Eduardo Urbina y Jesús G. Maestro (eds.), Anuario de Estudios Cervantinos, I, Cervantes y el IV Centenario delQuijote’, Mirabel Editorial, Pontevedra, 2004, 218 págs.

 

«Al comienzo del año en que ha de celebrarse el IV Centenario de la publicación de la primera parte del Quijote» —se dice en el colofón— aparece el presente volumen, primer número del Anuario de Estudios Cervantinos, bajo el título de Cervantes y el IV Centenario del ‘Quijote’. Auspiciado por un comité científico de reputados filólogos de diferentes universidades nacionales y extranjeras, este Anuario nace con el objetivo, declarado por sus responsables al comienzo, de promover «la edición, difusión y debate científicos de las principales investigaciones que actualmente se realizan sobre la vida, la obra y la bibliografía de Miguel de Cervantes». Destaca el plantel de colaboradores que participa en esta primera entrega, compuesta por diez ensayos. El tomo está segmentado en cinco bloques en los que se agrupan los artículos según un criterio temático, precedido cada uno de una ilustración alusiva a su contenido, lo que embellece generosamente la edición.

El primer apartado, «El Quijote en el Siglo de Oro», consta únicamente de un artículo, presentado en español y firmado por el profesor de la University of Cambridge Anthony Close con el sugestivo título Cómo se deshace una novela para hacer una comedia. El eminente cervantista nos propone aquí un estudio pormenorizado de los mecanismos que vinculan y discriminan entre sí géneros tan intercomunicados en el Siglo de Oro como la comedia dramática y la novela (concretamente, la novela cervantina). A este respecto, no sólo recuerda que ya el desconocido Avellaneda consideró «comedia en prosa» al Don Quijote de 1605 en el prólogo a su «falsa» segunda parte, sino que comediógrafos de la talla de Calderón, Guillén de Castro, Agustín Moreto, Rojas Zorrilla, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina o Lope de Vega recurrieron a los argumentos novelescos de Cervantes para subirlos a las tablas. Close concentra su estudio en El curioso impertinente de Guillén de Castro, basado en la «novela» incidental del mismo título que Cervantes inserta en la primera parte de Don Quijote; en El licenciado Vidriera de Moreto, que toma como fuente la novela ejemplar homónima del alcalaíno; y Quien da luego, da dos veces de Tirso de Molina, que bebe de otra de las novelas cortas de aquél, La señora Cornelia. Partiendo, además, de un juicio emitido en el siglo xviii por Gregorio Mayans y Siscar (cuya lectura de la gran novela de Cervantes el propio Anthony Close ha desgranado en un trabajo anterior, Las interpretaciones del ‘Quijote’, incluido en la edición de Francisco Rico de 1998), según el cual «no hay dificultad para encajar la novela en el casillero correspondiente al género de la comedia» (pág. 23), el autor británico atiende a las transformaciones que precisa la conversión de un género en otro, y sus consecuencias en el resultado final de las adaptaciones. La comparación de determinados pasajes le permite alumbrar una conclusión general: aparte de las diferencias con respecto al referente derivadas de los procedimientos amplificativos y condensadores propios del teatro en verso, en cada dramatización se aprecia una complicación deliberada del argumento original —tramas paralelas que favorecen la acción en escena—, con la consiguiente trivialización de determinados matices de la historia en menoscabo de su gravedad original. Para Close, es aquí donde los géneros definen sus propias reglas y lenguajes diferentes, que no divergen simplemente en la prosa y el verso, sino sobre todo en la modalidad predominantemente narrativa de la novela (incluido El coloquio de los perros) frente al carácter dialogal de la comedia; modalidades «diegética» y «mimética» en la terminología de Genette. Tan determinante es esta diferencia que, como demuestra Close, en no pocos casos el sentido de la historia en la adaptación dramática diverge esencialmente del que asume la novela que le proporciona el motivo. El de Close es el único trabajo incluido sin bibliografía adjunta.

Bajo el marbete «El Quijote y la recepción de la novela moderna» aparecen agrupados los tres artículos que conforman el segundo apartado del monográfico. En el primero de ellos, presentado en inglés y titulado Books Errant: The Objects of Invention in ‘Don Quijote’, Edward H. Friedman, profesor de la Vanderbilt University, ilumina la que tal vez sea la principal diferencia entre las dos partes del Quijote de Cervantes: no tanto la locura asumida por Alonso Quijano (1605) frente a la inducida por otros (1615), cuanto el propósito de ser fiel a las historias narradas en los libros de caballerías y a su imaginario (motivo nuclear del primer Quijote) en lugar de la intención de ajustar la realidad a la historia narrada en la Primera Parte de la novela (recurso que atraviesa todo el Quijote de 1615). La idea de que las aventuras impresas de Don Quijote desempeñan en la Segunda Parte la función que las novelas de caballerías tenían en la Primera —algo ya apuntado por Michel Foucault en términos muy similares dentro del capítulo dedicado a Don Quijote en Las palabras y las cosas (1966), si bien dicho antecedente no se contempla en este estudio—, es realzada, según Friedman, por la «maravillosa coincidencia» de que, además, también aparezca en la Segunda Parte la secuela espuria de Avellaneda, que simbolizará el universo hostil, desacorde con la ilusión de Don Quijote, que representaba en la Primera Parte la realidad misma: «The result of these phenomena is that the authentic”, “legitimate Part 2 subordinates all other objects, much more emphatically than in Part 1, to the book, understood in the narrowest and broadest sense» (pág. 46). El innovador camino abierto por esta recursividad del libro dentro del libro es, en opinión de Fried­man, la mayor paradoja del Quijote, ya que su universalidad se acentúa cuanto más se repliega sobre sí mismo. Las dos partes, sostiene de un modo que lo emparenta igualmente con Foucault, tratan del significado de los libros en el mundo; pero mientras la de 1605 refleja el choque de dos culturas, una libresca y otra pedestre, la de 1615 da un paso hacia la modernidad desde el momento en que la vida se ha convertido en literatura.

El profesor Georges Güntert, de la Universität Zürich, aporta en el segundo artículo de este bloque un estudio Sobre la recepción de Cervantes en el mundo germano: las principales traducciones del ‘Quijote’. Para ello, considera que deben delimitarse cuatro períodos en la historia de dicha recepción. El primero coincidiría con la Guerra de los Treinta Años y tendría su momento álgido en 1648 gracias a una traducción incompleta del Quijote —hasta el capítulo xxiii de la Primera Parte—, realizada por Joachim Caesar y calificada por Güntert como «lingüísticamente valiosa» en la medida en que, influido por Lutero, «trató de acoplar el Quijote al espíritu de su época y de “naturalizarlo”» (pág. 59). De la misma época son las traducciones abreviadas que de cinco Novelas ejemplares llevó a cabo un poeta bienhumorado de Nüremberg, heredero del meistersinger Hans Sachs, de nombre Georg Philipp Harsdörffer. El segundo período fechado por el profesor Güntert se correspondería con la centuria de 1670 a 1770 aproximadamente, posterior a la gran crisis política, cuando la difusión de Cervantes tuvo lugar a partir de traducciones francesas (práctica que lamentó Lessing). Tanto el propio Lessing como Bodmer, Gerstenberg o Wieland contribuyeron en aquel tiempo a destruir la idea estereotipada del Quijote como mera sátira de los vicios españoles y a «divulgar en la Alemania del xviii la idea de un Quijote obra universal [sic], perteneciente, no menos que la de Shakespeare, a la “Weltliteratur”» (pág. 61). Llegaríamos así al tercer período, al «Goethezeit», cuando aparece la traducción del Quijote vertida al alemán por Friedrich Justin Bertuch entre 1775 y 1777, traducción que, pese a no ser muy fiel, fue la que leyeron figuras como Goethe, Schiller o Kleist. Para Güntert, el auge de este período se prolongaría en el tiempo, y estaría comprendido entre 1770 y 1830. Después de la traducción de Bertuch, llegaría la muy superior de Ludwig Tieck, alentada por los hermanos Schlegel y nacida en el espíritu del círculo de Jena, en un ambiente universitario frecuentado por Novalis y Schelling entre otros. Por último, el cuarto período abarcaría desde 1830 hasta nuestros días y lo protagonizarían el hispanismo universitario y las técnicas modernas de edición. Destaca en este último período la traducción en 1884 de Ludwig Braunfels, que ha venido compitiendo hasta la actualidad con la de Tieck. A continuación, Güntert compara las virtudes y defectos de estas dos versiones con el objeto de dilucidar cuál es la mejor. Su balanza se inclina finalmente por la de Tieck, mucho menos literal y rigurosa, pero más afín a la sintaxis, a la ironía, a la inventiva y a la humanidad que transpiran las páginas de Cervantes.

El siguiente artículo, Estudio crítico de las ‘ediciones del Quijote de Ludwig Tieck’ en lengua alemana, de la profesora de la Universidad de Vigo María Jesús Barsanti, funciona como apéndice del anterior, pues más que un «estudio crítico» —que podría hacer pensar en un análisis detenido de la traducción y de las depuraciones a las que el propio Tieck fue sometiendo su trabajo en sucesivas reimpresiones— lo que ofrece es una minuciosa descripción ecdótica que va desde la fecha de cada edición hasta el formato y número de los tomos, pasando por los diversos prólogos, la paginación, las variantes gráficas o estructurales, los añadidos, las ilustraciones, etc. Aunque en el breve resumen que del artículo se facilita al principio del volumen (pág. 13) se dice que el catálogo elaborado por la profesora Barsanti abarca hasta mediados del siglo xx, la última edición que incluye su estudio es de 1912.

Bajo el epígrafe de «El Quijote en la Literatura Comparada y las Bellas Artes», tercer bloque del libro, se incluyen otros tres interesantes artículos. Rosa Navarro Durán inaugura su colaboración en este Anuario con un trabajo titulado Literatura en la literatura: guiños literarios en el ‘Quijote’. En él, la profesora de la Universidad de Barcelona aborda el rastreo de algunos sustratos literarios que ella denomina anacrónica y deliberadamente «guiños» en la medida en que, a su parecer, no son manejados por Cervantes exclusivamente para reforzar la parodia en determinados pasajes de sus novelas, sino también como puente a través del cual establecer un fino entendimiento con los lectores más avispados. Entre las fuentes que Navarro Durán señala, y que no excluyen al mismísimo Avellaneda, encontramos la de algunas imágenes muy plásticas del Tirant lo Blanch que Cervantes habría usado para la composición de ciertas escenas de El celoso extremeño (como la descripción de Leonora «tendida en el suelo», construida tal vez a semejanza de otra que Martorell hace de Hipólito en situación similar), así como del Libro del caballero Zifar o de El Victorial. De ellas provendrían algunas circunstancias reconocibles en el Quijote: aquella de la venta en la que el caballero queda suspendido de una ventana de pie sobre su caballo, extraída presuntamente del episodio en que el ribaldo del caballero Zifar es colgado con una soga al cuello y sobre un asno, o el ideal del caballero andante descrito en las figuraciones de Alonso Quijano (deudor de la caracterización que Díaz de Gámez realiza en su obra), entre otras. Al decir de Rosa Navarro, «Cervantes había leído muchas más obras que su personaje [...] Don Quijote no sólo actúa movido por sus lecturas, sino [también] por las de su creador» (pág. 105).

En el artículo que le sigue, el profesor Frederick A. De Armas, de la University of Chicago, se hace eco de algunas influencias pictóricas en la inmortal novela de Cervantes. Pinturas de Lucrecia en el ‘Quijote’: Tiziano, Rafael y Lope de Vega es el título de su aportación. De Armas se pregunta por qué siendo Lope tan aficionado a Tiziano (como demuestran las múltiples referencias al veneciano que se hallan en su obra) y, al mismo tiempo, siendo Cervantes tan admirador de Rafael (como se sabe por idénticas razones); por qué, se pregunta, al evocar una pintura de Lucrecia recurre Lope a la de un grabado de Rafael (en La prueba de los amigos) y Cervantes al Tarquino y Lucrecia de Tiziano (en la composición de la escena en la que Maritornes entra en la cama de Don Quijote). De Armas aventura una razón basada en la célebre rivalidad entre ambos autores; pero su trabajo no se detiene en especulaciones, pues le interesa más destacar cómo los dos actualizan el lema horaciano ut pictura poesis: «Cuando escribes historia, pintas y cuando pintas, compones», afirma Cervantes en el Persiles; «que plumas y pinceles son iguales», sentencia Lope en su Laurel de Apolo. De acuerdo con Giovanni B. Della, De Armas resalta que «para el Medioevo y el Renacimiento la memoria era algo visual» (pág. 113), y basándose en esto aduce algunos ejemplos en los que tanto Cervantes como Lope de Vega parecen tener presentes ambas Lucrecias, la de Tiziano y la de Rafael, a la hora de «pintar» una escena con elementos tomados de ambas. Sucede así con el falso suicidio de Camila en El curioso impertinente, o con la descripción del cuadro en la citada comedia La prueba de los amigos. La hipótesis de partida que formulaba De Armas es matizada por él mismo al final de su artículo: «Aunque la crítica ha destacado la inquina entre Lope y Cervantes, es posible que en este caso estén colaborando en la reconstrucción —siquiera simbólica— de la magnífica colección de pinturas venecianas» perdidas en el incendio del Palacio del Pardo en 1604.

En Free Will, Beauty and Pursuit of Happiness: ‘Don Quijote’ and the Moral Intent of Pastoral Literature, el profesor de la McGill University David A. Boruchoff se detiene a reflexionar sobre la relación entre ética y estética, y sobre cómo Cervantes supera con su obra capital las imperfecciones que el cura y el barbero achacan a La Diana de Montemayor en el «escrutinio de la biblioteca». Este es caso de la alusión a la «sabia Felicia» o al «agua encantada», elementos artificiales e incongruentes para un cristiano de la época, comunes a los libros de caballerías; o de los «versos mayores», inadecuados para narrar el carácter cotidiano y corporal de la vida. Precisamente como antítesis de esos defectos son presentadas, también en el mencionado «escrutinio», las virtudes del Tirant lo Blanch. Y aunque —como bien subraya Boruchoff— el paradigma pastoril es repetido por Cervantes no sólo en La Galatea, sino también dentro del Quijote, en el relato de las desventuras de Dorotea los pastores de la primera novela moderna en la literatura occidental ya no actúan conforme al patrón bucólico, sino que hacen uso de su razón y de su libertad.

El último bloque de artículos lleva estampada la leyenda «El Quijote desde la Historia de las Ideas». El profesor Heinrich Merkl, de Salzburgo, emprende la lectura del Quijote como una novela anti-sofista y anti-posmodernista en un estudio titulado Cervantes, Protágoras y la Postmodernidad. El ‘Quijote’ de 1605 y algunos diálogos de Platón. Su tesis es que el autor alcalaíno debió de haber leído algunos de los «Diálogos» donde Platón (a quien cita en el prólogo del Quijote) disemina la doctrina sofista de Protágoras, la cual, a juicio de Merkl, anticipa la mayoría de los actuales presupuestos posmodernistas. Merkl pasa revista a esos «Diálogos» y establece conexiones con la novela de Cervantes. Desde Crátilo hasta Cármides, pasando por Teeteto, Eutidemo, Hipias menor o Fedro, los representantes sofistas, y en algún caso el propio Protágoras, sostienen la validez de un relativismo según el cual las cosas son tal y como se le aparecen a cada uno. La verdad es sólo una cuestión subjetiva que se apoya sobre lo verosímil, y los sabios son aquellos que pueden hacer cambiar la opinión de los individuos, entre otras afirmaciones. Cervantes, en el Quijote, parece ser más de la opinión de Sócrates, quien en los citados «Diálogos» platónicos rebate siempre los postulados sofistas. En efecto, Don Quijote sufre constantemente las consecuencias de conceder a la fantasía el estatuto de la realidad, y los presuntos «sabios» que tratan de hacerle cambiar —o sea, el cura y el barbero—, recurren para ello a mentiras que lo único que consiguen es afirmarlo más en sus engaños. De lo cual Merkl infiere que el Quijote ridiculiza los mismos argumentos que algunos intérpretes usan hoy para ver en sus páginas un discurso posmoderno.

Why The Inquisition Dismantles The ‘Cabeza Encantada’, se pregunta Hilaire Kallendorf, profesora de la Texas A&M University, para entender por qué Cervantes hizo intervenir al Tribunal del Santo Oficio en la casa del barcelonés Antonio Moreno para poner fin al artificio de la «cabeza encantada» mediante la cual el tal Moreno se había burlado de sus huéspedes (Don Quijote y Sancho) y de otros muchos ingenuos. Y la pregunta parece tanto más pertinente cuanto que la Inquisición no toma medidas en fraudes similares, como el del mono profético de Maese Pedro. En realidad, la pregunta fue planteada con anterioridad por Avalle-Arce en su artículo La cabeza encantada (‘Don Quijote’ ii, 62) (1983), de modo que la profesora Kallendorf la retoma para ensayar una respuesta, teniendo que acudir así al neo-platonismo de Marsilio Ficino, cuya obra era bien conocida en la España de Cervantes, y que sin embargo es «a field previously unexplored by cervantistas» (página 152). Según el florentino, la forma y la materia de un talismán o una escultura, y por extensión, la iconografía en general (la pagana en particular), pueden favorecer el hecho de ser poseídos por un espíritu demoníaco: «Demonologically speaking, the enchanted head would have been seen as a natural» dwelling place for daemons even if Antonio Moreno fabricated it originally as a joke» (pág. 161). Kallendorf se inclina a pensar, con Avalle-Arce, que el desmantelamiento de la «cabeza encantada» por parte de los «centinelas de la Fe» no sólo precipita el final de la novela, sino que anticipa el auto-exorcismo que el propio Don Quijote se practica antes de morir.

El último artículo del volumen que reseñamos se titula Marcela: ¿Defendida o defensora? Un tribunal cervantino, y en él la profesora de la Vanderbilt University Martha García realiza una atractiva propuesta: analizar el episodio de Marcela y Grisóstomo «desde una perspectiva jurídica anacrónica» (pág. 165). Entre los roles que desempeñan sus participantes dentro del relato podemos hallar todas las funciones que han de intervenir en un juicio justo según el vigente Código Penal español. «Me propongo demostrar —dice la investigadora— que este episodio representa un tribunal de justicia cervantina donde el autor juega magistralmente con diferentes voces y personajes que toman, o representan, en momentos específicos, abogados, fiscales, defensores y defendidos con la finalidad de crear un caso judicial que debe ser esclarecido ante el pueblo» (pág. 166). La víctima sería Grisóstomo, los testigos indirectos del «crimen», Pedro y Ambrosio (quien también asume el papel de abogado), mientras que la acusada es Marcela, asimismo su propia defensora. El jurado lo formarían los pastores y el juez es Don Quijote, quien emite finalmente un dictamen recto después de oír la versión de todos (incluida la de la acusada, que además es una mujer), no movido por las emociones. Un ejemplo adicional de la modernidad de Cervantes.

Esta primera entrega del Anuario de Estudios Cervantinos se completa también con un quinto apartado bibliográfico a cargo del profesor Eduardo Urbina, uno de los editores, y con una sección de reseñas. El volumen incluye resúmenes en español o inglés de todas las colaboraciones, índices, catálogo de libros y normas editoriales. Leves defectos de maquetación (págs. 103 y 105; o la nota 9 de la pág. 144, que está en la 143), algunas erratas (atribuído, pág. 111; como por ‘cómo’, pág. 115; persona que el quien se arma..., pág. 143, donde falta también el signo de interrogación de cierre en una pregunta; o el título del artículo 9 en el índice de la contraportada) y ciertas construcciones dudosas (como al darse cuenta que su mejor amigo…, pág. 25, o Es en este momento que Felipe III se acongoja, pág. 117) no restan, desde luego, bondad y calidad al primer número de esta prometedora empresa.

 

L. Pascual Molina

 

Belén Molina Huete, Tras la estela del mito. Texto y recepción de la Fábula de Genil de Pedro Espinosa, Universidad de Málaga, Textos Mínimos, 2005, 178 págs.

 

Tras la estela del mito. Texto y recepción de la «Fábula de Genil» de Pedro Espinosa, aparecido en la colección de «Textos mínimos» de la Universidad de Málaga a cargo de la profesora B. Molina Huete, ofrece dos novedades importantes respecto a los estudios que se han dedicado, hasta ahora, a la que es la más conocida composición del poeta áureo antequerano Pedro Espinosa: es el primer intento de edición crítica de la Fábula de Genil y el estudio inaugural de la historia recepcional del poema desde su publicación hasta la actualidad.

Con este doble propósito B. Molina plantea una lectura de la mencionada Fábula desde dos puntos de vista. Primero, la del texto en sí: los problemas puramente textuales que plantea a través de las distintas ediciones aparecidas de la Fábula de Espinosa desde su inclusión en las Flores de poetas ilustres de 1605. Como toda edición crítica exige, B. Molina revisa el aparato de variantes, en su mayor parte introducidas arbitrariamente y transmitidas posteriormente en las sucesivas ediciones del poema, y formula una propuesta de puntuación. Todas estas cuestiones se abordan bajo el epígrafe «La Fábula en su texto». El segundo eje de lectura sugerido supone la mirada contraria, y complementaria: «La Fábula en su historia». Recoge en esta sección las lecturas —en sentido amplio: estudios literarios, reescrituras poéticas y recreaciones plásticas— suscitadas por la Fábula en un arco temporal que se extiende desde los Siglos de Oro hasta la segunda mitad del xx, donde la Fábula sirve de motivo inicial a un poema de A. Carvajal («Ante un río») y se convierte en objeto de algunos de los estudios de E. Orozco y J. Lara Garrido.

Completan el libro dos secciones de apéndices, paralelos a esa articulación bipartita señalada: un apéndice textual con reproducciones fotográficas de las distintas versiones manuscritas e impresas de la Fábula desde las Flores de poetas ilustres de Espinosa hasta la edición de J. M. de Cossío (apéndices i- xiii) por una parte y, por otra, apéndices gráficos que recogen las figuraciones con que la plástica ha ilustrado esta composición poética dedicada al río Genil (apéndices xiv y xiv).

Bajo epígrafes que destilan la misma esencia de poeticidad que Fábula, recoge B. Molina las huellas que, a lo largo de cuatro siglos, la Fábula de Genil ha ido extendiendo tras de sí y que, ahora acopiadas, constituyen la estela de lecturas las cuales testimonian la amplia recepción de que ha gozado.

El objetivo primero es la fijación del texto de la Fábula; la tarea filológica por excelencia de devolverlo a su pureza original y liberarlo de posibles errores que se hayan ido conformando en la cadena de transmisión y dificultan su lectura. B. Molina pone a disposición del lector moderno la Fábula de Genil limpia de erratas, libre de variantes introducidas por lecturas erróneas, con una modernización de grafías y una puntuación que facilitan la lectura, en una edición crítica que se hacía esperar y que constituye la edición más sólida del texto de Espinosa (págs. 13-20). El resto de este capítulo, titulado «La Fábula en su texto», está dedicado a la revisión de las ediciones de la Fábula, marcadas todas ellas por la dificultad de acceso a la edición princeps que está contenida en las Flores de poetas ilustres, cuya menoscabada transmisión condicionó la de la composición que estudiamos.

La difusión del texto de la Fábula en la época áurea, a partir de su inclusión en las Flores de poetas ilustres, es únicamente manuscrita y se define por la reproducción fiel de la edición pinceps, tal como se observa en las Poesías recopiladas de Francisco Cárenas y en el Cancionero de 1628. Los problemas empiezan a plantearse a medida que nos alejamos de la edición de las Flores de 1605, puesto que el texto princeps (como la antología en que se hallaba contenido) cae en la oscuridad del olvido.

Los siglos xviii y xix son claves en esta andadura por las cuestiones ecdóticas de la Fábula a causa de la profusa presencia que ésta tiene en las antologías de ese período, además de por la gratuita intervención de los editores al incluir la Fábula de Genil en estas obras. El primer caso que cita B. Molina es la aparición de la Fábula entre las páginas del Parnaso español (1768) de López de Sedano que, si bien «respetaba el patrón de 1605», no «escapó a las gratuitas intervenciones del editor» (pág. 24), ya desde el mismo título, al nominarla Fábula del Genil. Más arbitraria se muestra la pluma de M. J. Quintana en sus Poesías selectas castellanas (1807), quien introduce variaciones decididamente injustificadas junto al mantenimiento de algunas de las ya introducidas por López Sedano: cambios en el orden de las palabras como en el v. 231, «hacer un monte llano», o sustitución de lexemas, por ejemplo, «Así» por «Allí» en el v. 57 y «flegibles» del v. 61 por «flexibles», etc. Lógicamente, estos cambios, además de alterar infundadamente el original, comportan modificaciones semánticas y estilísticas. Las siguientes ediciones, tanto de C. Rosell para la Biblioteca de Autores Españoles como la de A. de Castro y J. Quirós de los Ríos, en nada contribuyen al rigor textual. No obstante, Quirós de los Ríos renunció a una lectura libérrima y se atuvo sólo a las variaciones que consideraba más acertadas entre las que se habían hecho con anterioridad. Estas modificaciones alcanzaron al propio título de la composición: tanto M. J. Quintana como C. Rosell mantuvieron el cambio Fábula del Genil —operado por López Sedano— respecto del título de P. Espinosa Fábula de Genil, restando así importancia a la personificación del río. Después J. Quirós y F. Rodríguez Marín defenderán el título que aparece en las Flores.

El siglo xx, por su parte, perpetúa la misma dinámica, y los problemas de edición siguen planteándose. No obstante, F. Rodríguez Marín «se plegó casi siempre al texto marcado por la princeps, leyendo directamente de la fuente» (pág. 30) cuando publicó las obras de Espinosa en 1909. Diverge su lectura del original en el v. 57 y 214 donde prefiere leer «allí» y «zafiro» res­pectivamente. B. Molina, en esta edición, opta por la fidelidad al texto primitivo en el caso primero, prefiriendo «Así» y, en lo que al segundo se refiere, conserva «safiro» en lugar de «zafiro» como opción cultista de Espinosa. Tanto la edición de F. Rodríguez Marín como la particular y personal lectura que Cossío hizo en el número 33 (1935) de la revista Cruz y Raya fueron los textos a través de los que los poetas del 27 accedieron a la Fábula. Por último, se somete a revisión los puntos más problemáticos (los versos más cuestionados son el 57 y el 61) de la edición de F. López Estrada, que data de 1975. Patente queda, entonces, que el criterio de edición de B. Molina pasa por el respeto al original teniendo en cuenta, en su propuesta de lectura, la poética manierista y usos estilísticos de Espinosa.

La «Fábula en su historia», segundo bloque del libro, acoge bajo sus distintos epígrafes tanto la recepción crítica como las reescrituras poéticas y recreaciones plásticas de la Fábula.

La Fábula de Genil como hipotexto está presente en las letras españolas desde el siglo xvii hasta finales del xx, lo que ya es indicativo de la ductilidad que la hace fuente inagotable de inspiración para las dispares sensibilidades estéticas que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos. Es, sin duda, esta misma estela el dato recepcional más relevante de la trascendencia literaria de la Fábula. Los hilos que nos muestra B. Molina, entresacados de la red de la intertextualidad, revelan en las composiciones barrocas —versos de Jiménez Enciso (pág. 43) y de otros poetas antequeranos como L. Martín de la Plaza y A. Tejada Páez— una lectura de la obra espinosiana en la que prima la técnica descriptiva para erigir, desde el lenguaje, un ámbito natural y artificioso de gran preciosismo verbal. Si bien los autores del xvii centraron su lectura —huellas hay también del canto de Genil en el canto polifémico de la gran Fábula gongorina y en el canto del río Naxerilla de E. M. de Villegas— en el bien conocido descriptivismo de la Fábula, la original fabulación mitológica y la novedosa invención retórica, ejemplo de gran capacidad inventiva manierista, pasaron inadvertidas para los vates áureos. Apenas encontramos en la poesía barroca dechados poéticos parangonables a la Fábula de Genil en lo que a composición imaginativa se refiere, exceptuando tan solo la fábula Galia y Flaminio de M. de Faria y Sousa y la Fábula de Naya de Soto de Rojas.

El xviii, por su parte, atiende a la Fábula esencialmente desde la vertiente de los estudios literarios. La presencia de la Fábula en el siglo de las luces se efectúa desde los comentarios de los eruditos ilustrados —las glosas Juan de Jáuregui, Bernardo de Balbuena recogidas por J. A. Porcel en el Juicio Lunático del fiscal de la Academia…y las apostillas de Martínez de la Rosa en su Poética— marcados, como es lógico, por la preceptiva estética del «buen gusto». Sin embargo, introducen, como novedad en la exégesis de la Fábula, su adscripción genérica al idilio y censuran principalmente la afectación en la elocución. Así lo hace Martínez de la Rosa refiriéndose a la descripción del enjambre de abejas y el enrevesamiento para significar el sonrojo de la ninfa. Los apéndices uno y dos ponen a nuestra disposición los juicios de los tres comentaristas neoclásicos referidos.

Frente a la rigidez neoclásica, la desmesura romántica destaca de la Fábula el desbordamiento en el plano léxico. La sensibilidad de la nueva estética, personalizada en tres de sus autores más significativos (el Duque de Rivas, Espronceda y Zorrilla), encuentra en el murmullo fluyente del Genil cantado por Espinosa nuevas vías de exploración poética, particularmente, la apropiación de la fábula para asuntos épicos siempre veteados por la temática amorosa. A esta nueva asimilación creativa unieron elementos que las estéticas de épocas anteriores ya habían resaltado: los hallazgos descriptivos del mundo acuático y natural, y, sobre todo, su flora, que orientalizan en un léxico tendente al exotismo.

El acercamiento del positivismo a la Fábula de Espinosa lo califica B. Molina como «una época de aséptica lectura» (pág. 72), centrada esencialmente en la cuestión genérica, todavía en debate. Desde C. Rosell a F. Rodríguez Marín hay consenso en su inclusión dentro del idilio, pero ya éste último «esbozó las claves que abrían paso a la estimación crítica en el siglo xx» (pág. 73), en el que los juicios de Cossío van a tener gran repercusión para la recepción posterior, principalmente, a causa de la matización a que somete los aspectos argumentales y estructurales que se van a derivar de su caracterización como fábula mitológica. Incide el estudioso en el descriptivismo de la composición espinosiana para resaltar la novedad imaginativa tanto en la temática como en la estructuración, aspecto hasta ahora descuidado en las lecturas que se han ido sometiendo a revisión. Desde su inserción en las Fábulas mitológicas de Cossío, la dedicada al Genil por Espinosa tendrá presencia «en las historias literarias más significativas de cada época» (pág. 81) —la de Valbuena Prat y Díaz Plaja— que resaltan de ella esa fórmula mixta de clasicismo e innovación en la recreación del género clásico de la fábula con ese nuevo mundo acuático inventado y concretizado en la plasticidad de un lenguaje que se sitúa en el vía cultista que sigue el transitado itinerario áureo que se extiende de Garcilaso a Góngora.

El 27, en su vuelta hacia la lírica áurea, dedica alguna mirada a la Fábula de Genil de Espinosa. Las de Alberti y de Lorca son las más intensas. Otros poetas posteriores, como J. A. Muñoz Rojas y A. Carvajal, se han dejado seducir por los versos de la Fábula vivificando, así, lo que podría ser una simple recuperación arqueológica por parte de la crítica erudita positivista y posterior.

En el último capítulo de esta historia recepcional de la Fábula se afana B. Molina en las opiniones críticas diseminadas en los estudios de los últimos tres cuartos del siglo xx, que siguen señalando aspectos parciales, con más o menos acierto. Ningún crítico ha llevado a cabo, a la luz de los testimonios presentados, una evaluación global, integradora de todas esas lecturas que han ido revelando distintas facetas de la Fábula de Genil, y desde la que su valoración estilística y estética pueda ser, realmente, completada. Su artificiosidad ha servido de atalaya a críticos como Pfandl o Lumsdem para lanzar la composición a la poesía pura. El acercamiento parcial y la tendencia a la disgregación de Villar Amador, algunos aciertos asilados de P. Ruiz Pérez —sobre todo al subrayar la dimensión bucólica— ponen fin a las estimaciones críticas sobre la Fábula vertidas desde la historiografía literaria moderna.

En definitiva, muestra B. Molina, a través de la recuperación y ordenación de estos testimonios recepcionales, la esencia inagotable que tiene la verdadera poesía y que la hace fuente de reescritura continua, otorgándole, de esta manera, la vida a que aspira toda obra literaria: la de la lectura.

El punto de partida de este estudio y la conclusión de su cierre sintetizan el espíritu que ha sustentado la tenacidad y el empeño, siempre ilusionado, desde el que se ha abordado el análisis de la recepción de la Fábula de Genil. Igual que inagotables son las lecturas y reescrituras, también los resultados del ejercicio crítico lo son. Anima B. Molina con este trabajo a seguir indagando en la estela de la fábula, pues bien sabe que la investigación, más que instituir conclusiones definitivas, hace germinar nuevos proyectos que se engarzan en una cadena infinita cuyo horizonte primero y último es siempre la lectura y relectura del texto literario. Queda por incorporar a esa estela de estudios sobre la Fábula un análisis ecléctico que, a tenor de los datos puestos a nuestra disposición con este libro, la contemple desde la complejidad de los variados matices que se han ido pormenorizando en el acontecer de estos cuatro siglos: complejidad genérica, puesto que la fábula exige «una modalidad literaria distinta» (pág. 106) que tenga en cuenta la dimensión épica y lírica, la fábula mitológica y el epilio; y complejidad estructural, que desdeña cualquier reducción de la Fábula a marbetes como descriptivismo o preciosismo linguístico.

Después de todo lo reseñado, no albergamos ningún resquicio de duda acerca de que a la historia de la recepción de la Fábula hay que añadir ya este libro, último eslabón en la estela de la Fábula de Genil de P. Espinosa en el 2005, y a la que esperamos que se sigan añadiendo futuras lecturas.

 

Mª D. Martos Pérez

 

Ermitas Penas, Clarín, crítico de Emilia Pardo Bazán, Colección Lalia, Series Maior nº 17, Universidade de Santiago de Compostela, 2003, 230 págs.

 

La labor recuperadora y unificadora de todos los artículos de crítica literaria que Leopoldo Alas publicó sobre la producción novelística y periodística de Emilia Pardón Bazán, aquí llevada a cabo por Ermitas Penas en el presente volumen de la Colección Lalia, es, sin duda, de un valor considerable, por la cómoda utilidad que ello supone, para cualquier estudioso o interesado en la segunda mitad del siglo xix y, más concretamente, en las relaciones literarias que se establecen entre las obras de dos de los autores cumbre del panorama cultural de la época. Esta labor compiladora, que aúna todos aquellos artículos que hasta el momento se hallaban dispersos en diferentes obras, no hay duda de que facilitará en gran medida el acercamiento del lector, sean cuales sean sus intereses.

En el prólogo expone los criterios que ha seguido a la hora de realizar esta edición crítica de textos: son reproducidos literalmente los artículos publicados en prensa que no fueron recogidos posteriormente, y elige, para los textos que sí fueron reunidos en un libro, la versión última revisada por su autor.

A partir del análisis inductivo obtenido a través de una lectura cronológicamente lineal de los artículos de crítica literaria, la editora establece dos bloques claramente diferenciados: el de aquellos artículos, de fechas tempranas, que simpatizaban, por decirlo de alguna manera, con la autora y con su actitud teórica ante el objeto literario, y ese otro bloque de artículos que, desde un primer distanciamiento prudente, va poco a poco alejándose, hasta el extremo, de una producción y una persona a quien el crítico considera totalmente ajena a su espacio vital. Un hecho evidente, que la editora no deja pasar por alto, es que en un determinado momento se produce la terminante inflexión que separa tajantemente a los dos autores en lo que respecta a sus bases teóricas a la hora de concebir una novela. Clarín, imbuido de lleno en la corriente psicologista francesa, encuentra así en las novelas de Emilia Pardo Bazán fallos de verosimilitud difícilmente perdonables para quien trataba de crear en sus novelas una atmósfera posible que actuara a modo de imagen de la realidad.

La editora va, poco a poco, esbozando el proceso que abocará, irremediablemente, en la definitiva ruptura. A la altura de 1881 nuestro crítico, que prologa Un viaje de novios —primera novela reseñada en este volumen—, ofreciendo un actual estado de la cuestión en el ámbito literario, preconiza la acuciante necesidad de una transformación de «esta literatura española, que [a la altura de 1881] moría de anemia si se obstinase en repetir sus cansados idealismos de otros tiempos y de otras creencias» (pág. 45). Se refería, obviamente, a un romanticismo decadente que entra tarde en España y que todavía en el último cuarto de siglo pujaba por asomar en las páginas impresas. Se estaba fraguando, por tanto, un cambio, una verdadera renovación total y a todos los niveles de las desgastadas claves románticas en favor de una nueva sensibilidad que ya en 1886 se había consolidado como una «nueva literatura» (pág. 59). Determinante para la absoluta y definitiva instauración de lo que pasó a denominarse «nueva escuela», es la publicación en 1883, de La cuestión palpitante, manifiesto naturalista en que Emilia Pardo Bazán exponía teóricamente sus doctrinas y reconocía «que algo nuevo se pedía con justicia» (pág. 178), un naturalismo que, paralelo a las corrientes europeas, «pide reformas necesarias en la literatura, en atención al espíritu de la época» (pág. 178).

Pues bien, un año antes, en su Prefacio a Un viaje de novios, la autora ya se había mostrado partidaria no de un naturalismo a la manera francesa, que se decantaba solo por lo físico, sino de un realismo español que integrara como objetos de análisis literario materia y espíritu, posición ésta que adquirirá base sólida poco tiempo después en La cuestión palpitante. Sin embargo, un hecho obvio e ineludible, tal y como correctamente lo expone la editora, apoyándose para ello en las teorías de M. Sotelo Vázquez, que también ha sabido ver estas dos posiciones, es que en los años 80 nos encontramos ante un Clarín que milita en las filas de la narrativa naturalista —cuyo máximo exponente es el Prólogo entusiasta y encendido que dedica a La cuestión palpitante—, es decir, unas teorías que defendían, en la línea darwinista, que el individuo estaba condicionado y prácticamente determinado por el medio en que se inserta; un Clarín que ya en la década de los 90, influido —en palabras de A. Vilanova— por «las tendencias renovadoras de la crítica francesa más reciente», se va alejando progresivamente de ese ambiente calculador y frío, por científico, y se imbuye de lleno en las corrientes espiritualistas. Esto le conduciría, como es de esperar, a un nuevo concepto de novela que profundizase más intensamente en la individualidad y psicología de los personajes y en una introspección que cada vez les hiciese depender menos —o, al menos, olvidar— del ambiente que les rodea, y que tiende a un idealismo que ya se habría salido fuera de los cauces estrictamente naturalistas. Como bien ha sabido ver Ermitas Penas, uno de los pilares básicos de lo que denominaríamos la nueva estética novelística de Clarín es la importancia, cada vez más creciente, que el escritor otorga al carácter de los personajes; una evolución desde una posición razonable, acorde con las exigencias de los nuevos tiempos, hasta unos paradigmas —en la línea del también renovado naturalismo francés— que tienden a ahondar en la psicología y el sentimiento.

El cambio cualitativo a nivel teórico que sufre Leopoldo Alas se advierte a partir de sus valoraciones sobre las novelas que doña Emilia Pardo Bazán va publicando. Aunque siempre se interesó por lo que, debajo de la acción visible, movía a los personajes, es decir, los procesos psicológicos, que el lector debía conocer —escribe en 1881, en su reseña a Un viaje de novios, que «[...] se olvida la autora de lo principal: de los progresos que en el alma de Lucía hace su amor por Artegui» (pág. 44)—, es verdad que en un principio, aparte de ciertos defectos que corrige amablemente, pondera el estilo, la composición y los personajes de sus novelas, que se adaptan, en todo, a los parámetros de una literatura realista. Celebrando La Tribuna (1885), a la que define «naturalista por todos lados», resalta de ella, en una actitud elogiosa, que «lo principal en este libro no son las personas por dentro, sino su apariencia y las cosas que las rodean» (pág. 53). Dos años más tarde, en 1887, la actitud de Clarín va virando ostensiblemente. La editora lo achaca a factores extratextuales; pero lo que es innegable, como también queda subrayado en el prólogo, es que se ha producido un giro en su actitud teórica. En su reseña a El cisne de Vilamorta Clarín ya no tiene reparos en hacerle saber lo que para él eran vicios e insuficiencias: «[...] un hombre vulgar sirve perfectamente para protagonista de un libro, pero hay que ahondar en el hombre y traerlo y llevarlo un poco por el mundo» (pág. 61). Alejadas cada vez más ambas intenciones narrativas, él la acusa de evitar, en favor de una descripción de la naturaleza, asomarse a «los recónditos rincones del alma propia». Centrándose en «el género de novela que cultiva», escribe que «sí mira nuestra autora con cierto desdén los intereses del alma [...] es que Emilia encuentra la naturaleza más digna de atención que el hombre interior [...]» (pág. 73).

