LIBERALISMO Y RELIGIÓN EN GALDÓS, Eamonn Rodgers, Universidad de Strathclyde, (Publicado en Analecta Malacitana, XIX, 1, 1996, págs. 121-130).

   

La libertad de conciencia y el pluralismo religioso eran, como es bienGaldos.jpg (18249 bytes) sabido, asuntos muy controvertidos en la España del siglo XIX, entre otras razones porque la identidad nacional se equiparaba mayoritariamente con la unidad religiosa, y, por lo tanto, cualquier disentimiento en materia de creencias podía interpretarse como un acto anti-patriótico. Pero a pesar de la retórica esgrimida por la iglesia católica, siempre propensa a representarse como injustamente perseguida por los gobiernos constitucionales, hay muy pocos datos que permitan suponer la existencia de un esfuerzo sistemático por parte de los gobiernos liberales por obstaculizar a la iglesia en su tarea de predicar su mensaje y organizar el culto. El escollo en que podían naufragar las relaciones iglesia-estado era la política de libertad de cultos seguida por los liberales (y entre ellos principalmente los arquitectos de la Constitución de 1869), cuya finalidad era asegurar que todas las confesiones tuvieran los mismos derechos, y que otras organizaciones de tipo confesional pudieran establecer escuelas independientes del control de iglesia. Pero no existía en la España postisabelina ningún equivalente ni de las purgas anticlericales y antirrealistas montadas por el gobierno de Jules Ferry en Francia en los años ochenta, ni de la política resueltamente laicizante seguida en el presente siglo por los primeros gobiernos de la Segunda República española. Por mucho que Galdós y otros escritores liberales criticaran cierto tipo de intransigencia religiosa, estaban muy lejos de aprobar lo que él calificó de «jacobinismo» por parte de Ferry [1]. Como he sugerido en otro lugar, la legislación que reglamentaba la tolerancia religiosa fue interpretada por los tribunales, conforme avanzaba el último tercio del siglo XIX, de una manera que tendía a proteger por igual a la iglesia católica de los ataques anticlericales, y la libertad religiosa de las confesiones no-católicas [2].  

   Todo esto, sin embargo, no era suficiente para persuadir a los defensores del catolicismo reaccionario a cooperar con el gobierno, ni aun en los períodos cuando éste tenía un carácter netamente conservador. La dificultad estribaba en que todos los gobiernos, con mayor o menor grado de convicción, procuraban crear un  sistema político en que el individuo pertenecería a la nación en calidad de ciudadano, con independencia de su confesión religiosa. A pesar de que los católicos iban a ser necesariamente los máximos beneficiarios de cualquier protección otorgada por el estado a las prácticas religiosas, esto no satisfacía a las autoridades eclesiásticas, para quienes la exigencia de la unidad religiosa correspondía a imperativos más altos, a los que la lealtad al estado tenía siempre que supeditarse. Esta suspicacia hacia las instituciones políticas se debe en parte a la una tradición madura de pluralismo religioso en España, pero proviene del hecho de que, durante la mayor parte del siglo XIX, la alternativa más importante al catolicismo rígido y autoritario había sido el anticlericalismo revolucionario. Para muchos católicos de los años sesenta y setenta, el recuerdo de la «degollina de frailes» en 1835 seguía viva.

    El resultado era que los que no preconizaban la unidad religiosa en su forma más estricta atraían sobre sí la sospecha de querer socavar los fundamentos tanto de la fe religiosa como del orden público. Hasta los que eran creyentes sinceros en su fuero interno fueron acusados de albergar las ideas más subversivas. Durante el invierno de 1858-1859, por ejemplo, Emilio Castelar pronunció una serie de conferencias en el Ateneo, en las que intentó analizar la idea de progreso y en relación con las creencias religiosas [3]. Tal propósito no suscitaría ninguna controversia hoy en día, ni siquiera en los medio más fervientemente católicos, pero fue atacado con denuedo por José Manuel Ortí y Lara, quien declaró que 

[...]los errores cometidos por el Sr. Castelar en materias de religión, se hallan sembrados en sus lecciones del Ateneo como torpes e inmundos insectos una pradera esmaltada de flores [4].

