Comentario Bibliográfico

 

 

 

     Rey Hazas, Antonio, Deslindes de la novela picaresca, Málaga: Universidad de Málaga, 2003 (Begoña Rodríguez Rodríguez, Universidad Autónoma de Madrid)

 

 

El volumen que nos proponemos reseñar en las páginas siguientes surge como recopilación de los trabajos publicados previamente por el profesor Antonio Rey Hazas –reconocido especialista en la literatura de los Siglos de Oro– sobre la «novela picaresca».

Se trata pues, de una compilación de trece estudios que responden a una dilatada labor investigadora, desarrollada durante unos veinticinco años (entre 1982 y 2003), a través de la que el profesor Rey Hazas nos da cuenta de sus aportaciones más relevantes en torno a la novela picaresca: desde estudios globales sobre la poética del género a acercamientos particulares a las distintas obras que lo integran. Pese a ello, es de destacar la actualidad y vigencia crítica que conservan la mayoría de los artículos incluidos, más allá de la distancia temporal con la que fueron escritos, convirtiéndolos en referencia imprescindible a la hora de abordar temas picarescos.

El tomo en cuestión está encabezado por uno de los estudios que, sin duda alguna, resulta más trascendente e interesante, dada la originalidad de su propuesta y lo que esta supuso dentro del panorama crítico, ya que remozó, por un lado, las consabidas y sempiternas teorías de Fernando Lázaro Carreter y Francisco Rico, y, al mismo tiempo, perfiló un espacio de intersección entre los enfoques referencialistas (más inclinados por las cuestiones de índole contextual: Pfandl, Chandler, de Han, Parker, Bataillon, Herrero, Maravall, etc.) y los defensores de los acercamientos formalistas (entendido como el estudio inmanente de la serie literaria, y por tanto, de sus aspectos formales: Guillén, Lázaro, Rico, García de la Concha, etc.). Fernando Cabo elaboró un excelente panorama del sinfín de perspectivas desde las que se ha abordado el tema, así como de los pros y los contras de unas y otras. El resto de trabajos que se recogen en el libro están secuenciados cronológicamente, atendiendo a la fecha de aparición de las obras sobre las que versan. Se nos ofrece, así, un estudio diacrónico del género a partir de los títulos que lo integran, que permite visualizar su desarrollo, atendiendo a una tradición que se inicia con el Lazarillo de Tormes. Además, la nómina de títulos contemplados excede con mucho el número habitual en los ensayos críticos a los que estamos acostumbrados si atendemos a la variedad de obras que se estudian en sus páginas.

En suma, el libro dedica sus primeras páginas a examinar el modelo literario que responde a la etiqueta de «novela picaresca», para adentrarse seguidamente en el mundo de «lazarillos», «guzmanes», «buscones», o cambiar de tercio y analizar las obras de personaje femenino; entonces hablamos de «justinas», «elenas» o «teresas», para desembocar en los no menos conocidos «berganzas», «rinconetes» o «ilustres fregonas». En definitiva, una masa de títulos nada despreciable, que a simple vista deja entrever un amplio conocimiento del género picaresco, así como un no menos apabullante dominio de las novelas que comprende. Nos gustaría por tanto, antes de adentrarnos en profundidad en los contenidos de los trabajos reseñados, poner de relieve la singularidad de este volumen por su capacidad para englobar casi a toda la gama que nos ofrece el género: desde los lazarillos a la tradición picaresca femenina, sin olvidar los experimentos cervantinos –lugar ineludible si hablamos del profesor Rey Hazas, especialista también en Cervantes y su obra–. De este modo, se supera la gran mayoría de los estudios dedicados a la novela picaresca, que suelen reducirse a las obras fundamentales y más conocidas (Lazarillo, Guzmán, Buscón). Sin embargo, y una vez justipreciada la valía del tomo que nos ocupa, creemos que el trabajo adolece de una falta de actualización (que ya se nos reconoce en la introducción), tanto en los contenidos como en la bibliografía manejada, y que creemos podría proporcionar al libro mayor exhaustividad y rigor en el estudio de uno de los géneros literarios más polémicos y controvertidos.

En esta línea, cabría destacar que los trabajos sobre picaresca han proliferado tanto, que es casi imposible estar al tanto de todos ellos; sin embargo, cuatro siglos y medio después de la publicación del Lazarillo, el género carece de fronteras que lo delimiten y que permitan abarcarlo en su totalidad, debido a la variedad de obras que lo engloban. Este asunto no ha hecho más que generar excepciones y discusiones en torno al género picaresco, que, aunque nunca hicieron que se cuestionara su existencia, sí provocaron un fecundo debate con el objetivo de trazar su poética, las obras que lo representan e incluso la procedencia de los propios autores. Nos parece por tanto destacable, a la par que arriesgado, acometer una empresa de tan altos vuelos como la elegida por el autor de este volumen, dado lo enmarañado del asunto y la diversidad de intentos por desentrañarlo.