En suma, la teoría literaria que defiende el nuevo Clarín, como se colige de la lectura de sus reseñas, es la de un realismo poético, la de una conjunción de idealismo y realismo con la condición de que, al procesar la experiencia empírica, que se encuentra en forma de materia bruta (sustancia aristotélica) —y pasa a ser presentada al lector a través del punto de vista, de la perspectiva, del autor, que la ofrece transformada en una «experimentación necesariamente compuesta»—, y convertirla en materia artística, se sigan manteniendo las coordenadas de verosimilitud. El alejamiento en las novelas de Emilia Pardo Bazán de un ahondamiento psicológico, lleva consigo la pérdida de ese idealismo y, por tanto supone una concepción muy diferente del movimiento. «Yo he llegado a convencerme —escribe Leopoldo Alas en 1890— de que para esta ilustre dama, como para mucha gente, el realismo ha venido a ser la antítesis, no del idealismo, sino de la poesía» (pág. 112). El escritor naturalista tiene como punto de partida necesario una profunda e intensa observación de una realidad reflexionada y, en consecuencia, entendida. Así pues, los tres aliados del novelista naturalista, que Ermitas Penas hace emerger en su estudio introductorio tras una precedente inmersión en los artículos de Clarín, son: la experiencia, que viene dada por el mundo en que se inserta el creador, la reflexión de esa realidad y el entendimiento final alcanzado gracias a una observación constante: «[...] con la observación —escribe Clarín en su reseña a Los Pazos de Ulloa— se puede aprender». Dentro de esta atmósfera verosímil, que ha pasado a ser artística a través de la mímesis que efectúa el artista, se insertan los caracteres que, aunque inventados, actúan en función de su deber ser, lógicos, potencialmente posibles, insuflados del soplo de la vida. La «asimiliación sentimental» de todo lo observado es esencial, según la concepción de Clarín, que ve en los caracteres protagonistas de las novelas de doña Emilia Pardo seres de cartón, huecos, sin móviles, cuando lo realmente perseguido en último término es que el lector penetre en el corazón, en el alma y en las intenciones, que son los que, en último lugar, mueven la acción externa.

El caso es que, bien debido a motivos personales —que solo pueden ser esgrimidos como posibles conjeturas—, bien a causa de ese distanciamiento estético entre ambos —ostensible en la lectura de los textos que le dedica—, la relación se va deteriorando hasta derivar en un discurso sin interlocutor en que el crítico ataca de manera frenética a Emilia Pardo Bazán. Sean cuales sean los motivos, la editora hace constar —de hecho, nos da la referencia: La España Moderna, sección Notas bibliográficas, con fecha del 2 de febrero de 1889—, siguiendo el estudio que lleva a cabo A. Vilanova en el prólogo a Mezclilla y los estudios de Adolfo Sotelo al respecto, que doña Emilia Pardo Bazán solo se manifestó una vez sobre el pensamiento novelístico de Clarín. En el estudio que hace de Mezclilla, obra ensayística de Clarín, en febrero de 1889, Emilia Pardo Bazán reconoce un cambio en el escritor debido a una nueva revisión estética de la corriente naturalista muy en la línea de las nuevas tendencias de la crítica francesa que, como ya ha quedado apuntado, propugnaban un nuevo arte con más énfasis en el espiritualismo e idealismo. Es más, Adolfo Sotelo recalca, como bien anota la editora, que fue ella, doña Emilia Pardo, la primera que supo sentir en Clarín ese cambio de rumbo. La escritora coruñesa, por el contrario, había declarado que fijar la narración en un proceso introspectivo restaba, en cierto modo, naturalidad y realismo, ya que este tipo de realidades nada tenían que ver con la externa al sujeto, mucho más dura y escabrosa.

Pero lo verdaderamente interesante es que es el mismo Clarín el que reconoce la nueva estética que rige ahora en su concepción del género novelístico. Ya en 1891 confiesa en un artículo su antes y su ahora: «Lo mismo que sostuve entonces el derecho a la vida del naturalismo, sostengo hoy el derecho a la vida de esas otras cosas que doña Emilia llama merengadas y natillas, y que son nada menos que la literatura psicológica y particularmente estética» (pág. 191). Esto, como es esperable, chocaba demasiado con doña Emilia, que se mantenía en los derroteros que defendió en su manifiesto teórico La cuestión palpitante, y seguía sin otorgarle la debida importancia, al grado que requería Clarín, a la introspección. No extraña, pues, que el crítico escriba en un artículo de 1891 publicado en El Heraldo de Madrid, que «lo que no puede pasar es el desprecio que doña Emilia muestra a las tendencias espirituales y religiosas de la nueva generación literaria [...]» (pág. 192).

Y todo esto es algo que la editora constata, tal y como queda reflejado en el prólogo, en el que trata de hacer una evaluación de los textos en virtud de su temática, que, pretendiendo ser objetiva, no deja de moverse sobre terreno resbaladizo al establecer una división en dos bloques —distintamente delimitados cronológicamente— basada en una valoración subjetiva sobre la relación entre ambos autores. Escribe en las páginas 11 y 12: «Sin embargo, también —y eso complica más las cosas—, esos escritos del segundo período parecen dictados por la franca enemistad que Leopoldo Alas alberga, ahora, hacia la escritora coruñesa [...] Desde este momento, el talante de crítico objetivo del que siempre alardeó y que nunca dejó de atribuírsele, se ve contaminado por desagradables cuestiones personales que en nada engrandecen, sino todo lo contrario, las sucesivas reseñas que hace a las obras de Pardo Bazán». A lo largo de todo el prólogo intercala las explicaciones de lo que considera son las causas de esa progresiva desvalorización en los artículos críticos de Clarín. A la editora solo le cabe una explicación, que esgrime constantemente y que, sin dejar de ser válida, adolece de la falta de rigurosidad que toda explicación extrínseca al texto padece. Vuelve a escribir en la página 26: «No obstante, alguna razón debió pesar sobre él, quizá esa incipiente inquina que se mencionó antes, alimentada por la opinión de los enemigos de doña Emilia, para que el crítico escribiese una reseña que, de hecho, no lo es sino más bien un edulcorado, pero al fin ajuste de cuentas que choca con los artículos dedicados a su anterior producción literaria».

Sin pretender tachar aquí de erróneas o inexactas las propuestas de la editora, por otra parte laudables a la hora de búsqueda de explicaciones que indaguen en el porqué de ese cambio brusco de signo; más bien, y dada la finalidad del volumen, dedicado a una edición crítica de reseñas que, dispersas hasta ahora en diferentes obras compiladoras, algunas todavía inéditas, han sido reunidas en un mismo libro, creemos que una finalidad tal, tan científica y exhaustivamente rigurosa, debería abstenerse de noticias tan exclusivamente biográficas, suposiciones o hechos sin prueba fiable que, más bien, quedarían reservados a otro ámbito. La falta de cientificidad se hace notar también cuando la editora enjuicia los comentarios sobre Clarín, acusándolo a veces de injusticia, como hace en el caso de Morriña —«Sin duda el crítico asturiano muestra no haber entendido el drama de esclavitud Lamas o lo que la autora quiso trasmitir, y su juicio resulta injusto»—, o apoyándolo en otros, como es el caso de Una cristiana —«de­nuncia muy acertadamente su defecto principal: Una cristiana es una autobiografía mal concebida. Encuentra en ella fallos de verosimilitud porque Salustio no puede acordarse de tantas cosas»—, en lugar de limitarse, como exige todo estudio crítico, a proporcionar unos criterios de edición y unas claves de lectura para acercar al lector a este tipo de obra compiladora.

En esta línea, más bien personal que artística, aparece publicado en Madrid Cómico un artículo de Leopoldo Alas, con fecha de 19 de septiembre de 1891, en el que, resentido por el silencio de doña Emilia ante lo que pudiéramos llamar sus ofensivas estéticas y, sobre todo, por su impasibilidad ante la última novela que le envía directamente, Su único hijo, la denuncia públicamente de basar sus relaciones siempre en móviles egoístas. En este sentido le reprocha haber utilizado con él una adulación simulada con el fin único de ascender en el mundo literario: «Mientras usted me adulaba, ésta es la palabra, me adulaba, y, sin sentirlo probablemente, me repetía cien veces que yo era novelista, yo le decía a usted que me temía mucho no serlo (y aún lo temo); y por medio de eufemismos le daba a entender... que usted no lo era tampoco [...] Yo no tenía nada que esperar de usted. Mis elogios de sus obras eran sinceros, aunque las censuras fuesen atenuadas. Usted a mí me adulaba... porque yo escribía de todo lo actual y tenía fama de severo. Esta es la verdad, señora mía. Y ahora, porque cuando la vi demasiado fuera de camino le advertí el peligro, y con buenos modos señalé errores de sus nuevos libros, usted [...] reduce mi novela segunda, que esperaba con tanto afán, a la categoría de paquete extraviado en correos» (pág. 197). De hecho, un año más tarde, en 1892, reprueba públicamente en El Sol sus intereses utilitarios y sus criterios literarios, siempre en función de lo que estuviera en boga en esos momentos: «Su horror a la psicología (de que ahora parece arrepentirse, porque teme a la moda) le sienta mejor que sus veleidades filosóficas [...]» (pág. 204).

Es solo a este tipo de cuestiones personales, documentadas, científicamente comprobables, inmanentes a los textos editados, a las que pudierámos referirnos a la hora de buscar factores extraliterarios que condicionen la aparición de hipótesis en cuanto a la causa real de su gradual distanciamiento. Con todo, y salvando estos prolijos pormenores, este volumen, que se enmarca dentro del Proyecto de Investigación de la Universidad de Santiago de Compostela, dirigido por J. M. González Herrán y editado por Ermitas Penas, dedicado a rescatar y reunir gran parte de las reseñas publicadas por Clarín como crítico de Emilia Pardo Bazán, supone una obra de un inmenso valor, y no solo en lo que tiene de interesante en cuanto a labor reunificadora del corpus, hasta ahora disperso e incompleto, sino —y así le interesa recalcarlo a la editora— en que se constituye en prueba irrefutable del «continuo impacto —casi obsesivo— que Emilia Pardo Bazán produjo siempre en el ánimo de Leopoldo Alas» (pág. 35); y esto lo demuestran las muchas y continuas reseñas que dedica el autor de La Regenta a la producción de doña Emilia, aún a pesar de su silencio inquebrantable.

Este volumen, Clarín, crítico de Emilia Pardo Bazán, con el mérito que supone, de­muestra, en la línea de sus alcances, que aún queda mucho por hacer. No debemos olvidar, escribe Ermitas Penas en la primera página de su prólogo, «la continua labor recuperadora o exhumadora de artículos desconocidos que desde hace tiempo llevan a cabo los especialistas en Leopoldo Alas» (pág. 9). Por lo tanto, más que la culminación de un importante proceso, constituye un incentivo para que muchos e interesantes trabajos sigan viendo la luz, tan valiosos para el mundo filológico —e incluso socio-histórico—, que llevan a cabo el grupo de investigación de la Universidad de Santiago de Compostela así como otros muchos especialistas en el realismo español de la segunda mitad del siglo xix.

 

T. Domínguez García

 

Benito Pérez Galdós, Memorias de un desmemoriado. Crónica de Madrid, Visor Libros, Madrid, 2004, 229 págs.

 

Las pretensiones de hacer una biografía completa y fidedigna de Benito Pérez Galdós no ha sido —ni es, todavía— una tarea sencilla de acometer. Y no es porque falten datos, sino que el propio escritor supo magistralmente ocultar las facetas de su vida que él mismo, con perfecto derecho, consideraba de índole privada. Desde que un contemporáneo suyo, Leopoldo Alas, intentase elaborar un trabajo biográfico lamentando la ausencia de datos que el propio biografiado regateaba en la correspondencia por carecer de interés y relevancia, hasta los trabajos más modernos, como el de Pedro Ortiz-Armengol (la vida de Galdós), encontramos siempre la misma barrera que el novelista deslindó muy claramente: proporcionaba noticias que aclarasen su labor creadora, y narraba con amenidad sobre acontecimientos históricos que le habían producido vívida impresión. Fuera de eso, un intencionado mutismo cubre a todo lo demás. Algunos lo han achacado a la modestia, y otros lo relacionan con el escrúpulo que puede sentir un hombre tímido de ver perturbada su imagen pública e intelectual, de la cual, en buena parte, vivía. Yo, personalmente, opino que una biografía debe aspirar a ofrecer la revelación de los mecanismos estéticos que hacen artista a un hombre. Conocer su obra lo suficiente, y acercarse tanto al pulso del creador, que un simple acopio de datos —más amplio o más estrecho, los que nos dejen— permita reconstruir el proceso interior que obró en el hombre. Respetemos, pues, la intención galdosiana de desvelar y cubrir, y procedamos a recrear su labor literaria.

Este libro que presentamos aquí es la confirmación de esta tesis dual que hemos esbozado más arriba, y que, en este caso, está rubricada por el propio Galdós. Él mismo acomete una autobiografía trazada desde este plan. Con el tópico de la memoria desmemoriada, don Benito refiere multitud de pasajes biográficos relativos a sus viajes, amigos, personajes literarios..., al tiempo que oculta la información que no le parece procedente con el pretexto del olvido o recuerdo nebuloso. No se acuerda de aquello que no quiere decir. Una vez aceptado este planteamiento, la materia ofrecida es útil e interesante. El libro contiene dos partes: en una primera impera la ordenación cronológica. A través de sucesivos capítulos muestra acontecimientos históricos relevantes de los que fue vivo testigo, como la revolución de 1868; también relata episodios que descubren sus impresiones de viajes: excursiones culturales por Italia, Alemania, Francia, Dinamarca...; no faltan anécdotas de su etapa parlamentaria, ni alusiones a amigos y a la creación de novelas o personajes literarios. Esta primera parte de su libro está dominada, digo, por el rigor cronológico y por el apoyo sobre datos objetivos o recuerdos que eran y son de dominio público. La narración de estos pasajes parece absolutamente circunstancial. Galdós no ahonda en reflexionar sobre las peripecias que va contando. Las narra de pasada, como quien hace acopio de fotos en un álbum y las va hojeando, por entretenerse. De hecho, en ocasiones, parece como si para cubrir el hueco entre un episodio y otro, si no dispone de información relevante, la rellena con algún dato cultural genérico que no guarda relación interna con el proceso biográfico. Cuando está en Nápoles, después de referir la visita al Vesubio y antes de pasar a contar su excursión por las ruinas de Pompeya, inserta una mención a Quevedo y al duque de Osuna que, por circunstancial, bien habría podido omitir. Encaja un dato y no saca partido reflexivo de él (véanse páginas 63-66). No obstante, aunque sea por mención sencilla, el investigador puede tomar alguna de esta información como punto de partida para reconstruir procesos estéticos del autor. Dos ejemplos: hay un acontecimiento biográfico aquí referido que debió influir en su obra. Cuando en el capítulo primero de la parte primera de Fortunata y Jacinta narra la jornada revolucionaria en que participó Juanito Santa Cruz, con ese compromiso anecdótico de jovencito burgués ocioso y calavera, probablemente se refiera a los tumultos sangrientos que el propio autor dice aquí que vivió tanto la noche de San Daniel, el diez de abril de 1865, como el veintidós de junio de 1866. De estos antecedentes históricos, que acabarían en La Gloriosa, Galdós recibió una honda impresión, porque participó ligeramente en ellos —él también era, digamos, un estudiante burgués—y, sobre todo, porque fue un testigo sensible de aquellos aciagos sucesos. «Los cañonazos atronaban el aire; venían de las calles próximas gemidos de víctimas, imprecaciones rabiosas, vapores de sangre, acentos de odio... Madrid era un infierno» (pág. 26).

La otra muestra biográfica que condiciona la estética del novelista es su primer contacto con la cultura francesa, muy especialmente con el autor contemporáneo Honoré de Balzac. A imitación del escritor francés, Benito Pérez Galdós concibió también la idea de un universo novelesco; un espacio puramente verbal, tan vasto y minucioso, que los personajes, sus vidas, sus lugares comunes, se entrecruzasen hasta formar una totalidad ficticia y verosímil. Galdós debió sentir el estético anhelo de configurar una realidad que se confundiese con la verdad de los sentidos y el testimonio de la memoria; todo como homenaje al triunfo de la palabra. «Estaba escrito que yo completase, rondando los quais, mi colección de Balzac —Librairie Notivelle—, y que me la echase al coleto, obra tras obra, hasta llegar al completo dominio de la inmensa labor que Balzac encerró dentro del título de La Comedia Humana» (págs. 27 y 28).

De esta primera parte autobiográfica también merecen expresión detenida los capítulos en que recrea la redacción de Ángel Guerra, y su experiencia como editor. De los primeros asombra el dominio documental que el novelista tenía de la ciudad de Toledo, escenario de buena parte de la citada novela. Aquí leemos la interminable relación de monumentos, de conventos e iglesias, la minuciosa descripción de calles, la enumeración de monumentos y, en suma, la rica experiencia que Galdós acumuló de esta ciudad como paseante y conversador alegre (páginas 69-79). Como editor, también hace mención discreta de sus tribulaciones judiciales con el que fue su socio capitalista, Miguel de la Cámara. El autor refiere con discreción la cuantiosa suma económica del proceso, que, bien lo insinúa, le dejó arruinado.

La segunda parte de este libro es, con diferencia, mucho mejor que la primera. Sencillamente, a lo largo de noventa y cuatro páginas el volumen inserta veinticuatro artículos periodísticos (crónicas de actualidad) que el novelista fue publicando en periódicos contemporáneos, fundamentalmente en La Nación, entre 1865 y 1866. Son, por tanto, escritos de juventud, que contrastan notablemente con el estilo de las memorias: en éstas se aprecia el tono de ancianidad con que Galdós las acomete —ya está casi ciego, y va dictando los recuerdos— y además, se advierte mucho la permanente precaución con que preserva su intimidad. En los artículos predominan el entusiasmo metafórico, la ironía brillante y la elocuencia amable. Estos escritos constituyen la reflexión febril y periodística sobre acontecimientos políticos, económicos y sociales que agitaron a Madrid en los últimos años de la monarquía liberal de Isabel II.

El primero de ellos (se titula: dinero, dinero, dinero) es una sátira burlona contra el déficit de la hacienda española. Galdós censura el hecho de que el tesoro público esté en bancarrota, cuando la burguesía y el clero hacen ostentación de lujo y riqueza. Aquí recrea una idea que, andando los años, adquirió forma literaria ejemplar en la novela Misericordia. Galdós refiere en el artículo que, con la modesta contribución de las clases más opulentas, el erario público vería solucionados sus problemas. Cuánto más sugerente y estética aparece esta propuesta en la noción de caridad que elabora el escritor en aquel pasaje memorable de la citada novela: cuando Benina se ve atribulada porque necesita desesperadamente un duro, una cantidad que se hace descomunal en la urgente penuria de esos días, y que, sin embargo, piensa mirando en derredor, cualquier transeúnte indiferente guarda en su bolsillo: lo que es imperiosa necesidad para ella, no representa en el conjunto de las cosas más que un minúsculo grano de arena en un desierto: ¡ah, la caridad, la pícara caridad!

El artículo tercero es una sátira de costumbres, elaborada a la usanza más clásica que imaginarse pueda. El autor realiza una burla sistemática de la fiesta del carnaval. Basa su crítica en dos tradicionales tópicos. La disipación y el desenfreno moral que suponen tales fiestas; y la curiosa circunstancia de que las auténticas máscaras no son las que lucen esos días festivos, sino los defectos morales que manifiestan todo el año como constitutivos de sus personas. La crónica recuerda con perfección al clásico artículo de Larra «El mundo todo es mascaras. Todo el año es carnaval».

El talante liberal domina a cualquier asunto tratado en estos artículos. Algunos son anecdóticos, como verbenas o conciertos musicales, corridas de toros o espectáculos...; en todos ellos Galdós pone notas costumbristas, además de alguna censura o reflexión personal. Otros artículos son de índole política, como los relativos a la unificación de Italia. En éstos el tono se hace más virulento, y contra la opinión conservadora Galdós arremete con furibundo ardor republicano. En los artículos de sociedad se muestra finamente mordaz. Toma el pulso al estado político de la capital analizando las reacciones ciudadanas y sopesando las opiniones diversas. Ni la monarquía de Isabel II y sus costumbres palaciegas (estancias de veraneo, por ejemplo) se libran de ser comparadas con los viejos fastos de los Austrias, para que del cotejo se saquen las conclusiones satíricas que se quieran.

El presente libro se cierra con una última parte, que pudiéramos llamar epílogo, que se titula «Guía espiritual de España». Se trata de una conferencia que don Benito escribió para el Ateneo de Madrid, con motivo de un ciclo de disertaciones sobre ciudades españolas. La primera de esa serie estuvo dedicada a la Villa y Corte, y nadie mejor que Galdós para describir lúcidamente a la capital de España. Dejo para el lector curioso la copiosa abundancia de datos, calles, fechas, acontecimientos y anécdotas que Galdós despliega en esta conferencia para que se tenga fe de su portentosa documentación, la que le valió para construir novelas como Fortunata y Jacinta. Sin embargo, para mí, lo más interesante de esta charla es la revelación que hace el propio autor de su interés por la observación cotidiana. Nos explica de dónde le viene ese gusto de observar la realidad, a partir de cuyos datos él crea también universos verosímiles. Se declara, desde la juventud, un hombre poco afecto al aprendizaje académico. Asistía a la universidad, sí, con regularidad aceptable, pero moría por lanzarse a las calles y verse sumergido en el trajín de rastros y mercados. Es aquí donde aprendió a ver las sutiles y a veces peregrinas relaciones que se establecen entre las cosas del universo, una emoción estética de primer orden, que el joven Galdós descubre, por ejemplo, al verificar que en una tripería se preparan las cuerdas que, luego, insertadas en un violín o guitarra, producen armónicos sonidos dignos de la más exquisita sensibilidad. Le asombra y le fascina la desconcertante relación que hay entre un grosero taller y la armonía de un arpegio, lo cual abre su sensibilidad y le anima a descubrir nuevas categorías y formas de percepción. «[...] pero sí me acompañaréis a la más peregrina industria que existe en aquellos lugares: la fábrica de cuerdas de guitarra y violín. Estas se hacen, como sabéis, con tripas de cabra y es de ver al jayán que corta las tripas en delgados hilos y luego los estira y los tuerce. Contemplando aquellos trabajos una y otra vez, me lancé a un estudio extravagante que arrancaba de la brutalidad del matarife y concluía en el taller de Stradivarius. ¡Extraña concomitancia de las tripas de un rumiante y el pentagrama donde Beethoven escribió el delicioso andante con variaciones de la Sonata a Kreutzer!» (págs. 216-217). El mundo, con esta perspectiva, se hace más digno, más ancho y lleno de comunicantes posibilidades. Este detalle me parece asombrosamente revelador de una actitud, no sólo observadora, sino creativa, porque parte de una convicción que no desdeña nada, y se anima a descubrir entre las cosas afinidades que están más allá de la percepción lógica. La minuciosidad descriptiva y el prurito del que, a veces con cariño, y otras con malicia, fue llamado «el garbancero», se sustenta sobre una base estética que está aquí mínimamente sugerida, y extraordinariamente demostrada en un universo novelesco que le pertenece por derecho propio.

 

J. J. Bazán Sánchez

 

Amparo Quiles Faz, Salvador Rueda en sus cartas (1886-1933), aedile, Málaga, 2004, 237 págs.

 

En el epistolario que compila en esta ocasión la profesora Amparo Quiles Faz del distinguido escritor malagueño Salvador Rueda Santos (1857-1933), se dejan entrever muchas facetas biográficas que ayudan a explicar aún más su ilimitado legado lite­rario y, por extensión, sus propios sentimientos y consideraciones. Hace casi una década Cristóbal Cuevas García abría con un pórtico la primera entrega de la profesora Quiles con estas palabras: «El epistolario de Salvador Rueda es un reflejo de su personalidad humana y de su perfil literario. El malagueño es un inigualable epistológrafo, que disfruta comunicándose por carta [...]. A lo largo de su vida redactó miles de epístolas de todo tipo —noticieras, gratulatorias, de condolencia, literarias, comendatorias, de «negocios»...—, en las que su alma se vertía con despreocupada espontaneidad»[1]. Buena prueba de lo incuestionable de estas palabras es esta segunda aportación del epistolario de Salvador Rueda.

Como botón de muestra de las relaciones entre literatos en la España finisecular del xix tenemos las afectivas alusiones del poeta de Benaque a escritores del calibre de Valera, Clarín o cualquiera de la larga nómina de autores malagueños que se dan cita (Arturo Reyes Aguilar, José Carlos Bruna Santiesteban, Juan Guillén Sotelo, Atenodoro Muñoz Giménez, etcétera). Llama, cuando menos, la atención el tono humilde con el que se dirige a críticos de reconocido prestigio como Marcelino Menéndez Pelayo, en donde adjunta al escrito —en la mayoría de las ocasiones— una de sus obras recién publicadas para solicitar su juicio. Junto a las setenta y cinco cartas que contiene este epistolario, se imprime una carta de Manuel Altolaguirre que ayuda a comprender una controversia que surgió entre los dos malagueños después de la publicación de Himno a la carne, de Rueda, y que según parece ocasionó una enorme alteración en las mentes pudorosas de la España del momento.

Como queda expresado, en 1996 vieron la luz un total de ciento treinta y una cartas; en aquellos momentos no estábamos en situación para calibrar la magnitud y el incalculable valor de esos documentos escritu­rarios que se trascribían con puntual fidelidad. Los estudiosos de la obra literaria de Rueda empiezan a justipreciar cada día más la ingente empresa en la que se embarcó hace años A. Quiles. Con esto y con todo, el proyecto queda al pairo de que un golpe de suerte, fortuna o azar pueda en cualquier momento sorprendernos con el descubrimiento de alguna carta en cualquiera de las publicaciones en las que habitualmente colaboraba o entre los viejos papeles empolvados de alguna familia. La nueva recopilación que se nos presenta abarca la edad madura del poeta, desde sus primeros años en Madrid, en donde empezaba a publicar artículos y libros (poemarios, novelas...), hasta la fecha de su fallecimiento en su ciudad natal. En este orden de cosas, me interesa resaltar la temática de los textos, donde predomina con claridad meridiana la diversidad y la pluralidad de asuntos tratados, desde la crítica literaria (generalmente comentarios y opiniones sobre obras de amigos) hasta temas que, en cierta medida, pertenecen al terreno de la privacidad: «Todo el mundo personal de Rueda se vierte sin pudibundez alguna en sus cartas, por lo que leemos evocaciones infantiles, datos íntimos de personalidad, el proceso creativo, sus filias y fobias literarias, los viajes y su ideal estético tanto en la literatura como en la vida» (pág. 12).

Muchos de los rasgos propios que definen la obra literaria del malagueño están presentes en estas epístolas. Tan es así, que Rueda incorpora en las cartas una parte notable de creación, sobre todo poética (en donde prevalece el verso octosilábico y el endecasilábico). En no pocas cartas se destilan los perfiles característicos del costumbrismo que se pueden rastrear en sus obras: los coloridos en los retratos que traza de los cuadros andaluces, la musicalidad y armonía que desprenden las descripciones de la naturaleza, etcétera. Nadie negará que los modernistas le debieron mucho a este poeta y escritor injustamente olvidado; retribuciones que en muchas ocasiones no se efectuaron. Rueda era un hombre pegado a una péñola; esclavizado (en el mejor sentido del término) por su estro arrollador y, seguramente también, impulsado por tener que sustentar a toda una familia que vivía principalmente esperanzada a sus beneficios. Sobre este particular, la profesora Quiles observa que «sin duda alguna, un rasgo esencial en su vida fue un incansable espíritu trabajador. Rueda vivía del producto de su pluma y, por ello, trabajaba a destajo con colaboraciones diarias en varios periódicos, mientras ultimaba un libro de versos y una o dos novelas al mismo tiempo. Desde 1887 sus quejas ante el ingente trabajo se repiten [...] esta premura le acarreó un cierto descuido creativo e incluso disonancias cualitativas en sus obras, algo de lo que el poeta era plenamente consciente» (págs. 19-20).

En efecto, el poeta estaba como ligado irremisiblemente al quehacer literario: «Los demás poetas viven, no a costa de la poesía, y así, tienen en todos los instantes composiciones dispuestas. Yo no; la mitad, por lo menos, de mi vida, tiene que salir del arte; así es que, aunque pueda tener la satisfacción de decir que en España son los que más se pagan los versos de mi musa, en cambio, vivo azotado, atropellado por esta continua demanda de versos para revistas» (carta nº 40, pág. 154). Aquí deja visiblemente declarado el éxito que acompañaba a sus obras y las solicitudes que le aquejaban a diario; pero no desatendamos este apunte que la lejanía del tiempo nos impide avizorar; en otra carta nos dice que «todo cuanto escribo lo tengo vendido en el acto, y bien vendido; si dispusiera de una docena de manos con que escribir todo el trabajo que produjeran lo vendería, porque me hacen las empresas más peticiones de originales que los que yo puedo atender» (carta nº 26, pág. 105).

La labor en la difusión de estas cartas adquiere una nota de buen quehacer filológico cuando el rigor acompaña a una tarea que se sabe ejemplar. Me permito poner de relieve la pulcritud con que han sido editadas estas cartas; el ejercicio filológico y la propia Literatura se empañan cuando los editores no cuidan con el suficiente esmero y con la rigurosa escrupulosidad los trabajos que dan a la imprenta. Una tarea que con esfuerzo y dedicación se destaca por la paciencia y la mesura. Paciencia por tener que rastrear una treintena de revistas y periódicos, de los que era, en algunos casos, asiduo redactor Rueda (prevalecen las contribuciones en la prensa madrileña como El Heraldo, El Imparcial o El País, pero existen también de índole local, La Unión Mercantil de Málaga, o nacional como La Ilustración Ibérica de Barcelona; asimismo se imprimen textos publicados en la prensa extranjera, especialmente en los diarios mejicanos, que dan cuenta de la estancia del poeta malagueño en el país centroamericano entre 1916 y 1917); y mesurada porque ha conciliado templanza con tesón. Sobre esto último añado que la tarea cobra doble mérito cuando se está batallando justamente por exhumar y posicionar debidamente a escritores como el que hoy nos ocupa. La edición se completa con un cuerpo de notas contextuales que secunda al epistolario y un índice onomástico de personas, periódicos y obras que ayuda a entender el entramado cultural en el que se movía este malagueño.

 

D. González Ramírez

 

Reyes Vila-Belda, Antonio Machado, poeta de lo nimio. Alteración de la perspectiva, Visor Libros, Madrid, 2004, 205 páginas.

 

Reyes Vila-Belda, profesora auxiliar en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Indiana (Bloomington), pretende en este libro, Antonio Machado, poeta de lo nimio. Alteración de la perspectiva, publicado en 2004 por Visor Libros (Biblioteca Filológica Hispana / 79), de Madrid, establecer qué entiende ella por «lo nimio» y cómo se refleja esta técnica en Campos de Castilla de Antonio Machado.

Está estructurada la obra en seis capítulos, precedidos por una introducción y seguidos por una conclusión, siendo la bibliografía y el índice de nombres y obras los apartados que la cierran. «Planteo esta investigación en dos partes. En la primera, estudio el precedente de lo nimio en los poetas primitivos y en el Romancero [...]. En la segunda parte de este trabajo analizo, por un lado, el interés de Machado por lo nimio con el de otro escritor de su época, Azorín y, por otro, estudio la influencia de discursos contextuales del momento, como la geología y la pintura, en la obra machadiana» (págs. 21-22).

La «Introducción: Concepto de lo nimio» le servirá, como el propio título indica, para encontrar una definición adecuada al elemento que gobierna el presente estudio. Después de exponer la distinta terminología empleada para designarlo (el detallismo, lo ordinario, lo anecdótico, lo trivial, lo marginal, lo ignorado...) y las distintas definiciones que de él se han dado; de comentar su etimología (procede del latín nimius, que significa ‘excesivo o demasiado’, pero que, paradójicamente, su sentido evolucionó por un mal uso hasta significar hoy lo opuesto: ‘insignificante’); de reconocer que aparece en multitud de géneros literarios y artísticos, y de ejemplificarlo mediante algunos cuadros de Juan Sánchez Cotán, Francisco de Zurbarán o Velázquez, concluye que «Insignificante o nimio puede ser un personaje, un momento, un espacio o un objeto, pero todos ellos pueden llegar a compartir una característica común esencial: su carencia de grandiosidad» (pág. 33).

Sin embargo, esta idea de lo nimio no puede ser entendida tal y como quiere Reyes Vila-Belda si el lector no asimila, a su vez, algunos conceptos pictóricos que repite la autora hasta la saciedad, y que transmiten la esencia del mensaje final del trabajo que estamos comentando. Son la megalografía (representación pictórica de temas grandiosos y heroicos: batallas, leyendas, grandes acontecimientos históricos) y la ropografía (representación pictórica de las cosas insignificantes, objetos triviales, pequeñeces o nimiedades).

Así pues, según defiende siempre Vila-Belda en Antonio Machado, poeta de lo nimio, y adaptando estas técnicas plásticas a lo literario, el sevillano, a través de una peripeteia (alteración de la perspectiva, de ahí el subtítulo), consigue un bathos textual, es decir, colocar en el primer plano de un poema aquellos elementos insignificantes y olvidados por todos, relegando a un segundo plano aquellos grandes acontecimientos de la Historia. Pero no se asuste el lector con la terminología, ya que a lo largo de todo el libro repite los mismos términos infinitud de veces, incluso deteniéndose todas ellas a explicarlos de nuevo con las mismas palabras y los mismos ejemplos (roza lo cansino), pudiendo, si así lo hubiese querido la autora, acortar su estudio hasta la mitad en cuanto a extensión.

La estudiosa parte de una perspectiva nuevo historicista. Para explicar en qué consiste esta teoría literaria, traduce a Edward Said en The World, the Text and the Critic: «están siempre [los textos] atrapados en una maraña formada por las circunstancias, el tiempo, el lugar y la sociedad del momento —es decir, están en el mundo y forman parte de él—» (pág. 16). Quiere decirse, pues, que un texto siempre forma parte de un contexto cultural (literario, artístico, histórico...) del que, irremediablemente, está recibiendo influencias.

Estoy de acuerdo en lo sustancial con Vila-Belda, aunque, en mi opinión, habría que hacerle una matización si quiere aplicar esta teoría a la obra machadiana. Es cierto —y así lo demuestra suficientemente en el libro— que Machado se sirvió de dos discursos sociales tan en boga en la época, como son la geología y la pintura, para reflejar lo nimio en su obra, pero, curiosamente, el poeta rompe en Campos de Castilla el horizonte de expectativas: el de su obra anterior (en cuanto que Soledades y Soledades. Galerías. Otros poemas marcan una escisión con lo posterior, pues del subjetivismo de las «galerías del alma» se pasa a la búsqueda del «otro» y la objetividad del mundo exterior castellano), y el de la época (pues únicamente Azorín y Unamuno, de entre la pléyade de escritores coetáneos, participan de los elementos marginales e insignificantes como Machado). Es más, escribe la profesora: «Muchas de las descripciones de Campos de Castilla [...] rompen con la tradición porque no aspiran a idealizar la naturaleza, como la poesía pastoril; ni buscan su representación estilizada, como la poesía renacentista; no proyectan una visión de la realidad desmesurada, como la barroca, ni grandiosa como la de los poetas románticos; ni pretenden alcanzar el ideal de belleza parnasiano» (pág. 14).

De esta manera, hay que buscar la influencia literaria de lo nimio en los poetas primitivos y el Romancero, tal y como refleja nuestra crítico en los capítulos i, «El contrapunto medieval», y ii, «Alteración de la perspectiva en el Romancero y Campos de Castilla». Al llegar Machado a Soria, descubre la hondura de los problemas de España y la pobreza de las tierras castellanas, por lo que indaga en el pasado las razones que expliquen esa situación, y encuentra en la Edad Media un modelo esperanzador para la identidad nacional tras el desastre del 98. Se nos plantean en el libro dos puntos de unión entre el medievalismo y el noventayochismo: 1. atracción por la naturaleza, por la descripción paisajística; 2. ambos momentos históricos aspiran a ser entendidos por el pueblo.

Del Poema de Mio Cid tomará Machado la convivencia estilística entre lo grandioso y lo insignificante. Vila-Belda se sirve de la escena del destierro del Cid: el dramatismo de su castigo real se plasma, en cambio, en la separación del protagonista de una serie de objetos personales y cotidianos y unos animales («De los sos ojos — tan fuertemientre llorando, / tornava la cabeça — i estávalos catando. / Vío puertas abiertas — e uços sin cañados, / alcándaras vazías — sin pielles e sin mantos / e sin falcones — e sin adtores mudados»), convirtiendo la escena en un microcosmos, esto es, una historia autónoma e independiente dentro de otra historia mayor, que es lo que pretende Machado con sus poemas dentro de Campos de Castilla. Nos ofrece un amplio repertorio de paralelismos de elementos cotidianos entre ambas obras: el canto de los gallos (aunque Machado prefiere la cigüeña, que, según nuestra autora, será un símbolo que marcará dos etapas: una cigüeña de tintes alegres durante su estancia en Soria, y otra de tintes amargos cuando se traslada a Baeza, tras la muerte de Leonor), los tañidos de campanas, los yermos despoblados… aunque encuentro un tanto forzada la correlación que emplea para asimilar ambas obras cuando quiere utilizar la luz como síntoma de alegría: del Poema tomará «Ixie el sol — ¡Dios, qué fermoso apuntava!», y de «Orillas del Duero», los siguientes versos: «Primavera soriana, primavera / humilde» (pág. 43).

Para justificar la influencia de Berceo en nuestro poeta utilizará la autora los siguientes datos: en 1902 publicó Machado en La Revista Ibérica cinco poesías con el título «Del camino» bajo el lema de Berceo «Todos somos romeros que camino andamos»; en la primera edición de sus Poesías Completas, de 1917, en la sección «Elogios», dedica al religioso «Mis poetas»; Machado inicia Campos de Castilla con el famoso «Retrato», escrito precisamente en alejandrinos, metro empleado por Berceo, utilizando detalles literarios tomados de las obras del clérigo riojano, temas, imágenes o incluso expresiones suyas tan conocidas como «trovó» o «mi dictado non es de juglaría».

Por último, dentro de este primer capítulo, nos recuerda la herencia manriqueña. En la nota 4 de la página 37 del presente estudio, tomando la referencia de Oreste Macrí en Poesía y Prosa, escribe: «En una carta a José Ortega y Gasset, escrita en 17-7-1912, dice Machado: “Yo creo que la lírica española —con excepción de las coplas de Jorge Manrique— vale muy poco, poquísimo”». Además, el sevillano recrea el tiempo y la muerte a través de las mismas imágenes y símbolos (el río y el mar) en «Las encinas», y en «El “arte poética” de Juan de Mairena» analiza una de las estrofas de las famosas Coplas manriqueñas que mayor impacto le causó: «¿Qué se hicieron las damas, / sus tocados, sus vestidos, / sus olores? / ¿Qué se hizo aquel danzar, / aquellas ropas chapadas/ que traían?». Machado aprende de Manrique el arte de temporalizar mediante el rhopos, como se refleja en «Tocados de otros días» en Soledades. Galerías. Otros poemas, o en «Las moscas» de Campos de Castilla, llegando a la conclusión de que las moscas están presentes en todas las etapas de la vida: «Moscas de todas las horas / de infancia y adolescencia» (vv. 20-21).

Ya en el capítulo ii, nos muestra la genealogía y formación del romance (en verdad, estas páginas son más bien una excusa para hablar sobre la teoría romancística, no aportando nada novedoso), y trata de demostrar cómo Machado emplea este resto medieval popular para su modelo cultural de identificación nacional, de recuperación del pasado (yo diría que, en este sentido, sigue la estética romántica, para la que la búsqueda en el pasado es un reflejo del presente). La cita machadiana que propone es determinante: «Si la poesía es, como yo creo, palabra en el tiempo, su metro más adecuado es el romance, que canta y cuenta, que ahonda constantemente la perspectiva del pasado, poniendo en serie temporal, hechos, ideas, imágenes, al par que avanza con su periódico martilleo en el presente» (véase O. Macrí, op. cit., iii, pág. 1368).

Reyes Vila-Belda en Antonio Machado, poeta de lo nimio defiende que en Campos de Castilla existen dos romanceros: uno de carácter épico-narrativo, donde se percibe el sentimiento de la Historia objetiva, escrito en romances («La tierra de Alvargonzález» es el más interesante) o en otras formas, como sucede en «El hospicio», pero que adopta rasgos romancísticos (repeticiones con insistencia en lo temporal, uso de las exclamaciones, figuras sórdidas y marginales...); y otro de carácter lírico, donde se percibe el sentimiento de la historia emotiva del poeta (cuando se traslada a Baeza y abandona su amada tierra castellana y los recuerdos de Leonor tras su fallecimiento), compuesto por algunos romances («Soñé que tú me llevabas» o «En estos campos de la tierra mía») y varias silvas-romances —su concepto de poesía también englobaba a las silvas-romances— («Caminos» o «Allá, en las tierras altas»).

Pasando ahora a la segunda parte de este estudio, en el capítulo iii, «La nueva estética de las cosas en Azorín y Machado», compara superficialmente («No pretendo en este trabajo hacer un estudio exhaustivo», pág. 94) la obra de Azorín, Castilla, y la de Machado, Campos de Castilla, que, además de título y tema, comparten año de publicación (1912). Señala tres aspectos básicos en los que coinciden: a) la forma de entender la historia como «microhistoria»; b) la predilección por los objetos ordinarios y los aspectos cotidianos; y c) la valoración del paisaje, que llega a convertirse en el tema central, como nos recuerdan los títulos.

