Comentario Bibliográfico

 

 

 

     Puerto, Javier, El hombre en llamas. Paracelso, Colección Científicos para la Historia, Madrid, Nivola Libros y Ediciones, 1ª edición noviembre 2001, 155 págs. (Luis miguel vicente garcía, Universidad Autónoma de Madrid)

 

                                              

    En una breve pero cuidada edición, presenta Javier Puerto, Catedrático de Historia de la Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid,  una semblanza de Paracelso con un repaso a sus  aportaciones a la ciencia y la cultura del Renacimiento y  a su peculiar personalidad. En este sentido esa casi fórmula épica «el hombre en llamas»con que el autor califica a Teofrasto von Hohenheim, es muy expresiva y recoge bien el carácter que tuvo este humanista médico, filósofo, alquimista, astrólogo, místico y reformador social. Javier Puerto lo explica así:                        

    Los poderosos manejan la utopía para su propio beneficio y configuran la historia. Algunos seres, como Paracelso, se sitúan en el mismo epicentro de la utopía, y su sensibilidad les impide manejarla contra los intereses de sus semejantes, de sus próximos, de sus iguales. Paracelso hubo de elegir quiénes serían sus iguales: los obispos, los representantes de los concejos, los profesores universitarios, los príncipes o los mendigos y los campesinos airados. Sabemos que tomó partido por los últimos. En esta circunstancia no influyó su inteligencia, ni se manifestó especialmente precursor en sus ideas. En definitiva defendía un a convivencia regulada por un dios sin iglesia, una cierta forma de anarquía cristianizada fundamentada en un optimismo existencial sin límites. En la toma de postura de Paracelso influyó su sensibilidad, su apasionada manera de entender la ciencia, la medicina, la naturaleza y las relaciones humanas.

    Ese es, a mi parecer, su mejor ejemplo: un hombre en llamas, apasionado, inquebrantable, dispuesto a afrontar su propio destino, capaz de buscar su propia paz, su propio camino, aun en la desgracia, en el vagabundeo, en el desconocimiento personal, en la negación de su talento. Ese es el sendero del genio. El de los grandes seres humanos y, para ello, no es necesario tener unas ideas excesivamente brillantes o precursoras. Es necesario ser capaz de afrontar toda una vida en llamas. Sin descanso, sin reposo. Una vida entera con el corazón ardiendo, ante la indiferencia, la burla o el ataque de quienes están incapacitados para la pasión. Un ejemplo admirable y, en casi todas las épocas, aparentemente desgraciado (pág.123).

    Este libro tiene un carácter divulgativo por lo que en las catorce secciones que toca (incluida una bibliografía sucinta: págs. 153-155) no se profundiza demasiado pero sí se consigue dar idea de la dimensión y trascendencia de su pensamiento y contextualizarlo en su época y en su seguimiento posterior.

    Comienza con la sección titulada «Para empezar, algo sobre la ciencia» (págs. 7-17), en la que Javier Puerto repasa la idea de ciencia y verdad que se ha tenido en distintas épocas para señalar la relatividad de esos conceptos: «Con estos argumentos históricos quiero poner de manifiesto que los caminos para alcanzar la verdad, incluso la verdad científica, han sido muy diversos a los largo de los tiempos» (pág. 8). Y la hora presente no es sinónimo de objetividad absoluta: «El problema es que en la actualidad son tantas las luces como las sombras» (ibid.) Con esas consideraciones trata de situar la figura de Paracelso como un hombre del Renacimiento. Desde una cierta idea de hombre moderno, escribe Puerto que: 

    Es difícil entender en nuestros días, pero el científico renacentista estaba conformado por una mentalidad fuertemente religiosa, con un pensamiento simbólico muy desarrollado, por tanto inmerso en una corriente irracional o, si se prefiere, mágica, y que consideraba los sentimientos como un material de trabajo. Durante los siglos XVIII y XIX, hasta que Freud los rescató en el umbral del siglo XX, los sentimientos no tienen nada que ver con la ciencia; el pensamiento científico es solo lógico, no puede ser sentimental. No ocurría lo mismo durante el Renacimiento; por eso los científicos no sólo se sumergen en el pensamiento irracional, sino que también se comprometen con su entorno y con la sociedad donde viven. Es el caso de Paracelso, pero también el de Andrés Laguna y su famoso discurso sobre Europa (págs. 10-11).

