HACIA UNA NUEVA GENEALOGÍA DE CARÁCTER FEMENINO-MATERNAL: CON MI MADRE (2001) DE SOLEDAD PUÉRTOLAS DESDE UNA PERSPECTIVA IRIGARIANA

Monserrat Bores Martínez

The University of Western Ontario

London, Ontario (Canadá)

 

 

    «Mi madre murió el 26 de enero de 1999.»[1] Con esta referencia temporal Soledad Puértolas abre su relato de carácter biográfico a partir del cual pretende acercarse, como hija y mujer, a la figura de la/su madre. Invadida por el dolor y por el éxtasis de la revelación, la autora[2] escribe desde un espacio caracterizado por la ausencia y por las sombras que su madre ha dejado antes y después de su muerte. Ese lugar de recogimiento es un espacio determinado, principalmente, por la presencia de la madre como voz, sonido y acústica envolvente, que aumenta y, a la vez, disminuye su propia ausencia. El recuerdo vivo de esa mujer que siempre se encontraba detrás del hilo telefónico es el que recrea la acústica que en este trabajo identifico como ‘maternal,’ la cual evoca sentimientos e imágenes de seguridad, de hogar, pero, sobre todo, implica la presencia de la imagen ‘femenina-maternal’ que recuerda constantemente a la autora quién es ella a partir del cuestionamiento de la identidad de su propia madre.

    Cada vez que Puértolas describe el momento en que acostumbraba levantar el auricular para platicar con su madre, ya fuera desde los Estados Unidos o desde Zaragoza,[3] se recrea la necesidad natural de toda mujer de preguntar a la/el otro(a) sobre su propia identidad. Y aunque parece que la autora hace referencia únicamente a  cuestiones ontológicas del ser, se puede decir que esta  pregunta por el ‘otro’ va más allá y se enraiza en la perspectiva, que en ningún momento pretendo catalogar como ‘feminista,’ que Luce Irigaray desarrolla en su «Women-mother, the silent substratum» (43-52).[4] Es decir que cuestionar al ‘otro,’ y decir ¿quién eres?, se convierte en el punto de partida esencial para dialogar con el ‘otro’, ya que no demanda una tarjeta de identidad o una anécdota autobiográfica. En este caso, la respuesta desencadenará una sincronía interactiva dinámica dada la constante y cambiante posición de los participantes durante el acto locutivo. Así, la pregunta ¿quién eres tú? lleva a una puesta en común a partir de enunciados incluyentes de una pluralidad femenina, esto es, el desplazamiento de la perspectiva individual determinada por el ‘yo,’ hacia una doble perspectiva caracterizada por el de ‘nosotras dos.’

    A partir de este desplazamiento, ese ‘dos’ se puede potenciar y, así, entender que el ‘yo’ correspondiente al ‘nosotras dos,’ no sólo se refiere a la relación entre madre e hija, sino a la mujer que es madre e hija a la vez. Por consiguiente, la pregunta ¿quién eres?, implica conocerse, hablar y crear algo juntas. De esta forma, al momento de hablar, las mujeres se pueden construir unas a las otras. Y, por supuesto, no se puede lograr esto sin lo que Irigaray llama ‘el horizonte de la diferencia sexual’ (Whitford, «Introducción» 14). Desde esta percepción, la diferencia sexual se relaciona directamente con la idea de la existencia de la ‘hom(m)osexualidad’ del patriarcado caracterizada por la falta de reconocimiento de la diferencia sexual. En este caso, las mujeres no son de otro sexo, sino que son ‘el otro’ de ‘lo mismo,’ siempre definidas a partir de un referente masculino.[5] Por tanto, la cultura patriarcal es sexualmente indiferente, es el reino de ‘lo mismo.’ Y así, el amor hacia uno mismo es imposible para las mujeres pues el sí mismo, en este caso, es ‘lo mismo,’ es el hombre.

    Este trabajo pretende explorar la forma en que Soledad Puértolas establece un diálogo con su/la madre en su obra Con mi madre, a través de las memorias que la escritora conserva. Así, se analiza, a partir de una visión irigariana, cómo este diálogo se convierte en la representación de la identidad de ambas, puesto que la mujer, al colocarse frente a frente con un interlocutor ‘femenino,’ permite que la identidad de ambas se vaya construyendo y reconstruyendo en un espacio temporal específico. Asimismo, se explica cómo la identidad no es sólo una cuestión de escritura, sino una respuesta a un emisor o la respuesta a un estímulo, o, incluso, a un silencio. Así, el discurso como acto del habla, no está determinado por la biología del emisor/receptor, sino por la identidad que la mujer asume en el lenguaje dentro de un sistema simbólico conocido como patriarcal, en el cual la única posición disponible para el sujeto es la masculina (Whitford, «Introducción» 3). Para lograr lo anterior se abordará el cuento La historia de Lilith de Teresa Dey, para hacer patente que el habla de las mujeres no se refiere a la mera existencia de un lenguaje de mujeres, sino a que haya mujeres hablando como mujeres a partir de su propia voluntad. Asimismo se hará referencia al habla de las mujeres y a su necesidad de desarrollar una genealogía que valore a la mujer como la otra identidad dentro de la diferencia. En consecuencia, este trabajo explora la forma en que el habla hace referencia a la existencia asumida de una subjetividad en el lenguaje (Whitford, «Introducción» 18).

    Con mi madre, publicada por Anagrama en 2001, es una obra que recrea el viaje imaginario y emocional que Puértolas realiza ‘constantemente’ hacia el encuentro con su madre ya fallecida. La autora pretende que por medio de esta narración y, especialmente, por este (re)encuentro frontal, su vida, tanto con la presencia de su madre como sin ella, se enlacen. En otras palabras, la diégesis le permite «[a]ceptar el drama, pero no quedar[se] en él, pues no sería justo para ninguna de las dos» (10). Consecuentemente, en este enlace la hija puede verse reflejada en la madre y viceversa sin que existan distorsiones generadas por las imágenes heredadas del discurso patriarcal.[6]

    Al iniciar su relato, Puértolas explica cómo «[d]espués de las lágrimas vino la revelación. [Pues] ella estaba allí, dentro de la contención. (…) Ana María Villanueva Guerendiáin. Mi madre, una persona autónoma» (11). Esta revelación le permite identificar a su madre y establecer una relación directa entre nombre e identidad y, sobre todo, entre el ‘otro’ y el ‘yo,’ en tanto que el ‘otro’ es ‘ella.’ Así, después de la anagnórisis, la autora reconoce que hasta ese momento no había conocido completamente a su madre porque no sabía lo que se encontraba oculto en su dolor y en su silencio. Con esto, asume que detrás de esta ausencia tiene que encontrar el amor y, de manera indirecta, anuncia al lector su intento por desarrollar una búsqueda de carácter ontológico de la figura de la ‘diosa-madre,’ ideal abstracto contrario a la imagen de la ‘diosa-madre’ pagana y cristiana que ha sido mutilada por la filosofía patriarcal que desde siempre ha ido en busca del(os) padre(s) y no de la(s) madre(s).

