VENTURA DE LA VEGA Y EL QUIJOTE: ESPÍRITU Y SENTIDO DE UN DRAMA ROMÁNTICO

José Villar Buzón

Universidad de Málaga

 

 

 

1. Introducción

 

       El año 2005 nos ha traído, entre otros muchos acontecimientos culturales, todos ellos reseñables, el cuarto centenario de la publicación en 1605 de la Primera Parte del Quijote. Por fortuna, Cervantes, uno de los más grandes ingenios de cuantos han ornado nuestras letras y, sin duda, una de las cimas de literatura universal, encuentra un lugar de privilegio entre aquellos autores que no necesitan que la comunidad filológica escuche los toques de atención que dan las fechas memorables para decidirse a retomar sus indagaciones sobre la obra y la figura de un autor determinado, y que ven además renovarse una y otra vez las perspectivas que se adoptan para su estudio. Góngora, Lope, Jovellanos, Bécquer, Galdós, Juan Ramón Jiménez y otros muchos integran esa privilegiada nómina. Pero hoy se cumplen cuatrocientos años desde que vio la luz una extensísima novela escrita por un autor casi sesentón que se estimaba ya ―y no le faltaban experiencias que avalasen su opinión― prácticamente desahuciado en su lucha por conseguir el renombre literario. Cervantes no era especialmente dilecto a las Musas como lírico, y una serie de infortunios en el teatro le habían mantenido relegado a las penumbras del olvido ―la luz era Lope―. De modo que poco esperaba nuestro autor, a las puertas ya de la vejez, que las aventuras de su hidalgo, y a la sazón su primera incursión en el género novelístico, habían de obligar a Fortuna a hacer mudanza en su costumbre. Porque la obra conoció un éxito tan inmediato como arrollador, y todavía en vida de don Miguel ―que murió no muchos años después, en 1616― había sido ya traducida a varias lenguas europeas y convertida en objeto de común admiración. Y al cumplirse cuatro siglos de un hecho tan trascendental para las letras españolas y universales, deseamos hacer nuestra particular aportación en un general homenaje, aunque, insistimos, la buena salud de que goza el estudio de Cervantes y de su obra, por suerte, no lo haga imprescindible.

       Nuestro turno de voz en la celebración tendrá como objetivo rescatar para el recuerdo filológico una obra teatral que, en su momento, fue también un pequeño gran homenaje a Cervantes y el Quijote: hablamos del drama titulado Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena [1], de Ventura de la Vega (1807-1865). Creemos de interés consagrar a ese objetivo nuestra aportación por dos razones: primeramente, lo que podemos llamar la pertinencia crítica de toda obra menor; y, en segundo lugar, la existencia de un vacío crítico que con nuestro artículo nos proponemos llenar. Expliquemos ambas razones.

       Es cierto que el drama Don Quijote de la Mancha, estrenado en 1831, no suele nombrarse entre lo más relevante de la dramaturgia de Ventura de la Vega, y las escasas cualidades estéticas del mismo así lo justifican. Y es que Ventura es tradicionalmente más valorado por el papel que desempeñó en la creación de la Alta Comedia o comedia burguesa de la segunda mitad del XIX, especialmente con su obra titulada El hombre de mundo (1844). Pero su Don Quijote merece, cuando menos, esa breve revisión de que no ha de carecer ninguna de las obras producidas por un autor al que, como es el caso, la crítica tradicional otorgue un lugar a tener en cuenta en la historia de nuestra literatura, por poco relevante que dicha obra se estime en el conjunto de su producción. Sea más o menos trascendente, lo cierto es que la obra menor es siempre un jalón que lleva hacia la creación de madurez, esa que hará del escritor ―aunque frecuentemente no de una vez para siempre― un punto de referencia en la historia de la literatura y en la valoración crítica de su contexto artístico.

       Por otro lado, nuestro drama, como adaptación teatral del Quijote, no ha sido estudiado por la crítica como sí lo han sido otras adaptaciones de la misma novela anteriores a él, en concreto del siglo XVII [2]. Nos hallamos, pues, ante un vacío crítico. Y si éste encuentra explicación probable en la escasa o casi nula consideración de que nuestro Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena ha adolecido tradicionalmente, en el breve ámbito del presente artículo tenemos una inmejorable ocasión para subsanar dicho defecto, completando, de manera provisional, el panorama crítico referido a las adaptaciones dramáticas del Quijote cervantino.   

       El objetivo de nuestro trabajo es, pues, el rescate filológico del drama Don Quijote de la Mancha, de Ventura de la Vega. Pero hemos querido dar a este particular rescate, a su vez, una orientación específica: los sucesivos apartados de nuestro artículo han de servirnos para ilustrar cómo Ventura, con la obra que nos ocupa, avanzaba ya lo que en años venideros iban a ser las formas características del drama romántico español. Creemos que si por algo destaca una obra cuyas dotes estéticas no son especialmente primorosas, es precisamente por su papel pionero en la importación de las modas románticas europeas en el terreno del drama, y de ahí la específica orientación que hemos querido imprimir a nuestro análisis.

       Ventura de la Vega, perteneciente en su etapa de madurez al grupo de los iniciadores de la comedia burguesa y realista, en su juventud y en el momento en que iniciaba su labor teatral abrazó la moda romántica importada del extranjero, en un proceso que luego describiría él mismo, a modo de palinodia, en su discurso de ingreso a la Real Academia (1845):

 

       La falange invasora logró por entonces su objeto: aun en aquellos que, fortalecidos con el estudio de los buenos modelos, profesaban los eternos principios del buen gusto, introdujo, por lo menos, la duda, deslumbrando a unos, imponiendo silencio a otros y arrancando a casi todos cobardes concesiones. En los que alcanzó a sorprender comenzando la tarea su triunfo fue completo. Éstos, a la primera intimidación del apóstol del romanticismo (palabra bárbara, que nada significa en castellano), corrieron a alistarse bajo la enseña de la nueva secta [3].

 

       Ventura se internaba, pues, en las sendas de un drama romántico que, sin embargo, y como recuerda Francisco Ruiz Ramón, «no triunfó nunca plenamente ni mereció unánime aceptación, ni siquiera en los años de su mayor esplendor» [4]. Y para ello decide intentar una adaptación del Quijote de Cervantes. Conviene, a este respecto, reseñar las siguientes apreciaciones de Juan Ignacio Luca de Tena:

 

       Ya hemos dicho que nuestro preclaro escritor, en sus labores teatrales, hizo más traducciones que piezas originales. Pero es justo proclamar que en aquéllas la adaptación al castellano es muchas veces, casi siempre, superior a la obra de origen [5].

 

No parece descabellado, pues, situar el Don Quijote de la Mancha dentro de la línea de trabajo habitual de un autor entregado más a la traducción y adaptación de obras foráneas que a la creación de obras propias. Pero en este caso, sin embargo, no vamos a encontrarnos ante un texto que supere la calidad del original adaptado; aunque sí ha de reconocerse que es capaz de infundir aliento nuevo, romántico, a unas tramas y unos personajes que en sus actos y discursos se separan muy poco de las formas originales presentes en el Quijote.

       Ventura de la Venga extrae de la novela cervantina una materia argumental trazada sobre dos ejes básicos que responden al más genuino gusto romántico. El primero es la peregrinación en pos de un ideal imposible por parte de don Quijote, que ve castillos donde sólo hay ventas, yelmos donde bacías de barbero, jaeces de caballo donde albardas de asno y desgraciados sin libertad donde galeotes sin escrúpulos. Con el enjaulamiento final de don Quijote para llevarlo a la fuerza de vuelta a su aldea ―ese lugar de la Mancha del que el narrador del Quijote no pretende ni acordarse―, su destino dramático se convierte propiamente en el que de manera ineluctable se reserva para el héroe romántico. Destino que Ruiz Ramón describe así:

 

       Frente al individuo y sus aspiraciones el mundo opone sus deberes, sus prejuicios y sus compromisos. El desenlace del conflicto será siempre el mismo: la destrucción del individuo por el mundo. El orden del mundo, estribado en la materia, no tolera el triunfo de la individualidad que, estribada en el espíritu, pretende instaurar un orden trascendente en donde la belleza y la virtud fueran los valores rectores [6].

 

El segundo eje lo constituyen las truculencias pasionales y los casos de honor de la novela cortesana, género en que se inscriben las historias de Fernando y Dorotea y de Cardenio y Lucinda.

       Para dar cuenta de lo que va a ser nuestro método de trabajo y los fines que con él persigo, empezaré por recordar unas palabras del filólogo español Emilio Orozco, en un trabajo clásico:

 

       No es extraño, así, que el movimiento de revalorización y comprensión del estilo Barroco se desarrollara siguiendo el mismo paso de lo estilístico formal a lo interno, vital y psicológico. Primero se analiza y caracteriza su morfología, se fijan las categorías o símbolos de la visión, los conceptos fundamentales wölfflinianos que establecen su contraposición con lo clásico; después ―todavía― se ahonda en la psicología del estilo, se busca su espíritu [7].

 

En su estudio sobre la literatura de la época barroca, y con el fin de distinguirla en lo posible de la inmediatamente anterior o manierista, Orozco opta por adscribir su método de investigación a la línea de lo que puede denominarse estética idealista, corriente teórica de raigambre claramente romántica y que se basa en la convicción de que pueden hallarse los rasgos definitorios de un fenómeno artístico en el espíritu o impresión que, naciendo del alma del autor, justifica y determina las formas y puede, al mismo tiempo, rastrearse a partir de ellas. El mismo Orozco se muestra convencido de que la mejor comprensión del Barroco es la que puede lograrse tomando como base de estudio el concepto de «la historia del arte como historia del espíritu» [8]. Nosotros no pretendemos desdeñar las ventajas que, sin duda, podría aportar a nuestro trabajo este método psicologista o idealista, por lo demás ya bastante recurrido en lo que al arte romántico se refiere. Sin embargo, los estrechos límites de nuestra exposición nos impiden adentrarnos en profundidad por los controvertidos bucles del alma romántica, y nos invitan a centrar nuestro interés en lo formal sin renuncia a lo estético-interpretativo; esto es, nuestra atención radicará, antes que nada, en el análisis de las formas del drama Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena de Ventura de la Vega y en su comparación con las formas de origen del Quijote de Cervantes, y, allá donde sea posible, en una aproximación general a los motivos estéticos o funcionalidades dramáticas que determinan los procesos concretos de transformación retórica a que el dramaturgo somete el material cervantino de origen.

       Dicho análisis formalista que busca penetrar de modo general en lo estético y funcional será encauzado igualmente a través de elementos generales de la forma teatral que suelen ser objeto de análisis en los estudios generales de la teoría dramática: argumento ―la intriga [9]―, actos, escenas, espacio-tiempo, personajes, lenguaje [10]. También en este sentido, nuestro artículo es deliberadamente provisional, sin que pueda aspirarse, en los breves límites de sus páginas, a una indagación profunda de la forma dramática, que habría de tomar como punto de partida la Poética de Aristóteles.