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El artículo que abre el compendio de trabajos reunidos este libro, «Poética comprometida de la novela picaresca» (1982) trata de aclarar la controversia sobre los elementos que pasarán a considerarse rasgos definitorios del género picaresco. Cabría señalar una clara filiación con las valiosas y ya clásicas propuestas de Lázaro y Rico (sigue fielmente los rasgos de poética que establecieron en sus trabajos «Lazarillo de Tormes» en la picaresca de 1972 y La novela picaresca y el punto de vista de 1982, respectivamente); a pesar de ello, lo que a todas luces representa la gran aportación de este artículo se sintetiza en dos cuestiones fundamentales: por un lado, se hace hincapié en la calidad de novelistas primerizos de la gran mayoría de autores que se acercan a la tradición bribiática (recordemos que tanto Alemán como López de Úbeda, Juan de Luna, Vicente Espinel... son autores de una única novela; tan solo Castillo Solórzano y Salas Barbadillo pueden ser considerados como verdaderos novelistas); y por otro, y como consecuencia directa del hecho al que acabamos de aludir, una de las claves del género reside en que estos novelistas inusuales pertenecen a estratos sociales totalmente variopintos (encontramos conversos, exiliados, hidalgos e incluso nobles). Ese hecho nos hace caer en la cuenta de que este género era especialmente apto para ofrecer un modelo literario idóneo y a la medida de las pretensiones intelectuales que perseguían tales creadores, y provocar así que estos inexpertos novelistas se atrevieran a adentrarse en el mundo narrativo picaresco desde posiciones personales tan desiguales. Lo que estos escritores debieron encontrar fue un terreno abonado para la censura moral y el debate social, que servía como atalaya desde la que defender el compromiso ideológico, social y político, entre otros, que sustentaban y perseguían.

Junto a la valiosa y esclarecedora idea de la poética comprometida, que claramente amplió el panorama meramente formal en el que se movían los estudios precedentes, se detallan los rasgos que conformarán lo que conocemos como «novela picaresca». Se trata de un acercamiento global en el que se ponen en relación los distintos elementos caracterizadores del género, sobradamente conocidos desde los trabajos de Lázaro Carreter, los cuales, por la difusión que recibieron, hacen innecesaria su repetición aquí; y los temas recurrentes que inundan las páginas de las narraciones picarescas: el afán de medro, el ascenso social, la deshonra hereditaria, la actitud antiheroica del protagonista, la injusticia, la honra, el dinero, el hambre...

Sin pretender restar valor a este trabajo, no podemos dejar de manifestar nuestras dudas ante el tema de la autobiografía y el punto de vista único que se defienden en las páginas de este artículo. El uso de la primera persona autobiográfica queda explicado tanto por el afán de veracidad que se quería imprimir al relato, como por excusar las posibles críticas que pudieran ocasionar las opiniones vertidas en el texto; esta forma autobiográfica, a su vez, llevaría consigo la necesidad de un punto de vista único que entraría en continua dialéctica con los estratos sociales más privilegiados. La obligatoriedad de este punto de vista único nos suscita serias reticencias: quizás, en lugar de hablar de dialéctica, podríamos hablar de diálogo; esto es, si son epístolas, confesiones o conversaciones, entre otras formas dialogísticas, las que caracterizan a los relatos picarescos, ¿podemos hablar de punto de vista único? ¿No podríamos entender que cualquier situación comunicativa es fruto de la imbricación de varias perspectivas simultáneas? Creemos que la adopción del punto de vista único deja fuera la riqueza del entorno dialogístico que, a nuestro modo de ver, define verdaderamente la novela picaresca, y que se ve recreado de múltiples formas y maneras (ya lo sugeríamos: cartas, confesiones, diálogos...) a lo largo y al compás que evoluciona el género.

En resumidas cuentas, lo que se nos apunta brillantemente en este artículo es la validez de un esquema literario que posibilitaba la denuncia social de una época en la que lo picaresco era fiel reflejo del deterioro e inmoralidad que rodeaba a la sociedad áurea. Era por tanto el vehículo perfecto para la crítica y el deseo de reforma al que aspiraban los escritores que se acercaron al género.

 

La presencia de algún trabajo dedicado al Lazarillo de Tormes se hace inexcusable cuando nos acercamos a la materia: tanto por su valor literario, como por su papel de precursor e iniciador de lo que más tarde, y a partir del Guzmán, pasará a conocerse como «novela picaresca». En este caso, no sólo se realiza una aproximación a la obrita anónima de 1554, sino que nos quedamos gratamente sorprendidos al encontrar el análisis de una de las continuaciones de la genial epístola: nos referimos a la Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes de Juan de Luna.