    Esta división de opiniones se hizo todavía más agria después del sexenio revolucionario de 1868-1874, sobre todo cuando el Gobierno Provisional se apresuró a introducir legislación que parecía constituir una provocación directa a la iglesia. Por un decreto del 18 de octubre de 1868, fueron suprimidas todas las casas religiosas fundadas desde julio de 1837, y se autorizaron facilidades para aquellos miembros de congregaciones religiosas que quisieran volver a la vida seglar [5]. Cuando posteriormente la Constitución de 1869 introdujo la libertad de cultos, la reacción de la prensa católica era violenta:

    La unidad religiosa, noble blasón de España, que servía de timbre a sus reyes y de orgullo al pueblo ibero, ha dejado de ser un derecho, respetado, y la tiranía revolucionaria lo ha hollado con su atrevida planta [6].

    Este tipo de polémica se mantenía vivo en los años ochenta, cuando Felix Sardá y Salvany, en su opúsculo El liberalismo es pecado, todavía podía afirmar que «ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida» [7] .

    Parece claro, sin embargo, que la legislación calificada por la iglesia de anticatólica no constituía ningún ataque contra la fe religiosa propiamente dicha. El decreto del 18 de octubre de 1868 fue, con toda probabilidad, inspirado por motivos no sólo ideológicos, sino económicos. El que se escogiera el año 1837 como fecha límite sugiere que el Gobierno Provisional quería volver a la situación que existía al final de la primera fase de la desamortización, llevada a cabo por el gobierno Mendizábal en dicho año. En todo caso, el artículo 9 del decreto del 18 establecía que no serían molestadas las órdenes religiosas que realizaban alguna obra caritativa o docente. Además, aunque el decreto fue emitido en nombre del Gobierno Provisional por el Ministro de Gracia y Justicia, Romero Ortiz, es más que probable que refleje la influencia residual de la Junta Superior Revolucionaria de Madrid, suprimida a instancias del gobierno al día siguiente. Se puede encontrar una expresión más fidedigna de la política religiosa del nuevo régimen en el primer manifiesto general emitido por el Gobierno Provisional una semana después (25 de octubre), redactado en un lenguaje más matizado. Aunque se reconoce que la libertad religiosa es probablemente la cuestión más importante suscitada por la revolución de septiembre, declara que

[...] no se vulnerará la fe hondamente arraigada porque autoricemos el libre y tranquilo ejercicio de otros cultos en presencia del católico; antes bien se fortificará en el combate, y rechazará con el estímulo las tenaces invasiones de la indiferencia religiosa que tanto postran y debilitan el sentimiento moral [8].

    Además, aunque la Constitución de 1869 garantiza el libre ejercicio de los cultos no católicos, el artículo parece dirigirse principalmente a los extranjeros residentes en España: su extensión a los ciudadanos españoles aparece casi como una ocurrencia tardía:

   Art. 21. La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. —El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. —Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo los dispuesto en el párrafo anterior [9].

    Aunque el debate sobre esta Constitución fue agrio y encarnizado, permite constatar que la élite política que había hecho la Revolución de septiembre no contaba prácticamente entre sus filas con nadie que ostentara ideas realmente antirreligiosas. El famoso discurso en que Emilio Castelar contestaba a Vicente Manterola [10], durante el debate sobre el art. 21, está lleno de imágenes religiosas. Es verdad que este discurso se cita mayormente como ejemplo del estilo retórico de Castelar, pero demuestra sin embargo una convicción genuina:

   Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes de desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y, sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos...!» [11].

    Es posible que este lenguaje correspondiera a las necesidades tácticas del momento, pero hay dos razones, de distinta índole, para suponer que Castelar hablaba con toda sinceridad. La primera es que, habiendo sido victoriosa la revolución, el emitir ideas heterodoxas ya no entrañaba el mismo riesgo que bajo el anterior régimen represivo, y por lo tanto Castelar no tenía ningún motivo para ocultar sus creencias ateas, suponiendo que las tuviera. Por otra parte, su experiencia de haber sido separado de su cátedra en 1865 a raíz de sus críticas contra la Reina Madre le habría convencido de que una unción religiosa fingida no le protegería contra las iras de la derecha, si  algún día ésta recobrase el poder.