    La autora inmersiona al lector, siguiendo la terminología propuesta por la fenomenología de la lectura, en un viaje en via negativa hacia lo que Irigaray denomina womankind, que no tendrá como telos trascender el ‘otro,’ que en este caso es ‘el mismo,’ como ‘naturalmente’ buscaría el hombre.[7] En otras palabras, mientras no haya una ‘diosa-mujer’ y/o un espíritu divino que circule entre madre e hija, entre mujer y mujer, no habrá una referencia/referente espiritual para ellas y, así, seguirán atrapadas en el discurso simbólico del patriarcado (Irigaray, Elemental Passions 2). Así se entiende cómo, al hacer uso de la preposición con para referirse a la relación con su madre, Puértolas apunta hacia el espacio al cual debería pertenecer la mujer y que, sin embargo, no pertenece. Contrariamente a los hombres, la única pertenencia de las mujeres surge a partir de su propia biología que también ha sido apropiada por ellos. En este caso, mientras el hombre tiene una referencia/referente espiritual y natural durante su crecimiento, la mujer no pertenece a nada y a ninguna parte.

    Y este desconocimiento que, según la perspectiva irigariana, existe sobre la madre surge del asesinato de la misma, del matricidio en la cultura occidental (Whitford, «Introducción» 7). Dicho asesinato lleva a la mujer a cumplir dos funciones: la primera, «as the mute outside that sustains all systematicity» y, la segunda, «as a maternal and still silent ground that nourishes all foundations» (Irigaray, Speculum 365). Así, en cualquier intento por ‘revivir’ el discurso y la identidad de la ‘mujer-madre,’ lo más difícil es establecer una relación entre el ‘yo’ y el ‘ella,’ especialmente cuando el uso que la mujer hace del pronombre de primera persona singular no necesariamente indica una identidad femenina (Whitford, «Introducción» 4). Y, aún así, esta relación no resolver­á el problema de la trascendencia femenina. En este caso, la mujer debe ir en busca de su propia identidad, debido a que, en esta nueva genealogía, ya no será el hombre quien vaya en busca de su Grial, su Dios, su camino o su identidad. Ahora es la mujer la que busca, según Irigaray, «to discover how I-woman can enter into a joyous nuptial union with you-man» (Elemental Passions 4).

    Puértolas intenta trazar, a partir de la imagen de la madre, una genealogía que permita valorar a la mujer como hija, como una virgen, como una amante en sí misma, y no como un ‘cuerpo’ que posee un valor de cambio entre los hombres. Así, en una entrevista con Katrica Urbanc, Puértolas explica que la relación entre madres e hijas:

es una relación que me pesa muchísimo, y quizás no se haya explicado todavía tanto como se podría explicar. A mí me daba miedo abordar este asunto sin caer en sentimentalismos, en algo con poca fuerza, pero comprendí que era una de las cosas que tenía que hacer y decir la verdad. (n.p.)

    De este modo, la genealogía trazada por la escritora, permite valorar la propia línea ‘sanguínea’ de la mujer a partir de la cual se puede (re)encontrar con el ‘otro apropiado’ donde nace la mujer.

    Si se parte de esta genealogía se puede explicar la ausencia de la figura del padre y del esposo en el relato de Puértolas y la importante presencia de los hijos. Según Irigaray en «The bodily encounter with the mother», una vez que la mujer se reconoce como tal, es necesario que también se reafirme como madre, ya que «we bring something other than children into the world, we engender something other than children: love, desire, language, art, the social, the political, the religious, for example» (43).

    Para entender mejor la obra de Puértolas y los conceptos irigarianos sobre la necesidad de una genealogía a partir de la mujer, se hará referencia al cuento de la escritora mexicana Teresa Dey titulado La historia de Lilith e incluido en su libro Mujeres transgresoras (1997). En esta breve narración Dey intenta hablar de Lilith, la innombrable, la primera mujer de Adán, creada por Dios, por el Uno, durante el sexto día del período genésico:

[t]omó polvo y tierra, los amasó y dio forma a un cuerpo masculino. Al mirarlo se vio reflejado; sin embargo, era un Él incompleto. De nuevo recogió tierra debajo de un olivo y polvo del desierto, los unió y moldeó a la primera mujer. Al verlos, supo que juntos reproducían mejor su imagen. Sopló sobre ellos y les infundió vida. Los llamó Adán, que quería decir tierra, y Lilith, viento (…).  (Dey 14)

    Después de ambas bendiciones Dios los deja solos para que conozcan y reconozcan sus cuerpos, colores, olores y sonidos, y, para que, a través de este conocimiento carnal, experimenten la revelación de la Presencia Creadora que llevan dentro. Sin embargo, en cada encuentro amoroso, Lilith se siente inmovilizada por el peso del hombre y, por ello, se atreve a ‘invertir su posición.’ Es decir, que propone un nuevo espacio de intercambio. Este deseo de cambiar de lugar, de modificar los encuentros, lleva a que el hombre ejerza fuerza sobre ella. Lilith, desesperada y enfurecida, llama a Adonai, Elohim, Yaveh, su Dios para que la libere de la opresión del hombre. Sin embargo, ante los oídos sordos de su creador, la mujer pronuncia el nombre secreto de Dios. Esta enunciación desata la furia de los vientos lo cual permite que Lilith se sienta libre y se aleje del paraíso, lugar que ella considera «demasiado angosto para dos iguales» (Dey 17).

