RESEÑA

 

 

Francisco Torres Montes, Nombres y usos tradicionales de las plantas silvestres en Almería (Estudio lingüístico y etnográfico), Almería, Instituto de Estudios Almerienses de la Diputación de Almería y Cajamar, 2004, 352 págs.

 

 

Este trabajo de fitonimia, verdadero tesoro léxico pese al título, ofrece mucho más de lo que anuncia. No se reduce a un inventario lingüístico-onomasiológico andaluz con apuntaciones etnográficas sobre las plantas que se crían espontáneamente en aquella provincia. Sobresale en el acercamiento profundo a dicha terminología el acendrado saber lingüístico-dialectal de Torres Montes sobre su propia tierra almeriense y sobre el español en Andalucía (en sus vertientes diacrónica y descriptiva). El avezado investigador ha logrado con creces el objetivo que perseguía: la elaboración de un magno glosario onomasiológico, que partiera del nombre científico de la especie botánica y se demorase en la abundante variación léxico-dialectal. La finalidad del proyecto quedó sintetizada en pocas palabras: “Dar a conocer de cada una de las plantas seleccionadas, por una parte, la variedad de nombres vernáculos que reciben en las distintas comarcas almerienses —al tiempo que se hará un estudio diacrónico, sincrónico y dialectal de cada voz—, y, por otra, sus usos tradicionales antes de que desaparezcan las últimas generaciones que los han practicado y conocido” (pág. 19). Sin duda, de ahora en adelante, otros investigadores se servirán como modelo de esta impecable monografía para emprender la elaboración de futuras contribuciones a un Tesoro léxico de la fitonimia andaluza.

Desde el punto de vista botánico, agropecuario o geográfico, no requiere ninguna justificación que argumentemos sobre el interés de investigar el paisaje vegetal almeriense: “Debido a la multiplicidad y especificidad de algunos de sus microclimas, son extraordinarios la variedad botánica y el número de endemismos que presentan estas tierras” (pág. 11). Los taxones del clima nevadense (propios del oromediterráneo) se suman a los de una zona termomediterránea, con un manto vegetal característico de áreas desérticas y propiamente norteafricanas. Este llamativo constraste de la vegetación, en función de la orogeografía (tundra de clima ártico, frente a la provincia murciano-almeriense, representada por el desierto de Tabernas), ha despertado desde los siglos XVIII y XIX el interés de los botánicos, como W. Bowles (1789), G. Thalacker (1802), Bory de Saint Vincent (1820) y E. Boissier (1837), entre otros. También nuestro egregio naturalista valenciano, Simón de Rojas Clemente y Rubio realizó una expedición científica en 1804 y 1805 a la actual provincia de Almería y al histórico Reino de Granada[1]. Entre otros naturalistas que también prestaron atención a la flora espontánea almeriense se nombran Juan de Dios Ayuda (1793), Miguel Colmeiro (1885), Pau (1902) y P. Font Quer (1924): “La diversidad de climas[...] ha dado lugar al desarrollo de una variedad florística, difícil de encontrar en otras regiones, y, lo que es más importante, a la aparición de numerosos endemismos, o sea de plantas exclusivas de esta región” (pág. 13).

A la variedad y abundancia vegetal que caracteriza a la provincia por sus peculiares características orogeográficas y climáticas, se suma en estas latitudes la acusada variación lingüística —léxica y terminológica, en particular— de origen cronodiatópico y sociogeolectal. Desde el punto de vista lingüístico, “las tierras de Almería son punto de encuentro o encrucijada, como el resto de las provincias orientales de Andalucía (Granada y Jaén), entre el Levante peninsular (Murcia, parte de La Mancha, Valencia y Aragón) y el resto de Andalucía” (pág. 14). Allí las hablas meridionales entraron en contacto históricamente con las murcianas. A menudo, la personalidad lingüística almeriense coincide solo con el oriente andaluz. Pensemos, por ejemplo, en las áreas de altabaca (Andalucía occidental) frente a las de olivarda (Andalucía oriental) (pág. 68). Asimismo, hay isoglosas léxicas que dividen Almería en diferentes áreas internas: contrasta la distribución occidental del fitónimo alcaparra (también alcaparrera; Capparis spinosa L.), frente a la forma tapanera (o matapanera), cuyo uso se extiende por la zona oriental de la provincia. Obsérvese, en cambio, que para nombrar su fruto se documenta un gran polimorfismo: caparrón, escaparrón, limoncillo, meloncico, meloncillo, pelotilla, pelota, calabaza, pepino de tapanera, pera de tapanera, etc.[2]. En fin, se puede verificar este carácter de territorio lingüístico fronterizo en numerosos mapas del ALEA y en otros que se elaboren ad hoc con los materiales y las anotaciones de Torres Montes.