    Para Castelar y para otros miembros de la élite política, la cuestión no era la existencia o no en la sociedad de las creencias y prácticas religiosas, sino el poder político de la iglesia. Otro párrafo del mismo discurso podría servir de resumen fidedigno del pensamiento liberal sobre este asunto:

[la] Iglesia católica con su ideal de autoridad, con su ideal de infalibilidad, con la ambición que tiene de extender estas ideas sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el organismo de los estados libres causa [...] de una grande y constante amenaza para todos los derechos [12].

    El que la clase política postrrevolucionaria no fuera hostil a la religión en sí no disminuía, ni con mucho, el abismo que la separaba de los apologistas de la unidad religiosa. La pretensión  de que el poder temporal estuviera siempre subordinado a una autoridad que se autodefinía como de origen divino era incompatible con las actitudes de las fuerzas vivas de la nación, o sea las clases profesionales y emprendedoras. Éstas, concibiendo la libertad en términos esencialmente individuales, se oponían resueltamente a cualquier sistema de control colectivo, fuesen estructuras absolutistas de gobierno, acciones organizadas por sindicatos obreros, limitaciones impuestas sobre el libre cambio, o restricciones de las libertades intelectuales. Por lo tanto, la clase política liberal concebía el poder arraigado de la iglesia como obstáculo no sólo al progreso intelectual v económico del país, sino a su prestigio internacional. El manifiesto del Gobierno Provisional de octubre de 1868) declara que e régimen anterior estaba «en abierta oposición con el espíritu del siglo». La revolución se había hecho para recobrar «la estimación del mundo civilizado». Sobre todo, la libertad religiosa es «una necesidad de nuestro estado político» [13]. En la inauguración de las Cortes Constituyentes (12 de febrero de 1869), el general Serrano pronunció un discurso en que celebró la entrada de España en «la gran república de las naciones europeas, de quien nuestra intolerancia religiosa nos había divorciado hasta el presente» [14].

    Al nivel de la vida pública, por lo tanto, el fanatismo se considera en pugna con el espíritu del siglo. Al nivel privado, se percibe no sólo como un elemento de discordia, sino como una salida de tono, una manifestación de mal gusto. Es por esta razón que se subraya tan a menudo el valor de las relaciones de amistad entre personas de muy opuestas ideas. Quizás el caso mejor documentado es el de la amistad entre Galdós y Pereda. En su prólogo a El sabor de la tierruca (1882), describe Galdós en tonos de admiración la urbanidad con que trataba Pereda a amigos y conocidos con quienes discrepaba radicalmente en materias religiosas y políticas.

    El resultado práctico de tal actitud, compartida por la mayor parte de las élites liberales, tanto políticas como intelectuales, fue la convicción de que la religión, depurada de sus aspectos arcaicos e inflexibles, y reconciliada con el espíritu moderno de tolerancia, no sólo podía sino que debía ejercer una influencia benéfica sobre la sociedad. En el fondo, tradicionalistas y liberales estaban unificados por una común hostilidad contra el materialismo. El manifiesto del Gobierno Provisional del 25 de octubre hablaba de «las tenaces invasiones de la indiferencia religiosa que tanto postran y debilitan el sentimiento moral». Del mismo modo Gadós, al reseñar en 1872 la traducción española de la Lógica de Hegel, le calificó de

libro oportunísimo, no sólo por su mérito intrínseco, sino porque los estragos que en entendimientos muy ilustrados hace la escuela positivista, exigen grandes esfuerzos para devolver a la metafísica el puesto que le corresponde entre los acontecimientos humanos [15].

