del sermón, es sustituida por nociones procedentes de la dialéctica que darán nombre a los grandes tópicos del sermón: thema, distinctiones y confirmatio. Todo gira en torno a la Biblia, todo gira en torno al tema: es el origen y el soporte del sermón.

En un primer momento, la adopción de los nuevos conceptos de la dialéctica no es completa, por lo que se producen tratados híbridos. Se conservan las indicaciones de Gregorio Magno respecto a la ética del predicador, pero se incorporan los nuevos modelos compositivos [3].

Paralelamente, surgen otros tratados que el autor denomina modistas. Se basan en los procedimientos propios de la dialéctica para la dilatación del tema. Aunque es cierto que circularon como método compositivo autónomo, muchos de estos tratados simplemente recogían un catálogo de modi y aparecían como anejos de los tratados de corte clásico-gregoriano [4].

   Un tercer tipo, el de los tratados temáticos, es el que se va a convertir y quedará como característico de la predicación. El sermón se asocia a la imagen de un árbol, con el tema por tronco, las divisiones por ramas y las distinciones por hojas; la dilatación ocupa también un lugar destacado [5]. Alberte apunta a las artes poéticas como fuente de esta partición, concretamente habla de Godofredo de Vinsauf.

    El capítulo v aborda el siglo XIV, inaugurado por una serie de tratados que vienen a paliar las carencias de las artes temáticas. Estas carencias ya habían sido detectadas en el siglo anterior, pues los nuevos tratados dejaban de lado la figura del predicador que tan importante lugar ocupaba en la preceptiva gregoriana. Sin embargo, no retoman antiguas fórmulas, sino que crean un nuevo esquema para unir consideraciones sobre el predicador y cultivar el método temático. Así, surge un primer tipo de tratado que se articula en torno a las causas aristotélicas, dando cabida al predicador en el apartado de la causa eficiente [6]. Con el tiempo, se producirán variaciones sobre este modelo. Aparte, siguen teniendo vigencia tratados de corte modista y se siguen erigiendo numerosas artes sobre el esquema temático.

    El capítulo vi recoge la suerte de las artes predicatorias en el siglo XV. Fundamentalmente, los tratados responden «a la circunstancia de ser epígonos» (pág. 161). Por un lado, se siguen alumbrando tratados híbridos, aunque son los menos. Por otro, dentro de los tratados temáticos, se traza una triple división: unos dan primacía casi exclusiva a la figura del predicador; otros buscan el equilibrio entre mensaje y emisor; y otros optan por atenerse únicamente al esquema formal (tema, división y distinción, además de la dilatación). Por último, la corriente modista subsiste a duras penas junto a otras obras menores sobre temas instrumentales.

    Se cierra así el repaso riguroso tratado por tratado, caso por caso, descendiendo al detalle de la estructura de cada arte. A partir de ahora se ofrecen los resultados de una investigación profunda desde una perspectiva mucho más amplia. De este modo, el capítulo vii se abre con el repaso de los principales hitos de la tradición, esto es, con el compendio de lo visto hasta el momento. A continuación Alberte introduce un análisis interno: no se centra en quiénes las componen, sino lo que componen. Llega el momento de recoger los hilos lanzados en los estudios obra por obra, los reúne y los anuda para configurar una visión amplia de la evolución del género.

    Así, habla de una readaptación alla christiana de todo lo referente a la captatio benevolentiae, que, como informaba al comienzo, realizó Gregorio Magno. La figura de S. Agustín es recurrente a la hora de hablar de las funciones de la elocuencia, la división en tres estilos y las referencias a las obras tulianas. Igualmente, las menciones a la tradición patrística se hacen eco del rechazo inicial de la retórica en el ámbito del sermón y de nuevo aparece Gregorio Magno con sus consideraciones sobre doctrina y vida.

    A partir de aquí, las aportaciones propias de la dialéctica consolidan las partes de las nuevas artes: tema, división, distinción y dilatación.

    Respecto al tema, el autor recuerda las restricciones numéricas que indicaban que la cita elegida a tal efecto no debía contener menos de dos ni más de cuatro elementos predicables. Además, podía desprenderse del mismo un prótema que, en la mayoría de los casos, vendría a cumplir las mismas funciones del exordio clásico. En este apartado, los modos de introducción fueron cada vez más complejos, desembocando en tendencias como la silogística.

    La división podía ser, según dice, interna o externa al texto, es decir, previa o presente al texto. La primera buscaría los predicables, mientras que la segunda acabó por convertirse en la distinción. Muy importante era destacar la relación entre las distintas partes surgidas de la división, lo que se podía hacer siguiendo rimas y ritmos, tendencia a la que contribuyó la influencia de los cursus de las Artes dictaminum. Otra posibilidad dentro de la división era que apareciera una división secundaria a partir de nuevos significados: eran las subdivisiones.

    La tercera parte es la de la distinción, un terreno que deparó no pocas confusiones con la división. Martín de Córdoba hizo una exposición lo suficientemente explícita como para deshacer el entuerto: oponía distinctio a dictio. El autor considera importante destacar que la división del tema fue considerada una modernidad frente a la distinción, que, necesariamente, debía concordar con la Biblia y venir confirmada por autoridades patrísticas.

    Por último, la dilatatio o amplificatio no era una parte del sermón como las anteriores, sino una acumulación de procedimientos de origen diverso. Como bien demuestra y ejemplifica A. Alberte, unas fueron tomadas de la lógica a través de las disputationes, otras de la gramática, otras de la poética y algunas incluso de las vitae y exempla.

    Como colofón del estudio, el capítulo de conclusiones se cierra con una reflexión sobre la dinámica planteada desde el enfrentamiento de las posturas de S. Agustín y Gregorio Magno. Y es que, por mucho que se impusiera el método temático, apoyado en la Escolástica y con un evidente triunfo de los preceptos gregorianos, los postulados del obispo de Hipona permanecieron en un segundo plano, pero tampoco se produjo una oposición destructiva. Gracias a ello, aunque no se llegara a la unificación de tendencias, fueron posibles las influencias mutuas, origen fundamental del método mestizo que legan las artes del siglo XV.

    El estudio propiamente dicho acaba en este punto, con esa conclusión, pero no la obra, que todavía ofrece contenidos de indudable interés. El capítulo VIII presenta nueve tratados transcritos y editados por el autor, quien hace especial hincapié en el uso de los loci paralleli como algo fundamental para la fijación de este tipo de texto y como posible explicación de la baja calidad de ediciones anteriores. Y es que, al carecer de un corpus amplio sobre el tema, Alberte considera imposible solucionar ciertos pasajes. La antología contiene las obras de Alejandro de Ashby —de quien existía una edición anterior que el autor ha rehecho por completo— Ricardo de Thetford, Juan de Gales —único caso que contaba con una edición autorizada, obra de Woodburn O. Ross, que sigue el autor a la hora de fijar su propio texto— Jaime de Fusiñano, Tomás de Tuderto, Juan de Chalons y Thomas Pencketh, además de los anónimos Verbum Christi propter Christum y Exponas thema. Esta selección parece suficiente para colmar las expectativas del autor, que pretende proporcionar material suficiente para que se puedan comprobar en la práctica las características que atribuye en su estudio a los distintos tipos de arte.

    El capítulo IX contiene la bibliografía, que se estructura en dos partes. La primera está dedicada a las fuentes y, efectivamente, en la línea de lo que venía apuntando, se corrobora la falta de una obra de conjunto aparte de la que él mismo ha confeccionado y que aún está en prensa; así que, por lo general, las demás editan la obra de un solo autor y sólo en ocasiones aparecen acompañadas de un estudio. En la segunda parte, los estudios son bastante concisos, tampoco hay obras de conjunto, sino material instrumental para el estudio de los textos como catálogos o estudios de fuentes, además de monografías centradas en un determinado enfoque o período.

    Por último, el capítulo X recoge un índice con la terminología retórica latina utilizada en la obra, cuya utilidad está fuera de dudas en este tipo de trabajo.

    Para concluir, una primera prevención es que no se trata de un manual de divulgación, sino de una obra de máxima utilidad para el especialista. Es un estudio concienzudo de una tradición amplia y bastante desconocida, que, además, está enfocada desde el conocimiento profundo de la retórica y de la literatura latina medieval, por lo que exige unos conocimientos previos nada desdeñables.

    Merece ser ponderada la coherencia con que se combina en el estudio de cada tratado el enfoque interno con el externo, ya que el uno se apoya en el otro. La disección estructural de los tratados uno a uno se convierte en prueba de la validez de la tipología que propone el autor (modo clásico-gregoriano, temático y modista). Y no sólo desde un punto de vista puramente estructural y sincrónico. Desde una perspectiva histórica, tales componentes estructurales revelan, por comparación, en qué puntos triunfan tradición y novedad.

    Aparte de la tipología, los tres aciertos mayores son, sin duda, la completa historia de las artes predicatorias de los capítulos ii a vi, el resumen esquemático del capítulo vii y la antología de textos. En cuanto a la historia de las artes predicatorias, el autor ha conseguido establecer un texto de referencia, con lo que elimina una laguna considerable en el campo de la retórica latina. En cuanto al resumen, se puede decir que constituye por sí mismo el arquetipo de las artes predicatorias, ya que el autor logra reducir la extensa casuística a un sistema claro, sintético e incluso brillante. En cuanto a los textos, a la vista de la valiosa aportación de esta antología, no queda más que esperar que el Corpus Artium Praedicandi vea la luz tan pronto como sea posible para convertirse en el complemento idóneo de este magnífico estudio.

J. M. Ortega

 

Javier Pérez Escohotado, Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial (Toledo 1530),Verbum, Madrid, 2003, 651 págs.

    Hay libros que uno sabe ineludibles, como el que hoy reseño. El título de esta obra extraordinaria es excesivamente cauto, puesto que se trata de un ensayo que va mucho más allá del proceso inquisitorial que la portada anuncia. Integrada por tres partes, la primera versa sobre la estructura de la obra, la metodología aplicada y las normas de transcripción utilizadas. La segunda está constituida por la transcripción paleográfica y las anotaciones del proceso de la Inquisición de Toledo (1530) contra el bachiller y clérigo Antonio de Medrano, amén de otros dos procesos que se añaden al proceso principal (Valladolid, 1520 y Salamanca 1524). La tercera está reservada al análisis minucioso de la literalidad y de la desviación en los textos de los procesos como productos de la manipulación lingüística que se da en ellos.

    La tesis capital de la obra podría ser definida como sigue: todo delito es un problema y un proceso textual. Dicho de otro modo: no hay delito hasta que no ha sido codificado en un texto que lo difunde en forma escrita; las prácticas delictivas —sean de pensamiento o de obra— han de pasar por el proceso de su descripción y fijación en la letra de un código o de una sentencia. Huelga, por tanto, decir que la hipótesis principal exige un acercamiento y un análisis desde la lingüística del texto y una metodología interdisciplinaria que el estudioso aplica con gran dominio.

    El interés de la obra radica además en un dato consabido: en las historias de la espiritualidad española del siglo xvi y en la nutrida bibliografía que relaciona espiritualidad y lengua o literatura, el proceso seguido contra el bachiller Medrano no figura en parte alguna. Dato este sorprendente si se considera que en el Archivo Histórico Nacional de Madrid está el proceso completo (Sección de Inquisición, Legajo 104, nº 15). Este legajo está integrado por 306 folios manuscritos por ambas caras, en las que figuran varias piezas: a) el mencionado proceso que la Inquisición de Navarra, Calahorra y La Calzada siguió contra el bachiller Medrano en los años 1526 y 1527 (folios 1-84); b) las iniciales establecidas por el derecho para abrir en Toledo el proceso, fechadas en 1530; c) los procesos acumulados de Valladolid (1520) y de Salamanca (1524) (folios 87-131); la reproducción de diversas declaraciones procedentes de procesos varios, anteriores todos a 1530 (folios 131-154); d) las actuaciones llevadas a cabo en y por el tribunal inquisitorial de Toledo (folios 155-290); y e) las diligencias finales, que permiten la reconstrucción del itinerario de Medrano en Toledo tras su proceso antes de establecerse en el convento de Navarrete, su ciudad natal (folios 290-306).

    Los 84 primeros folios relativos al proceso de Calahorra ya habían sido publicados por el propio Pérez Escohotado en 1988, con prólogo de Melquíades Andrés, conocido especialista en los asuntos de alumbrados.

    La utilidad de la transcripción completa del proceso tiene enorme relevancia y es de gran provecho en varias disciplinas (la sociología, la psicología, la economía o la historia de la espiritualidad, la historia del derecho —sobre todo el procesal—, la lingüística en general y la lingüística del texto). Y ello no sólo por la utilidad más inmediata de toda transcripción paleográfica (e. d. : por facilitar a los estudiosos de las varias disciplinas un texto difícil de localizar y de leer), sino también porque se trata de una transcripción sumamente respetuosa con el manuscrito original, acompañada asimismo de un apartado de puntuación en concordancia con las normas actuales para facilitar la lectura.