    Aquí debemos hacer una precisión: en primer lugar, un pensamiento simbólico desarrollado no tiene nada que ver con la corriente irracional ni mágica. El pensamiento simbólico, como lo demuestra Karl Jung  entre otros no tiene nada de mágico o irracional. Los sueños usan el lenguaje simbólico, el arte usa el lenguaje simbólico, donde el lenguaje lineal verbal no llega, llega el símbolo y el arquetipo. Los trabajos estadísticos para evaluar las clasificaciones que hace, por ejemplo, la astrología, demuestran que no son clasificaciones arbitrarias, sino sustentadas en la experiencia. No se debe caer en la tentación de considerar el lenguaje simbólico y arquetípico como irracional, porque sería sacrificar al menos un hemisferio del cerebro, por expresarlo en términos convencionales. La búsqueda de un entendimiento holístico del ser humano, de la enfermedad y de la existencia no es un asunto de magia ni de superstición, sino la aspiración más elevada del hombre en cuanto a ser de entendimiento. Todos los psiconautas de todas las civilizaciones, especialmente los budistas tibetanos, saben que la realidad de la conciencia es de carácter extremadamente sutil y que en ella se espeja el universo. Y todos los grandes iluminados han terminado con la palabra «inefable» cuando el entendimiento profundo ha querido convertirse en discurso.

    No es tampoco cierto que esa manera de querer comprender de un modo holístico sea sólo un rasgo del hombre renacentista. Einstein también indaga sobre el fundamento espiritual de la vida y la corriente hermética no se ha interrumpido realmente en ningún momento de la historia. El I Ching, Libro de las mutaciones, base de la medicina tradicional china, contrastada por su eficacia con métodos modernos, se basa en los mismos principios herméticos que también sobrevivieron en Occidente. En suma, no veo acertado hablar de corriente irracional o mágica respecto al estudio que hombres como Paracelso o Picco della Mirándola hacían del lenguaje simbólico, en tradiciones como la cábala, el lulismo, etc.

    Por lo demás, Javier Puerto, mantiene un relato serio y hecho con amor por el personaje que se estudia:                       

    Quien da vida, quien da fuerza, quien ofrece un intento desesperado por comprender al mundo, al ser humano y a sí mismo, se merece que el espejo presentado antes su rostro le refleje. A ese intento voy a dedicar las páginas siguientes, y para mejor abordarlo me ocuparé primero, de explicar las principales características del Renacimiento y de la ciencia renacentista, para luego acometer su vida, obra e influencia en toda Europa y, de manera muy singular, en España (pág. 17).

    Esas palabras de Puerto dan idea de su interés por el tema así como del propósito básico de su libro.

    Entreverados en estas secciones, que no llegan a ser capítulos por su pequeña dimensión, aparecen fichas con textos independientes, significados con un fondo de color oscuro y bellos grabados de época sobre los más diversos asuntos. En las págs. 12-13 traza la semblanza de Andrés Laguna, en las págs. 14-15 informa sobre «La ilustración» y en la pág. 15 hay un cuadro que explica el «Positivismo», y un grabado con el retrato de Paracelso en la pág. 18, de modo que el libro gana en interés divulgativo y didáctico para un público amplio al que va dirigido, aunque evidentemente no profundiza demasiado, dadas las dimensiones del trabajo y la implícita extensión de los títulos (trece en total) que abren cada sección, a las que se dedican solo cinco o seis páginas de promedio. Mi única objeción al enfoque de Puerto es cuando trata de explicar la diversidad de intereses de Paracelso desde una cierta valoración de esa actitud, como nacida del pensamiento mágico o irracional. No hay nada que no tenga su coherencia interna en la obra de Paracelso, ni fue, como Erasmo, hombre dado a aceptar el valor mágico de objetos o reliquias, sino a desmitificar y dar con la razón de ser de las cosas, sin que eso implicara una explicación mecanicista con la que, desde luego, no estaba de acuerdo, ni se tiene por qué estar hoy de acuerdo tampoco. Así es que no me parece una cuestión de época. Las especialidades actuales pueden ser eficaces en sus prácticas, pero no prueban que la filosofía de hombres como Paracelso sea una ilusión. La propia homeopatía tiene hoy sus seguidores entre los científicos y su fundamento tiene más que ver con las ideas de Paracelso que con aproximaciones mecanicistas. No creo que se tengan hoy más elementos para comprender la existencia que los que se tenían en época de Paracelso. La comprensión no es un fenómeno material. Incluso se puede perder comprensión cuando la inercia o la pereza ganan terreno, amparadas en la comodidad de ciertos avances tecnológicos. Comprender el pensamiento de hombres como Paracelso exige liberarse de ciertos prejuicios que hoy como entonces, fosilizan al mundo académico. Ni Erasmo, ni Paracelso, ni Cervantes, ni Laguna eran hombres sometidos a la tiranía de lo políticamente correcto. Javier Puerto lo ha visto muy bien en la explicación de ese «hombre en llamas» que retrata. Paracelso no puede entender la medicina desligada de la trascendencia de la vida y del hombre, pero eso en principio no tiene por qué ser una postura obsoleta. Depende del punto de vista, nada más, pues mientras el misterio de la vida siga sin resolverse, la trascendencia ha de ser permitida.