 

 

2. Adaptación argumental

 

       La adaptación dramática del Quijote llevada a cabo por Ventura de la Vega abarca no la novela entera, sino parte de ella. Concretamente, el dramaturgo extrae la materia argumental para su obra de los capítulos XXVII al XLVI de la Primera Parte de la novela de Cervantes, con algunas regresiones hacia momentos de la historia anteriores a dicha secuencia, como tendremos ocasión de comprobar. A continuación, iremos estudiando, acto por acto y escena por escena, cómo Ventura de la Vega moldea ese material argumental.

 

 

2.1. Acto primero

 

       La Escena I supone un comienzo de la obra in medias res, ya que aparecen en el escenario el barbero y el licenciado en plena Sierra Morena, hablando sobre una «peregrina invención» y sobre unos disfraces y objetos requeridos para ella que plantean, en sí, un repentino suspense de inicio para aquel espectador que pueda no estar familiarizado con el correspondiente episodio del Quijote. Por otro lado, y debido a la necesariamente limitada extensión del drama, el poema que canta Cardenio es reducido por el autor al primero de los tres ovillejos de que consta.

       De la Escena II interesa destacar cómo Ventura de la Vega opta por redefinir la actitud inicial del Licenciado hacia el curioso personaje que acaba de descubrir, a quien pide no ya que abandone la penosa vida que aparenta llevar, sino que cuente el por qué de la misma. Evidentemente, el autor pretende así esencializar el mensaje, llevándolo directamente al punto donde acaba llegando en el original cervantino ―el relato de Cardenio―. Cardenio va a contar su historia, lo que supone dos ejercicios retóricos simultáneos: uno de simplificatio y otro de amplificatio. La simplificación consiste en que el discurso de Cardenio es, objetivamente, epítome argumental de la novelita cortesana de Cardenio y Luscinda intercalada en la Primera Parte del Quijote. La amplificación radica en que, en el diálogo de encuentro entre estos personajes, Cervantes no vuelve a narrar la primera parte de la historia de Cardenio, que éste ya había relatado antes a Don Quijote y Sancho. La razón de ambos ejercicios es lógica: el episodio del Quijote en que Cardenio contaba a medias su historia queda fuera de lo que Ventura de la Vega dramatiza ―se halla, en efecto, en el capítulo XXIII―. Además, Ventura introduce algunas innovaciones en la historia de Cardenio y Luscinda, entre las cuales destaca especialmente cómo el Cardenio contemplativo y sin arrojo que entra furtivamente en casa de su amada y contempla secretamente y en silencio toda la ceremonia nupcial, se convierte ahora en un hombre furibundo que, preso de la ira, entra en la casa dispuesto a detener la boda: «Quedé un momento inmóvil como herido de un rayo; pero, vuelto en mí, corro furioso a la puerta decidido a entrar y estorbar mi muerte...». Entre los rasgos argumentales que se mantienen, Vega tiene especial cuidado de señalar la codicia de los padres de Luscinda ante el buen partido que supone el casamiento de ésta con Don Fernando: «en la próxima sala me esperan mis codiciosos padres para unirme al traidor».

       Los diálogos que siguen suponen una amplificación del texto original: si en éste lo único que se dice acerca de la reacción de los personajes ante el relato de Cardenio es apenas que «el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio» (XXVIII), en nuestro drama, y con una clara intención sentimental, dicho intento de consuelo sí se produce, tanto por parte del cura como por parte del Barbero.

       Por otra parte, no se va a producir aquí el encuentro con Dorotea, tal como exigiría el respeto de la secuencia argumental del Quijote, sino que se demora para más adelante y se pasa directamente a la disposición de la argucia por parte del cura para llevar a Don Quijote de vuelta a su casa.

       El fin de tal demora es administrar la intriga y la acción dramática, y también dejar el camino expedito para que, en las Escenas III, IV y V que siguen, con Don Quijote y Sancho como protagonistas y cuya inserción aquí es innovación del autor, puedan introducirse tres elementos insoslayables del original que resultarán funcionalmente imprescindibles ―ya que justificarán peripecias posteriores del drama― pero que en el Quijote habían sucedido antes: la liberación de los galeotes, la ganancia del yelmo de Mambrino y la determinación de Don Quijote de ir a hacer penitencia de amores a la sierra junto con el envío de una carta a Dulcinea por medio de Sancho.

       La Escena VI supone la recreación de uno de los lances de la historia de Dorotea, que en el original era contada por ella misma: el asalto que sufre la joven por parte de su criado al internarse en la montaña. Sin embargo, si en el original el móvil del criado era el apetito sexual, ahora se trata de un labrador movido por la codicia: es la segunda vez que aparece dicha pasión en el breve espacio de seis escenas. También se modifica el propósito de Dorotea: si en el Quijote era solamente la vergüenza de volver a ponerse ante los ojos de su padre tras haber huido de su casa en busca de Fernando, ahora estamos ante un personaje insumiso que se ha lanzado a la sierra todavía en busca de su amado y con el ánimo resuelto de encontrarlo o, en caso contrario, irse a un convento.

       En la Escena VII, todo el diálogo desde la primera intervención de Cardenio hasta el final de la escena es una recreación del original cervantino, en varios sentidos. En primer lugar, el encuentro entre Cardenio y Dorotea se produce de un modo diferente, ya que ha transcurrido un lapso de tiempo desde que el primero ha concluido su relato hasta que se produce el encuentro, mientras que en el original éste era inmediato. Por otro lado, si en el original Dorotea cuenta su historia y luego Cardenio se presenta, Ventura de la Vega ahora economiza la acción, pues suprime dicho relato y hace que el cura pronuncie el nombre de Cardenio para que ella lo reconozca. Finalmente, aquí el personaje de Dorotea insiste en los temas de la perfidia y la traición, y, sobre todo, es destacable cómo la Dorotea resignada y triste que en el Quijote vagaba por los campos por vergüenza de parecer ante sus padres como hija deshonrada y deshonrosa, cruza ahora la sierra en incansable búsqueda de Fernando, movida por un deseo de venganza que es obligar a éste a cumplir su palabra de casarse con ella.

       La Escena VIII representa toda ella una innovación, pues, en el Quijote, cuando el cura y el barbero se encuentran con Sancho ―llevando éste la carta de Don Quijote para Dulcinea―, aún no se ha producido el encuentro con Cardenio y Dorotea. Este adelantamiento tiene un claro fin de condensación de la acción, mucho más dispersa, como es natural, en el Quijote. Por otro lado, vemos cómo en nuestro drama la ideación del ardid por parte del cura para rescatar a Don Quijote, la comunicación del mismo a los demás personajes y la petición de su ayuda, queda todo implícito: «Pues seguidme antes que nos halle, y os informaré de todo». El objetivo es resumir, evitando elementos cuya inclusión pudiera resultar superflua cuando el autor supone que el espectador ya los conoce por haber leído con anterioridad la celebérrima novela cervantina.

       En la Escena IX, Ventura de la Vega plantea una recreación del original, ya que hace abstracción del ánimo de Don Quijote durante su retiro de penitencia en la sierra, así como de su mente poética en ese momento, y lo traslada todo a un discurso propio, inventado. Por otra parte, con el fin de abreviar el discurso, lleva a cabo un corte en el poema, suprimiendo el segundo de los tres pares de estrofas de que se compone, sin que el sentido básico del mismo se vea gravemente afectado.

       Las últimas consideraciones destacables acerca de la adaptación que efectúa Ventura de la Vega en el ámbito de este Primer Acto se hallan en la Escena X. En ella comienza la recreación del encuentro en la sierra entre el grupo de personajes liderado por el licenciado y el barbero, y Don Quijote, encuentro que en el original cervantino tiene lugar en el capítulo XXIX. De dicha escena cabe destacar la innovación que supone la presencia de Cardenio en este momento, y, sobre todo, la que afecta al ardid del cura, al presentarse aquél también integrado en éste como príncipe Micomicón, mientras que en el Quijote sólo interviene Dorotea, como princesa Micomicona. Dicha añadidura puede tener como objetivos el incremento de la comicidad y el relleno funcional de la escena, evitando la existencia de un personaje que no esté haciendo nada en especial.

 

 

2.2. Acto segundo

 

       Lo primero que debe señalarse en relación con el proceso adaptador que tiene lugar en este Acto Segundo, es la abreviatio que efectúa el autor a partir del texto original cervantino, pues suprime todo lo que resta del capítulo XXIX desde que Don Quijote decide que han de ponerse en marcha para cumplir su misión de derrotar al gigante usurpador del trono de la «princesa», y también los capítulos XXX y XXXI, esto es, todo lo que acontece en el trayecto desde la peña donde se encontraba penando Don Quijote hasta la venta, saltando directamente a ésta (capítulo XXXII). El motivo es la intención de reducir la acción dramática a aquellos aspectos argumentales que al autor le interesan, esto es, de realizar la adaptación con una clara intención esencializadora.

       De la Escena I es necesario destacar un elemento que supone una absoluta innovación: la llegada de unos danzantes y el baile posterior. El autor no aporta indicación coreográfica alguna al respecto, pero es clara la intención de introducir un componente de variatio musical en la acción dramática. El resto de la escena recoge otra importante innovación. No es ya el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote cervantino, los primeros en llegar a la venta sean Fernando y Lucinda ―y su acompañamiento―, en lugar de Don Quijote y los suyos; es que el autor está dando un salto en el argumento de la obra original desde el capítulo XXXII al XXXVI y suprimiendo así la discusión acerca de las novelas de caballerías y la lectura de la novela del Curioso impertinente. Nuevamente, la necesidad de ajustarse a una línea argumental básica en el interés de nuestro drama, en beneficio asimismo de la insoslayable sobriedad dramática, determinan la supresión.

       En la Escena II, innovación de Ventura de la Vega o, con más probabilidad, expresión explícita de un detalle implícito en el pasaje correspondiente del Quijote, es que Don Fernando habla al ventero para pedirle posada, lo cual tiene además una clara funcionalidad dramática, porque es el paso necesario para dar pie al diálogo siguiente, totalmente ausente en la obra cervantina pero necesario para ofrecer al espectador los detalles iniciales ―y a la vez creadores del oportuno suspense dramático― de la relación que une a Don Fernando y Lucinda:

 

 

VENTERO.- ¡Los queréis separados!... Yo pensé…

DON FERNANDO.- Sí, separados; pero pronto habitaremos en uno mismo (mirando a LUCINDA), a pesar de inútiles resistencias.

LUCINDA.- ¡Ay de mí!

VENTERO.- Voy a serviros (Vase con Maritornes.)

 

 

Se sugiere en este breve diálogo final que estamos ante una historia de amor forzada por Don Fernando pero no aceptada por Lucinda, que se muestra como desgraciada e impotente ante ese forzamiento.

       La Escena III supone una innovación por parte de Ventura de la Vega, que la utiliza como ámbito donde exponer ante el espectador la relación verdadera que existe entre Don Fernando y Lucinda, modulando debidamente los caracteres originales cervantinos con objeto de adecuarlos a la estética romántica. En el apartado que dedicamos más adelante a los personajes, desarrollamos este aspecto con más detalle. Véase allí.