    En la inabarcable bibliografía sobre la historia de la Inquisición española no está suficientemente estudiado el papel de los cuadros intermedios, pese a algunas investigaciones valiosas —las de Ricardo López Vela son las más completas— sobre los llamados «cuadros inquisitoriales». Ni que decir tiene que, en un trabajo como el que valoro, en el que se muestra con convicción que «todo delito es un problema y un proceso textual», quienes mayor importancia tienen no son necesariamente los inquisidores, sino los escribanos y notarios del secreto, y, por supuesto, los fiscales. De ahí que el estudioso haya abordado el intrincado asunto de los cuadros intermedios y haya reconstruido la legislación que trataba y dictaba normas sobre los mismos. Para ello Pérez Escohotado ha utilizado con muy buen criterio dos tipos de documentación de alto significado: los llamados Libros de Estilo (más conocidos quizá con el título de Manuales de inquisidores) y las Instrucciones para proceder, fijadas por la propia Inquisición española. De los calibrados argumentos sobre este asunto y de la abundante documentación se desprende —y es un hallazgo llamativo que Pérez Escohotado presenta con mansa cautela— que el término «estilo» como sinónimo de ‘modo de proceder’ se usó antes en castellano que en francés, que hasta ahora pasaba por ser la lengua de la que supuestamente provenía el concepto de ‘modo de proceder’, antes de que «estilo» significara ‘modo personal de componer una persona’, usado en repetidas ocasiones por Juan de Valdés. Del estudio de los Manuales de inquisidores y de las Instrucciones inquisitoriales resulta asimismo que los notarios del secreto y los escribanos (con frecuencia casi sinónimos) cumplían unas normas muy concretas: 1. eran oficiales imprescindibles; 2. eran los responsables de escribir materialmente el texto (que, sin embargo, podía ser sometido a correcciones y retoques); 3. tenían la obligación de tomar nota de las declaraciones de los testigos; 4. eran responsables de que encajasen las notas que tomaban y de la redacción última del acta; y 5. debían respetar cuidadosamente el contenido («ni adición ni supresión de palabra», reza textualmente en las Instrucciones de la Inquisición; de ahí que sólo se admitiesen cambios o interpolaciones de nombres).

    Como cabe esperar, el punto capital para la tesis principal planteada en el libro es el quinto. Y dado que, pese a la prohibición, los funcionarios inquisitoriales añadían y suprimían palabras, frases o incluso párrafos, la infracción permite analizar las manipulaciones y sus mecanismos, aspectos que el estudioso aborda con maestría. Precisamente en el desarrollo de la tesis principal —todo delito es un proceso textual— es donde mejor se puede apreciar que la determinación de conjugar y aunar aspectos históricos y lingüísticos en el procedimiento analítico es altamente fructífero. Lo es porque la conjugación de la lingüística del texto o la pragmática y la historia del derecho procesal permiten un estudio del lenguaje de la norma jurídica, de su terminología y de la argumentación desde una perspectiva novedosa, amén del análisis de las llamadas preguntas orientadas y de los mecanismos de la presuposición. Verdad es que las preguntas orientadas y los mecanismos de la presuposición ya estaban bien estudiados en el ámbito del Derecho y de la psicología jurídica, pero también es cierto que hasta la fecha nadie había analizado la manipulación verbal en un proceso completo, y que es Pérez Escohotado el primero en hacerlo minuciosamente.

    Consciente de las dificultades metodológicas y del carácter interdisciplinario de su investigación, el estudioso ha elegido la senda o el itinerario de la literalidad como ruta de trabajo y el examen de las desviaciones. Por itinerario entiende Pérez Escohotado «el proceso por el que transita a lo largo de las distintas piezas del proceso una determinada declaración»; por literalidad, «la reproducción de las palabras y el sentido de una cita ajena»; por desviación, «las variantes textuales de la literalidad que se dan a lo largo del proceso a partir de un grado cero práctico». La amalgama o combinación del método histórico y del análisis lingüístico confirman la tesis del «legado medieval», presente en los alumbrados de Toledo y en Medrano.

    Las páginas dedicadas al análisis comparativo de los mecanismos de la manipulación son otra buena muestra de lo acertado del procedimiento. Efectivamente, el autor lleva a cabo un minucioso análisis comparativo sobre la acusación de epicureísmo contra Medrano, basada en diecinueve notas de contenido gastronómico que Medrano pretendía hacer llegar a su hermano (que era quien le socorría desde el exterior), pero que fueron interceptadas y entregadas al fiscal.

    Para calibrar la manipulación textual en el proceso de Toledo, el estudioso aplica —con una precisión envidiable— procedimientos del itinerario textual y comprueba las desviaciones, arrancando para ello de las declaraciones de los testigos y considerándolas como grado cero textual auténtico. De los resultados del análisis textual, Pérez Escohotado llega a las conclusiones siguientes:

    1ª Medrano pertenecía a los alumbrados del reino de Toledo. Esta conclusión corrige las afirmaciones del principal tratadista, Antonio Márquez, que había concluido tras largas pesquisas que Medrano formaba parte del grupo y era seguidor de la beata Francisca Hernández, quien a su vez «ni era alumbrada ni madre de alumbrados». Pérez Escohotado prueba que los inquisidores juzgan a Medrano en 1530 como alumbrado bajo el «código» del Edicto de 1525. De ahí que todas las manipulaciones y desviaciones de la literalidad llevadas a cabo por el fiscal tengan exclusivamente la finalidad de aproximar la conducta y las opiniones de Medrano a la textualidad del mencionado Edicto de 1525. A estas conclusiones se añade otra no menos relevante: en contra de lo sostenido por Antonio Márquez, Pérez Escohotado considera que el estudio de los alumbrados del reino de Toledo debe adelantar el terminus a quo del fenómeno al período 1515-1519 e incorporar los llamados Cuadernos de Alumbrados y otros procesos anteriores a 1525 (como, por ejemplo, los de Medrano de 1520 y 1524, en los que ya se vislumbra el alumbradismo).

    2ª Epicureísmo de Medrano en el sentido popular del término. Pérez Escohotado rastrea y analiza una serie de aspectos que lo llevan a la recalificación de Medrano como «alumbrado epicúreo» en el sentido antes indicado. Hay un dato que puede parecer anecdótico pero que tiene cierta relevancia: Medrano era aficionado a la cocina y guisaba discretamente; es más: por las fechas del proceso estaba recopilando un libro de recetas, dato curioso si consideramos que el primer libro de recetas de cocina en castellano era una traducción del Llibre de coch, de Ruperto de Nola, para ofrecérselo al emperador Carlos V en 1515 y luego en 1529. Más relevante es sin duda el hecho de que su epicureísmo esté transido de escepticismo, particularidad frecuente entre judeoconversos y sus descendientes. Constatación novedosa, si se considera que el escepticismo ha sido interpretado de agnosticismo (Gilman), de incredulidad (Caro Baroja) y de ateísmo (A. Selke). Una actitud, por tanto, en sintonía con su origen judeoconverso, que le venía a Medrano de su padre, que se vanagloriaba de serlo y que también había sido procesado por la Inquisición.

    3ª El comportamiento erótico desinhibido y su concepción del erotismo y de la sexualidad no pueden proceder de los alumbrados, puesto que, según la declaración de un testigo, Medrano solía afirmar que «si abraçava las doncellas, que les dava castidad y que esta graçia tenia de Dios». Esta frase y otras parecidas y complementarias son analizadas de manera pormenorizada por el estudioso, relacionándolas con la idea de que la Iglesia y Dios sólo juzgan por lo exterior y no por la intención, idea, por lo demás, que también sigue Juan de Valdés y que puede estar relacionada con el nicodemismo, que defiende que es más importante la intención que los actos.

    4ª Las manipulaciones textuales se concretan principalmente: a) en la adición de términos; b) en la supresión de palabras (o incluso frases) con capacidad de matizar o exculpar al procesado; y c) en la generalización. Sin embargo, el hecho de que las manipulaciones más visibles se diesen en la acumulación de procesos anteriores al de Toledo de 1530 (sabido es que la Inquisición no respetaba el principio ne bis in idem —nadie deberá ser juzgado una segunda vez por lo mismo—) y que esos hechos o acusaciones fueran juzgados aplicando un «código» penal nuevo (el Edicto de 1525) es de por sí significativo.

    En suma, nos hallamos ante una aportación de alta calidad científica que pone a disposición de historiadores, filólogos, juristas o psicólogos un material de capital importancia para la investigación y el estudio.

J. M. López de Abiada

 

Andrés Laguna, Europa heautentimorumene es decir, que míseramente a sí misma se atormenta y lamenta su propia desgracia (introducción, edición, traducción y notas de M. A. González Manjarrés; prólogo de J. Pérez), Junta de Castilla y León-Consejería de Educación y Cultura, Valladolid, 2001, 207 págs.

Miguel Ángel González Manjarrés, Andrés Laguna y el humanismo médico. Estudio filológico, Junta de Castilla y León-Consejería de Educación y Cultura, Valladolid, 2000, 318 págs.

Juan Luis García Hourcade y Juan Manuel Moreno Yuste (coord. ), Andrés Laguna. Humanismo, ciencia y política en la Europa renacentista. Congreso Internacional, Segovia, 22-26 de noviembre de 1999, Junta de Castilla y León / Consejería de Educación y Cultura, Valladolid, 2001, 578 págs.

 

    Desde que Marcel Batallon atribuyera al doctor Laguna el Viaje de Turquía (escrito hacia 1557; coetáneo, por tanto, del Lazarillo de Tormes), el médico castellano ocupa un merecido puesto en la historia de la literatura española. Entre tanto, sabido es, El viaje de Turquía ha pasado a las filas de los títulos de autor «anónimo», como el Lazarillo y otras obras capitales de la literatura española. Y está bien que así sea si consideramos la sensibilidad artística, los profundos conocimientos antropológicos y la sorprendente capacidad con que el médico segoviano reúne y elabora una documentación más que considerable, pues supo asimilar e integrar obras señeras recién aparecidas, como los Costumi et i modi particulari della vita dei Turchi (1545, de Luigi Bassano) y el Trattato dei Costumi et vita dei Turchi (1548, de Giovan Antonio Menavino). A ello se suma lo consabido: El Viaje de Turquía es una obra de alta calidad literaria y una prueba de escritura que recurre a astucias y escamoteos para pergeñar y calibrar formas de vida y de verdades que el lector, sabedor de que son ficticias, las acepta como verdaderas por rezumar verosimilitud y autenticidad por los cuatro costados. Si el Lazarillo era una «impostura» narrativa en la medida que vendía ficción por autobiografía, el Viaje se reviste, como bien sabemos, de coloquio de corte humanista entre tres personajes conocidos: Pedro de Urdemalas (sumamente popular en la época), Juan de Votadiós (que encarnaba al judío errante) y Matalascallando (personaje conspicuo y proverbial). Y sin embargo, pese a los orígenes librescos del Viaje, tanto la funcionalidad y el significado de las imágenes, como la descripción que hace de una nación extranjera y su representación son excepcionales e inauguran un subgénero nuevo.

    El discurso de circunstancias Europa —más conocido como el Discurso de Europa— del médico, naturalista, humanista y filólogo segoviano Laguna—hijo de padres conversos—, fue publicado en 1543, a los pocos días de su lectura en la Facultad de Artes de Colonia. Aparecido en la imprenta de Johann von Aachen (Colonia), el autor se olvidó de su famosa oratio y no la volvió a reeditar. Tampoco fue incluida en ninguna de las misceláneas de textos políticos (la primera reedición, en forma facsímil, es de 1962, con traducción de J. López de Toro y con prólogos y apuntes introductorios de escaso alcance) de varios autores aparecidas en la colección «Joyas Bibliográficas». Desde el punto de vista filológico, la edición de Europa de González Manjarrés es perfecta: incluye las correcciones del autor, corrige los errores evidentes, el aparato crítico es preciso y conciso, las intervenciones de puntuación en el texto son coherentes y convincentes. Y también lo es su traducción castellana, que mejora en mucho la respetuosa versión de López de Toro (adolecía, sin embargo, de exagerada literalidad), enriquecida además con copiosas notas que dan cumplida cuenta de las referencias y alusiones mitológicas de la Antigüedad grecolatina relativas al momento histórico; profundas y enriquecedoras son también las explicaciones de carácter lingüístico, la crítica textual y el apartado de las fuentes. A ello se añade la excelente edición material del libro y el inmejorable prólogo de Joseph Pérez, cuyo final cabe reproducir: «El humanismo español, representado por el doctor Laguna y por el autor desconocido del Viaje de Turquía —a lo mejor una sola y misma persona [...]— se adelanta así a los Montaigne, Descartes, Montesquieu, Voltaire [...], en los que se suele ver a los iniciadores de la idea moderna de civilización europea opuesta a la barbarie: neutralidad religiosa, secularización del orden y de la acción pública, principios idénticos de moral social y personal» (pág. 23).