    Esta defensa filosófica del anti-materialismo tenía un trasfondo político, el miedo, compartido por igual por liberales y católicos conservadores, de que el extremismo antirreligioso pudiera socavar las bases de la sociedad y llevar a la anarquía. Donde liberales e iglesia estaban más unidos era en su defensa de la propiedad privada. Los grupos más encarnizadamente anticlericales que emergieron de la revolución de 1868 fueron precisamente los más influidos por la Internacional, y, por lo tanto, más hostiles a la política de los liberales de sustituir el antiguo régimen por una monarquía constitucional. No es sorprendente, pues, que la proclama «España con honra», del 3 de octubre de 1868, incluyera al clero entre las fuerzas vivas a quienes apelaba:

   Contamos [...] con los amantes del orden, si quieren verlo establecido sobre las firmísimas bases de la moralidad y del derecho [...] con el apoyo de los ministros del altar, interesados antes que nadie en cegar en su origen las fuentes del vicio y del mal ejemplo [16].

    Las actitudes religiosas de las élites liberales, y la política religiosa de los gobiernos de la revolución, se pueden resumir de la forma siguiente:

     a) Reivindicación de la libre elección individual en asuntos de conciencia

    b) Defensa del pluralismo religioso y filosófico, con tal que esto no afectara a la estabilidad            social;

     c) Tentativa de reconciliar la fe tradicional con la idea de progreso;

    d) Eclecticismo en materia de dogma, subrayando mayormente los aspectos éticos más útiles            para la vida moderna;

    e) Respeto por la convicción interna y hostilidad a la ostentación exterior;

    f) Exigencia de que la profesión religiosa estuviera apoyada por una conducta                         intachablemente ética.

    A pesar de todo esto, los liberales se veían cogidos entre dos exigencias opuestas. Por un lado deseaban limitar el poder de la iglesia, pero por otro reconocían que cualquier disminución de la influencia moral de la iglesia podría desatar pasiones populares que el estado sería incapaz de controlar. Sagasta, futuro jefe del Partido Liberal Fusionista de la Restauración, y arquitecto del sufragio universal, fue quien en septiembre de 1869 emitió un decreto confiriendo amplios poderes a los gobernadores de provincias para reprimir las asociaciones obreras, que, según dijo, «inflaman las masas ignorantes con predicaciones subversivas» [17].

 

Galdós y la religión

    La fama de escéptico que tenía Galdós proviene de varias raíces distintas. Sus  artículos en La Nación en 1865 y 1866 habían hecho sentir a los neocatólicos el escozor de su mordaz sátira, como, por ejemplo, cuando se refirió a «la plaga nea que hoy invade, corroe, apolilla, destruye, pudre, descompone las sociedades donde inocula, como la culebra, su mortífero veneno» [18]. Esta crítica despiadada del fanatismo religioso se refleja también en las novelas polémicas de los años setenta, como Doña Perfecta, y vuelve a aparecer a principios de este siglo en varias obras dramáticas, notablemente en Electra.

    Al margen de sus obras literarias, sin embargo, Galdós reconoció explícitamente con frecuencia su incapacidad para aceptar las doctrinas de la iglesia: «[...] carezco de fe, carezco de ella en absoluto», afirmó en una carta a Pereda fechada en junio de 1877 [19]. Veinte años después, al contestar el discurso académico de Pereda, reiteró que «Pereda no duda; yo sí» [20]. En los años ochenta, cuando parece haber adquirido más serenidad que en sus épocas más batalladoras, todavía podía tirar algún que otro flechazo contra la superstición popular. Durante la epidemia de cólera de 1885, por ejemplo, afirma su propia fe en los métodos científicos desarrollados por Koch y Pasteur, los cuales compara con la actitud de los que rezaban a San Roque sin tomar las precauciones higiénicas más elementales:

   La superstición religiosa hace siempre un gran papel en todas las calamidades públicas. Imposible que esta singular manera de ver las cosas se corrija mientras la instrucción popular no sea muy distinta de lo que es actualmente (Ined., VI, Pág. 192).