En «El caso de Lázaro de Tormes, todo problemas» (2001) encontramos un somero recorrido por los aspectos más relevantes del Lazarillo: la cuestión de la anonimia y sus posibles autores, que desde Bataillon a Ricapito, pasando por Márquez Villanueva y otros tantos, han ido surgiendo a lo largo de los años –un claro indicio de la vigencia del debate que gira en torno a la autoría lo encontramos en la reciente propuesta a favor de Alfonso de Valdés realizada por Rosa Navarro–; los problemas que suscita la cronología interna, cuyas aparentes imprecisiones afectan directamente al establecimiento de una fecha de composición certera; el «caso», que como es sabido, constituirá la esencia del relato, a la vez que el elemento fundamental y más discutido en los estudios críticos sobre el Lazarillo (podríamos referimos al «ménage à trois», como lo calificó Rico y también al caso de honra equivocada, como señalaron V. García de la Concha y Domingo Ynduráin...). El desconocimiento de la persona que se oculta tras V. M. siembra más dudas sobre un «caso» que resulta tan aparentemente paradójico que todavía hoy requiere de una aclaración sobre su verdadera función dentro del relato. Otro de los elementos que configuran la novela es el anticlericalismo que inunda sus páginas y que, por si fuera poco, se encuentra íntimamente ligado al «caso» final; significativo es, no cabe duda, no sólo la presencia de miembros del clero en la carrera del vivir del muchacho (clérigo de Maqueda, el fraile de la Merced o el buldero), sino también que en el ascenso social de Lázaro y en su consiguiente descenso moral esté plenamente involucrado el arcipreste de San Salvador. Esa dura crítica al cuerpo eclesiástico responde probablemente, como nos apunta Rey Hazas, al deseo de una reforma que devolviese a la clerecía a sus deberes espirituales, alejados de toda lascivia y materialismo como promulgaban las corrientes erasmistas. El erasmismo también se manifiesta en la censura que el libro encierra en torno al culto a la honra que había sumido a la sociedad española en un mundo de máscaras, donde lo importante era, no tanto tener honra, como aparentar tenerla; y, consiguientemente, se producía el abandono del culto divino en favor del vil metal.

Pero, dejando a un lado estos temas, de todos sobradamente conocidos, podríamos señalar que lo más destacable de esta aproximación al mundo lazarillesco reside en su propuesta de estructura; sobre todo, en su intento de justificación de los capítulos iv-vi (son los que realmente han suscitado controversia por su brevedad y cambio de directrices con respecto a los tres primeros). El profesor Rey Hazas estable una clara distinción en dos partes entre los distintos capítulos que configuran el texto (del i al iii por un lado, y del iv al vi por otro) que se oponen de manera significativa en torno a varios ejes: la mendicidad frente al abandono del ambiente mendicante, el hambre frente a la desaparición progresiva de la misma y la elección de los amos. Es decir, Lázaro decide abandonar la vida picaresca en la que ha estado sumido durante los tres primeros capítulos para «arrimarse a los buenos», debido a su incapacidad para sostenerse en ella sin perecer de hambre en el intento. El tratado vii refleja, por tanto, esa anhelada integración social a la que aspira Lázaro y el desenlace de la misma. Este intento de elaborar una estructura sólida y coherente del texto es, sin duda, lo realmente destacable y la verdadera aportación personal del estudio, a pesar de que analizada con detalle pueda no resultar del todo convincente.

Por último, se nos apunta que el Lazarillo se sustenta en un continuo contraste entre cómico y crítico, entre Lázaro y V. M., entre las dos Españas que aparecen enfrentadas al final del relato, entre el concepto de honra de Lázaro y el del lector, que dota al texto de una aparente polisemia y que ofrece un amplio abanico de interpretaciones en el perfecto ensamblaje que es la obra y la situación comunicativa que la sustenta.

 

El artículo que lleva por título «La herencia satírica del Lazarillo en el exilio: Juan de Luna» (1982) representa, de salida, un mérito añadido, pues se trata de un texto bastante desconocido y poco estudiado por los críticos que han trabajado en el género. No hay que olvidar que la obra no se publica en España hasta 1835 y que en líneas generales ha sido bastante menospreciada por la crítica (Menéndez Pelayo, Martín de Riquer, Joseph L. Laurenti). De ahí que este acercamiento nos permita, al menos, poseer un conocimiento mayor de la misma que nos ayudará a entenderla mejor, así como a darle el valor que merezca. A lo largo de unas treinta páginas, se nos presenta la biografía de Juan de Luna: toledano exiliado por sus afinidades con luteranos y calvinistas, pasó el resto de su vida entre París y Londres. Además, se ponen de manifiesto los aspectos cruciales sobre los que pivota la obra de Luna y que entroncan directamente con el Lazarillo de 1554: anticlericalismo y antifeminismo, principalmente, en un afán por apelar a la toma de conciencia social, moral y religiosa en una España que vista desde el exilio destilaba inmoralidad, indecencia, lascivia, injusticia, hipocresía, falsedad... Este ambiente delictivo sometido fundamentalmente a lo sexual, al dinero, a la iglesia y a la Inquisición, descubre como únicas vías de escape aquellas que se alejan de la ortodoxia social y religiosa, esto es, la vida picaresca y la vida de los gitanos; o lo que es lo mismo, la vida de los marginados, de los desharrapados. Se invierte por tanto el proceso que llevó a Lázaro de la mendicidad a la integración social en la primera parte, pues se hace necesario abandonar su deshonrosa vida de pregonero para retornar a sus inicios picarescos.

En resumidas cuentas, la obra de Luna encierra una clara reivindicación del magistral anónimo de 1554, en detrimento de su continuación atunesca de 1555, en un intento de ensalzar su continuación como la verdaderamente merecedora de tal título.