    El estudio de González Manjarrés sobre Laguna y el humanismo médico es asimismo una aportación fundamental, puesto que se trata de un acercamiento filológico, potenciando así un aspecto que suele quedar desatendido por los historiadores de la medicina. Un acercamiento justificado si se considera que los médicos cultos del Renacimiento eran humanistas que escribían en latín y en griego, y que con frecuencia figuraba entre sus prioridades la restauración crítica de textos clásicos. Por tanto, no sorprende que el volumen presente ese aspecto filológico, puesto que además se trata de la revisión y adaptación de la tesis doctoral del autor, latinista de la Universidad de Valladolid.

    El trabajo versa sobre la obra latina de Laguna y se centra en tres aspectos estrechamente relacionados entre sí: a) el hombre y su obra; b) labor literaria y filológica (su labor de crítica textual, los géneros literarios, el tratamiento de las fuentes y sus traducciones); y c) el estudio de las características lingüísticas y la latinitas del doctor segoviano. Para ello tiene en cuenta el corpus de toda su obra latina y castellana. Este trabajo primero da frutos novedosos, por proceder de datos derivados de las obras del médico y ser el primer investigador que considera su obra completa. Por otro lado, el hecho de haber clasificado y fijado el entero corpus entero y estudiado las fuentes empleadas constituye de por sí un avance indiscutible y uno de los logros más significativos, puesto que permite saber quiénes eran sus autores preferidos y el grado de conocimiento de los mismos. En suma: González Manjarrés ha inventariado y reclasificado el entero corpus cientificoliterario de Andrés Laguna y ha aportado referencias y pormenores directamente relacionados con su biografía.

    El volumen coordinado por García Houracade y Moreno Yuste reúne las conferencias, ponencias y comunicaciones de un congreso internacional promovido por la Asociación Andrés Laguna y otras instituciones locales en 1999, año del quinto centenario de su nacimiento (entre tanto se da por casi cierto que Laguna nació en 1511, en vez de 1499). Reúne un total de 43 intervenciones (4 conferencias, 8 ponencias y 31 comunicaciones) que constituyen una indudable ampliación de los estudios publicados en 1959, fecha del congreso celebrado con ocasión del cuarto centenario de la muerte de Laguna cuyas actas aparecieron como tomo XII de la revista Estudios Segovianos, reeditada en 1990 también por la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León. Acaso uno de los aspectos más significativos del volumen que reseño se deba al hecho de dar cabida a enfoques provenientes de varias disciplinas, articuladas en tres secciones («Andrés Laguna y el humanismo español», «Andrés Laguna y la ciencia renacentista» y «Pensamiento político: Andrés Laguna y el europeísmo») que responden a aspectos panorámicos, a contenidos y datos específicos y al estado de la cuestión de investigaciones en marcha. Como cabe esperar, especialmente interesantes son las cuatro conferencias plenarias, debidas a las plumas de los mejores conocedores de los escritos lagunianos (Luis S. Granjel sitúa al médico en tres tiempos sensu lato; Mariano Esteban Piñero reflexiona sobre la ciencia en el siglo xvi español; Antonio Prieto, sobre la dimensión democrática del Discórides; Joseph Pérez interpreta con la brillantez acostumbrada pasajes del Discurso sobre Europa). Entre los proyectos de investigación en curso sobresalen algunos por su solvencia metodológica y por lo novedoso de su enfoque.

    En suma, nos hallamos ante tres aportaciones muy relevantes sobre la vida y la obra de uno de los más destacados médicos humanistas europeos de su tiempo. 

J. M. López de Abiada

 

Asunción Rallo Gruss, Los libros de Antigüedades en el Siglo de Oro (Col. Thema), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, 2002, 205 págs.

    Tanto para investigadores como para lectores interesados en las múltiples vertientes reflexivas sobre la condición humana, la recepción de la presente obra supone un redescubrimiento genérico en toda regla hecho realidad gracias a la exegética labor —no exenta de dificultades— de la profesora Rallo Gruss. La complejidad del proyecto exigía, por una parte, eliminar toda hojarasca textual que dificultara el acercamiento a su hermenéutica, y por otra, la prístina labor de catalogar un género hasta ahora indefinido o diluido entre la prosa del Siglo de Oro. El brillante resultado, como bien podrá apreciar el lector que se acerque a la obra, es ya una realidad impresa y puesta al alcance de todos.

    De constante podemos calificar la seria rigurosidad con la que aborda la autora todas sus publicaciones. Y ésta no podía ser una excepción. Ya desde el prólogo se pone de manifiesto el valor de la presente obra cuando señala que «los Libros de antigüedades representan la manifestación más explícita de las posibles variables de la idea y del tratamiento de la Antigüedad, que se recrea e idealiza no sólo desde la nueva conciencia historiográfica sino sobre todo desde la nueva concepción del hombre que define el Humanismo». Presentando el concepto de ‘antigüedades’ de forma genérica y particular con una visión analítica desde la modernidad.

    Morfológicamente, la publicación de Los libros de Antigüedades en el Siglo de Oro gira en torno a tres grandes ejes epigráficos:

    «Estudio Introductorio»; «Antología»; «Corpus Documental», que nos llevan a observar —haciéndonos eco de los propios planteamientos de la doctora Rallo— la división de su estudio en «dos partes que corresponden a un panorama general de la trayectoria y las variables del reconocimiento de la Antigüedad, y a la presentación de los elementos constitutivos, proponiendo la morfología en su concreción ensayística, ya diálogo, miscelánea o tratado». De esta forma, resulta de gran provecho para el receptor el acercamiento que desde un principio realiza la autora sobre el «Concepto de Antigüedad». Así sabemos que «durante el siglo xv y hasta bien entrado el siglo xvi el término ‘antigüedad’ se refería más a los hechos y dichos de lo ‘antiguo’ que no a los restos materiales de ruinas, lápidas o medallas. Teniendo un significado de testimonio ejemplar o moral que remitía a los personajes y sus circunstancias». En esta forma de interpretar las ‘antigüedades’ están implicados autores tales como A. de Guevara, cuando califica de ‘antigüedad’, por ejemplo, a una sentencia: «¡Oh bienaventurado Catón, pues tú solo sabes vivir!», o bien en Relox de Príncipes entendiendo como ‘antigüedades’ a las que «despiertan el interés de los lectores» y a «las costumbres y hechos curiosos y los actos extraordinarios de los romanos». La «consideración más temprana de la acepción actual [de ‘antigüedades’] viene figurada en la Muestra de las antigüedades de España de Antonio de Nebrija», recurriendo a autoridades de la talla de Estrabón, Silio, Itálico, Polibio o Columela; teniendo en cuenta que «tanto desde su faceta histórica, con Florián de Ocampo, como en la fictiva, con Antonio de Guevara, el tratamiento de la antigüedad se había convertido en parcela casi obligada del quehacer literario»; aunque no es menos cierto que el interés moralizante de Guevara lo «llevó a una recuperación utópica y muy personal de la Antigüedad que nada (o casi nada) tenía que ver con la pretendidamente verídica, incluso palpable de Morales, Caro, Andrés Ustarroz: [...] Guevara inventa o crea porque su inclinación es el presente (él mismo fue identificado con su personaje Marco Aurelio), los otros autores citados levantan su mundo desde los objetos, intentando que éstos les transporten al pasado».

    Durante el Renacimiento español, según Rallo Gruss, «comienza a constituirse la figura del arqueólogo como tarea desgajada, y complementaria, de la escritura historiográfica». Esto explica que de nuevo «el interés por las ciudades sea lo que genere un primer libro de antigüedades, aunque no por motivos genealógicos, sino como necesidad de ilustrar (dar espacio reconocible) unas acciones históricas». Ajustando estas investigaciones al espacio geográfico de la España antigua, nos encontramos con que ciencias como la arqueología o la topografía recuperan la Antigüedad romana «en tanto que también española adquiere así un significado más espacial que temporal». De tal forma que «Tito Livio y los demás se refieren a España de modo diverso y diferenciador en cuanto entidad geográfica. Los lugares y lo que en ellos se encuentra (cerámica, monedas y piedras con inscripciones), dan cuenta de un tiempo pasado situado en España, hacen manifiesto lo verdaderamente español». La presencia en los escritores de una vocación por las «antigüedades» y por el descubrimiento del pasado durante el movimiento manierista «deviene en lo que llamaríamos arqueología». El resultado es evidente en la obra de Suárez de Salazar, Las grandezas y antigüedad de la isla y ciudad de Cádiz, donde «pretende recoger como en una urna funeraria la vida pasada ahora convertida en huesos», para de esta forma «salvar la distancia temporal» mediante una aproximación casi mítica. Respecto a las medallas, señala la profesora Rallo que, a través de ellas, se despierta el interés del arqueólogo por su autenticidad, aunque distante al estar configuradas dentro de un mundo «ya perdido y acabado». Siguiendo el ejemplo de A. Agustín, «una de las posibles actitudes críticas del arqueólogo ante la Antigüedad es el llegar a un conocimiento de los tiempos pasados, en cuanto diferentes al suyo».

    En la Sevilla del siglo XVI, Alonso de Morgado, en su obra Historia de Sevilla, ya intenta proporcionar testimonios para ofrecer una ciudad «cosmopolita y de variadas corrientes intelectuales». Así nos encontramos con que «la obra de R. Caro, recorriendo de nuevo los pasos de Morgado, significa el acercamiento erudito del ensalzador localista». El Barroco ya se anuncia mediante unos planteamientos en los que «R. Caro busca la memoria de Sevilla en todo aquello que proporcione la más mínima pista, y porque su escritura es una lucha contra el tiempo la monta sobre los resortes que pueden paliarlo». Para ello, cuenta con el espacio como «principal fundamento de su entidad». Pedro de Espinosa, por su parte, centrará «la atención laudatoria de la ciudad» en «forma de panegírico»: Panegírico a la Nobilísima, Leal, Augusta, Felice Ciudad de Antequera con las medallas halladas en ella. De forma que «la mayoría de las Historias locales que proliferan a lo largo del siglo XVII comienzan con una exaltación de las excelencias naturales de la situación de la ciudad, dibujando un espacio privilegiado y potenciando sus cualidades hasta presentarla no sólo como especial y única, sino también como elegida». Época en definitiva en la que se despliega un «común afán por las antigüedades: localización de lugares, posesión de monedas o libros, interpretación de inscripciones, que se refleja en el coleccionismo hasta llegar a la creación de museos como el de Argote de Molina, que tal y como lo manifiesta nuestra investigadora, fue visitado por Felipe II.

    Respecto a la «Morfología de los libros de Antigüedades», Rallo Gruss señala que «si la Antigüedad interesa en tanto que materia digna de ser recuperada, su presentación debe participar de rasgos que en principio podemos relacionar con la miscelánea: interés despertado por la lejanía, curiosidad justificada por la extrañeza, y dificultad generada por la oscuridad de la ignorancia en la que ha permanecido». Tal y como decía Rodrigo Caro «penetrando espesas tinieblas que el tiempo y el olvido han interpuesto»; método, por otra parte, coincidente con P. Mexía en su Silva de varia lección, o en el caso del mismo Lastanosa. Tenemos por tanto, siguiendo a la doctora Rallo, que «la argumentación del discurso es primordialmente libresca. Las obras de Plinio, Pomponio Mela, Ptolomeo, Ovidio, Marcial; vidas de santos, notificaciones de concilios, etc. constituyen la base de datos. Pero no es una herramienta simple, tiene diferentes usos y su certinidad es relativa», debiendo atender a una «serie de variables» «para calibrar su valor», como pueden ser la cercanía geográfica de lo contado o la elaboración de «una tabla de certinidad que incluye a los propios autores, mostrando sus interrelaciones». Valgan como ejemplos algunos de los utilizados por la investigadora acerca de A. Pomponio Mela, que, al ser natural de España «se puede creer que vio por sus ojos lo que escrevía de los más lugares della; y a Plinio porque aviendo tenido cargo principal acá en España y siendo tan curioso de todas las cosas, como sabemos, podemos y devemos creer, que porque lo vido y experimentó». Pero a pesar de lo señalado, «como en todas las misceláneas aparecen ciertos deslices (abusos) motivados por el interés de autoelevación o de exaltación localista». Lo que no puede perderse de vista es que «la erudición forma parte del entramado textual, bien integrada, bien referenciada [y siempre combinada] con elementos que fundamentan la comprobación; [en tanto que] la experiencia se ofrece como el segundo pilar del discurso». De lo que no cabe la menor duda, según Rallo Gruss, es de que «el elemento geográfico funciona como fundamento principal: desde Nebrija, Morales, Espinosa o Bermúdez de Pedraza dedican pocas o muchas páginas a los ríos, los árboles, la fauna o la flora, las riquezas de minas o de pesca, no sólo como singularizadores de su localidad, sino como referencia de las excelencias permanentes, que vienen a constatar la motivación excepcional de su pasado antiguo». De forma que «los viajes, los lugares conocidos, las antiguallas vistas resultan entonces recursos ineludibles»; como, por ejemplo, las señaladas por A. Agustín.