       En la Escena IV reside la innovación de la llegada de don Quijote y su compañía en este momento, cuando en el original eran los primeros en llegar. De este modo, el autor ha tenido la oportunidad de ponernos al corriente de la acción dramática que une a don Fernando con Lucinda.

       La Escena V ofrece un juego de variaciones y fidelidades al original cervantino que persiguen, cada una a su manera, un mayor rendimiento dramático. Así, por ejemplo, Ventura de la Vega innova en cuanto que es Lucinda quien reconoce a Cardenio, por el valor simbólico que ello conlleva ―pues es ella quien ha demostrado luchar por un amor verdadero―; del mismo modo, aquí Cardenio no reconoce a Lucinda, y ello permite la demora de la solución dramática y el aumento de la intriga. El autor mantiene el hecho de que Lucinda se levante al oír la voz de Cardenio, siendo detenida a la fuerza cuando pretende ir a averiguar si es él. Ello posee un alto rendimiento dramático, no sólo por la situación tensa que en sí provoca el violento impedimento por parte de los embozados, sino también por el simbolismo de la escena, en que vemos así enfrentarse el amor verdadero contra obstáculos amenazadores.

       El final de la Escena V, desde que Lucinda «se deja caer en la silla», así como toda la Escena VI, suponen una recreación por parte del autor, pero basándose claramente en motivos ya existente en el pasaje correspondiente de su modelo cervantino, que en este sentido maneja con libertad. Así, el que don Quijote se ofrezca a hacer la guardia (capítulo XLII) o el que antes decida acostarse por el cansancio que trae y pida para ello que le aderecen una cama (XXXII). Pero la recreación incluye elementos inventados, como la supresión de los personajes de la ventera y su hija, o el primer parlamento de don Quijote a Maritornes, cuya función es recordar el episodio del encuentro nocturno entre ambos en una estancia anterior en la venta, y con el fin de justificar ante el espectador la burla que luego ella va a efectuar a don Quijote.

       La Escena VII es toda ella invención de Ventura de la Vega, ya que, en el Quijote, los personajes de Dorotea y Fernando, por un lado, y de Cardenio y Lucinda, por otro, se han reconocido unos a otros apenas han llegado los dos primeros. Pero nuestro autor ha evitado que Cardenio reconozca a Lucinda, precisamente para explotar dramáticamente la creencia de ésta en la traición de aquél y su deseo de venganza, y asimismo demora el encuentro entre Dorotea y Fernando para así acrecentar la intriga aplazando su resolución. Factor de enredo en esta escena es que Lucinda, a causa de la simpleza de Sancho, se convence también de la farsa de los príncipes Micomicones, y por tanto que Cardenio se ha casado con una princesa. Se imprime al conjunto un color muy romántico, por el contraste que implica: el entrecruzamiento de lo humorístico, incluso grotesco ―la farsa de los príncipes y el hecho de que Lucinda misma se la crea― con lo elevado ―la pasión amorosa y el sentimiento de traición de Lucinda―.

       También la Escena VIII supone una labor inventiva por parte del autor. En el Quijote, Lucinda en ningún momento se queda a solas ni mantiene un soliloquio. Evidentemente, la innovación posee un claro valor funcional, pues el autor recurre a ella para que el espectador pueda tener noticia de todo lo que se mueve en el alma de Lucinda. El deseo de venganza, nuevo en nuestra obra, es un medio, muy del gusto romántico, a través del cual el autor pretende provocar un mayor grado de dramatismo en la obra.

       La Escena IX constituye también una innovación, pero sobre dos ejes básicos del pasaje original que se mantienen: el encuentro entre Lucinda y Dorotea y el reconocimiento o anagnórisis. La innovación en el primer eje consiste en que en el Quijote cervantino el encuentro era inmediato a la reunión en la venta y estaban presentes Cardenio y Fernando. La innovación tiene como fin la demora para mantener la intriga. Innovación argumental, ya señalada, es que Dorotea aparece como esposa del príncipe Micomicón. Esto nos lleva a un tema genuinamente romántico que caracteriza esta escena: la difícil distinción entre la realidad y la ficción ―el disimulo de Dorotea y el error en que se halla Lucinda―. Dicho tema, evidentemente, no era nuevo, si bien sí del gusto romántico, sino que había estado presente a lo largo de toda la comedia española del Siglo de Oro. La innovación en el segundo eje radica en que la anagnórisis se produce de manera directa entre Lucinda y Dorotea, mientras que en la novela de Cervantes ocurría de manera indirecta: Lucinda reconocía a Dorotea al ver a ésta e los pies de Fernando, y Dorotea reconocía a Lucinda al verla en brazos del mismo. Por otro lado, aquí la anagnórisis entre ambos personajes tiene una funcionalidad dramática consistente en la creación de un nuevo lance argumental, mientras que era indiferente en este sentido en el Quijote.

       El contenido de la Escena X presenta también innovaciones que es necesario comentar. En primer lugar, se sugiere que Fernando se enamora de Dorotea desde el primer momento en que la ve, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote, donde aparece como mediación el discurso luctuoso y suplicante de ella, que conmueve el corazón de Fernando (capítulo XXXVI) y, aun así, todavía vacila, dado que después hace ademán de atacar a Cardenio cuando éste abraza a Lucinda, y, atendiendo a sus propias palabras dirigidas a esta última, parece tratarse más de un asunto de «verdades» que de sentimientos:

 

       Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas (XXXVI).

 

Síntoma de su nuevo sentimiento es que Fernando sostiene a Dorotea y no a Lucinda, y se dispone también a ser él mismo quien lleve a aquélla a su aposento.

       Otra innovación consiste en que este encuentro entre las parejas de personajes no está Cardenio, es decir, los encuentros se van produciendo gradualmente. Ello tiene como fin la administración y explotación tanto de la intriga como de su resolución. Y el encuentro que ahora se produce se había venido demorando desde antes, con idéntica finalidad.

       Por otra parte, es innovación el hecho de que Lucinda se erija en personaje director de la escena. Ello también estaba en cierto modo presente en el Quijote, pero aquí se intensifica notablemente, ya que es ella misma quien ordena y dispone. Por lo demás, es remarcable cómo el carácter de Lucinda es, desde hace tiempo, totalmente diferente con respecto del que mantiene en la novela cervantina: si en ésta se trata ante todo de un personaje pasivo, en nuestro drama es fundamentalmente activo.

       En la Escena XI se producen interesantes innovaciones. La primera y fundamental reside en que, si bien en el original cervantino nunca llegan a quedarse solos Fernando y Lucinda tras el encuentro ―me refiero a hacerlo con una funcionalidad argumental específica y exceptuando sus momentos de intimidad una vez reconciliados―, en nuestro drama este hecho de quedarse a solas ante el espectador tiene un objetivo dramático claro, y es el de posibilitar que Lucinda lleve a efecto su deseo de venganza y que Fernando confiese abiertamente su amor por Dorotea, ya sugerido en la escena anterior. Por otro lado, en la creencia ―innovadora― de Lucinda de que Dorotea y Cardenio son esposos, se subsumen tres aspectos interesantes, que son el vaivén entre realidad y ficción, el equívoco que desencadena la acción dramática presente y la mezcla de lo cómico y lo grave.

       Dentro de una línea argumental diferente con respecto del Quijote, en la Escena XII Ventura de la Vega mantiene el deseo de venganza de Fernando. Por otro lado, es el momento culminante de la intriga, pues la escena ofrece un caótico entrecruzamiento de autoengaños en los personajes: Fernando cree que Dorotea es la princesa Micomicona; Lucinda, que acaba de salir de escena, cree que Dorotea es esposa de Cardenio, tal como ésta misma ha dicho para mantener la farsa de la princesa en apuros; y Dorotea cree que Lucinda es la esposa de Fernando, porque ésta así se lo ha dicho a su vez, con objeto de poner ya en efecto su venganza hacia Fernando y Cardenio dándose ya por esposa del primero.

       Las Escena XIII a XVI representan un contraste brusco de acción, pues saltamos de repente a la acción protagonizada por don Quijote, que ahora nos lleva al célebre episodio de la lucha del caballero contra unos cueros de vino. El efectismo asegurado en las acotaciones potencia lo cómico, lo ridículo:

 

       (Ábrese el fondo: aparece el cuarto de DON QUIJOTE: la cama a un lado. Varios cueros de vino con forma vaga de gigantes, como los veía D. QUIJOTE en su imaginación, heridos y arrojando vino. DON QUIJOTE en calzoncillos, un bonetillo colorado en la cabeza, revuelto en la sábana, con la almohada por rodela, los ojos cerrados, la espada en la mano, dando cuchilladas. Este cuadro estará iluminado con luz rojiza).

 

Y todo ello en contraste con la sublime tensión de las escenas anteriores: aunque unidas por un leve lazo argumental ―que no va más allá del compartir personajes―, son dos acciones diferentes que semejan, realmente, dos obras superpuestas, sobre todo merced al contraste que se produce entre lo trágico y lo cómico. Y es que en el drama romántico, como recuerda Ruiz Ramón:

 

       Se rompen las fronteras que separaban y delimitaban los géneros dramáticos, mezclando lo trágico con lo cómico en busca no tanto de reflejar «verosímilmente» la realidad, cuanto de expresar lo grotesco de ella, nuevo valor esencial descubierto, por medio del contraste entre los valores positivos y negativos de la existencia, y esto desde una óptica fundamentalmente idealista [11].

 

       El episodio de los cueros de vino al final del Acto Segundo suscita dos interpretaciones fundamentales. En primer lugar, supone un contrapunto cómico al vuelo trágico que iba adquiriendo la obra. En segundo lugar, la locura de don Quijote, que confunde al licenciado con la princesa, viene a incidir en un hilo semántico que el autor se esfuerza por construir, consistente en una serie de conflictos: engaño-verdad, realidad-ficción, sueño-vigilia, locura-cordura, y, como corolarios de ellos, los contrastes entre lo grave y lo ridículo, entre trágico y lo cómico.

 

 

2.3. Acto tercero

 

       Para llegar a la parte argumental del Quijote cervantino que en las Escenas I y II de este acto va a recrearse, Ventura de la Vega ha saltado del capítulo XXXV al XLIII y ha suprimido tanto la historia del cautivo y Zoraida como la del mozo de mulas ―don Luis― y doña Clara. El motivo es que al autor ya no le interesa incluir ninguna acción ni personaje más, y por eso ha avanzado en el argumento del original cervantino, saltando hasta reencontrar alguna de las dos acciones que le interesan, en este caso la acción de don Quijote y concretamente en el episodio de la burla Maritornes.

       El autor innova en cuanto que la burla va a ser efectuada solamente por Maritornes y no ya en ayuda de la hija del ventero, pues, recordemos, Ventura de la Vega ha eliminado este último personaje.