    A  continuación trata de «El marco histórico-cultural del Renacimiento» (págs.19-22). Se refiere al período comprendido desde la caída de Constantinopla en poder de los turcos (1453) hasta 1600. Las naciones europeas afianzan sus nacionalismos, se meten en luchas religiosas y comienzan «un imperialismo de nuevo cuño, fundamentado en la colonización de las tierras descubiertas por españoles y portugueses» (pág. 20). Inglaterra, Francia y Holanda comienzan a disputar su parcela de poder. Florecen las ciudades, con burgueses a veces riquísimos, como Jacques de Coeur en Bourges, Los Médicis en Florencia y los Fugger en Alemania (los Fúcar como se les conoce en España). Nace el capitalismo con sus finanzas, reforzado por las tesis calvinistas de dignificación del trabajo. Los mecenas posibilitan la aparición del intelectual laico, libre de la Escolástica aunque no libre de los mecenas. El humanismo refuerza la individualidad y se vuelve a «valorar el placer, la aventura personal, la experiencia propia» (pág. 21). Se sustituye el teocentrismo y la cristiandad europea se divide entre católicos y protestantes. Señala Puerto por último el maridaje único que se produce ahora entre los artesanos que manejan conocimientos empíricos y los sabios que proceden de centros docentes.  Los nuevos científicos se verán divididos entre tradición y modernidad, no sólo Paracelso sino también Copérnico, Della Porta, Cesalpino, Libavio o Giordano Bruno entre otros.

    En la tercera sección, «Los factores más influyentes en el Renacimiento científico» pondera Puerto el cansancio de los nuevos pensadores respecto de la Escolástica bajomedieval y un cierto prurito de volver a los orígenes clásicos de los conocimientos que habían sido cristianizados e islamizados. Así son bien recibidos los sabios que huyen de Constantinopla con los manuscritos clásicos. Se difunden más libros que nunca, y ello contribuye aún más a la crítica de los viejos planteamientos escolásticos. Se agudiza el espíritu crítico, incluso contra los errores de los clásicos, como el libro de Niccolo Leoniceno De Plini et aliorum in medicina erroribus (1492), que censura las inexactitudes  de la medicina de Plinio recogidas en la Historia Natural y se plantea el dilema de si corregir la ciencia clásica o elaborar una nueva. El empleo de las lenguas vernáculas hace más accesibles los conocimientos a artesanos como los cirujanos, boticarios o metalúrgicos.

    El descubrimiento del Nuevo Mundo y la amenaza otomana hace que se prime el estudio científico de desarrollo tecnológico como la astronomía, la cartografía, la construcción de buques y el arte de navegar. El comercio nacional e internacional se incrementan notablemente. Las nuevas plantas americanas como la quina desbordan la terapéutica galenista.

    En 1517 aparece el Luteranismo y en 1545-63 el movimiento antirreformista iniciado en Trento, y en ambas zonas se refuerza la vigilancia inquisitorial de sus respectivas ortodoxias. Así Calvino quema a Miguel Serveto en Ginebra y en Roma la Inquisición quema a Giordano Bruno, partidario del universo descrito por Copérnico y de la libertad de pensamiento. El copernicanismo es perseguido por unos y por otros. Los alquimistas no están bien vistos y el inquisidor de la Corona de Aragón, Eymeric, ya en el siglo XIV, aconseja perseguir a los alquimistas. Los astrólogos tendrán que diferenciarse de los astrólogos judiciarios, y se persigue especialmente la magia en Centroeuropa, mientras se siguen considerando las reliquias como elementos importantes de sanación. Pero solo sirven las supersticiones aprobadas por la jerarquía, las demás se persiguen a muerte.

    En España Felipe II patrocinó numerosos experimentos alquímicos y farmacológicos. Se intentó la fabricación de oro y plata alquímicos durante su reinado, por sus necesidades económicas, y protegió a destiladores en Aranjuez, Madrid y El Escorial «que trataron de encontrar medicamentos para sus numerosas dolencias» (pág. 30)  En su entorno más íntimo tuvo el rey a Herrera, un lulista convencido, a Arias Montano, que pertenecía a una secta iluminista, o al padre Sigüenza, acusado de erasmismo. Todo este apoyo según Puerto motivado por sus necesidades científicas, aunque para el pueblo usara otro rasero y les prohibiera leer esos mismos libros que él poseía en la biblioteca de El Escorial.