En dos poemas rinde homenaje Machado a Azorín: en «Al maestro “Azorín» por su libro Castilla» y en «Desde mi rincón». En el primero emplea un recurso que ya utilizó el alicantino en Un pueblecito, es decir, describir la realidad mediante otros textos literarios —en el caso de Machado, mediante el ya titulado—, además de evocar las ventas al estilo de su coetáneo (los elementos más vulgares e insignificantes: ollas, baldosas, cuarterones en las puertas...), ofreciendo un plano real dentro de lo ficcional, y de utilizar la misma imaginería: el caballero enlutado («El enlutado tiene clavados en el fuego / los ojos largo rato; se los enjuga luego», vv. 27-28), imagen constante en Castilla. En «Desde mi rincón» (Baeza) realiza grandes enumeraciones de gremios artesanos —como hacía Azorín— se aprecian también referencias a las ventas y los personajes literarios clásicos que tanto juego le dieron a su modelo (Juan Ruiz, Lope de Vega o La Celestina), aunque manifiesta Vila-Belda que en el verso 61 («Basta Azorín, yo creo») se produce una divergencia de actitud entre los dos: Machado se enfrenta a la realidad con toda su crudeza, pero se muestra más optimista y más comprometido.

Del capítulo iv, «Paisaje y cambio de perspectiva en Campos de Castilla», lo único significativo es la clasificación de las diferentes preocupaciones que implica el paisaje en Machado —pues todo él es una mera repetición de elementos que aparecen a lo largo de este estudio, pudiendo haberlo omitido—, aunque está tomada de Carlos Beceiro en «Antonio Machado y su visión paradójica de Castilla»: a) predominio de la descripción plástica con rasgos precisos y completos («Amanecer de otoño» y «Pascua de Resurrección»); b) el paisaje unido a la reflexión («A orillas del Duero»); c) paisanaje, es decir, el paisaje a través de quienes lo habitan («Por tierras de España» y «El dios ibero»); d) el encuentro con Leonor, su matrimonio y el cariño creciente por Castilla («Campos de Soria»); y e) en 1912, residiendo ya en Baeza, describe el campo castellano desde la distancia y la memoria («A José María Palacio» y «Recuerdos»), y el campo andaluz desde la cercanía espacial, pero sin afecto, por el recuerdo de su esposa fallecida recientemente («Caminos»).

Por último, basándonos en la relación que quiere establecer Vila-Belda entre la poesía machadiana y otras disciplinas, tenemos el capítulo v, «La geología y los versos paisajísticos machadianos», y el vi, «Las orillas del Duero, suite impresionista de Campos de Castilla». En una época, la del siglo xix, en la que el coleccionismo era moda habitual, no era extraño encontrar una afición más por las rocas y los minerales, haciendo que las obras literarias e históricas referentes a este aspecto crecieran, ya que veían en la geología una explicación del origen del mundo y su formación como planeta.

Evidentemente, el ambiente cultural de entonces no era reacio a Machado, cuyo conocimiento de las rocas, los árboles y todo lo que tuviera que ver con el terreno era tal que le permitía utilizar siempre el vocablo adecuado. Será el contraste entre la inmovilidad de las rocas y la movilidad del agua (causa de la erosión) una de sus imágenes más usuales para expresar el paso del tiempo; un tiempo geológico señala la autora, pues a veces la naturaleza trascurre plácidamente («Campos de Soria») y en otras ocasiones se presenta una erosión violenta («Por tierras de España»). Según ella, es la obra de Lucas Mallada, Los males de la patria, la que marcará decisivamente al poeta: Mallada afirma que la pobreza del campo hace que éste se vaya despoblando («A orillas del Duero»), y achaca esta pobreza a las temperaturas extremadas y a la sequedad del clima («El dios ibero»), al relieve orográfico español y a la escasez de árboles («Los olivos», «A un olmo seco»), por lo que se hará necesaria una regeneración del país, una modernización y abandono del atraso científico.

Por otra parte, la pintura será otra paleta que nuestro escritor utilice en su obra poética. La profesora lo relaciona con Carlos de Haes, pintor de paisajes umbrosos que destacan por la orografía y la composición geológica, y, sobre todo, con Aureliano Beruete, artista que recurre al paisaje humilde, seco y cotidiano como expresión del espíritu nacional, reivindicando lo castellano. Después de presentarnos críticos a favor y en contra sobre la presencia de rasgos pictóricos en Campos de Castilla, aporta su propia opinión: «Para mí los versos descriptivos de la obra castellana de Machado construyen un paisaje que comparte formas de representación de la escuela de paisajistas y de la nueva corriente impresionista, modos de representación del discurso pictórico del milieu cultural de la época» (pág. 158).

Pero quizá lo más interesante de esta parte de su trabajo es la equiparación entre las suites pictóricas impresionistas —o serie de lienzos que recoge los distintos aspectos de una etapa desde su principio a fin— y las que realiza Machado en su obra literaria. Si Beruete pintará el Guadarrama desde distintos ángulos y en épocas diferentes —y cada lienzo llevará un nombre común: El Guadarrama desde la Moncloa, El Guadarrama con neblina...—, don Antonio hará lo propio con el río Duero. Este paraje es ya el marco de su primer «Orillas del Duero» que incluye en Soledades. Galerías. Otros poemas; en Campos de Castilla publicará «A orillas del Duero», «Amanecer de otoño», «Campos de Soria» y un nuevo «Orillas del Duero», a los que hay que añadir «Por tierras de España», que inicialmente aparece como «Por tierras del Duero».

La «Conclusión» le servirá, de nuevo, para hacer una recolección de todo lo expuesto, y hablará de sus Nuevas Canciones (1924), en la que aún se sirve de lo nimio, así como de los nuevos avances tecnológicos que irá incluyendo progresivamente (la cámara fotográfica, el ferrocarril, etc.) en su obra, que lo irán acercando a las vanguardias, donde el paisaje desaparecerá definitivamente y se dará paso a las naturalezas muertas: lo urbano y los interiores.

Es un libro interesante porque ofrece un aspecto diferente de la trabajada poesía machadiana (el título queda lo suficientemente justificado ante la multitud de ejemplos que dispone), porque la compara con otros escritores de la época y de nuestra tradición escrita más antigua, por el juego interdisciplinar de lo literario, etc. La gran virtud de Reyes Vila-Belda en Antonio Machado, poeta de lo nimio, es que sabe conjugar la erudición teórica con la docencia o puesta en práctica, ya que es rescatable tanto por estudiosos y profesores, debido al ingente aparato crítico (contiene un total de 206 notas al pie en 165 páginas reales de escritura, y una amplísima bibliografía de 14 páginas), como por estudiantes (universitarios fundamentalmente), debido a esa repetición, a ese querer facilitar y explicitar la información (en cada capítulo hace un breve resumen de lo expuesto), no exigiendo, por tanto, demasiada competencia lingüística por parte del lector.

 

J. L. Rodríguez Santana

 

Luis Antonio de Villena (ed.), La Lógica de Orfeo (Un camino de renovación y encuentro en la última poesía española), Visor, Madrid, 2003, 339 págs.

 

El poeta, narrador y ensayista español Luis Antonio de Villena es autor de varias antologías de poesía española reciente, todas ellas elaboradas a partir de un rasgo innovador que él considera representativo: en Postnovísimos, el eclecticismo; en Fin de Siglo, el «sesgo clásico»; en 10 menos 30, «la ruptura interior en la poesía de la experiencia». Ya en 10 menos 30 empieza a detectar una nueva tendencia en la poesía española actual, que culmina en su última antología, La Lógica de Orfeo, significativamente subtitulada Un camino de renovación y encuentro en la última poesía española, subtítulo que anticipa el rasgo que aporta unidad a esta obra.

La Lógica de Orfeo comienza con un interesante prólogo, «Inflexiones de la voz órfica», en el que parte de la idea de que «el dominio de lo que llamamos poesía de siempre se ha bifurcado en dos caminos muy esenciales: la búsqueda o constatación de lo real y la búsqueda o constatación de lo inefable» (pág. 7). Aunque hay poetas (Góngora, Quevedo, Alberti, Neruda) que han practicado ambos movimientos literarios, como el Simbolismo, que han tendido a unirlos, la poesía siempre ha oscilado entre estas dos concepciones. Villena llama voz lógica a «la que busca la múltiple constatación real» y voz órfica a la que prefiere «el camino de lo oscuro o de lo supuestamente inefable» (pág 9). No olvidemos que a Orfeo se le atribuyen unos himnos sobre los cultos histéricos, de propensión hermética.

El propio título de la obra —ecléctico y con cierto carácter de oxímoron—pretende demostrar cómo en la joven poesía española se combinan voz lógica y voz órfica sin desdén ni orfandad ninguna. Con este título, en el que prevalece el concepto de orfismo, Villena quiere rendir un pequeño homenaje «a la voz que últimamente ha sido menos o peor oída en nuestra poesía» (pág. 39).

Tras un brevísimo recorrido por la Historia de la Literatura atendiendo a las dos voces mencionadas, se centra en la evolución de la lírica española a partir de la Guerra Civil. La poesía española de posguerra, una poesía de voz lógica, separó más que nunca esas dos voces (lógica y órfica), llegando a su máximo enfrentamiento con los postnovísimos o Generación del 80. El momento más alto y más moderno de la voz lógica está en la Generación del 50. «Los novísimos parecieron reinaugurar la vuelta, casi hege­mónica, a cierta voz órfica en la poesía española, tras la Guerra Civil» (pág. 14). La polémica entre la poesía del realismo meditativo —«vulgarmente llamada poesía de la experiencia» (pág. 18)— y la poesía metafísica fue tan fuerte en la llamada Generación del 80 que desembocó en el «silencio total» y «la ignorancia mutua» (pág. 20) entre los poetas de ambas tendencias. Lo que Villena llama la crisis del 80 radica no solo en la enemistad entre los poetas de ambos bandos sino, sobre todo, en su falta de autocrítica y el estancamiento de un estilo.

Se hace necesario, por tanto, un cambio de rumbo en la poesía española actual: «el tradicional movimiento pendular de lo artístico» está propiciando una cercanía entre realismo / irracionalismo, «que no es la primera vez que se mezclan o alternan en literatura [...] pero que, ahora mismo, resulta una novedad (una de las posibles novedades, para mí de la más fecunda perspectiva) en el andar último de la poesía española» (pág. 24). Villena considera que hay una serie de poetas jóvenes y también alguno de los anteriores que aúnan ambas tendencias y aporta ejemplos de poetas plurigeneracionales (Gastón Baquero, Ángel Pestime, Blanca Andreu) en los que se percibe esta fusión de voces, aunque reconoce que esta tendencia de la última poesía española se hace «más nítida» y «más conciliadora» entre los más jóvenes.

Esta antología de poetas es un ejemplo de esta nueva ruta de la poesía española, que pretende superar la dialéctica entre voz lógica / voz órfica. Villena cita otros caminos de la poesía española última para dejar claro que la ruta que esta antología plantea no es la única, aunque él la considera como «la más novedosa, la más renovadora, y la que, hoy por hoy, se presenta como la más fecunda y probablemente [...] la de más largo recorrido» (pág. 35). Por tanto, la antología aquí reseñada es una «antología parcial de la joven poesía española» (pág. 32).

Para demostrar su tesis, según la cual lo más novedoso de la poesía española última es el acercamiento entre estas dos tendencias tradicionalmente enfrentadas, selecciona a dieciocho poetas menores de cuarenta años (límite de edad para que la antología mantenga un cierto aire joven), algunos nacidos en la década de los sesenta (como el malagueño Álvaro García o el granadino Luis Muñoz) otros, muy jóvenes (como la cordobesa Elena Medel, nacida en 1985). Seis de los poetas incluidos en 10 menos 30 vuelven a figurar en esta nueva antología. Como en otras antologías anteriores, Villena ha seleccionado los textos incluidos en La Lógica de Orfeo partiendo de una preselección previa realizada por los propios poetas.

Encabeza la selección de cada uno de los poetas antologados su respuesta a la siguiente pregunta, planteada por Villena: «¿En tu uso personal, cómo ves posible y creadora la unión —la mezcla— de una poesía de base realista o lógica, con otra de signo irracionalista o metafísico?» (pág. 41). En general, estos poetas pretenden superar la dialéctica entre ambas concepciones de la poesía, aceptando que la mezcla de ambas tendencias es enriquecedora para la literatura. No obstante, cada uno posee su propia voz y tiene una mayor tendencia a dejarse llevar por una de las dos concepciones. Así, se puede establecer un grupo de poetas que tienden más al irracionalismo (Lorenzo Plana, Eduardo García, Pelayo Fueyo, Ana Merino, Elena Medel, Abraham Gragera, Antonio Lucas, Josep M. Rodríguez) y otro grupo de poetas que tienden más hacia el realismo (Álvaro García, Luis Muñoz, Lorenzo Oliván, Javier Rodríguez Marcos, Alberto Tesán, Juan Antonio Bernier, Carlos Pardo, Fruela Fernández, José Luis Piquero).

Nos parece muy representativa la respuesta a la pregunta inicial de este último —uno de los más realistas junto con Alberto Tesán—, que propone un amplio concepto de realidad que abarca tanto lo tangible como lo intangible: «¿Qué será eso que llamamos realidad? Quizá simplemente aquello que tenemos ante los ojos, sepamos o no comprenderlo y darle un nombre. Porque la realidad abarca también lo intangible: los sueños y las pesadillas, las lagunas de la lógica cuando estamos aturdidos de alcohol, de amor o de desdicha, los días diáfanos y las noches inciertas» (pág. 108). Muchos de ellos abogan por este concepto de realidad, por lo que Josep M. Rodríguez denomina «un realismo ensanchado psíquicamente» (página 269). Nos parece interesante citar los versos a modo de poética que abren el poema «Manifiesto sin escuela» de Andrés Neuman: «El irracionalismo es un impulso / necesario que acaba cuando empieza / el sutil ajedrez, la corrección. / Mi realismo: actitud de piel abierta».

En definitiva, La Lógica de Orfeo ofrece una muestra representativa de una de las tendencias del panorama de la poesía española actual, que combina realismo e irracionalismo; sin embargo, solo puede ser considerada como una tendencia novedosa si nos limitamos a las últimas corrientes de la poesía española, puesto que esta combinación está presente a lo largo de toda la Historia de la Literatura, como Villena indica en el prólogo. Al antólogo, preocupado por el panorama de la poesía actual, le interesan las rupturas; por ello, quiere aprovechar la actualidad literaria reivindicando como novedad esta combinación de voz lógica y voz órfica.

 

R. Díaz Bravo

 

Leopoldo María Panero y Diego Medrano, Los héroes inútiles (pról. de L. A. de Villena), Ellago Ediciones, Castellón, 2005, 295 págs.

 

Escribe Medrano en su carta 6 a Leopoldo: «Tú y yo podemos ser inútiles para la vida, sí, de acuerdo, está bien, pero eso implica —lo que verdaderamente implica— es que sólo somos ángeles aptos para el arte. El héroe inútil es aquel que anula la vida —no sirve para ella— sólo en pos de la materia artística» (pág. 30). Esta epístola, con el encabezamiento de «Grito medraniano», traza la ontología artístico-vital de ambos escritores y convoca la amenaza como meta del fracaso vital en la búsqueda de un ansiado goce estético. En torno a la inutilidad, la derrota, en una moralidad y un sistema social por lo general ajeno, surge la vía mística del creador, donde la obra se impone a lo sensible e, incluso, al escritor mismo, que se moldea y desarticula para ensangrentar la página en blanco, tal es el martirologio de las letras.

El título del libro no podía más que convertirse en epíteto trágico del enfant terrible de la poesía española: Leopoldo María Panero, agitador cultural y loco oficial de la literatura. El epistolario de Panero con un desconocido escritor —Diego Medrano— supone, para el primero, una referencia más en la bibliografía de un escritor consagrado que parece sufrir hiperactividad creativa —cinco libros en dos años—, mientras que para Diego Medrano es un brillante debut en la escena literaria[2]. A priori, el reclamo del libro son las confesiones epistolares de Panero, ser atormentado, suficientemente autobiográfico en sus poemas (pesadillas, obsesiones y traumas quizás sean nuestras más fiables señas de identidad), atribuyendo a Medrano el deslucido rol de joven escritor —emprendió la correspondencia a los diecinueve años— en busca de guía poético y espiritual. Las páginas del libro certifican la primera suposición y rebaten, radicalmente, la segunda. Porque sin duda alguna en este libro la complementariedad de ambas aportaciones equilibra un epistolario que podía haberse quedado en mero desgarro existencial o prosístico paisaje de bohemios, literatos e intenciones.

Leopoldo María Panero confirma en este libro el principio de identidad aristotélico: Leopoldo María Panero sigue siendo exactamente el mismo. En estado purogaseoso, quizás efervescente—, las cartas recogen el impulso lírico de sus poemas añadiendo la queja prosística (prosa entrecortada, poética, trágica en la rotura del ser) de un hombre abandonado que se sabe ausente de su propia vida y hace recuento de haberes y pérdidas. Francisco Umbral escribió sobre Pedro Casariego Córdoba: «Hay timidez y sabiduría en su manera de no hablar de él sin hablar de otra cosa»[3]. Leopoldo María Panero, como Pe Cas Cor, sólo habla de sí mismo, pero sustituye la timidez por la desinhibición. En sus cartas, el tema central es la búsqueda del propio yo a través de los circunstancias que le hacen y definen como Leopoldo María Panero, tales como la locura: «Este asunto de la locura es un mal hallado pretexto para putear a una persona» (pág. 15) y la reclusión a la que se somete al enfermo: «El manicomio es una puesta en cuestión del ser humano, un jaque al ser, el susto más atroz que puede sufrir un hombre» (pág. 15). Porque es esta realidad la que confirma la más terrible de las asunciones, la de la muerte como liberación: «Bajo la máscara de la locura se dibuja la más terrible de las injusticias, lo que ingeniosamente llamara Dámaso Alonso: el topetazo bestial de la injusticia absoluta, el destino atroz de vivir cuando ya se ha muerto» (pág. 22).

Pero esa muerte no es más que el asesinato de la figura pública, el desprecio oficial de los que le rodean, de ahí la violencia como medio de salvación: «O ellos o yo [...] No me queda otra esperanza que su destrucción». Ellos son España, «este país apestoso de muertos que adora un pie descalzo» (pág. 37) y hacia ella se dirige la furia: «Algún día España pagará caro lo que me ha hecho» (pág. 25), confiando en las palabras de Kierkegaard: «Todo hombre encuentra una manera de vengarse del mundo» (pág. 19). Pero por encima del rencor o el odio, se detiene Leopoldo María Panero en las vísperas del infierno, en el diciembre de ese enero que lo mantiene postrado: «Soy una máscara que se llama Leopoldo María Panero: / Que imita mi ser y mis palabras y mis dichos de aquel tiempo / de aquel tiempo que me creía Jesucristo» (pág. 22). Esa era el tiempo de Gimferrer recitando sus traducciones de Max Jacob (Le cornet a des) a Ana María Moix y a él, los años de amistad con Ignacio Prat, escribiendo Así se fundó Carnaby Street... cuando «nadie se había muerto de mis amigos» (pág. 83). Precisamente es la amistad lo que continuamente invoca en sus páginas Panero: Gimferrer, Luis Arencibia, Ignacio Prat, las fallidas conquistas sexuales con Haro Ibars, Will More... figuras más recientes como su ex amigo Claudio Rizzo, con quien coescribió Tensó, con polémica televisiva incluida... Un ajuste de cuentas con un tiempo en color visto con una memoria en blanco y negro.

La arqueología del dolor que realiza Panero invoca, como génesis, a su familia, el primer zarpazo de soledad y el abandono, rescatando sus versos: «mi padre era un borracho y mi madre estaba estudiando científicamente la manera de matarme» (pág. 126); la muerte de su hermano Michi y el abandono recíproco con Juan Luis tan solo ratifican la orfandad de un hombre triste, como ya definiera Luis Antonio Villena: «Creo que tras el aire trágico e incluso siniestro que Leopoldo tiene y quiere tener, hay una psique dolida y abandonada, un niño o un muchacho herido, una clara necesidad de afecto...» (pág. 10). Sin embargo la soledad es el hábitat del poeta, héroe inútil que se salva leyendo dos libros: La muerte de Virgilio (manchado de semen) y Los últimos días de Inmanuel Kant (manchado de vino). Y aunque pueda sobrevivir en el mundo de locos, recuerdos y lecturas, no hay esperanza sin solución de continuidad. De ahí que el poema pida visitas, presentaciones de libros en Madrid, añore conferencias e incluso apariciones televisivas con Javier Sardá...

Panero, en su mezcla de prosa y verso, de literatura y psicoanálisis, exige la revancha a ese dolor que siente el loco, encerrado, negado públicamente, y busca la luz sabiendo del peligro de que ésta le ciegue: «un color puede matar a los acostumbrados al negro» (pág. 228). La existencia del poeta no hace más que prolongarse en disyunciones vida / muerte, manicomio / exterior, pasado / presente, asesino / asesinado, sin que se alcance equilibrio entre la fuerza demoledora de la destrucción y la propia energía de Panero, que recuerda incasablemente a Nietzsche: «Yo no soy hombre, soy dinamita» (pág. 61).

En suma, las coordenadas de desesperanza, rabia y, cómo no, provocación —«El coito anal es el único medio que tengo de librarme de la lectura» (pág. 59)— articulan un discurso enajenado y enajenador: «Estas cartas van a asustar a mucha gente» (página 145). Panero blasfema su vida interior, su crucifixión mental, en un discurso desordenado de referencias literarias, reflexiones sobre la locura y su ámbito y, finalmente, radiografía despiadada de su fracaso; aunque como él afirmara en El desencanto: «El fracaso es la más resplandeciente de las derrotas». En la senda del exceso peregrina Panero, intensificando la literatura con el mismo desgarro que la vida.

La réplica a esta salvaje homilía la propicia Diego Medrano. Sus cartas oponen a la virulencia de Panero un suave remanso de prosa incisiva y voraz. En él recae la responsabilidad de dotar al epistolario de continuidad en una línea argumental que va dibujando tanto a Vetusta y a su fantasmagórica galería de bohemios, mendigos y artistas imposibles, como el canon de los héroes inútiles excelsos de la literatura universal.

Vetusta, la ciudad en la que habita Medrano, «surrealista», «ficción triste», «llena de excesos», «arrugada e invadida de contrasentidos», «debidamente intensa», propicia la aparición de curiosos personajes con los que Medrano dialoga, se asombra y se acerca a la realidad de la bohemia, el dandismo y, por ende, la inutilidad. Personajes como Víctor Robles, Elías Fernández Espina, Emilia Eresma (lector de Marx en prostíbulos durante el franquismo), el artista Carlos Serra, que busca la trasgresión en la realidad, Elías Fernández Espina, que en una plaza de toros experimenta el verso de Oliverio Girondo: «Toda plaza de toros es un ovni o un chocho» (pág. 230)... confieren a Vetusta el carácter mítico de legendaria cuna del héroe inútil.

Pero por encima de estos retazos de realidad, Medrano se convierte en estudioso sistemático de la inutilidad, en un análisis de escritores y obras que prodiga una crítica breve y sutil como agudo alfiler. Margarite Duras, Byron, Mary Shelley... Pessoa, Kavafis y Kafka «los tres sufririeron la vida gris del oficinista oscuro y tedioso» (pág. 39), ejemplos de dandysmo como Valle-Inclán y Baudelaire, Pedro Casariego Córdoba, Oliverio Girondo, Robert Alt, «raro y curioso para nuestra festiva colección de monstruos dantescos» (pág. 244), José Asunción Silva, el «bohemio más desconocido y, a la vez, francamente inútil, de cuantos se hayan aludido» (pág. 252), Henry James, «el puente entre Flaubert y Joyce» (pág. 109). Y rodeando a la literatura, también penetrando en ella, arte, filosofía y psiconálisis: así Bancusi, Duchamp, Leonardo, Modiglianni, Hegel, Sartre, Focault, Deleuze, Lacan, Freud... Cómo no, el poeta loco, Leopoldo María Panero, al que se le rinde tributo como poeta y se le aconseja como mito: «Abandona un poco a Leopoldo María Panero» (pág. 79). Porque sin máscara, no hay personaje. La literatura de Medrano es amena, diversa en registros y en temática. Supone el justo contrapunto, como anticlímax, a la marabunta escritural de Panero. Si Leopoldo María Panero acecha al lector en su guarida desdibujando lo externo para vomitar la relectura propia, Diego Medrano estabiliza la obra a través de la sostenida descripción de Vetusta, la constante alusión a modelos de esa estirpe que proclaman. Y así el libro se balancea entre el aullido descarnado y la reivindicación casi programática de un modelo vital que aspira a su realización y agotamiento en el arte.

Subtítulo cabal de este volumen sería Teoría y práctica, y así tendríamos explicitado el carácter de manual para el heroísmo inútil[4]. La teoría la imparte Medrano: catálogo de escritores malditos, bohemios maldicientes, Vetusta como ciudad de la perplejidad artística... Panero imparte su lección magistral en torno al aspecto conductual del héroe inútil a través de su obra y, sobre todo, a través de su vida. Quizás sea útil, para valorar esta guía ética de estetas fracasados, meditar sobre la fortuna del marbete maldito en la literatura, la realidad que encierra el destierro de lo conveniente... Porque como advierte Luis Antonio de Villena:

El malditismo no debe buscarse. Nunca. Se tiene o no. Como la belleza. Y si hoy existe malditismo (que existe) no es ya el malditismo de Lautréamont o de Artaud. Hoy tiene y ha de ser distinto, aunque Ducasse siga siendo —cómo no— un padre terrible... (pág. 11)[5].

No era caprichosa la elección de la portada del libro, la estampa 43 de los Caprichos de Goya: El sueño de la razón produce monstruos. Los autores del libro se sitúan el sueño en la esfera de la realidad, se someten al alucinógeno estado de vigilia para «seguir abriendo la puerta de la realidad con la fantasía» (pág. 23); combatir, en suma, el fracaso de la vida con la vida misma y asistir al desvelamiento del esteta como superviviente del eterno ocaso que es el mundo.

 

R. Díaz Rosales

 

Ubaldo Rodríguez, El espíritu de las vanguardias, Ediciones Alfar, Sevilla, 2005, 152 págs.

 

Es muy difícil la tarea de narrar al tiempo que se busca decir algo que, en un principio, estaría ajeno a esa narración. Lo más sencillo, dentro del panorama narrativo actual, es crear una historia lineal, sin complicaciones y que se olvide tan pronto como se acabe la última página. Estos libros no pretenden más que la historia que se nos cuente nos mantenga alejados de los problemas cotidianos durante el tiempo que dure la lectura (algo, por otro lado, bastante lícito). No son frecuentes las historias con un compromiso, que busquen la condensación de un pensamiento junto al desarrollo de la trama y que cumplan el tan perseguido «enseñar deleitando» y aunque nos encontramos en un momento donde parece resurgir la novela histórica, aquí podemos decir que lo literario se lleva a la enseñanza y no la enseñanza a lo literario como ocurre en la obra que nos ocupa.

Con todo lo anterior pretendo transmitir que estamos ante una obra tremendamente original donde encontraremos diversos planos de lectura y donde, dependiendo de la competencia que tengamos como lectores, dichos planos nos aprovecharán de una manera o de otra, de forma que nos quedaremos en el simple delectare o nos acercaremos más al docere. Y digo que es original porque tras leer un título en apariencia tan ilustrativo sobre el significado de las palabras que encontraremos en su interior, y que además va acompañado de una portada igual de explícita (un collage de Enrique Lafita Guzmán donde se representa un hombre que sostiene una máquina de escribir en cuyo interior se puede ver una pistola, imagen que no extraña que vaya acompañada del calificativo de «vanguardista»), la estructura capitular, los títulos de algunos de ellos e incluso el contenido inicial de algunas historias pueden llevar a la confusión, hasta el punto de que no resultaría sorprendente que tras leer las 50 primeras páginas un lector preguntase, desorientado, el porqué del título de este libro.

La obra está conformada por seis capítulos, seis historias cortas con títulos tan dispares como Los amantes del café Marceau o El espíritu de las vanguardias y donde en cada una de ellas, de una forma o de otra, se acaba hablando de las vanguardias aunque en alguna quepan varias interpretaciones subjetivas. En cuatro de ellas encontramos como eje vertebrador el amor en varias de sus formas, elemento atemporal y connatural al ser humano, mientras que las dos restantes podrían conformar verdaderos «trataditos» de teoría literaria. Destaco el ya mencionado El espíritu de las vanguardias; el hecho de que se titule igual que el libro al completo y su disposición en la estructura capitular (es el capítulo central o, al menos, todo lo central que podría ser en un libro de capítulos pares) nos adelanta su importancia; el autor usa como excusa la entrevista de un periodista a un imaginario escritor contemporáneo para que éste diserte sobre el panorama actual de la novelística y sobre lo que fue el mundo de la vanguardia, un arte que «hay que comprenderlo. El arte anterior, sin embargo, sólo había que vivirlo» (pág. 84). Este personaje pondrá en duda el supuesto fracaso de las vanguardias ya que, en su opinión, rompen con unas reglas de arte que no han vuelto a cobrar vida, diferenciará entre Literatura (la que recrea el mundo) y la Gran Literatura (la que crea el mundo, tal y como fue el arte de vanguardia y que va y debe ir dirigido a una minoría) y ante todo, nos proporcionará la tan perseguida definición de «espíritu de las vanguardias»: «significa no tener estilo, no repetirse, estar siempre empezando y de una forma diferente cada vez» (pág. 94). Esta parte conformaría, sin duda, el conjunto de reflexiones más explícitas que encontraremos en la obra.

El otro capítulo digamos de contenido más teórico es el que cierra la obra y cuyo título es Un cadáver exquisito. Esta sección se conforma como una gran alegoría con cierto contenido verdaderamente histórico, donde el fotógrafo vanguardista Man Ray tiene la misión de inmortalizar el cadáver de un recién fallecido Proust, símbolo (tanto por sí mismo como por su condición de finado), del arte viejo a través de un arte nuevo como es el de la fotografía, y cumpliéndose así la máxima que debería, en opinión del autor, respetar todo arte que se considerase vanguardista, «acercar el arte a la vida, universalizar la experiencia estética, lograr un mundo sin separaciones y una nueva forma de existencia donde el arte estuviera por todas partes» (pág. 135), y donde el espectador fuese parte esencial del compromiso estético.

Si bien con estos dos capítulos resaltados el libro no pasaría de ser más que un ensayo típico sobre un tema que, de otro lado ya está suficientemente estudiado, la unión con el resto crea una obra que resalta por encima de otras concepciones similares. La recreación del amor como pasión elegida para acompañar este espíritu vanguardista admite diversas interpretaciones que dejaremos a juicio del lector; de todas formas la utilización de este sentimiento no se hace de manera unívoca sino que aparece en diversas fases y momentos: así, lo vemos en su vertiente platónica en Los amantes del Café Marceau, lo tenemos en una visión nostálgica y egoísta en Desconcierto, conocemos sus primeros escarceos en Después del ensayo, y, finalmente apreciamos su degradación a través del tiempo en El viaje más triste.

En todas estas historias y en las mencionadas antes encontraremos frecuentes recursos que nos llevan al camino interpretativo marcado por el autor ya desde el título; así por ejemplo, en Después del ensayo, la acción se desarrolla entre los dos actores principales de una representación escénica que bien podría corresponder a una obra de las vanguardias, nos encontramos ante una pieza teatral donde no hay un texto prefijado desde el principio sino que los actores se ven obligados a improvisar diariamente basándose en unos simples trazos temáticos; con esto veremos de qué forma los personajes acaban introduciendo elementos de la realidad, al menos de su realidad, dentro de su trabajo interpretativo, confundiéndose lo real con lo ficticio, con lo que se cumpliría la máxima vanguardista ya expresada de que el arte debe estar en todas partes, en cada recodo de la vida.

Junto con este tipo de recursos, son también frecuentes guiños que cumplirían una similar función de cohesión de toda la obra. Así, podremos observar diversas referencias a Ortega y Gasset y a sus ideas estéticas, al Dadaísmo, a Francia y, sobre todo, a París, un tópico típico de ciudad artística que parece querer ser reivindicada en esta obra como faro del arte por el arte, y que para tal fin aparece en todas las historias que encontraremos en este libro, bien como escenario central del desarrollo de la trama, bien como simple referencia contextual: pero siempre tendrá su hueco dentro de cada relato.

Estamos, en definitiva, ante una sucesión de pequeñas historias con un estilo muy variado que pretenden engarzarse entre sí ante un elemento común, un espíritu que parece cobrar vida y envolverlas a todas ellas, un soplo vanguardista que se muestra de diferente manera en cada una y que, junto a la participación del lector, colabora a crear, en esta ópera prima del autor, una obra divertida, ingeniosa, ilustrativa y muy recomendable.

 

M. A. García Aguilera

 

Emilio Javier Peral Vega, Formas del teatro breve español en el siglo xx (1892-1939), Fundación Universitaria Española, Madrid, 2001, 460 págs.

 

Las formas dramáticas breves, sabido es, han sido poco atendidas por la crítica. El objetivo del autor del libro que presento no era, sin embargo, historiar la entera producción dramática corta de los años indicados en el paréntesis del título, sino situar e interpretar las creaciones de los autores más significativos e innovadores desde el modernismo al final de las vanguardias.

El volumen tiene su origen en una tesis doctoral dirigida por el profesor Javier Huerta Calvo y leída en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid en septiembre de 2001. Está integrado por una sopesada introducción teórica sobre las formas teatrales breves (págs. 17-27), un abarcador capítulo sobre la farsa y la commedia dell’arte en la escena europea (págs. 28-64) y tres extensas secciones o partes. La primera (págs. 65-248) está dedicada al mundo de Arlequín en la escena española contemporánea; la segunda parte (págs. 249-360) versa sobre obras que el estudioso reúne bajo el membrete de «nuevos retablos de las maravillas»; la última (págs. 361-430) estudia el entremés clásico y su proyección en la escena moderna.

De lo dicho se desprende que el estudio no se limita exclusivamente al teatro breve español: también se asoma, en los dos capítulos introductorios, a la literatura comparada. El primero estudia la recuperación de las formas dramáticas breves del teatro farsesco en Francia (especialmente el éxito de Pierrot en el simbolismo) y en Italia (el Pulcinella romántico y el predominio del grotesco). En el segundo, Peral Vega examina la presencia del títere en la teoría teatral moderna en cuatro apartados: a) las teorías de Diderot en Paradoja del comediante, sobre el discutido asunto de la actuación, y las reflexiones que Kleist expone en su ensayo Sobre el teatro de marionetas (1810); b) la vanguardia grotesca y el nuevo concepto de actor de Alfred Jarry; c) las teorías de Edward Gordon Craig sobre la supermarioneta; y d) los futuristas italianos y la escuela Bauhaus.

El término a quo indicado en el título se refiere al año de la publicación de un texto pionero de Jacinto Benavente que marcó un cambio estético: el Teatro fantástico (que reúne ocho piezas breves, hasta ahora poco atendidas por la crítica). Abre el volumen benaventiano Amor de artista, que funge de loa y comienza con un diálogo en el que uno de los personajes reflexiona sobre la falta de voluntad, asunto que Azorín trataría en La voluntad, texto programático aparecido en 1902. Este hallazgo de Peral Vega es aún más meritorio si se considera la casi inexistente recepción crítica de la obra, pese a la notable influencia que tuvo, por sus propuestas anticipatorias, en el teatro farsesco del primer novecientos. Las conclusiones del estudioso sobre las piezas cortas de Teatro fantástico no dejan espacio a la duda en cuanto al alcance de su influjo en el teatro farsesco español: «la farsa simbolista (Amor del artista), la farsa cómica y tradicional (Comedia italiana y El criado de don Juan), la pantomima (La blancura de Pierrot), la farsa deshumanizada y para títeres (El encanto de una hora y La senda del amor) e, incluso, la pieza breve de carácter metaliterario (Modernismo), cuando no un compendio de todas ellas (Cuento de primavera)» (pág. 67).

No menos acertadas son las páginas que dedica en esta primera parte de su estudio a dos dramaturgos modernistas catalanes (Rusiñol y Gual) y a Martínez Sierra, que con Benavente configuran la farsa simbolista española del siglo xx, heredera, a su vez, de los personajes y los tópicos del decadentismo francés. De sumo interés son las páginas sobre la presencia de las máscaras italianas en el teatro breve de García Lorca, en las que la penetración analítica, el calibrado engarce y la pertinencia de las citas desembocan en una lectura nueva y llevan a conclusiones reveladoras. Especialmente conseguido es el subcapítulo que dedica a la farsa erótica Amor de don Perimplín con Belisa en su jardín, en el que devela e interpreta los múltiples y complejos elementos que convergen en la creación del personaje, que hacen de la obra una de las piezas más logradas del autor de Poeta en Nueva York. El capítulo octavo de esta misma sección está dedicado a los clowns, a la pantomima y al mundo del circo, con interpretaciones novedosas de piezas de Gómez de la Serna, Tomás Borrás, Gutiérrez Gili y García Lorca.

En la segunda parte destacan los capítulos dedicados a los dramas breves para marionetas y a los autos para siluetas de Valle-Inclán, así como al proceso de humanización y deshumanización del muñeco en algunas obras de García Lorca, entre las que figuran La niña que riega la albahaca, el Retablillo de don Cristóbal, la Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita y Amor de don Perimplín. El último capítulo estudia la evolución del teatro de títeres hasta la guerra civil, con apuntes reveladores sobre piezas de Rafael Alberti, Rafael Dieste, Carrere, Martínez Sierra, Martínez Olmedilla, Borrás, Arconada y José Ricardo Morales.

En la tercera y última parte de su monografía, Peral Vega estudia la presencia del entremés clásico en la escena moderna, los elementos entremesiles del teatro breve áureo en el esperpento, la presencia de ingredientes de la loa o del introito del teatro clásico en los prólogos dramáticos modernos (Benavente, Valle-Inclán y García Lorca) y el teatro breve de compromiso político de Alberti, Aub, Dieste, Altolaguirre y Miguel Hernández, en deuda todos con la tradición cultural del teatro clásico.

Nos hallamos ante una aportación fundamental a la historia del teatro breve español. Una obra concebida desde una metodología ecléctica y versátil a la vez, y desde un profundo conocimiento de las obras y los autores que estudia. Una contribución, en suma, de capital importancia sobre las formas dramáticas breves de la Edad de Plata.

 

J. M. López de Abiada

 

E. E. Cummings, En época de lilas (trad. de J. Cueto-Roig), Verbum, Madrid, 2004, 121 págs.

 

Con el título En tiempo de lilas, epígrafe que pertenece a uno de los poemas traducidos en esta colección, nos ofrece la editorial Verbum una selección de algunos de los versos más representativos de E. E. Cummings (aunque su autor prefirió siempre firmar como «e. e. cummings», sin mayúsculas). Es éste uno de los poetas más célebres de las Vanguardias estadounidenses, a la misma altura que Wallace Stevens, William Carlos Williams o Robert Frost, o quizá incluso por encima de ellos, y sin duda uno de los más radicales innovadores formales del período que va entre comienzos del siglo xx y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su obra ha sido poco conocida en España durante algunas décadas, pues su poesía ha quedado un tanto oscurecida por otros vanguardistas más célebres, sobre todo los mencionados anteriormente más Gertrude Stein, T. S. Eliot y Ezra Pound. Afortunadamente, el lector de hoy puede contar con la colección aquí reseñada más otras varias: Poemas (Alberto Corazón, 1987), Buffalo Bill ha muerto (Antología poética, 1910-1962) (Hiperión, 2002), La sintaxis de las cosas. Antología (Verdehalago, 2003) y la novela La habitación enorme (Alfaguara, 1982, con ilustraciones del autor; reeditada por Espasa en 2004).

    La edición publicada por Verbum tiene, entre otras cosas, dos grandes ventajas para el lector. La primera se refiere al hecho de ser una versión bilingüe, con lo que eso supone de poder comparar original y traducción (muy bien hecha, por cierto, por Juan Cueto-Roig). Ello nos permite juzgar cómo se puede adecuar a nuestro idioma una obra tan enrevesada formalmente, al tiempo que aparentemente sencilla desde el punto de vista de sus temas. Y el veredicto es sin duda que se trata de una muy buena adaptación a nuestra lengua, fina y respetuosa con el espíritu de Cummings. Y eso no era nada fácil, lo cual redunda en la calidad y profesionalidad de su traductor. Sin embargo, es necesario decir que el vertido a nuestra lengua tiene una pequeña sombra. Según confiesa el traductor, ha preferido seguir el estilo y las ideas del poeta, sacrificando «la rebeldía semántica» del autor, a una tipografía formal más ordenada. Más allá de la competente traducción, es ésta una estrategia muy discutible, sobre todo tratándose del tipo de poesía que aquí nos convoca. Por lo que mi experiencia docente y crítica me dice, la tipografía juega un papel crucial en algunos de estos versos, y su eliminación hace que se desvanezca algo (o bastante) de su carácter visual. Naturalmente, sentido del texto y forma están unidos en Cummings. Un ejemplo: el paréntesis final en el famosísimo poema «o sweet spontaneous» ha de abarcar todos los versos finales, desde «pero» (v. 19) hasta «primavera» (v. 27), como sucede en inglés, pues sirve gráficamente como «protección» —en un nivel tanto pictórico como físico— de la Naturaleza como órgano supremo ante los dedos de filósofos, científicos y teólogos. Por desgracia, en esta traducción esa separación se pierde. Se trata, pues, de una traslación que pierde el carácter pictórico de un poema típicamente vanguardista. Afortunadamente, eso sólo ocurre en muy contadas ocasiones.