    Son tres las huellas que este acto discursivo y este destierro voluntario permanecen en Lilith. La primera huella es corporal y consiste en la posesión de un pubis convertido en fuego ardiente, señal que siempre acompañará a las hijas de Lilith, las llamadas Lilim, que se han mezclado con las hijas de Eva, la segunda línea genealógica de la mujer.[8] La siguiente marca es la vida eterna que Yaveh le concede a Lilith como pago por su libertad. Y la tercera huella es la semejanza con Yaveh que Lilith conserva en su rostro y que, como castigo, no podrá ver reflejada en ningun otro rostro, pues el único semejante a ella era Adán, quien también la ha abandonado al haber sido condenado a la finitud por el pecado que cometió con su segunda mujer: Eva.

    En este caso, los conceptos irigarianos permiten descubrir cómo la mujer aún conserva esta primera genealogía que ha sido encubierta por el lenguaje logocéntrico y que ha nublado e impedido que la mujer (re)encuentre estas huellas ‘divinas’ que la convertirían en la ‘diosa-mujer’ imprescindible para crear una autorepresentación de la mujer. En la recuperación de ese origen, Irigaray, en su trabajo «The Looking Glass, from the Other Side», pone en entredicho la existencia de la mujer como ser. Esto le permite concluir que, tal vez, lo que únicamente existe es una multitud de ‘seres’ que son apropiados por ‘los otros’ de acuerdo a sus necesidades y deseos (Green 7). Con esta conclusión, el matrimonio deviene en una relación de intercambio entre hombres que permite satisfacer sus necesidades y deseos. Sin embargo, este intercambio, como bien señala Green, puede ser también un intercambio de mujeres entre mujeres, ya que, en algunos casos, ser una buena esposa es ser una buena nuera, o sea una buena ‘daughter-in-law’. Por tanto, cabe cuestionarse si ¿las mujeres son sólo mercancías o es que ellas son participantes que se experimentan a sí mismas como mercancías intercambiables? (Green 10).

    En el caso de las hijas de Eva que Dey reelabora, la mujer es ‘el mismo,’ es ‘el Uno’ que se repite de manera interminable. Esta multitud de ‘unos’ puede ser representada a través de la fórmula matemática: 1+1+1=1+1+1, que equivale a decir que uno más uno más uno no son tres diferentes sino la simple repetición de ‘el Uno.’ La multiplicidad es, desde esta perspectiva teórica, un elemento cómplice de la lógica del ‘Uno’ y, por ende, no es un estado ideal del ser. Así, la mujer «needs her own linguistic, religious and political values. She needs to be situated and valued, to be she in relation to her self.» (Irigaray, Elementary Passions 3). Desde esta perspectiva la mujer no estará subordinada a su padre, a su tío, a su hermano, ni a la familia del esposo, y, mucho menos, a los valores de la identidad masculina.[9]

    Sin embargo esta idea de considerar a la mujer como un ‘otro’ diferente al hombre como paradigma universal humano no es totalmente nueva. Tal y como explica Green en «The Other as Another Other,» fue Simone de Beauvoir quien hizo ver que la situación de desventaja en la que se encuentra la mujer tiene su origen en el hecho de que ella es el ‘otro’ de un hombre.[10] A partir de los conceptos desarrollados por Sartre, Simone de Beauvoir explica que las relaciones concretas que las mujeres establecen con ‘los otros’ son estructuradas ya que su ‘ser para otros’ es experimentado inicialmente siendo un objeto para ‘el otro.’ De esta manera, cualquier relación que la mujer establece con ‘el otro’ persigue la trascendencia o la inmanencia, o sea que busca la trascendencia al objetivizar al ‘otro’ asegurando, a la vez, su propia subjetividad. O, por el contrario, busca la inmanencia al aceptar su propia objetivización, como mujer, y así sólo le resta perseguir una trascendencia exterior que justifique su propio existir. 

    Este último tipo de relación con ‘el otro’ muestra meridianamente la experiencia de la mujer como sujeto en relación con ‘el otro’ por medio de relaciones narcisistas, místicas o de amor: «As de Beauvoir explains, «Either woman puts herself into relation with an unreality: her double [narcissism], or God [mysticism]; or she creates an unreal relation with a real being [love]» (Green 4).[11]

    La tarea de salir de ‘el mismo’ que Simone de Beauvoir anota, implica, desde los conceptos irigarianos, desarrollar un camino de acceso hacia ‘el otro,’ caracterizado por la ‘negativización’ del sujeto. Lo negativo dentro de la diferencia sexual es la aceptación de los límites del propio género y el reconocimiento de la irreductibilidad del ‘otro.’ Así, aunque la afirmación del ser como ‘otro,’ esto es, lo negativo, no puede ser superada, ésta ofrece un acceso hacia ‘el otro’ caracterizado por el no estar motivado en el deseo o el instinto. Así se reafirma la idea de que la naturaleza es por lo menos dos, tal y como lo explica Gail Schwab:

The universal has been thought on the basis of the one. But this one does not exist. If this one does not exist, there is a limit inscribed in nature itself… No one form of nature can claim correspondence to the totality of the natural world. There is no one nature. In this sense, a form of the negative exists in nature… No One accomplishes within itself the totality, either of nature or of consciousness. To confuse the whole with the part is to tarnish the negative with an imaginary positive.[12]            (81)

    Con estas palabras se comprende cómo el relato de Dey insiste en la multiplicidad de la existencia, en la presencia de, por lo menos, dos existencias, y en el rechazo de aquellas tendencias que igualan lo universal con el ‘Uno,’ con la unidad. Desde esta óptica irigariana aquellas instituciones fundadas en la definición del ‘Uno’ a través de la exclusión de ‘el/los otro/s’ sólo pueden operar en espacios culturales creados por medio de la invisibilidad de ‘los otros’ o por medio de la eliminación violenta de ‘el otro’ o ‘la otra,’ tal y como sucede en La historia de Lilith.