    En suma,  en este período se empieza a valorar la propia experiencia sobre la autoridad, pero surge al tiempo «una nueva interpretación hermético-mágica de algunos hechos, que refuerza la tradición mágica medieval» (pág. 30). En fichas incorporadas a esta sección, aparece una semblanza de Erasmo y otra de Ramón Llull y un cuadro con nuevas plantas importadas del Nuevo Mundo.

    La sección cuarta, «El pensamiento mágico renacentista y la ciencia» (pp. 31-50), es de mayor extensión, porque sirve al propósito del libro de una manera medular y no introductoria como las anteriores. De nuevo tengo que decir que la frase de comienzo no me parece acertada:

Para el mago renacentista, el papel del científico es captar lo oculto y maravilloso del universo, sin relación alguna con la lógica. Este impulso procede de la traducción efectuada por Marcilio Ficino a finales del siglo XV de los textos fabulosos atribuidos a Hermes Trimegisto (el tres veces bendito). Se suponía que este personaje era contemporáneo de Moisés (siglo XV a. de C.) y recibió la revelación divina acerca del mundo físico, como el profeta hebreo lo fue del moral (pág. 31).

    Parece que el utilizar el adjetivo oculto o esotérico da derecho a pensar que lo que se entiende no tiene nada de racional y eso me parece abordar la cuestión desde el prejuicio. Al día de hoy ni los textos védicos, ni el I Ching, ni los principios herméticos tal y como se exponen en El Kibalion han sido rebatidos por la ciencia moderna, ni éstos están en contradicción con ella. Mientras permanezca el misterio sobre la vida, lo que ofrece la tradición esotérica no puede ser calificado de irracional. Hay pocos sistemas más racionales y de observación tan minuciosa como la sicología budista, por ejemplo. No se trata de ciencia ficción y da la impresión de serlo en algún sentido en el discurso de Puerto. Otra cosa es el derecho de la ciencia a precisar y desmitificar lo inexacto sobre todo de las leyendas forjadas en torno al esoterismo. Así señala el autor cómo Isaac Casaubon, en el siglo XVI

situó los escritos herméticos en el s. III. Puso así de manifiesto la nula relación con la tradición mosaica y su dependencia del movimiento místico y filosófico conocido como neoplatonismo fundado por Plotino (205-270). Entre los neoplatónicos la figura de Pitágoras (s. VI a. C.) cobró gran importancia por su búsqueda de las combinaciones místicas de los números. Para ellos, el estudio de las matemáticas no era un ejercicio profano, sino próximo a la contemplación religiosa. Buscaban las claves de un mundo de realidades inmutables, mientras que en los aristotélicos el estudio de las matemáticas estaba alejado de cualquier connotación religiosa y ocupaba un lugar modesto entre sus intereses  (págs. 31-32).

    Para el autor el neoplatonismo es pues pensamiento mágico medieval, que algunos autores transformaron en sacro. «Se trataba de un nuevo pensamiento mágico renacentista, introducido como parte del bagaje cultural clásico, que más adelante dio lugar a movimientos herméticos y ocultistas» (pag. 32).  Esto es simplificar la cuestión. El neoplatonismo no tiene nada de magia, pero entiende algo que la ciencia de hoy en día no puede ni afirmar ni refutar: la primacía del espíritu sobre la materia. No puede decirse que afirmar la existencia de una realidad inmaterial como el espíritu sea irracional. La energía más sutil es inmaterial para los neoplatónicos y la más grosera es material. Hay toda una escala, como los colores, entre la vibración más lenta de la materia y la más sutil de lo más elevado. Para los neoplatónicos, los ángeles son pura conciencia. Y la conciencia, el entendimiento de la existencia en su unidad no es algo que pueda explicarse con los condicionamientos que impone el método científico actual. Tampoco puede negarse que uno de los principios básicos del hermetismo lo es también de la física moderna: la energía no se destruye, sólo se transforma. La filosofía de la ciencia no podría hablar de irracionalidad ni de magia para referirse a los pensadores o científicos neoplatónicos.

    Pero también es posible moverse negando la existencia del espíritu y de cualquier cosa que no sea materia visible y medible con métodos convencionales. La noción de ciencia está siempre sometida a cambio también y cada época elige la suya.