 

Mientras que el Lazarillo hace las veces de precursor o iniciador del género, su consolidación queda en manos del Guzmán de Alfarache, considerado por muchos el auténtico iniciador de la novela picaresca. Este estudio, «El Guzmán de Alfarache: una lección sencilla», repasa someramente las cuestiones más sobresalientes de la obra de Alemán: comenzando con su vida y obra para detenerse más concienzudamente en su única y gran novela, el Guzmán de Alfarache. Se pasa revista a la difusión de la obra, a las posibles confluencias entre la vida de Mateo Alemán y la de su personaje, a su finalidad didáctico-moral que imbuye el texto de insistentes sermones pronunciados desde la conversión final del pícaro, y que queda recogida en la dualidad entre Guzmán y Guzmanillo o en la dialéctica de contrarios (verdad y apariencia, arrepentimiento y pecado, tentación y frustración, condena y salvación). Dialéctica que guarda clara correspondencia con el esquema medievalizante de la sentencia-ejemplo. La composición de la obra también es tratada en este artículo, en el que se alude al «alcance dialogístico» que presenta la novela como consecuencia directa de la dualidad que subyace en sus páginas; además, explica brevemente la función y el significado de las novelas intercaladas que engloba el relato y que sirven como hitos que estructuran la propia peripecia vital del pícaro. En cuanto a la interpretación global del Guzmán, queda probada la finalidad moralizadora y dogmática que parte de un presupuesto clave: el libre albedrío, que ofrece la posibilidad (por pequeña que sea) de elegir dentro de un mundo predeterminado desde su origen. De ahí que, a pesar de la deshonrosa herencia genética de Guzmán, este consiga la salvación gracias a su conversión final.

Se trata, en definitiva, de un estudio de carácter puramente divulgativo, en el que se recogen acertadamente las teorías y propuestas que han analizado la obra de Alemán a lo largo de los años; razón esta por la que no encontraremos nuevos datos que arrojen luz sobre la mejor de las novelas picarescas.

 

Según hemos apuntado, son tres las obras que parecen definir el género picaresco con más solvencia. Hasta ahora hemos analizado los apartados que Antonio Rey dedica a Lazarillo y Guzmán, por lo que, para completar el trío, hemos de acercarnos a su estudio sobre el Buscón. La relevancia de las tres novelas ha motivado una ingente bibliografía que complica sobremanera la aportación de argumentos originales a obras tan estudiadas. De ahí que en el trabajo dedicado al Buscón («El Buscón: luces y sombras de una obra genial», 1982), encontremos una síntesis de los estudios que hasta la fecha de publicación de este trabajo estaban vigentes, más que propuestas renovadoras que esclarezcan la obra. Así, se hace un repaso del proceso de génesis de la obra (fecha su composición desde los presupuestos establecidos por Lázaro Carreter: 1603-1604); nuevamente se deja vislumbrar su ingenio a la hora de referir la posible estructura del Buscón, pero sin distanciarse demasiado de las propuestas de tripartición de Spitzer o Jenaro Talens, que entienden la construcción de la novela desde la preocupación estilística en detrimento de la trabazón novelesca. Se apunta acertadamente su carácter epistolar, recuerdo de la configuración morfológica del Lazarillo, pero empleado desde un afán paródico dada la inconsistencia de su utilización: mientras que la autobiografía lazarillesca buscaba el anonimato y el protagonismo de un pícaro, en el Buscón parece entreverse la figura de don Francisco de Quevedo tras la máscara autobiográfica que representa Pablos en la novela, hecho que claramente revela su desinterés y desidia ante el género.

No se pasan por alto las incoherencias que eslabonan el relato y que parecen justificarse por el hecho de ser un pícaro quien narre su propia historia. Este aspecto está intrínsecamente relacionado con las posibles interpretaciones de la obra, que pueden ir desde la moral o psicológica a la esteticista, pasando por la socio-política que parte de la idea de la infravaloración del ser humano, que termina cosificándose y de lo que solo está exenta la aristocracia. Tampoco podría faltar en este dilatado estudio el análisis de la figura de don Diego Coronel como correlato satírico del ascenso social y político de los conversos.

La finalidad del Buscón se puede resumir con las propias palabras del profesor Rey Hazas:

 

Quevedo, pues, acentúa el planteamiento inherente de la novela picaresca, y lo innova con la intención de, por un lado, adaptarlo a sus propósitos de censura social contra el hecho histórico del ennoblecimiento de los conversos, y, por otro, simultáneamente, contrarreplicar a los relatos picarescos precedentes, obra, asimismo, de conversos (pág. 202).

 

El estudio, en resumidas cuentas, consigue sintetizar las numerosas teorías expuestas por la crítica sobre el Buscón desde el acercamiento didáctico a la obra quevediana (recordemos que este estudio apareció como introducción de su edición Historia de la vida del Buscón en SGEL); de ahí que no haya realmente una superación de los patrones críticos más tradicionales, sino una recapitulación de los mismos.

 

Señalábamos en las primeras líneas cómo se nos ofrece un tomo que es valioso, entre otras cosas, por su variedad temática, ya que da cabida a la corriente femenina de esta tradición literaria a través del acercamiento a obras de gran complejidad, como la Pícara Justina, o a obras menos reconocidas de autores como Castillo Solórzano (La hija de Celestina) y Salas Barbadillo (La niña de los embustes).

Probablemente, Antonio Rey sea uno de los mejores especialistas en la Pícara Justina, pues ha dedicado numerosos trabajos a su estudio. Son tres los artículos que recoge en este tomo dedicados a la descocada pícara: «La compleja faz de una pícara: hacia una interpretación de la Pícara Justina» (1983), «Precisiones sobre el género literario de la Pícara Justina» (1989) y «Parodia de la retórica y visión del mundo en la Pícara Justina» (1984).