    Sin embargo, como la mayor parte de sus contemporáneos liberales, Galdós se oponía ante todo a las maniobras políticas de los intereses clericales de derecha, retratadas bajo una luz muy desfavorable en Episodios Nacionales como Naeváez, donde gran parte de la trama gira alrededor de las intrigas de la camarilla palaciega de Isabel II. Consecuencia lógica de esta actitud es su oposición a las pretensiones exclusivistas de la iglesia oficial: de ahí su defensa en Gloria de la idea de una nueva religión que combinara lo mejor del cristianismo y el judaísmo. Es verdad que Daniel Morton muere loco después de una búsqueda infructuosa de la religión ideal del porvenir, pero no hay duda de que Galdós considera esta meta digna de ser perseguida:

   Había muerto después de dos años de locura, motivada por la extraña y sin igual manía de buscar una religión nueva, la religión única, la religión del porvenir... ¿Encontraría su ideal allá donde alguien le esperaba impaciente, quizá con hastío del Paraíso mientras él no llegase?... Es forzoso contestar categóricamente que «sí», o dar por no escrito el presente libro. Y en tanto, ¿no debemos aspirar a que sea verdad en lo posible lo que soñaron la enamorada de Ficóbriga y el loco de Londres? [21]

Ni aquí ni en otros escritos de Galdós encontramos nada que permita achacarle una mentalidad materialista, ni que sugiera la pretensión de excluir los aspectos positivos de la religión de influir sobre el tono moral de la sociedad. Al contrario, en su su correspondencia con Pereda, expresó su convicción de que el decaimiento de la fe religiosa tiene por consecuencia que «marchamos rápidamente al caos» [22]. En la misma carta en que declara que carece de fe, protesta contra la suposición de que ignore por completo, como había insinuado Pereda, los asuntos litúrgicos, y afirma que asiste de vez en cuando a los cultos de Semana Santa:

   

   En mi País se celebra la Semana Santa con bastante esplendor... Aquí también suelo ir a las lamentaciones cuando hay buena música, y (puede que V. no lo crea) llevo mi libro  y me pongo a leer los Salmos a riesgo de que me tengan por una lumbrera de la juventud católica [23].

Cuando dijo Galdós que carecía de fe, entendía por fe el asentimiento a las formulaciones dogmáticas, que era la definición corriente de fe en la oratoria religiosa decimonónica, tanto fuera como dentro de España. Es en este sentido que se emplea la palabra en La familia de León Roch, cuando dice María Egipciaca a León «ten fe» [24]. En otros contextos, sin embargo, fe, quiere decir el espíritu esencial del cristianismo, por la contradistinción a las manifestaciones exteriores y a las excrecencias históricas. Los ataques de Galdós contra la corrupción, la ostentación y la pérdida de la verdadera fe no tendrían sentido si no tomara en serio la religión, si no poseyera criterios y expectativas morales, y no se creyera en los valores espirituales. En 1865, la procesión de Jueves Santo, espectáculo aparatoso y cursi, fue disuelta por la lluvia, lo cual provocó el comentario siguiente:espectáculo aparatoso

   El Jueves Santo ha sido [...] incompleto; el agua del cielo lo ha desnaturalizado completamente, impidiendo el lujo y la ostentación, no dejando más que la fe, que es lo que menos contribuye al esplendor de este célebre día [...]. Aunque su traje no sea de lo más fashionable, ella espera ser bien recibida en los salones del Cristo [25].

    En el verano y otoño del mismo año estalló una epidemia de cólera en España, que fue calificada por la prensa neocatólica de castigo divino por el reconocimiento del reino de Italia. Galdós contestó con su sátira más mordaz, afirmando que «la plaga nea» era de por sí más que suficiente castigo, y subrayando el contraste entre el boato del culto externo y la piedad íntima y verdadera. Cuando abandona el tono irónico, su lenguaje sorprende por su carácter ortodoxo:

   La oración externa, hecha con todo el aparato de los espectáculos públicos [...] tal vez no traspase el límite de esas nubes de color plomizo que ocultan el cielo [...]. En estos días se hacen rogativas más fervientes y espontáneas. Oraciones hay pronunciadas o sentidas en lo más recóndito del hogar, donde una víctima infeliz sostiene la más terrible lucha con la muerte [...]. Éstas son las rogativas que llegan hasta Dios [26].