       Las Escenas III a VIII presentan una combinación de recreación e invención en relación con el Quijote cervantino. En primer lugar, los cuatro criados que venían en busca de don Luis son ahora dos y vienen en busca de Dorotea, quien también, al igual que ese joven personaje aquí ausente, se halla huida de su casa. El diálogo entre don Quijote y el criado, en que el primero atribuye su desgraciada postura a encantamiento y el segundo a locura, es invención de Ventura de la Vega. También es invención que don Quijote, una vez liberado, arremeta contra los criados creyendo que uno de ellos es el gigante enemigo de la princesa Micomina. E igualmente lo es el encuentro entre Sancho y los cuadrilleros en la Escena VIII, no obstante que permanezcan de fondo los motivos argumentales que vinculan en el Quijote a Sancho con los cuadrilleros: la albarda o jaez y la idea insinuada de que piensan prender a don Quijote.

       Llegamos a la Escena IX, donde cabe señalar que, mediante el encuentro directo entre Sancho y los cuadrilleros en la escena anterior y el encuentro ahora de los tres con el barbero 2º, Ventura de la Vega está practicando una simplificatio de la sustancia argumental de origen, un ejercicio de resumen necesario para ajustar la historia a las posibilidades cuantitativas de un drama, necesariamente menores que las de una novela como el Quijote. Por otra parte, se da una evidente recreación consistente en que es inventado el hecho de que el barbero 2º entre cantando, como también lo es la presencia e intervención de los cuadrilleros, que en el Quijote llegaban más tarde (capítulo XLV), cuando las disputas sobre la bacía-yelmo de Mambrino y la albarda-jaez estaban ya bastante avanzadas.

       En la Escena X se mantiene la práctica recreadora. La innovación radica ahora en la ausencia de Fernando y en el lance de la acometida de don Quijote a los criados de Dorotea, que aquí se recuerda a través de un diálogo entre Cardenio y don Quijote lógicamente inexistente en la novela de Cervantes. Ventura de la Vega mantiene las peripecias de la discusión entre el barbero 2º y don Quijote, aunque por motivos de extensión simplifica bastante: suprime los argumentos de don Quijote acerca de un posible encantamiento sobre el jaez-albarda y también la intervención de don Fernando. Mantiene el autor la intervención del barbero 1º y el cura a favor de don Quijote, pero ahora con la intención de que éste no se irrite y no de dar motivo de risa a los demás. Mantiene también la acometida de don Quijote al cuadrillero cuando éste replica enfadado por la absurda discusión.

       De la Escena XI nos interesa, sobre todo, que supone una retrogradación argumental con respecto del Quijote cervantino que conlleva una inversión en el orden de las peripecias, al tratarse ahora de la pendencia entre el ventero y unos pícaros y la petición de ayuda a don Quijote por parte de Maritornes. Al contrario, en la Escena XII se va a producir un avance argumental, ya que la negociación entre el licenciado y los cuadrilleros se avanza a este momento, mientras que en la novela de Cervantes tiene lugar durante la pendencia por el intento de éstos de prender a don Quijote (capítulo XLVI), lo que va a suponer aquí que quede un cabo suelto: ¿qué ocurre con los cuadrilleros tras dicha pendencia? En esta escena nos encontramos también ante una recreación, y es que el asunto de arreglar la vuelta a casa de Dorotea no era tal en el Quijote, sino que afectaba al joven don Luis. Lógicamente, la supresión de la historia protagonizada por éste y Clara, obliga al autor a redefinir el argumento en tal peripecia. Lo mismo ocurre en cuanto a personajes, pues ahora no va a ser el oidor quien se haga cargo del asunto, sino el cura.

       La Escena XIII muestra un ejercicio innovador exigido tanto por el hilo argumental tal como viene trazado en nuestro drama como por la estética romántica. En primer lugar, es Dorotea y no don Luis el personaje central de la discusión ―como acabamos de señalar―. En segundo lugar, la estética romántica infunde en la peripecia el tema del destino adverso:

 

CARDENIO.- Dorotea, adiós... ¡Ambos somos víctimas de un traidor!

 

DOROTEA.- ¡Ah! ¡Qué diferencia! ¡A vos os aguarda la compasión! ¡A mí la vergüenza!               

 

       La Escena XIV se abre con un diálogo entre los dos cuadrilleros que corresponde a lo que en el Quijote es una reflexión de uno de ellos relatada por el narrador. Obviamente, se trata de una innovación cuya ausencia desorientaría al espectador, ya que es necesaria para que éste tenga noticia tanto de lo que ocurre como de lo que va a ocurrir. En general, los lances que componen esta escena obedecen a un fiel mantenimiento de los correspondientes cervantinos, si bien los discursos se abrevian y Fernando, por exigencia de la propia recreación argumental que de su historia efectúa Ventura de la Vega, está ausente de la trifulca.

       Es en la Escena XV cuando vuelve aparecer Fernando: su presencia se reserva para este momento con el fin de explotar escalonadamente el rendimiento dramático de los distintos lances. Y los que constituyen esta escena ―el enfrentamiento entre Fernando y Cardenio, el equívoco que se produce al no saber uno y otro que su rival está hablando de una mujer distinta de la que creen y la cuestión de honor igualmente inexistente en el Quijote― resultan, además, invención del autor.

       En la Escena XVI podemos decir que comienza el desenlace de la intriga, cuando Cardenio llega a saber que Lucinda no es esposa de Fernando y éste y Lucinda conocen que Cardenio no es esposo de Dorotea. Nos hallamos ante un elemento habitual en el drama romántico: la anagnórisis. Recuerda Ruiz Ramón:

 

       Un elemento de origen clásico, que recibe un tratamiento efectista en varios de los más importantes dramas románticos, es la anagnórisis o reconocimiento. Debiendo funcionar en la estructura de la acción como intensificador del clima trágico, es utilizado melodramáticamente para producir sorpresa y horror, y suele tener más de truco o golpe teatral que de legítimo elemento dramático [12].

 

En nuestro drama, la anagnórisis no reviste los rasgos así enunciados. No intensifica el «clima trágico» ni produce «sorpresa y horror», sino que, al contrario, es el instrumento que va a permitir deshacer la creciente tensión dramática. Y, precisamente por este evidente valor funcional, sí que es un «legítimo elemento dramático».

       Es interesante el detalle aparentemente pequeño de que Fernando eche a Lucinda en brazos de Cardenio. Esto nunca sucedió en el Quijote y es una innovación que corrobora una diferencia palpable en el carácter de Fernando: aquí sí ama claramente a Dorotea.

       En la Escena XVII, con una intencionada mezcla de lo ridículo y lo grave, se nos cuentan los hechos que acaecen fuera de escena y que suponen una invención por parte de Ventura de la Vega: la acometida de don Quijote a Fernando y sus sirvientes, creyendo que son gigantes enemigos de la princesa Micomicona. La ocurrencia de este lance es necesaria para que pueda suceder lo que va a seguir, que es una nueva reunión entre las dos parejas de amantes, ya que el ataque de don Quijote impele a los demás a dirigirse al lugar donde ocurre. Así llegamos a la Escena XVIII, que supone, por consiguiente, una clara invención del autor, salvo en lo que se refiere al mantenimiento, en relación con el Quijote, de la peripecia esencial de las reconciliaciones y reemparejamientos legítimos entre Lucinda y Cardenio y entre Dorotea y Fernando.

       En la Escena XIX, por boca del licenciado, tenemos ya constancia de que, en nuestro drama, el destino deparaba en última instancia un final feliz para la historia de los cuatro amantes:

 

       Ya veis, señores, cómo el cielo tenía decretada vuestra felicidad por medios tan extraños: bendecidle, y nunca desconfiéis de la Providencia divina.

 

El cariz romántico que ha mostrado toda la obra hasta este momento ―especialmente en lo que se refiere a la acción de Fernando, Lucinda, Cardenio y Dorotea― se quiebra ahora con el mensaje moralizante con que se cierra dicha acción [13].

       En las dos escenas finales, se retoma el hilo argumental del Quijote para continuar la farsa del encantamiento del caballero con el fin de devolverlo a su aldea. Y cuando don Quijote es enjaulado y todo está dispuesto para tomar el camino de regreso, Ventura de la Vega sorprende con un final de obra a todas luces inesperado: un elogio metaliterario y patriótico de la figura y de la obra de Cervantes, cargado de toda suerte de efectismo y que comienza en las propias frases finales de don Quijote:

 

       Españoles, saludad al genio peregrino que ha de producir nuestro. ¡Éste es el que con la alta inspiración de los cielos escribirá la historia de mis grandes hechos, para eterno orgullo de la nación española y envidia de las extrañas!

 

 

3. Unidades dramáticas y disposición argumental

 

       Nos interesa dedicar un apartado independiente a la cuestión de las unidades clásicas de acción, lugar y tiempo, precisamente por su importancia para caracterizar a este drama como representante de una nueva estética: la romántica. Esas unidades no se respetan, para lo cual cabe indicar dos motivos principales. En primer lugar, porque Ventura de la Vega está adaptando una novela de gran extensión como es el Quijote, tomando además para su versión pasajes de aquélla que ya de por sí son muy extensos y que abarcan más de una veintena de capítulos. Contra esta razón bien pudiera argumentarse que el origen de nuestro drama en una fábula de grandes extensiones en nada ha de afectar a la cuestión del respeto o la infracción de la normativa de las unidades, ya que el buen hacer retórico-dramático de un autor con talento puede superar sobradamente ese y otros obstáculos más difíciles. Por ello es necesario dar cuenta del segundo motivo, que en sí mismo justifica al primero. Ese segundo motivo por el cual el Don Quijote de la Mancha de Ventura de la Vega no respeta las unidades dramáticas es precisamente su condición de drama romántico. Se trata, evidentemente, de una etapa primeriza del teatro de Ventura, pues no debemos olvidar que este autor será, durante la década de 1840, uno de los principales desmanteladores de la estética dramática romántica y uno de los iniciadores de la Alta Comedia típicamente burguesa [14]. Lo que ahora nos interesa es que entre las características innovadoras que la escena romántica incorpora en relación con la dieciochesca está la de la no sujeción a las unidades clasicistas de acción, lugar y tiempo, la cual suponía un verdadero entronque con el teatro del Siglo de Oro. Desde el punto de vista estético, la liberación de tales restricciones formaba parte del programa de libertad creativa que en las artes en general y en la dramática en particular pretendía imponer el movimiento romántico. Así lo expresa Ruiz Ramón al enumerar los rasgos generales del drama romántico:

 

       En buena medida, los elementos formales que lo caracterizan responden a la voluntad de romper con la estructura del drama neoclásico, oponiendo a la monocorde unidad de aquél, y a su disciplinada construcción la libertad como principio artístico [15].