A lo largo de estos tres artículos, se pone especial énfasis, en primer lugar, en la aparente y falaz honradez y castidad de Justina, ya que, aunque parece no explicitarse durante la obra, hay un sinfín de comentarios y alusiones que dejan traslucir su ascendiente celestinesco (ella misma se considera «hija de Celestina», es mesonera, aficionada a los afeites, locuaz, romera, enamorada del baile así como alegre y risueña; ingredientes todos ellos que, mezclados literariamente, no pueden dar otro resultado que el de la ramera apicarada). Esta llamada de atención parece venir motivada por la incomprensión que este asunto ha suscitado en la crítica; estudiosos como Menéndez Pelayo, Julio Puyol, Frank W. Chandler, han considerado que la obra carecía de toda procacidad y lascivia; quizás por esta aparente controversia se le haya otorgado el apelativo de «putidoncella». A pesar de que estos críticos no hayan calado el talante picaresco, y por ende deshonesto de Justina, no creemos que la aportación vaya más allá de una mera constatación, ya que en la época todo el mundo debió entender que Justina era una puta, no sólo por la vida del mesón en la que estaba inmersa, sino por las romerías, los bailes... Es más, ya en los preliminares su propia pluma la tacha de «pelona» y, obviamente, la «supuesta» pureza de la pícara sería injustificable desde los presupuestos misóginos de su autor, que entiende a la mujer como un ser mudable e inconstante por definición. A esta misoginia se añade la consabida denuncia social contra el mundo de las apariencias que relega la honestidad a un más que segundo plano.

Dilucidadas las posibles incertidumbres sobre la figura de la pícara, se pasa en segundo lugar a estudiar la obra desde su concepción genérica, estableciendo como antecedentes de la obra tanto al Guzmán como a la tradición celestinesca. Ante las diversas opiniones a favor o en contra de su inclusión en la novela picaresca, se lleva a cabo el estudio de los rasgos de poética presentes en la tradición picaresca masculina (rasgos que de nuevo recuerdan a Lázaro y Rico): antihonor, mendicidad, delincuencia, afán de medro, genealogía vil, ingenio, condición habladora; así como de tipo estructural: autobiografía, sucesión de aventuras, narración cerrada, justificación del relato por el principio y el final, punto de vista único; con su correlato en la picaresca protagonizada por mujeres, señalando la hipérbole que se entreteje a lo largo de sus páginas, ya que se exageran hasta el delirio los rasgos más significativos, como su ascendencia o su locuacidad; así como algunas diferencias: no suelen mendigar ni servir a varios amos, no pasan hambre, no hay despertar de la pícara, sino que parecen haber nacido ya con pleno conocimiento de su condición y no hay un «caso» desde el que se relaten los hechos y al mismo tiempo lo justifiquen. Siguiendo a Bataillon, considera que más que una pícara en sentido estricto, se trata de una cortesana disfrazada de pícara envuelta en un relato satírico según los cánones (la sátira parece caracterizarse por: entretener como función principal, el protagonista es un tramposo, contenido grotesco, obscenidad, juegos de palabras ingeniosos, etc.). En definitiva, un relato de burlas o Libro de entretenimiento, hecho este que pensamos está en la raíz de toda esta corriente de picaresca femenina.

En este somero repaso a los secretos que encierra la Pícara Justina, cabe mencionar por último las reminiscencias retóricas, escolares y pedagógicas que se dejan ver en esta picaresca y miscelánea satírica. Ejemplo de dichas reminiscencias son los ladillos que incorpora el texto y que aparecen despojados de todo refuerzo didáctico en pos de una utilización meramente paródica, que no será más que uno de los muchos exponentes que a lo largo de la obra serán ridiculizados en un intento de parodiar los tratados retóricos al uso. Dice el profesor Rey Hazas al respecto:

 

«Así pues, la mueca paródica del médico bufón es obvia: imitar el esquema, vaciarlo de contenido, usarlo para fines opuestos, y demostrar así su posible invalidez; o lo que es igual, fraguar una ingeniosa burla ridiculizadora de la Retórica y de todas las obras que siguen al pie de la letra sus directrices, como las misceláneas y el Guzmán de Alfarache».

 

Se defiende la importancia de los elementos adicionales en lugar de primar la unidad temática del relato como defendía la Retórica; parodia la utilización del exordio, de la fragmentación de la obra; sustituye el uso de argumentos basados en alguna autoridad por proposiciones de todo punto burlescas y risibles; abandona la brevedad narrativa por la oscuridad e inverosimilitud de muchos de sus episodios; se altera la dispositio tradicional, los capítulos adoptan una configuración ejemplar (exordiolo, narración y epílogo) sustentada bajo la dualidad sentencia-ejemplo al modo alemaniano pero carente de todo didactismo dada la vacuidad de contenidos moralizantes... Es, para no extendernos más una obra profundamente paródica que pone en solfa, no solo la Retórica y sus preceptos fundamentales, sino también a una sociedad áurea cuyo único valor era la herencia de la sangre. En palabras de Antonio Rey: «La Pícara Justina parodia tanto las barreras sociales impuestas por la herencia de sangre, como las literarias impuestas por los tratados retóricos» (pág. 275).