Del abundante caudal de la fitonimia almeriense es prueba suficiente el Índice de voces de plantas en Almería (§38, págs. 345-352). Un recuento aproximado nos permite concluir que se estudian aquí más de quinientos nombres vernáculos. Para el minucioso análisis de tan numerosa terminología meridional, Torres Montes parte de una clasificación de los vegetales en 32 familias botánicas, ordenadas alfabéticamente: agaváceas, borragináceas, cactáceas, cucurbitáceas, fabáceas o leguminosas, malváceas, etc. Las especies que han ofrecido mayor riqueza de denominaciones populares corresponden, respectivamente, a las familias de las labiadas o lamiáceas (8 especies), las leguminosas o fabáceas (7 especies), las asteráceas o compuestas (5 especies) y las poáceas o gramíneas (4 especies), seguidas de las solanáceas y quenopodiáceas (solo 3 especies, cada una).

Asimismo, supone una valiosa contribución lingüística el apartado dedicado a los fitónimos en la toponimia almeriense (págs. 331-336), donde se incluye una relación de microtopónimos que hacen referencia a plantas silvestres (o no cultivadas). No nos resistimos a evocar por su expresividad formas como El Caserío de los Alamicos, El Algarroberal, El Almajalejo, El Arroyo de Altabacas, El Pozo del Antiscal (<Lantiscal), El Aulago, Punta Chumba, El Pozo del Esparto, El Llano de la Garrobina, La Hoya del Garrobo, El Juncarico, El Cordel del Sabinar, El Pecho del Sabuco, La Rambla del Tarajal y La Balsilla del Taray, un Baladral o Valadral (de baladre ‘adelfa’), la Cortijada del Zarzalejo y el pago del Zarzalón. Nombres todos preñados de esencias meridionales, que bien hubieran podido inspirar a alguna generación de poetas casticistas andaluces de estirpe unamuniana. Indudablemente, la fitotoponimia almeriense atesora una antigüedad que se remonta a los primeros tiempos de la Reconquista, por lo que la documentación contenida en los repartimientos de tierras, escrituras y protocolos notariales, amojonamientos, inventarios moriscos y en otras fuentes ayudará a esclarecer sus orígenes y su desarrollo historicolingüístico.

Desde el punto de vista metodológico, los fitónimos vernáculos que se han seleccionado resultan ser los que despiertan mayor interés para la investigación historicodialectal andaluza. Torres Montes no persiguió la descripción exhaustiva de la vegetación silvestre (término del español estándar), bravía (forma usada en el occidente almeriense, en la provincia de Granada y en el resto de Andalucía) o borde (orientalismo que también se usa en la geografía lingüística manchega, murciana y aragonesa): “Nuestro estudio está fuera de los estrictos límites de la botánica” (pág. 16).

La obra se estructura en monografías crítico-lingüísticas y etnográficas sobre cada especie botánica seleccionada, con un esquema que se respeta escrupulosamente en todos los casos: Tras la clasificación del fitónimo dentro de su familia, cada monografía incluye 1º) los nombres vernáculos correspondientes; 2º) el “estudio lingüístico” y 3º) el “estudio etnográfico”[3]. Se observa, pues, desde una perspectiva microestructural, el siguiente procedimiento metódico: a) Descripción de las principales características vegetales; b) Indicación de las áreas geobotánicas; c) Delimitación de las áreas geográfico-lingüísticas o dialectales; d) Filiación de la voz (andalucismo, murcianismo, aragonesismo, catalanismo, etc.); e) Estudio de la sinonimia; f) Revisión crítica de la etimología e historia lingüística del término; y por último: g) Se aporta la documentación lexicográfica, literaria y lingüística conocida. Después, se siguen las noticias y comentarios de tipo etnográfico, que encierran gran interés, por su variada información respecto de las tradiciones y del folclore, especialmente sobre agricultura y ganadería andaluza, dieta tradicional y gastronomía, cultura material, artesanía, medicina, creencias populares y supersticiones.

Al hilo de una lectura detenida, y sin otra pretensión que la de resaltar algunos materiales especialmente atractivos, brotan las notas y comentarios que siguen sobre aspectos etnolingüísticos en trance de ser olvidados. Por ejemplo, pasaron a la historia los bordados tradicionales en los que el punzón de pita era ideal para los ojetes (pág. 26). Asimismo, con la adelfa, tan viva en las letrillas folclóricas, se fabricaban cayaícos ‘cayados’, canastos y asientos para sillones (pág. 42).