    La segunda gran ventaja de la presente colección, esta vez sin atisbo alguno de sombra o duda, consiste en que ofrece un generoso recorrido por toda la obra del autor: 44 poemas que van desde sus juventud en los años 20 hasta su muerte a comienzos de los 60. Pocas ediciones —sólo una que conozcamos— cubren tanto espacio de manera tan honrosa y abarcadora. Es una virtud de esta edición poder resumir de manera coherente la trayectoria poética de Cummings. Sólo se echan de menos, y aquí adopto una perspectiva netamente personal, poemas de mayor calado social y político. Permítaseme citar un par de poemas ausentes, cada uno con un tono muy distinto: el antimilitarista «next to of course god america i» (1926), que se mueve con maestría entre lo literal y lo irónico tomando como punto de partida un discurso militar, y el más regionalista «somewhere i have never travelled, gladly beyond» (1931). Además, quedan sin explicar claras referencias intertextuales a Walt Whitman, sobre todo a poemas como «Spontaneous Me» o «When Lilacs Last in the Dooryard Bloom’d». Aun así, no es esto ningún desdoro para la colección, que resulta tan útil como ejemplar en todos los planos. En época de lilas es un volumen esencial para entender a Cummings en el mundo hispánico, bien seleccionado y mejor traducido, como es habitual en las ediciones de poesía no española publicadas por Verbum hasta la fecha.

 

R. Miguel Alfonso

 

Luis Rafael Sánchez, Devórame otra vez. Artículos de primera necesidad, Ediciones Callejón, Colección Litoral / Literatura, San Juan, 2004, 201 págs.

 

El escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez (1936) saltó a la fama internacional con una novela de título provocador, La guaracha del Macho Camacho (1976). Escrita entre 1968 y 1975, fue una obra de ruptura, que cerró con broche de oro el nutrido corpus de la narrativa hispanoamericana del boom; y fue a la vez uno de los títulos que marcaron el comienzo del post-boom, por su capacidad transgresora en forma y contenido; en la forma, porque apostaba por la oralidad y la cultura popular e introducía un ritmo narrativo novedoso, fruto de un lenguaje lúdico y festivo que aprovechaba sabiamente los recursos estilísticos; y en el contenido, porque aguijoneaba a una sociedad alienada por el consumismo y su relación de dependencia de los eeuu. Su segunda novela La importancia de llamarse Daniel Santos (1988) recoge en el título el nombre del protagonista, el cantante puertorriqueño de boleros, «mito raso y sato, populachero y al natural» que gozó de su máxima notoriedad en la década de los cincuenta. El tema es, por tanto, musical; pero hay más: Sánchez lleva a cabo una resemantización del bolero como discurso político que descubre y discute, por su enorme difusión y desde la sincronía y la diacronía, los procesos históricos del entero continente.

Los cuarenta artículos que integran esta última entrega amplían en temas y espacios sus dos colecciones anteriores de ensayos, La guagua aérea (1994) y No llores por nosotros, Puerto Rico (1997). Se trata de una selección de textos que aparecieron en los últimos diez años en diarios y suplementos culturales latinoamericanos, neoyorquinos y españoles. Son todos, en concordancia con el subtítulo del volumen, textos «de primera necesidad» sobre temas variados, reunidos en dos amplias secciones: «Las palabras viajeras» y «País juguetón y pequeñín».

Cronista de lo cotidiano, Luis Rafael Sánchez rinde homenaje en el título de su miscelánea al compositor Palmer Hernández, al salsero Lalo Rodríguez (que estrenó y divulgó la «salsa de alcoba») y al dúo Azúcar Moreno («que infectó a los restaurantes europeos con el virus de la cachondería perniciosa», pág. 10).

El humor es el salvoconducto para abordar la seriedad de los temas. Temas que delinean un arco que se mueve entre argumentos supuestamente frívolos y circunstanciales («La bragueta presidencial» es quizá el texto más representativo, que reflexiona sobre las arenas movedizas de la infidelidad al socaire del affaire Clinton-Levinsky) y los sumamente trágicos (el 11-M); entre la meditación ocurrente sobre asuntos profundamente serios (las penurias económicas de Cervantes, autor de un best-seller de alcance universal) y la trascendencia social y médica de la plaga hodierna de la obesidad. Un arco, en fin, en el que tienen cabida tanto la hermosura incentivada por las arrugas que la industria cinematográfica potencia para cubrir la demanda de una franja cada vez más ancha de telespectadores longevos como el delito de cuello blanco, tanto los prejuicios raciales de una sociedad que discrimina a los diferentes como la desautorización de los chistes basados en el heteroimagotipo y el prejuicio.

No resisto a la tentación de reproducir dos solos pasajes de las crónicas más desgarradas. La primera es una larga meditación sobre el atentado del 11-M. Comienza con una cita del De Profundis de Oscar Wilde: «El dolor es un momento muy largo». Es una frase procedente de la extensa y airada carta a su amante, Lord Alfred Douglas, desde la cárcel donde Wilde cumplía condena a trabajos forzados. El pasaje anunciado dice así: «De unos momentos muy largos, de unos instantes infinitos, de unos dolores que nunca encontrarán el consuelo o la paliación, hablan las fotografías que llegan de Madrid estos días, los posteriores a la matanza del once de marzo. Se trata de unas fotografías donde se retratan el horror y la impiedad, hechas sin truco y sin pose, tomadas por cámaras puestas al servicio incondicional de la noticia fresca. Se trata de fotografías ajenas a los filtros, ajenas a la belleza que rezuma artificio y despropósito, ajenas a las exquisiteces vacuas del glamur. Se trata, en fin, de fotografías equiparables a los boletines tersos que el periodista envía desde el frente de guerra: información de primera mano, redacción gramatical inobjetable, ausencia del rodeo y el melindre expresivo» (págs. 102-103).

La segunda crónica versa sobre las tragedias de los dominicanos que abandonan sus lares nativos y se echan a la mar en pateras vacilantes y a veces letales hacia las costas puertorriqueñas, donde tienen la esperanza de quitar el hambre: «Hay que tener el corazón bravío, como para subirse a una yola cuyo costillar semeja un nido de ruiseñores. Hay que tener los nervios de hierro, como para apuntarse a una travesía, sin más carta de navegación que el azar y la necesidad. Hay que tener los genes bragados, como para empeñarse en burlar a la Guardia Costanera Norteamericana. Y para internarse en un matorral tupido. Y para aguardar el momento adecuado cuando sumarse a lo ajeno, a lo desconocido, a lo inhóspito. Y para aprender a vivir sin dejarse arrollar por la nostalgia del bohío, del batey, del ingenio azucarero, de la chiripa inconsecuente, de las tentaciones del prestamista».

Valorada en su conjunto, esta gavilla de ensayos de carácter misceláneo que tuvieron en revistas y diarios su primer destino adquieren una cohesión asombrosa, en la que la voluntad de estilo y la penetración analítica dan la mano al periodismo de altura. Un libro deslumbrante, equiparable a los títulos que Luis Rafael Sánchez admira y confiesa haber tenido por modelos: Picotazos (Curcio Malaparte), El arte de la fuga (Sergio Pitol), Regresar a donde no estuvimos (César Antonio Molina), La estrategia de la ilusión (Umberto Eco), La lengua absuelta (Elías Canetti) y Utopía y desencanto (Claudio Magris).

 

J. M. López de Abiada

 

Américo Castro, La enseñanza del español en España. El habla andaluza. Lingüistas del pasado y del presente (estudio introductorio de M. Peñalver Castillo). Universidad de Almería (Clásicos recuperados, 4), 2001, 106 págs.

 

Los tres ensayos de Américo Castro, «La enseñanza del español en España» (1922), «El habla andaluza» (1922) y «Lingüistas del pasado y del presente» (1924), que se recogen en el presente volumen no han perdido un ápice de frescura, a pesar del paso del tiempo. El planteamiento, las ideas y las inquietudes que los mueven conservan un grado de actualidad tal que muy bien puede servir de provecho a cualquier lector de hoy, puesto que su lectura despierta el interés a cualquiera que se acerque a estas cuestiones, sea especialista o no. La Universidad de Almería hace accesible estos textos dentro de su colección «Clásicos recuperados» y los reedita con un exhaustivo estudio introductorio (págs. 9-54) de Manuel Peñalver Castillo.

En cuanto al primer artículo, el de mayor extensión («La enseñanza del español en España», págs. 57-83), la primera impresión tras su lectura es la de sorpresa, pues sus planteamientos fácilmente pueden ser suscritos en la actualidad. La manera en que aborda la cuestión de la didáctica del español, el rechazo del absurdo memorismo, el énfasis en la formación del profesorado como una de las claves en el éxito de la enseñanza, la defensa que hace Américo Castro de la utilización de la gramática como instrumento de ayuda en la mejora de la competencia del alumno y no como finalidad en sí, y por supuesto su alejamiento del presupuesto de que estudiar gramática es estudiar lengua. A juicio de Castro, «una primera confusión que conviene remover es la idea absurda de que el idioma se enseña estudiando gramática» (pág. 13), pues en efecto, la gramática verdaderamente debería ayudar al alumno a mejorar su competencia lingüística comunicativa, esto es, su expresión oral y escrita. El análisis de Peñalver Castillo es pormenorizado y concluyente al respecto: «El filólogo granadino intuye, otea el horizonte, aunque todavía lejano, de las posibilidades de este campo y coloca las primeras piedras y los primeros cimientos para construir un edificio que era muy necesario para dar cobijo a unas investigaciones fundamentales e imprescindibles para desarrollar una tarea tan noble como es la que corresponde al plano de la aplicación adecuada y responsable de la teoría gramatical y lingüística a la enseñanza del español como primera lengua» (pág. 13).

La preocupación de Américo Castro por esos jóvenes estudiantes incapaces de expresarse en español, con la adecuada propiedad y corrección idiomáticas, y adecuándose al registro lingüístico que cada contexto diferenciado exige, continúa, siendo objeto de debate en las mil y una reformas educativas que se vienen llevando a cabo en los últimos años. El caso es que lo que preocupaba al insigne filólogo en 1922, preocupa y mucho a la sociedad de 2005, y muy probablemente las soluciones que apunta Castro como la corrección de la pronunciación y de la expresión, el fomento de la narración y la exposición oral, el desarrollo de la habilidad lectora y, por último, el aprendizaje de la escritura, deben preceder a la introducción de las nociones gramaticales teóricas en la enseñanza de la lengua materna.

El último apartado de este ensayo dedicado a la enseñanza de la lengua materna, lo titula Américo Castro «El problema de las lenguas regionales». En él se expresa en los siguientes términos: «es un hecho la existencia de esas lenguas regionales [en España] y nada debe hacerse por que desaparezcan. Tal posibilidad entristecería a cualquier amante de la vida; pero para un filólogo, la muerte de una lengua, aunque se conserve sólo como un mezquino dialecto rural, es una desgracia irreparable. Las consideraciones científicas se añaden a otras de índole sentimental, para cuya percepción nos ha educado el siglo xix. El menor patois encierra tal cantidad de interés psicológico, histórico y lingüístico que su conservación es obligada empresa para todo el pueblo culto» (pág. 76). Es una actitud epistemológica que da una idea de la envergadura y profundidad de su función como intelectual; y continúa denunciando, en primer lugar el absoluto desconocimiento del hecho plurilingüe en España por parte de la Administración de la época, felizmente esta etapa se ha superado en la actualidad, y en segundo lugar el «menguado espíritu de campanario de los que hablan de las lenguas regionales como de algo absoluto, con exclusión del español, y creen posible construir minúsculas naciones a base de esas peculiaridades lingüísticas» (pág. 76), por desgracia este es un problema que permanece como cuestión recurrente en la realidad lingüística, social y política de la España de 2005. Castro repasa con buen criterio la situación de otros países con enseñanza bilingüe: Austria, Suiza, Bélgica, Irlanda y Finlandia, para, una vez descritas las diferentes realidades, defender, en 1922 y desde un punto de vista práctico, la necesidad de aprender español en primer lugar: «Se trata, pues, de un problema primordial de instrucción: todo español debe hablar es­pañol. [...] Luego que todo el mundo supiera español, o en cuanto se viese que la nación tenía plenitud de medios para congregarse a la instrucción de sus habitantes, consideraría como una admirable obra de civilización el que se combinara la enseñanza de la lengua regional con la del español. No se me escapa lo difícil que esto sería, no sólo por el tiempo que había de emplearse, sino más aún por la materia misma de la enseñanza» (pág. 82).

Manuel Peñalver Castillo justifica el rescate de este ensayo: «La enseñanza del español como lengua materna no está precisamente sobrada de trabajos con tanto interés científico y pedagógico, y de estudios que traten con tanto equilibrio las relaciones entre la teoría y la práctica, entre la investigación lingüística y la investigación pedagógica. No olvidemos que el objetivo primero y principal de esta obra de A. Castro fue el de renovar y modernizar, de acuerdo con su título, La enseñanza del español en España» (pág. 34).

Respecto a su segundo ensayo: «El habla andaluza» (págs. 85-93), cabe decir que en el breve repaso de nueve páginas presenta una descripción de los fenómenos más característicos, para comenzar sitúa con exactitud el origen de estas hablas meridionales: «El andaluz es el castellano del centro de la Península que se difundió sobre las tierras reconquistadas, desde el siglo xii (ocupación de Córdoba y Sevilla) hasta finales del xv (toma de Granada). Sus rasgos esenciales se reducen a diferencias en el modo de articular los sonidos del castellano, y al arcaísmo y abigarramiento de su léxico» (pág. 86). Señala, Américo Castro, aspectos que hoy todavía son objeto de estudio como es la doble particularidad de su léxico: el conservadurismo por un lado, pero la innovación, por otro, que él explica con la siguiente afirmación. «Tampoco se conoce bien el sentido de aquella región para la metáfora, la creación de nuevos modos de decir, etc.» (pág. 86).

El autor apunta ya la necesidad de investigar la variación que caracteriza las hablas andaluzas para mejor comprender su personalidad propia.

El último ensayo, «Lingüistas del pasado y del presente» (págs. 95-103), está dedicado a dos figuras de la filología, Antonio de Nebrija y Hugo Schuchardt. El primero, como pionero a la hora de redactar una gramática de una lengua vulgar en un tiempo en que no existía más que el estudio de las «lenguas sabias (latín, hebreo, griego)» (pág. 96); Américo Castro sabe explicar en su justa medida el sentido de este «atrevimiento», como resultado lógico de una evolución sociopolítica que desemboca en la constitución de los modernos estados nacionales en Europa. En cuanto al segundo, repasa y comenta brevemente su ingente obra y destaca en especial dentro de su legado, los estudios que dedicó al estudio del ibero, y sobre todo el vasco.

Todo lo expuesto con anterioridad nos lleva a confirmar el acierto en la reedición de estos ensayos, cuyo interés alcanza a cualquier lector de 2005. En cuanto a la edición, las frecuentes erratas hacen, en ocasiones, su lectura difícil y deslucen el resultado final. Por otra parte, el elaborado estudio introductorio de Manuel Peñalver Castillo ayuda a sistematizar y entender en su justa medida los tres ensayos reunidos.

 

F. Jiménez

 

Milagros Aleza Izquierdo y José Mª Enguita Utrilla, El español de América: aproximación sincrónica, Tirant lo Blanch, Valencia, 2002, 335 págs.

 

Esta amena contribución al estudio descriptivo del español en América es fruto del trabajo editorial conjunto de dos reconocidos especialistas, Milagros Aleza y José Mª Enguita. La obra se suma al renovado interés por la materia en las últimas décadas, según demuestran los proyectos de investigación nacionales e internacionales y la docencia universitaria en Filología Hispánica. Es bien sabido que hoy en día se ha avanzado mucho en la investigación y se han celebrado ya cinco congresos internacionales. Asimismo, el quinto centenario del Descubrimiento de América tuvo una gran repercusión científico-cultural y aumentó el interés por las variedades ultramarinas del español. Actualmente, desde varias perspectivas, incluida la demográfica, no cabe duda de que el porvenir del español se halla en Hispanoamérica.

Aunque los autores solo pretendan ofrecer en este libro unos materiales de consulta, puestos al día, sobre las variedades que configuran el variopinto mosaico dialectal del español extendido por los vastos territorios de la América hispanohablante, la obra se convierte en una valiosa monografía, sistemática y descriptiva, con una actualizada bibliografía complementaria que cierra cada capítulo.

El estudio sobre el léxico (capítulo quinto, págs. 203-294) lo ha elaborado Enguita Utrilla, que también firma como coautor la introducción (capítulo primero, págs. 15-64). Milagros Aleza es la autora de los capítulos sobre fonética y fonología (págs. 65-116), morfosintaxis (págs. 117-186), el español en USA (págs. 187-201) y la lexicografía del español de América (págs. 295-335).

A las consideraciones generales y al análisis de los factores que diferencian el español de España y de América (procedencia de los colonizadores, contactos con las lenguas precolombinas y acomodación del español al nuevo ámbito geográfico), le sigue el reconocimiento de dos macrodialectos (el español castellano, continental e interior; y el español atlántico, periférico-insular), entre los que se halla escindido el español de América: «La totalidad del español americano no pertenece al español atlántico (o superdialecto b), sino solamente las zonas costeras y las caribeñas, y no las del interior de Hispanoamérica, las cuales responden a la modalidad castellana (o superdialecto a)» (pág. 33).

Al considerar la aparición de diferentes normas lingüísticas hispánicas (desde la época colonial hasta nuestros días) y la superación actual de esa percepción del español de América «como una modalidad inferior, una variedad periférica no prestigiosa», recalcan los autores que «no debe perderse de vista un hecho fundamental, oportunamente resaltado por Lope Blanch: aunque en algunas ocasiones el uso normativo americano y el del español europeo se separen, como demuestran los ejemplos aducidos, son mucho más abundantes las coincidencias que se observan» (pág. 45).

Con un repaso a la bibliografía más reciente y a las nuevas tendencias en los estudios sobre el español de América (las compilaciones bibliográficas, los proyectos como el presea y pilei, la geografía lingüística hispanoamericana y la lexicografía) concluyen las consideraciones externas de esta monografía, que se adentra con detenimiento por niveles lingüísticos en los rasgos internos de la sincronía actual.

Desde la perspectiva fonético-fonológica se estudian los principales fenómenos consonánticos (seseo, -s implosiva, fonemas palatales, líquidas, etc.) y, muy brevemente, los fenómenos vocálicos. Asimismo, se apunta la escasa bibliografía disponible sobre la entonación hispanoamericana y se señalan «las peculiaridades fonéticas derivadas del contacto del español con las lenguas indígenas, o bien potenciadas por el contacto (causación múltiple)» en Colombia, tierras andinas, Paraguay, nordeste argentino y México (págs. 90-97).

Se estudian, entre los fenómenos más relevantes de la morfosintaxis, el voseo verbal y pronominal, con datos clasificados por países, junto con la morfología nominal, las preposiciones y las conjunciones (páginas 117-139). Seguidamente, Aleza se ocupa detenidamente de aquellos «fenómenos de interferencias morfológicas y sintácticas, que son fruto del contacto de códigos. En este sentido, cobran una relevancia especial las alteraciones del código en países y comunidades donde siguen vigentes las lenguas amerindias y, por tanto, pueden entenderse y catalogarse en una descripción sincrónica como realizaciones integradas en una situación de adstrato, más que de sustrato propiamente dicho» (págs. 139-140). Se señalan los rasgos originados por el contacto del español con el quechua y el aimara en las zonas andinas (el comportamiento de los clíticos; la doble marca de posesión; determinadas combinaciones del sustantivo, las perífrasis de gerundio, la expresión analítica de la causatividad o los elementos validadores y el diminutivo andino, entre otros); el contacto con el guaraní en el Paraguay y nordeste argentino (con reestructuración del sistema pronominal, calcos del guaraní y ejemplos de convergencia lingüística); y el contacto en Centroamérica y México con el maya y el náhuatl, que habría originado determinadas construcciones y alguna duplicidad de clíticos.

Las consideraciones morfosintácticas rastrean, por último, el contacto interlingüístico del español con las lenguas africanas traídas por los hablantes de aquel continente: «Es en las hablas populares, en el registro informal, donde se encuentran las posibles huellas de la presencia africana en América, puesto que al igual que ocurre en el portugués de Brasil, se advierten paralelismos fónicos y morfosintácticos con algunas lenguas africanas y criollas de base portuguesa-africana» (págs. 161-165).

El apartado sobre el español en los Estados Unidos de Norteamérica resulta demasidado escueto, a nuestro juicio, pues podría haberse obtenido más rendimiento de la bibliografía con que contamos hoy, sobre todo de los Materiales —no incluidos en la bibliografía— que publicó Lope Blanch y del monumental volumen de M. Alvar[6].

La síntesis sobre el léxico hispanoamericano de Enguita Utrilla sigue resumidamente las directrices del volumen publicado con su maestro T. Buesa: Léxico del español de América: su elemento patrimonial e indígena, (Madrid, 1992). Se repasan los préstamos tomados de las lenguas indoamericanas, las voces indígenas de insegura filiación etimológica, la vitalidad de los indigenismos y las voces de origen africano, junto con los lusismos, galicismos, italianismos y anglicismos. Todo este material se agrupa dentro del contacto entre sistemas lingüísticos. Por su parte, los andalucismos, las voces canarias, del nordeste peninsular, los occidentalismos y los marinerismos léxicos, se explican como resultado del contacto de subcódigos lingüísticos.

No menos importante que la transferencia de teminología léxica desde otras lenguas son los ejemplos de adaptación (incluidas la derivación y composición) del fondo léxico patrimonial a la realidad hispanoamericana, que se estudian con la minuciosidad requerida. Así, pues, Enguita Utrilla, conspicuo conocedor de la lexicología hispanoame­ricana y de todo lo relativo al estudio de los americanismos, se ocupa además en este capítulo de los procesos de selección léxica, los arcaísmos, la formación de palabras y los cambios semánticos.

A falta de unas conclusiones generales o por niveles, M. Aleza da un repaso breve a la lexicografía diferencial hispanoamericana (con especial atención al Nuevo Diccionario de Americanismos, de Haensch y Werner). Para cerrar el volumen se esboza una clasificación de buen número de diccionarios generales y nacionales.

La riqueza de los materiales que Enguita y Aleza presentan en este volumen, las atinadas consideraciones metodológicas, el enfoque descriptivo-sincrónico de cada capítulo y el selecto corpus bibliográfico perfilan un ensayo riguroso y ameno que compendia lo que sabemos sobre ese vasto complejo dialectal que llamamos español de América. No obstante, también se apuntan en la obra las tareas científicas que, como los estudios sobre la variación dialectal de la entonación, la estratificación sociolingüística del vocabulario y la morfosintaxis, etc., aguardan la llegada de lingüistas tan atentos y circunspectos como M. Aleza y J. Mª Enguita Utrilla.

 

M. Galeote

 

Antonio Escobedo Rodríguez, Vocabulario almeriense, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Almería (con la colaboración del Instituto de Estudios Almerienses), 2003, 264 págs.

 

Se ha convertido en cliché dar la bienvenida y expresar la satisfacción por la aparición de un nuevo libro; aunque, hay veces en que la consulta de las páginas de una publicación puede presentar más problemas que soluciones. Este es el caso, al menos en muchas de sus entradas, del Vocabulario que ha sacado a la luz el Prof. Escobedo, circunstancia que sorprende por el cargo profesional del autor.

La empresa que pretende llevar a cabo el lexicógrafo es ardua ya que quiere reunir el corpus léxico usado en la provincia de Almería, tanto de la lengua común como de los lenguajes especiales, que se aparten del español común o estándar, para lo cualsegún deducimos— toma como referente el drae. En primer lugar, se echa de menos un estudio previo, o unas palabras iniciales orientadoras en las que se hubiera indicado el modo de proceder y de dónde se obtiene el material que se presenta (recogido bien por encuesta directa o indirecta, bien en léxicos o estudios ya publicados, etc.), porque nada de ello se dice en las respectivas entradas y el Vocabulario no lleva, como se ha dicho, más introducción que unas «Fuentes empleadas para la elaboración del Vocabulario», que, en realidad, se trata de una heterogénea bibliografía en la que predominan los repertorios léxicos de la provincia de Jaén (entre los que hay varios de la montería y cetrería, actividades que no se practican en Almería), al que siguen los de Almería, Granada y Cádiz; pero, curiosamente, no se sabe cómo se tienen en cuenta porque en los artículos nunca se hace referencia a ellos[7], ya que, de un lado, en las entradas no establece relación con otras provincias (andaluzas o no andaluzas) —sólo en contadísimas ocasiones se confronta con el drae—, y, de otro, observamos que de forma casual o arbitraria aparecen voces recogidas en los estudios léxicos almerienses citados en la bibliografía; sin embargo faltan otras, algunas muy representativas. Veamos, al azar, un solo ejemplo de lo dicho últimamente; en las «Fuentes» aparece la recopilación léxica de Muñoz Renedo de la comarca de Vélez Rubio (Almería)[8] —zona de notable interés por encontrarse en el límite con la provincia de Murcia y, por ello, con numerosos murcianismos y orientalismos peninsulares—, no obstante, no encuentro un buen número de lemas incluidos en la indicada recopilación —y cuando aparecen no se cita esta comarca en sus respectivos artículos—; si nos fijamos sólo en las entradas en A, hay 32 unidades léxicas que se encuentran en esta situación, entre ellas faltan algunas tan representativas como abules ‘adiós’, achichurrío ‘mustio’, agibatarse ‘azorarse’, albaida ‘planta silvestre’, almajara ‘vivero’, apencar ‘apoyar’, armostrá o amostrá ‘medida para el grano que se obtiene poniendo las manos juntas’, arregostar ‘eruptar’, avellana ‘cacahuete’, etc. Por otro lado, faltan algunos trabajos lexicográficos almerienses de interés (de López Aberasturi, Muñío Valverde, Pardo Berbel, E. Pezzi, Pierson Berenguer, Torres Montes, etc.) y, sobre todo, la consulta del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (alea), que hubiera completado y precisado el corpus presentado.

Pasemos a analizar de modo más sistemático el material que se nos presenta en esta obra; comenzamos por la macroestructura. Es obvio que en cualquier repertorio léxico no están todas las palabras de una lengua, de una región o provincia (como en este caso); no obstante, no deben faltar aquéllas que sean representativas y de uso generalizado en el territorio —o de una parte significativa— que se pretenda estudiar, como son los casos de albercoque ‘albaricoque’, canalera ‘canal de desagüe de la cubierta de las casas’, engaliar ‘engañar’, enrobinar y enrobinado ‘oxidar’ y ‘oxidado’, respectivamente (sí se recogen arrubín y arrobinarse), cardo cuco ‘cardo corredor’, guijas almortas’, jinjol o jinjolero azufaifo’, leja ‘vasar, estante’, lucana ‘claraboya’, mancaje ‘escardillo’, molla ‘miga del pan’, panizo ‘maíz’, panocha ‘mazorca del maíz’, pavilo ‘corozo de la mazorca’, piñón ‘pepita de la uva’, robín ‘óxido’, solaje ‘los posos de algunos líquidos’, tranco ‘peldaño de entrada a la casa’, zafa ‘palangana’, etc., etc. No obstante, por una parte, da entrada a vulgarismos, que en la mayor parte de los casos son fruto de falta de escolarización y, en consecuencia, tienen amplia extensión en el dominio hispánico por lo que no se pueden catalogar con la marca diatópica como voces almerienses, ni de comarca o región alguna; éstos son, entre otros, los casos de abolear < bolear (pág. 16), acibuche < acebuche, alquilino < inquilino (pág. 26), amarrón (pág. 27), estituto, goler, guchilla, roal, etc.; y, por otra, incluye voces desconocidas en la zona señalada en su significante o en su significado —o, en todo caso de conocerse, serían de uso muy restringido, circunstancia que no se señala— como acarajar ‘tener’ (página 16); alcayata ‘imperdible’, apocilgarse ‘arre­gostarse’, anguloso ‘avaricioso’, añigaza ‘atadura, nudo’, armireo ‘almirez’, gañifa ‘hambre’, etc[9]. Incluye, además, un elevado número de gentilicios que no corresponde a municipios almerienses sino que lo son de cortijadas y caseríos de los que el autor no especifica el término municipal al que pertenecen y que, por lo general, son desconocidos de los almerienses que no sean de la zona, y algunos no aparecen en los «nomenclátor» del Instituto Nacional de Estadística porque son en la actualidad despoblados (y otros que sí aparecen no están en el Vocabulario), por lo que es menos que imposible poder localizar muchos de los gentilicios («abriojolense natural de Abriojal[?]», «almoicaicero natural de Almoicazar[?]», «nudiense natural de Los Nudos[?]», «roquecense natural de El Roquez[?]», «solanillense natural El Solanillo[?]», «urcalense natural de Urcal[?]», «vallense de El Valle[?]», «yegüense de Yegua Alta [?]», etc.)[10].

En cuanto al orden de inventario de las entradas y cuándo se agrupan distintas acepciones en un mismo artículo o forman entradas independientes, se tiene un criterio arbitrario y caprichoso. Todavía se considera la ch como letra independiente y no inserta en la c; en ocasiones, la unidad léxica compleja tiene su entrada por la preposición o forma con la que ésta se inicia (estos son los casos, entre otros, con la preposición a de a cascaraulla pág. 16, a escuadra pág. 18, al canto pág. 22, a orrio pág. 29, etc.; con la preposición de: de estampilla, de guiado, ambas en la pág. 84, etc.; con el artículo el: el abuelo pág. 89; con la preposición en: en amor pág. 92, en condiciones pág. 93, etc. etc.); sin embargo, otras veces la forma compleja se inserta en el artículo de la voz que se considera como principal o más representativa: así ss. vv. dula (pág. 87) y goleta (pág. 129), se encuentran, respectivamente, las locuciones a la dula y a la goleta; s. v. armonía (pág. 32) se recoge causar armonía, s. v. avería (pág. 36), hacer una avería, etc.; con lo que supone un caos a la hora de buscar una de estas formas complejas.

Tampoco hay criterio único por lo que respecta a establecer tantas entradas independientes como acepciones tiene un vocablo polisémico o agrupar en un artículo las acepciones del lema que figura en la entrada; veamos algunos ejemplos; en el artículo cura (pág. 73) recoge dos acepciones: 1ª «Cualquier tratamiento contra plagas y enfermedades de las plantas. 2ª Por ext. fumigación»; sin embargo, inmediatamente le siguen dos entradas independientes del verbo curar: curar1 ‘fumigar’, curar2 ‘sulfatar’ (acepciones y entradas que, por otra parte, podrían reducirse porque, ciertamente, son sinónimas); también aparecen distintas entradas para «chambado1 chamizo, chozo, cualquier tipo de cubierta de cañas, rústica» y «chambado2 cañizo para proteger un puesto de bebidas generalmente en la playa» (pág. 75); etc.[11]

Respecto de la microestructura, tampoco encontramos coherencia en la presentación de la categorización morfológica de los lemas, pues junto a adj., verb., etc, aparecen otras clasificaciones como excl. [exclamación] (véase «alorre excl. para indicar peligro», pág. 25), exp. [expresión] (s. v. anorre exp. por: ‘a granel’, pág. 28). Las definiciones de los vocablos y de las unidades léxicas, en general, se llevan a cabo en un número importante de artículos mediante un sinónimo, circunstancia que si bien en la lexicografía general, cuando se trata de inventariar una lengua, se considera censurable (sobre todo cuando forman círculos viciosos), en un vocabulario de carácter dialectal nos parece plenamente aceptable cuando el término equivalente que se propone pertenece a la lengua general o estándar; el problema aparece cuando en la definición —tanto sinonímica como no sinonímica— interviene un término que, a su vez, es local o dialectal, y, aun para mayor dificultad, éste no es recogido como entrada en el repertorio; entre otros, es el caso de «suerte f. Extensión de tierra que consta de dos tablares» (pág. 236), pero ¿qué es un tablar?; no aparece en el Vocabulario. La situación llega al paroxismo cuando se da como sinónimo la misma voz que aparece en el lema: «amorrarse.- pron. vulg. amorrarse» (pág. 27). Hay muchas definiciones que están incompletas, son imprecisas o, simplemente, erróneas, y en muchos casos no corresponden con la marca territorial que se indica en el artículo; el número, como se ha dicho, es abundantísimo. Para los ejemplos que documente sólo me centraré en palabras inventariadas en la «A»; así se dice «alzavara f. Pitaco, bohordo de la pita. (Almería, Albox, Cabo de Gata, Zurgena, etc.)» (pág. 26), cuando esta voz, de un lado, designa la ‘pita’ y no el ‘escapo’ (o ‘bohordo’) de esta planta en el ne de la provincia, y, de otro, este término es desconocido en Almería y Cabo de Gata; en el artículo «almácigo m. Bot. Planta o arbolito que se transplanta de la almáciga al vivero» (pág. 24), el problema está en que almáciga y vivero son la misma cosa; respecto de angustia no es la ‘vomitera’ (pág. 28) sino, como recoge el drae, 4ª ac., las ‘náuseas’; apontocarse no es ‘hartarse de comer’ en Almería (pág. 30), sino ‘apoyarse o sentarse de manera echada o reclinada’; en otras ocasiones, las definiciones son extraordinariamente imprecisas, tanto que en las voces que designan animales y plantas, en lugar de ser descriptivas, encontramos definiciones como las que siguen: «arzacola f. Pájaro que hace su nido en las chumberas» (pág. 34), en lugar de describirlo como pájaro de tamaño un poco mayor que el gorrión, de color canela, en el que destaca su cola porque cuando está en reposo la agita de arriba abajo; «aznacho m. Arbusto de las sierras» (pág. 37), es, en realidad, una planta que llega a medir dos metros, de ramas verdosas y flores amarillas, del género Ononis (fam. Papilonáceas); o, en el caso contrario, se restringe el significado de vocablos, como «apichusques m. pl. entremeses, aperitivos» (pág. 30), cuando apechusques son un conjunto de objetos o utensilios que tienen un fin indeterminado; en otras ocasiones, encontramos circunloquios como «aibarda. f. Especie de montura [para los burros]» (página 20), cuando hubiera bastado con haber dicho la «albarda», etc.[12]

Los ejemplos que acompañan en los artículos a las definiciones, tienen el fin de facilitar o ayudar a comprender mejor el(los) significado(s) de la palabra en cuestión; sin embargo, en este Vocabulario los ejemplos están inventados por el lexicógrafo que, al no conocer con precisión el significado o el uso de muchas de las voces, yerra con frecuencia; veamos algunos casos: «agubía f. agobía (Cantoria, Níjar). He comprado una agubía»; este termino, que es esta zona se emplea en plural, designa un tipo rústico de calzado de esparto que los pastores y gente humilde del campo elaboraban para su propio uso; por ello es inapropiado el ejemplo; «ajedrea f. Planta de las labiadas [...] Me encanta el olor de las flores de la ajedrea» (pág. 20), frase poco probable en un natural, ya que la flor de la ajedrea es apenas perceptible y el olor es general de la planta; «ajinchomar tr. Hinchar (Huércal Overa). ajinchoma bien las ruedas de la bicicleta» (pág. 20), frase imposible puesto que el verdadero valor semántico de este verbo es ‘fastidiar’, si al lexicógrafo le han dado el sinónimo hinchar es porque esta voz aquí tiene el significado antes señalado, que tam­bién se encuentra en Hispanoamérica; en otras ocasiones, aun cuando la presencia de la voz es dudosa en la zona que señala, el ejemplo no se acomoda al registro al que pertenece, veamos «acumunar tr. Imputar o atribuir a otra persona la responsabilidad de un acto (Almería, Berja, Níjar). Sin más indicios le acomunó la muerte del pastor» (pág. 17); ¿es adecuado el uso de esta palabra, propia de un registro vulgar, en una frase que parece extraída del lenguaje forense?; «baladre adj. fig. y fam. Persona de malos sentimientos, muy antipático (Cantoria, Oria, Cuevas, Pulpí). Esta mujer es muy baladre»; en esta comarca el baladre es la adelfa, catalanismo que llega al oriente almeriense a través de Murcia, se utiliza exclusivamente como sustantivo para designar esta planta, y por su carácter venenoso en la frase hecha «es más malo que un baladre»; etc., etc.[13]

Una circunstancia más que muestra que el autor ha tenido poco tiempo para preparar, revisar y ultimar la publicación de este libro —y como continuación de algunos de los reparos que hemos apuntado—, es que se observa, con más frecuencia de la que sería deseable, erratas y fallos: Faltan tildes, que en palabras desconocidas o técnicas se hacen imprescindibles como en las entradas de adraino por adraíno (gentilicio de Adra), armara (‘herramienta para coser el esparto’) por armará < almarada, o tahulla en lugar de tahúlla; en otras ocasiones, por errata, aparecen topónimos inexistentes: Abra (s. v. aceituna pajarera), ¿es Abla o Adra?); «azá Medida de tierra (Berja)» (pág. 37), ¿no es haza?; encontramos las entradas alto (página 26) en lugar de arto, forma que no aparece y es la pronunciación habitual para designar una variante de ‘azufaifo silvestre’ (Zizifus lotus); «lañar tr. ssar»[?] (pág. 160); «leva m. anaquel, repisa» (pág. 161), ¿no será más bien leja, vocablo usual para este referente en gran parte de Almería y que com­parte con Murcia?; urgañero ‘barredero del horno’ (un derivado de *furicare) lo recoge sin «h-», cuando le hubiera bastado asomarse al alea (i, m. 260) donde aparecen todas las variantes de esta forma con aspiración o con j- inicial; en el caso de yeta ‘brote, tallo recién nacido’, aunque en la pronunciación haya yeísmo, debería haberse inventariado como lleta; son también erratas las entradas parriera (pág. 194) en lugar de pariera; sopa barrilera (pág. 235) por sopa barrillera; o encontramos vacilación ortográfica en las variantes de una misma palabra: albejana (pág. 21), y alverjana, alverenjana (pág. 26), agestarse (pág. 18) y ajestado (pág. 20); en los lemas se restituye la -d- que no se pronuncia en el habla, pero, a veces, se sigue otro criterio (véase atacaor, pág. 34); se presentan como unidad léxica ortográfica formas complejas como almendratierna, al­mendraturronera, etc. Hallamos la repetición de entradas que tienen el mismo valor semántico: «estrío1 Lo que no se vende ni se comercializa de las frutas y hortalizas, por falta de calidad / 2. Por extensión desperdicio», y «estrío2 Conjunto de frutos de mala de calidad que se desechan al tirarlos» (página 108); otras veces se remite a entradas que no se recogen en el vocabulario, guía principal: lleta (pág. 134), talquina: tarquín (pág. 239), trajineo: rajín (pág. 247); encontramos, además, un criterio arbitrario en la colocación de la marca de los tecnicismos, faltan en actividades, algunas muy representativas de esta provincia, como la extracción y manufactura del mármol, del esparto, los invernaderos y cultivos de primores, o de otras profesiones como la carpintería, herrería, etc.

En conclusión, si hemos de decir que recibimos este libro con interés y mucha ilusión porque se pretendía reunir en un trabajo el léxico (común y especializado) de la provincia de Almería que se aparta del estándar, hemos de reconocer que la lectura de sus 264 páginas nos ha llevado a la historia de una decepción.

 

F. Torres

 

Miguel Becerra Pérez, El habla popular de Almendralejo (Léxico referente al tiempo y a la topografía), Universidad de Extremadura, Cáceres, 2003, págs. 228.

 

Bajo el título El habla popular de Almendralejo (Léxico referente al tiempo y a la topografía) se presenta esta monografía dialectal elaborada en Extremadura. Tal y como indica el propio autor en la introducción, el contenido de este libro es el resultado de una investigación mucho más amplia que se presenta como trabajo de tesis doctoral en la Universidad de Extremadura, el cual ha sido publicado íntegramente en soporte cd-rom por la misma Universidad y en el que, además de los campos ideológicos que se tratan en este libro, se analizan otros como las plantas silvestres, las plantas cultivadas, los animales silvestres, los animales domésticos y la casa tradicional, todos ellos relacionados con el habla popular.

Este estudio viene a unirse a un conjunto de publicaciones recientes sobre el léxico extremeño, entre las que cabe señalar, como indica José Manuel González Calvo en el prólogo del libro, «la de Pilar Montero Curiel sobre el léxico de Madroñera (1995), la de Manuel Casado Velarde sobre Don Benito (2002) y la de Miguel Becerra Pérez sobre el léxico de la agricultura en Almendralejo (1992)» (pág. 9), que destacan por el rigor científico con el que los aspectos léxicos son tratados.

El trabajo que, en esta ocasión, presenta Miguel Becerra Pérez se encuentra organizado en cinco apartados. En el primero de ellos, la introducción, el autor justifica el estudio y desgrana metódicamente los principios y objetivos del mismo. Según el autor, la necesidad del estudio del léxico de Extremadura y, más concretamente, de la provincia de Badajoz radica fundamentalmente en dos razones: «la primera, porque los rasgos fonéticos y morfosintácticos, en esta última provincia, apenas difieren de los que son comunes a la mayor parte de las hablas meridionales (yeísmo, aspiración de consonantes implosivas, alteraciones de  / l /  y  / r /  implosivas, aspiración de la h, etc.); y la segunda, por la escasez de estudios sobre el léxico de esta zona elaborados con rigor científico» (pág. 12). Una vez asentadas las bases del estudio y tras un obligado repaso a los aspectos geográficos e históricos del núcleo investigado, se exponen las cuestiones metodológicas, es decir, los aspectos relacionados con el cuestionario, el registro de informantes, las encuestas, el método de transcripción fonética, la organización de las entradas y definiciones, y las fuentes bibliográficas empleadas. Destaca el apartado sobre transcripción fonética, donde el autor expone a modo de síntesis los aspectos fonéticos más destacados del habla popular de Almendralejo que, por otra parte, coinciden con las hablas extremeñas en particular y con las hablas meridionales en general. De este modo, se apuntan como rasgos fonéticos compartidos los casos de yeísmo, la aspiración de  / s /  implosiva, así como el resto de consonantes implosivas (excepto las líquidas y las nasales) o la pérdida de  / d /  entre vocales, etc.