    Nos dice Javier Puerto, que: 

El desarrollo intelectual de Paracelso es peculiar. Al igual que Nicolás Copérnico, parte de un conocimiento profundo de los clásicos. En su caso de la nosología, o clasificación de las enfermedades, y de la terapéutica galenista. Se muestra profundo conocedor y continuador de la tradición medieval y, pese a ello, consigue crear un sistema novedoso, mediante el cual se empieza a superar la tradición humoralista y se abren nuevas vías a la interpretación de las enfermedades y a la farmacología. Paracelso se encuadra, durante toda su vida y en todos sus textos, entre los espiritualistas inconformistas. Era partidario de un neoplatonismo que contemplaba el cultivo de todas las artes o ciencias ocultas: la alquimia, la magia blanca, la astrología, la adivinación, por lo que era observado con recelo por la ortodoxia religiosa, política y universitaria. A ello unía un conocimiento profundo y apreciable de la medicina clásica galénica, en la que se había formado, y un deseo de conocer la naturaleza por su propia experiencia sensorial e intelectual. Sostiene como método de aprendizaje la observación subjetiva del entorno, sin detenerse en la apariencia fenomenológica, sino con la meta de penetrar en las fuerzas invisibles que actúan sobre la materia visible. Para ello, el espíritu del observador había de abandonarle y unirse al de lo observado, en comunicación de objetos astrales, mediante la cual lograría el conocimiento profundo de la manera de actuar de una planta o de un mineral. La unión sería posible porque, en su convicción el hombre tiene en sí algo de todos los objetos y puede llegar a conocer su arcano, su núcleo espiritual  (pág. 34).

 

    El caso es que los presupuestos paracelsianos siguen vigentes en su esencia en las medicinas holísticas, desde la acupuntura a la homeopatía, porque se asientan en una filosofía perenne, como diría Huxley. Y, aunque ciertas nociones de Paracelso puedan parecer absurdas, dieron, como reconoce Puerto, sus frutos:

Gracias a esta arcaica, simbólica y espiritualista concepción de la naturaleza y de su intimidad natural, llega a conclusiones, en patología y terapéutica, modernas por su antihumoralismo. [...] Paracelso piensa en la enfermedad como un proceso químico y metabólico de carácter eminentemente local. Frente a lo revolucionario y moderno de su afirmación, ha de tenerse en cuenta que cree encontrar el origen último de la misma en el cagastrum o infierno: el mundo material primario donde el ser humano se encuentra prisionero por culpa del pecado (pp. 35-36).

    Como médico humanista no concebía la medicina ajena al conocimiento del ser humano en todas sus dimensiones, incluida su trascendencia. Eso puede parecer aberrante desde ciertos usos actuales, pero no supone pensamiento arcaico. Pueden quedarse obsoletas algunas recetas de Paracelso pero su filosofía pertenece a la filosofía perenne, la de todos los iluminados de todos los tiempos y latitudes. Sus palabras  podrían ser emblemáticas de cualquier místico: «Nunca os olvidéis de Dios, El es nuestro más alto médico. Para que nos sanemos ha provisto siempre un remedio. Pero si nos olvidamos del amor y de nuestro prójimo y permanecemos ociosos, nos será arrebatado incluso aquello que creíamos poseer».  Medicina del alma y medicina del cuerpo. Arcaica según se mire. Nunca ha dejado de existir una medicina así a pesar de todas las persecuciones.

    Puerto repasa someramente la semblanza de los seguidores de Paracelso: Cornelio Agrippa, que publicó algunos comentarios sobre Ramon Llull, del que destaca el autor, como cosa curiosa, que en el tomo tercero de su Filosofía oculta daba fórmulas para invocar a los ángeles. Evidentemente los ángeles eran aceptados por la iglesia, pero para los neoplatónicos los ángeles eran sobre todo pura conciencia, energías muy sutiles y elevadas. Es decir los neoplatónicos en su explicación de las realidades espirituales trataban de ser racionales y coherentes, no ritualistas como la iglesia ortodoxa, buscando siempre explicar el sentido anagógico de los textos espirituales y no su sentido literal que era para inteligencias  embotadas. Por eso no es acertado hablar de pensamiento irracional y mágico, como si careciera de profundidad o coherencia. Otra cosa es que, como bien señala Javier Puerto, a propósito de otro seguidor de Paracelso, Cardano, «nunca jamás existe un gran genio sin mezcla de locura». Que además todos ellos no descartaran el espiritismo como práctica es para Puerto síntoma de ignorancia o de esa dosis de locura disculpable en los genios. Es de nuevo mucho negar. La parapsicología actual no estaría de acuerdo en atribuir a ignorancia lo que aquellos hombres aceptaban como real. Sólo el materialismo mecanicista se permite negar la existencia de entidades espirituales. Cualquier otra cultura lo admite y lo testimonia.