 

       La unidad de acción queda destruida desde el momento en que nos encontramos con dos acciones que, si bien comparten personajes que las enlazan, se separan tajantemente. Sirviéndonos de la caracterización del concepto de acción dramática que lleva a cabo K. Spang [16], y que toma como base la esquematización de actantes, podríamos distinguir en nuestro drama dos núcleos de acción o dos acciones principales, estando la segunda de ellas dividida a su vez hasta en otras cuatro secundarias. Tales acciones son: 1) la centrada en don Quijote y, en concreto, en la farsa de la princesa Micomicona destinada a llevarle de vuelta a casa; 2) la protagonizada por los cuatro amantes Fernando, Lucinda, Dorotea y Cardenio. El esquema actancial de la primera acción sería el siguiente: el destinador es la preocupación por la salud de don Quijote por parte de sus familiares y amigos; el destinatario, el propio don Quijote y aquéllos mismos; el sujeto es doble y está desempeñado por el cura y el barbero; el objeto es el apresamiento de don Quijote y su traslado de vuelta a la aldea; los ayudantes son Dorotea, Sancho y la propia locura de don Quijote, que le predispone a dejarse prender mediante una farsa tomada de las propias ficciones caballerescas; los oponentes están más difusos, pero entre ellos pueden integrarse los cuadrilleros de la Santa Hermandad. El esquema actancial básico de la segunda acción, en sus cuatro sub-acciones componentes, es el siguiente: 1) destinador: amor; destinatario: Lucinda; sujeto: ella misma; objeto: el amor de Cardenio; ayudante: Cardenio; oponente: Fernando y sus criados; 2) destinador: amor; destinatario: Cardenio; sujeto: él mismo; objeto: el amor de Lucinda; ayudante: Lucinda; oponente: Fernando; 3) destinador: amor; destinatario: Dorotea; sujeto: ella misma; objeto: el amor de Fernando; ayudante: Fernando; oponente: el propio Fernando; 4) destinador: amor; destinatario: Fernando; sujeto: él mismo; objeto: amor de Lucinda; ayudantes: criados de Fernando y deseo de Lucinda de tomar venganza de Cardenio; oponente: la propia Lucinda y Cardenio.

       Si decíamos que las dos acciones principales se separan tajantemente, era por criterios de personajes y de actuación escenográfica. Esto es, la primera acción orbita alrededor del personaje de don Quijote, y la segunda alrededor de Lucinda, Cardenio, Dorotea y Fernando, sin interferencias entre los protagonistas de una y otra acción. Y, por otro lado, y en estrecha relación con lo anterior, tanto una acción como la otra se desarrollan de manera independiente en escena, sin interrelación o interactuación entre los lances y sucesos de una y otra.

       Tampoco se respeta la unidad de lugar, y para ello basta con que Ventura de la Vega sea fiel a los espacios originales en que transcurren las peripecias en el Quijote: la sierra y la venta de Maritornes. Los cambios en los espacios son mínimos y suelen estar justificados por necesidades o bien dramáticas o bien de atrezzo escenográfico. Así ocurre, por ejemplo, con la eliminación de espacios de enlace, como el camino desde la sierra hasta la venta, que está justificado por la propia eliminación de los episodios argumentales que en él tienen lugar y con un claro objetivo de reducir la acción dramática a sus aspectos esenciales. Otro ejemplo se halla cuando en la Escena VII del Acto Primero, el labrador acompañante de Dorotea, el cual, de mantenerse una total fidelidad al texto cervantino, había de morir despeñado por un precipicio, simplemente sale huyendo. El cambio, con la supresión del precipicio, cobra sentido como recurso maniqueísta de caracterización de los personajes, pues parece mucho menos heroico echar a correr que morir despeñado. Y un tercer ejemplo puede verse en la escena inmediatamente posterior: en el pasaje correspondiente del Quijote, el licenciado y el barbero aún no están en la sierra cuando se encuentran con Sancho. El cambio tiene como fin centralizar y esencializar los espacios, por necesidades escenográficas y con el fin también de intensificar la acción condensándola en lo posible en sus diferentes aspectos, en este caso espaciales.

       La unidad de tiempo sufre idéntico destino. El propio autor se preocupa de ir indicando el paso del tiempo ―que, desde luego, abarca más de las veinticuatro horas prescritas por la normativa clasicista―, cuando en sucesivas acotaciones nos dice: «Es de noche» ―así, por ejemplo, en la Escena I del Acto Tercero―. Bien es cierto que en la Escena VII del Acto Primero nos encontramos ante una reducción temporal de varios meses: si en el Quijote transcurre este tiempo desde que Dorotea se interna en la montaña y es atacada por su sirviente hasta que se produce el encuentro con el grupo de personajes integrado por el cura, el barbero y Cardenio, en nuestro drama el encuentro es inmediato a aquel lance. El fin de dicha reducción es, evidentemente, agilizar la acción dramática eliminando intervalos temporales que en la necesaria brevedad de un drama se convertirían en torpes espacios vacíos. Y sin embargo, Ventura de la Vega ha introducido un lapso de tiempo entre el término del relato de Cardenio y la aparición de Dorotea, hechos que en el Quijote eran inmediatos. También esta manipulación muestra una clara funcionalidad dramática, pues permite dar tiempo a Cardenio para que se presente «ya mudado de traje y cortada la barba», hecho necesario para su participación activa en el resto de la trama. Ni las reducciones ni las amplificaciones temporales implican cambio alguno en el tratamiento de la unidad de tiempo, que, como hemos dicho, no se tiene en cuenta.

       Si la supresión de las unidades de acción, lugar y tiempo vincula nuestro drama con el teatro lopesco del Siglo de Oro, la disposición argumental mantiene iguales deudas con éste. En su Arte nuevo, Lope aconsejaba:

 

En el acto primero ponga el caso,

en el segundo enlaze los sucessos

de suerte q[ue], hasta el medio del tercero,

apenas juzgue nadie en lo que para [17]. 

 

Y en nuestro Don Quijote de la Mancha vamos a encontrar que la acción dramática se reparte en tres actos que, en líneas generales, vienen a corresponderse con una división del argumento entre un planteamiento, un nudo y un desenlace, respectivamente. El Acto Primero se dedica a la presentación de la trama que une a los personajes del licenciado, el barbero, don Quijote y Sancho ―la argucia del licenciado para llevar a don Quijote de vuelta a su aldea―, así como a la introducción de los personajes y las historias de Cardenio y Dorotea. El Acto Segundo nos sitúa desde su inicio en el lugar donde va a desarrollarse el nudo de la acción dramática ―la venta―, aunque comienza con la presentación de la historia que une a los personajes de Lucinda y Fernando. Realizados los planteamientos dramáticos, todo el resto del Acto Segundo lo ocupan los enredos propios del nudo argumental de la obra, hasta que, ya avanzado el Acto Tercero, en su Escena XVI comienza el desenlace, cuando Cardenio averigua que Lucinda no está casada con Fernando y éste y Lucinda a su vez tienen conocimiento de que Cardenio nunca contrajo matrimonio con Dorotea.

 

 

4. Personajes

 

       Lo primero que debe destacarse en un somero estudio de los personajes de nuestra obra es que existe un cierto maniqueísmo en la adaptación de los caracteres de los personajes cervantinos, tendente a dividirlos en dos grupos: por un lado, hombres y mujeres dotados de todas las virtudes y desgracias del héroe romántico ―pasiones positivas y negativas, bondad extremada y deseos de cruel venganza...―, rasgos de carácter éstos que los hacen destacar, para bien o para mal, sobre el fondo gris y acartonado de su mundo cotidiano. Se trata de don Quijote, Lucinda, Fernando, Dorotea y Cardenio. Por otro lado, personajes que en nada destacan, que se muestran cobardes, vulgares, desapasionados o guiados por una sola pasión y sin conflicto interior alguno, y que son el ventero, el labrador que intenta robar a Dorotea o el barbero 2º. Otros personajes parecen escapar a dicho maniqueísmo y muestran rasgos muy singulares, evidentemente porque así lo exige su funcionalidad dramática. Tal es el caso del licenciado, hombre mesurado y racional, llamado a ser el personaje que ponga orden en momentos en que la trama lo exija y el que lleve a cabo con sensatez la argucia para rescatar a Don Quijote. Y es el caso también de Sancho, que reformula dramáticamente su carácter en el del gracioso ―clarísima deuda con la comedia áurea― que suele oficiar como criado de alguno de los protagonistas. Sirven a esa readaptación su condición de escudero de don Quijote, su ingenuidad ―pues se traga de cabo a rabo la farsa de los príncipes Micomicones, como demuestra a la altura nada menos que de la Escena XX del Acto Tercero―, su simpleza ―demostrada, por ejemplo, en creer princesa a Lucinda sólo por su belleza (Acto Segundo, Escena VII)― o el apego a sus propios intereses materiales en momentos de solemne elevación dramática:

 

       ¿Qué es esto? ¡Pecador de mí! ¡La princesa ya no es princesa y se llama Dorotea! ¡Ay, amo mío!... ¡Ay, gobierno de mis entrañas!

 

       Por otro lado, determinados intermedios de comicidad protagonizados por Sancho sirven para establecer un marcado contraste o claroscuro en relación con la tensa situación dramática que le rodea. Así ocurre, por ejemplo, en la Escena VII del Acto Segundo:

 

LUCINDA.- ¡Olvidarme tan pronto! (Aparte.)

 

SANCHO.- Yo hablaré a mi amo; y con tal que me deis luego alguna Ínsula o Condado, o...

 

LUCINDA.- ¡Villano! Dejadme os digo.

 

SANCHO.- ¡Si será la mujer del gigante! (Aparte y vase.)  

 

       En la cuestión de los personajes no debemos olvidar la reducción que Ventura de la Vega efectúa en el número de los mismos dentro de algunos grupos. Dicha reducción probablemente se deba a problemas de espacio escénico, y en ese caso tendría como fin evitar que en momentos concretos de la acción se junte en escena un número excesivo de actores. Así ocurre, por ejemplo, con la reducción de los cinco sirvientes de Fernando y Lucinda a cuatro, de los tres cuadrilleros a dos, y con la  eliminación de los personajes de la ventera y su hija para mantener solamente al ventero y Maritornes.  

       Aunque la obra lleve el significativo título de Don Quijote de la Mancha, de la primera lectura de la misma extraemos la evidencia de que don Quijote no es el personaje central, por más que sea el protagonista indiscutible de una de las dos acciones de que consta la trama. La atención de Ventura de la Vega se ha desviado hacia las truculencias pasionales de las novelitas cortesanas entrelazadas de Lucinda y Cardenio y de Dorotea y Fernando. Ello explica que los protagonistas verdaderos de nuestro drama y aquellos personajes que son objeto de un análisis psicológico más minucioso sean, precisamente, Fernando y Lucinda. Don Quijote ―a diferencia, como veremos, de la pareja mencionada― mantiene los rasgos de carácter fundamentales que ostenta en la novela de Cervantes. Nada ha cambiado en él, bien sea porque el modelo cervantino de la figura universal de don Quijote convierta en “sacrilegio” estético cualquier tentativa reelaboradora, o bien sea porque así venga determinado precisamente por no tratarse del personaje que más interés despierte en Ventura de la Vega. El personaje de don Quijote presenta las mismas ambigüedades interpretativas que el de la novela de Cervantes en cuanto a la cuestión de si su locura es verdadera o no. Pero, loco real o fingido, don Quijote es en nuestro drama, como en la novela, un caballero andante fiel a los códigos de su profesión, como demuestra, por ejemplo, cuando acepta sin condiciones la misión que le encomienda la princesa Micomicona (Acto Primero, Escena X), cuando no consiente en involucrarse en otra misión sin el permiso de ella (Acto Tercero, Escena XI), o cuando acude a socorrer a los menesterosos y a liberar a los que están presos:

 

       Venid acá, gente soez y mal nacida. ¿Saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, socorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? (Acto Tercero, Escena XIV).