    En  este mismo párrafo se refiere a la «caridad, simbolizada en el piadoso sacerdote que lleva el consuelo del alma» y tributa un caluroso homenaje al clero parroquial que, arriesgando su propia salud, penetra en los hogares de personas infectadas.

    Este respeto por la verdadera religión va acompañado de cierto rigorismo moral. Las relaciones placenteras entre personas de ideas políticas opuestas que, Galdós comprobó en los años ochenta, representas un grato contraste con el faccionalismo de la época isabelina, pero, sin embargo, «este progreso ha desvirtuado un poco los caracteres, relajando la moral política» (Ined., I, pág. 124). En 1886, cuando el país entero estaba todavía bajo la impresión causada por el asesinato del obispo de Madrid-Alcalá, Narciso Martínez Izquierdo, por el sacerdote Cayetano Galeote. Galdós comenta que la muerte del prelado era tanto más de lamentar porque durante su breve mandato había emprendido la tarea difícil de afrontar «no poca relajación en la disciplina», a causa del gran número de sacerdotes que frecuentaban cafés, recibían emolumentos de varios beneficios eclesiásticos, y hacían caso omiso del celibato (Ined., VII, pág. 148).

    El catolicismo representa también para Galdós una fuerza de cohesión social, que robustece el sentido de identidad nacional. En La familia de León Roch, el seminarista Luis Tellería, enfermo de muerte, recibe la visita e algunos sacerdotes franceses, los cuales son comparados por Galdós   desfavorablemente con

los graves curas españoles, que cuando son buenos, son los clérigos más clérigos, digámoslo así, de la cristiandad, verdaderos ministros de Dios por la seriedad real, la mansedumbre sin afectación y la sana sabiduría [27].

    Cuando fue inaugurada en Madrid una nueva iglesia construida según el estilo francés, Galdós no ocultó su desdén por la religión mundana que representaba: «[...] es un término medio, una cosa útil y bonita, como todo el género francés de exportación: un agradable acomodamiento entre la religión y el mundo»  (Ined, I, pág. 91).

    En muchos aspectos, pues, Galdós era plenamente un hombre de su tiempo, pero desde un punto de vista se distanciaba de la mayor parte de sus coetáneos. La religión favorecida por los liberales consistía en su mayor parte de sentimientos elevados e inquietudes éticas. Era la contrapartida espiritual de la política de coexistencia pacífica, y de la filosofía optimista del progreso y de la perfección moral de la humanidad. Quizás la expresión más representativa de esta manera de concebir el cristianismo es la ofrecida por Ventura Ruiz Aguilera, cuando califica a Jesucristo de «tipo de la humildad y de la mansedumbre» [28]. Pero el rigorismo y la lucidez moral de la visión de Galdós, junto con el escepticismo que profesó toda la vida hacia ideas de progreso basadas en estructuras políticas o sociales, sugieren que comprendía a fondo el desafío radical que las enseñanzas cristianas, correctamente entendidas, presentan a cualquier sistema convencional de valores.

 

NOTAS:

[1] B. Pérez Galdós, Obras inéditas (ordenadas y prologadas por A. Ghiraldo), Renacimiento, Madrid, 1923-1933, VII, pág. 21. En adelante las preferencias serán incorporadas en el texto del artículo en la forma (Inded., VII, pág. 21). Véase también J. P. T. Bury, France, 1814-1940, Routledge, Londres y Nueva York, 51989, págs. 156-159.

[2] E. Rodgers, «Religious freedom and the rule of law in nineteenth-century Spain», The Irish Jurist, 22, Nueva Serie, 1987 (pero publicado en 1990), págs. 112-124.

[3] E. Castelar, La civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo. Lecciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid por..., M. Gómez Marín, Madrid, 1858-1859.

[4]  J. Manuel Ortí y Lara, La sofistería democrática, o examen de las lecciones de D. Emilio Castelar... Cartas dirigidas al Padre Salgado de la Soledad, Imprenta y Librería de José M. Zamora, Granada, 1861, pág. 45.

[5] Mª C. García-Nieto París y E. Yllán Calderón, Historia de España, 1808-1978. II. La experiencia histórica del sexenio revolucionario, 1868-1874. Editorial Crítica, Barcelona, 1987, págs. 35-36.