    Pero no debemos olvidar que «la curiosidad» es «otro de los principios compositivos que generan y conforman el texto de las Antigüedades, al igual que en las misceláneas y los diálogos, es la curiosidad la que se constituye en vehículo de conocimiento y manifiesta la interacción del autor y el lector como polos moldeadores de la materia». De forma que, «partiendo, pues, de la Antigüedad [a veces] se conforman una serie de tratadillos en los que suele incluir además la propia experiencia para actualizarlos», como puede ser el caso de Morales; «muy semejantes a los capítulos de la Silva de varia lección de P. Mexía, sobre la caza y la pesca, la seda y su crianza, los bosques y la madera, la miel, los minerales y las piedras preciosas, etc. Su composición se fundamenta en la extrañeza que despierta la curiosidad (lo que avala el interés), y en el provecho que su conocimiento reporta». Así tenemos que aunando «lo ficticio con lo verosímil» «se vuelve a la antigüedad para poblarla de seres posibles [...]. Proyectando [el escritor su erudición y conocimiento libresco] para dar sentido a los encuentros, y presentarlos como descubrimientos de una vida pasada. Los ejemplos establecen el puente entre pasado y presente porque en ellos se encuentra el referente explicativo de imágenes, estatuas o letreros». Se deduce, como corolario, que los autores de los libros de «antigüedades» se apropian y personalizan la materia «tanto en la elección de los asuntos, la presencia y relevancia de la experiencia, el curso de los razonamientos, en definitiva la evidencia, aunque tímida, de la opinión del autor». Rasgos que establecen claro paralelismo con el ejercicio del ensayismo, al reflexionar el autor y aportar «sus propias dudas y opiniones» acerca de las antigüedades. Señala la profesora Rallo que de esta forma «se pretende [...] un acercamiento a la Antigüedad a través de objetos materiales, sitios y reconstrucciones histórico-geográficas, con un nuevo método, preludio de la arqueología moderna, y en conformación con el modelo de la literatura curiosa de índole divulgativa, la miscelánea, anticipo asimismo del discurso denominado ensayo». Encontramos, pues, que por esta obra desfilan el «Concepto de Antigüedad» junto a la «Morfología de los Libros de Antigüedades como elementos que tejen una urdimbre dentro de la ‘curiosidad’ y encuentran su vía de expresión mediante la relación de diversos autores con las misceláneas, dando lugar a un logrado acercamiento, no sólo a la morfología y características de los libros de Antigüedades —expuestas con abundancia en el «Estudio Introductorio»—, sino a la ingente tarea de definir un género de gran dificultad, de ejemplificarlo con desenvoltura y de interrelacionar de forma ágil y coherente toda la «Antología» respecto a lo anticipado en las líneas prologales. Así como el recuperar, mediante el «Corpus de Libros de Antigüedades», una visión abarcadora y panorámica dirigida a posibles investigadores interesados en el tema.

    La constatación de las líneas precedentes se pone de manifiesto a través de la didáctica conexión que establece la profesora Rallo Gruss entre las distintas partes de Los libros de Antigüedades en el Siglo de Oro. Consigue de esta forma un ordenado refrendo de alegatos que toma cuerpo en el desarrollo de cada uno de los parágrafos ejemplificativos de la «Antología». De tal forma, que en el apartado de «Concepto de ‘Antigüedad’ se ven desfilar «El descubrimiento de la Antigüedad: las averiguaciones de Ambrosio Morales», «La Antigüedad deformada y fictiva», «La Antigüedad mítica», «Búsquedas de testimonios. Métodos e instrumentos para la recuperación de la Antigüedad», seguidos de un amplio etcétera que acoge a la «interpretación de testimonios», «falsedad y errores» en el hallazgo de monedas, estatuillas, vasijas, sepulcros, ruinas, inscripciones, «historias de antigüedades locales» —como método para recuperar el pasado—, al igual que la presencia de «mecenazgo y amistad» entre «Diego Hurtado de Mendoza y Ambrosio de Morales», «A. Agustín y Alvar Gómez. A. Agustín en Italia», o «el círculo de Lastanosa», señaladas como «actividades comunes». Respecto al desarrollo de la «Morfología de los libros de Antigüedades», establece Rallo Gruss la «relación [de la misma] con las misceláneas» siguiendo los caminos de «la naturaleza al mito», «descripción de España: de sus excelencias y particularidades», de «reyes fabulosos», de «historias hagiográficas», «relojes y autómatas»; así como la «curiosidad» por «Esfinges, Pegasos, Tritones, Cimeras y Medusas», o bien aplicada a «lectura moral de mitos y dibujos [...], anécdotas y facecias de personajes célebres [o bien] anécdotas coetáneas y personales». Especial mención merece también el espacio dedicado por la doctora Rallo al «Corpus de Libros de Antigüedades», en el que ofrece una inestimable información sobre editores, fechas de edición, localización de los ejemplares, amén de una útil sinopsis acerca de los contenidos de las obras. Por lo que creemos que nada más esclarecedor que acudir a las propias palabras de la autora para documentarlo: «El corpus que se ofrece sistematiza la gran cantidad de obras que tratan de Antigüedades muchas de ellas desconocidas. Para la elaboración se ha partido de las referencias de Nicolás Antonio, de Gallardo, y de Menéndez Pelayo en la Ciencia española, y se han cotejado con otras relaciones como las de Muñoz Romero y con los contenidos en el estudio sobre los falsos cronicones de Godoy Alcántara. La localización de estas obras y su reconocimiento se ha hecho a la vez que se establecían los elementos definitorios que pueden delimitar el corpus tanto temáticos como formales. Por lo que a falta de un estudio particular de cada una de ellas queda al menos propuesta la propia riqueza, y remarcada la dificultad de su recuperación y validación como texto literario. Además se proporciona su localización».

    Señalar, por último, a modo de sucinta recapitulación, que basta cotejar el «Índice General» de esta obra para apreciar la minuciosa y exhaustiva exposición elaborada por la doctora Rallo, teniendo en cuenta, además, que como punto de partida contaba con una existencia bibliográfica muy parcial, expuesta en la bibliografía final. Por lo que sólo resta decir, volviendo la vista a la clasicidad como base de conocimiento y atendiendo a Ovidio en los Tristia, cuando se refiere a su esposa, que «mientras siga leyéndoseme, [...] no podrás consumirte por completo en la pira funeraria». Y estas palabras suyas, antiguas pero ciertas, queremos que sean, en sentido traslaticio, las que concluyan este «museo» de antigüedades, hasta ahora «desconocidas» (siguiendo el dictado de Lastanosa) y que desafía al padre Cronos en su riguroso afán por acercarnos al presente pretéritas huellas de la Humanidad.

A. Mª Villena Blanca

 

H. den Boer, Spanish and Portuguese Printing in the Northern Netherlands, idc Publishers, Leiden, 2003, Compact Disc, [isbn 90-73430-06-2].

    En ella se presenta un catálogo bibliográfico descriptivo de las ediciones en lenguas portuguesa y española en los Países Bajos entre 1584 y 1825. Este nuevo trabajo del profesor Harm den Boer de la Universidad de Ámsterdam sigue su línea de atención investigadora con el rigor que nos tiene acostumbrados. El objetivo de la minuciosa investigación es hacer presente la producción bibliográfica de los textos en ambas lenguas —aunque priman las publicaciones del Sefardismo—, con unos criterios lingüístico, geográfico y cronológico, recogiendo todo lo publicado dentro de las fronteras de la Holanda actual, pero en el período de la imprenta manual, es decir, entre 1584 y 1825. Las bibliotecas que incluye en la localización de los ejemplares no se limitan sólo a Centroeuropa —Biblioteca Rosenthaliana, Ámsterdam; Ets Haim Livraria Montezinos, Ámsterdam; Biblioteca Real, La Haya; Biblioteca Universitaria, Utrecht; y Biblioteca Universitaria, Groningen—, sino que incluye también las fundamentales en fondos bibliográficos con los anteriores referentes en Israel y en Estados Unidos. El trabajo, por tanto, facilita la posible ecdótica de los mismos. Destaca el autor que durante los siglos xvii y xviii se publicaron en español y portugués en los Países Bajos (en las tierras del norte) más de novecientas obras entre libros, folletos e infolios. El número es en sí mismo bastante significativo —apunta— para considerar este vasto núcleo geográfico como uno de los centros de mayor difusión hispánica fuera del ámbito de la Península Ibérica, aun más si reflexionamos acerca de que el siglo xvii también fue la Edad Dorada de las letras holandesas, donde miles de títulos salían de sus imprentas en lenguas distintas a la de los Países Bajos. Una causa extraliteraria y de circuito difusivo reside tras ello: las publicaciones resultaban baratas, la calidad era alta y la expresión se beneficiaba de un clima de tolerancia política y religiosa, que era inaudito en el resto de la Europa moderna. Muy por el contrario, las relaciones hispano-holandesas se encontraban determinadas por la guerra, que había originado, además, una holandofobia y una hispanofobia con ciertas implicaciones ideológicas: el holandés consideró al español como un enemigo acérrimo, opresor intolerante y cruel; el español y el portugués, por su parte, consideraron al holandés como el pérfido adversario de la monarquía católica, siempre buscando la oportunidad de infligir su escala de valores espirituales y de extender la Leyenda Negra y la transculturización lusa para el caso de los españoles.

    Otra de las causas de este prolífico mercado editorial que apunta H. den Boer, es un hecho sociológico: la diáspora sefardí encontró la respuesta del refugio holandés, como una nueva Jerusalén del Norte, gracias a su tolerancia, lo que propició un fenómeno cultural único, ya que estos españoles de religión judía perfeccionaron a través de estas publicaciones en castellano su rudimentario conocimiento teológico y litúrgico, en tanto se familiarizaban con el hebreo como lengua de expresión de su ritual. Pero, a la vez, ese idioma castellano significaba para ellos una seña de identidad con la tierra perdida para ellos: Sefarad. Esta conjunción de elementos permitió desarrollar una personalidad heterodoxa u ortodoxa, según la óptica adoptada, donde otros escritores, no judíos, del Imperio español encontraron salida a sus discursos —Cipriano de Valera, Miguel de Monserrate o Joao Ferreira d’Almeida—. Todo este fenómeno se vio además impulsado y cubierto mediáticamente por el periodismo en castellano —La Gaceta de Ámsterdam 1667-1699—, por «itinerarios para caminantes» como el Nuevo Atlas, o teatro de todo el mundo de Joan Janssonius y el Atlas Mayor, sino Cosmografía Blaviana, en la cual exactamente se describe la tierra, el mar y el cielo del cartógrafo Joan Blaeu, o por la difusión, no usual en la Península Ibérica, de ediciones de bolsillo de las obras, entre otros, de Fernando de Rojas, Antonio de Guevara, Baltasar Gracián o Miguel de Cervantes.

    La entrada bibliográfica básica de cada una de las obras recogidas en los descriptores es una edición, definida como una unidad impresa de la misma. A la vez se especifican las distintas versiones como entradas bibliográficas separadas, aunque se establece su relación comparativa con la edición tipo. Incluso se distinguen las separatas o las ediciones desgajadas —como en el caso de Miguel de Barrios o de libros del Antiguo Testamento, por poner un ejemplo—, siempre que en ellas se encuentren las condiciones siguientes: a) incluyen una página con el título como separata y / o b) fueron impresas, o se pensaba que lo fueron, como unidades separadas. Se ha realizado una labor de depuración de ediciones falsas y lugares ficticios de edición.

    El alcance geográfico de esta bibliografía se refiere a los límites actuales de los Países Bajos, aunque contiene un número sustancial de trabajos impresos en Amberes, Bruselas, Colonia o Frankfurt, cuando se tratan de primeras ediciones. El límite cronológico arranca con una traducción de un libro de oraciones judío en español, impreso en Dordrecht en 1584 —lugar de reunión de los seguidores de las doctrinas del teólogo francés y reformador Juan Calvino—; y se cierra con una edición de una colección normativa jurídico-administrativa en portugués de 1825.