    Sin embargo, «[d]enial of difference produces crises at the level of society, illnesses at the individual level, false identity at the level of gender, and the general paralysis of discourse in a repetitive chant that borders on nonsense» (Schwab 81).[13] Entonces, si surge una crisis, ¿cómo hacer el movimiento de la unidad a la dualidad que propone Irigaray y que comienza a desarrollar Dey? Según Irigaray, lo importante es «to extricate the two from the one, the two from the many, the other from the same, and to do so horizontally, suspending the authority of the One: of man, the father, the leader, the one god, the singular truth, etc» (Cheah 6).[14] Así, la única salida de este callejón se encuentra en ‘lo negativo,’ no en tanto que negación de la otredad dentro de una relación de sujeto-objeto, sino como relación entre dos sujetos sexualmente diferentes.[15]

    El hombre, al igual que la mujer, debe reconocer que, aunque su propio género es el punto de referencia desde el cual establece cualquier relación, éste es sólo la mitad de la experiencia humana (Schwab 81). Es decir, que lo negativo se encuentra dentro de uno mismo y, por consiguiente, debe ser asumido al reconocer la existencia del otro género.[16] En este caso, la mujer y sus narraciones deben reintegrar lo universal de su propio género y lo particular de su propia experiencia.

    A partir de lo anterior se puede comprender cómo el hombre deja de ser la cabeza del cuerpo que es representado como mujer. El hombre ya no puede ser considerado como la mente que rige al cuerpo o a la materia. Así, las divisiones binarias de cuerpo/mente, alma/cuerpo dejan de funcionar en esta nueva visión de las relaciones entre sujetos, tal y como ha explicado Schwab: «The negative is then no longer an exclusively male operation aimed at the manipulation and appropriation of the object by the subject» (83). Lo negativo deja de estar en manos de los hombres para ser compartido con las mujeres.[17]

    Para iniciar la ‘negativización’ de la mujer en relación a su propia inmediatez, o a su autoconsideración como objeto asumido, es necesario comenzar a trazar los límites de la mujer a partir de su propio género. Y esto mismo es lo que Puértolas realiza al delinear su relación con otra mujer a partir de su posición como mujer e hija. En este intento, es de suma importancia que la autora no piense que ella representa a todas las mujeres, sino que reconozca sus propios límites (83).[18] Lo importante es dejar de ser un ser singular o plural y convertirse en un ser dual que incluya tanto lo negativo como lo afirmativo y que sea capaz de amalgamar tanto la experiencia de ser mujer como sus experiencias individuales.

    La memoria de estas experiencias individuales son las que llevan a Puértolas a recordar a su madre y su relación con ella, así como también a realizar una ardua labor de (re)construcción de los recuerdos. Tal y como ella reconoce, aunque «[e]n alguna parte perdida de mi memoria se habrá quedado grabado si, como sostienen algunos neurólogos, todo lo que vivimos es archivado en el cerebro, si bien no todo aflora en los recuerdos» (23). Con esto, la autora asume la necesidad de realizar esta tarea de (re)construcción que le permitirá reiniciar el (re)conocimiento de la mujer que fue su primera pareja: su madre. Un proceso de (re)construcción de carácter doloroso, por reabrir heridas del pasado y por terminar con un final no del todo feliz.[19]

    Puértolas, aunque consciente de las desventajas de esta (re)construcción, considera necesario este viaje de (re)encuentros ya que, al igual que la gallina petirroja del cuento que marcó su infancia, «[s]u vida ya no podía empeorar. Al otro lado de la valla comprendió que estaba herida, pero, ¿qué podía importar una herida más?» (26). En este caso, su orgullo como mujer puede más que su dolor, y le permite iniciar su (re)encuentro maternal, un (re)encuentro que será muy difícil expresar en palabras pues «las enseñanzas que había recibido no eran enseñanzas que se pudieran relatar» (30).

    En la narración, el color rojo del pecho de la gallina es el que permite a la autora establecer ciertas asociaciones de gran relevancia en su relato, ya que «[e]l cuarto rojo del piso de la abuela [era] rojo como el pecho de la gallina que primero fue muy desgraciada y después alcanzó la felicidad» (30-1). Por tanto, en Con mi madre, al igual que en el cuento de Dey, se presentan transgresiones del discurso masculino al establecer conexiones entre el color rojo, la sangre y el pecado que Eva ha cometido al probar del árbol de la sabiduría.

    Específicamente, en la obra de Puértolas el color rojo se convierte en un símbolo de la relación que existe entre Soledad y su madre, debido a que el cuarto rojo de la casa de la abuela, donde la autora y su madre pasaron varios meses encerradas a causa del tifus, se consolida como el espacio que, a pesar de haber perdido su conexión con el tiempo, se mantiene en la memoria como un lugar de la convivencia entre el ‘yo’ y el ‘ella.’ En este espacio, la autora queda «para siempre seducida por la vida que se contiene en los relatos» que la madre le leía, «esa otra vida que te ayuda en la vida que tú, (…) estás viviendo» (22). Esta habitación roja encierra la muerte, y de manera paradójica, demarca, el territorio común que madre e hija compartirán para siempre, «un territorio casi prohibido para los otros habitantes de la casa» (22).  Este lugar se caracteriza no sólo por la idea de refugio y de ‘lo sagrado,’ sino por la invención, entendida como proceso creativo, y por la importancia del contacto físico, dado que sólo en él se podía encontrar la voz, el silencio y las caricias de la madre.

    Por otra parte, el color rojo representa, desde la visión irigariana, la posibilidad de existencia una genealogía maternal que incluye de la genealogía patriarcal. Asimismo, el rojo simboliza la deuda que existe hacia la madre, ya que éste simboliza a la vez la sangre que toda mujer pierde para dar vida. Por consiguiente, la genealogía de Lilith, que Puértolas rescata de manera indirecta, también es creadora de vida aunque no sea considerada una sustancia terrenal. A diferencia de Eva, Lilith nace de la tierra y su esencia es el viento, la movilidad y el cambio. La primera mujer de Adán no es únicamente una tierra para ser cultivada e inseminada. Tampoco representa a la ‘madre deificada’ como sería la Virgen María, a quien se le reverencia como la madre del hijo de Dios, y que no es divina por ser mujer, sino por ser madre (Irigaray, Elemental Passions 1).