[6] La Regeneración, 7 de mayo de 1869. Incluido en García-Nieto e Yllán, loc. cit., pág. 57.

[7] F. Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado. Cuestiones candentes, Librería y Tipografía Católica, Barcelona, 51887, págs. 19.

[8] García-Nieto e Yllán, loc. cit., pág. 44.

[9] García-Nieto e Yllán, loc. cit., pág. 61. Una enmienda propuesta por Juan Valera, que no prosperó, habría invertido esta prioridad: «Todo español puede seguir la religión que juzgue verdadera y ofrecer públicamente a Dios el culto que su conciencia le dicte, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Todo extranjero en España gozará e la misma libertad» (Citado por F. Pérez Gutiérrez, El problema religioso en la Generación de 1868, Taurus, Madrid, 1975, pág. 47).

[10] Nacido en San Sebastián, 1833, muerto en Alba de Tormes, 1891. Fundador de El Semanario Católico (Vitoria, 1866). Simpatizante carlista en 1868, fue confinado a la capital por el Ministerio de Justicia. Aunque ordenado sacerdote, fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes en 1869. Autor del Ensayo sobre la tolerancia religiosa en la segunda mitad del mitad del siglo XIX, 1862, y una seri de artículos en El Semanario Católico titulados Unidad religiosa en España, sus ventajas bajo el punto de vista político, religioso y social.

[11] E. Castelar, Discursos parlamentarios (estudio, notas y comentario de texto por Carmen Llorca), Narcea, Madrid, 1973, págs. 140-141.

[12] E. Castelar, loc. cit., pág. 120.

[13]  García-Nieto e Yllán, op. cit., pág. 43-44.

[14]  García-Nieto e Yllán, loc. cit., pág. 55.

[15]  B. Pérez Galdós, Crónica de la quincena (ed. W. Shoemaker), Princeton University Press, 1948, pág. 131. Una opinión semejante es la de P. N. Muller, quien escribe a Galdós el 28 de febrero de 1879, deplorando la creciente incredulidad de la época. Muller era protestante holandés, que había ayudado a introducir las obras de Fernán Caballero en Holanda en los años cincuenta. Era director de la revista literaria mensual De Gids, y había traducido al holandés La Fontana de Oro, Gloria y varios Episodios Nacionales. (Carta en la Casa-Museo Pérez Galdós, Las Palmas).

[16] García-Nieto e Yllán, op. cit., pág. 28.

[17] García-Nieto e Yllán, loc. cit., pág. 70.

[18] B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas y miscelánea, Aguilar, Madrid, III, 1971, pág. 1311.

[19] Galdós a Pereda, 6 de junio de 1877. Incluido en C. Bravo-Villasante, «Veintiocho cartas de Galdós a Pereda», Cuadernos Hispanoamericanos, LXXXIV (250-252), octubre 1970-enero 1971, pág. 23.

[20] Menéndez Pelayo-Pereda-Pérez Galdós. Discursos leídos ante la Real Academia Española en las recepciones públicas del 7 y 21 de febrero de 1897, Est. Tip. de la Viuda e Hijos de Tello, Madrid, 1897, pág. 154.

[21] B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas, Aguilar, Madrid, I, 1970, págs. 698-699.

[22] C. Bravo-Villasante, op. cit., pág. 25.

[23] C. Bravo-Villasante, op. cit., pág. 23.

[24] B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas, pág. 818.

[25] B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas y miscelánea. Aguilar, Madrid, III, 1971, pág. 1284.

[26] B. Pérez Galdós, loc. cit., pág. 1311.

[27] B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas, págs. 830-831.

[28] V. Ruiz Aguilera, Proverbios morales, Librería de D. Leocadio López, Madrid, 1864, II, pág. 65.