    Cada registro contiene detallada información sobre los elementos siguientes: autor / título (la forma abreviada) / lugar de publicación / editorial / año de publicación —se reproducen fechas del calendario judío, proporcionando su equivalencia con la fecha gregoriana— / formato / anotaciones / número de hojas / errores de firma, páginas / otras ediciones / reimpresiones / otras versiones / entrada analítica —hay algunas monografías que contienen o consisten en varios artículos individuales— / descripción de los volúmenes / entrada agregada —se describen los nombres impresos en cada título, junto con una indicación de la función de la persona mencionada respecto a la publicación del trabajo, enumerando a los autores, traductores o copistas, al igual que los patrocinadores, libreros, los correctores, dedicatorias, censores, etc.— / reproducción icónica de la[s] primera[s] página[s] / copia de la microficha. Es decir, sigue la práctica normal de descripción bibliográfica. El programa, además, de total sencillez para el usuario, permite la interacción informática en cada uno de los elementos anteriores. Se adjunta un repertorio bibliográfico amplio, riguroso y selectivo, que permite ulteriores pesquisas o la relación comparativa con otras temáticas y campos de estudio.

    Para completar o añadir interés a este trabajo, IDC ha publicado varios de los títulos de esta bibliografía como parte de la colección en microfichas. La referencia a la publicación de la microficha se ha agregado a los archivos bibliográficos aquí reflejados.

    Sin duda, nos encontramos ante una obra que compendia la mayoría de las ediciones de más relevancia del sefardismo europeo en la diáspora occidental (Holanda, Francia, Italia, Alemania, Inglaterra), algunas de las cuales son sumamente raras y sólo están disponibles en colecciones muy especializadas de Judaica, es decir, documenta el patrimonio literario extrapeninsular en lengua castellana durante el período acotado. Por ello, el valor de esta publicación en disco compacto, tanto por el corpus recogido cuanto por la utilidad para trabajos posteriores de investigación —facilita la documentación interbibliotecaria de fuentes y marca la ecdótica textual de obras fundamentales— y accesibilidad de su programa informático, es muy notable.

F. Sedeño

 

Kormi Anipa, A critical examination of linguistic variation in Golden-Age spanish, Nueva York, Peter Lang Publishing, 2001, 254 págs.

    La necesidad de hacer una historia de la lengua en la que se diera cuenta de las causas sociales del cambio lingüístico fue ya expuesta en los años ochenta por diversos autores, entre los que destacamos a Suzanne Romaine y José Mondéjar, entre otros. Sin embargo, desde entonces han sido muy pocas las monografías sobre el español que se integran en el marco de esta nueva subdisciplina de los estudios históricos que vamos a llamar Sociolingüística Histórica. En contrapartida, la teoría variacionista laboviana aplicada a los estudios sincrónicos goza en España de una extraordinaria salud, de manera que en las últimas décadas la producción se ha multiplicado en detrimento de los trabajos dialectológicos.

    En este panorama, el descubrimiento de la obra de Kormi Anipa, en la que se hace un análisis sociolingüístico de determinadas variables del español del Siglo de Oro, supone una agradable sorpresa, pues, a su novedad en terreno tan yermo, se añade el hecho de que el estudio es serio y riguroso.

    El autor estudia seis variables:

    1. So / soy; esto / estoy; do / doy; vo / voy, variantes de la 1ª persona del singular del presente de Indicativo de ser, estar, dar e ir.

    2. Cayo / caigo, caya / caiga; trayo / traigo, traya / traiga; oyo / oigo, oya / oiga; huyo / huigo, huya / huiga, variantes del Indicativo y Subjuntivo de caer, traer, oir y huir.

    3. Haber vs. tener.

    4. Síncopa, epéntesis y metátesis en el futuro y condicional.

    5. El plural del imperativo (mirá / mirad).

    6. Formas de tratamiento, sobre todo , vos, él, ella y v. m.

    A lo largo del estudio hace ocasionales referencias a los usos correspondientes en América, contemplando sus distintas variaciones y tiene en cuenta la continuidad de las variantes de las variables seleccionadas, aspecto que, en su opinión y en la mía, ha sido descuidado en otros trabajos.

    Para llevar a cabo este estudio, ha establecido un corpus de gramáticas que van desde 1492 a 1625 (trece gramáticas) y un corpus de textos literarios (cinco novelas). Todas las novelas pertenecen al género de la picaresca: Lozana andaluza, Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache (1ª parte), Rinconete y Cortadillo y El Buscón.

    Al seleccionar las gramáticas, ha tenido en cuenta las siguientes categorías:

    1. Gramáticas producidas por nativos españoles en España.

    2. Gramáticas escritas por nativos españoles fuera de España.

    3. Gramáticas escritas por extranjeros.

    4. Dos gramáticas anónimas (Lovaina 1555 y 1559).

    Entre todas las gramáticas otorga preeminencia a la de Correas, porque presta especial atención a la variación lingüística y porque, en este sentido, trasciende el nivel de pensamiento sociolingüístico de su tiempo y se anticipa a la sociolingüística de nuestro siglo.

    Entre las novelas sobresale La lozana andaluza, ante todo por la riqueza excepcional de su lenguaje que se podría sintetizar en estas razones:

    1. Es el único texto escrito enteramente en forma de diálogo.

    2. El autor es andaluz, de lo que se puede extraer que está escrito en esta variedad.

    3. Es la única de entre las novelas seleccionadas escrita fuera de España, lo cual supone que no representa el uso directo de la comunidad, sino un uso a distancia en tiempo y lugar.

    4. Está escrito en una época temprana en que se da la variación que conduce al cambio que aparece consumado en el resto de los textos literarios seleccionados.

    5. Delicado reproduce conscientemente formas no estándares.

    Desde el principio reconocemos que el trabajo se basa primariamente en los tratados de los gramáticos, en tanto que los textos literarios son complementarios. Ahora bien, tanto en un caso como en otro se lleva a cabo una aproximación cualitativa y cuantitativa, aunque por la naturaleza del corpus es más cualitativa que cuantitativa. En este análisis cuenta a su favor, según expresa el propio autor, una característica muy importante de la literatura española, que es la voluntad de retratar el habla coloquial; no obstante, tengo que precisar que Anipa no está utilizando cualquier texto literario, sino precisamente la novela picaresca, caracterizada por su realismo lingüístico, pues en estas obras los escritores se sienten comprometidos a guardar el decoro de sus personajes al producirse lingüísticamente.

    Aunque no lo afirme explícitamente, deja traslucir a la hora de presentarnos su método de trabajo que la metodología variacionista o sociolingüística —la cual, como sabemos, surge a partir de estudios sincrónicos— debe someterse a ciertas modificaciones a la hora de ser aplicada a los estudios históricos. Así, pues, partiendo de ella, da a conocer un método resultado de dicha adaptación, y de entre cuyas características más destacables señalo:

    1. Los informantes son una serie de gramáticos y cinco autores literarios.

    2. La recogida de datos es llevada a cabo de la siguiente forma: a) De las gramáticas extrae la información relevante sobre las variables que se van a estudiar; b) En los textos literarios recoge exhaustivamente las ocurrencias de las variables, incluyendo los prefacios y los prólogos.

    Hay que decir que, en todos los casos, se trata de un trabajo manual, ya que no hay fuentes electrónicas de los textos.

    3. En el análisis de los datos, el procedimiento es como sigue: a) Analiza la información que proporcionan las gramáticas individualmente y después la sintetiza en una tabla cuantificando las ocurrencias de las variables para facilitar así el contraste y establecer los posibles patrones de variación; b) Examina las ocurrencias de las variables en los textos literarios y las presenta en una tabla. Ordena las variantes cronológicamente según las fechas de publicación de los textos y constata el número de sus apariciones; c) Por último, hace una comparación de los patrones de variación de las gramáticas y de los textos literarios, teniendo en cuenta siempre la explicación de los contextos en que las variantes son usadas en las novelas.

    Las conclusiones de este estudio pretenden trazar la situación de variación que se daba en el español del Siglo de Oro en lo que se refiere a las variables estudiadas, las cuales, como el autor aclara al comienzo del libro a propósito del criterio de selección, son hechos lingüísticos frecuentemente discutidos en las historias de la lengua, que, sin embargo, en mi opinión, nunca han sido estudiados desde la perspectiva social, por lo que al margen de conocer cuestiones como la datación, frecuencia o evolución lingüística de las variantes, nos hemos quedado sin saber todo lo referente a su uso real en el marco de la comunidad, al tiempo que desconocemos el mecanismo del cambio que está en proceso o que ha sido consumado.

    Creo que hay que destacar otro aspecto de este trabajo que muestra su originalidad en el ámbito de los estudios históricos y el compromiso del autor por profundizar en las causas sociales del cambio lingüístico. Me refiero al hecho de que en esta obra se tienen en cuenta las siguientes teorías sociolingüísticas que trascienden las más tradicionales explicaciones basadas en la clase social: a) Convergencia y divergencia en la teoría de acomodación del habla (speech accommodation theory), que supone la acentuación o reducción de diferencias lingüísticas entre dos hablantes de distintos dialectos; b) Politeness theory. Los miembros adultos de la comunidad tienen mecanismos lingüísticos para conseguir sus fines, pues dichos mecanismos pueden hacer que su imagen sea más apreciada por la sociedad; c) La teoría dual psicolingüística (pars pro toto y totum ex parte). Se analizan las alternativas lingüísticas que los hablantes seleccionan cuando hacen declaraciones y dichas declaraciones son concebidas como la verbalización de hechos mentales seleccionados. Asimismo, se tiene en cuenta la reconstrucción mental que el interlocutor debe llevar a cabo no sólo de lo dicho sino de los componentes que no han sido seleccionados.

    No quiero terminar sin antes hacer patente la importancia de esta obra que, además de ofrecernos un análisis lingüístico riguroso, tiene el mérito de ser cuasi pionera, de integrarse en un marco de estudio todavía por conquistar, pues son aún muy pocas las monografías de este tipo, es decir, las obras que se adscriben a la llamada Sociolingüística histórica. Asimismo, reitero su valor tanto en lo referente al método de trabajo, por haber demostrado su capacidad de adaptación, como en lo que concierne al intento, bien cumplido, de mostrar una historia de la lengua que no es necesariamente la historia de la lengua literaria, es decir, de la variedad culta.

F. Medina Morales

 

P. Aullón de Haro, J. García Gabaldón y S. Navarro Pastor (eds. ), Juan Andrés y la teoría comparatista, Biblioteca Valenciana (col. literaria Actas), Valencia, 2002, 378 págs.

    Pocas veces un libro construido a partir de un seminario de distintos conferenciantes tiene como resultado una obra muy bien formada. No es éste el caso de la edición que nos ocupa, primera y relevante compilación de una serie de estudios sobre la figura intelectual de Juan Andrés, que recoge las actas del curso que sobre este autor se celebró en septiembre del año 2000 en la sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, bajo la dirección de Pedro Aullón de Haro. A pesar de su condición de compendio de textos, una lectura atenta de la edición permite observar una coherencia orgánica en los temas tratados, así como una visión de conjunto sobre el objeto enunciado en el título de la obra que no pueden sino obedecer a una adecuada planificación conceptual.

    Para poder situar la importancia y la necesidad dentro del panorama del pensamiento crítico-literario actual de una obra que, como la presente, subraya la relevancia de la figura histórica e intelectual del abate Andrés y de su decisiva aportación a la construcción de la moderna Historiografía, es necesario destacar los aspectos mayormente significativos de la trayectoria personal e intelectual de este Abate. Juan Andrés y Morell, jesuita y teólogo español (Planes, Alicante, 1740–Roma, 1817), abandonó el país junto con el resto de miembros de la Compañía, a resultas del decreto de expulsión de abril de 1767. Se instaló en Italia, donde residió por el resto de sus días y donde recibió honores y reconocimiento, llegando a pertenecer a veintidós academias. Se vio implicado, además, en la polémica intelectual suscitada principalmente por la Storia della letteratura italiana (1770) de Tiraboschi, quien afirmaba que la influencia de la literatura española en las literaturas italianas había sido funesta y responsable de la corrupción de las letras latinas e italianas, argumentos que Juan Andrés se encargaría de rebatir de manera acertada, reivindicando el buen nombre de las letras españolas, tan denostadas por los autores italianos de la época.

    Su extensa y relevante obra —que comprende escritos filosóficos, literarios, humanísticos y científicos— supone, en palabras del propio Aullón de Haro: «[...] el culmen de la ciencia histórico-literaria de la Ilustración neoclásica, y en cuanto construcción comparatista histórica, la más temprana, amplia y general de las elaboraciones producidas por los estudios literarios de dicha tendencia comparatista» (pág. 17). Dos de las obras de Andrés destacan sobremanera, no sólo por su valor dentro de esas producciones de género en España y Europa sino además por lo relevante de su contribución al campo de la Literatura Comparada, cosa hasta ahora inadvertida y por esta razón tomada como eje epistemológico del conjunto de estudios que se presentan. Se trata en primer lugar de Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, escrita originalmente en italiano y publicada en Parma en volúmenes sucesivos hasta un total de siete, entre los años 1782 y 1799. Con posterioridad sería traducida al español por el hermano del autor, Carlos Andrés, y publicada por la imprenta de Sancha entre los años 1784 y 1806. La otra gran aportación literaria de Juan Andrés son las Cartas familiares, en las cuales, un «viaje de Italia», con la excusa de relatar a su hermano su periplo por distintas ciudades italianas, describe minuciosamente la realidad artística y cultural de Italia; y ofrece importantes informaciones literarias y bibliográficas de gran erudición. Las Cartas familiares también fueron publicadas por Sancha entre 1786 y 1793, más un último volumen publicado en Valencia en 1800.