El segundo de los apartados presenta el grueso del trabajo, esto es, el estudio y la documentación del léxico de los fenómenos relativos al tiempo y a la topografía de Almendralejo. Ordenado en estos dos campos ideológicos, cada uno de ellos ofrece a su vez una serie de epígrafes dentro de los cuales aparecen clasificados los distintos conceptos, entre los que alternan las unidades léxicas simples y complejas. Así, dentro del campo ideológico del tiempo se localizan: «partes del día» (alba, amanecer, mediodía, crepúsculo vespertino, etc.); «otras referencias cronológicas» (anteayer, trasanteayer, anteanoche, día después de pasado mañana, etc.); «el viento» (viento, cesar el viento, ventarrón, huracán, viento en espiral, etc.); «aspectos del cielo» (nube, nubarrón, cielo raso, cielo nublado, cielo cubierto y conceptos próximos, etc.); «cuerpos celestes» (osa mayor, lucero de la mañana o de la tarde, vía láctea, las pléyades, halo de luna, etc.); «la lluvia» (lluvia, llovizna, lloviznar y conceptos análogos, chaparrón y conceptos análogos, granizo, etc.); «la tormenta» (relampaguear, relámpago, rayo, culebrina); «el frío y sus efectos» (rocío y conceptos próximos). Y dentro del campo de los accidentes topográficos se hallan: «caminos» (ejido, camino, sendero, atajo, atajar, etc.); «accidentes orográficos» (umbría, solana y conceptos próximos, elevación del terreno, valle y conceptos próximos, etc.); «corrientes de agua» (arroyo y conceptos próximos, pasaderas, burbuja de agua, manantial y conceptos análogos); «aguas estancadas» (charco, laguna, charca, balsa natural, terreno pantanoso, etc.); «la tierra» (terrón y conceptos próximos, tierra caliza y conceptos próximos, tierra de barros, barro, lodo, barrizal y conceptos próximos, embarrarse y conceptos próximos, zarpa, fango, etc.). Esta división tan extensa como meticulosa es un ejemplo más de la importante labor de clasificación del léxico llevada a cabo por Miguel Becerra.

Cada concepto aporta una referencia que indica las preguntas del cuestionario del alep, así como del resto de mapas lingüísticos españoles. Le siguen las diferentes entradas léxicas registradas sobre el concepto en particular, las cuales presentan un artículo lexi­cográfico con una estructura fija compuesta por el lema, la transcripción fonética recogida en el núcleo de la encuesta, la información morfológica y la definición. A continuación, aparece el estudio de cada una de estas formas en el que se presenta la documentación, comentarios y conclusiones del léxico registrado, atendiendo por orden a los siguientes aspectos: las discrepancias entre el léxico normativo, representado fundamentalmente en los usos registrados en la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia Española, y el léxico local; la documentación del vocablo u otros similares en diferentes puntos de la geografía española según los datos obtenidos de la consulta de los atlas lingüísticos y vocabularios dialectales; y los aspectos etimológicos y la documentación histórica donde el vocablo ha sido hallado. Cabe señalar la minuciosidad de la información recabada para el estudio así como la amplia muestra bibliográfica aportada. En este último caso, para el tratamiento de los aspectos geográficos, el autor no solo remite a la bibliografía relacionada directamente con las hablas extremeñas sino que también utiliza la relativa a las hablas de otros puntos geográficos (asturleonesas, castellanas, murcianas, navarroaragonesas y riojanas, andaluzas, canarias o cántabras); de la misma forma, también desde el punto de vista histórico maneja diccionarios o vocabularios antiguos y clásicos (Palencia, Nebrija, Covarrubias, Autoridades), diccionarios etimológicos (García de Diego, Corominas) o el Corpus Diacrónico del Español (corde), entre otros.

Finalmente, en el tercer y último apartado del estudio léxico se exponen las conclusiones obtenidas del análisis de este corpus. El autor clasifica las distintas voces proporcionadas atendiendo, por un lado, a criterios de carácter normativo «usos registrados en el drae sin especial consideración de arcaísmo o de regionalismo» y, por otro, a criterios de carácter geográfico-lingüístico e histórico-lingüístico, a partir de los cuales se deducen aspectos tan importantes como la caracterización o filiación de los elementos del léxico. Miguel Becerra Pérez corrobora, como ya hiciera Zamora Vicente en su Dialectología, que las hablas extremeñas son «hablas de tránsito» y afirma que «no son en la actualidad parte del dialecto leonés o hablas leonesas, aunque sí podría afirmarse que pudieron pertenecer en el pasado al dominio leonés, por lo menos en parte» (pá­gina 183). Estas conclusiones terminan con unas «consideraciones finales» que muestran a modo de resumen los resultados obtenidos del análisis del corpus recogido, en los que el autor destaca tres grupos de voces (usos arcaicos o arcaizantes patrimonio del español, voces occidentales o de localización preferentemente occidental y meridionalismos) que, una vez más, dan muestra del carácter fundamentalmente ecléctico de las hablas extremeñas.

El libro se completa con los apartados cuatro y cinco relativos a la información bibliográfica, con una especial atención a los trabajos científicos sobre el extremeño y al índice de voces obtenidas en la investigación que, sin duda, resulta de una especial utilidad en los estudios de este tipo.

Con este trabajo, el autor no solo ofrece una muestra del vocabulario popular de la localidad de Almendralejo, sino que además se une a un conjunto de investigaciones dialectales que, con un serio rigor científico y unos adecuados principios metodológicos, contribuyen al análisis de la modalidad extremeña como variedad diatópica del español.

 

E. Rubio Perea

 

Vincenzo Orioles (ed.), Studi in me­moria di Eugenio Coseriu, Università degli Studi di Udine, 2004, 456 págs.

 

El Centro Internazionale sul Plurilinguismo de la Universidad de Udine rinde homenaje póstumo a E. Coseriu con esta miscelánea, publicada como suplemento al número 10 de la revista del Centro: Plurilinguismo. Contatti di lingue e culture. Un homenaje que quiere ser, no sólo testimonio de la significativa contribución de Coseriu a los estudios sobre el plurilingüismo, sino también un reconocimiento a su valiosa colaboración con el Centro como miembro del Comité Científico, entre 1994 y 1996. En el volumen colaboran veintiocho estudiosos, la mayoría de ellos italianos, pero también cuatro españoles, tres rumanos, un esloveno y un austriaco. Cada uno de los cuales, en palabras de Vincenzo Orioles, «se ha reconocido en un rasgo concreto del recorrido del maestro, en un impulso suyo bien definido, pero todos, coralmente, testimonian el alcance de su propuesta de una “lingüística integral”».

En «La théorie d’Eugenio Coseriu et la linguistique soviétique» (págs. 9-30), Eugenia Bojoga investiga la recepción de la teoría de E. Coseriu en la urss entre 1956 (año en que aparece la primera referencia a Coseriu) y 1991. Para ello tiene en cuenta distintos indicativos: las traducciones, las exégesis y comentarios a sus trabajos, y la difusión de sus teorías, verificable por su presencia en manuales y en tratados de lingüística general, en diccionarios y enciclopedias, y en estudios específicos. La investigación de Bojoga, ampliamente documentada, se centra en la recepción de las obras y conceptos más significativos, pero la autora ha encontrado referencias también a otros trabajos, lo que le permite afirmar que prácticamente todos los estudios de Coseriu fueron conocidos en la antigua urss. La primera traducción al ruso (Sincronía, diacronía e historia) se publicó en 1963, en una prestigiosa serie; no menor difusión tuvieron las siguientes, de 1969, 1977 y 1989. Un caso particular representa Sistema, norma y habla que, aunque no se tradujo, es la obra que tuvo mayor resonancia, quizá favorecida por el contexto de la lingüística soviética del momento, preocupada por el problema de la norma, en relación a la codificación del ruso literario. La tricotomía coseriana está ampliamente presente en los manuales de lingüística general (incluidos los más dogmáticos) y ha sido comentada por numerosos lingüistas, de todos ellos quien demuestra una más profunda comprensión del esquema coseriano y un mayor conocimiento de su producción es Leontiev, que reseñó la obra en 1962. En cuanto a Sincronía, diacronía e historia, la exégesis de Zvegincev que precede a la obra en su traducción rusa, abrió una polémica sobre la concepción coseriana del cambio lingüístico, concepción que Zvegincev rechaza por incompatible con el materialismo dialéctico. Bojoga muestra cómo, no obstante, numerosos lingüistas soviéticos reutilizaron las teorías de Coseriu, y las difundieron en manuales de lingüística general. También los estudios semánticos constituyen otro sector importante en la difusión de la teoría de Coseriu: son muchos los lingüistas que sitúan la concepción de Coseriu entre los fundamentos metodológicos de la investigación semántica, y la terminología de la lexemática ha sido ampliamente adoptada. Bojoga concluye señalando un «fenómeno singular», representativo, según la autora, de la confrontación entre la ideología mar­xista y los objetivos de la ciencia lingüística que ha marcado la recepción de la obra de Coseriu en la antigua urss: en ninguna referencia al lingüista consta que fuera de origen rumano.

En «“Au-delà de l’arbitraire du signe”: iconicità e metafora nell’“architettura” della lingua» (págs. 31-39), Maria Patrizia Bologna, aludiendo al título de un artículo de E. Coseriu de 1982 («Au-delà du structuralisme»), reflexiona sobre la metáfora a la luz del pensamiento lingüístico de Coseriu, lo cual, para la autora, significa interrogarse sobre cómo la creación metafórica se sitúa en el continuum entre los polos de la arbitrariedad y de la iconicidad y en el continuum entre los polos de la convencionalidad y de la universalidad.

La contribución de Giancarlo Bolognesi: «Eugenio Coseriu e il Sodalizio Glottologico Milanese. Il noviziato scientifico» (pá­ginas 41-52), es una biografía académica del lingüista, que revive particularmente la relación de Coseriu con el Sodalizio Glottologico Milanese, círculo lingüístico fundado por Vittore Pisani en 1947, entre cuyos primeros socios se encontraban dos discípulos del mismo: E. Coseriu y G. Bolognesi. Bolognesi recuerda todas las comunicaciones presentadas por Coseriu en las reuniones del grupo y las discusiones en las que participó, así como sus intervenciones en los varios Congresos Internacionales que el Sodalizio organiza desde 1949. Revisando su «noviciado científico», Bolognesi considera interesante constatar el hecho de que Coseriu, considerado uno de los mayores teóricos del lenguaje contemporáneos, haya partido de la lingüística histórica y haya fundado sus teorías sobre la base de un conocimiento profundo de muchas lenguas, en sus varios aspectos y en sus distintas fases evolutivas: el mismo camino recorrido por otros «grandes Maestros» de la lingüística general o teórica, como Saussure, Meillet o Benveniste.

Raffaella Bombi y Vincenzo Orioles, en «Aspetti del metalinguaggio di Eugenio Co­seriu: fortuna e recepimento nel panorama linguistico italiano» (págs. 53-71), registran la terminología sobre la variabilidad lingüística creada por Coseriu: según los autores, una taxonomía constituida por un conjunto de tecnicismos que remiten entre sí formando un microsistema estructurado y cohesionado. Los autores definen los conceptos y registran la fecha y la lengua de la elaboración y / o de la primera aparición, así como la fecha de la primera aparición en italiano. En una segunda parte de su estudio, valoran el impacto de la terminología coseriana en la lingüística italiana, midiendo su presencia en repertorios lexicográficos especializados: cuatro de autoría italiana y otros dos, versiones italianas de obras extranjeras. Para concluir, verifican la presencia, en tales repertorios, de otros términos, del campo de la lexicología y del de la teoría del discurso, también acuñados o consolidados por Coseriu.

En «Le violación della norma. Percorsi aperti dalle riflessioni teoriche di Eugenio Coseriu» (págs. 73-93), Emilia Calaresu, partiendo de los diversos escritos de Coseriu relativos a la norma, reflexiona sobre los distintos significados que asumen los conceptos de «obligatoriedad» de la norma y de «violación» de la norma, según se apliquen a uno u otro de los dominios para los que Coseriu concibe la pertinencia de este concepto: norma de los distintos niveles de lengua (o subsistemas) y norma de las distintas variedades de lengua. Así, Calaresu encuentra cuatro características que hacen diferir a una de la otra: la primera, ya señalada por Coseriu, es que las normas relativas a las variedades de lengua pueden ser descritas sólo a un nivel muy general; la segunda es la imposibilidad, para tales normas, de oponer una realización «a-normal» a una sola realización «normal», o sea, la generalidad de las normas de variedad implica que su violación se oponga a una serie de realizaciones más o menos «normales» (o marcadas); la tercera es que, especialmente para las variedades habladas, son las violaciones las que definen la norma (no definible a priori, en positivo); la cuarta es que, sobre todo en el caso de las variedades escritas, tiene mayor poder explicativo el recurso a las normas específicas de género de discurso que a las generales de variedad de lengua. (En efecto, la autora hace notar, en un apartado sucesivo, que en la noción de «género de discurso» está ya implícita por definición la referencia a una norma). Por último, la autora aborda otros dos temas: el concepto de «vinculabilidad» de los diversos tipos de norma (que hace depender de los diferentes grados de apertura de los distintos sistemas), y la utilidad de la noción de «género» para la descripción de las violaciones de la norma en los textos escritos.

Carlo Consani, en «Commutazione e mes­colanza di codice in testi greci della Sicilia tardo-antica e protobizantina» (págs. 95-109), aborda la posibilidad de estudiar ciertos textos griegos sicilianos de la baja antigüedad y del periodo protobizantino, a la luz de la tipología de la conmutación y el cambio de código. Sirven de base a este estudio los datos previos sobre la arquitectura diasistemática del griego de Sicilia entre los siglos iv y vii d. C., que apuntan a la pervivencia de un continuum lingüístico definido por los polos extremos de la koiné ática, como variedad alta, y de un griego hablado subestándar caracterizado por una facies dialectal dórica, evidente sobre todo en la fonética. El estudio de los textos analizados, documentos de carácter mágico-sacro, confirma esta situación de bilingüismo y de contacto de códigos. En efecto, se ha individuado una tipología de formas lingüísticas que se encuadran en el particular tipo de mezcolanza de códigos («code-mixing») denominado «congruent lexicalization», esto es, la mezcla de códigos distintos en un mismo constituyente, incluso en una misma pieza léxica. El hecho de que uno de los elementos que contribuye a la creación de estas formas mixtas esté a menudo representado por rasgos dialectales dóricos, prueba que el dorismo que pervive en el umbral de la época bizantina no se configura como un simple arcaísmo, reducto de una fase dialectal lejana, sino como una realidad lingüística viva, producto de la profunda interferencia entre koinai dóricas y koiné jónico-ática durante las épocas helenística y romana.

En «Eugen Coseriu e la complessa vicenda di un testo romeno del secondo Settecento» (págs. 111-114), Teresa Ferro cuenta cómo descubrió casualmente que el célebre intelectual veneciano Francesco Griselini (1717-1787), sobre el que Coseriu había escrito en 1994, había publicado en Milán una colección de cartas escritas en Rumanía (Lettere Odeporiche), obra cuya existencia Coseriu desconocía. El descubrimiento interemucho al lingüista, pues alteraba ciertos datos de su estudio, basado en otra colección de cartas del mismo periodo rumano. En ambas colecciones, una de las cartas contenía un glosario rumano-italiano; la notable mayor calidad del glosario milanés obligaba pues a una revisión del juicio de Coseriu sobre el trabajo lexicográfico de Griselini.

En «Coseriu e l’interferenza negativa. Spunti per una riflessione» (pags. 115-120), Fabiana Fusco ilustra, con trabajos de varios autores, el concepto de «interferencia negativa»: un tipo de hipercorrección que se manifiesta en situaciones de contacto interlingüístico, que induce a los hablantes a evitar ciertas posibilidades de su código nativo. E. Coseriu, en un estudio de 1977, afirmaba que este tipo de interferencia no tenía repercusiones sobre el sistema. Los datos que aportan los otros estudios manejados por Fusco, que describen situaciones de contacto entre lengua y dialecto, muestran, para la autora, que la interferencia negativa sí tiene un efecto reduccionista sobre los sistemas, limitando las propias opciones paradigmáticas.

Benjamín García-Hernández, en «La se­mántica de Eugenio Coseriu: significación y designación» (págs. 121-138), destaca como «mérito trascendental de E. Coseriu» proclamar la autonomía de la significación como relación interna de significados, esto es, concebir como objeto de la semántica estructural las oposiciones de significados y no las relaciones entre significante y significado (onomasiología y semasiología) ni entre sig­nificado y designado. García-Hernández ilustra sobre la utilidad de tal distinción en la descripción del cambio semántico, en el proceso de la traducción y en la concepción de la sinonimia.

En «Tomo y me voy. Entre el influjo bíblico y la gramaticalización obvia» (páginas 139-150), Jairo Javier García Sánchez retoma el título de un artículo de E. Coseriu de 1966 para reseñar éste y otros trabajos que estudian las construcciones del tipo «tomo y me voy». Se trata de una estructura paratáctica que coordina dos acciones, la primera de las cuales expresada con un verbo de aprehensión o de movimiento («cogió y se fue», «fui y le dije»). Esta construcción se atestigua, en mayor o menor medida, con verbos análogos, en casi todas las lenguas europeas, principalmente en las balcánicas y en las románicas, excepto el francés. Los diversos trabajos reseñados ofrecen distintas propuestas sobre el origen (poligenético, griego moderno, griego antiguo, hebreo), el valor semántico (aspectual, enfático) y la estructura sintáctica (mayor o menor grado de gramaticalización o de cohesión entre ambos verbos) de estas construcciones. García Sánchez, por su parte, se decanta por un origen poligenético, dado que la construcción recoge un orden secuencial de acciones que representa su orden natural; el paso al mayor o menor grado de gramaticalización dependerá de factores históricos, como el influjo del uso bíblico, que ha impulsado la propagación de esta construcción en casi todas las lenguas de Europa.

En «Lessematica e etnolinguistica» (páginas 151-169), Luciano Giannelli reflexiona sobre las taxonomías «populares», ejemplificando con dos investigaciones sobre la nomenclatura del mundo vegetal, llevadas a cabo, una en ámbito toscano-central y otra en ámbito mapuche / pewenche. La vaguedad, polisemia y horizontalidad que caracteriza a este campo de la verbalización de los realia contrasta con la exhaustividad, articulación y jerarquización concebibles para otro tipo de procesos cognoscitivos (como las taxonomías «científicas»). Ello, para el autor, no supone una prueba de la inviabilidad de una arquitectura estructural de organización del léxico, como la auspiciada por la lexemática de Coseriu, sino que, por el contrario, su estudio demuestra la fecundidad de una aproximación lexemática a operaciones cognoscitivas que son «etnolingüísticas», o sea, compartidas por una comunidad cultural y ligadas a ideologías y prácticas comunitarias.

Rosario González Pérez, en «Variaciones en el análisis estructural del léxico: límites y aplicabilidad» (págs. 171-197), traza una panorámica de la semántica estructural: sus orígenes y ciertos desarrollos e innovaciones, así como las críticas que ha suscitado, críticas externas, pero también internas, que proceden principalmente de enfoques cognitivos (como la semántica de prototipos) y de enfoques experienciales (pragmática lé­xica). La autora revisa particularmente la crítica a la exclusión de las variedades, la crítica al concepto de oposición y la crítica a la distinción significado / designación. Para concluir, aborda otros fenómenos semánticos que han tenido escaso desarrollo en la semántica estructural, esto es, otros posibles tipos de estructuraciones léxicas que sobrepasan el límite de los campos léxicos, como las que se derivan de las relaciones de parte (meronomías o partonomías) y de las relaciones de participación.

La contribución de Roberto Gusmani, «Graziadio Isaia Ascoli: impegno civile e questione linguistica nell’Italia unita» (páginas 199-206), es una semblanza de este intelectual italiano, en la que destaca su relevancia en el campo de la lingüística comparada, de la romanística y de la dialectología, y, sobre todo, la aguda percepción de la complejidad sociolingüística italiana que revelan sus escritos sobre la questione della lingua.

Addolorata Landi, en «Sul modello interpretativo coseriano. Explication de texte”» (págs. 207-214), analiza un texto periodístico poniendo en práctica las directrices eurísticas de la lingüística del texto coseriana, consistentes en la identificación de los procedimientos para la expresión del sentido.

En «Solecismi metrici e costanza ritmica: versi ipometri e ipermetri in due poemetti in camerinese di Quinto De Martella (1912-1984)» (pags. 215-228), Daniele Maggi analiza los endecasílabos hipométricos e hipermétricos (generalmente sólo por una sílaba) de dos poemas en dialecto camerinés de Quinto de Martella. De su estudio resulta que el número de versos realmente excedentes o defectivos es reducido (44 de 2.364), pues la irregularidad se resuelve en determinados casos con la posibilidad de computar secuencias de vocales como monosilábicas o bisilábicas (sinéresis y diéresis, sinalefa y dialefa), y que estos versos realmente irregulares presentan una regularidad: llevan los acentos sobre las posiciones impares; esta acentuación produce el efecto de una alineación a la derecha de la secuencia acentual de los versos irregulares con la de los regulares (con acento en las posiciones pares), tal alineación traslada la hiper- o hipometría a la izquierda, donde también entran en juego otras estrategias de realineación, como la compensación. En conclusión, este estudio demuestra cómo, lo que podría parecer un signo de descuido métrico, de improvisación, o una marca de oralidad (que, por otro lado, sería coherente con el uso del dialecto), revela más bien una complejidad de estrategias acumulativas tendentes a la obtención de un equilibrio rítmico.

Marco Mancini, en «Latina antiquissima II: ancora sull’epigrafe del Garigliano» (paginas 229-251), retoma el debate sobre la interpretación, datación y colocación histórico-lingüística de este texto. Se trata de una de las dos breves inscripciones grabadas en una copa hallada en el área del santuario de la diosa Marica, en la desembocadura del Garigliano, inscripciones que constituyen una importante adquisición documental en el reducido corpus de textos latinos anteriores al s. iii a. C. De su estudio, Mancini concluye que las características gráficas, junto a los indicios lingüísticos, confirman que se trata de un documento «privado», con función votiva, escrito en un ambiente latinófono. La escritura, particularmente, remite a usos no romanos, que reflejan una fase gráfica situable en los últimos años del s. vi a. C.

Giovanna Massariello Merzagora, en «Repertorio linguistico, regionalità e traduzione» (págs. 252-277), analiza la traducción al francés de una novela de Primo Levi, La chiave a stella. El interés por tal traducción reside en que plantea el problema de la articulación anisomórfica del repertorio lingüístico de partida y el de llegada; en efecto, la novela de Levi es significativamente representativa del continuum que caracteriza el repertorio lingüístico de la sociedad italiana (italiano estándar, italiano regional, koiné dialectal, dialecto), que no tiene un paralelo en la regionalidad lingüística francesa. Esta anisomorfía es resuelta por el traductor prevalentemente con el traspaso de los términos caracterizados diatópicamente, desde el nivel de la variabilidad geográfica al de la lengua familiar y coloquial. En cuanto a la traducibilidad de los rasgos de oralidad o los rasgos populares, en los numerosos casos en los que las construcciones no son coincidentes en ambas lenguas, resulta eficaz el recurso a la «marcación diferida», o sea, el traslado de la marca a otra unidad lexical.

Michele Metzeltin, en «Il romeno tra le lingue romanze: uno studio di tipologia dinamica» (págs. 279-294), describe una serie de rasgos, sobre todo gramaticales, potencialmente panrománicos, que el rumano ha desarrollado con una dinámica contraria a la de las otras lenguas románicas. Su hipótesis es que la individualidad, la excentricidad del rumano, es el resultado de un desarrollo lingüístico menos frenado por la presencia del modelo latino y por una prolongada normativización, a ello se suman su aislamiento con respecto a las otras lenguas románicas, la diglosia, no con el latín, sino con el eslavo eclesiástico y con el griego, el contacto con lenguas genealógicamente distintas y la tardía estandarización escrita. Muchos de los rasgos analizados por Metzeltin están presentes, en mayor o menor medida y en distintos momentos evolutivos o en distintas variedades, también en las otras lenguas románicas, por ejemplo: la redundancia deíc­tica, la duplicación pronominal del pronombre relativo o la asimilación de tiempo y modo entre prótasis y apódosis. Así, el autor concluye que la evolución del rumano es la más natural, desde el punto de vista cognitivo y pragmático, y que la riqueza variacional y la originalidad de las grandes lenguas románicas occidentales se han visto, en cambio, coartadas por el carácter reduccionista de los criterios de corrección.

En «Lingua di emigrati italiani in ambiente anglofono: il caso del Nordamerica» (págs. 295-315), Celestina Milani estudia la lengua de los emigrantes italianos en Canadá y Estados Unidos, utilizando un corpus de entrevistas realizadas a emigrantes y a dos generaciones de sus descendientes entre 1986 y 2000. El estudio revela que la lengua ha­blada por los italoamericanos es una entidad heterogénea, un continuum que va, desde el dialecto de origen y / o el italiano regional, hasta un angloamericano adquirido a distintos niveles de competencia (que dependen, principalmente, de la generación). Entre ambos códigos se ha desarrollado una especie de koiné italoamericana, constituida por una base italiana de tipo centro-meri­dional intercalada con préstamos y calcos del angloamericano, con alteraciones más o menos evidentes en la fonética, en la morfología, en la sintaxis y en el léxico.

En «Sensum de sensu, verbum e verbo. Riflessioni su teoria e storia della traduzione in margine a uno scritto di Eugenio Coseriu» (págs. 317-336), Moreno Morani recuerda un artículo de Coseriu de 1966, sobre la teoría de la traducción, en el que el lingüista señala a San Jerónimo como el primero en confrontar dos ideales distintos de traducción. Morani retoma este camino para reflexionar sobre la problemática de la traducción literaria. Sirviéndose de las palabras con las que San Jerónimo se expresaba sobre la traducción de la Biblia, identifica dos requisitos de la traducción: sensum de sensu y verbum e verbo, refiriéndose, el primero, al requisito mínimo de la reproducción del sentido, y el segundo, a la interpretación total del texto original, que recupere, en la mayor medida posible, su mysterium, su potencia y capacidad expresiva. Morani ilustra estos conceptos analizando determinadas elecciones del traductor en diversas traducciones, entre ellas la Vulgata de San Jerónimo, y varias traducciones italianas: dos de la Iliada, una del Paraíso perdido de Milton, y una de Safo. Así, mientras la Vulgata de San Jerónimo (que confronta con otras traducciones bíblicas precedentes, como la Sep­tuaginta o la Antigua latina), demuestra una interpretación plena del texto por parte del traductor, otras traducciones, como las «ideológicas» o las «expansionistas» ilustran una traición del sensum de sensu. Entre las primeras están la traducción de Lazzaro Papi (s. xviii) del Paraíso perdido, en la que el traductor elimina todo lo que considera que no se ajusta a la ortodoxia católica; y una de las tres versiones de la Iliada de Melchiorre Cesarotti (s. xviii), en la que, más que traducir, Cesarotti reinventa el poema, incluido el título. Ejemplo de las segundas son la traducción de la Iliada de Francesco Velez e Bonanno (s. xvii), y la de la poesía de Safo por Francesco Saverio De’ Rogati (s. xviii); traducciones que, en un intento de salvar las distancias culturales, reelaboran el texto original hasta convertirlo en un producto genuino de la propia tradición literaria.

Ileana Oancea, en «Un “uomo universale”: Eugen Coseriu» (págs. 337-341), rinde home­naje al lingüista con un breve texto laudatorio de su cualidad de «hombre universal». La universalidad que Oancea le atribuye alude, no sólo a la amplitud geográfica de su formación y de su magisterio, o al extenso arraigo de sus teorías, sino, sobre todo, a la vocación «universal» de su espíritu, a su preocupación por los problemas universales del conocimiento, que se manifiesta en su concepción «integral» de la ciencia lingüística como ciencia general de la cultura.

La contribución de José Polo: «En torno a la obra de Eugenio Coseriu. Cabos sueltos retrospectivos (1979-2002)» (págs. 343-366), es, como el mismo autor dice, una especie de «diario científico», construido de «retales» o «piezas sueltas» que dejan testimonio de su ambicioso y minuciosamente diseñado proyecto de que «el pensamiento científico de Coseriu sea presentado en forma completa y sistemática». Esta empresa debía culminar con la publicación de sus Obras Completas, de una bibliografía de reseñas a su obra, y de un diccionario de su universo conceptual o un manual de síntesis de su escuela: el funcionalismo realista o la lingüística integral. Una meta que requería un arduo trabajo previo: la localización y revisión de las «subpublicaciones» (aquellos textos, producto de cursos, que circulaban sin revisión por parte del autor). La recopilación también de las ediciones cuasiperdidas, de los trabajos semidesconocidos, de las traducciones varias de un mismo texto. La recuperación de la gran cantidad de trabajos inéditos, algunos casi listos para la publicación y otros casi concluidos, que podrían ser completados con la colaboración de sus discípulos. La inclusión, en las futuras reediciones de sus obras, de los índices auxiliares de los que carecen, que servirían posteriormente para facilitar la elaboración del diccionario. Y, en fin, la recopilación de las reseñas, comentarios y estudios en torno a su obra. La tarea aún no ha concluido, pero se han dado pasos importantes, como la apertura del proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología: La obra científica de Coseriu: ordenación, estudio y edición.

Umberto Rapallo, en «Il dilemma della diacronia e i ritmi del tempo storico» (páginas 367-391), traslada los fundamentos conceptuales de la teoría del cambio lingüístico a una interesante y polifacética reflexión sobre el humorismo. Al igual que en una concepción dinámica de la lengua, naturaleza y cultura se indican, en un todo casi inextricable, como los factores endo- y extralingüísticos que regulan el cambio lingüístico, así también el humorismo (verbal y no-verbal), como facultad humana universal y como producto cultural, se integra en la dialéctica entre universalidad e historicidad, entre antropología física y antropología cultural.

En «Ricordo di Eugen Coseriu» (páginas 393-396), Marius Sala evoca algunos momentos de su relación con E. Coseriu: recuerda cómo conoció su obra en 1957 y que fue él el primero en presentarla en Rumanía; Sala refiere especialmente aquellas situaciones en las que pudo apreciar sus vínculos afectivos con Rumanía: la pasión con la que recitaba a los poetas rumanos, su pesar por no ser invitado a Rumanía y su satisfacción en las ocasiones en que fue homenajeado en su patria.

Mitja Skubic, en «Otro dia a doua zi» (págs. 397-404), estudia el sintagma «otro día» con el significado de ‘al día siguiente’, uso que se encuentra esporádicamente en textos contemporáneos, pero que está presente en El Quijote, La Celestina o El Lazarillo de Tormes. Este uso es desconocido en las otras lenguas románicas, excepto en rumano, que, sin embargo, lo utiliza para un futuro indeterminado. El rumano, por otro lado, es la única de las lenguas románicas que no tiene un sintagma similar a «al día siguiente», sino que utiliza el numeral ordinal: «a doua zi». Esta coincidencia (en la excepcionalidad) entre español y rumano no puede, sin embargo, ser considerada como uno de los casos de concordancia entre las áreas laterales de la Romania, pues el sintagma rumano es un calco de proveniencia eslava.

Federico Vicario introduce su estudio: «Tra caldo e freddo. Sui gradi di un’anto­nimia» (págs. 405-418) presentando dos con­ceptos bien asentados en la amplia bibliografía sobre la antonimia: la graduabilidad y la complementariedad, conceptos ya presentes en la distinción aristotélica entre contrarios y contradictorios. Los antónimos graduables, a diferencia de los antónimos complementarios, expresan grados dis­tintos de la misma cualidad y la negación de uno de los términos de la pareja antonímica no implica la afirmación del otro. En su estudio sobre los antónimos graduables caldo-freddo (‘caliente-frío’), Vicario saca a la luz características generales de este tipo de antonimia así como características específicas de esta pareja. Entre las primeras están: la posibilidad de existencia de términos con significado intermedio (tiepido: ‘tibio’), la posibilidad de expresar un grado menor, mayor o superlativo de la cualidad (molto caldo, caldissimo) y la posibilidad de existencia de términos «extremos» que, a la expresión del grado, añaden un significado complementario que los convierte en no-graduables (gelato - *gelatissimo). Respecto a las características específicas de esta pareja, podrían hacerse derivar del hecho de que ambos adjetivos predican la presencia (en mayor o menor grado) de la cualidad «calor», lo que hace de caldo el término positivo. Ello se refleja en la clara orientación de tiepido hacia caldo (significa ‘moderadamente caliente’ y no ‘moderadamente frío’), en la mayor abundancia de términos «extremos» del ámbito de caldo (bollente, scottante, ro­vente, candente...) y en la forma «activa»de tales términos (participio presente) frente a la forma «pasiva» de los orientados a freddo (participio pasado: gelato, ghiacciato).

Alberto Zamboni, en «Contatto, trasmissione, evoluzione: il latino come creolo?» (págs. 419-453), juzga, con gran riqueza de datos, las recientes teorías que recuperan la hipótesis de una creolización del latín como antecedente necesario de la formación de las lenguas románicas. Tal hipótesis, implícita en el concepto de «latín vulgar», se remonta a Meillet y ha tenido numerosos epígonos, pero también un amplio abanico de críticas. Zamboni concluye que la realidad de las lenguas románicas, y lo que se puede hipotizar sobre el latín vulgar (o corriente, o global) no parecen justificar un auténtico escenario de creolización. Si bien es verdad que, respecto al modelo del latín clásico, las lenguas románicas participan en distinta me­dida de las características de los pidgin, como son la reducción de contrastes fonológicos y la tendencia a formas analíticas y transparentes (o morfológicamente motivadas), estos rasgos se verifican también en muchas realidades evolutivas pues, como propugnan determinadas teorías universalistas, los procesos de creolización reflejan la tendencia a la realización no marcada de distintos parámetros de la gramática universal. Zamboni revisa numerosas cuestiones abiertas en esta compleja temática, entre ellas: el problema de la equivocidad de una noción como la de «latín vulgar», que cubre una enorme espacio cronológico, geográfico y estratal del latín; el peso que la interrelación del latín con otras lenguas itálicas y con el griego (substrato y adstrato) ha tenido en la constitución del latín vulgar; el viejo problema de la distinta suerte corrida por la flexión nominal frente a la verbal; y, por ultimo, el problema que plantea, para la cronología tradicional de los cambios, la reciente teoría creolista de Dardel y Wüest sobre la reducción del sistema flexivo nominal, teoría que propugna dos distintos ciclos evolutivos —uno de simplificación (reducción) morfológica y otro sucesivo de reelaboración y reconstrucción—, que dividirían a las lenguas románicas en tres grupos —uno más arcaico y radicalmente simplificado (sardo, español, portugués), otro reelaborado o reformado (francés, occitano, rumano) y un tercero de posiciones intermedias o marginales (italiano, retorromance, catalán)—.

En conclusión, la lectura de este volumen confirma lo anunciado por Orioles en su presentación: una perspectiva amplia que refleja «la multiplicidad de intereses del estudioso y la profundidad de su lección».

 

A. Pérez-Prat Vinuesa

 

Carmen Cortés Zaborras y María José Hernández Guerrero (coords.) La traducción periodística: formas y funciones, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2005, 443 págs.

 

Esta obra recopila once trabajos que giran en torno a los textos periodísticos, profundizando en cuatro áreas: géneros periodísticos; condicionantes, normas y usos; análisis de transcodificación de medios y, por último, sujeto, proceso y objeto.

Los diferentes autores pertenecen tanto al ámbito profesional de la traducción como al académico. Todos ellos representan las diferentes disciplinas que tienen como interés común la producción, análisis y traducción de textos periodísticos.

Una de las aportaciones más novedosas de este trabajo es que asocia dos mundos muy relacionados entre sí, como son el del periodismo y el de la traducción, que hasta el momento presente han permanecido casi indiferentes uno del otro. Afortunadamente la traducción periodística empieza a formar parte de los estudios de postgrado en algunas universidades. Y es que una buena parte de la información que recibimos ha sido traducida previamente. Por consiguiente, la reflexión sobre la labor del traductor de textos periodísticos está justificada, se hace necesaria y además se echa en falta.

Por todo ello, La Traducción periodística: formas y funciones contribuye a aportar un amplio abanico de reflexiones que enriquecerán nuestra labor traductora y docente.

En el primer apartado se presta atención al discurso periodístico específico y los géneros periodísticos, empezando con el trabajo de José Manuel Bustos. Este autor analiza la teoría de los géneros y la realidad de los textos en la prensa española. Tras analizar estos textos obtiene resultados de interés como la preferencia por el uso de secuencias narrativas y la tendencia a ubicar en primer lugar la información dominante junto a la relación entre la longitud de la noticia y la polisecuencialidad.

A continuación, María José Hernández bucea en las traducciones de los distintos géneros periodísticos en la prensa española, analizando igualmente versiones del francés. No obstante, habría que hacer notar que los análisis que más abundan son los correspondientes al binomio español-inglés. La autora ofrece un exhaustivo análisis de la traducción del género informativo, el interpretativo y el argumentativo, encontrando que dichos géneros funcionan de manera similar en francés y en español, especialmente en los géneros interpretativos y argumentativos. No obstante, en la traducción periodística del francés al español se hacen necesarias estrategias translativas para adaptar los textos a los rasgos del género en la lengua meta.

En el segundo apartado se incluyen cinco trabajos que abarcan los rasgos y usos propios de los textos periodísticos que quedan determinadas por las prácticas profesionales periodísticas, por un lado, y, por los distintos canales de transmisión de los traducciones, por otro. Tomando como punto de partida la observación de traducciones del inglés, José Enrique García hace hincapié en los parámetros extralingüísticos, que guardan relación con las limitaciones de espacio y tiempo, y los rasgos propios del lenguaje periodístico (la variedad de códigos, la influencia de otros lenguajes y heterogeneidad de referentes) y de los distintos géneros periodísticos (informativo, opinión, ameno o folletinista). Además, llega a la conclusión de que las peculiaridades de la traducción periodística favorecen la influencia lingüística inglés-español. Entre estas peculiaridades están la urgencia de la información, el deseo de ser fiel al contenido y el estilo del texto original en la traducción, la variedad, la actualidad temática y el uso de un cierto estilo impersonal para otorgar credibilidad.

María José Hernández examina los distintos libros de estilo, publicaciones españolas y francesas cuya principal preocupación es evitar la colonización de términos extranjeros, y reflexiona sobre la aparente «desaparición» del traductor, cuya firma se omite sistemáticamente.

Pablo García expone los rasgos específicos de las noticias de agencia y la problemática de la traducción de estos del y hacia el árabe. El autor nos hace caer en la cuenta de que los problemas que afronta el traductor de agencia no se circunscriben al campo de la filología, sino que trascienden al terreno cultural e ideológico. Con respecto a la traducción de lenguas semíticas a romances, advierte del peligro de caer en el literalismo y de los nefastos resultados que puede acarrear esta práctica debido a las grandes diferencias existentes entre las estructuras lingüísticas de ambos bloques. Por último, apunta la necesidad que tiene el traductor de agencia de añadir a su formación filológica una gran dosis de conocimientos extralingüísticos, y cómo la influencia de la revolución tecnológica se está dejando sentir en las agencias de noticias y en el papel del traductor.

Los canales de transmisión con sus normas y carga ideológica influyen en la selección del material traducido y en el modo de adaptación al receptor. Es el caso de los textos que analizan Ovidi Carbonell i Cortés y Khadija Madouri con referencia, entre otros, a las traducciones al inglés y al español del discurso de Ibn Lādin en relación a los atentados del 11-S y su repercusión al estar enmarcadas en un ámbito especialmente complejo.

Como broche final de este apartado el trabajo de Gemma Andújar sobre nexos cau­sales y mecanismos anafóricos en la traducción francés-español aporta reflexiones importantes sobre la conducta traductora, que no puede describirse en términos de sistematicidad absoluta. El traductor realiza una determinada toma de decisiones, con respecto a la recuperación de un fenómeno discursivo, que responde a motivaciones diversas que vienen a confirmar la complejidad de la labor de la traducción y las múltiples posibilidades de trasladar el texto original a la lengua meta.

El tercer apartado, dedicado al análisis de transcodificación de medios, incluye dos trabajos. En el primero, Lidia Taillefer ofrece una concienzuda reflexión sobre la versión semanal del Diario SUR publicada en lengua inglesa y las expectativas de los receptores junto a la consiguiente adaptación de las noticias. Al tratarse de una publicación semanal nos encontramos ante un trabajo ordenado y metódico que carece de los errores característicos de la prensa diaria (falsos amigos, préstamos etc.). Por lo que SUR in English produce en el lector de lengua inglesa el mismo efecto que si se tratara de un periódico original. El hecho de que lector no perciba que se incluyen traducciones refleja la calidad y la coherencia informativa deseable en la traducción periodística.