 

RESUMEN PARA REPERTORIOS BIBLIOGRÁFICOS

    La libertad de conciencia y el pluralismo religioso eran asuntos muy controvertidos en la España del siglo XIX. Cualquier disentimiento en materia de creencias podía interpretarse no sólo como moralmente subversivo sino también como un acto anti-patriótico. Pero a pesar de la retórica esgrimida por la iglesia católica, hay datos que comprueban que no hubo ningún esfuerzo sistemático por parte de los gobiernos liberales por obstaculizar a la iglesia en el cumplimiento de su misión. Conforme avanzaba el último tercio del siglo XIX, la legislación que reglamentaba la tolerancia religiosa tendía a proteger por igual a la iglesia católica de los ataques anticlericales, y la libertad religiosa de las confesiones no-católicas.

    La dificultad estribaba en que los gobiernos procuraban crear un sistema político en que el individuo pertenecería a la nación en calidad de ciudadano, con independencia de su confesión religiosa. Esto no satisfacía a las autoridades eclesiásticas, para quienes la exigencia de la unidad religiosa correspondía a imperativos más altos, a los que la lealtad al estado tenía siempre que supeditarse. Esta pretensión era incompatible con las actitudes de las fuerzas vivas de la nación, o sea las clases profesionales y emprendedoras. Estas, concibiendo la libertad en términos esencialmente individuales, se oponían resueltamente a cualquier restricción de las libertades intelectuales. Por lo tanto reivindicaban la libre elección individual en asuntos de conciencia, preconizaban el pluralismo religioso, procuraban reconciliar la fe con la idea del progreso, respetaban la convicción interna, y exigían que la profesión religiosa estuviera apoyada por una conducta intachablemente ética.

    Por lo que se refiere a Galdós, huelga decir que gozaba de la fama de escéptico. Su crítica despiadada del fanatismo religioso se refleja en sus artículos en La Nación en los años sesenta, en las novelas polémicas de los años setenta, como Doña Perfecta, y vuelve a aparecer a principios del siglo veinte en varias obras dramáticas, notablemente en Electra. Sin embargo, como la mayor parte de sus contemporáneos liberales, a lo que mayormente se oponía Galdós era las maniobras políticas de los intereses clericales de derecha. En ningún escrito de Galdós encontramos nada que permita achacarle una mentalidad materialista, ni que sugiera la pretensión de excluir los aspectos positivos de la religión de influir sobre el tono moral de la sociedad. Los ataques de Galdós contra la corrupción, la ostentación y la pérdida de la verdadera fe son resultado de su rigorismo moral y su respeto por los valores espirituales genuinos.

    Aunque en muchos aspectos Galdós era plenamente un hombre de su tiempo, en otros se distanciaba de la mayor parte de sus coetáneos. La religión favorecida por los liberales consistía en su mayor parte de sentimientos elevados e inquietudes éticas. Pero el rigorismo y la lucidez moral de la visión de Galdós junto con el escepticismo que profesó toda la vida hacia ideas de progreso basadas en estructuras políticas o sociales, sugieren que comprendía a fondo el desafío radical que las enseñanzas cristianas, correctamente entendidas, presentan a cualquier sistema convencional de valores.

 

ABSTRACT:

    This work tries to offer a new analysis of the relation between political and philosophical liberalism and the way to understand the religion in Spain of the Restoration. It describes the carácterísticas of the policy followed by the liberal governments in the relations church-been, and affirms that the hostility of the church against liberalism badly was conceived, since political happiness guaranteed the freedom, as much for the catholicism as for the other confessions. It locates to Galdós within this intellectual context, and suggests, in spite of his fame of anticlerical and skeptical hardened, it went more far than most of his contemporaries in the defense of the genuine religious valuesEste trabajo pretende ofrecer un nuevo análisis de la relación entre el liberalismo político y filosófico y la manera de entender la religión en la España de la Restauración. Describe las carácterísticas de la política seguida por los gobiernos liberales en las relaciones iglesia-estado, y afirma que la hostilidad de la iglesia contra el liberalismo estaba mal concebida, ya que dicha política garantizaba la libertad, tanto para el catolicismo como para las otras confesiones. Sitúa a Galdós dentro de este contexto intelectual, y sugiere que, a pesar de su fama de anticlerical y escéptico empedernido, iba más lejos que la mayor parte de sus contemporáneos en la defensa de los valores religiosos genuinos.