Por su parte, la barrilla o sosa (Salsola soda L.; Salsola vermiculata L.) dejó de ser uno de nuestros valiosos bienes nacionales con la llegada de la sosa artificial (en torno a 1861). Dada la abundancia en el levante español de barrilla, cuya cosecha era segura en los secanos almerienses, España llegó a exportar 44.692 quintales en el año 1722. Durante los siglos XVIII y principios del XIX, desde los puertos levantinos se exportaba gran cantidad de barrilla a otras regiones españolas y al extranjero para la fabricación de vidrio y cristal. Por tanto, la economía de una amplia zona del árido sureste peninsular (Almería, Murcia y Alicante) dependía de la cosecha de este arbusto. Dado el próspero comercio de las tortas o panes de barrilla (sosa) solidificada, pronto surgieron los productores que aumentaban fraudulentamente su peso con otras sustancias (serriche o espato barítico). Por esta razón, los comerciantes de Londres se quejaban de los daños que la barrilla adulterada les ocasionaba en las calderas de hacer el jabón (págs. 104-112). De la importancia que tuvo la producción de barrilla en la economía y en la vida de los campesinos almerienses no cabe ninguna duda y así lo atestigua la abundante documentación. Aunque siguen sin esclacerer el origen y la motivación del étimo de barrilla.

En cambio, cuando se conoce la planta es más fácil suponer la etimología: por ejemplo, candilicos (de zorra, de fraile y del diablo) (‘zumillo’, Arisarum vulgaris, pág. 129); gurrullicos (‘algazul’, pág. 31, n. 42); flor el amor y matica el amor (‘margarita silvestre’, pág. 62-65); teta de vaca y teta de cabra (‘escorzonera’, Scorzonera angustifolia L., págs. 71-74), así llamada por la abundancia de su jugo lechoso[4]. Por supuesto, hay fitónimos de origen controvertido como el matagallos (págs. 213-216) o la vistosa genista llamada palaín (Genista spartiodis Spach, pág. 171-173) a la que fonéticamente convendría una forma cast. paladín, aunque nos falta documentación al respecto.

En cuanto al palmito almeriense (Chamaerops humilis L.), conviene recordar que propició una conocida artesanía de esteras, escobas, escobinos, tabaques, cestillas y sombreros, de la que hay incluso documentación literaria (J. Goytisolo, Campos de Níjar, 1962). Asimismo, cuando en la reciente posguerra las parejas salían al campo por primavera, el ritual del cortejo amoroso se convirtió en la búsqueda de palmito para regalar a la joven. Según una cancioncilla popular de Níjar, subyace una clara connotación erótica en el vegetal: “Yo me la llevé al pinar / y le di palmito / hasta que no quiso más”. No obstante, también era conocida su utilidad en la medicina, pues los pastores se servían del palmizón para entablillar las fracturas en las extremidades del ganado (págs. 48-49).

Mucho podríamos escribir de la boja ‘abrótano’, una Artemisia, de la familia de las Compuestas, de propiedades mágicas, utilizada antaño para teñir de color “pajizo las colchas”. Tal vez se trate de la planta espontánea más abundante, que invade los terrenos sin cultivar en toda la zona oriental de la provincia almeriense. La base etimológica del orientalismo boja, difundido desde Cataluña hasta Andalucía a través de Murcia, presupone para Torres Montes una forma prerromana (págs. 51-57).

No podíamos dejar de ocuparnos del espinoso pero azucarado corazón pajizo de la omnipresente chumbera. Tras el estudio monográfico minucioso, Torres Montes reproduce un prosaico soneto irónico-burlesco de Salvador Rueda, donde el malagueño comparaba la conquista de una dama con el vulgar esfuerzo de alcanzar, barrer y mondar un higo chumbo (pág. 83).

En fin, es de justicia señalar el esmero puesto por los editores en la presentación material de esta obra. No se escatimaron recursos en su diseño gráfico, ilustraciones ni composición. Debe ponerse de relieve en aras del rigor científico —además, es muy de agradecer por parte del lector no especializado—, que cada monografía venga precedida de una nítida foto en color (procedente del archivo farmacéutico-botánico de Luis Posadas Fernández), que ayuda a reconocer la planta en cuestión. A menudo, el lingüista recurrió al apoyo de otras fotografías ante la imposibilidad de describir verbalmente aspectos particulares de la hierba o del arbusto (tallos, flores, hojas, etc.).