    A pesar del reconocimiento obtenido por Andrés en la Europa de finales del siglo xviii y principios del XIX, su obra se vio paulatinamente relegada en épocas posteriores, de manera especial por el Romanticismo, que veía encarnados en ella los valores racionalistas de la Ilustración de corte neoclásico de los cuales este movimiento se mostraba antagonista. Este rechazo condicionaría la funesta suerte que corrió la obra de Andrés en años sucesivos. Salvo algún intento aislado por reconocer y rehabilitar su figura, como el de Giner de los Ríos o los comentarios muy perspicaces e inteligentes que le dedicó Menéndez Pelayo (Historia de las ideas estéticas en España, vol. I), no ha sido hasta fechas recientes cuando se ha procedido a recuperar una de las fundamentales aportaciones historiográficas de la cultura de Occidente, mediante la edición crítica de la obra de Juan Andrés. En dicha edición, dirigida por Aullón de Haro, han participado García Gabaldón, Navarro Pastor y Valcárcel Rivera, y algunos otros colaboradores.

    El volumen reseñado comprende una breve introducción a la edición (págs. 9-12), en la que se especifica la estructura de la misma y se mencionan las razones que motivan su aparición. A continuación, Aullón de Haro lleva a cabo una presentación (págs. 13-26) bajo el epígrafe «Juan Andrés: Historiografía, enciclopedia y comparatismo: la creación de la Historia de la Literatura Universal y Comparada», en la que enuncia las causas posibles que llevaron al olvido de una obra tan ejemplar y pionera en el campo de la moderna Historiografía. Entre estas causas la relevancia de su tesis arabista —que Aullón de Haro juzga «decisiva para su postergación en la cultura centroeuropea—, una «esquizofrenia» y un «cierto sentido autodestructivo de la cultura española», la ausencia de nuestra cultura en Europa y la ausencia estable en el panorama cultural español durante décadas de estudios de Literatura Comparada (pág. 24). Por otro lado, incide Aullón en la idea del comparatismo como opción metodológica clave a la hora de abordar cualquier tipo de estudios humanísticos, ya que éste lo entiende como condición de posibilidad para la constitución adecuada del objeto de estudio. La actividad crítico-literaria se beneficia en manera particular de la aplicación del método comparatista, dada la convergencia categorial existente entre el comparatismo en cuanto «especialización de las operaciones comunes de la comparación», y la hermenéutica, «a cuya disciplina pertenece —el método de la comparación— como procedimiento crítico e interpretativo» (páginas 25-26). Es en este marco teórico-conceptual adquiere aun nuevo valor el esfuerzo emblemático de Juan Andrés, quien supo llevar a cabo una sistematización histórica de corte universalista de las Ciencias y las Letras, que por lo demás supera ciertas deficiencias de la Enciclopedia, «para entrar en un marco epistemológico comparatista» casi desconocido hasta entonces. Hay que afirmar, pues, y es de justicia, que Juan Andrés es uno de los creadores de la moderna ciencia historiográfica y «uno de los más adelantados forjadores de la Literatura Comparada» (pág. 17). Esto, se quiera o no, acabará por poner en riesgo algunos estados excesivos de pereza historiográfica y crítica.

    Cabe reseñar que los artículos que componen el volumen Juan Andrés y la teoría comparatista no obedecen, ni mucho menos, a planteamientos metodológicos similares. La obra avanza, tras su punto de partida general, hacia la concreción comparatista. Algunos de los estudios siguen un esquema histórico literario y pueden ser englobados además en el marco de la Teoría de la Literatura, como es el caso del de Gabaldón. Otros en cambio, como el de Tietz por citar un ejemplo, se mueven dentro de unos procedimientos históricos puramente descriptivos, aunque no por ello carecen de importancia en el conjunto de la obra y su omisión hubiera supuesto ofrecer una imagen parcial e incompleta de la figura de Juan Andrés.

    El primero de los artículos por orden de aparición en el volumen es el de Manfred Tietz y, como su título indica, se refiere al fenómeno histórico-cultural de los jesuitas y de su expulsión durante la segunda mitad del xviii de los países europeos más importantes. Comienza Tietz argumentando que, a diferencia de las órdenes tradicionales de la Iglesia —deudoras en mayor o menor medida de sus orígenes medievales—, la Orden de los jesuitas es hija de la «Modernidad europea», coetánea de fenómenos tales como Renacimiento y Humanismo, cuyo saber laico no rechazó, sino que trató de «reintegrarlo en una visión católica del mundo» (pág. 44). Para ello, pusieron todo su empeño en educar a las elites católicas, contribuyendo a modernizar el Catolicismo y a implantar en el mundo católico mentalidades y comportamientos modernos. En el mundo católico de la Contrarreforma, la Compañía de Jesús llegó a gozar de un estatus de manifiesta preponderancia. Tietz relaciona su expulsión de las principales naciones europeas con un profundo cambio de mentalidad ocurrido en la segunda mitad del siglo xvii que él define como de secularización y que «significa una ruptura con el tradicional pensamiento teológico propagado [...] por los jesuitas» (pág. 53). Esta corriente antijesuita se vio fomentada de un lado por la Ilustración, en un intento por hacer prevalecer su nueva visión secularizada del mundo, y del otro, como es bien sabido, por los monarcas ilustrados, cuya voluntad de reservarse el derecho exclusivo de decidir todos los asuntos de la monarquía entraba en conflicto con la defensa realizada por la Compañía de Jesús de los derechos políticos del Papa.

    Todos esos factores que acabamos de enunciar se hallarían —siempre según Tietz— en la base de la expulsión y posterior prohibición de la orden de los jesuitas, la mayor parte de los cuales fueron deportados a los Estados Pontificios, donde desplegarían su enorme erudición en diversos campos, especialmente en el literario y humanístico. Resulta enormemente apropiada la mención por parte de Tietz del importante papel desempeñado por los jesuitas españoles expulsos en la rehabilitación de la imagen equivocada que la Europa ilustrada tenía de España; como observamos antes, el propio Andrés contribuyó a la recuperación de un entendimiento de la Literatura española en Europa, claro está que siempre dentro de los límites ilustrados neoclásicos. Concluye Tietz afirmando que los jesuitas «se conectaron con las discusiones intelectuales más actuales en la Italia del momento y lograron integrarse, a un nivel muy alto, en la cultura europea» (pág. 64). No cabe duda de la propiedad y documentación de este artículo, pero quizás adolece de ciertos tópicos ideológicos y hubiese sido de desear que ahondase más en la relación de Juan Andrés con la orden, lo que significó su pertenencia a la misma en el conjunto de su obra y los rasgos fundamentales que se advierten en todo aquello que pone de manifiesto su doble condición de intelectual y hombre de ciencia a la vez que jesuita. Pero sin duda, hacer esa investigación era prematuro y desde luego no se tomó como cometido. Por lo demás, el autor es evidentemente historiador y no crítico literario.

    El siguiente artículo, «Problemas de la mentalidad ilustrada en España» (págs. 67-84), de Francisco Sánchez Blanco, supone un intento de definición taxonomizadora y epistemológica de las corrientes de pensamiento ilustrado que integran el contexto intelectual del Abate y su relación con las mismas. Su autor traza una visión generalista del panorama intelectual en la España del siglo XVIII , panorama que se caracterizaba entre otras cosas por la existencia de opiniones diferenciadas acerca de las posiciones empiristas y humanistas, rechazadas ambas por los teólogos ortodoxos. Como es lógico, los jesuitas no se mantuvieron al margen de estas discusiones; en palabras de Sánchez Blanco, que también posee unos criterios respaldados por una amplia investigación, «la polémica anticartesiana fue una constante jesuítica, pero no implicaba un rechazo absoluto de la modernidad». El autor incide aquí en la sorprendente pluralidad existente entre las filas de la Compañía de Jesús en lo relativo a las cuestiones filosóficas. Señala la presencia de una plataforma ecléctica en el seno de la orden —en abierta oposición a posturas más dogmáticas y escolásticas—, cuyos miembros se localizan entre los jesuitas más jóvenes y que predominaba entre aquellos procedentes de Aragón. Esta corriente reivindicaba la visión histórica del saber en cuanto necesaria «no sólo para mostrar el progreso, sino también para probar la persistencia de convencimientos fundamentales a través de los tiempos» (pág. 75), esto es, una serie de principios esenciales y comunes, casi una suerte de axiomas del pensamiento filosófico sobre cada cuestión. Observa el autor, creemos que con mucho acierto, que el eclecticismo se manifiesta en Juan Andrés de una manera menos rígida y polémica que en otros autores jesuitas; expresa asimismo su deseo de que se aborde la posición de Juan Andrés en las cuestiones que tocan la Ilustración desde su vertiente política y no sólo aquella puramente literaria, un argumento cuyo desarrollo sin lugar a dudas podría ampliar y enriquecer los estudios ya existentes sobre la figura del Abate.

    El artículo de Antonio Rivera, «Juan Andrés y la Historia del Derecho Natural. Una aproximación a la heteredoxia jesuítica» (págs. 87-112), se centra en aquellas cuestiones de Derecho Natural que aparecen en la obra de Andrés y de cómo resuelve el Abate el problema de la excesiva separación existente entre la moral natural o filosófica y la sobrenatural o cristiana. Si bien el desarrollo del artículo resulta a todas luces muy interesante y valioso, algunas de las valoraciones ofrecidas por el autor pueden ser calificadas de excesivamente ortodoxas por cuanto sus críticas se centran principalmente en lo que él denomina «heterodoxia jesuítica», al considerarla «demasiado contaminada por los principios anticatólicos que pretende neutralizar», olvidando quizás la normalidad habitual y relevante de la contribución de dicha «heterodoxia jesuítica» al panorama cultural europeo de la época y su influencia en el desarrollo de corrientes estético-filosóficas y literarias posteriores.

    En «Juan Andrés. Prodesse et delectare. Historia, política y literatura» (págs. 115-138), Vittoria Borsò analiza las características de la visión historiográfica del Abate y de lo que supone de innovación y ruptura con la Historiografía clásica borbónica. La condición de exiliado de Andrés habría sido determinante, a juicio de la autora, para apartarle de los postulados historicistas tradicionales y permitirle adquirir una visión exterior del Estado. Para apoyar sus postulados, cita la autora pasajes de la obra de Juan Andrés, en especial de Origen, en los que puede apreciarse el método o la epistemología desarrollada por el abate en lo referente a las cuestiones historiográficas, a la filosofía de la historia, a la elocuencia y a la poesía. Engloba Borsò también estas dos últimas disciplinas en el esquema de la ciencia histórica, puesto que considera que Andrés quiso integrar de manera consciente la historia en las Letras, «desembocando en un concepto de ciencias humanas en las que la representación de los conceptos no puede prescindir de la forma y de la estructuración de las palabras y del discurso». De esta manera, en la representación histórica andresiana los aspectos de elocutio del discurso se situarían a la altura de la dispositio, según la máxima latina prodesse et delectare, el instruir deleitando del humanismo pedagógico. No podemos estar más de acuerdo con Borsò. Baste recordar algunos de los capítulos de Origen que versan sobre la Historia para comprender cuánto debe la construcción retórica de la obra al material lingüístico.

    El siguiente artículo, «Juan Andrés y las literaturas clásicas» (págs. 141-170), de José Joaquín Caerols, pone de manifiesto la importancia de la antigüedad clásica en la obra de Juan Andrés, quien insistió siempre en el carácter ejemplar de la cultura antigua como modelo e inspiración para las culturas posteriores. Si bien al principio del artículo el autor reconoce su «humilde pretensión de enfilar algunas de las líneas maestras de la actividad desarrollada por Andrés en el campo de los estudios clásicos», el artículo, que deja patente el reconocimiento necesario de esta nueva importante fuente para la filología clásica, ciertamente requiere una profundización en la materia que aquí todavía no se hace.