En el segundo, Carmen Cortés e Isabel Turci realizan un análisis de la versión española de Le Monde diplomatique y de la coincidencia de función entre el texto original y el texto meta. Las autoras recopilan artículos durante un período de seis meses comparando el texto de partida y el texto de llegada. A continuación, afirman que la trans­codificación que se lleva a cabo en la publicación española conserva la esencia de la publicación francesa, adaptando los códigos lingüísticos y periodísticos franceses con ha­bilidad y utilizando acertadamente los procedimientos de compensación estilística e informativa.

El cuarto y último apartado dedicado al sujeto, proceso y objeto incluye los trabajos de José Manuel Vidal y Carmen Cortés. José Manuel Vidal expone sus vivencias y reflexiones profesionales considerando la traducción un arte y, especialmente, la traducción de prensa, que supone estar a la vanguardia idiomática de las obras que se traducen. Así mismo, afirma que es precisamente en los medios de comunicación donde aparecen los términos novedosos y donde se pulen. Como fruto de su experiencia considera que el tra­ductor debe reunir virtudes, tales como poseer las titulaciones de periodismo y traducción, dominar perfectamente el castellano, conocer la historia y las instituciones de los países de las lenguas de las que se traduce, familiarizarse con las nuevas tecnologías y, sobre todo, amar la profesión.

Por último, Carmen Cortés cierra el volumen con un estudio de los suplementos literarios de las publicaciones Le Monde y El País, Le Monde des Livres y Babelia que, al pertenecer a diarios de reconocido prestigio, ocupan un lugar destacado en el ámbito de la crítica literaria periodística. Estos suplementos literarios dejan ver a la traducción como una vía privilegiada de intercambio y renovación contribuyendo a la transmisión del conocimiento y a una mayor variedad de propuestas de esparcimiento. Su investigación viene a confirmar el poco protagonismo que tiene la traducción literaria en las secciones culturales de los periódicos.

Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que la obra nos proporciona un panorama general y fundamental de la problemática de la traducción periodística gracias a su contenido, enfoques y orientaciones metodológicas. Este campo de estudio tan extenso y difícil de abarcar estaba falto de trabajos como éste, que abre caminos a futuras investigaciones.

 

E. Postigo Pinazo

 

Umberto Eco, Historia de la belleza (Storia della Bellezza), trad. de Mª Pons Irazazábal, Lumen, Barcelona, 2004, 438 págs.

 

La Historia de la belleza que cae ahora en nuestras manos (dos años después de ser publicada en Italia) se presenta en un formato muy impresionante —de tan cuidado—, con la pretensión, manifiesta en la portada, de ser una obra capital de los estudios estéticos de Umberto Eco. Nada más lejos de la verdad. Desde que se diera a conocer en el campo de la filosofía del arte gracias a su tesis El problema estético en Santo Tomás de Aquino (1956), para este pensador italiano la cumbre de toda buena fortuna de su pensamiento estético (si se me permite la expresión) vino de ensayos, tan importantes hoy, como Obra abierta (1962), sus destacados estudios sobre el arte de masas, tales como Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas (1965) o El súper-hombre de masas (1976), o, gracias al impulso de su best-seller, El nombre de la rosa, estudios de estética medieval, por ejemplo Arte y belleza en la estética medieval (1997). Y ello por poner sólo unos pocos ejemplos de su versatilidad en este campo: de sobra conocemos su prolífica calidad como semiólogo, teórico de la literatura, ensayista, crítico literario y novelista.

Dada esta trayectoria del italiano, cabe preguntarse en qué punto evolutivo se halla esta obra. Efectivamente, dentro de la rama de la estética, que él ha cultivado —como hemos visto— abundantemente, con este libro Eco parece presentarnos un sumario de sus ideas. Y, en cierta medida, así es: muchos de los capítulos que él escribe personalmente son pequeños resúmenes (con carácter eminentemente divulgativo) de ideas que ha presentado por extenso a la comunidad científica en libros anteriores. Y ello queda perfectamente reflejado en dos casos: la estética medieval (sobre la que abundó en la obra ya citada de 1997 y previamente en su tesis doctoral) y, sobre todo, la estética contemporánea, materia por la que es hoy día considerado una eminencia. Con Opera aperta dio a la obra de arte unas características nunca antes teorizadas por nadie; nos hizo comprender que siempre en la historia una obra de arte ha sido abierta, esto es, que ha permitido unos puntos de incertidumbre para la libre interpretación del espectador, pero mientras que la obra tradicional intentaba ocultar esto, la moderna hace de esta característica una aspiración deseada, o mejor aún para el tema de esta reseña, que en esa apertura y en su relación con el espectador que la completa reside la belleza. No tanto la belleza: nuevas sensaciones estéticas que superan lo meramente hermoso. Nos expliEco la categoría estética de lo sugerente, una forma de arte abierto en la que —general­mente el poema y por primera vez la poesía simbólica de finales del xix— no se dice, sino sólo se insinúan significados, se estimulan vivencias del lector para que éste se deleite de una manera personalizada, que no siempre resulta hermosa.

¿Queda algo de esto en su nuevo libro? Este tema, revolucionario en la teoría del arte, no se menciona, ni siquiera en los capítulos de estética contemporánea. Tal vez porque no se ha considerado claramente relacionado —al menos a ojos del gran público, al que va dirigido el libro— con el tema de la belleza. Tal vez porque son unas reflexiones excesivamente abstractas para tal público. Tal vez sencillamente porque no quiere repetir algo sobre lo que ya ha reflexionado en libros anteriores. Aunque esto último me parece mucho menos probable: al fin y al cabo sí repite sus teorías sobre estética medieval y de cultura de masas. Por tanto, si, a excepción de lo tocante a la obra abierta, los capítulos escritos por Eco parecen entroncar con su tan rica trayectoria investigadora, la pregunta es: ¿qué hace menos importante a este nuevo escrito suyo sobre estética? No es sólo que este manual no aporte ideas nuevas, porque, como todo manual, es, al fin y al cabo, una obra compilatoria, y, además, en su caso, divulgativa. ¿Cuáles son, por tanto, las razones de su menor importancia?

En principio, que no es obra del maestro, al menos no personalmente; lo cual pasa desapercibido a primera vista. Con una eficiente técnica comercial y de marketing, el marbete «a cargo de», que precede al nombre de Umberto Eco, se presenta en la portada reducido en tamaño con respecto al título y al presunto autor, de manera que el lector despistado en la librería puede fácilmente atribuir la autoría de todo el libro a quien sólo es el coordinador del mismo; máxime teniendo en cuenta que en la solapilla de la carátula, que resume el contenido de la obra y que habla del autor, sólo se menciona a Umberto Eco, y para nada (ni someramente) a los demás colaboradores.

Ahora bien (se preguntaría el lector, una vez que ha descubierto el «engaño»), ¿cuántos colaboradores hay?, ¿quién o quiénes serán?, ¿cuál es el papel de Eco en todo este proyecto? Viene a ser habitual en estos casos que el coordinador de la miscelánea haga la introducción y que cada capítulo esté firmado por su correspondiente ensayista. Pero no ocurre así. El formato interno de la obra quiere seguir ocultando —como en la portada— que Eco no es el autor íntegro de todo, al no presentar las firmas de los colaboradores en cada capítulo. Sólo muy sutilmente, junto con los textos que nos informan de la edición, la traducción, el isbn, etc. —y con un tamaño de letra minúsculo—, nos damos cuenta de que los autores son sólo dos, cada uno de los cuales se ha hecho cargo de unos capítulos muy concretos: el propio Eco escribe los capítulos 3, 4, 5, 6, 11, 13, 15, 16 y 17, mientras que Girolamo de Michele, los 1, 2, 7, 8, 9, 10, 12 y 14 (pero ¿quién escribe la introducción? No lo sabemos). Y lo que es más, se añade que este segundo autor «se ha encargado de los textos de la antología», todos aquellos que, a lo largo de las páginas de este voluminoso libro, ilustran el pensamiento de los grandes pensadores de la historia, desde Platón hasta Roland Barthes. De Michele, pues, trabaja tanto o más que Eco, ¿por qué entonces no firman ambos el libro? Al fin y al cabo, es esto lo usual cuando se trata de publicaciones a dos voces, reservando las ediciones dirigidas o coordinadas por alguien cuando hay, al menos, tres o más colaboradores (y ello sólo por falta de espacio en la portada para tantos nombres). Resulta evidente, y sólo desde el mero análisis externo o material del libro nos damos cuenta, con qué fines comerciales está concebido todo esto: vender la que se hace pasar por otra obra de uno de los grandes del pensamiento occidental actual. Y parece que ha surtido efecto: en sólo dos meses, ha habido dos ediciones en España (septiembre y noviembre de 2004, respectivamente), ambas ya agotadas. La gente se ha lanzado a comprar en masa (uno de esos fenómenos que tanto ha estudiado Eco en sus escritos de cultura de masas) un producto, sencillamente por venir de la mano (aunque sólo en parte) de un hito, y no por su contenido, de la misma manera que se compra un perfume no por cómo huele, sino por su pertenencia a Chanel u otra marca de lujo.

Porque, no lo olvidemos, es ésta una edición de lujo. La maquetación es, además de preciosa, extremadamente cuidadosa, tanto en la disposición de los textos antologados, como en la de las láminas, tan abundantes y de una admirable calidad de resolución, en que los colores resultan mucho más precisos por el uso de papel satinado en la impresión de todas y cada una de las páginas; maquetación que, así hecha, nada tiene que envidiar a las de otros libros de Historia del Arte tan prestigiosos, como los Könemann. Resulta tremendamente placentero pasar las páginas de este libro, disfrutar con la sucesión de obras de arte que parecen ir desvelándose ante nuestros ojos como por primera vez, como si nunca antes hubiéramos visto El Laocoonte, El jardín de las delicias del Bosco, El nacimiento de Venus de Botticelli, La abadía en el bosque de encinas de Friedrich o la asombrosa arquitectura de la Biblioteca Nacional de París, por poner sólo unos ejemplos. Y no sólo en esto hay posibilidad de obtener tamaño deleite: es encomiable el trabajo de De Michele a la hora de seleccionar unos textos en extremo hermosos, no sólo extraídos de ensayos filosóficos, sino de obras literarias de gran calidad, como las Bacantes de Eurípides, la poesía de Safo, La Divina Comedia, romances y cantares de gesta medievales, el Carmina Burana, Gracián, Valery, Baudelaire, Höl­derlin o Kafka, ente otros muchos.

¿Qué hay, no obstante, debajo de todo esto? Muy poco. Considerada como una his­toria de la belleza (algo harto discutible, como ya explicaré), es pobre. A cada una de las épocas, se les dedica muy pocas páginas o, por mejor decir, un número considerable, pero, en ellas, el texto que reflexiona sobre la belleza es mínimo, ahogado por las ilustraciones; a veces, tan escueto, que o bien resulta impreciso (no voy a decir equivocado), o bien incomprensible por falta de profundidad. Se pudiera pensar que este esquematismo se debe a una intención divulgativa del libro, habida cuenta de que todo el proceso editorial, como hemos visto, es eminentemente comercial. Pero no, porque de tan reducido y simplificado, requiere, para poder comprender conceptos tan complejos como, por ejemplo, la euritmia pitagórica, una base muy rigurosa, que no posee el lector de a pie: esquematizados al mínimo los conceptos, estos resultan incomprensibles para el lego en la materia. Cuando se consigue, en cambio, dar una explicación suficientemente extensa y clara (sin ser árida, y, con ello, apta para el gran público), entonces suele hacerse a partir de tópicos: es la conclusión que se extrae, por ejemplo, de la conceptualización que se hace de la belleza romántica, limitada a lo gótico, las ruinas y lo siniestro, categorías estéticas que, sin dejar de ser parte de la estética romántica, para nada llegan a englobar todo lo que en el fondo este movimiento significa (el de los románticos alemanes, como Hölderlin, la belleza de lo infinito), dejando, así, al lector diletante con los mismos prejuicios con los que empezara a leer.

Y si a veces profundiza en aspectos de los que es seguro que el lego, previamente, nada sabía, se hace con ánimo de dar a conocer curiosidades que no sirven para explicar realmente en qué consiste la belleza de una época determinada. Así ocurre al escribir sobre Pitágoras, de quien apenas se mencionan unas líneas, y sin embargo el autor —que de este capítulo es Eco— se regodea en abundar sobre la teoría de la tetraktys, un modelo hecho con triángulos a partir de proporciones numéricas —místicas y enigmáticas, pero que nada aportan a la esencia de la belleza pitagórica—, con lo que Eco parece querer subirse a la moda de enigmas de best-sellers, como El código da Vinci (género, por cierto, que en gran medida él mismo inauguró con El péndulo de Foucault). Sucede algo parecido cuando explica la belleza de los monstruos, sobre la cual debería extenderse en cómo la mentalidad medieval era capaz de categorizar en sus cánones de bellezas tales cosas, y no tanto en dar un listado de seres exóticos y extraordinarios, según hace en un epígrafe que es, en número de líneas escritas, más extenso que cualquier otro del capítulo.

Sin embargo, lo que más llama la atención es que, tras la máscara de la historia, este libro no cumple para nada tal pretensión. En primer y más evidente lugar, porque en su discurrir diacrónico, no se detiene en todas las épocas; o en algunas en las que se detiene lo hace con generalizaciones excesivamente amplias, en virtud de las cuales no se da cabida a algunos de los aspectos más importantes. Si lo comparamos con otras obras del género,[14] percibimos, entre otras, dos ausencias, muy graves incluso para una historia de la estética divulgativa como ésta: en el mundo clásico (que queda reducido a unas escuetas reflexiones sobre las musas, Pitágoras y Platón), desaparecen Aristóteles, Sócrates, los sofistas y el mundo romano —nada de cínicos, estoicos o epicúreos, que tanto dijeron sobre la belleza o el placer—; en el siglo xx, casi nada se habla de las vanguardias históricas, centrándose sólo en el proceso de transformación social a la cultura del consumo, la industria y la masa.

No ha de sorprendernos, por otra parte, que los capítulos de este siglo estén a cargo de Eco, especialista en la materia. Y es que (lo cual se convierte en el segundo argumento para refutar que este libro sea una verdadera historia) en el fondo lo que han hecho los dos autores ha sido repartirse unos temas sobre los que reflexionar, procurando —pero sin poner mucho empeño— que cada uno de esos temas se adecue de alguna manera a una época en concreto. Hay algunos capítulos que son muy significativos de ello, pues al teorizar sobre ese determinado asunto saltan de unas sincronías a otras indistintamente, sin respetar la diacronía general del libro. En el capítulo ii (de De Michele), más que del ideal de la belleza griega, se trata de repasar someramente las teorías de filólogos tan insignes de finales del siglo xix como Nietzsche (el capítulo es prácticamente un mal resumen del Nacimiento de la tragedia). Los capítulos iv y v (ambos de Eco), dedicados, respectivamente, a la luz y a los monstruos, aunque efectivamente se centran en las obras medievales, bien pudieran aplicarse a cualquier época, pues en todas las edades el hombre, con mayor o menor profundidad, se ha interesado por estos dos temas. Y dicho sea de paso, cuando habla de la luz, lo hace centrándose sólo en una tradición, la neoplatónica, de Plotino, Pseudo-Dionisio y Santo Tomás (muy someramente citados, aunque, precisamente, son estos los autores que más decididamente entroncan con la trayectoria investigadora de Eco, desde 1956, con su tesis doctoral); sin dejar de ser esta línea de pensamiento importante en la Edad Media, obvia la importancia capital de la luz en la estética bizantina o la estética matemática y lumínica del escolastismo de autores como Robert Grosseteste (temas de los que, por ser demasiado especializados, se hace más comprensible su exclusión de este libro, dirigido, repito, al gran público). Y sobre todo ocurre esto en el capítulo xv (también de Eco), que es una larga —en lo escueto del libro— disertación sobre las máquinas, hasta tal punto, que ya no se centra en el siglo xix (al que supuestamente está consagrado el capítulo), sino que hace un análisis histórico, desde la Antigüedad hasta el siglo xx, sobre lo que se ha considerado como máquina y en qué medida se ha visto bella; en todos los sentidos, este capítulo —con su propio repaso diacrónico, independiente del de la Historia de la Belleza— podría haberse publicado como artículo en cualquier revista: el siglo xix le ha servido al autor para poder explayarse como ha querido en un tema que le gusta.

A menudo, esta libertad por la cual el escritor decide escribir en el capítulo sin atender al devenir diacrónico del libro en general supone que se incluyan aspectos que no parece, en principio, lógico que se estudien dentro de un panorama histórico de la estética. Así ocurre con el capítulo vi, dedicado al tema de la donna angelicata. Se me puede reprochar (y más a mí, que soy filólogo) el hecho de que critique la inclusión de la literatura en la historigrafía de las ideas estéticas. He de apuntar que, efectivamente, desde mi punto de vista, es del todo lícito hacer esta inclusión, pero no, tal vez, como lo ha enfocado esta obra: debería haberse hecho con un mínimo de unicidad o sistematicidad. Y no la hay. Es verdad que en la introducción (quien quiera que la escribiera, que no lo sabemos) se advierte al lector de que el libro pretende estudiar la belleza más allá de las obras de arte, especialmente de cuadros y esculturas, de acuerdo al enfoque por el cual no es exclusivo de las artes plásticas la cualidad de lo bello. Pero ocurren dos cosas: por un lado, es indudable (y así se demuestra con sólo contemplar las ilustraciones que aparecen, en un casi 90% referidas a cuadros) que el interés principal del libro atañe al arte plástico (lo que contradice la pretensión inicial); por otro, la alusión a las distintas artes no plásticas no se hace de manera sistemática, sino sólo cuando conviene. Es el caso de la arquitectura, de la que se habla prácticamente sólo en la edad clásica y en la contemporánea (como si no hubiera tenido este arte interés en la belleza barroca, cultivada por autores como Borromini). Pero es también el caso de la literatura, de la que casi sólo se habla en dos ocasiones. Una en el capítulo xiii, que versa sobre la religión de la belleza (parece que sólo fueron dandis los poetas, como Wilde o Baudelaire). El otro caso nos lleva por fin al tema de la donna angelicata, con el que comenzaba este párrafo: es la única alusión de la belleza femenina a través de la literatura en todo el texto, como dando a entender que el único momento de la historia en que este fenómeno se produjo fuera la Edad Media; o que el único medio para engrandecer el canon femenino de hermosura fuera la lírica.

Pero lo más curioso es esto: que no sólo sea una referencia asistemática a lo literario, sino también al canon de lo femenino, pues no se hace un estudio continuado del mismo. Asistemático, más aún, si se tiene en cuenta la tabla con la que se abre el libro: una sucesión de cuadros y esculturas que, en orden cronológico dispuestos, ilustran modelos de hombres y mujeres, como para que nos hagamos una idea de en qué medida los cánones han cambiado. Ésa es precisamente la expectativa que tiene el lector cuando abre este libro por estas páginas; expectativa alentada, además, por la promesa en la introducción de estudiar la belleza más allá de las obras de arte, por la cual nos creemos que uno de los puntos de capital importancia va a ser el análisis de la belleza de hombres y mujeres. Pero no. Tratan de este aspecto casi exclusivamente los capítulos vi, viii y xvii, y de manera no sólo intermitente (se habla, en los dos primeros capítulos, de tales cánones en época medieval, y en el capítulo xvii se salta ya a la cultura de los medios de comunicación de masas del siglo xx), sino que además se hace sin el ánimo, propio de todo estudio diacrónico, de explicar cómo, en qué medida y por qué se producen los cambios: como en otros temas, se limita, en cada una de las épocas en que se trata de los cánones de belleza de las personas, a hacer un tratado que funciona de manera independiente del devenir histórico y que se queda circunscrito a un marco sociocultural preciso (en la Edad Media para incluir una reflexión sobre la poesía lírica del amor cortés y en el siglo xx como ejemplo de la sociedad neonarcisista y posmoderna o, como señala el epígrafe concreto, la belleza de consumo).

Nada de continuidad histórica, por tanto, pero no sólo en este tema, sino, además, en otros, tal vez más importantes. Uno de los conceptos, clave en toda historia de la estética, que no aparece reflejado es el de ética / estética. Por supuesto que, en una obra pensada para el gran público, carece de sentido hacer un elaborado estudio sobre este tema, sobre el cual podríamos extendernos sobremanera y que, en principio, parece más amplio que el que atañe con exclusividad a la belleza. Pero hay que tener en cuenta —y no se tiene en este manual— que la belleza, como parte de estudio de la estética, y como le ocurre al arte, sufre, a lo largo de la historia, una transformación muy importante: la adquisición de autonomía con respecto a la noción de Bien y Verdad. Es cierto que se habla al principio de la identificación platónica Belleza = Verdad, y también lo es que, en el fondo, a poco que un lector avezado tenga nociones de estética, se percibe cómo en cada época parece restársele o sumársele importancia a la necesidad de que algo, para ser bello, tenga que ser moral o, cuanto menos, acorde con las leyes de la razón; no obstante, ello se muestra, como digo, ante los ojos del lector experto, y no tan fácilmente ante los del lego, que bien puede terminar de leer este libro sin haber comprendido, si acaso por encima, este concepto estético.

Esta no inclusión del proceso de independencia de la Belleza respecto de la Verdad tal vez sea la explicación de la inexplicable ausencia —otra más— de los impresionistas en esta historia de la belleza. Perdón, se les dedica un parrafito dentro del epígrafe nueve («La impresión») del capítulo xiii, pero de nuevo para darle al lector un tópico: el gusto de estos pintores por plasmar «la impresión». ¿Qué hay de la importancia de esta pintura para el proceso de autonomía del arte y la belleza? Lo destacable de Manet, como señalara Foucault, [15] es que, después de que en el Renacimiento se inventara toda la pintura ilusionística (que aspira, con el recurso de la perspectiva entre otros, a ocultar el cuadro que porta la pintura), el francés hace visible, con diferentes recursos, el soporte de la pintura, para demostrar que los objetos mismos —incluido ese soporte— son bellos por sus formas, y no tanto por lo que expresan. Esto es lo relevante, no formulado en este libro, de la impresión: destacar, a golpe de pintura, la forma, los objetos en su belleza formal y colorística, más allá de lo que estos objetos tengan que ver con lo significado, la verdad o la moral.

Claro que tal vez esta ausencia de una metodología histórica sistemática como la que echo en falta pueda deberse a que, como se explica en el prólogo, esta obra no pretende centrarse en el estudio de la teoría, entendiendo por ello las reflexiones que los distintos pensadores del arte han dado a lo largo de la historia, así como la teoría estética que puede colegirse de las obras de arte. Pero ésta no puede ser una excusa, porque, de nuevo, vuelve a haber una contradicción: todo el libro —pese a la pretensión del prólogo— evidencia un interés mucho mayor —por no decir casi exclusivo— por los textos teóricos; no es, en absoluto y a diferencia de los pronosticado, un análisis empírico a partir de los hechos (hombres y mujeres, obras de arte, de orfebrería o fenómenos sociales, como el impacto de la entrada de la imprenta, de los medios de comunicación, etc.), sino, más bien, una compilación de las teorías de pensadores de todos los tiempos, como evidencia la larga (aunque tan hermosa) antología de fragmentos.

En fin, podemos decir que nos encontramos ante una obra controvertida, pues, por su aspiración divulgativa, cae en tremendas incoherencias. Regala al lector una cuidada edición, muy visual y estéticamente atractiva, con la que, reconozcámoslo, se puede disfrutar enormemente. Pero no más. Para construir una lectura sencilla que no estropee la amenidad de las imágenes, cae en un inusitado proceso de simplificación, no sólo para el conocedor de la materia (que nada nuevo va a aprender, por más que se deleite en un libro tan hermoso, verdadera pieza de bibliófilo), sino también para el que pretende adentrarse en este mundo por primera vez (pues, de tan esquematizado, puede ser inducido a errores o, sencillamente, no comprender qué se le está diciendo). Para uno y otro —experto y lego—, es un libro para tocar y ojear, no para leer; con mucho, para hojear, picoteando de los textos aquí y allá.

 

G. Laín Corona

 

Luis Beltrán Almería y José Antonio Escrig (eds.), Teorías de la historia literaria, Arco / Libros (Serie Lecturas), Madrid, 2005, 332 págs.

 

    La serie Lecturas de Arco / Libros, a la que hay que empezar por reconocer la coherencia de su proyecto editorial y su desarrollo y permanencia en el tiempo, ha sobrepasado la veintena de números. Dedicada con preferencia a establecer núcleos temáticos en materias característicamente definibles como de Teoría de la Literatura, presenta, a nuestro juicio, un gran mérito, aunque también un cierto aspecto muy discutible y hasta gravemente defectuoso a veces. El mérito indudable consiste en la capacidad y tenacidad demostradas a la hora de reunir artículos muy específicos sobre una misma materia dedicados a configurar en consecuencia una suerte de monografías temáticas que se con­vierten en verdaderos instrumentos de estudio y conocimiento acerca del tema seleccionado, ya se trate de lo fantástico, de la ficción, la pragmática, la recepción, los polisistemas, el género lírico, el teatral..., o la deconstrucción, el feminismo, la nueva historia, las relaciones literatura / música o éste que ahora nos ocupa sobre historia literaria. El aspecto discutible consiste no ya en un propósito extremo de compilación restringida a textos críticos contemporáneos, lo cual cabría entenderse como un posible criterio de efectividad, sino en la demasiado persistente tendencia a ser tributo de las modas imperantes así como de la crítica norteamericana en general y sus entornos; todo lo cual puede inducir a confusión o a promover un cierto seguidismo al que por desgracia son tan proclives amplios sectores ya muy desarrollados en España de una cultura humanística que, en realidad, ya no responde a sus principios de origen, sino más bien a la malformación anglosajona de unos llamados «estudios culturales» que por otra parte sucedieron a una crítica norteamericana no menos funesta y señaladamente antihispánica.

Pues bien, éste es notablemente el problema del volumen dedicado a Teorías de la historia literaria, compilación precedida por un estudio preliminar a la luz del cual el lector no informado es conducido a creer que el pensamiento histórico literario es un asunto de invención reciente y además desconectado de las grandes ramas de la tradición humanística occidental tanto antigua como moderna y, particularmente, románica y española. Es sencillamente disparatado, a ojos de una persona culta, tomar como centro de reflexión sobre la historia literaria a un autor, por lo demás tan difundido, limitado y poco fiable, como lo es el desaparecido historiador de la crítica, afincado en Estados Unidos, René Wellek, y hacer caso omiso, ya por ignorancia o ya por premeditación, de la legión de clásicos europeos y sus estudiosos.

Por lo demás, el volumen, tras los dos capítulos introductorios preparados por los compiladores, se organiza en dos secciones denominadas «El debate sobre la historia literaria» y «Problemas de la historia literaria» en las cuales se compilan dos bloques de cuatro artículos cada uno, en general más o menos valiosos y desde luego en su mayoría interesantes, como es la excepción final representada por un trabajo de H. White sobre Auerbach con el que se cierra el volumen y, se podría conjeturar, sirve a los compiladores para salvar una probable mala conciencia irredimible respecto de la tradición filológica. Los restantes artículos, por su orden, son: L. Patterson («Historia literaria»), A. Patterson («La investigación histórico-literaria»), S. Greenblatt («¿Qué es la historia literaria»), M. J. Valdés San Martín («Historia de las culturas literarias: alternativa a la historia literaria»), R. Cohen («Teoría de los géneros, historia literaria y cambio histórico»), A. Fowler («Las dos historias»), D. Bathrick («Estudios culturales»). A esto se añade una Bibliografía final que, como ya era de esperar, resulta un tanto deformante o parcialista y, desde luego, encubridora de la producción española sobre la ma­teria, desde los grandes proyectos del siglo xviii hasta nuestro tiempo.

En general, el volumen sanciona y permanece en la inconsecuencia filológica norteamericana de los años noventa del siglo xx, a no ser que se considere, como de hecho a veces todo induce a pensar, que el vacío y la descontextualización humanística que suscitan el conjunto del estudio introductorio y la misma selección de artículos obedecen a un propósito oculto que no se nos alcanza a vislumbrar con algún viso de certeza.

 

J. L. Calvo Landau

 

Pedro Aullón de Haro (ed.), Barroco, Editorial Verbum y Centro Cultural Conde-Duque, Madrid, 2004, 1275 págs.

 

    Este extenso volumen, de título tan escueto y preciso, publicado por la colección Verbum Mayor, que comenzó editando clásicos como la primera historia universal de las Letras y las Ciencias (Juan Andrés), la primera historia de la literatura española (Bouterwek), la primera historia de la literatura española contemporánea (Juan Chabás) y la más importante estética española (Manuel Milá y Fontanals), incorpora ahora mediante este estudio la serie Teoría / Crítica dentro de la misma colección. La obra constituye una singular y extraordinaria consecución intelectual de contenido universalista y pluridisciplinar resultado de un proyecto de investigación amparado por la institución coeditora y que, a un tiempo, sirvió de fundamento para una gran exposición que con ese mismo título vio la luz por vez primera en las salas de bóvedas del mismo Centro Cultural Conde-Duque en octubre del pasado año. Se trata de un amplísimo estudio de nueva planta, innovador por muchas razones, que toma por objeto el concepto de Barroco en su más extenso sentido tanto histórico como cultural, desarrollando la categorización orsiana del eón barroco como constante, categorización que aquí es explicada en el primer capítulo, por primera vez, que sepamos, en su revelador y complejo sentido.

    La obra consta de cuarenta y dos estudios o capítulos de otros tantos autores de la más diversas formación y procedencia intelectuales, autores que han realizado el cometido de cubrir no ya los grandes aspectos, teniendo en cuenta por otra parte que el proyecto no pretende dedicarse a la exposición de los asuntos bien conocidos de la materia, sino las determinaciones conducentes a una totalización universalista y comparatista en la que quedan convenientemente representados hasta los diferentes extremos geográficos y culturales (China, Japón) así como las diferentes concepciones disciplinares (mú­sica, política, ciencia, literatura, etc.), entre las cuales predominan las filosóficas, filológicas y artísticas, y empezando por los conceptos de fundamento, teóricos y terminológicos, muy bien desarrollados. En general, podría considerarse que la obra en conjunto es una estética del barroco en su más amplio sentido tanto cultural como filosófico y, por ello, se podría decir, que deviene la obra más importante dedicada a día de hoy a este tema. Los logros alcanzados son muchos y de muy diferente índole y, digamos, quizás se pudiera echar en falta un mayor tratamiento de la materia en Rusia, pues a la zona eslava no se le dedica capítulo monográfico, si bien aparece representada de manera más parcial. Por lo demás, hay que tener en cuenta que cuatro capítulos, con excelente juicio a nuestro parecer, están formados por textos teóricos pertenecientes a los autores y actores teóricos principales del Barroco en el siglo xx, es decir Eugenio D’Ors, José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy. En el caso de D’Ors incluso se trata de tres escritos sobre el barroco prácticamente desconocidos y todos ellos en conjunto ofrecen una imagen históricamente contextualizadora, eficaz y riquísima.

    La disposición de la obra es compleja y obedece a la confluencia de diversos factores que el editor expone en el prefacio, que es de lectura imprescindible y tiene cierto carácter programático. Se trata de una «amplificación y remodelación del objeto de estudio tradicional al tiempo que una reconsideración de los aspectos o entidades a determinar como partes del mismo» (pág. 16), con aspiraciones de interpretación total pero prescindiendo tanto de la acumulación erudita como de las usuales convenciones de tratamiento. Probablemente, el mayor problema técnico en el desarrollo de este proyecto ha consistido en compaginar la necesidad de ofrecer cuerpos de materia necesarios para el conjunto con el criterio de no reiterar lo que ya existe bien hecho según el estado de los estudios. Se comprende, como dice el editor, que la logística se funda en la capacidad selectiva de las partes y las relaciones de éstas con el todo, evitando, entre otras cosas, dobleces y descripciones empíricas o cuasi empíricas. El editor entiende que la música de jazz constituye el mayor fenómeno de la expresividad barroca del siglo xx, o del neobarroco, y así queda debidamente argumentado en el primer capítulo, pero no por ello procedería desarrollar una historia crítica de la música de jazz, pues es algo que ya existe por sí y ahora sólo cabe añadir un sentido interpretativo. Otro tanto justifica de la escultura y la arquitectura de la India, para el caso de materia bien conocida, así como de un posible barroco africano, para el caso de materia difícilmente determinable. A veces la propuesta es actuar por superación, como es el ejemplo importante de tener en cuenta en todos los lugares donde sea pertinente el hecho de las traducciones (y es cierto que los resultados del propósito son necesarios y hasta sorprendentes: véase como muestra el barroco japonés), deficiencia ésta que, según el editor, ha constituido uno de los ingredientes que más han colaborado a la degradación de la historiografía literaria.

En todo ello es evidente que se ha actuado con determinación e inteligencia y, detalles al margen, que desde luego siempre podrán discutirse, se ha obtenido una verdadera resolución, es decir una resolución innovadora, coherente y rentable. Ya en principio se sostenía que se trataba de un intento de «superar ciertas limitaciones importantes hasta hoy establecidas en el estudio de esa materia y elaborar una obra comprehensiva y resolutiva sobre la misma, cosa a nuestro juicio y a estas alturas indispensable. Acaso haya quien pueda afirmar apriorísticamente que tal cosa es poco menos que quimérica o viene a ser un puro atrevimiento en virtud del espesor de la bibliografía y de los conocimientos ya disponibles, pero también se entenderá fácilmente que nuestro planteamiento se propone un conjunto de criterios relacionales sobre el todo y las partes y sobre la universalidad de la posible categorización barroca que hasta el momento no habían sido contemplados y, me permitiré decir, ello ha sido llevado a término con adecuada economía de medios y, por paradójico que pueda parecer a vista del presente volumen, dentro de los límites de una extensión en verdad mensurable. El Barroco accedió históricamente a constituir uno de los grandes ‘momentos’ de la unidad cultural de Europa y, no sólo por ello, uno de los grandes aspectos culturales de la universalidad» (pág. 15). De ahí que la resolución en conjunto tome forma estética y señaladamente comparatista. Se ha de tener en cuenta que Aullón de Haro hace valer, retoma su idea de que la «perspectiva comparatista a partir de la Literatura o de cualquier otro lugar no es una opción metodológica sino simplemente un requisito, una exigencia determinada por el mundo de existencia del objeto, mundo ante el cual no cabe sino el asentimiento a fin de proceder a la definición de un objeto de estudio bien constituido» (pág. 19). Por lo demás, quizás sea de añadir la relevancia de un logro como es el de la planificada convivencia en una misma obra de tantos puntos de vista y metodologías a su vez representados por tantos autores, de tan diferentes procedencia, formación y edad. Esto es admirable y, a su vez, sólo así era posible el proyecto.

Puesto que resultaría desproporcionado efectuar incluso una mínima descripción de los contenidos elaborados en cada uno de los estudios o capítulos, me limitaré a dar cuenta de sus títulos por orden de sumario: P. Aullón de Haro: «La ideación barroca», J. Pérez Bazo: «El Barroco y el problema terminológico», E. D’Ors: «Barroco. Arrabales de lo barroco. Revisión del Barroco», A. Relinque: «Sobre lo barroco en China», A. Falero: «El Barroco visto desde la historia intelectual japonesa», P. Cañizares: «La estética barroca en la literatura grecorromana» L. Bernabé: «Manierismo en la poesía árabe medieval», J. Victorio: «Lo barroco en las letras medievales», S. Scandellari: «Barroquismos en tiempos del Barroco histórico», V. Tovar: «La arquitectura barroca occidental», J. Moscoso: «Prácticas científicas en el Barroco histórico: el caso de la historia praeternatural», S. Sarduy: «La cosmología barroca: Kepler (Barroco)», J. Portús: «La imagen barroca», Mª Dolores Abascal: «Retórica y oralidad en el Barroco», G. Pulido: «El lenguaje barroco», J. Arias Navarro: «Acercamiento a la métrica barroca desde la doctrina española y la práctica inglesa», J. García Gibert: «Los fundamentos epistemológicos del Conceptismo», J. González Maestro: «Arte barroco y personaje literario», A. Rivera: «Espíritu y política en la época barroca española», A. Carreira: «El manuscrito como transmisor de las humanidades en la época barroca española», J. M. Villanueva: «Una reflexión para el teatro barroco en España», L. Busquets: «Los dramas de Calderón: Hercules ad bivium», M. Tietz: «La literatura barroca española y Alemania», J. L. Villacañas: «Gracián en el paisaje filosófico alemán», N. Valdés: «Barroco italiano», C. Gonzalez: «El Barroco en Portugal», M. Schmitz-Emanns: «La literatura alemana del Barroco», A. Mansau: «¿Un barroco francés frente a la Préciosité y el Clasicismo?», A. Ballesteros y R. Miguel Alfonso: «Inglaterra y el Barroco», S. Navarro: «Las actitudes antibarrocas», V. Carreres: «Música y lenguaje en la estética barroca», R. Mellace: «La sensibilidad musical del barroco: la escuela de las lágrimas», J. Caralt: «Dilthey y Adorno sobre Bach», V. Borsò: «Del barroco colonial al neobarroco», G. Espinosa Spinola: «El arte barroco hispanoamericano: estado de la cuestión», J. Lezama Lima: «Curiosidad barroca (La expresión americana)», H. de Campos: «El barroco literario brasileño», J. A. Hansen y A. Pécora: «Letras seicentistas en Bahía», O. Cornago: «El barroco en la segunda mitad del siglo xx en España», A. Domínguez Leiva: «El barroco cinematográfico», M. Romero Esteo: «Del barroco y el metabarroco». Este último texto es la reflexión personal de ese dramaturgo barroco de la segunda mitad del siglo xx.

 

C. Calvo Ruiz de Loizaga

 

Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, Barcelona, 2005, 190 págs.

 

Profesor de literatura en Princeton y, sobre todo, narrador, Piglia propone en esta ocasión un «viaje en busca del lector», un rastreo por las páginas de la literatura occidental ―incluidos diarios, memorias, correspondencia...― al acecho del lector explícito e implícito en ellas.

Estamos, pues, ante un lúcido lector que escribe un libro en que se habla de libros que a su vez hablan de otros libros y de sus lectores. El tema es, pues, una suerte de mise-en-abîme, de libro dentro del libro, den­tro a su vez del libro que reseñamos y, junto a ellos ―en justicia―, sus respectivos lectores: el mismo Piglia como lector, los lectores reales de los libros de que se habla y, sobre todo, los lectores-personaje que en ellos habitan.

¿A qué llamamos ‘lector’? ¿De qué diferentes modos se apropia el lector del texto que lee? Éstos son los interrogantes a los que busca dar respuesta el texto de Piglia. Las respuestas se suceden de forma fluida ordenándose en seis capítulos articulados, cada uno de ellos, en torno a un núcleo temático: 1. unas pinceladas para comenzar a definir al lector y la lectura tomadas de Borges, Kafka, Joyce, Pound, Proust, Flaubert, ... en el primer capítulo; 2. Kafka en la cueva y su idilio con Felice, la lectora-
-copista, sosia femenino del personaje de Melville; 3. los lectores en el relato detecti
vesco;
4. Ernesto Guevara, personaje y lector; 5. Emma Bovary y, junto a ella, Anna Karenina como inversión del bovarismo, casos de fuerte resistencia a la separación entre vida y ficción novelesca y, de ahí, el náufrago de Defoe y sus salvíficos restos del naufragio, imprescindibles para la vida: los libros; 6. y, por último, Molly Bloom lectora y el lector insomne que Joyce busca para su Ulysses.

Encontramos en sus páginas ejemplos en la ficción de lectores de todo tipo: 1. lectores criminales, hermeneutas salvajes que hacen un uso desviado de los textos, como Scharlach, el gángster de «La muerte y la brújula»; 2. Hamlet, que en el acto de leer se configura como sujeto moderno en tensión con una realidad social para la que no tiene cabida; 3. el lector-escritor que sueña el completo aislamiento de una profunda cueva donde no poder ser jamás interrumpido, como Franz Kafka, para el que la comprensión de la propia experiencia está inevitablemente unida al desciframiento de la experiencia una vez escrita: el lector que comprende su vida sólo cuando la escribe... y la lee; 4. el lector de lo que no se deja leer, de lo ilegible, del crimen, el lector de la sospecha, que es representado por el Dupin de Poe, prehistórica figura del intelectual, y por el Marlowe de Chandler, su descendiente; 5. el lector que vive en tensión entre lo leído y la exigencia de acción conforme a un modelo ético en la vida práctica, paradigma en que cabe todo quijotismo, desde el mismo Alonso Quijano hasta Ernesto Guevara; 7. Robinson Crusoe, lector superviviente para el que la lectura tiene una función salvífica, de rescate o recontrucción de lo perdido y de oráculo en medio de la nada, que necesita leer para vivir; 8. Viernes, que escucha atento la lectura y su interpretación ya confeccionada, en un ejemplo de creencia extrema; 9. el ‘buen lector’ de Nabokov y el examinador de la obra de Herbert Quain, de Borges, lectores capaces de «considerar las alternativas que la obra dejó de lado», de tratar al texto como work in progress, de reconfigurar la obra de otros modos posibles, como hace Joyce con su amadísimo Flaubert o recreando los más variados estilos en su Ulysses; y 10., cómo no, el lector perfecto, exégeta insomne soñado por el irlandés y al que otorga la batuta de la narración, que se caracteriza por su fascinación por descifrar la opacidad de ciertos textos, por encontrar conexiones entre referencias implícitas y sobreentendidos, papel en que se ve a menudo el traductor literario.