 

Ya apuntábamos que otras dos pícaras gozan de la atención de la crítica. Respecto a La hija de Celestina se abre el artículo («Novela picaresca y novela cortesana: La hija de Celestina, de Salas Barbadillo» 1983) con una propuesta de estructura en tres partes, definidas por la alternancia entre la utilización de la primera y la tercera persona narrativas (los capítulos I y II presentan y describen a la protagonista, el III constituye la prehistoria de la pícara y del IV al VIII se desarrollará la trama y tendrá lugar el desenlace). Se trata, parece ser, de una visión conservadora y moralizadora en la que se tachan vicios como robar o dejarse llevar por los apetitos humanos, que son interpretados por unos personajes materialistas y viles que no albergan sentimiento noble alguno. Para que la crítica social y moral sea más nítida, se contraponen dos planos narrativos que hacen confluir dos corrientes genéricas muy señaladas; esto es, la novela picaresca (con el relato de Elena) y la cortesana (con los devaneos de Sancho). Este hibridismo genérico, así como la alternancia entre tercera y primera persona narrativas serán los causantes de las vacilaciones críticas a la hora de establecer su filiación genérica: Alberto de Monte o Francisco Rico rechazan su inclusión en el género picaresco, mientras que Lázaro y el mismo Rey Hazas defienden su pertenencia a la picaresca, a pesar de sus similitudes con la novela italiana. Rey, intenta justificar esa oscilación de narradores para ratificar su raigambre picaresca. Es aquí donde reside su verdadera aportación, ya que entiende el recurso de la tercera persona como una necesidad para narrar los dos planos en los que se escinde la obra (los devaneos amorosos de don Sancho y el mundo delictivo de Elena), y a su vez, como consecuencia de la muerte de la pícara, será necesario este recurso para concluir el relato. Es decir, se hace necesaria la presencia de un narrador omnisciente que permita la alternancia de planos, así como el desarrollo del relato de la pícara ya que conocemos su muerte antes de finalizar el libro. Quedaría por tanto un relato en tercera persona al modo de las novelas cortesanas, con un pequeño episodio autobiográfico de naturaleza picaresca.

 

Revisadas las vidas de Justina y Elena, nos queda por analizar los sucesos de Teresa de Manzanares («La niña de los embustes y la Picaresca Femenina española» 1986), la única de las novelas de Castillo Solórzano (uno de los pocos novelistas profesionales implicados en el género) que parece responder a los cánones picarescos. Recordemos que, a pesar de que en su repertorio cuenta con otras obras de tema apicarado, como Las aventuras del bachiller Trapaza y La garduña de Sevilla y anzuelo de las bolsas, estas quedarán excluidas de la nómina de novelas picarescas al estar escritas en tercera persona.

Una de las grandes diferencias que surge con un novelista profesional como Solórzano reside en unos intereses más cercanos a lo comercial, a lo exitoso frente a la explotación formal del relato. Busca, primordialmente, entretener en menoscabo, en algunos casos, de la coherencia genérica del relato. Además, como suele ocurrir con las pícaras, el influjo cortesano forma parte de su propia configuración genérica, lo que también se percibe en el caso de Teresa.

Antonio Rey aprovecha las páginas de su artículo para establecer paralelismos y divergencias entre pícaros y pícaras, evidenciando los rasgos que definirán las obras protagonizadas por mujeres y que vendrán motivados, precisamente, por su condición femenina. En líneas generales, se pone de manifiesto el ingenio, la astucia y el atractivo físico de las muchachas (imprescindible para llevar a cabo sus tretas); además, se insiste en su condición de personajes menos desharrapados, no tienen que mendigar ni servir a varios amos, ya que suelen ser dueñas de sus actos, aunque suelen ir acompañadas y no suelen viajar fuera de España para no salir de las convenciones sociales de la época. Es en definitiva la adopción del personaje femenino para dejar expresa constancia de la inferioridad e imperfección de las mujeres. Acostumbra a tratarse de un claro pensamiento antifeminista y que, en el caso de La niña de los embustes parece encerrar la censura ante la decadencia socio-moral del Barroco que permitía la libertad y el libertinaje de las mujeres en una sociedad regentada por hombres, cuya cerrazón era más permeable para un ser sin honra propia que para los propios varones.

El relato autobiográfico de Teresa podría estructurarse en dos partes con un capítulo de inflexión (10). Se trata de una estructura en la que se invierte el patrón que domina la primera parte (al fin y al cabo, la obra comienza y termina en Madrid, junto a Teodora). Sin embargo, la relación de sus fortunas y adversidades parece surgida desde el vacío. No hay caso que justifique la autobiografía, que aparece así de forma totalmente gratuita; no hay ninguna explicación interna que nos dé a entender por qué Teresa narra su vida. Ni siquiera parece existir un propósito moralizador o didáctico en el texto, ya que contra lo esperado (recordemos, por ejemplo que Elena muere al final de la obra...) el desenlace no deja a la pícara en mal lugar, ya que consigue casarse y vivir cerca de su amiga de la infancia. No parece existir castigo a su pecaminosa existencia, lo que hace pensar en una posible crítica a una sociedad tan deteriorada que permite a una pícara alcanzar, a través de sus embustes, aquello que se proponga. Pero, más allá de denuncias o increpaciones contra la sociedad áurea, el motor que hace funcionar la novela es el deseo de satisfacer al público ofreciéndole una sátira divertida, que se atiene al decoro estilístico y a la llaneza lingüística.