    El trabajo de José Luis Villacañas matiza lo anteriormente expuesto por Rivera en relación con el tratamiento que reciben las cuestiones de derecho natural en la obra del Abate. Defiende el autor la tesis de la continuidad cultural española en la obra de Andrés en lo que se refiere a ciertos aspectos del pensamiento filosófico, como es el caso de la ética y la jurisprudencia, tal vez motivado por su condición religiosa. Sin embargo, la vinculación con España se torna más lejana cuando se habla de la filosofía racional, donde Andrés demuestra una mayor amplitud de miras y un grado de información superior al de los estudiosos de la filosofía residentes en España. Destaca asimismo Villacañas el peso que la obra del jurista castellonense Marín y Mendoza tuvo en las ideas de Andrés acerca del derecho natural.

    En «La recuperación moderna de las ciencias eclesiásticas en el abate Juan Andrés», Juan José Garrido afronta uno de los aspectos de la obra del Abate que tornan su contribución al panorama intelectual del xviii especialmente interesante. Mientras que la Enciclopedia francesa había excluido de manera totalmente consciente e ideologizada las ciencias eclesiásticas de su organización disciplinar, ofreciendo por ello una visión incompleta, parcial y sesgada de las Letras y las Ciencias; en su doble vertiente de hombre de ciencia y religioso, Andrés supo conciliar los aspectos puramente científicos y racionalistas de su obra con su defensa y rehabilitación de los estudios teológicos y de la religión cristiana en sí misma, cuestionada por los philosophes ilustrados. No sólo conjugó ambas visiones de la realidad aparentemente incompatibles, sino que además lo hizo mostrando un talante abierto, conciliador y objetivo, propugnando el abandono de fanatismos y abogando por encontrar puntos de conexión entre las diferentes ramas del cristianismo para poder combatir juntos al enemigo común de la impiedad y la irreligión. No obstante, matiza Garrido que en lo referente a las problemáticas teológicas de su época, se muestra Andrés mucho más conservador, quizá impelido por su condición de jesuita. Sea como fuere, es sin duda excepcional la labor de recuperación de las ciencias eclesiásticas llevada a cabo por Andrés y un artículo como el presente se hacía de todo punto necesario para puntualizar algunas de las claves de dicha recuperación magistral.

    Otro de los aspectos fundamentales en la obra de Andrés es su amplia faceta de historia de las ciencias. El artículo de Puig-Samper retoma la obra enciclopédica del jesuita español desde la óptica de la historia de la ciencia, analizando no sólo las aportaciones que sobre la cuestión están recogidas en Origen, sino también dos de sus discursos escritos en Mantua, que marcan claramente su inserción en el mundo cultural hispano-italiano. Como bien observa Puig-Samper en las conclusiones de su artículo, en el esquema general de la obra enciclopédica de Andrés, «la historia de las ciencias pasaría a ser no un ejercicio erudito de reconstrucción sino un elemento fundamental en el avance de las propias ciencias, que siempre dispondrían de un punto de partida y de evolución en la reflexión de su propia actividad».

    En el siguiente artículo, «Juan Andrés y la Literatura Española. La tesis árabe y la polémica sobre el Barroco», Carmen Valcárcel aborda el análisis de la relación de Juan Andrés con la historia literaria española, desde la perspectiva de la metodología comparatista utilizada por el autor a la hora de abordar el estudio de la literatura en general. Señala acertadamente Valcárcel que a la hora de analizar la literatura española, Andrés se sirvió del método comparatista señalando sus relaciones y contactos con otras literaturas; es por ello que, considerada en su conjunto, Origen pueda ser tenida por la «primera gran construcción historiográfica de la literatura española». Los dos aspectos decisivos de esta construcción historiográfica respecto de la literatura española, la tesis árabe y la denominada polémica sobre el barroco, son tratados aquí con cierta parquedad, soslayando —en particular en lo relativo a la tesis árabe— algunos de los rasgos fundamentales de la aportación del Abate a la historia de la literatura, como por ejemplo el hecho importantísimo de que con sus postulados, Juan Andrés se estaba adelantando a la polémica sobre el origen árabe o provenzal de la lírica protagonizada por distintas generaciones de estudiosos casi dos siglos después. Es muy de reconocer la acertada intuición de Valcárcel cuando afirma que: «[...] Juan Andrés resuelve comparativamente el problema de los orígenes de la poesía española y europea, situándolo con acierto como resultado de las relaciones culturales en la España musulmana y, sobre todo, de las traducciones emprendidas en la Escuela de Traductores de Toledo». Según sabemos hoy, sucesivas investigaciones realizadas en el campo de los estudios árabes han corroborado la mayor parte de las conclusiones obtenidas por Juan Andrés en relación a la literatura arábiga. No deja de sorprender, pues, la escasa atención dedicada por los arabistas a las aportaciones de Juan Andrés en esta materia. Desde luego, el arabismo, en particular el español, tiene una gran deuda pendiente con Andrés, con la relevancia y originalidad de sus tesis arabistas.

    «Juan Andrés. El viaje ilustrado y el género epistolar», de Gabriel Sánchez Espinosa, es un intento de aproximación al género epistolar y a la literatura de viajes en Juan Andrés a través del estudio de sus Cartas familiares, en las que se narran sus viajes por Italia en busca de códices y manuscritos con objeto de completar su obra enciclopédica. A pesar de que formalmente nos hallamos ante una colección de cartas cuyo estilo y lenguaje es, por así decirlo, ligero, ameno y casi coloquial, advierte Sánchez Espinosa de que ninguna de las misivas es producto de la exaltación del momento, puesto que fueron escritas con posterioridad al retorno del autor a su residencia de Mantua y constituyen, por ello, una reelaboración concienzuda y pormenorizada de materiales previos, recogidos en el transcurso del viaje. Uno de los rasgos más singulares de estas cartas es que, mientras que por lo general los libros de viaje recogen las impresiones del viajero sobre un país o países nuevos y desconocidos para él, en el caso de Andrés no se debe olvidar que vivía en Italia, nación cuyos usos y costumbres conocía a la perfección. Por lo tanto, su perspectiva no puede ser la de un extranjero. Sugiere asimismo el autor de este artículo la posibilidad de que, yuxtapuesto a su carácter de libro de viajes, guía de Italia y correspondencia literaria, subyaciera en las Cartas familiares el interés del Abate por recordar a la opinión pública española la situación de desamparo en la que vivían los jesuitas expulsos. Ciertamente, esto requeriría profundizar en el argumento, pues no es el caso del propio Andrés. Se echa en falta en el artículo un análisis más detenido de la misma obra de viaje de Andrés, la cual bien pudiera haber sido comentada en cuanto al valor o acierto de su dominio de la técnica del género.

    Santiago Navarro se ocupa de manera efectiva de la recepción centroeuropea de la obra de Andrés, la cual suscitó desde el momento mismo de su publicación desiguales reacciones, que van desde la acogida entusiasta que le brindaron los estudiosos italianos y parte de los españoles, hasta el frío desdén manifestado por los franceses, motivado en gran parte por el hecho de que la obra supusiera un claro intento de superación de las carencias de la Enciclopedia. Así pues, el trabajo de Andrés recibió críticas elogiosas y otras menos favorables en las diferentes naciones europeas. Aún sin llegar a desaparecer del todo, a lo largo del XIX, los ecos de su obra se difuminan y no será hasta el siglo xx, a partir de las reconsideraciones críticas formuladas sobre la tesis árabe de este autor, cuando se comience a realizar la recuperación moderna de la obra de Andrés. A este respecto, incide particularmente Navarro en lo paradójico de la falta de atención demostrada por el arabismo español hacia las tesis de Andrés, situación que, como hemos señalado antes al hilo del artículo de Carmen Varcárcel, se mantiene en la actualidad y que debería ser subsanada con la presentación de uno o varios estudios sobre las cuestiones arabistas en la obra de Andrés.

    Por su parte, Daniel-Henri Pageaux plantea las grandes líneas del comparatismo actual, haciendo hincapié en el carácter multiculturalista que, a su juicio, subyace en cualquier estudio de literatura comparada. Resalta este autor la importancia del enfoque comparatista para contrarrestar todas las visiones «parroquianas, excluyentes, [para luchar] contra el provincianismo y el enclaustramiento, el ensimismamiento identitario». Entiende Pageaux el comparatismo en tanto que superación de las barreras proteccionistas entre culturas, método propiciatorio del encuentro, el contacto y el diálogo entre culturas a través del estudio sistemático de las diferencias interculturales.

    Por último, Jesús García Gabaldón analiza la obra de Juan Andrés en el marco de su propia construcción comparatista, lo que le lleva a subrayar las graves carencias que manifiesta la disciplina comparatista en la actualidad y a proponer un globalizador orden epistemológico de actuaciones cuyo punto de partida encontraría en la obra de Andrés «un modelo vivo respecto de la naturaleza de su objeto al igual que de su procedimiento». Tanto la contundente valoración crítica acerca del estado presente de la historiografía como las consecuentes soluciones que son aportadas al respecto creemos que son harto acertadas y necesarias.

    Existe, pues, una evidente y gran descompensación entre la valiosa aportación que Juan Andrés realizó a la cultura de Occidente y la escasa atención que ha recibido de la posteridad como respuesta. En esto han jugado diversas circunstancias, pero actualmente éstas ya no eximen de un adecuado tratamiento de la obra andresiana. 

I. Llopis

 

Manuel Milá y Fontanals, Estética y Teoría literaria, ed. de P. Aullón de Haro, Verbum (Col. Verbum Mayor), Madrid, 2002, LXIV+290 págs.

    Esta publicación de una obra de Milá y Fontanals, el mayor filólogo español del siglo XIX, constituye una edición muy importante por diversas razones. En primer lugar, bienvenida sea, porque hace muchos años, desde que Martín de Riquer se ocupara de preparar dos volúmenes del autor en la década de los sesenta, que ningún libro se publica del gran maestro catalán. Ha habido varios estudios de Manuel Jorba, si bien ajenos a la temática que la edición objeto de este comentario motiva. Este estado de cosas, que es verdaderamente lamentable, da razón de la situación de la filología actual, demasiado entretenida en cosas irrelevantes y del día, así como de la filología española en particular, pues es responsabilidad de ésta atender a sus creadores, cuando menos a los principales. Pero, y no se trata de introducir la noción de la sospecha por la sospecha —a nadie se le ha de escapar—: ¿algo más sucede o pudiera suceder con Milá, hombre importante de la cultura catalana, escritor también a veces en esa lengua hermana y gran estudioso de su literatura, catedrático de la Universidad de Barcelona? ¿Qué puede suceder con Milá, cuya obra no es difundida en Cataluña, Comunidad Autónoma que dedica el más grande presupuesto económico del país a la difusión cultural, y en especial la edición de textos, y difusión o implantación de la lengua y la cultura propias? Podemos empezar por observar algo evidentemente trivial, como es el hecho de que los estudios de Jorba fueron realizados en lengua catalana; pero ya no parece trivial que la única y modesta edición de artículos que este estudioso ha preparado de Milá consista en una traducción al catalán de artículos escritos originalmente en castellano. ¿Qué función cabe otorgar a edición tal, a tomarse ese trabajo, de lujo diríamos, de editar trabajosamente unos textos sobre el Romanticismo traduciéndolos del castellano al catalán, como para restringir a esta región lingüística sus lectores, y cuando no está a disposición del público culto, ni en catalán ni en castellano, ninguna de las obras importantes del maestro de filólogos, del maestro tan reconocido por la romanística europea? ¿Qué razones se pueden atisbar? ¿Habría que buscar razones de origen en la postura de Dámaso Alonso, que para bien y para mal tanto ha marcado la filología y la teoría literaria españolas de la segunda mitad del siglo xx? Se pueden buscar, y sin duda las hay, pero...; y no vamos a pedir responsabilidades a esa institución, que mejor no mentar, institución que dejó abandonada y sin rumbo y sin rumbo, ha seguido hasta hoy, puesto que ni siquiera ha sido capaz de preparar como es debido los instrumentos léxicos y auxiliares sin los cuales carece de sentido y función. Esa institución, sobre todo según ha llegado a hoy, y las colecciones filológicas que le son o han sido próximas, absolutamente nada tienen que ver con Milá. No, como todos intuimos, o sabemos, se trata de otra cosa, de un asunto político, de un asunto de puro y simple nacionalismo, es decir, de sectarismo, pues cuando las cosas tienen nombre es envilecimiento no designarlas.