    En el espacio que crea la ‘madre deificada,’ las relaciones que los hombres establecen con las mujeres son de carácter ‘maternal’ ya que la mujer se convierte en el receptáculo, en el recipiente no sólo del hombre, sino del amante, del ciudadano, del padre. Pues, «[w]hen women are forced to bear children within the genealogy of the husbands; this historically marks the beginning of a failure of respect for nature. A new notion or concept of nature is set up, which takes the place of earth’s fertility, abandons its religious quality, its link to the divinity of women and to the mother-daughters relation» (Irigaray, Sexes and Genealogies 3). Esta apreciación de la mujer lleva a que en Elemental Passions, Irigaray describa la forma en que ésta se convierte en una moneda de intercambio entre los padres, los primos, los hermanos de su propia familia y de aquellos que pertenecen a la familia de su futuro esposo (2). Este modelo de mujer es el que ha imperado en el mundo de las Evas que no se han arriesgado a trasgredir el espacio que el discurso falocéntrico les ha asignado. Y, es, a la vez, el modelo de mujer que Puértolas intenta modificar.

    De esta manera, la mujer transgresora de Dey se enlaza con la necesidad que Puértolas tiene por recuperar los silencios de su madre, pues éstos apuntan hacia la ausencia de un espacio de emisión ‘femenino-maternal’, pero sobre todo hacia la falta de un receptor capaz de asumirse y autorreconocerse como ‘mujer.’ Así, cuando los silencios femeninos son apropiados por el discurso patriarcal, la ausencia de una voz, surgida desde la mujer y dirigida hacia otra mujer, provoca que se perpetuen fantasías primitivas que representan a la mujer como devoradora de monstruos y como seres amenazados por la locura y la muerte.

    Se podría decir que lo que para el discurso simbólico patriarcal son silencios, para la mujer-madre-hija, en realidad, son los espacios que de alguna manera le permitirán negociar nuevas relaciones con las otras mujeres. Estas interrelaciones estarán caracterizadas según Whitford, por la ambivalencia (3), que, desde mi punto de vista, es una ambivalencia creadora y gestadora de un nuevo orden simbólico.[20] Así, en The Way of Love, Irigaray explica cómo hablar «is necessary to create the silence in which to approach» (15). Por este motivo, si madre e hija no pueden consumirse y/o trascenderse, únicamente les queda la posibilidad de regalarse una a la otra signos de reconocimiento que indiquen de manera sensible su irreducibilidad. El tono de voz, el color y las caricias son ejemplos de estos signos anagnóricos que Puértolas y su madre emplean para comunicarse y escucharse una a la otra: «creo que siempre di por sentado que ella sabía, que podía apoyarse en mí, contar conmigo, que nunca la dejaría» (77).

    El silencio permite que la madre y la hija se muevan hacia una significación no apropiada, la cual las conducirá a ‘ocupar’ ese silencio identificado por Irigaray como ‘the between-two,’ a través  de gestos que velan el significado del silencio (The Way of Love 23). Este ‘espacio entre dos’ no pertenece a ninguna de las dos mujeres, ni a las palabras. La comunicación entre madre e hija, entre mujeres, comienza desde este espacio caracterizado por la imposibilidad de decir.

    Las mujeres en esta relación entre madre e hija son capaces de constituir sus propios significados sin enunciar palabra alguna, debido a que el lenguaje que el mundo occidental les ofrece no es suficiente para hacerse ‘mujeres,’ para establecer un diálogo con otras mujeres desde una posición como tales. Por tanto, Puértolas denuncia que el lenguaje del ‘uno’ se ha convertido en una herramienta, o en la techné que el sujeto hablante emplea para existir, morar y seguir construyendo el mundo para los hombres.

    Podría decirse que, en la narración, Puértolas expone aquello que ella posee como mujer e hija magnificando así los lugares de su diferencia sexual. Esto le sirve a la autora para (re)exponerse ella misma ante las ideas que sobre ella ha elaborado la lógica masculina. Esto es, reproduce, al imitarlo, el discurso masculino, pero, a la vez, (des)cubre la cultura hom(m)osexual que reprime el habla de las mujeres.

    De esta forma, Puértolas no se interesa por controlar su mundo por medio del lenguaje. Ella no persigue lo mismo que la protagonista de su novela La vida oculta quien «quiere dominar su mundo, y entonces utiliza todos los recursos del lenguaje, frases mucho más largas, mucho más matizadas… quiere ir abarcando la realidad, no describirla» (Urbank n.p.). Por el contrario, Puértolas describe su relación con su madre, y reconoce que, después de la muerte de su madre en cuanto ‘primera pareja,’ es ella quien tiene que hacer sus propios planes pues «no hay planes elaborados para mí» (62). Como resultado de que el lenguaje del ‘uno’ no le permitirá soportar el mundo, ella debe seguir comunicándose con su madre por medio de los signos anagnóricos que compartían en vida. Y, de esta manera, Puértolas seguirá aguantando en un mundo donde «cada día aprendemos una cosa más, cada día nadamos mejor, respiramos mejor, cogemos más ritmo» (63). Por ende, resistir es el mandato «que [le] hubiera hecho [su] madre, que resistió, ochenta y dos años» (108-9).

    Consecuentemente, el hecho de que su madre le haya enseñado a leer, es decir, a saber reconocer y usar el lenguaje codificado del ‘Uno,’ no significa que a Puértolas se le cierren las puertas para poder establecer comunicación con su madre. Por el contrario, la madre es quien le da a conocer el lenguaje desde el cual la autora, tiempo después, podrá aproximarse a ella. La literatura y el silencio serán esos dos campos de acción desde los cuales madre e hija se escucharán una a la otra y se comunicarán. En este sentido, Puértolas deja claro que la narración es la que le permite descubrir el silencio compartido con su madre y a partir de él puede continuar el diálogo que había iniciado con ella desde el día de su nacimiento y que ha sido interrumpido por la muerte. Pues, «[e]n un relato y una novela puedes poner la palabra fin. En la vida, es la muerte quien escribe esa palabra. Pero al escribir, puedes borrar la palabra fin. Sin necesidad de escribirla, ésta es la palabra que se queda flotando en el aire: CONTINUARÁ[21]» (32). Así pues, la muerte hace que Puértolas reconozca que ‘pasa algo’ entre ella y su madre, y que ‘ese algo’ no puede terminar con un silencio impuesto por la muerte. La soledad no puede ser el resultado de esa relación entre madre e hija, ni el abandono físico tiene que llevar a un abandono emocional, pues «solos como estamos (…) queremos vivir, queremos que viva [nuestra madre]» (38). En esta recuperación, el recuerdo de su madre es únicamente de Puértolas y nadie tiene derecho a arrebatárselo, ni a contradecirlo «ya que cada hijo tiene una madre distinta en su mente, igual que cada madre tiene una relación diferente con cada uno de sus hijos» (Oliva n.p.). Puértolas es la que reclama no sólo el cuerpo de su madre sino la relación que las dos establecieron en vida con la intención de iniciar una nueva relación después de la muerte. Así, al igual que los camilleros del hospital no tienen derecho de llevarse a su madre, ningún lector tiene el derecho de medir, criticar o contradecir las imágenes que Puértolas posee y recrea sobre su madre.