    Añade el autor la semblanza de Giambattista della Porta y del seguidor inglés de Paracelso, el famoso astrólogo John Dee. Se para en recordar el trágico final que dio la Inquisición veneciana a  Giordano Bruno por amparar las concepciones herméticas renacentistas y recopila brevemente la reacción contra estas creencias de magia blanca o hermetismo por parte de algunos clérigos e inquisidores. Pero señala,  cómo a pesar de que muchas de las obras de estos hombres fueran incluidas en el Índice de libros prohibidos,  esto no impidió que siguieran estando en la biblioteca de El Escorial, donde las obras de Agrippa, Cardano y Paracelso serían «la única vía institucional de penetración del pensamiento mágico-natural en la España del siglo XVI» (pág. 50).

    En la quinta sección, «Vida y obra de Paracelso» (págs. 51-62), se nota la admiración del autor por Paracelso al margen de que se sitúe fuera de las ideas herméticas.  Traza una sucinta semblanza de su vida en la que distingue tres periodos, siguiendo la historiografía de Walter Pagel: desde su nacimiento en Einsieden (Suiza) en 1493 hasta su intento de establecerse en Salzburgo en 1525 como médico. El segundo periodo abarca desde ese momento hasta su huida a Basilea en 1528 y el tercero finaliza con su muerte en Salzburgo en 1541. Su padre, médico también, habría sido su primer maestro en medicina y en mineralogía y minería, «cuya explicación teórica paradigmática era, en aquellos momentos, la alquimia» (pág. 52). También fue maestro suyo en esta primera etapa Johanes Trithemius, abad de Sponheim, que hacía en su Philosophia adepta, «un intento enciclopédico de compilar lo mágico, entendido como el poder encerrado en las palabras, las piedras y las hierbas; el significado místico de los números; los secretos de la criptografía y de las fórmulas cosmológicas; conocimientos considerados como los íntimamente responsables de mantener el mundo unido, nada extraño en la corriente mágica y panvitalista renacentista» (pág. 52).

    Manifiesta el autor las dudas sobre si obtuvo la titulación de doctor debido a lo atípicas que fueron siempre sus relaciones académicas por su inconformismo. Paracelso reivindica la equiparación de cirujanos y médicos de una manera moderna. Inicia una actividad viajera que no siempre se ha podido documentar, como en el caso de su estancia en España. Está en Itlaida, Oriente Medio y Escandinavia. Se pone de lado de los campesinos y surgen conflictos con sus amigos y colegas. Tuvo que cambiar de lugar en muchas ocasiones y reiniciar su trabajo para hacerse con una clientela y un prestigio, que en general siempre le acompañó por sus éxitos en curaciones que nadie hubiera esperado. Se manifestó disconforme con la medicina clásica hipocrático-galénica, que era la que mantenía la  tradición escolástica, y quemó simbólicamente el Canon de Avicena el día de San Juan de 1527.

    En las polémicas no siempre le fue bien. Le motejaron de ser el Lutero de la Medicina y le apodaron Paracelso (más que el enciclopedista romano Celso) aunque esto no se sabe bien si fue admiración o animadversión, lo cierto es que él nunca usó ese sobrenombre. Después de su estancia en Basilea, que coincide con la cima de su fama, comienza su declive que le lleva al vagabundeo y a veces a la pobreza, pero parece que siempre coherente con sus valores y sin miedo a su destino. Al final «Tanto peregrinaje, tanta polémica, tanta huida, tanto maltrato, acabó enfermándole. Sintiéndose fatalmente herido, aceptó el ofrecimiento del obispo Ernst de Wittelsbach de Salzburgo y allí murió el 24 de septiembre de 1541. En su testamento pidió que le enterrasen en el hospicio de San Sebastián, en la ciudad austriaca, y no olvidó a los desheredados, a quienes dejó varias de sus escasas pertenencias» (pág. 61). Un hombre en llamas, no se me ocurre ninguna manera mejor de definirlo que esta fórmula de Javier Prado.

    En la sección sexta, «La medicina renacentista» (págs. 63-69), se centra en describir las cuatro corrientes principales de la medicina durante el Renacimiento:

La continuación de la tradición medieval, meditante el desarrollo del pensamiento escolástico fundamentado en el galenismo islamizado; el intento de superación de la misma por parte de los médicos humanistas; la ruptura propiciada por los anatomistas, algunos fisiólogos, el propio Paracelso y sus seguidores; y la labor de reordenación del saber médico, empleado para oponerse a las innovaciones más revolucionarias del siglo (pág. 63).

    Hace Prado una somera relación de los personajes y las obras que ejemplificaron esas cuatro tendencias. Algunos tuvieron peor suerte que Paracelso en su inconformismo como Miguel Serveto.