Es interesante observar que todos ellos son, como hemos visto, lectores masculinos. La figura femenina del lector, sin embargo, se adscribe en este viaje propuesto por Piglia, sólo y exclusivamente, a dos modelos opuestos: la mujer dócil o la mujer infiel, en función de su grado de obediencia.

Al primero de ellos pertenecen tanto Felice Bauer, ‘obligada’ por Kafka a leer sin fin y entregada a su labor de copista, como Sofía Tolstoi, la taquígrafa de Dostoievski o Véra Nabokov, en ese papel de esposa amantísima, de «criada», de «mujer-de-escritor», de «mujer-dedicada-a-la-vida-del-genio» ―en palabras de Piglia―, que reproduce al pie de la letra el discurso ajeno en una particular forma de apropiación pasiva.

Frente a ellas, Nora Joyce, la musa, identificada con Molly Bloom; Emma Bovary y Anna Karenina: adúlteras y lectoras de novelas, mujeres que cifran su vida en función de la ficción, ya sea para interpretar a través de ella la propia experiencia, ya sea para desear reproducir en su vida la experiencia de lectura, viviendo así dos vidas.

Pero existe aún una lectora más, enigmática y apenas insinuada por Piglia: la lectora anónima, la actriz, artista dramática de una época en que las mujeres representaban también papeles masculinos y lectora que hace suyos los textos en un escenario pero los sigue oyendo resonar más tarde, como música, en su interior.

Trata Piglia un buen número de casos de la literatura occidental, sin embargo, no se trata de un sesudo ensayo académico preñado de citas de la más varia literatura crítica ―aunque las encontramos―, sino del apasionado itinerario guiado de un lector experto a través de algunas de sus lecturas siguiendo, entre líneas, el hilo ―en ocasiones, delgadísimo― de eso que llamamos ‘lector’, «un recorrido arbitrario por algunos modos de leer que están en mi recuerdo», como puede leerse en su epílogo.

Esto, para aquellos que recuerden Crítica y ficción, tratado de poética en forma de entrevistas del año 1986, no es una novedad en Ricardo Piglia. En las páginas de aquél exponía que no concebía la crítica sino como una forma de autobiografía y enfatizaba la importancia de tener en cuenta la posición desde la cual habla el crítico, ese factor de análisis que la teoría semiótica ha dado recientemente en llamar location. Este libro es un ejemplo de ello, el testimonio de un lector atento al retrato de otro lector presente, de forma más o menos clara, en los textos que leyó; un canto a la lectura, ése «arte de la réplica», a través de las «representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción»

 

M. Cristófol y Sel

 

Friedrich D. E. Schleiermacher, Estética, (preliminar de A. Lastra, traducción de A. Lastra y E. González de la Aleja Barberán), Verbum, Madrid, 2004, 144 págs.

 

Friedrich Schleiermacher, el célebre creador de la Hermenéutica moderna y maestro de Dylthey, no sólo fue uno de los pensadores mayores del Romanticismo sino el autor, cosa de la que casi nadie al parecer se daba por enterado, de una singular Estética, de la que sin embargo existía en nuestro tiempo no sólo edición alemana sino también italiana al cuidado de Paolo d’Angelo en la importante colección de Aesthetica en Palermo. Existiendo ya edición española de los Monólogos (Buenos Aires: Aguilar y Barcelona: Anthropos) y del ensayo sobre la traducción (Madrid: Gredos), más la edición que ahora nos trae, queda por ver en castellano la teoría Hermenéutica para que el lector actual tenga al alcance los textos imprescindibles de la singularísima obra de Schleiermacher. También se debe recordar que existen dos monografías españolas (de Izuquiza, 1998, y Flamarique, 1999), que no es poco dadas las circunstancias, sobre nuestro pensador.

La Estética de Schleiermacher, que consta de tres partes, más una introducción general sobre el concepto y el objeto, se dedica sucesivamente a la ahí denominada Especulación general, a la cual siguen, con sentido tanto teórico como empírico, las disposiciones clasificatorias y analíticas de las artes particulares: las Artes de acompañamiento (mímica, es decir baile popular y alta danza, y por otra parte música, teniendo en cuenta que esta apertura incluye la «mímica lingüística» y lo que llamaríamos lenguaje paraverbal), las Artes figurativas (arquitectura, escultura y pintura) y las Artes discursivas (poesía, drama, novela). Schleiermacher se propone una taxonomía de las Bellas Artes, pero téngase en cuenta, sobre todo, que esta última serie de las discursivas nos ha llegado en un cuaderno incompleto que empezaba por ser complemento del anterior, pues estamos en una obra elaborada al paso de algunas actividades lectivas del autor desarrolladas entre 1819 y 1833 y que la muerte no permitió que se nos legaran en un volumen definitivo y concluso.

Una vez editada en español la Estética de Schleiermacher ya son muy pocas las Estéticas europeas verdaderamente importantes aún no vertidas a nuestro idioma y, de hecho, aunque todavía mucho queda por hacer, esta es la última en sentido estricto de la gran época del idealismo. Merece la pena observar cómo Editorial Verbum, diríamos que calladamente, al hilo de otras muchas ediciones, sobre todo filológicas en amplio sentido, ha realizado la labor impagable de ir poniendo a manos del lector parte muy considerable de la gran Estética moderna: Jean Paul Richter (Introducción a la estética), Friedrich Schiller (Sobre poesía ingenua y poesía sentimental), Karl C. F. Krause (Compendio de estética), Manuel Milá y Fontanals (Estética y Teoría literaria).

 

C. Calvo Ruiz de Loizaga

 

Teresa Herrero, De la flor del ciruelo a la flor del cerezo, Hiperión, Madrid, 2004, 89 págs.

 

Estamos ante un estudio que analiza la evolución de los valores estéticos japoneses entre el período Nara (710-794) y el Heian (794-1185), desde un estado inicial que tomaba como referencia la cultura china, que es representado a través de la flor del ciruelo, a un estado de redefinición de los propios valores y de la propia idiosincrasia, que vendrá representado por la flor del cerezo. En esta evolución, el desarrollo de la caligrafía Kana es de una importancia crucial por tratarse de un tipo de escritura y una creación artística auténticamente japonesas. Como la autora dice en la introducción, «el surgimiento del kana ayuda a entender la maduración de la cultura japonesa».

La obra está estructurada en tres partes que se corresponden con sus tres capítulos: «La flor del ciruelo», «La flor del cerezo» y «Del Kanji al Kana». En el primero se explica el valor simbólico de la flor del ciruelo en la cultura china y cómo se exporta dicho símbolo al universo cultural japonés. De hecho, en la cultura china, desde la más remota antigüedad, se puede rastrear el valor simbólico que ejerció la flor del ciruelo, cuya belleza y fortaleza eran «emblema de buenos auspicios, como la flor del año nuevo y como símbolo de renovación, resistencia o longevidad». El simbolismo de esta flor se hace especialmente patente en la poesía, cuyo color ideal era el blanco: «La blancura inmaculada de sus pétalos encarna la pureza y la inocencia». La sensibilidad hacia la flor del ciruelo se exportó a Japón, donde se menciona por primera vez en el Nihon Shoki y posteriormente en el Fudoki, aunque es en Kaifûsô, antología japonesa de poemas escritos en chino por poetas japoneses (751), donde aparece con el valor simbólico literario que era propio de China. Aunque «en el Manyôshû es donde aparece de manera más obvia esa preponderancia de la flor del ciruelo como valor simbólico adaptado a la sensibilidad japonesa». Herrero cita al estudioso Sen’ichi Hisamatsu para definir la cualidad estética literaria por excelencia en la época Nara: «La condición esencial del hombre es la sinceridad, makoto [...]. Puede decirse que makoto es la unión natural de emoción, razón y voluntad». Estas propiedades del makoto eran atribuidas a la flor del ciruelo.

La autora explica que el concepto básico de la literatura de la época que preside el Manyôshu, era el masurao o masuraoburi, «masculinidad del guerrero», también asociado a la flor del ciruelo. En Manyôshû se aprecia que la flor del ciruelo dejó su huella en la cultura japonesa durante el período Nara, por un lado debido a la identificación con la nueva cultura y, por otro, en razón de los valores y virtudes que representaba esa flor.

Otro aspecto relacionado con la flor del ciruelo que permite entender el Japón de esa época es el género poético dedicado a las flores de jardines. Como ejemplo de esto la autora refiere las fiestas anuales que organizaba el poeta Otomo no Tabito cuando fue gobernador general en Dazaifu, dedicadas al florecimiento de los ciruelos. Algunos de los más bellos poemas del Manyôshû dedicados a la flor del ciruelo se escribieron en los festejos organizados por el citado Otomo no Tabito.

Una vez transcurrido el período de asimilación y adaptación de la cultura china, se produjo progresivamente un periodo de autoconocimiento, coincidiendo con el final de la época Nara y el principio de la Heian. En esta evolución que tenía por destino el descubrimiento de la propia idiosincrasia, influyó también el progresivo conocimiento del cambio de valores estéticos en China, dado que la dinastía Tang (618-907) «había hecho que la flor del ciruelo perdiera su pro­tagonismo, porque representaba la cultura de las dinastías del sur». Siendo esto así, la flor del ciruelo fue sustituida en la Corte Tang por la peonía, pero ésta no llegó a calar en la cultura nipona.

Teresa Herrero explica que el proceso de cambio a la reivindicación de unos valores estéticos propios del Japón se desarrolló en un clima de numerosos altibajos. Un ejemplo lo tenemos en el oficial de la Corte y poeta Sugawara no Michizane (845-903), quien supone la ruptura de la estética del ciruelo, dado que difundió el lema wakon kansai, «para fomentar el aprovechamiento de los conocimientos chinos manteniendo al mismo tiempo un espíritu japonés». Este poeta, desterrado de la Corte por motivos políticos a Dazaifu, fue el último representante de la admiración hacia la cultura china. Una vez fallecido en el exilio, se sucedieron una serie de calamidades, y el gobierno, al creer que fueron originadas por el espíritu del poeta debido a su inmerecido destierro, le concedió el título de «divinidad», construyendo en su honor numerosos templos donde abundaban los árboles del ciruelo. Todo esto, unido a la adoración a la naturaleza tan propia de las creencias religiosas japonesas, dio lugar a la «Leyenda del Ciruelo Volador» o Tobiume. La leyenda cuenta que el árbol de ciruelo que Sugawara tenía en el jardín de su residencia, al verse incapaz de soportar la ausencia del poeta, dado que éste estaba en el exilio, voló hasta el jardín de Sugawara en Dazaifu.

La leyenda fue adaptada a las nuevas tendencias estéticas, para incorporarla al nuevo símbolo, el representado por la flor del cerezo. Un ejemplo es el poema de Manmoto no Shitagô (911-983) que se cita en la obra: «El ciruelo cayó volando / y el cerezo se ha marchitado, / pero tú, Sugawara, / con qué firmeza confiaste / en la promesa de los dioses... / ». A pesar de que se intentó arrebatar protagonismo a la flor del ciruelo, pasado el tiempo el gobierno decidió concederle a esta flor la exclusividad de símbolo emblemático de Sugawara no Michizane, por su estrecha relación con la cultura china.

El segundo capítulo trata de la evolución del simbolismo de la flor del ciruelo a la flor del cerezo a través de una serie de circunstancias político-sociales y culturales. La autora nos explica que cuando en el año 794 el emperador Kanmu trasladó la capital a Heian-Kyô, mandó plantar en la entrada de su residencia un árbol de tachibana y un árbol del ciruelo, que ejercían de guardianes del palacio. Sin embargo en el 960 un incendio acabó con el ciruelo, lo que posibilitó a la Corte Heian mostrar «el deseo cada vez más claro de subrayar su identidad nacional y de desarrollar una nueva estética», para lo cual se plantó, en vez de un árbol del ciruelo, un árbol del cerezo, sakon no sakura, como símbolo de la cultura nacional. En el 905 el emperador Daigo mandó redactar la primera compilación poética imperial, conocida como Kokinshû. Esta compilación «consta de dos prefacios: el primero, en kana, y el segundo, en mana o escritura china». Tanto Ki no Tsurayuki, en el prefacio en kana, como Motoori Norinaga, seguidor del primero, señalan que la poesía tiene como objeto «presentar la verdadera naturaleza del corazón humano». Norinaga apunta que «es a través de la literatura donde nosotros aprendemos cuáles son los verdaderos sentimientos humanos, donde aprendemos el mono no aware», y señala también que a diferencia del Manyôshû donde regía el valor estético del makoto, en el Kokinshû prima el culto a la belleza. La autora resume esta idea cuando dice que «Frente a la fuerte y heroica flor del ciruelo, símbolo del valor estético de makoto, los poetas Heian apostaron por la flor del cerezo como símbolo del valor estético del mono no aware gracias a su sublime y frágil elegancia».

El mono no aware representa un elemento distintivo de la cultura japonesa y que el escritor Anesaki define como «una emoción de tierno afecto en la cual se encuentra tanto pasión como compasión... en esos momentos los sentimientos son instintivamente sentidos, en los que la alegría se mezcla con una agradable melancolía». La fragilidad de la flor del cerezo representaba ese sentimiento intrínseco de la cultura japonesa, si bien es cierto que para el surgimiento de este valor estético también fueron claves el contexto social, político y cultural de la época Heian, y las enseñanzas budistas sobre la transitoriedad de las cosas. De tal manera que mientras en la poesía del Manyôshû los poetas cantan al nacimiento de las flores, en el Kokinshû se deleitan con su caída, llegándolo a considerar el momento de máxima belleza. «Cantar la caída de las flores es cantar el tiempo que pasa, la belleza efímera de las cosas, el mono no aware».

Por otro lado, el reconocimiento oficial del Kokinshû por parte de la Casa Imperial refleja que más allá del ámbito literario, esta compilación poética reflejaba una identidad propia de Japón.

Los poemas sobre el cerezo, frente a los del ciruelo, dice Teresa Herrero, muestran una mayor sofisticación y complejidad, primando la delicadeza y la sublimidad. Las diferencias entre ambas flores pueden rastrearse en otros ámbitos. Mientras que en Manyôshû las escenas donde aparece la flor del cerezo se sitúan generalmente en las montañas, las del ciruelo están ubicadas en jardines. «Así, dentro de las primitivas creencias cinto, donde se venera el poder de las montañas, las flores de los cerezos estaban más asociadas a lo propiamente japonés». La consideración de la flor del cerezo trajo consigo el resurgimiento de creencias primitivas, que ya estaban presentes en el Nihon Shoki. En cambio, por influencia de la estética Nara, no tiene cabida el cerezo ni en el Fudoki ni en el Kaifuso. Progresivamente, las flores de los cerezos en la mentalidad japonesa se fue asentando como la representación estética de su cultura, y «de mero símbolo estético pasó a tener connotaciones sagradas y nacionalistas».

En otro orden de cosas, en contraste con la época Nara, de gustos estéticos marcadamente masculinos, en la Corte Heian dominaba una sensibilidad mucho más femenina. Las mujeres vivían en la Corte y tenían vetado el acceso a la cultura china y a los asuntos públicos, de tal manera que se dedicaron al cultivo de las artes desde una vía propiamente autóctona. Por otro lado, los hombres que ostentaban el poder en la época Heian tampoco compartían la «sensibilidad del guerrero» característica del periodo Nara, a lo que se unía el momento de tranquilidad que vivía el Japón del momento, lo que permitió el desarrollo de una estética más femenina y delicada. Así, frente a la cualidad masculina de masuraoburi, reinó el taoyameburi, que simboliza la fragilidad y emotividad femeninas. La poesía se convirtió en un medio de seducción que permitía a las mujeres mostrar sus encantos y dar rienda suelta a su imaginario. Y si bien es cierto que las mujeres protagonizaban el desarrollo cultural del momento, los hombres, a pesar de seguir ligados a la lengua y cultura chinas, fueron poco a poco introduciéndose en la nueva estética y utilizando esa forma de expresión puramente japonesa. Esto llegó al punto de que la carencia de delicadeza estética pudo considerarse como una grave falta. Sin embargo, «una vez fue asimilada la flor del cerezo como símbolo de la cultura japonesa, la identificación femenina de la flor del cerezo desapareció. En los siglos posteriores, la flor del cerezo pasó a ser el símbolo del samurai como representación de su más alto ideal».

En el proceso de descubrimiento e indagación de una cultura propia del Japón, la escritura también colaboró a entender el cambio estético. La tradición oral japonesa al entrar en contacto con la civilización china, se adaptó a la escritura de ésta. Los japoneses emplearon un sistema de escritura que ya había sido utilizado por los chinos, que consistía en adaptar fonéticamente los caracteres chinos, técnica que se conoce en Japón como manyôgana, y que tuvo su máxima expresión en el Manyôshû. Posteriormente, se produce un segundo estadio «en esa adaptación indígena de los valores importados que es la creación de silabarios o kana. Además de la creación de unos sonidos sin asociación conceptual, la exquisita elaboración de los nuevos caracteres, junto con su simplificación formal y artística, permiten que el kana ya pueda ser entendido como un medio de escritura emancipado de la influencia china». La autoría de estos silabarios no se conoce. Una leyenda mantiene que Kivi no Makibi creó el silabario katakana; otra leyenda apunta a que el monje Kôbô Daishi o Kûkai creó el silabario hiragana. El primero de los silabarios se usó como escritura caligráfica durante un tiempo, pero fue sustituido por la rica estética gráfica del hiragana, convirtiéndose el primero en una mera técnica de apoyo para la interpretación de los sutras. El hiragana fue así el único sistema de escritura permitido para las mujeres de la Corte. «De este modo, la clara distinción entre los asuntos públicos, todavía ligados a los formalismo chinos, frente a los privados, dominados por las mujeres, determinó la antónima definición de otoko no te para la escritura masculina en kanji o manyôgana, y onnade para la femenina en hiragana. El papel desempeñado por las mujeres fue crucial para el desarrollo de una estética puramente japonesa.

El tercer capítulo muestra cómo se produce la evolución de la caligrafía china, kanji, a la propiamente japonesa, kana, y su relación con el desarrollo cultural del Japón de la época. La autora nos explica que los textos budistas procedentes de China marcaron de manera notable a los japoneses, no sólo por sus enseñanzas sino también por su forma. «Al entusiasmo por las nuevas creencias, se unió el deseo de copiar con la mayor fidelidad posible estas escrituras», y esto generó que se difundiera el desarrollo de la caligrafía. La caligrafía de estos textos, de estilo rígido y formal (kaisho), no permitía ningún tipo de originalidad artística, pero al mismo tiempo se adaptaba perfectamente a la cualidad estética y ética de makoto, reflejando los valores de pureza, honestidad y claridad.

A finales del siglo viii, las caligrafías de Wang Xizhi y su hijo Wang Xianzhi hicieron que los tres grandes maestros o sanpitsu, admiradores de la cultura china, Kûkai (774-835), el Emperador Saga (786-842) y Tachibana no Hayanari (m. 842), le concedieran una mayor importancia a la caligrafía como medio de expresión artística. Los sanpitsu comenzaron a desarrollar otros estilos caligráficos, gyôsho y sôsho. La evolución de la caligrafía continuó con los llamados tres precedentes o sanseki, Ono no Michikaze (894-966), Fujiwara no Sukemana (944-998) y Fujiwara no Yukinari (972-1027), que «marcaron un cambio estético importante, puesto que con ellos ya se puede vislumbrar, por primera vez, una autonomía frente a la estética puramente china». Se trataba de una caligrafía que per­mitía una mayor libertad y creatividad, donde primaba la sensibilidad por encima de la legibilidad. Los sanseki mostraron un nuevo arte caligráfico que coincidía con las exigencias de la emancipación de la cultura china, y han sido considerados como predecesores del estilo wayô o japonés.

Dentro del refinamiento de la Corte de Heian, la carencia de sensibilidad era una falta grave, y la escritura se convirtió en «la marca individual más importante para determinar la virtud moral de una persona». Dentro de la estética de la época Heian, si bien las mujeres cortesanas fueron las que marcaron la pauta, han sido las piezas escritas por hombres las que nos han llegado como testimonio caligráfico. Frente a la caligrafía del periodo Nara, influenciada por los valores estéticos del makoto o masuraoburi, en la época Heian primaron el mono no aware y el taoyameburi. Igualmente la fragilidad del cerezo reivindicada en el periodo Heian puede apreciase en la caligrafía. Al mismo tiempo, frente a la sobriedad de los papeles empleados en la época Nara, mayoritariamente en blanco, en la Corte Heian los papeles coloreados y decorados tuvieron una notable importancia. Asimismo, la caligrafía kana, frente a la rigidez propia de la caligrafía kanji, permitía el desarrollo de la creatividad. La mayor diferencia entre el kanji y kana es que «en el estilo kana se da más importancia a la continuidad que a la verticalidad de la escritura realizada en kanji. Esto significa que, dentro de la estética del mono no aware, la escritura debía ser más esparcida o derramada, chirashigaki, siguiendo la imagen de la lluvia de pétalos del cerezo como momento de má­ximo esplendor».

Finalmente, cabe resumir que el libro de Teresa Herrero es un trabajo claro y muy conveniente en lengua española que explica con precisión y sin complicaciones eruditas la evolución de la cultura japonesa desde un primer estadio de dependencia de la cultura china a otro posterior en el que se define la propia identidad, a través de la simbología de la flor del ciruelo y la flor del cerezo, y a través de la creación de una caligrafía propia.

 

O. Martínez González de León

 

Maquiavelo, El Príncipe (traducción, edición, notas y estudio preliminar de Á. J. Perona), Clásicos del Pensamiento, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, 158 págs.

 

¿Es necesaria una nueva edición de El Príncipe de Maquiavelo? Desde aquella tra­ducción publicada por la Colección Austral, que añadía los comentarios de Napoleón Bonaparte, hasta la más reciente publicada por Alianza y editada por Miguel A. Granada parecería que el lector en lengua española se encuentra excelentemente servido en este capítulo. Pero también parece lógico que una editorial con el prestigio de Biblioteca Nueva, que tiene una colección dedicada a las obras imprescindibles del pensamiento filosófico universal, desee tener en sus fondos esta pieza insigne. Así que tanto el director de esta colección de clásicos, Jacobo Muñoz, como la traductora de El Príncipe, Ángeles J. Perona, se enfrentan a un inquietante desafío intelectual.

Léase el libro de un tirón, y el lector podrá comprobar la riqueza y exactitud del castellano utilizado. Mas cumpliendo con el refrán que pide un botón de muestra, me detendré en un minúsculo texto para calibrar el estilo y consecuencias de la traducción. En el capítulo xxi, y a propósito de la expulsión de los judíos por orden de Fernando el Católico, se lee en la edición de B. Mondadori, Milán, 1993: «Oltre a questo, per possere intraprendere maggiori imprese, servendosi sempre della relligione, si volse ad una pietosa crudeltà, cacciando e spogliando, el suo regno, de’ Marrani; né può essere questo esemplo più miserabile né più raro». La traducción de Austral lo vierte de la siguiente manera: «Además, alegando siempre el pretexto de la religión para poder ejecutar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad devota, y echó a los moros de su reino, que con ello quedó libre de su presencia. No puede decirse cosa ninguna más cruel, y juntamente más extraordinaria, que lo que él ejecutó en esta ocasión» (página 109). Y ahora queda trasladado por Ángeles J. Perona de esta forma: «Además, para poder acometer empresas mayores, sirviéndose siempre de la religión, se dedicó con una piadosa crueldad a expulsar y vaciar su reino de marranos; este ejemplo no puede ser ni más miserable ni más insólito» (pág. 143).

En tres líneas dos diferencias fundamentales: Para el traductor (?) de Austral, Fernando II de Aragón expulsa a los «moros» y su acción política es «cruel y extraordinaria». Para la traductora de Biblioteca Nueva, expulsa a los «judíos» y su acción política es «miserable e insólita». ¡Sorprendentemente los judíos han sido reemplazados por los moros! Dejemos este curioso enigma para la historiadora de las ideologías y analicemos los adjetivos con los que se califican las decisiones del rey católico. ¿Es preferible «miserable» a «cruel» (o a «triste», como traduce M. A. Granada)? Para aclarar los términos contamos con la agudeza de Baruch de Spinoza, descendiente de aquellos judíos expulsos. Para el nieto de sefardíes, «cruel» es quien posee el «deseo que excita a alguien a hacer el mal a quien amamos o hacia quien sentimos conmiseración». «Miserable», en cambio, es quien es digno de conmiseración. Pero la conmiseración es mala e inútil, es una tristeza que procede del sentimiento, porque quien usa la razón se esfuerza en hacer el bien. La preferencia por «cruel» implica destacar el aspecto activo de la acción de Fernando; y la preferencia por «miserable», su aspecto pasivo. ¿Acaso Maquiavelo está juzgando aquí la crueldad del rey, su alegría por el mal que le ha sucedido a otro a quien imaginamos semejante a nosotros? ¿O está juzgando el estado moral en que queda Fernando tras haber firmado el decreto contra los judíos? La fuerza de esta segunda elección estaría más acorde con quienes defienden al rey católico y, a la vez, no pueden soportar su inmisericordia, por lo que infieren que el mal sucedido a los judíos no era imaginado en personas semejantes a nosotros, sino en seres extraños, animalizados o numinizados, y ya, de paso, se disculpa el popular insulto de «marranos» con el que se zahiere a los judíos.

Pero no se agota aquí la riqueza de estas contundentes líneas que nos ocupan. Maquiavelo une dos adjetivos —«piadosa crueldad»— para calificar la conducta del católico rey de España, adjetivos en los que se encuentra contenida la antinomia en la que se ha movido y, nos parece, se sigue moviendo, la discusión de fondo de la política española aun en la época postfranquista de la democracia: acción política atendiendo a los fines, que puede llegar a la crueldad, atemperada por la intencionalidad moral religiosa. Cada vez que en el reino de España se tocan cuestiones de largo recorrido histórico —enseñanza, matrimonio, moralidad...—, lo que sigue estando en juego es el problema teológico-político de la separación entre la verdad natural y la verdad revelada. La cuestión central de las controversias en los inicios de la época moderna, cuyos dos extremos podrían representar Nicolás Maquiavelo y Pedro de Ribadeneyra, es la misma que en la actualidad, cuyos extremos están en el ánimo de cualquiera: si la razón natural ha de constituirse por sí misma, o si, por el contrario, la verdadera razón de Estado ha de ser un acto racional orientado a la acción de gobierno, sin olvidar el apoyo y el complemento de la lógica de la fe o razón divina, dado que Dios es el origen de toda razón, incluida la política.

Leer a Maquiavelo queda así justificado desde nuestras propias coordenadas políticas y no simplemente como mera erudición histórica. Y más todavía: no sólo desde nuestras coordenadas nacionales, sino de las mundiales, pues Maquiavelo aparece como un modelo de convivencia humana que tendría su oportunidad tras la caída del Comunismo Real sostenido por la Unión Soviética, según la lectura que de él han hecho J. G. A. Pocock, Q. Skinner, Ph. Pettit y otros. Maquiavelo vendría a constituir el punto neurálgico del republicanismo contemporáneo. Se pone a prueba lo que José Ortega y Gasset, otro clásico, enseña sobre los clásicos: que lo fácil es escribir libros sobre ellos; pero lo difícil se encuentra en saber vivirlos.

Maquiavelo escribe en un momento en el que se bifurcan los caminos políticos, en el que la brecha entre comunidades y pueblos se hace tan profunda e irreversible que el poder de los soberanos, príncipes o reyes queda cada vez más autonomizado, anulando el poder de vinculación que la Iglesia de Roma venía ejerciendo entre ellos. Maquiavelo es un observador sagaz de los hombres de su tiempo —crueles y clementes, leales e hipócritas, osados y prudentes, tacaños y generosos...—, un fino analista de los textos clásicos de la historia que ejemplifican las figuras del poder —Tucídides, Tito Livio, Plutarco, Tácito...—, lo que le lleva a descubrir la realidad natural de la política exenta de toda influencia moral y religiosa.

Por eso conviene que la autora del prólogo del clásico nos advierta que El Príncipe tiene que leerse junto con los Discursos. «Maquiavelo —escribe Ángeles J. Perona— interrumpió la redacción de los Discursos para escribir de un tirón El Príncipe y luego seguir con los discursos... Es significativo que la interrupción de esta última obra (Discursos) tuviera lugar tras escribir el capítulo xvii o xviii de la primera parte, es decir, cuando se topa con el problema de la corrupción y sus consecuencias aniquiladoras de la libertad y la república, la forma de gobierno más perfecta para Maquiavelo» (pág. 15).

Es necesario realzar la complejidad de El Príncipe, al ser conjugado con los Discursos: Si Maquiavelo se redujera al «Maquiavelo-receta - de - la- técnica- del - poder», entonces los súbditos, ciudadanos o pueblo quedarían dibujados desde sus pasiones, obediencia y plasticidad, tal como se presentan en algunas ocasiones (d, i, 11). Pero Maquiavelo también se ocupa de una comunidad de sujetos virtuosos que mantienen un vivere civile e libero, generador de la virtù a través de la pluralidad, la competición y el conflicto (d, i, 2ss). Cuando un pueblo posee los hábitos y costumbres de la libertad es difícil, si no imposible, someterlo. Sólo necesita ser edu­cado en la virtù y atemperar sus pasiones, para actuar libremente en la comunidad republicana (d, i, 18).

Así pues, es éste un individuo que no puede identificarse con el «individuo desa­tado» de tradiciones comunales agrarias y perdidos en la ciudad (en el sentido de Burckhardt), sino un sujeto que se enfrenta a la inseguridad y el miedo, lo que le impulsa a un aumento de autocontrol y de autodisciplina, a una modulación de las pasiones, a un entrelazamiento con normas y valores para alcanzar un mayor control y dominio de sí sobre el inseguro mundo en el que vive. En el modelo político de Maquiavelo se remacha el sujeto disciplinado, capaz de acción política: «Un príncipe que pueda hacer lo que quiera está loco» (d, i, 58). Si el hombre pierde el control de sus capacidades se convierte en idiota, «incapaz de participar en la política de la ciudad», porque la ambición desenfrenada —la locura— es contradictoria con la virtud.

Pero sería muy simple entender el autocontrol y la autodisciplina per se. El hombre es como es y sus pasiones e inclinaciones demasiado fuertes para ser reprimidas por un simple acto de voluntad. La política debe saber dar salida a esas ambiciones, aprovechar sus apetitos y reconducirlos hacia la esfera pública. La ciudad ha de lograr la participación e interacción de todos los ciudadanos en defensa del bien común, mediante leyes republicanas que no conviertan jamás el bien público en bien privado.

Maquiavelo defiende, en resumen, un concepto de ciudadanía compleja, abierta, plural, participativa y disciplinada, opuesto al concepto de ciudadanía de la tradición humanista inserta en la concordia ordinum, de cuño ciceroniano. Por eso el nuevo príncipe ha de saber resolver las contradicciones en provecho de la ciudad: Ha de tener habilidad política para lograr que las divisiones internas sean creadoras de virtud y se ajusten a las instituciones que soportan la convivencia, por lo que, en línea con Polibio, recomienda la Constitución Mixta (d, i, 7).

El lector está, pues, en disposición de hacer caso a Ortega y revivificar a Maquiavelo, que sigue apareciéndose, de manera harto paradójica, al modo de una pantalla sobre la que se recortan el resto de formas de la filosofía política. Pues el proyecto de Maquiavelo se eclipsa ante los enormes cuerpos interpuestos que ganaron finalmente la batalla política e ideológica: reformados y contra-reformados. Maquiavelo, italiano, flo­rentino, lector de los clásicos latinos, pagano, se resiste a aceptar la idea de que la religión cristiana posea una fuerza que vaya mucho más allá de la Corte Papal Romana. Maquiavelo no es capaz de intuir que, lejos de andar en decadencia, el espíritu cristiano vive un momento revitalizador y de esplendor, consecuencia del esfuerzo desplegado por tantos cristianos hartos de cismas entre obispos ávidos de poder. Algo que se manifestará muy pronto tanto por su cara reformada con los éxitos de Lutero o Calvino, como por su cara católica con los éxitos de Trento y el Barroco. A Maquiavelo le fue extraña la idea de asociación entre burguesía y autoridad religiosa; sin embargo, los cristianismos protestante (Calvino) o católico (jesuitas), supieron encauzar las productivas energías individualistas que acompañan al burgués y que Maquiavelo identifica superficialmente con la corrupción de las costumbres, algo que aún confunde a tantos críticos de izquierda, a pesar del canto que el Manifiesto comunista hace de la burguesía.

Por parte protestante, el ciudadano maquiavélico, comprometido con la ciudad y el espíritu cívico, que habría de integrar al soberano, al guerrero y al artesano o al mercader, cede su lugar rápidamente al burgués, cuya privaticidad le insta a donar la razón pública al Estado Absoluto a cambio de seguridad: si el Estado acoge los derechos subjetivos del individuo, a los que, además, permite enriquecerse, lo hará a costa de quitarles las armas y exonerarles de toda actividad política. El ciudadano se convierte en súbdito con derechos individuales.

Por parte católica —y de su defensor, el imperio de los Austrias—, la afirmación de un Dios Providencia racional se resiste al concepto de Fortuna de Maquiavelo. Pero no es en vano que el catolicismo incorpore la Razón de Estado, lo que obliga a los teólogos y juristas hispanos a desarrollar una teoría que la haga compatible con la Virtud Confesional y una práctica que otorgue los medios para un gobierno efectivo y cristiano. El nudo de la cuestión residirá, entonces, en hacer de la Fortuna una parte de la Providencia: «Providencia, una perfecta y absoluta razón de Dios, a quien sirven el hado y la Fortuna», escribe Blázquez Mayoral.

Con Maquiavelo al fondo, se constituye una doctrina que toma cuerpo y forma por la vía del llamado populismo español, que no es el contradictorio del maquiavelismo, sino su contrario: si se niega la doctrina de Maquiavelo es por su irracionalidad, porque confunde y perjudica, porque es poco realista o porque desconoce las reglas morales, pero no porque niegue que el poder proceda directamente de Dios. Desde el padre Vitoria, la escuela española de derecho defiende que el poder político lo detenta el pueblo y que quien ejerce el poder lo hace en virtud de una delegación explícita o tácita del pueblo. Francisco Suárez en la fundamental Defensio fidei, construida contra Jacobo I de Inglaterra, determina la distinción entre poder papal, que tiene su origen en Cristo, y poder civil, que tiene su origen en el pueblo, si bien proviene de Dios como fundamento último. Una tesis dirigida claramente contra el poder divino de los reyes. Por eso, los límites del poder proceden de la ley natural y de la voluntad del pueblo. J. B. Bossuet, en una enésima vuelta de tuerca, volverá a justificar el absolutismo regio de Luis XIV, afirmando que su poder le llega sin mediaciones de Dios. Y otra vez Maquiavelo nos sirve de escenario para iluminar cuestiones cercanas. Por ejemplo, el eslogan «Franco, por la Gracia de Dios» nada tiene que ver con la tradición jurídico política y teológica hispana —defensora del tiranicidio contra el abuso del poder—, sino, ¡a quién se lo habían de decir!, con el absolutismo francés, el contradictor de Maquiavelo.

Más que justificada nos parece esta edición de El Príncipe de Maquiavelo, obra sobre la que se recortan tesis y antitesis de toda la filosofía posterior aun hoy mismo. Especialmente en estos inicios del siglo xxi en los que las religiones vuelven con fuerza descomunal a colocarse estratégicamente en las fuentes que alimentan los principios del derecho y las reglas de la convivencia hu­mana. Maquiavelo nos recuerda continuamente la autonomía del poder político, la necesidad de la eficacia de la acción política y el compromiso virtuoso del ciudadano con su ciudad.

Es menos justificado, nos parece, que en estos tiempos que también lo son de desarrollo técnico-informático, esta espléndida edición no recoja índices onomásticos y conceptuales, que permitirían un uso más fértil de la obra. Porque el interés de un clásico no concluye con la simple y lineal lectura, sino que se implementa con cotejos, comparaciones, confrontaciones o correspondencias del texto con otros con los que está íntimamente relacionado. Claro que siempre se puede arreglar en las sucesivas ediciones que la calidad de este trabajo exigirá.

 

F. M. Pérez Herranz

 

Felice Gambin, Azabache. Il dibattito sulla malinconia nella Spagna dei Secoli d’Oro, Edizioni ETS, Biblioteca di Studi Ispanici, 9, Pisa, 2005, 153 págs.

 

La melancolía —un concepto de increíble calado y proyección en la tradición del humanismo, inimaginables para el lector profano de nuestros días— ha suscitado un buen número de aproximaciones históricas, exegéticas y culturales en los últimos tiempos. El nuevo libro de Gambin, hispanista italiano que ya había dado a la luz una interesante edición comentada del primer libro europeo dedicado íntegramente al tema —el Libro de la melancolía (1585) del médico español Andrés Velázquez (Baroni, Viareggio-Lucca, 2002)—, se presenta como extraordinariamente útil y oportuno, pues se trata de un estudio descriptivo de la media docena de textos o tratados más significativos que en torno al asunto se escribieron en la España del siglo xvi.

Como dice Guilia Poggi, que hace el prefacio de la obra, «fra pensiero e sentimento [...] tra fisicità e psicología» y, en otro orden de cosas, entre la excelencia y la patología, entre el diabólico estigma de Caín y la divina bendición del cielo, la melancolía aparece como una ambigua y abismal caracterización, sujeta a todas las valoraciones y a todos las luces y las sombras que la Historia y los hombres han proyectado sobre ella. Desde Hipócrates y Galeno que la enmarcaron en una doctrina psico-física de larguísima proyección (la del los cuatro «humores» y los «temperamentos» de los adheridos), la Edad de Oro de la reflexión melancólica puede situarse en el Renacimiento, a partir de la rehabilitación que, tras la negativa connotación que el humor melancólico había ido adquiriendo en la Edad Media, Marsilio Ficino llevó a cabo en De vita Triplici (1489), considerándola, sin olvidar sus aspectos sombríos, como la condición más excelsa y característica de los creadores y hombres de letras.

Esta vindicación ficiniana de la melancolía —a partir de una hábil recuperación de textos de Aristóteles y de Platón— es el telón sobre el que ha de contemplarse el estudio de Gambin sobre los textos del xvi español. La interpretación de Ficino moduló significativamente el debate europeo sobre la melancolía, pero no lo cerró ni eliminó su carácter polémico. La mayor o menor incidencia de lo astrológico sobre la bilis negra (los melancólicos eran considerados tradicionalmente como «hijos de Saturno»), la relación entre el determinismo fisiológico y el libre albedrío para la determinación del temperamento, la presencia o no de lo diabólico en las manifestaciones agudas de la melancolía o la diversa bondad y eficacia de los posibles métodos curativos (dietéticos, farmacológicos, conductistas, morales e incluso religiosos: confesión, comunión, lectura piadosa, etc.) eran asuntos que suscitaban gran controversia.

Lo cierto es que, frente a la consideración de la melancolía como rasgo sublime de elevación intelectual, la mayoría de los tratados examinados por Gambin reflejan inevitablemente otros puntos de vista. Desde el ámbito político, por ejemplo, el Concejo y consejero de príncipes, conocido tratado político del valenciano Furió Ceriol, destierra al sujeto a la condición melancólica de las tareas de gobierno; de naturaleza vana, solitaria y maliciosa, el melancólico es considerado como una presencia siniestra y mezquina, claramente perniciosa para la convivencia humana y francamente rechazable para lidiar con los problemas y responsabilidades de la comunidad. Aunque fue el punto de vista médico el que generó a la sazón la mayor parte de las reflexiones sobre la melancolía. Es el caso de autores como Pedro Mercado (Diálogos de philosophía natural y moral), Alfonso de Santa Cruz (Dignotio et cura affectuum melancholicorum) o Andrés Velázquez (Libro de la melancolía), que la trataban como un estigma de la salud (física, mental e incluso moral y espiritual) que exigía un cuadro descriptivo para su diagnóstico y una adecuada terapia para su curación. Ajenos a las sublimaciones positivas de este temperamento, la condición melancólica queda reducida a una patología, que trata de ser examinada bajo la luz de un pretendido «naturalismo científico», que hoy, desde luego, nadie podría ver como tal. Un botón de muestra muy significativo, recogido por Gambin, es el de la supuesta aparición infusa del conocimiento del latín en ciertos casos de furor melancólico, que abrió el debate entre los tratadistas médicos de la época; mientras muchos veían en este prodigio la intervención del demonio, otros, como Huarte de San Juan —de modo igualmente peregrino, pero, desde luego, más humanista— veían en ello la consonancia existente entre la lengua latina y el ánima racional.