Respecto del contenido, a estas páginas tan densas se les suma la claridad expositiva, el rigor científico, la precisión terminológica y las noticias etnográficas de tantos fitónimos andaluces. Indudablemente, nos hallamos ante algo más que un conjunto de nombres y usos de plantas bordes en Almería. En efecto, hay tanto material y tanta información condensada en cada monografía del glosario que permitiría un aprovechamiento transversal que se proyectara en ilustraciones gráficas de gran interés didáctico, sobre todo si se piensa en la vertiente divulgativa del estudio. Con vistas al futuro, resultará un buen complemento editar un segundo volumen, que incluya junto a los mapas dialectales otros mapas etnobotánicos; cartografía y testimonios científicos de las viejas rutas botánicas; ilustraciones antiguas de la flora silvestre; abundantes muestras del Diccionario Geográfico de Tomás López y de otros diccionarios. No deberían faltar los mapas detallados del relieve físico con datos toponímicos y de las comarcales naturales, para los que desconocen el paisaje almeriense. Sin duda, se podrá acopiar material fotográfico para conocer la cultura material, con sus industrias domésticas y los diferentes tipos de artesanía, de modo que puedan ilustrarse los oficios tradicionales y las actividades de la vida cotidiana relacionadas con la naturaleza y las plantas. No estamos en condiciones de interrumpir el proceso tradicional de relevo intergeneracional de tantos conocimientos lingüísticos y etnobotánicos como atesoran los almerienses. Cada vez resulta más necesario incentivar entre los jóvenes el respeto por el medio ambiente y el interés consciente por las propiedades, los nombres y las características de la fitonimia silvestre que da vida en los campos andaluces a sus cañadas, ramblas, arroyos, hoyas, barrancos, caseríos, aldeas, cortijadas o alquerías. Sin duda, hay muchos matices del análisis onomasiológico que subrayan la sensibilidad del propio autor y servirán de estímulo para otros investigadores andaluces.

Concluimos, pues, con gozo el repaso a un espléndido glosario de fitonimia silvestre almeriense que nos deparó numerosas sorpresas y nos enriqueció con curiosas noticias, ideas útiles, ancestrales saberes y atinadas conclusiones de carácter geobotánico, ecológico, histórico-documental, lingüístico-etnográfico, ideológico y cultural, en suma. Tan documentado tratado sobre plantas silvestres, incluidas las que en la comunidad rural fueron base de la alimentación humana, es muy oportuno y bien venido en unos tiempos como los que corren, con la multiplicación del interés por el medio ambiente, la agricultura biológica, los cultivos transgénicos, la ingeniería genética y los cultivos hortofrutícolas en los propios invernaderos almerienses[5].

 

Manuel Galeote

Universidad de Berna


 

[1] Buena prueba del interés que experimentó Rojas Clemente y Rubio por la flora andaluza es el homenaje científico que se le rindió al dedicársele uno de los taxones endémicos de Sierra Nevada, la Festuca clementei Boiss, popularmente llamada espigón en el mundo rural (págs. 12-13, nota 10). Torres Montes ha dedicado especial interés a la obra de este botánico “olvidado”, cuya formación enciclopedista le llevó a acumular noticias históricas, etnográficas y lingüísticas de gran interés, vid. F. Torres Montes, “La caracterización de las hablas andaluzas de Simón de Rojas Clemente”, Romanistisches Jahrbuch, 52 (2001), págs. 323-359.

[2] Véase la clasificación de las págs. 327-330 y las áreas geográfico-lingüísticas perfiladas por la distribución de formas léxicas como ababol, alcancil, algarrobo morisco, aliaga, boja, cantigüeso, cebollera morisca, espantagusanos, hiel de la tierra, matapán de regadío, margarita borde, mariselva, matamosquera, matapollera, mojigato, mojino, olivardiza, orejicas de liebre, palera, palmizón, pantagusanos, patagallina, pincho barrillero, quiebraollas, rabogato, rascaviejas blancas, tuera, varicas de sanjosé o zapaticos de la virgen.

[3] Por ejemplo, dentro de la familia de las Euforbiáceas (págs. 145-149), se estudia la especie Euphorbia spp., llamada en Almería lechiterna, lecheterna y chirrigüela.

[4] No se le escapó a Covarrubias que esta yerba viperina desprendía abundante jugo lechoso, de propiedades curativas antiponzoñosas, que al parecer ya eran conocidas por la medicina árabe.

[5] Resultan muy a propósito las dramáticas observaciones de Simón de Rojas Clemente (1805) que Torres Montes trae a colación sobre la miserable dieta que soportaban los campesinos en momentos de precariedad económica: “Los muchos cortijos de Cabo de Gata son casi todos de dueños que viven en Almería. Una serie de malas cosechas los tiene en la mayor miseria; está contento el que tiene por todo alimento gachas de panizo y es rey quien come su cocina de habas con un pedazo de maiza (‘pan hecho con harina de maíz’). Así en el Cabo comen de casi todas las hierbas silvestres hervidas”; “es un año de tanta hambre que las yerbas nunca comidas han sido el alimento casi único de muchos”; “todas estas hierbas, especialmente el hinojo y alguna más son casi la única verdura que en esta temporada comen con mucho aprecio en todo lo que he corrido hasta Roquetas [...] Los Moros debieron de dejarles el uso de comer tantas plantas que es menester recomendar a otras provincias nuestras; el cogerlas para vender es la subsistencia de muchos pobres”; “en Vera, como tienen playa, comen pocas yerbas, mas sí hinojos y cardillos” (pág. 17 y n. 16).