    El diálogo que puede existir entre la autora y su madre no está limitado por la complicidad del mismo decir o del mismo mundo -como sería desde el lenguaje del ‘Uno’-, sino que es una nueva producción determinada por el contexto en que se da el intercambio en la diferencia (Irigaray, The Way of Love 35). En este sentido, Puértolas escucha a su madre como ‘otra,’ como aquella que, junto con su palabra, no puede ser apropiada. Pero sobre todo, este diálogo se caracteriza por la permanencia receptiva de los silencios de la madre.

    En medio de la enfermedad, Puértolas y su madre inauguraron un espacio nuevo. A partir de su relación corporal, de las caricias y los roces, ellas crearon un espacio de ‘fraternidad’ donde la percepción del ‘otro’ y de ‘la pareja’ fueron renovadas. La «curiosidad insaciable» (99) de su madre por ‘los otros’ es lo que permitió que la autora reconociera a su madre como una mujer. Esta misma necesidad que su madre tenía de «señalar las cosas que le gustaban, fueran concretas o abstractas» (98) fue la que puso en contacto a la autora con el placer, con los «alcoholes fuertes –el vermut rojo antes de comer, la ginebra a la caída de la tarde» (48). La madre de Soledad sabía que el placer era esencial en cualquier vida puesto que es parte de nuestra naturaleza. Consecuentemente, si el placer se encuentra en nosotros y está asociado con el mundo y el universo, es nuestra responsabilidad hacia el ‘otro’ la que nos obliga a experimentar placer.[22]

    Desde el espacio del placer, Puértolas y su madre son ‘pareja’ por la forma en que entrelazan sus manos, por el abrazo, por la proximidad corporal, en definitiva, son hermanas del amor. Igual que la tía Sole y su madre, la autora y su madre se hacen confidencias, se quejan, ríen, y se necestian una a la otra «para hablar a media voz de sus errores y de sus penas» (90). Esta proximidad tan íntima no produce un hijo ya que no es una relación fecunda. Sin embargo, la memoria de estos contactos con la carne del ‘otro’ produce una fecundidad ‘retardada’ que gesta una narración la cual permite reconocer que «yo quería mucho a mi madre, pero no tanto como la quise luego» (93). Con esto, se puede pensar que para Puértolas, el objeto de escribir Con mi madre no reside en hablar de los espacios que las madres construyen para las hijas o viceversa, así como tampoco se convierte en un espacio para representar la nostalgia por la madre ausente. Muy al contario, se puede decir que pretende ir más allá del uso del acto de escritura como ejercicio terapéutico o como relato histórico. La autora intenta buscar una genealogía, una línea que la conecte con el pasado de todas las mujeres, con los silencios que han quedado en la memoria de la hija. En ningún momento, Puértolas pretende igualar a las mujeres con los hombres, puesto que sabe de antemano que lo único que se obtiene con esto es la neutralización de la sociedad.[23] Sobre todo cuando la mujer se identifica con los hombres posee una sexualidad que parece más libre, pero que no la completa emocional ni culturalmente. De esta manera, la autora está consciente de que la sociedad requiere de fuentes regeneradoras en donde haya diferencia sexual.[24] Con esto, las mujeres recreadas por Puértolas pretenden ser vehículos de su propia representación y no de las representaciones que de las mujeres han hecho, adorado y destruido tanto los hombres como las propias mujeres.

    Un ejemplo de ello se advierte en las cartas que su madre le escribía a la autora, ya que estas narraciones: 

le permitieron mostrarse, compartir con nosotras la mirada con que ella pasaba revista a la vida, la suya y la de los demás familiares, conocidos y desconocidos, gente de todas clases. Eran cartas proustianas, en las que el tiempo y el lugar se confundían. Lo que importaba era la forma en que quedaban ligadas las cosas. Por un olor, por una palabra, por algo que al principio yo no veía y que, leída de nuevo la carta acababa descubriendo. (166)[25]

    Por medio de estas cartas, Puértolas comprende la imposibilidad de trascender a su madre y de poseerla para siempre. La hija reconoce que, de alguna u otra manera, «[t]odos nos las arreglamos finalmente para preservar de la mirada de los otros algo que nos incumbe exclusivamente a nosotros,» esto es, siempre queda algo inexpropiable (113). Esta incapacidad de controlar y dominar al ‘otro’ se revela en la muerte, en el momento en que su madre «[a]bandonaba el mundo. No me necesitaba ya. Quería estar sola; era su vida, su muerte» (50-1).[26] Por tanto, uno no sustituye al ‘otro,’ uno no puede poseer al ‘otro.’ De modo que la muerte pone de manifiesto la imposibilidad de hacer nuestro al ‘otro.’

    Con el objeto de hacer visible esta imposibilidad de posesión objetual del ‘otro,’ Irigaray aporta a la escritura y, sobre todo, a la ética, la creación de una sintaxis para la comunicación. Esta aportación surge a partir de la idea de que, aunque existen diferencias ‘insalvables’ entre los géneros, es mucho más fácil modificar el lenguaje que la diferencia. Así, acuña el concepto de ‘la indirección,’ el cual permite una mediación entre sujeto y objeto a través de una preposición. Es decir, que Irigaray aboga por un cambio en la estructura gramátical de sujeto-verbo-objeto directo. En este caso, ella busca romper deliberadamente las estructuras lingüísticas canónicas para provocar cambios psicológicos e intelectuales que permitan que el sujeto se sienta alienado de su propio lenguaje. Así, en vez de decir ‘I love you’, se debería decir, según Irigaray, ‘I love to you’. En francés esta misma oración pasaría de ser ‘Je t’aime’ a ‘J’aime à toi’ En español, esta indirección se vería en el paso de la estructura ‘Yo te amo’ a ‘Yo amo a tí.’