Es ciertamente el Examen de ingenios para las ciencias (1575) de Huarte de San Juan el texto español de más resonancia en el asunto que nos ocupa y en el libro de Gambin. Partiendo de los cuatro temperamentos de la tradición (coléricos, flemáticos, sanguíneos y melancólicos), Huarte se centra, sobre todo, en las disposiciones vocacionales que les vienen dadas a los seres humanos por su específica constitución humoral y fisiológica, en relación a las cuatro cualidades primarias (caliente, frío, húmedo y seco) y a las tres potencias básicas: memoria, intelecto e imaginación. Para Huarte —que se sitúa en el marco de la rehabilitación renacentista de la melancolía— la imaginación es la facultad adherida al humor melancólico y ello conduce a la excelencia poética y artística; pero recogiendo asimismo una vieja doctrina que diferenciaba una melancolía natural (la de la bilis negra) de otra adquirida por combustión de la bilis amarilla —melan­colía adusta— afirma que los sometidos a esta última están asimismo dotados de un intelecto superior que les permite afrontar sublimes empresas: el caso de San Pablo, afirma Huarte, resulta ejemplar para representar las virtudes de esta melancolía adusta. Para el autor del Examen de ingenios —y frente a los tópicos imperantes de misantropía y asocialidad— estos melancólicos disponen de enorme capacidad social y comunicativa y son los más idóneos para el arte y la labor de la predicación. Gambin sitúa, sobre estas bases, el texto de Huarte en la línea de un humanismo contrrarreformista, que transforma la melancolíavilipendidada por unos y desplazada por otros a la inabordable región de la genialidad artística— en un instrumento eficaz para los intereses morales y religiosos de la España de la época. El hispanista italiano analiza asimismo la repercusión y el eco —a menudo crítico— del tratado de Huarte entre los tratados médicos contemporáneos, como los de Francisco Villarino o Andrés Velázquez, que veían en la condición melancólica una hiperestesia patológica de la imaginación o de la memoria, negándoles cualquier relación provechosa y notable con el intelecto.

El libro de Gambin resulta, en definitiva, un interesante y útil recorrido, de primera mano, por textos y autores —muchos de ellos de difícil acceso— que abordaron un asunto mayor para la época y cuyas implicaciones artísticas, literarias, filosóficas, morales y religiosas deben ser siempre tenidas en cuenta por los estudiosos de ese período. La piedra a la que alude el título es todo un símbolo de esa «bilis negra» que configura la melancolía, la cual brilla «como azabache, con el cual resplandor da luz allá dentro en el cerebro», como dice Huarte de San Juan. Luces y elevación, pero también sombras y sufrimiento: quizá por eso la historia cultural de la melancolía ha concitado y sigue concitando tanta atención: porque constituye en su grado más alto y más extremo el síntoma y la expresión de la condición humana.

 

J. García Gibert

 

Ángeles de la Concha (coord.), Shakespeare en la imaginación contemporánea. Revisiones y reescrituras de su obra, Cuadernos de la UNED, Madrid 2004, 261 págs.

 

Uno de los indicios que más puede contribuir a esclarecer la condición de «clásico» de una creación literaria es la profundidad, riqueza y diversidad de las modalidades de recepción a que puede dar lugar a lo largo de la historia. No es, por tanto, de extrañar que la obra de Shakespeare esté a la cabeza, para críticos como Bloom, del canon occidental, habida cuenta de su capacidad prácticamente inagotable de generar nuevos discursos, una capacidad que sólo comparte con los clásicos grecolatinos y algunos otros grandes literatos y que le ha llevado a convertirse en un referente cultural de tal calibre que su despliegue sigue nutriendo profundamente el mundo creativo anglosajón, no sólo a través de múltiples manifestaciones literarias y de otros lenguajes artísticos, sino también gracias a la potencia simbólica e ideológica que el espacio textual original ha llegado a adquirir a lo largo de la historia.

Perseguir estas fructíferas huellas que ha dejado la obra de Shakespeare no es, por lo tanto, un mero ejercicio retrospectivo de recopilación de testimonios, sino una necesidad hermenéutica para entender las claves interpretativas de la evolución, en cada etapa histórica, de la cultura anglosajona y por supuesto occidental.

Éste es el propósito del libro colectivo que presentamos, como manifiesta la coordinadora del volumen en su introducción (págs. 9-17), en la cual se dibuja el panorama de esta recepción y se introducen los once capítulos que componen el volumen. Esta visión de conjunto permite comprobar que no se trata de un libro de circunstancias, sino que es fruto de una detenida reflexión de un grupo de especialistas que desde diversas perspectivas críticas abordan la incidencia de la obra de Shakespeare en la literatura y en otros espacios culturales de la segunda mitad del s. xx.

El primer capítulo, titulado «Shakespeare en la cultura popular» (págs. 19-43), es obra de Sofía Muñoz Valdivieso, quien aborda la presencia del bardo en lo que la antropología moderna ha venido en llamar «cultura popular», atendiendo en particular a diversas manifestaciones de los medios de comunicación de masas de finales del s. xx, con el fin de reflejar algunas tendencias representativas (pág. 22) y la función que desempeña la utilización de Shakespeare y esa cierta «bardolatría» mediática de los últimos años, que cobra un sentido distinto al propio de la vida académica. Muñoz reflexiona sobre la mercadotecnia del turismo cultural, la repercusión cinematográfica, la novela popular, la música moderna, el teatro y la televisión, mostrando la diversidad de tratamientos, que van desde las menciones y alusiones puntuales hasta la apropiación íntegra del escritor y sus obras, y desde la fidelidad extrema hasta la falta de consideración hacia sus textos, revelando, en suma, la pujanza de Shakespeare como icono y símbolo en la cultura popular contemporánea.

José Ramón Díaz Fernández se ocupa en «Henry V en la pantalla» (págs. 45-67) de las versiones cinematográficas de esta obra, centrando su atención en tres de los exponentes más representativos: la película de Laurence Olivier (1944) en el contexto de la II Guerra Mundial —matizando la imagen épica y heroica que tradicionalmente se ha impuesto de esta película—; el montaje teatral de Bogdanov (The War of the Roses, 1986) y su ciclo de siete obras, imbuido por el materialismo cultural y su trasfondo crítico contra el Thatcherismo y la política británica de los años ochenta; y en tercer lugar, la versión de K. Branagh (Henry V, 1989) y su juego de aproximación y distanciamiento de la versión de Olivier. Díaz atiende tanto al grado de utilización de los textos shakesperianos hasta los diversos matices técnicos que suministra el lenguaje cinematográfico en el tratamiento de los personajes y el análisis de las escenas, la elección y reelaboración de pasajes originales, la música y la visualización de créditos.

En el capítulo iii, «El poder de lo excesivo frente a los excesos del poder. Falstaff de Robert Nye» (págs. 69-88), Ángeles de la Concha se adentra en la transformación que a la luz de los estudios contemporáneos —neo­historicismo, materialismo cultural y sobre todo, el giro del paradigma historiográfico de la posmodernidad, derivado del giro epis­temológico— ha sufrido el acercamiento a la concepción de la historia de Shakespeare y el debate crítico sobre la proximidad de éste a la corona. De la Concha ilustra esta nueva visión del hecho histórico sobre la novela Falstaffk, de Robert Nye, construida con relativa fidelidad a partir de la reescritura de varios dramas de Shakespeare (Henry IV, Henry V y The Merry Wives of Windsor) con una potente red de relaciones intertextuales que sirven de cauce para formular el conflicto entre la cultura oficial y la popular a través del tratamiento carnavalesco —en la terminología bajtiniana— de los ingredientes fundamentales de la novela —los personajes, el tono, el estilo, los personajes, la atmósfera social en que se desenvuelven y el lenguaje— que sirven para subvertir el universo cortesano. La ironía, la comicidad y el aire grotesco transforman la representación de la historia hasta llevar al esperpento muchos de los elementos ideológicos de las obras de Shakespeare. El modo de contar la historia es, en definitiva, esencial para la historia misma.

Enlazando con esta indagación sobre la representación histórica, Graham Huggan desgrana en el capítulo iv, «Shakespeare pos­colonial y la novela contemporánea sobre el holocausto» (págs. 89-102), la función política de la intertextualidad en el tratamiento de la novela histórica en contextos culturales diferentes. Huggan se centra en el análisis de The Nature of Blood (1997), del escritor británico de origen caribeño Caryl Phillips (1958), quien traslada diversos elementos del Othello al contexto de una narración en torno al holocausto del s. xx, para explorar el alcance de la influencia de las fuentes en un nuevo discurso elaborado desde la crítica poscolonial. La potencia narrativa de la obra se ve reforzada por esta constelación de referencias en las que se entrelazan la historia y la ficción y la reutilización de los elementos shakesperianos para recomponer el cuadro de una sociedad resquebrajada y la soledad profunda de los personajes que la conforman.

    Sin abandonar el terreno de la interpretación del pasado, Pilar Zozaya Ariztia, en su artículo «Juicio a Shakespeare: una apro­ximación a Lear (1971) y a Bingo (1973) de Edward Bond» (págs. 103-121), se detiene en la reescritura crítica que urdió el dramaturgo E. Bond en 1971 de King Lear, con el reto de transformar el discurso de Shakespeare y hacerlo válido para el público británico de los setenta. Zozaya estudia cómo Bond altera profundamente el contenido y la forma dramática de la pieza, algunas de cuyas escenas más representativas analiza detenidamente, indagando en las posibilidades interpretativas de las teorías críticas de los últimos años. Concluye mostrando cómo la pretendida adscripción a la visión posmoderna realizada por el propio Bond debe revisarse.

    El capítulo vi corre a cargo de Ana I. Zamorano Rueda, quien evoca en el título de su trabajo unas palabras de Virginia Woolf, «Nunca una mujer escribirá como Shakespeare ¿Acaso debería?» (págs. 123-142), para encarar los planteamientos de reescritura de King Lear llevados a cabo por escritoras que intentan superar la parcialidad que en cuestiones de género muestra Shakespeare en esta obra, como ocurre con diversos proyectos teatrales de los últimos años que Zamorano atinadamente revisa: la propuesta que preparó desde posiciones feministas el Women’s Theatre Group en Lear’s Daughters (1987), el proyecto asiático Lear, la adaptación que en forma de comedia se denominó Hysterica, y la obra The Yiddish Queen Lear (2002) de Julia Pascal. Este mosaico de reelaboraciones, que en muchos casos invierten o replantean la obra de Shakespeare, viene a corroborar el valor universal del texto original por encima de los estereotipos de género de la época y a los cuales el propio bardo difícilmente podía sustraerse.

    A continuación Clara Calvo López se dedica, en su artículo «Shakespeare, Austen y Ángela Carter: Padres e hijas en Wise Children» (págs. 143-169), a estudiar las me­diaciones entre la novela Wise Children de Ángela Carter (1991) y las obras de Shakespeare que subyacen en su planteamiento —fundamentalmente King Lear, pero también A Midsummer Night’s Dream y Twelfth Night, así como guiños y referencias a otras muchas obras del bardo—, mediaciones que tienen su mayor exponente en Jane Austen, auténtico eslabón entre Shakespeare y Carter. Los tres comparten la temática de la ausencia de la madre, los problemas de las relaciones entre padres e hijas y la condición legítima o ilegítima de los hijos. Con este telón de fondo, Calvo indaga en las sutiles claves de la construcción de la novela de Carter, quien reescribe la historia trágica de King Lear en clave de comedia y revisa profundamente los elementos patriarcales de la familia tradicional.

    Pilar Hidalgo Abreu, en «El texto shakesperiano como crítica cultural: de Brave New World a ‘Mrs Caliban’» (págs. 171-186), reflexiona sobre otra modalidad de recepción mediante el análisis de las claves de la presencia y apropiación de Shakespeare en dos obras que, aunque distantes en sus enfoques y planteamientos, indagan en la condición humana desde la profundidad de los personajes shakesperianos. Se trata de la célebre novela de Huxley Brave New World (1932), en la cual se atiende al uso de las obras del bardo desde los postulados neohistoricistas y del materialismo cultural, y de la novela corta «Mrs. Caliban» de Rachel Ingalls (1982), cuya relación, desde las perspectivas posmoderna y feminista, con The Tempest, ha sido recientemente estudiada por Rebecca Ann Bach en «Mrs. Caliban: A Feminist Postmodernist Tempest?» en Critique: Studies in Contemporary Fiction, (Summer 2000, 41, 4, 391-402). Hidalgo pone de manifiesto cómo Ingalls construye una historia que parece sustraerse al discurso poscolonial, e incide en las connotaciones feministas, ecologistas y anticientíficas de esta propuesta.

    También sobre The Tempest y sus lecturas y revisiones en el s. xx tratan los dos capítulos siguientes. En el primero de ellos, el ix, «La suerte de Miranda: relecturas de The Tempest desde el Nuevo Mundo» (páginas 187-203), Isabel Carrera Suárez repasa la consideración de las transformaciones de que ha sido objeto el personaje de Miranda a la luz de las corrientes feministas poscoloniales. Los personajes de esta obra del bardo responden a un perfil verbal e ideológico sometido a una estricta jerarquía en la cual se plasma el conflicto sobre el poder que las lecturas críticas modernas han replanteado desde diversos presupuestos que Carrera desgrana en su artículo, ampliamente ilustrado con testimonios literarios británicos, canadienses y caribeños. El personaje shakesperiano de Miranda, la joven ingenua y huérfana de madre que constituye, en opinión de la autora, un estereotipo patriarcal europeo, se presta a un extraordinario abanico de transformaciones en la literatura contemporánea que Carrera explora exhaustivamente.

    Por su parte Ángeles de la Concha, en el capítulo x, «Indigo de Marina Warner: una (re)versión de The Tempest» (págs. 205-231), se centra en el diálogo que entabla la escritora Marina Warner en Índigo (1992) con The Tempest, tejiendo un denso juego intertextual que comporta una reescritura del drama shakesperiano y en el cual subyace una profunda reconfiguración de éste a base de un riguroso proceso de desconstrucción del modelo, fruto de la intervención de otros textos y géneros que contribuyen a una compleja experimentación en el proceso de subjetivización de los personajes, alimentado desde las perspectivas poscoloniales, posmodernas y del materialismo cultural, que enraíza a los personajes en su entorno social en un sentido muy distinto a las concepciones anteriores. De la Concha desbroza con rigor y minuciosidad el tratamiento de los personajes y la arquitectura narrativa de la novela de Warner para mostrar cómo la autora consigue romper muchos de los estereotipos sociales e ideológicos que subyacen en el texto de The Tempest.

    El volumen se cierra con la contribución «As you like It, como juego de revisiones y reescrituras» (págs. 233-261) de Marta Cerezo Moreno, contrastada especialista en el teatro del bardo, que vuelve al punto de origen para ilustrar cómo el proceso de reescritura que afecta a la obra de Shakespeare hasta nuestros días está también en la raíz de la actividad creadora de éste, de manera que la tarea crítica que plantea Cerezo exige esclarecer las formas de intertextualidad presentes en los textos del bardo y, sobre todo, la reelaboración a la que somete sus fuentes para afrontar los discursos ideológicos de su tiempo. Partiendo de As You Like It (1599), se analizan pormenorizadamente sus relaciones con el romance pastoril de Thomas Lodge, Rosalind (1590), que encarna toda una tradición renacentista de refundición entre la poesía pastoril y el romance, en la cual reaparecen motivos de la tradición clásica como la Edad de Oro, a través de Virgilio y Ovidio, pero que en As You Like It adquieren connotaciones distintas ya que los personajes procedentes de la corte no acaban de amoldarse a su nueva vida en el bosque; así como las alusiones a Hércules, que sufre en Shakespeare significativas modificaciones respecto a Lodge. Cerezo analiza con precisión los mecanismos a través de los cuales Shakesperare adopta muchos de los elementos estructurales, temáticos y estilísticos de Lodge para introducir modificaciones que tras la aparente superficialidad de la obra descubren un trasfondo crítico que apunta hacia los conflictos de la época que desencadenan las jerarquías familiares y sociales y la ley de primogenitura.

    El volumen acoge, en suma, un amplio muestrario de diferentes procesos de intertextualidad en torno a la obra de Shakespeare abordados con solvencia y rigor. Se trata de un sugerente encuentro entre el clásico bardo y sus interlocutores contemporáneos que se salda con la sensación por parte del lector de que la crítica española, bien pertrechada metodológica y científicamente, puede también contribuir al entendimiento de las claves que subyacen en la tradición anglosajona, y pone de manifiesto la necesidad que también existe en el ámbito hispánico de leer e interpretar la obra de Shakespeare, y de analizar sus vinculaciones y recepción en la cultura contemporánea.

 

A. Moreno Hernández

 

Marie-Linda Ortega (ed.), Ojos que ven, ojos que leen. Textos e imágenes en la España isabelina. Visor libros, Madrid, 2004, 216 págs.

 

Con este libro, el lector tiene la oportunidad de conocer los diferentes soportes gráficos que se utilizaban en Madrid, a mediados del siglo xix, con finalidad propagandística, comercial o recreativa. El libro, aunque sea éste su principal propósito, la verdad es que declara inscribirse en un proyecto más amplio: la importancia de la imagen como fenómeno sociocultural en el siglo xix. Declara la propia editora que durante esta centuria la visualidad, la calidad y cualidad de ver, se erige como potencia máxima de una ideología positivista. Ver equivale a conocimiento, y no hay forma posible de aprehender algo intelectualmente si no es a través de la percepción visual completa del objeto que se pretende analizar. La ciencia, que va a ser la disciplina más dinámica en estos tiempos, toma este criterio como postulado fundamental de sus investigaciones.

El libro, una vez declarado este propósito, compila una serie de artículos multidisciplinares que tienen por base común un concepto laxo de la visión o mirada.

El primero es un estudio descriptivo de Carmen Simón Palmer, del csic, titulado «La publicidad y la imagen en Madrid (1840-1874)». En dicho trabajo, la autora da a conocer cómo la villa de Madrid, durante esas tres décadas, sufre una transformación progresista de manos del capitalismo burgués. La ciudad ha de acomodarse a las nuevas exigencias económicas e ideológicas de la burguesía, razón por la cual remoza su imagen urbanística: alumbrado de gas, reforma de comercios y escaparates, imitación de las modas parisinas, y, sobre todo, una activación de los reclamos publicitarios. La publicidad aparece en Madrid como recurso exclusivamente comercial, y la autora procede a analizar los diferentes soportes publicitarios que se utilizaban en el momento. Esta es, sin duda, la parte más interesante del artículo, pues, al hilo de la descripción, el lector puede sacar conclusiones sociológicas muy valiosas, que se desprenden de las circunstancias y características que poseían tales soportes. Así leemos, por ejemplo, que para los carteles no existía una legislación específica; de ahí que las paredes de solares, fachadas y tapias ostentaban una sobreabundancia cartelera que llegó a preocupar a las autoridades responsables de la limpieza urbana. Finalmente se consiguió paliar el problema instalando vallas metálicas destinadas a tal fin. En otro pasaje leemos que todos los anuncios publicitarios utilizaban como garantía de calidad la relación de sus productos con otros de elaboración francesa. Lo francés era sinónimo de calidad, buen gusto y moda. No faltan las alusiones comerciales a los productos de hi­giene, tanto masculina como femenina. Se anuncian salones de peluquería que ponderan la destreza en los arreglos capilares: pelucas, bigotes, disimulo de calvas. Es de admirar la preocupación por la pulcritud y la apariencia exterior que se infieren de estos anuncios, las mismas que, en años contemporáneos, con tanto acierto irónico retratara Peréz Galdós en Misericordia. Todos recordamos la figura esperpéntica y lastimosa de Frasquito Ponte, antiguo calavera elegante y arruinado, que se teñía el pelo y cuidaba de su vestimenta hasta lo inverosímil para aparentar un mediano pasar.

El segundo artículo se titula: «Ver el cielo desde Madrid. La invención de un observatorio astronómico. 1846-1860». Está escrito por Antonio E. Ten Ros, de la Universidad de Valencia. Este trabajo es una magnífica cala documentada de la historia del observatorio astronómico de Madrid en tiempos de Isabel II, momento histórico en el que recibió un notable empuje científico y económico. Patrocinado por Carlos III, y diseñado por Juan de Villanueva, el mismo arquitecto del Museo del Prado, el observatorio astronómico cayó en el olvido administrativo a comienzos del siglo xix. El edificio, ubicado en el Parque del Buen Retiro, presentaba un aspecto ruinoso allá por 1840, año en que se acomete su restauración. Es por esta época cuando el gobierno liberal de Isabel II concibe un proyecto beneficioso para su aprovechamiento. Coincidiendo con el auge científico y tecnológico que las naciones más prósperas de Europa ostentan en diferentes exposiciones internacionales, el entonces director general de Instrucción Pú­blica, Antonio Gil de Zárate, concibe la idea de rehabilitar el observatorio, para así ofrecer de España en el extranjero la imagen de una nación preocupada por los hallazgos de la ciencia y de la técnica. El artículo se esmera en la descripción del minucioso pro­yecto de rehabilitación: desde la remodelación del edificio, la preparación de técnicos cualificados, la dotación de material moderno comprado en el exterior, la reglamentación por la que se regirá la institución, y su previsión presupuestaria. El autor incluye copia del valioso documento de la Real Orden de 1851, texto por el que se legisla todo lo concerniente al nuevo centro. El ob­servatorio recibió, además, un golpe de pro­paganda internacional cuando, en 1860, el gobierno español invita a los astrónomos europeos a registrar el eclipse de sol que tuvo lugar ese año, y que, por razones astronómicas, sólo podía ser contemplado desde unos pocos países meridionales.

El tercer artículo es de Bernardo Riego, de la Universidad de Extremadura, y se titula: «Visibilidades diferenciadas: usos sociales de las imágenes en la España isabelina». El objeto de este trabajo es analizar la repercusión social que tenían los componentes gráficos en la prensa, y, sobre todo, expresar el valor sociológico de los espectáculos ópticos tales como la fotografía, los panoramas, dioramas, linternas mágicas, mundonuevos y microscopios solares. El escritor deja patente en todo el artículo la importancia que tiene la incipiente cultura de la imagen en este siglo. Si hacemos el esfuerzo de imaginar una sociedad que, por larga tradición ha expresado sus valores únicamente por escrito, constituye sin duda una irrupción novedosa para el siglo diecinueve la posibilidad de fijar imágenes, dotarlas de luz y de rudimentarios movimientos mecánicos. Se le concede a la imagen un poder comunicativo que complementa y perfecciona, sin duda alguna, a la palabra. Así se recoge en el testimonio que ofrece el Semanario Pintoresco Español, de 1844, al comparar la capacidad gráfica e icónica de la época contemporánea con los recursos exclusivamente textuales del pasado: «Si en este punto hubiesen tenido los antiguos las mismas ventajas que tenemos en el día, y por medio de las estampas hubiesen transmitido cuanto de bello y curioso tenían, conoceríamos claramente una infinidad de cosas hermosas, de las cuales sólo nos han dejado ideas confusas los historiadores; nuestros sucesores nos llevarán en esto gran ventaja, y las obras pintorescas que en el día se publican, serán de mucha utilidad para ellos».

 También hace el autor una descripción minuciosa de los espectáculos ópticos y advierte que estos tuvieron un peso específico en la formación de un ciudadano abierto a la cultura de la imagen, el precedente del hombre moderno del siglo xx y del virtual que se preconiza en el xxi. Estos espectáculos fueron algunos de alcance elitista, como los dioramas, y otros de marcada factura popular, como las linternas mágicas y los mundonuevos o tutilimundis. Lo que el autor, desde luego, se esfuerza en declarar a este respecto, es que tales espectáculos sólo se han estudiado como rudimentos primitivos del cinematógrafo, dejando abandonada la significación sociológica que tuvieron en su momento. Que fueron precedentes del cine, con sus cámaras lúcidas, lentes e ingenios mecánicos de movimiento, no hay duda alguna. Pero también merece la pena abordar otras perspectivas del asunto.

A continuación seis artículos en francés: Isabelle Mornat con un trabajo titulado «Espectáculos de vistas à Madrid (1840-1875)», en el cual nos muestra las múltiples realidades engendradas por los espectáculos de vistas.

El espacio teatral conoce profundas mutaciones materiales con las construcciones de edificios apropiados, cuyas huellas en los textos ha seguido en la escenificación de la zarzuela Antoine Le Duc, en un artículo titulado: «La mise en scène dans la Zarzuela: tradition et innovation».

Julien Lanes Marsall escribe, a propósito del teatro de Roberto Robert, que, pese a la censura, el teatro cobra también el valor de doble escenario político, mas un doble que haría visibles los enfrentamientos ocultos: «La visibilité comme symbole de l’acte politique dans le thèatre anti-amédéen de Roberto Robert».

Otra colaboración invita a interpretar los mensajes oscuros de la conciencia a la luz de la racionalidad. Tal ocurre en el análisis que efectúa Sadi Lakhdari en la obra de Pérez Galdós, La Sombra.

En sus aspectos más concretos y materiales, la legibilidad de lo visible constituye un ancho campo en el que Louise Bénat-Tachot siguió la trayectoria por Europa de un texto tan relevante como la Historia General y Natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo.

El escritor Francesc Fontbona diserta a su vez en su artículo sobre los aleluyas u ocas, denominados así en catalán. Estos pliegos de viñetas gráficas acompañados de texto que eran cantados por narradores al compás de un instrumento, fueron una importante manifestación para entender la difusión de los mitos literarios en las mentalidades populares.

Pura Fernández, del csic, aborda el asunto de la novela erótica y sexual en un trabajo titulado: «La retórica de la intimidad y los orígenes de la novela médico-social en la obra de Francisco de Sales Mayo». La investigadora pretende demostrar que la obra de este médico madrileño configura las bases de un género novelesco que alcanzó un éxito editorial altísimo. La trayectoria del escritor, en sus inicios, no difiere de la generalidad del momento: la aplicación del talento literario en las novelas por entregas. Allí recreaba asuntos históricos que tomaba como pretexto para lanzar furibundas diatribas liberales contra el pensamiento absolutista y conservador de los años contemporáneos.

Con posterioridad publica dos novelas que, declaradas como descripciones fisiológicas y anatómicas de la sexualidad, son, en realidad, obras que abordan asuntos escabrosos que, en la época, eran tabúes. Las publicó al amparo de una de las fugaces leyes de libertad de prensa que se prodigaron con la euforia revolucionaria de La Gloriosa. Y, según la investigadora, el éxito de estas obras radicó en la combinación de tres factores que, en el contexto de una sociedad sexualmente reprimida, fueron las claves para la constitución de un género muy pingüe en lo que a beneficios editoriales se refiere.

El primer elemento es la descripción sencilla y simple de casos clínicos. Francisco de Sales comprendió que los asuntos de enfermedades venéreas o de desórdenes sexuales debían ser analizados fuera de la terminología médica o de los eufemismos morales, pues éstas eran las formas habituales al uso; muy al contrario, se debía describir con un lenguaje llano, para un lector llano. De esta forma suscitaba un verdadero interés morboso por la lectura. «Un libro destinado al público que trata de una materia tan delicada y escabrosa no podrá brillar por las largas y sabias disertaciones que en él se encuentren: con hechos prácticos, particularmente, es con lo que trataremos de ilustrar al lector. Después de haber hecho una descripción clara y sucinta [...] no hay mejor descripción de él que la abreviada relación de un ejemplo auténtico».

El segundo factor constituyente del género erótico es el revestimiento literario de los fenómenos fisiológicos y anatómicos. Se trata de escoger alguna manifestación de orden físico o sexual y atribuirle un significado intelectual: dramático, lírico, antropológico... Es el caso de la novela «La condesita», en donde la protagonista, merced a un sueño fantasmagórico, descubre la voluptuosidad de su cuerpo, recién abierto a la pubertad. En esa fantasmagoría, de Sales aprovecha para hacer excursos sobre el determinismo biológico, la fuerza del instinto y el imperativo de la voluntad que cae en el fracaso.

El tercer elemento importante de estas novelas es su adaptación al discurso ideológico imperante. Francisco de Sales se vale de la relación de estas experiencias médico-
-clínicas para disertar abundantemente sobre cuestiones morales, jurídicas y civiles que afectan a los sectores sociales marginados como la prostitución. Se erige en defensor de unas libertades jurídicas pisoteadas; acusa al sistema penitenciario de castigar a las prostitutas con el horror producido por desigualdades sociales; censura a la aristocracia y a la burguesía su acomodación social, su cinismo e hipocresía; y, en fin, ni tan siquiera se libra el clero, tachado de ejercer un imperio teocrático sobre las conciencias y contra las voluntades. Todo este cuerpo crítico agradaba sobremanera porque estaba en consonancia ideológica con un público formado en los postulados del liberalismo.

Cerramos el libro con otro artículo de la editora, Marie-Linda Ortega. En este se ocupa de analizar la obra gráfica del caricaturista Ortego, figura eminente de la prensa durante el periodo isabelino. Concretamente se ocupa de su labor en las cabeceras de periódicos. Era costumbre de la prensa de entonces, engalanar el frontal inicial de la publicación con algún dibujo significativo. Había dos clases de cabeceras: las que iban destinadas a publicaciones formales o académicas, y las satíricas. Para las primeras se escogían dibujos solemnes de representaciones mitológicas de la sabiduría: diosas minervas, templos, antorchas...; para las segundas, alusiones humorísticas o burlescas variadas. En estas últimas destaca Ortego. Marie-Linda, merced al comentario de láminas que incluye en el artículo, hace ver no sólo la pericia gráfica de Ortego, sino también su capacidad metafórica y simbólica para expresar en tono de burla los asuntos más variados.

 

J. J. Bazán Sánchez

 

Francisco Raga Gimeno, Comunicación y cultura. Propuestas para el análisis transcultural de las interacciones comunicativas cara a cara, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt am Main, 2005, 277 págs.

 

Con el trabajo que aquí reseñamos Francisco Raga Gimeno pretende abordar el análisis de las interacciones comunicativas en las que participan dos o más personas. Logra su principal objetivo, es decir, consigue ofrecer una serie de propuestas, a modo de guía, acerca de cómo describir grabaciones audiovisuales de interacciones comunicativas cara a cara, y cómo interpretarlas desde el punto de vista de sus valores sociales.

El libro consta de cinco partes:

En la introducción, el autor define con acierto los términos «transcultural» e «intercultural»; pero sin entrar a fondo en la descripción del concepto, sumamente complejo, de «cultura». Luego ciñe exclusivamente el objeto de su trabajo al análisis comunicativo transcultural que consiste en comparar los comportamientos comunicativos de diferentes culturas. Raga propone «De manera intuitiva, y por el conocimiento general que tenemos sobre sus comportamientos comunicativos, [...] una cultura mediterránea septentrional, sin precisar excesivamente sus límites geográficos, [...].» (pág. 13), cultura que contrastará, en la tercera parte de su estudio, con culturas tan diversas como las de la India, Java o China, etc. El autor, sin embargo, se pregunta si es legítimo llevar a cabo un análisis comunicativo transcultural; él es muy consciente de que, en el fondo, cada situación comunicativa es única e irrepetible. A lo largo de todo el trabajo tiene la preocupación por evitar generalizaciones que podrían convertirse en estereotipos; preocupación altamente importante si tenemos en cuenta que se trata de una de las mayores tentaciones simplificadoras en el campo de los estudios culturales.

En la segunda parte, Raga expone la base teórica para la descripción de una interacción comunicativa y comenta las dimensiones en juego. Le interesa aquí principalmente cómo se transmite en la interacción «quiénes somos socio-culturalmente los unos para los otros» (pág. 17). El autor desarrolla una teoría sintética, principalmente a partir de la pragmática, limitándose sobre todo a los actos de habla (Austin, Searle) y las má­ximas conversacionales (Grice), aunque algunos autores (como por ejemplo Keenan) se preguntan si estas eran únicamente aplicables en el ámbito de la cultura occidental. Sin embargo, hace referencia también a teorías —ya clásicas— del campo de la antropología (p. ej. Hall) o de la sociología (p. ej. Goffmann).

Destacan en esta parte las reflexiones alrededor de la distribución del tiempo y del espacio y en particular los esquemas descriptivos del paralenguaje y del espacio, este último dividido en aspectos macroespaciales (como el espacio público o privado, abierto o cerrado, fijo o variable, etc.) y aspectos microespaciales (como los grupos, las distancias, el contacto, las posturas y los gestos).

Además, aunque se trata de los apartados teóricos, el libro no pierde el espíritu práctico que pretende. Por un lado, Raga acompaña la teoría con muchos ejemplos y no llena su texto con referencias bibliográficas, sino que da en las notas de pie de página las pistas para que el lector interesado pueda profundizar lo planteado. Por otro lado, concluye cada apartado con una recapitulación de lo comentado, muchas veces resumiendo en un esquema las ideas principales y relevantes para un análisis de una interacción comunicativa.

La tercera parte es un intento de precisar, mediante un análisis transcultural, los diferentes tipos de valores socio-comunicativos que pueden transmitir los aspectos teóricos presentados en el capítulo anterior.

En un primer momento, Raga aclara que —siguiendo su línea de simplicidad voluntaria— se limitará a dos valores socio-comu­nicativos: la igualdad y el conflicto. Presenta una tipología de culturas según el grado de igualdad entre los individuos y su preocupación por el conflicto, tipología en la que sitúa la cultura mediterránea septentrional frente a muchas otras. Es muy meritorio que el autor advierta una vez más que las generalizaciones que presenta deben considerarse más una excusa para reflexionar sobre las diferentes formas de comunicar los valores sociales que una afirmación sobre una determinada cultura.

En un segundo momento, el autor procede al análisis transcultural que consiste en la comparación entre los datos de situaciones reales y simuladas que han sido grabadas en el contexto de lo que ha definido como cultura mediterránea septentrional (se trata de datos audiovisuales de una partida de cartas, de una clase de matemáticas, de una apertura de un curso académico de la universidad y de una conversación entre amigos, en este último caso se trata de una simulación) y los contrasta con descripciones etnográficas de situaciones comunicativas en otras culturas, tan variadas como la china, la kuna de Panamá, la apache de América del Norte, la !kung del suroeste de África, la wolof de Senegal, la malgache de Madagascar, etc.

Muy interesantes nos parecen en este capítulo la elocuencia y la variedad de los ejemplos, y en particular, el apartado dedicado al paralenguaje que transmite, como Raga muestra, toda una serie de valores socio-comunicativos.

En la cuarta parte, el autor propone un estudio integral de una situación comunicativa cara a cara, a partir de la grabación audiovisual de una situación simulada e intitulada «Amenazas a la puerta de una farmacia». Este estudio es una demostración de lo que el autor ha venido sosteniendo desde el principio de su trabajo, es decir, que las diferentes dimensiones comunicativas en una interacción «no sólo se manifiestan simultáneamente, sino que interactúan entre sí, confirmándose, enfatizándose, matizándose, contrarrestándose, etcétera, como si se tratara de los diferentes instrumentos de una orquesta» (pág. 177).

En la última parte, el lector encuentra expuesta la descripción integral de las cinco situaciones de interacción comunicativa analizadas que ya hemos mencionado. Junto con la transcripción verbal de las interacciones, Raga comenta detalladamente las dimensiones no verbales en las que se inscriben las situaciones analizadas e ilustra algunos pasajes con fotos anónimas que dan una impresión visual concreta de los momentos más decisivos de las interacciones filmadas.

Puesto que con su trabajo Francisco Raga Gimeno consigue elaborar una guía para el análisis de las interacciones comunicativas cara a cara, no debe sorprender que el autor se detenga más en la descripción, explicación y síntesis que en la interpretación tanto de los conceptos teóricos como de los datos audiovisuales en sí. Sin embargo, se trata, a nuestro juicio, de una obra que es más que «una simple herramienta de trabajo» (página 170): es una valiosa introducción al análisis transcultural de las interacciones comunicativas cara a cara. Esperamos que en próximos trabajos se desarrollen de manera más exhaustiva algunas cuestiones que han sido abordadas sólo de manera superficial, como, por ejemplo, la interpretación de los datos audiovisuales presentados.

 

P. Stalder


 

[1] A. Quiles Faz, Epistolario de Salvador Rueda. 1.-Ciento treinta y una cartas autógrafas del poeta (1880-1932), prólogo de C. Cuevas, Arguval, Málaga, 1996, pág. 11.

[2] Anticipa la publicación en otoño de este año de su novela El clítoris de Camille, editada por su mentor, Pere Gimferrer, en Seix Barral.

[3] F. Umbral, Diccionario de Literatura, Barcelona, Planeta, 1997, pág. 51.

[4] En la reflexión sobre la figura del héroe, Brecht hizo afirmar a Galileo: «Pobre el país que necesita héroes» (B. Brecht, Vida de Galileo. Madre Coraje y sus hijos, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pág. 112).

[5] Coincide con el dictamen del autor de Mortal y rosa, quien, tras hablar de Eduardo Haro Ibars, afirma: «Otro maudit de la misma generación es Leopoldo María Panero, hoy internado en un manicomio. Poeta singular, prosista difícil, hombre culto y entero que ha llevado su papel de maldito hasta las últimas consuencias. Sólo que, tras la tradición romántica, los malditos de hoy ya no son ni pueden ser ingenuos, ay. Saben a lo que están jugando. Rimbaud o Dylan Thomas no lo sabían. Ésa es la definitiva diferencia» (F. Umbral, op. cit., pág. 267).

[6] J. M. Lope Blanch, El Español hablado en el suroeste de los Estados Unidos: materiales para su estudio, Instituto de Investigaciones Filo­lógicas, México, 1990; M. Alvar, El español en el sur de los Estados Unidos. Estudios, encuestas, textos, La Goleta-Universidad de Alcalá, Madrid, 2000.

[7] Por el contrario, no aparece en las «Fuentes» el trabajo Variedades de la vid de Rojas Clemente —se trata de Simón de Rojas Clemente y Rubio, naturalista valenciano—, que es de los poquísimos autores que cita como fuente en los artículos.

[8] C. Muñoz Renedo, «Estudio lexicográfico sobre el habla de la región de Vélez-Rubio (Almería)», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, xix, 1963, págs. 393-414.

[9] En otras ocasiones, da entrada a voces de carácter general; al menos el drae y otros diccionarios de uso las recogen sin marca geográfica alguna, como: ansia ‘anhelo’, esmeril ‘piedra para afilar’, pata cabra ‘pie de cabra’, tina[d]a ‘una parte del corral’, tinado ‘cobertizo donde se guardan los aperos de labranzas’, zahareña ‘planta de flores amarillas y propiedades estomacales’, etc.

[10] Entre éstos incluye los sintagmas agua amarga y agua del medio como gentilicios (?) de los naturales de Agua Amarga y Agua del Medio respectivamente.

[11]Siguiendo esta arbitrariedad, s. v. estar (pág. 126) incluye en el artículo treinta frases hechas, algunas recogidas también en otras entradas independientes (véase estar alpargata(d)o, s. v. estar y s. v. alpargata(d)o); en el artículo dar (págs. 83-84) incluye cuatro frases hechas, pero s. v. echar presenta diez entradas con sendas frases construidas con este verbo (echar alpiste, echar brasas, echar el cincho...); etc.

[12] Otros casos son: «acendía f. vulg. por sandía» (pág. 17) en Almería, cuando este vocablo es desconocido en esta ciudad, porque, además de que la voz sandía es de reciente incorporación en la capital de la provincia, la forma tradicional para designar este fruto ha sido melón o melón de agua; «alcauciles m. pl. verduras» (pág. 22), sin embargo, tenemos recogido en esta provincia alcaucil y alcancil que designan un tipo de alcachofa silvestre comestible (la Cynara cadunculus, también C. scolymus); «arabol m. Planta que comen los pájaros y conejos (Huércal Overa)» (pág. 30), que es la ‘amapola’ o la Papaver rhoeas; en boria 1ª Embuste, mentira. 2ª Buen tiempo (pág. 47), y, sin embargo, no se recoge el significado general de esta palabra, extendido en gran parte de la provincia, de ‘niebla’.

[13] Otros casos son: «Ahornar (ajornar) tr. Alfar. Disponer los cacharros en el horno haciendo pilas para su cocción (Níjar). ¿Has ajornao ya los botijos?» (pág. 20); pregunta que difícilmente se podrá oír en un alfar nijarense, puesto que en ellos, por el tipo de arcilla con la que se trabaja, nunca se han fabricado botijos; «ala f. Rueda del torno (Carboneras). Se ha roto el ala» (pág. 21); habría que preguntarse ¿el torno de qué?; ¿aclara algo el ejemplo?; s. v. almazara de viga pone el siguiente ejemplo en Níjar «La almazara de sangre de los Pipaces se conserva bastante bien» (pág. 24); pero la diferencia entre las almazaras de viga y las de sangre está en que las primeras actúan poniendo un contrapeso en el extremo de una viga de madera y las segundas en que están movidas por animales de carga; «alpargatado, da adj. fig. y fam. Persona económicamente acomodada (Almería, Contador) La mayoría de mis vecinos son alpargatados» (pág. 25); nunca se diría de alguien que es sino que está alpargatado; «tuera f. Fruta amarga Me he comido una tuera» (pág. 249); circunstancia poco probable, porque esta coloquíntida es venenosa, etc.

[14] Me parecen muy recomendables los tres volúmenes de Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la estética, Akal, Madrid, 22000, una obra muy técnica, y, en este sentido, no equiparable a la de U. Eco, que es, como digo, de carácter divulgativo. No obstante, nos sirve como punto de referencia para ver las carencias de la obra que estamos analizando, y, además, como punto comparativo, máxime teniendo en cuenta que, aunque sin ilustraciones, sigue el mismo esquema de ensayo teórico más textos antologados de los pensadores de cada época; nótese cómo, siguiendo el mismo patrón y sin usar ilustraciones, Tatarkiewicz llega a los tres volúmenes, dejando muy atrás las casi cuatrocientas páginas (a todo color) de Eco, lo que es muy significativo de todo lo que deja fuera el italiano y de lo que poco que profundiza en los temas que toca.

[15] «La peinture de Manet», Cahiers de Tunisie, 39, págs. 149-150 («Foucault en Tunisie»), 1989, págs. 61-89. Transcripción de Rachida Triki de la conferencia pronunciada por Michel Foucault en el Club Tahar Haddad en Túnez el 20 de mayo de 1971.