 

Hasta aquí habríamos repasado las aportaciones fundamentales sobre la novela picaresca y algunos de sus títulos. Sin embargo, aún nos queda por abordar uno de los aspectos más discutidos, a la par que enriquecedores, que rodea al tema que nos ocupa. Pues, si todos los caminos conducen a Roma, cuando de géneros novelescos se trata, será ineludible que nos topemos con don Miguel de Cervantes Saavedra. Son tres las obras en las que la crítica se ha detenido para rastrear su filiación con el género bribiático: el Coloquio de los perros, Rinconete y Cortadillo y La ilustre fregona. Este debate crítico obligaba a tomar cartas en el asunto y dedicar un espacio al estudio de las novelas cervantinas apuntadas, para aportar una propuesta personal a una disputa tan imperecedera como imposible de zanjar.

De estas tres obras, sólo una genera dudas, ya que parece atenerse más fielmente a los presupuestos poéticos de la novela picaresca, por lo que su exclusión o inclusión en el género debe someterse a examen. Estamos hablando, evidentemente, del Coloquio de los perros. A pesar de que el profesor Rey Hazas («Género y estructura del Coloquio de los perros, o cómo se hace una novela» 1983) rechaza la pertenencia de la novelita cervantina al entramado picaresco, siguiendo así la estela de otros críticos como Francisco Rico y Blanco Aguinaga, no deja de ensalzar la presencia de todos los componentes necesarios para pergeñar lo que conocemos hoy como «novela moderna». Resulta así una obra en la que Cervantes reflexiona sobre la manera de novelar, a la vez que repasa la configuración de dos géneros de clara influencia en la obra: la picaresca y los diálogos lucianescos, o más concretamente, el Crotalón y el Asno de oro. La conjunción de ambos géneros reportará un buen número de innovaciones: a diferencia de otras obras picarescas, los personajes prescinden de su prehistoria, lo que les permite elegir con libertad pues no están marcados por el determinismo genético; las distintas relaciones autobiográficas comportan un claro perspectivismo que deja su huella en el entramado dialogístico que estructura la novela. Se trata de un diálogo de igual a igual que se aleja del punto de vista único tendente a ofrecer una información falaz para demostrar que la autobiografía, y por ende el punto de vista único, son contraproducentes para sus deseos de verosimilitud. Para Cervantes, solo es aceptable el empleo de la primera persona autobiográfica si está amparada en el diálogo, lo que permite al lector tomar partido en el relato. Así actúa Cipión, cuya misión será la de filtrar la información a través de juicios eruditos, moralizadores y sobre todo literarios (que, sobra decir, parecen apuntar contra la ingente suma de digresiones que plagan las páginas del Guzmán y de la Pícara Justina).

Sin embargo, es en la interacción entre el Coloquio y el Casamiento engañoso donde se nos expondrá la tesis principal de este artículo, ya que establece un paralelismo entre ambas novelas (no hay que olvidar su natural imbricación) que favorecerá el multiperspectivismo con el que Cervantes renovará los patrones tradicionales del género. Son tres los relatos autobiográficos que pergeñan la novela y que se utilizan para dotar de verosimilitud a cada uno de ellos: la narración de Cañizares hace más fiable la presencia de un perro hablador y este a su vez, hace que Campuzano cobre vida dentro de la propia novela; pero en un perfecto juego de espejos, Cervantes consigue dar la vuelta a su propio planteamiento, ya que las falacias de Campuzano y su enfermedad desautorizan el relato de los dos perros y, consecuentemente, el de la Cañizares. Se entiende la apuesta de Cervantes como un intento de adoctrinar, de establecer las pautas sobre el buen uso de la palabra, es decir, sobre la construcción de la novela, concebida como diálogo continuo que apela a la interpretación del lector.

Queda apuntado también cómo Cervantes escribe el Casamiento para ejemplificar la inmoralidad de una sociedad que aparece retratada de forma más general en el Coloquio, utilizando así el género picaresco como vehículo literario favorecedor del debate y la polémica social, moral e ideológica. Obviamente, sabemos que cualquier acercamiento de don Miguel a un género literario determinado llevará consigo un afán experimentador que se resolverá en la superación de los cánones que configuran el género; pensemos si no en el Quijote, ¿acaso no escribió Cervantes un nuevo y original libro de caballerías dispuesto a entronizarse como modelo a seguir en detrimento de los viejos patrones? Si Cervantes pretendió, a través de su novela, instruir sobre cómo debía componerse un relato picaresco y qué elementos debían desaparecer en el proceso, lo hizo creando su propia versión, su propia novela picaresca.

A pesar de lo expuesto, son muchos los detractores de esta hipótesis y desechan la posibilidad de incluir la novela cervantina dentro de los títulos picarescos. Pero, llegados a este punto, se nos plantea una pregunta: si el Coloquio no es una novela picaresca, ¿qué es? Es más, la situación comunicativa que enmarca la novela, en la que emisor y receptor están presentes, nos parece una variante más de las situaciones comunicativas presentes en el resto de relatos picarescos, en los que, no debemos olvidarlo, el entorno dialogístico determina, no sólo lo que se dice, sino también cómo se dice. Epístolas, confesiones, conversaciones con ermitaños y otros planteamientos narrativos no son otra cosa que continuos diálogos en los que, unas veces sí y otras no, los lectores o interlocutores están presentes. Creemos por tanto, que, cegados por la impronta tradicional del punto de vista único, no se ha atendido al carácter dialogístico que domina uno de nuestros géneros literarios más valiosos.