    Si se parte de la idea de la indirección, se puede ahondar más en la importancia de la preposición que Puértolas emplea en su título Con mi madre. Con esta preposición, la autora intenta resaltar no sólo la referencia a un espacio o a un estado de compañía sino también una imposibilidad de ‘ser mi madre,’ o de poseer a la madre. La indirección pone en evidencia el hecho que Puértolas cuenta, únicamente, con la posibilidad de estar cerca de la madre pero nunca trascenderla, nunca objetivarla y, menos aún, consumirla en su totalidad. De ahí que, no haya optado por titular su novela como, por ejemplo, ‘Mi madre.’ Es la preposición con la que permite mantener una mediación entre ‘el otro’ y el sujeto que lo observa, mas no permite la reducción del ‘otro’ en un objeto. La indirección impide, así, que el sujeto posea directa o indirectamente al ‘otro.’

    Por tanto, cuando la madre de Puértolas le pide que quiera a Polo, su marido, como la quiere a ella (161), la madre intenta decirle que ame al ‘otro’ sin deseo de poseerlo, sólo de ser y estar con él. Así, el término ‘being-with,’ acuñado por Irigaray en The Way of Love, es esencial para explicar la forma en que el sujeto puede ‘ser’ fuera de la complicidad de un lenguaje compartido y previamente constituido, esto es, anterior al encuentro con ‘el otro.’ En esta forma de ‘ser con,’ tanto el habla como el pensamiento «agree to begin radically listening to and not to lie in wait for new denominations» (Irigaray, The Way of Love 48). Consecuentemente, después de la muerte de su madre, Puértolas no espera que los demás impongan denominaciones a la relación con su madre, sino que ella decide escuchar, desde el silencio, los recuerdos que tiene de ella y está decidida a reelaborar su memoria.

    Con mi madre es el «streap-tease que Soledad Puértolas realiza con su memoria [y que] queda sublimado por la fuerza de una literatura voluntariamente discreta, y sobre todo, por la emoción que se hace presente a lo largo de casi doscientas páginas» (Ezquiaga n.p.). Su libro es un ejercicio introspectivo de indagación, el cual «deliberadamente no ha querido construir a partir de entrevistas con personas que conocieron a su madre» (Oliva n.p.).

    En definitiva, esta novela es el desarrollo de una nueva relación de (re)conocimiento entre amantes, entre madre e hija. La narración representa el (re)conocimiento del ‘otro’ que incluye, a su vez, un acto de gratitud «hacia mi madre por haber existido ochenta y dos años, por haber podido conocerla y quererla más a lo largo de los años» (105). Por consiguiente, tal y como señala Schwab «I acnowledge you means that I cannot know you either in thought or in flesh. The power of a negative remains between us. (…) We are not substitutable one for the other. You are trascendent to me» (89).[27] Ante el poder de lo negativo, Puértolas cuenta únicamente con la posibilidad de «volver atrás y buscar a mi madre, traerla hasta aquí, buscar a mi madre año tras año, desde que nací» (57). Con esto, la autora se hace ‘mujer’ a partir de la relación con su madre, es decir, asumiendo que es hija, al igual que mujer y madre.

    A través de todo ello, Puértolas confirma que con la escritura ha surgido «un sentimiento de afirmación de la madre, en contraste con la negación que representó su muerte, y quizás, por eso, el mejor acto de afirmación haya sido continuar escribiendo, porque escribir es en sí un acto de optimismo» (Oliva, n.p.). El relato es la respuesta a la petición que la madre, de manera indirecta, envía a su hija días antes de morir al decirle: «Hija mía, si no sabes adónde llevarme, llévame a tu casa» (106). En este sentido, el libro representa tanto la acogida que una hija le hace a su madre, como el proceso que ha seguido la escritora para volver a aprender a andar sin la presencia física de su madre.

    Puértolas ha aprendido, al igual que después de padecer tifus, a leer y escuchar los silencios de su madre. Ahora necesita enseñarse a sí misma a sostenerse en el espacio que hay ‘entre’ el ‘ella’ y el ‘yo,’ sobre todo porque su madre la «mira y sigue andando, apoyada en sus afirmaciones» (170). La autora necesita responder a la siguiente pregunta: ¿qué haces tú a las cuatro de la tarde? (17). Este cuestionamiento será el inicio del viaje que Soledad Puértolas y toda mujer que se encuentra exiliada, tanto física como psíquicamente de su propio ‘referente/referencia’, deberá realizar para encontrarse frente a frente con ‘ella’ y, por ende, con ‘ellas’, con ‘nosotras.’

 

 

 

 


 

NOTAS:

 

[1] Todas las citas al texto de Puértolas tienen como fuente la edición de Anagrama: Con mi madre, Barcelona: Anagrama, 2001. En adelante se citará por esta edición y se reproducirá únicamente la página de esa edición entre paréntesis y después de cada cita. 

[2] Cada vez que se habla de la autora se hace referencia a Soledad Puértolas como personaje dentro de su propia obra ‘biográfica’.

[3] Soledad Puértola se casa a los 21 años y se va a vivir junto con su marido a Trondheim, una pequeña ciudad en Noruega. Tras su vuelta a España, con otra beca de su marido, se trasladan a California donde obtiene un M.A. en Lengua y Literatura Española y Portuguesa por la Universidad de California, Santa Bárbara y nace su primer hijo. En 1974, al tercer año de estancia en California, deciden volver a España.

[4] Este documento es una entrevista y forma parte de la recolección que Margaret Whitford hace en su edición de los textos de Luce Irigaray titulado The Irigaray Reader.

[5] Irigaray critica el concepto que Lacan desarrolla sobre el espejo, pues sólo puede ver los cuerpos de las mujeres como una ausencia, como una carencia, como un agujero. De manera que, para poder ver lo que es específico a las mujeres Lacan necesitaría un espejo que pudiera ver dentro de ella.

[6] Dentro del sistema simbólico patriarcal, la única identidad femenina es la de la mujer, equivalente a hombre castrado o defectuoso; de modo que las mujeres no son simbólicamente autodefinibles.