    «Paracelso y la medicina renacentista» (págs. 71-74) es la sección séptima y se centra en resumir la aportación de Paracelso para valorar las causas de las enfermedades en contra de los galenistas. Esto se desarrolla en la siguiente sección «La terapéutica renacentista» (págs. 75-98), más extensa, en la que Javier Puerto repasa cómo se abordaron las enfermedades infecciosas antes de los avances a principios del XIX en microbiología. Señala la distancia entre los enfoques renacentistas y los actuales: «Un español y un europeo renacentista, a la carne de los animales la consideran principalmente alimento; a los vegetales, sustancialmente medicamentos; y a los minerales, venenos» (pág.76).

    El arsenal terapéutico renacentista es básicamente el mismo empleado en Grecia y Roma, con algunas influencias árabes y judías cada vez más sospechosas y por tanto infrecuentes:

El arsenal terapéutico renacentista se empobreció. Se aceptaron los remedios clásicos, pocos de los judíos, algunos más de los árabes y muy pocos de los obtenidos en América. La más novedosa labor de Felipe II en España fue, precisamente, el aliento dado a la búsqueda de remedios americanos y el mecenazgo, contra viento y marea, de las investigaciones destilatorias, absolutamente implicadas en un paradigma alquímico espiritualista» (pág. 77).

    La terapéutica española es en esa época más rica que la europea por las herencias judías y árabes y los remedios precedentes de destilados y del Nuevo Mundo. En las pp.78-79 va insertada una ficha de las habituales que sazonan el texto, con un fragmento del Licenciado Vidriera de Cervantes en que se discute sobre médicos y boticarios. Esto da a la obra un  carácter más humanista, más didáctico y más ameno, lo que unido a la cuidada edición, la convierte en una obra de divulgación preciosa para todos los públicos. También hay otra ficha en esta sección con una tabla de nombres de algunas formas farmacéuticas (pp.82-83) y bellos grabados que recrean la época y el tema. Otra ficha sobre el unicornio y las cantáridas (pp.86-89) recuerdan el tipo de remedios más asombrosos y alejados de la mentalidad científica actual.  Se pone especial atención al panorama terapéutico en España y a su peculiaridad.

    En la novena sección, «Paracelso y la terapétutica» (págs. 99-108), prosigue Javier Puerto aclarando cómo se pasa con este médico de los remedios dirigidos a todo el cuerpo a los remedios específicos, mucho más modernos. Para ello incorpora los remedios minerales que el galenismo consideraba venenos:

Para Paracelso, existe una íntima relación entre el macrocosmos y el microcosmos, entre el universo, la naturaleza y el ser humano. Por esto, respecto del fármaco mantiene una actitud homeopática, tan influyente luego en el mundo germánico, frente a la alopatía de los contrarios de origen galenista.  Para él, nada de lo existente en el universo es nocivo, todo depende de la cantidad y de la calidad. Al gobierno de ambas ha de dedicarse la alquimia (pág. 104).

    Entre otros aciertos que reseña Puerto de Paracelso señala el establecer relación entre el bocio endémico y el contenido mineral de las aguas. Falló sin embargo según el autor de la semblanza, al apoyar la teoría de las signaturas, es decir, la selección de plantas por analogía de forma y color con la dolencia a tratar.  En palabras de Javier Puerto:

Para no acabar con un mal sabor de boca, y eludir el error de juzgar al personaje desde los conocimientos actuales, cabe resaltar que, a lo largo de sus manipulaciones alquímicas con alcohol y azufre, descubrió el éter sulfúrico o algún derivado con propiedades anestésicas» (pág. 108).

    En la décima sección, «La alquimia renacentista. Destilación y parecelsismo en España y en el resto de Europa» (págs.109-117), Javier Prieto se plantea la situación de la alquimia renacentista como la química de la época, aunque más conflictiva por sus otros significados:

    La alquimia renacentista se nos presenta como una práctica conflictivamente aceptada por la sociedad del momento, plagada de aspectos espirituales, ocultos, o, si se prefiere, mágicos o místicos, muy del gusto de los poderosos, junto con consecuciones materiales constatables –desde la óptica actual- en el ámbito de la metarlurgia y de la minería. Todo ello trufado de expectativas, o bien las transmutación de los metales inferiores en oro o plata, o bien la panacea medicamentosa universal contra todo tipo de enfermedades (pág. 110).