 

       Y es que, aun operándose nulo cambio en el carácter de don Quijote en relación con el tan sabiamente delineado por Cervantes, el personaje, caballero andante en una tierra donde no hay castillos sino ventas, donde no existen Dulcineas sino labradoras varoniles y donde no ocurren usurpaciones de tronos por gigantes sino engañabobos de aldea, posee un rasgo inevitablemente atractivo para un romántico, y es su condición de luchador incansable en pos del ideal. En esta misma dirección apuntan las anotaciones de Ruiz Ramón al enumerar los rasgos del héroe romántico:

 

como el viento hincha la vela del barco y lo empuja, así el ideal sopla sobre el alma del héroe y lo impulsa hacia delante, ebrio de infinito y de belleza [18].

 

       Por otra parte, en nuestra obra, don Quijote, como en la novela de Cervantes, sigue recurriendo a las trampas de los encantadores para justificar los desencuentros de su ficción caballeresca con el mundo ―así sucede, por ejemplo, en la Escena II del Acto Tercero, cuando el caballero se ve atado y colgado del brazo por obra y gracia de Maritornes―. La interpretación filosófica que M. Foucault hace de don Quijote como figura límite en la visión clásica del mundo regida por la similitud es, por tanto, pertinente también en el drama de Ventura de la Vega y sirve así para caracterizar al personaje desde otra perspectiva:

 

     Todo su camino es una búsqueda de similitudes: las más mínimas analogías son solicitadas como signos adormecidos que deben ser despertados para que empiecen a hablar de nuevo. Los rebaños, los sirvientes, las posadas se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida imperceptible en que se asemejan a los castillos, a las damas, a los ejércitos. Semejanza siempre frustrada que transforma la prueba buscada en burla y deja indefinidamente vacía la palabra de los libros. Pero la no similitud misma tiene un modelo que imita servilmente: lo encuentra en las metamorfosis de los magos. En tal medida que todos los indicios de la no semejanza, todos los signos que muestran que los textos escritos no dicen la verdad, se asemejan a este juego de encantamiento que introduce astutamente la diferencia en lo indudable de la similitud [19].

 

       Ese desajuste que acabamos de ver entre la fantasía caballeresca de don Quijote y el mundo real que la desmiente, nos conduce a otro aspecto relacionado con él, y es que, puesto que nosotros, espectadores o lectores, somos mundo real, la fidelidad al texto cervantino que Ventura de la Vega demuestra en la caracterización del personaje también provoca la visión que desde fuera podemos tener de él como figura de una ridiculez bastante tétrica. En este sentido, el momento culminante bien puede hallarse en la Escena XVI del Acto Segundo, cuando se abre el fondo y se descubre al caballero en paños menores, almohada en mano a modo de escudo y acuchillando cueros de vino a los que llama «gigantes».

       Los personajes más elaborados psicológicamente de toda la obra son, como adelantábamos, los de Fernando y Lucinda. Básicamente, puede decirse que dichos personajes se ajustan a los márgenes de caracterización que enumera Ruiz Ramón al referirse al héroe y heroína románticos:

 

       Si de los elementos formales pasamos al estudio de los personajes, destaca inmediatamente la personalidad del protagonista tanto masculino como femenino: el héroe y heroína románticos. Rasgos definitorios del primero son el misterio y la pasión fatal; de la segunda: la dulzura e inocencia y la intensidad de la pasión [20].

 

La Escena III es un ámbito importante en este sentido. Desde el punto de vista del proceso adaptador, representa en su totalidad una innovación por parte de Ventura de la Vega. El autor mantiene, bien es cierto, el carácter [21] que Don Fernando muestra en el Quijote en cuanto a su obcecación en forzar a Lucinda a amarle, como cuando ésta pretende en un momento concreto acudir a comprobar quién ha hablado desde un aposento contiguo y cuya voz evidencia haber reconocido como la de su amado Cardenio, impidiéndoselo entonces Don Fernando:

 

       Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y no viendo quién las daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso (XXXVI).  

      

       Sin embargo, Ventura de la Vega no se queda ahí, y en esta Escena III indaga en el carácter de Don Fernando creado por Cervantes, investiga los móviles de su conducta y los expone abiertamente, con el fin de explotarlos como fuente de dramatismo. El resultado es un carácter plenamente del gusto romántico, el carácter de un personaje movido por arrebatos de pasión, bien sea ésta la pasión amorosa o el amor propio, el orgullo o el deseo de venganza; un personaje desgarrado espiritualmente por un conflicto interior en el que se enfrentan el amor y las obligaciones de la amistad y del honor ―ya que él, un noble, ha cometido la bellaquería de raptar a la hija de otro noble y de pretender forzarla a casarse con él sin amarle―, lucha en que se ha impuesto el primero, pues, inevitablemente, cuando el amor domina al individuo éste es capaz de romper todas las barreras sociales. En este sentido, el enfrentamiento entre pasión amorosa y religión como obstáculo de aquélla es también muy romántico ―aunque nada nuevo―. Como también es romántico el hecho de que el camino del personaje esté decidido de antemano: la rebeldía ―en este caso, a través del rapto de Lucinda―: «Me decidí a robaros y a haceros por fuerza mía». La amistad, incluso, queda apenas reducida a un «helado sentimiento» cuando es el amor su oponente. El conflicto que opera en Don Fernando entre el amor y la amistad queda patente léxicamente en palabras como combatirlo, luché, destrozaban, guerra, remordimientos, y, sobre todo, en la última de ellas, que pronuncia dos veces. Por otro lado, el héroe romántico arrastrado por pasiones desbordadas es el antónimo perfecto del ser racional:

 

[…] el amor, la venganza, se enseñoreaban de todo mi ser: no tenía en mi auxilio sino un resto de razón sofocado, que sólo servía para alumbrarme el precipicio donde me iba a sepultar, sin bastar a detenerme en su orilla. ¡Ah, Lucinda! Si tú eras mi víctima, yo era víctima también de mi ciega pasión.

 

El héroe romántico se sabe arrastrado hacia la destrucción, y ni puede ni desea oponerse a su destino:

 

       Lo juro: daría toda mi sangre por no haberte conocido; pero ya no me es dado volver atrás.

 

En fin, tenemos en Ventura de la Vega no ya el personaje de la novelita cervantina, esto es, un carácter dominado por una pasión amorosa simple y que pretende por ello forzar al matrimonio a una mujer que no le ama, sino un carácter desgarrado en una trágica encrucijada de pasiones que le atormentan y que le conducen al abismo ante sus propios ojos, ante el testigo que es su propia conciencia, y que clama a su amada por el matrimonio como única forma de salvación posible:

 

       De ti depende apresurar el instante de abrazarlos, apresurando el de mi dicha. ¡Lucinda! Duélete de un alma devorada de remordimientos y de amor: consiente en ser mi esposa.

 

Cabe añadir, tras la lectura de esas líneas, que Ventura de la Vega sabe hallar un pliegue más en la complejidad del carácter de Fernando, reservado a un sutil intento de chantaje.

       Si el carácter de Fernando viene expresado por sus propias palabras, lo mismo va a ocurrir en el caso de Lucinda, con la salvedad de que también se indican algunas notas del mismo en las palabras de su captor. A través de las palabras iniciales del primer parlamento de Fernando, se nos da a entender el trance desgraciado por el que atraviesa Lucinda: «Vuestros suspiros, vuestro llanto [...]»; su rechazo de Fernando: «Harto tiempo los he oído ya en desprecio mío»; y también la firmeza de Lucinda en su amor por Cardenio y en su paralelo desdén hacia Fernando, que vienen dados precisamente porque el amor verdadero es una fuerza implacable e indomable:

 

       Yo creí que un apellido ilustre, una cuantiosa renta y mi corazón enamorado bastarían a rendir el vuestro y borrar de vuestra memoria el nombre y los amores de un amante oscuro... de ese Cardenio...

 

Y es que rasgo romántico del carácter de Lucinda es el hecho de que el amor sea más poderoso que las riquezas; el amor domina al individuo y, cuando lo hace, es capaz de quebrar todos los obstáculos sociales ―como en el caso de Fernando, que viola los códigos de la amistad y del honor― y de todo tipo: el amor que Lucinda siente por Cardenio pasa por encima del intento de fuerza por parte de Fernando y por encima también de la tentación material de las riquezas y del «apellido ilustre» que Fernando le ofrece.

       Lucinda enamorada es un alma arrebatada en brazos de lo ideal, que, como es costumbre en la visión romántica, se encuentra eternamente amenazado por un entorno mezquino e insatisfactorio. Aquí, ese entorno lo representa Fernando, cuando anuncia:

 

       Os engañáis; no os conocéis a vos misma: ¿pensáis que ese amor que sentís por Cardenio será eterno? No lo creáis: a pesar vuestro, el tiempo y la ausencia lo borrarán, y la costumbre de verme a vuestro lado, sin saber cómo, os hará que me améis.

 

Es Fernando quien, desde la propia óptica romántica, se engaña: sólo una pasión como el amor verdadero otorga al hombre lo más semejante a un perfecto autoconocimiento, a una iluminación de la conciencia, sólo dicha pasión promete una forma de eternidad en el mundo terreno y sólo ella merece para el individuo la dicha de entregarse sin condiciones a una lucha cruel contra todos los impedimentos, en este caso el tiempo, la ausencia y la costumbre.

       A los móviles de la conducta de Lucinda hay que añadir el amor paterno. Y es esto precisamente lo que nos permite establecer una diferencia decisiva entre los caracteres de Fernando y de Lucinda, más allá de la que suponen los roles respectivos de verdugo y víctima. Esa diferencia estriba en que Fernando es un personaje definido por el conflicto que implica el encuentro fatal entre pasiones desatadas que luchan por imponerse sin que ni el personaje mismo sepa cuál de ellas es la verdadera razón de su conducta, y que amenazan con arrastrarle trágicamente hacia su propia destrucción. Lucinda, en cambio, es un personaje que, si bien no menos apasionado que Fernando, se mueve por una sola y diáfana pasión: el amor, tanto por Cardenio como por sus padres, esto es, el amor en sus dos vertientes pasional y familiar. En Lucinda opera también un conflicto, pero diferente, ya que no se trata de un conflicto interno ―como en el caso del personaje corroído por el remordimiento que es Fernando―, sino externo, esto es, su amor contra la fuerza de Fernando [22]. Ya en la Escena IV Lucinda se declarará perseguida por un destino adverso: «Mi destino lo ordena: suframos». Y sin embargo, a Lucinda y Fernando les une otro rasgo de carácter: su rebeldía contra todos los obstáculos que el destino interpone en el camino hacia la satisfacción de sus pasiones.