    En segundo lugar, nos hallamos ante una edición muy importante porque significa o contribuye decisivamente al esclarecimiento y la recuperación de la disciplina de la Estética, de sus orígenes, en España. Esto tiene muchos aspectos. Por una parte, sucede, según demuestra Aullón de Haro en el estudio preliminar, que en España la Estética, en tanto que disciplina autónoma y en disposición tal y de tratado regida mediante esa denominación, nace como Estética literaria, lo cual es asunto muy a tener en cuenta, no siendo la menor de las razones para esa importancia el hecho de que hasta ahora no se supiese, como veremos. Todo parece indicar que hay una persistente tendencia a tomar la Estética, más allá de su puro marco filosófico, como Estética de las artes plásticas, probablemente como descargo del fenómeno de relegación del objeto literario al terreno de la Poética o Teoría literaria, o incluso de la Crítica literaria, cuando aquélla no es sino la disciplina normativa o prescriptiva, programática, a priori en terminología de Aullón de Haro, es decir la tejné, mientras que la Crítica constituye la directa aplicación hermenéutica o la consideración teórica de esta aplicación. Pero, además, por otra parte, ocurre que aquí el editor estudioso descubre, por insólito que parezca, cuál es la primera obra de Estética que responde a esa denominación en España, que no es la de Milá y Fontanals, según pensaba su discípulo Menéndez Pelayo, sino otra y hasta ahora desconocida: «Menéndez Pelayo señala que la obra de Milá es la primera española en tomar ese término por título; es decir, que Milá elaboró el primer texto de doctrina estética: «Compuso Milá un breve doctrinal de Estética, que fue el primero de su título en España, aunque la nueva ciencia tuviese entre nosotros antiguos y calificados precedentes y contásemos desde el siglo xviii con ensayos sobre la filosofía de lo Bello tan memorables como el de Arteaga». He dicho antes que Milá es quien primero escribe un texto de doctrina estética, pero dentro de la llamada Escuela Catalana. Esto es exactamente así. Porque el primer tratado propiamente de estética compuesto en España no es ni el de Milá, de 1857, ni tampoco, por supuesto, el de su «contrincante» Núñez de Arenas, que es un año posterior, sino el de Federico Gómez Arias, que tiene por título Estética e Historia crítica de la literatura desde su origen, impreso en Madrid en 1852» (págs. XXI-XXII). Y cabe preguntarse cómo es esto posible, ¿cómo hemos tenido que esperar hasta iniciado el siglo xx para llegar a saber algo que en el fondo no es más que un dato de comprobación empírica y de primer término. No es aquello, que dio la vuelta al mundo como chascarrillo, de la profesora extranjera que un buen día llegó a nuestra Biblioteca Nacional y al rato encontró el manuscrito desconocido de Leonardo, pero de manera extraña parece que se le aproxima. En este caso ni el investigador es extranjero ni casual, sino aplicado largamente, entre otras cosas, al estudio de la Estética, la Poética y la Crítica, pero se supone que no el primero, desde luego. No sigamos interrogando.

    Y en tercer lugar nos hallamos ante una edición muy importante porque el libro de Milá lo es por razones técnicas, porque es obra, según explica Aullón de Haro, excelentemente trazada y resuelta, construida con extraordinarios rigor conceptual y disposición tratadística, ateniéndose a la ardua ordenación de la disciplina con vistas a su rentabilidad e implantación por encima de personalismos. Eso sí, arguye el editor el aspecto fundamental de que se trata, la Estética de Milá, de una convergencia compleja e inteligente de armonización de platonismo y filosofía perenne con, según necesariamente tenía que ser, Idealismo alemán, no sólo kantiano sino también hegeliano, por raro que parezca, ello sobre todo, cosa que Aullón de Haro subraya queriendo dejar bien claro, porque Milá se mantiene fiel y rigurosamente cristiano. Y ésta, la cristiana, es la característica de la producción española importante, pues incluso cuando en principio no lo es, como en el caso de Krause (Compendio de Estética, que adaptó Giner de los Ríos y el mismo Aullón de Haro reeditó hace años), en el fondo, y ya superadas las concretas circunstancias y consideraciones políticas que guiaban el romanticismo cristiano de Milá y el institucionismo progresista de Giner, tanto uno como otro se revelan religiosos y armonizadores de la inmensa tradición.

    La obra consta de dos secciones, la general, Estética, dispuesta en tres partes por sí mismas definitorias: Estética objetiva real, Estética subjetiva y Estética objetiva artística, más una Adición, un tanto al modo kantiano; y la particular o Teoría literaria, a su vez dispuesta en tres partes: Forma literaria, De las composiciones poéticas y Composiciones prosaicas, más unas Anotaciones y un Apéndice titulado «Idea de la Historia general literaria». Por lo demás, es necesario hacer notar, al menos, que el examen teórico de elementos concretos de la obra permite a Aullón de Haro, entre otras cosas, advertir acerca de sus valiosos tratamientos del juicio, sobria e inteligentemente remodelado por Milá a partir de Kant (sustituyendo los caracteres de libre, desinteresado y apriorístico por los de especial, inmediato y objetivo), al igual que la categoría de lo sublime, referida a la alteración de la armonía en virtud de la grandeza de las formas y en relación a objetos ópticos (por la extensión, el matemático kantiano) u ópticos y acústicos (por el poder, el dinámico kantiano), así como la teoría de la crítica artística, sobre la que insiste el estudioso editor en que representa por sí misma un momento de valor a señalar con relieve en el conjunto de la tradición europea.

J. Caralt

 

Héctor Julio Pérez López, Hacia el nacimiento de la tragedia, Res Publica, Murcia, 2001, 310 págs.

    El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche aborda, desde un estudio pormenorizado de la tragedia griega, una crítica radical de la cultura moderna, cuestionándose tanto sus fundamentos como sus manifestaciones. La obra que nos ocupa estudia, a su vez, el proceso de gestación de dicho trabajo, a través de los diversos escritos preparatorios que dieron lugar a la misma, y de obras de otros autores que influyeron en su construcción teórica. Sin embargo, no se trata de un ensayo de carácter filológico, puesto que su pretensión es la de reconstruir lo que será, para el autor, el pilar de todas las reflexiones estéticas y filosóficas en torno a la tragedia griega: la metafísica del artista. A partir de ese nuevo enfoque del estudio, se pretende demostrar que será la creación lírica y no la creación de lo trágico el núcleo de la reflexión sobre la metafísica del artista. Desde dicha idea, el autor desarrolla la visión crítica de los géneros operísticos renacentistas, la música alemana o la misma tragedia griega. El punto de partida coincide con las consideraciones filosóficas respecto al arte de Schopenhauer, así como los trabajos de Wagner sobre el arte griego, puesto que tanto las adhesiones como las críticas de Nietzsche a las mismas se encuentran en la base de sus reflexiones sobre el arte y sobre la cultura europea. Arte y cultura se hallan enfrentados de una manera irreconciliable: mientras el primero es, después de asimilarse el concepto de voluntad schopenhaueriano, una manifestación de lo inconsciente y, por tanto, muestra la esencia del mundo, el reino de la cultura está, en cambio, marcado con el estigma del lenguaje, de lo consciente.

    Pero si Nietzsche acepta el concepto de voluntad y el pesimismo, no ocurrirá así con los desarrollos posteriores de dichas ideas, principalmente la teoría de la redención, que encontramos en Schopenhauer. Para éste, la voluntad no es sino el sustrato primordial, fuente de los fenómenos, origen, impulso, en palabras de Thomas Mann. Esa voluntad, una, se hace mundo en infinidad de objetivaciones fenoménicas. Dicha mundificación es la que trae el dolor. Sólo a través de la renuncia a la voluntad se supera el dolor, y, para el filósofo, sólo el santo podrá consumar esa titánica redención. Dicha renuncia solamente será posible a través de una escisión entre voluntad e intelecto. El conocimiento que permite esa escisión, que no emana de la voluntad misma, es el conocimiento contemplativo, único capaz de aprehender la esencia del mundo, puesto que el conocimiento a través de la representación, mediado por espacio y causalidad, no puede conocer la esencia del mundo. Sólo a través de la superación de la representación, será posible el conocimiento de esa esencia. A través del ascetismo el hombre será capaz de despegarse del proceso de individuación y contemplar los fenómenos en su totalidad.

    Pero, ¿qué papel juega el arte en dicha liberación de la voluntad? El conocimiento asociado al arte es el conocimiento contemplativo. El sujeto ha de liberarse de su subordinación a la voluntad. La tarea del artista consiste, pues, en el conocimiento puro de las ideas, en la primera objetivación de la voluntad. Nietzsche insiste en las dos primeras conferencias preparatorias sobre la oposición entre arte y cultura a partir de la interpretación de la tragedia griega. Para ésta, lo primordial no es la acción, sino la proyección de sentimientos en el espectador. Como ya había afirmado Wagner, pero resaltado especialmente por Nietzsche, el arte tiene un carácter natural, espontáneo, que brota del instinto. En estas primeras consideraciones, al hilo de las reflexiones wagnerianas sobre la obra de arte total, Nietzsche considera el aspecto dramático de la tragedia como esencial a la misma, lo cual resulta contrario a la primera hipótesis acerca de la preponderancia de lo expresivo frente a la acción. Sin embargo, también sigue a Wagner cuando afirma la importancia de lo musical en la tragedia griega anterior a Esquilo, a causa precisamente de su expresividad. La decadencia de la tragedia viene determinada por un proceso en virtud del cual lo consciente, lo racional, toma el protagonismo. Así, en Sócrates y la tragedia muestra que con la preponderancia del diálogo, se inicia la decadencia de la tragedia. Con Sócrates hay una exaltación del saber consciente, que se traslada a la tragedia donde cada vez adquiere mayor protagonismo lo comunicativo.

    Con esta tercera conferencia, Nietzsche introducirá su imagen de lo apolíneo- dionisíaco como lo específico del origen de la tragedia. De la síntesis entre la razón luminosa griega y las fiestas instintivas, desenfrenadas, dionisíacas y de origen oriental, se obtiene el equilibrio. Lo dionisíaco viene a ser el arte de los sonidos, lo apolíneo el arte de las imágenes. Retoma así Nietzsche el dolor ante la existencia enunciado por Schopenhauer, y atribuye tal intuición al pueblo griego, pero también le atribuye su empeño por superarla. Todo proceso de creación en el arte partirá de la certeza de lo horrendo de la existencia. Pero, a diferencia de la teoría del arte de Schopenhauer, Nietzsche considera que la apariencia ya no es la mediación de la verdad, sino «la transmutación de esa verdad en una forma ilusoria». Éste es el proceso apolíneo-dionisíaco. Esto en lo que respecta al creador. En cuanto al espectador, éste entra en el acto salvífico del arte a través del elemento dionisíaco. Las imágenes carecen de la fuerza aniquiladora de la verdad, y sólo en unión con la música nace la ilusión apolínea, la superación del pesimismo. Así, aunque coincida con Wagner en que toda obra de arte es diferente a cualquier otra forma cultural, no coincide con éste en el poder revolucionario de la cultura entendido como potencial social. La liberación a través del ritual artístico es para Nietzsche metafísica. Se aleja asimismo de Schopenhauer cuando considera que lo horrible se halla al servicio del proceso artístico de liberación y vida.

    La música transmite lo inconsciente de un modo inmediato, sin que haya comprensión que medie entre los contenidos y su recepción. Por ello prevalece sobre cualquier otra forma de expresión artística. A su vez Nietzsche toma de Hartmann la idea de que los sentimientos sólo pueden ser experimentados a partir de las representaciones, de que son formas impuras del inconsciente, mientras que la manifestación del mismo a través de la música es pura.

    Resulta imposible desarrollar detenidamente en esta breve reseña la poderosa exposición teórica que Héctor Pérez lleva a cabo en su recorrido por las obras preparatorias de El nacimiento de la tragedia y de esta misma, recorrido que le permite preguntarse por las similitudes y diferencias de las ideas de Nietzsche con respecto a sus maestros, así como exponer la evolución de las teorías de este filósofo sobre la tragedia griega. El principal logro de este libro consiste en mostrar la coherencia interna de unas ideas que muchas veces han sido tachadas de contradictorias o inconsistentes.

    Nietzsche avanza así desde una estética de la expresión artística hacia una estética de la creación poética, destinada a la superación del pesimismo. Dicha tarea libera al arte de otros propósitos que inicialmente se le atribuían, como el de la catarsis sentimental, o de cualquier otro que represente un acto comunicativo, pues, si seguimos a Schopenhauer, la música es una manifestación de algo extraordinario, y no de lo que sentimos en el mundo de los fenómenos. Así pues, aunque no quepa relacionar la música con la expresión de sentimientos cotidianos, sí ejerce una labor expresiva de algo que está más allá de las meras representaciones.

M. Andúgar Miñarro

 

NOTAS:

[1] Es el caso de Guiberto de Lille y Alano de Novingento.

[2] El ejemplo más claro lo constituye el De institutione novitiorum de Hugo de S. Víctor.

[3] La figura más representativa posiblemente sea la de Thomas Chobham.

[4] Son muy significativos De modi dilatandi sermonis, de Ricardo de Thetford, y el anónimo Exponas thema.

[5] El primer caso donde todo ello se articula de modo orgánico y toma cuerpo como arte es en la obra de Ps. S. Buenaventura.

[6] El tratado más representativo de este tipo es De modis dilatandi sermonis, de Roberto de Vaseborn.