    En España las ideas paracelsianas no tuvieron eco en los dos primeros tercios del siglo XVI, ni sabemos a ciencia cierta que efectivamente viajara Paracelso por la Península Ibérica porque no hay testimonios, sólo los hay de la presencia de de sus obras:

    Se conservan libros suyos en la biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid y en la Biblioteca Nacional. Su influencia es evidente en el texto de Diego de Santiago, en la obra del cirujano de cámara Juan Fragoso y en una fugaz creación de una cátedra de medicamentos químicos en la Universidad de Valencia (pág. 112).

    También reflexiona Puerto sobre el papel de los destiladores en competencia con los boticarios para producir aguas de vida o aguardientes.

    En la undécima sección, «Las ideas sociales, políticas y éticas de Paracelso. El hombre en llamas» (págs. 119-124), se completa la semblanza que se ha ido trazando del hombre  y del médico y se incluye, a modo de ficha de las acostumbradas en el libro, que se pueden leer con independencia del texto principal de la sección, el texto titulado «El hombre en llamas» que citamos al comienzo de esta recensión. Sus ideas en contra de la iglesia como poder las relaciona Puerto con el clima de cisma y reforma en Europa y sobre todo con las utopías de Müntzer y las tentativas sociales de los anabaptistas:

Puestos a elegir entre los numerosos tipos de reforma que tenía a su alcance, la crítica a la iglesia desde dentro de la misma, propuesta por Erasmo, la crítica a la jerarquía desde la ruptura, patrocinada por Lutero, o la ruptura con todo y el compromiso con la utopía y los desheredados del mundo, escogió la tercera vía. La más comprometida. Desde ese ángulo se comprenden mejor sus huidas, sus constantes encontronazos con las instituciones y con el poder [...] Sus dificultades se debieron seguramente más a su compromiso político, ético y social que a su carácter [...] Se manifestó acorde con los Doce artículos de los campesinos [...] en ellos se reivindicaba la igualdad, la abolición de los siervos y una vida según los mandamientos de dios. Testigo de la terrible represión de la revuelta, atacará apasionadamente la pena de muerte y a quienes quieren tiranizar y despojar a los pobres (págs. 121-122).

    La duodécima sección, «La huella de Paracelso en Europa» (págs.125-134), repasa las reacciones positivas y negativas a su obra en Europa. Entre los seguidores que formaron escuela está la de los Rosacruces. A ellos se opusieron otros como Kepler, Mersenne o Gassendi. A su terapéutica se la conoce como iatroquímica y fue la principal fuente de oposición al galenismo desde fines del XVI y durante todo el XVII, superadas ambas más tarde por la química moderna.

    En la primera mitad del XVII surge la primera generación de paracelsistas, entre los que destaca Van Helmont, «relacionado con el neoplatanismo renacentista y con el auge de la cábala, cree, como Paracelso, que el estudio de la naturaleza conduce a la divinidad» (pág. 130)  Javier Puerto repasa la huella de Paracelso  en los principales países europeos hasta su final a comienzos del siglo XVIII.

    Por último en la sección decimotercera, «Los destiladores de Felipe II y el paracelsismo» (págs.135-152), Puerto retoma el tema del seguimiento en España de Paracelso, al amparo del interés personal de Felipe II en unos conocimientos que prohibía para la mayoría. El rey animó a los novatores a inventar todo lo que le permitiera consagrar y expandir su hegemonía universal. El lulismo y el paracelsismo tuvieron muchos seguidores en la España imperial. Felipe II construyó jardines y fomentó que se destilaran las plantas para perfumes y para sanaciones. Andrés Laguna recomendaba las rosas como la mejor medicina para el cuerpo y Felipe II las cultivaba en cantidad y las donaba a hospitales de beneficencia. La biblioteca de El Escorial ilustra el aprecio por la obra de Paracelso:

La tabla de algunos simples destilados en El Escorial nos permite ver que aquí no sólo se trabajaba con vegetales, sino también con bastantes minerales, con lo cual no puede sorprendernos encontrar los libros de Paracelso en la biblioteca ni que este monasterio sea considerado como uno de los lugares en que se practicaron las teorías lulistas y paracelsistas en España (pág. 152).

    En suma, Javier Puerto ofrece una útil obra de divulgación sobre la figura de Paracelso, bellamente editada, escrita con seriedad y no poca admiración por la figura de este peculiar genio del Renacimiento. Es un trabajo que incluye la reflexión sociohistórica para entender al personaje y la madurez del científico actual para discernir la aportación científica de la obra paracelsiana de lo que se quedó obsoleto con el paso del tiempo.

    Por más que, como filosofía, el neoplatonismo del que bebe Paracelso siga vivo, pues lidia con la dimensión espiritual de la existencia y pertenece a lo que Aldous Huxley llamó filosofía perenne, válida incluso en el mundo feliz que conseguiría el alto desarrollo tecnológico.