       También es central en la caracterización de Lucinda la Escena VIII. El soliloquio de Lucinda gira en torno a tres temas básicos: 1) los hombres son falsos y mentirosos; 2) la determinación de irse a un convento; 3) el deseo de vengarse de Cardenio. La creencia en que los hombres son falsos y mentirosos constituye una innovación que Ventura de la Vega introduce en el carácter de Lucinda y que viene justificada por el deseo de venganza por parte de Lucinda ―y a la vez contribuye a él―. Como coadyuvante de tal deseo, esta creencia supondrá, por tanto, un motor básico del dramatismo de la obra en lo sucesivo. Por otro lado, el autor reelabora la decisión de la Lucinda cervantina de ingresar en un convento, pues la mantiene todavía en este momento en que ha sido raptada de él por Fernando, mientras que en el Quijote dicha decisión aparece diluida bajo el ánimo resignado ante la desgracia que muestra el personaje. Mantener dicha resolución posee el fin caracterizador de perfilar el personaje de Lucinda como contradictorio e indeciso en el momento dramáticamente más tenso para ella, pues a la decisión de convertirse en monja se yuxtapone la de casarse con Fernando. Es la contradicción entre resignación y venganza, entre pasividad y actividad. Es obvio, por lo demás, el regusto romántico que queda tanto en la perfilación de un carácter roto entre impulsos diametralmente opuestos como en la búsqueda de la definición culminante del personaje precisamente en el punto de mayor tensión.

       La Escena XI del Acto Segundo es también un importante foco caracterizador de los personajes de Fernando y Lucinda. Fernando, en rasgo innovador de nuestro drama en relación con el Quijote, ha caído preso de amor ―o ha recobrado éste― por Dorotea nada más verla, sin sospechosas mediaciones y medias tintas como en la novela cervantina y tal y como él mismo expresa:

 

       ¡Cielos! ¡Qué impresión ha hecho en mi alma!... ¡Yo la amaba, sí, la amaba!... Lucinda me hizo olvidarla... y ahora siento... [...] ¡La amo!        

 

En la Escena XV del tercer acto, en plena discusión con Cardenio, tendremos otra prueba palpable en las propias palabras de Fernando:

 

       No hablemos de eso. Vos me habéis robado el corazón de una mujer a quien amaba, y que debía hacer la felicidad de mi vida...

 

Y es que parece que, si bien la belleza de Lucinda se interpuso en sus sentimientos, Fernando ama realmente a Dorotea, lo que en el Quijote no demuestra de manera convincente ni con sus palabras ni con sus hechos. Es asimismo innovador en el carácter de Fernando el hecho de que también él se sienta traicionado y engañado, pero por Dorotea:

 

LUCINDA.- Dorotea es la esposa de Cardenio.

 

DON FERNANDO.- ¡Dios eterno! ¡Qué escucho!

 

LUCINDA.- Ella misma me lo ha dicho.

 

DON FERNANDO.- ¡Traidora! ¡Falsa!

      

       Otra innovación, ya referida, afecta al carácter de Lucinda y es su deseo de venganza, producto de un engaño causado a su vez por la situación dramática. Ese deseo de venganza, que antes presentaba una sola dirección ―contra Cardenio―, ahora presenta dos ―también contra Fernando―, y pretende llevarlo a cabo, en el primer caso, casándose con Fernando, y en el segundo, revelando a éste que Dorotea es la esposa de Cardenio. En el carácter de Lucinda se da también, en esta escena, un sesgo irreverente, pues invoca la justicia divina y da gracias al cielo, pero ambas cosas en nombre de una conducta cristianamente reprobable como es la venganza: «¡Gracias al cielo!», «¡Dios justo!», «Vos me robasteis mi felicidad: ¡el cielo os roba la vuestra!».

       Por otro lado, hay en Fernando un eco zorrillesco y, en último término, genuinamente romántico, ya que el amor, tema esencial en esta época, es visto como fuerza capaz de poner al hombre en contacto con el infinito [23]. Así, cabría interpretar la virtud a que se refiere el propio Fernando no sólo como rectitud ético-moral, sino también como dicha existencial.

       En la escena siguiente del mismo acto vamos a ver a un Fernando movido también ahora por el deseo de venganza, rasgo de carácter que en este personaje no es innovador en relación con el Quijote:

 

       Pareciole a Dorotea que don Fernando había perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la espada (XXXVI).

 

La diferencia está, en primer lugar, en que en nuestro drama Fernando actúa irónicamente en defensa de su honor, y, en segundo lugar, en que su ira se proyecta sobre Dorotea y no sobre Cardenio.

       Los personajes de Dorotea y Cardenio, esenciales en la acción que comparten con Fernando y Lucinda, no poseen el relieve psicológico de éstos, y aparecen más bien como piezas que han de encajar en la acción según los designios argumentales que los vaivenes de carácter en los otros determinan. Cardenio es dibujado, al igual que en el Quijote, como un fiel amante de Lucinda, capaz de enloquecer por su abandono (Acto Primero, Escena I) o de desear incluso la muerte cuando se sabe definitivamente alejado de ella:

 

DON FERNANDO.- Sí: os ha engañado. ¡Cardenio! Antes que el filo de mi espada acabe con vuestra vida y con mis celos, quiero amargar vuestros últimos instantes. Sabed que esa traidora me pertenecía, antes que os conociese, por los lazos del amor...

 

CARDENIO.- ¡Horrenda maldad!

 

DON FERNANDO.- Sabed, en fin, que ya era mía.

 

CARDENIO.- ¡Matadme, señor! (Cayendo a sus pies) ¡Por compasión, matadme!

 

DON FERNANDO.- Salgamos.

 

CARDENIO.- ¡No; matadme!... ¡Una ilusión de amor sólo me quedaba!... ¡Revelación infernal! ¡Tú me la robas!

      

       Dorotea es, como Lucinda, Fernando y Cardenio, un personaje movido fundamentalmente por el amor, en su caso hacia Fernando. Pero presenta en la obra una clara nota diferencial con respecto del personaje cervantino: su absoluta determinación por encontrar a Fernando y moverlo a ser su esposo, para convertirse a religión en el caso de no conseguirlo. En efecto, en el Quijote encontramos una Dorotea absolutamente resignada a vagar en su tristeza por las asperezas de Sierra Morena cuando ha tenido noticia de que Fernando se ha casado con Lucinda. Se mantiene en dicho personaje su intervención activa en la trama de la princesa Micomicona ideada por el licenciado para devolver a don Quijote a su aldea, lo que resulta lógico, teniendo en cuenta que es ésa una de las líneas argumentales que Ventura de la Vega adapta para su obra.

       En general, las conductas dubitativas de los personajes protagonistas de las novelitas cortesanas que se toman del Quijote se hayan sustituidas por caracteres resueltos, insumisos, que nunca se rinden en la persecución de sus propósitos y que luchan sin desfallecimiento contra todos los obstáculos de su fortuna. Y un ejemplo es Dorotea. Si en el Quijote se marchó a la montaña solamente con el ánimo de desaparecer para el mundo tras no haber podido encontrar a su amado Fernando en la ciudad, en nuestro drama el campo no es más que un nuevo espacio donde Dorotea va a proseguir su incansable búsqueda, llevando ya consigo incluso la decisión de su futuro en caso de que su intento fracase: ingresar en un convento.       

     

 

5. Discurso

 

       Las consideraciones acerca del discurso literario en la obra han de llevarnos, como en el caso del argumento y los personajes, al análisis de la adaptación que en tal sentido efectúa Ventura de la Vega en relación con el Quijote de Cervantes. La adaptación se realiza por dos medios: la adopción literal y la invención, entre los cuales caben grados intermedios.

       Allí donde es posible, Ventura de la Vega trasvasa a la obra los discursos de los personajes en su más pura literalidad. Revela así nuestro autor una fidelidad absoluta en la adaptación que realiza del material discursivo original, evidenciando un deseo de no reelaborar lo que ya de por sí viene con el sabio acabado de la pluma de Cervantes. Pero la adopción literal se halla lógicamente marcada por la reducción, ya que los límites que impone el drama han de ser necesariamente más estrechos que los que permite una novela. Podemos fijarnos, como ejemplo singular ―y aunque cualquier escena de la obra ofrezca ejemplos significativos―, en la Escena II del Acto Tercero, en que tiene lugar la burla de Maritornes a don Quijote. El primer parlamento de éste, en el que invoca a Dulcinea, es una traslación literal del que realiza el caballero en el texto original (capítulo XLIII), pero en éste se trata de un discurso de mayor extensión, y Ventura de la Vega suprime las tres cuartas partes del mismo. Hasta ese punto, el discurso, palabra por palabra, es el mismo que en el Quijote cervantino. Por otro lado, también es frecuente que, respetando la literalidad del texto de Cervantes, nuestro autor ponga, no obstante, las palabras de unos personajes en boca de otros. Esto es lo que ocurre cuando en el original hablan personajes que Ventura de la Vega ha eliminado o cuya presencia ha estimado inoportuna en una situación determinada. Así, por ejemplo, en el diálogo entre el ventero y Maritornes que abre la Escena I del Acto Segundo, el autor pone en boca del ventero palabras que en el Quijote corresponden a uno de los mozos que sirven a Fernando y Lucinda (capítulo XXXVI), en un momento preciso en que éstos todavía no han llegado a la venta con su compañía.

       El extremo opuesto a los trasvases literales del discurso original lo constituyen los parlamentos inventados. Como es lógico, la invención discursiva está íntimamente relacionada con la invención argumental. Un claro ejemplo es el diálogo que se produce entre Dorotea y un labrador en la Escena VI. Al recrear escénicamente un episodio que en el texto de Cervantes no era más que una breve referencia en el relato de Dorotea, Ventura de la Vega se ve obligado a inventar los diálogos que se producen entre la joven y el labrador traicionero, creando así una situación argumental que no estaba en el Quijote cervantino. Entre los múltiples ejemplos que podrían aducirse, no podemos obviar el fragmento vocativo que constituye las palabras finales de don Quijote y de la obra misma, y que citábamos más arriba.      

       Por otro lado, donde las adopciones literales lo permiten, el lenguaje de la obra presenta una clara filiación al estilo sentimental típicamente romántico, fluyendo entre exclamaciones, invocaciones, imprecaciones y expresiones entrecortadas más que ordenadamente razonadoras. A través de tales recursos, a los que se suma la adecuada selección léxica, se intenta manifestar las convulsiones internas que se suceden en las almas de los personajes, pues, como es de esperar en una obra teatral, el discurso de los personajes es instrumento fundamental para caracterizarlos. Véase, a modo de ejemplo, el siguiente parlamento de Lucinda, tomado de la Escena VIII del Acto Segundo:

 

       ¡Fiad en las palabras de los hombres! (Se pasea agitada.) ¡Entregadles sin reserva vuestro corazón...! ¡Creed en sus lágrimas, en sus juramentos! Éste era un amor nacido en la infancia... Compañero de aquellos dulces recuerdos... De aquellos recuerdos eternos de la niñez! ¡Cuando todo es felicidad, todo es ilusiones...! ¡Era una pasión...! ¡Una pasión...! ¡Para mí! ¡Traidor! Y un mes... Un mes ha bastado... ¿Quién es esa mujer...? ¡Ah! ¡Me engañaba, nunca me amó! ¡Ninguno ama...! Nos engañan siempre: cuando pintan su amor, cuando lloran, cuando están en nuestros brazos, nos engañan. ¡Triste de mí! ¡Qué felicidad me queda ya en el mundo! Me esconderé en un claustro. ¡Y él en tanto en los brazos de su esposa...! Alguna vez recordará con tibieza su primer amor, y acaso con insolente compasión dirá: ¡Pobre Lucinda! No: don Fernando será mi esposo: yo lo amaré... ¡Sí, le amaré de veras, con toda mi alma...! Y Cardenio lo verá y envidiará su suerte.