De todas formas, nos movemos en arenas movedizas, puesto que tan difícil resultará establecer las dimensiones poéticas de la novela picaresca como desentrañar la enmarañada, a la par que deslumbrante, invención cervantina.

 

De cualquier modo, las otras dos novelas ejemplares que son objeto de estudio en las últimas páginas de este tomo («Rinconete y Cortadillo: la picaresca abre las puertas de la mafia» 1996 y «La ilustre fregona o la picaresca antideterminista» 1997), no conllevan los mismos problemas genéricos. Rinconete y Cortadillo en palabras del profesor Antonio Rey es «una reflexión metanovelesca sobre el poder del lenguaje, pues muestra la superioridad de quienes lo dominan sobre los que lo manejan con impericia» (pág. 440). De nuevo Cervantes adoctrina y sienta las bases de su forma de hacer novelas. En esta obrita que contó con dos versiones y que debió escribirse entre 1600 y 1604, se encuentran elementos que la aproximan al género picaresco (quizás se vio influida por el Guzmán apócrifo y por la obra de Alemán), aunque con ciertas diferencias: son dos los protagonistas; la estructura de sus peripecias dista con mucho de las que nos tenían habituados Lázaros y Guzmanes, ya que no hay prehistoria, por lo que los personajes están exentos de todo determinismo, lo que provoca la desaparición de la problemática social del honor y el afán de medro, y tampoco sirven a ningún amo. Su vinculación con la picaresca se reduce al medio de vida y al ambiente que rodea a Rincón y Cortado. Es más, a partir de la estructura tripartita que se nos propone, en la que alternan los papeles de actores y espectadores, cuya escena central simularía un entremés anovelado (la casa de Monipodio) solo la primera parte parece responder a los preceptos picarescos; mientras que la segunda ha sido calificada por la crítica como un entremés de rufianes (por su brevedad y su contenido).

La obra, por tanto, se configura en torno a tres ejes: la cuestión lingüística, que determinará relaciones de superioridad y contraste frente a un mundo cerrado y aislado como consecuencia, no solo de sus acciones delictivas, sino de su propia marginación lingüística, la ironía con la que se contempla una situación inmoral y aberrante, y, por último, la moral trastocada que impera en el patio de Monipodio que les lleva a confundir una banda de rufianes con una cofradía religiosa.

 

La ilustre fregona, por su parte, no responde ni por la forma ni por el contenido a las directrices poéticas de la picaresca; bien es cierto que maneja algunos elementos que la sitúan próxima, no sólo al ambiente apicarado sino al propio género. Se centra la atención en las posibles fuentes de la novela (probablemente Lope, El mesón de la corte), así como sus analogías con otras de las novelas ejemplares cervantinas. Se dedican unas páginas al estudio de su estructura, entendida desde los planteamientos de E. J. Febres. Se pone de manifiesto las concreciones espaciales que configuran la obra, y que la dotan de veracidad, de historicismo que funcionará como elemento verosimilizador tan caro a Cervantes; y por último, el enaltecimiento de Costanza como mujer que ostenta valores tan universales como la verdad, la dignidad o la libertad en un ambiente proclive a la corrupción, a la depravación. El profesor Rey Hazas nos hace reparar en la libertad de actuación de una mujer que se ve alejada del determinismo vital que dominaba los relatos de pícaros y pícaras. Sin embargo, y aunque ya conocemos cómo Cervantes reivindica la libertad individual tanto masculina como femenina a lo largo de sus obras, no hay que olvidar que Costanza es hija de padres nobles, por lo que no sabemos si su honestidad es preservada en perfecto uso de su libertad individual o por la impronta de su nacimiento.

Ya al final del artículo se apunta el posible soterramiento de una crítica social contra los nobles por su aproximación al mundo cortesano con el consiguiente abandono de la defensa de las armas. Crítica implícita o no, lo que sí se resalta es la admiración de Avendaño y Carriazo (¿quizás también de Cervantes?) por el mundo picaresco, o lo que es lo mismo, por la libertad de los marginados, que no están sujetos al régimen estanco de la sociedad áurea.

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Para terminar, dastacaremos la organicidad ofrecida por este volumen, pues, pese a su carácter recopilatorio de trabajos inconexos, nos sumerge de lleno en el apasionante y controvertido mundo de la novela picaresca, abarcando sus representantes y problemas fundamentales, a partir de un estudio preliminar de conjunto. Es muy de agradecer, por tanto, que se hayan reunido aquí tantos y tan dispares estudios y que se hayan dispuesto de modo que nos permiten calibrar la historia del género cómodamente. A lo largo de todos y cada uno de ellos, queda sobradamente probada la especialización y solvencia del profesor Antonio Rey Hazas en materia picaresca, así como las valiosas aportaciones que ha venido haciendo a la misma en el último cuarto de siglo… Nosotros no podemos sino reconocerle su magisterio y celebrar que estos Deslindes… suyos se sumen a la bibliografía existente sobre la «novela picaresca».