[7] Según Irigaray, el hombre está dividido en dos trascendencias, la de su madre y la de Dios –cualquiera que sea ese dios (Elemental Passions 1).

[8] Es interesante resaltar el hecho que en el patriarcado se respeta la genealogía de los hijos y de los padres, así como la competición entre los hermanos (Caín y Abel). De esta forma, Eva se encuentra y vive dentro de un patriarcado que la determina como un ser subordinado ante la figura y el discurso masculino que representa la genealogía de la humanidad en tanto mankind.

[9] El padre es aquél que da forma al hijo y quien hace uso de la tierra para crearlo. El padre es la imagen del Dios creador (Irigaray, Elemental Passions 1).

[10] «It was she who said that it is man who is the subject, the absolute, women the Other» (Green 2-3).

[11] La cita de Simone de Beauvoir proviene de su texto The Second Sex, trad. H. M. Parshley, Harmondsworth: Penguin, 1997, p. 687.

[12] Gail Schwab toma esta cita del texto de Irigaray titulado J’aime à toi publicado en francés en Paris: Grasset, 1992.

[13] En palabras de Irigaray, la ‘economía de lo mismo’ provoca «social crises, individual illnesses, a schematic and fossilized identity for the two sexes, as well as a general sclerosis of discourse, a hardening repetition of instituted sense until it is nonsense, the inflation and devaluation of entrenched signification which refuses to question its own status» (Schwab 81). Esta cita es tomada por Schwab del libro Ethique de la différence sexuelle, París: Minuit, 1984, p. 129.

[14] Cheah y Grosz retoman esta cita de «The Question of the Other» págs. 11-12.

[15] «Irigaray makes a distinction between physiological or natural sex and sexual identity that is different from the sex/gender distinction in Anglophone feminism. One’s sex is a fact of nature. To be natural is to be sexuate, and to be sexuate means to be two. For Irigaray, sexual identity, which is cultural and also related to linguistic-grammatical genre, is based on biological sex» (Cheah 13).

[16] Para Irigaray, este reconocimiento del otro sexo es el principio de la moralidad y de la ética, pues «[i]n order for a truly ethical intersubjective relation to take place, the subject must renounce his or her exclusive claims to personhood, knowledge, and truth and give up the expectation of imposing her or his will on another being or on the world. Not to do so is to constitute the individual subject as one, solipstic, egocentric, and potentially imperialist» (Schwab 82).

[17] Este tipo de reconocimientos, es decir de afirmaciones del ser como otro, permiten y promueven el reconocimiento de todas las formas de ‘otros’ sin una jerarquía, privilegio o autoridad que los rija, «whether it be differences in race, age, culture, religion» (Irigaray, «The Question…» 19).

[18] «Each woman must come to recognize not only the limits of her gendered self in relation to the male gender but also the limits of her own individual identity in relation to her own gender» (Schwab 83).

[19] Soledad Puértolas explica que tiene «la impresión de que este final no es del todo feliz, porque la soledad acaba por oprimir el corazón y la libertad, en tal caso, no sirve de nada» (28).

[20] «In an exchange between two, meaning quivers and always remains unstable, incomplete, unsettled, irreducible to the word» (Irigaray, The Way of Love 28).

[21] Las mayúsculas pertenecen al texto original.

[22] Se habla de placer y no de pasión porque esta última es una forma de confinamiento, ya que cuando estalla la pasión se rompen las cadenas de la responsabilidad hacia el otro.

[23] En una entrevista con Mónica Mateos-Vega, Soledad Puértolas explica que catalogar el quehacer literario de las mujeres le parece una ofensa social. «Por eso, siempre que podamos, las escritoras y los escritores conscientes debemos decir que así no es el asunto, pero tampoco nos vamos a pelear con los hombres para que nos valoren como ellos» (n.p.). (El subrayado es mío).

[24] Para Irigaray la diferencia sexual es «the most radical difference and the one most necessary to the life and culture of the human species» (Elementary Passions 3).

[25] Esas cartas eran «crónicas de la vida, y eran, a la vez, el vínculo que ella quería mantener conmigo, con todos nosotros, día a día. Esas cartas son una sucesión de afirmaciones» (167).

[26] El subrayado es mío.

[27] Traducido de la obra de Irigaray J’aime à toi pág. 161-2.

 

Obras citadas

 

Cheah, Pheng y Elizabeth Grosz. «Of Being-Two: Introduction.» Diacritics 28.1 (1998): 3-18.

De Beauvoir, Simone. The Second Sex. Trad. H. M. Parshley. Harmondsworth: Penguin, 1997.

Dey, Teresa.  La Historia de Lilith. Mujeres transgresoras. México: Oceano, 1997. 13-30.

Ezquiaga, Mitxtel. «Casi todo sobre su madre.» El diario vasco: La libroteca, n.p. Accesado el 7 de enero de 2004.

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-----. «The bodily encounter with the mother.» Ed. Margaret Whihford, The Irigaray Reader. 34-46.

-----. The Irigaray Reader. Ed. e introd. de Margaret Whitford. Cambridge, [Massachusetts]: Basil Blackwell, 1991.

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Mateos-Vega, Monica. «Hay una literatura machista que ve a la mujer de forma grotesca.» La Jornada [México D. F.] 11 de enero de 2004: Cultura, n.p. Accesado el 22 de abril de 2004. <http://www.jornada.unam.mx>.

Portugal, Ana María. «Narradoras Iberoamericanas: El riesgo de escribir. Encuentro Iberoamericano de Mujeres Narradoras en Perú» Mujeres en Red. [Lima, Perú] Agosto 1999: n.p. Accesado el 7 de enro de 2004.

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Schwab, Gail. «Sexual Difference as Model: An Ethics for the Global Future.» Diacritics 28.1 (1998): 76-92.

«Soledad Pu­értolas: «La literatura no resuelve la vida, pero s­í la embellece».» El mundo libro.com. Accesado el 25 de Julio de 2001. <http://www.elmundo.es/elmundolibro/2001/07/25/anticuario/html>.

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Whitford, Margaret. Introducción. The Irigaray Reader. Cambridge, [Massachusetts]: Basil Blackwell, 1991. 1-15.