               

 

6. Conclusiones

 

       Si Ventura de la Vega es conocido, ante todo, por su papel de pionero en la creación de la Alta Comedia decimonónica, en Don Quijote de la Mancha utiliza todavía casi todos los ingredientes típicos de un drama romántico, vertidos a través de dos cauces principales: el divorcio entre la excelsitud del ideal y la mediocridad del mundo circundante ―presente tanto en la acción protagonizada por don Quijote como en la centrada en las historias de Lucinda, Fernando, Dorotea y Cardenio― y el lenguaje de las pasiones. La obra se estrenó en 1831, y en esta fecha, en que aún no había tenido lugar la eclosión definitiva del movimiento romántico en España, nuestro drama fue también pionero de su estética.

       Ese romanticismo se demuestra pionero también en el final de la obra, donde se mezclan un final feliz y un final funesto. A lo largo de toda la obra se encuentran harto difuminadas las diferencias puristas entre lo trágico y lo cómico, y esa difuminación va a alcanzar el desenlace mismo de nuestro drama. El final de la acción que protagonizan Fernando, Dorotea, Cardenio y Lucinda, es feliz de un modo incuestionable. Y el final de la acción centrada propiamente en don Quijote es en apariencia convertido por Ventura de la Vega, de un modo un tanto forzado y debido a las exigencias de la propia obra como “drama homenaje”, en final feliz, al imponerse como colofón el encomio literario y patriótico de la figura y la obra de Cervantes, encomio que se reviste de un sobrecargado efectismo. Pero ese efectismo encomiástico no llega a ocultar la tragedia de don Quijote que en sí supone la castración de su mundo ideal bajo la coerción de un mundo real que ya no le permite seguir soñando.  

       La convivencia final entre prósperas felicidades y trágicas desdichas por medio de dos acciones paralelas supone, sin duda, un hallazgo muy original por parte de Ventura de la Vega. Pero nuestra obra adolece también de defectos que le restan calidad y que justifican su inserción habitual dentro de la obra menor de Ventura. Decíamos en el apartado dedicado a los personajes que en el conjunto de los mismos no descuella don Quijote como figura más profundamente caracterizada y por tanto de mayor relieve dramático, sino precisamente los que en la novela de Cervantes pertenecen a novelas secundarias intercaladas. Siendo esto así, no puede evitarse la sensación de que la acción protagonizada por don Quijote, que es la que da título a la obra, la que la motiva, inicia y a través de la cual se introduce con posterioridad la acción de los demás personajes, más parece a fin de cuentas un añadido secundario y hasta un lastre a los verdaderos intereses dramáticos que con nuestra obra Ventura pone en juego, y que tienen que ver con el análisis del conflicto psicológico que tiene lugar dentro de los personajes y de las tensiones que entre unos y otros se ocasionan cuando éstos se debaten entre los extremos de pasiones encontradas. En general, los defectos atribuibles a Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena proceden del hecho mismo de ser adaptación de otra obra. La repercusión inmediata de la reconversión dramática de una parte del Quijote es la producción de una obra dotada de escasa originalidad, tanto en la invención ―más allá de la intencionada mezcla de elementos trágicos y cómicos y de haber teñido los caracteres de un bien acabado romanticismo― como en la elocución.

       Por lo demás, la supresión de las unidades dramáticas y el carácter tragicómico del conjunto prueban el anclaje genérico de la obra en un teatro del pasado que no es el teatro dieciochesco, sino el de nuestro Barroco. Y es que, haciendo gala del más característico romanticismo teatral español, nuestra obra constituye una puesta en contribución del drama a los cánones de la comedia lopesca.

 

 

NOTAS:

 

[1] Debemos efectuar en este momento algunas precisiones tanto acerca del texto de la obra que hemos utilizado para nuestro análisis como de dónde puede aquélla leerse actualmente. Como texto de referencia para nuestro trabajo hemos utilizado una versión digital de la obra en formato HTML que se hallaba publicada en la página web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com). Dicha versión fue realizada mediante el escaneo de un ejemplar impreso de la obra, procedente de la única edición suelta que se conoce de la misma, a cargo de J. M. Ducazcal (1861). Hoy día, el mencionado texto virtual ―que adolecía de un sinfín de errores de forma― ya no se encuentra disponible, pues ha sido sustituido en la misma página web por la copia facsímil digital de un texto manuscrito (no hemos podido averiguar si original o apócrifo). Aparte de este texto facsímil, se conservan en fondos bibliográficos españoles de carácter público varios ejemplares de la obra: 1) el manuscrito referido se encuentra en la Biblioteca de Cataluña (Ms. 1285); 2) cuatro ejemplares impresos procedentes de la edición antes mencionada de 1861 a cargo de J. M. Ducazcal se guardan también en la Biblioteca de Cataluña bajo las siguientes signaturas: Tus-8-3467, Cerv. 11-V-14-1, F 83-8-4594, 83-12-C 33/16; 3) existe también un ejemplar impreso de la misma edición en la Biblioteca Nacional, bajo la signatura CervC/16/1; 4) en el Archivo-Biblioteca-Hemeroteca Municipal de Zaragoza se conserva un ejemplar impreso, de idéntica edición que todos los anteriores, con la signatura TR 9/29.                    

[2] Cfr. M. García Martín, Cervantes y la comedia española en el siglo XVII, Universidad de Salamanca, 1980, págs. 19-56.

[3] Citado por J. Montero Alonso, Ventura de la Vega. Su vida y su tiempo, Editora Nacional, Madrid, 1951, pág. 127.

[4] F. Ruiz Ramón, Historia del teatro español. Desde sus orígenes hasta 1900, Cátedra, Madrid, 81988, pág. 312.

[5] J. I. Luca de Tena, «Semblanza literaria y social de Ventura de la Vega», Boletín de la Real Academia Española, XLV, 1965, págs. 388-389.

[6] F. Ruiz Ramón, op. cit., págs. 316-317.

[7] E. Orozco, Manierismo y Barroco, Cátedra, Madrid, 41988, pág. 22.

[8] E. Orozco, loc. cit., pág. 26.

[9] Remitimos a la distinción clásica del formalismo ruso entre fábula e intriga (cfr. V. Erlich, El formalismo ruso, Seix-Barral, Barcelona, 1974, págs. 343-348).

[10] Pueden citarse, entre otros muchos, dos ejemplos de estudios teóricos que cuentan tales elementos entre las bases de su análisis del género dramático: J. L. García Barrientos, Cómo se comenta una obra de teatro, Síntesis, Madrid, 2003; K. Spang, Teoría del drama. Lectura y análisis de la obra teatral, Universidad de Navarra, 1991. Este último, y dejando al margen sus numerosísimos defectos de acentuación, puntuación e incluso sintácticos, es un estudio bastante completo que no desdeña adentrarse, en la medida de sus posibilidades como estudio general, en cuestiones centrales de la teoría de la literatura, tales como el problema de la mímesis o el de los modelos actanciales, aplicándolos al análisis del drama.

[11] F. Ruiz Ramón, op. cit., pág. 313.

[12] F. Ruiz Ramón, loc. cit., pág. 315.

[13] La ausencia de tales mensajes e, incluso, la contienda declarada contra los valores políticos y morales establecidos, iba a ser, precisamente, uno de los principales obstáculos en el desarrollo del teatro romántico. En 1834, a los estrenos en Madrid de La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, y de Macías, de Larra, siguió el de Don Álvaro, del Duque de Rivas, de modo que «la expansión del repertorio, que incluía estas obras románticas, con frecuencia escandalosas, trajo consigo un acalorado debate entre defensores y detractores del nuevo movimiento literario, y aquello que ciertos críticos veían alarmados como exceso de libertad (relajación moral y política) dio lugar finalmente al regreso, en 1836, de la censura teatral» (D. T. Gies, El teatro en la España del siglo XIX, Cambridge University Press, 1996, pág. 18).

[14] En esa época, la más productiva de su teatro, Ventura de la Vega «se convirtió en el centro de atención de los debates teatrales con su obra El hombre de mundo, que se estrenó en el Teatro del Príncipe el 2 de octubre de 1845. Es una comedia de doble filo, con un lado que expresa su rechazo del “ethos” romántico y otro que muestra un fragmento de “la vida misma” y por tanto se acerca un poco más al desarrollo pleno de la alta comedia» (D. T. Gies, loc. cit., págs. 234-235).

[15] F. Ruiz Ramón, op. cit., pág. 313.

[16] Cfr. K. Spang, op. cit., págs. 107-117.

[17] Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (ed. de Juana de José Prades), CSIC, Madrid, 1971, pág. 297.

[18] F. Ruiz Ramón, op. cit., pág. 314.

[19] M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, Madrid, 1997, pág. 54.

[20] F. Ruiz Ramón, loc. cit..

[21] Ahora y en adelante, manejaremos el concepto de carácter que Aristóteles introduce en su Poética, bien diferenciado del de pensamiento por su interdependencia con respecto de las acciones de los personajes: «Lo que muestra la línea de conducta es el carácter, qué cosas alguien hace ―por eso no hay carácter en las palabras en las que el hablante no toma de ninguna manera partido por algo o lo evita―, pero el pensamiento existe en las cosas que muestran que algo existe o no, o en general hacen patente algo» (Aristóteles y Horacio, Artes poéticas, ed. de Aníbal González, Visor, Madrid, 2003, pág. 67).

[22] Recuérdese el esquema actancial que ofrecíamos más arriba con Lucinda como sujeto.

[23] Es interesante la cuestión de las deudas que la práctica teatral de Ventura de la Vega pudo mantener con la de José Zorrilla. En un detallado trabajo, María-Paz Yáñez las ha estudiado en el aspecto concreto del tratamiento de la figura de don Juan, cuya parodia, según ella, habría iniciado el propio Zorrilla en el Tenorio, completándola Ventura de la Vega en El hombre de mundo (M. P. Yáñez, «Lo que va de ayer (1844) a hoy (1845): el donjuanismo de El hombre de mundo de Ventura de la Vega», en L. Díaz Larios y E. Miralles (eds.), Del Romanticismo al Realismo. Actas del I Coloquio, Universidad de Barcelona, 1998, págs. 155-165).