EL INTERLOCUTOR EN LA OBRA DE CARMEN MARTÍN GAITE, Eloísa Guerrero Solier, ( Publicado en Analecta Malacitana, XV (1992), págs. 319-331).

 

    Si existe un tema recurrente en la trayectoria literaria de Carmen Martín Gaite, este es, sin duda, el tema de la búsqueda de interlocutor. Preocupada, tanto en sus ensayos como en sus novelas y cuentos, por reivindicar la palabra como solución a problemáticas que van desde la propia soledad individual hasta la decadencia de un determinado período novelístico, Martín Gaite ha defendido siempre en su obra la inaplazable necesidad de encontrar un receptor ideal.

    Los primeros artículos de la escritora salmantina ya reflejan una especial dedicación a profundizar en los entresijos de la narración (oral o escrita). Así, en el significativamente titulado «La búsqueda de interlocutor» [1], Martín Gaite adelanta una de las premisas cumplida posteriormente por sus personajes novelísticos más logrados:

    «Cuando vivimos, las cosas nos pasan, pero cuando contamos las hacemos pasar; y es precisamente en ese llevar las riendas el propio sujeto, donde radica la esencia de toda narración, su atractivo y también su naturaleza heterogénea de los acontecimientos o emociones a que alude» [2].

   Es así como Eulalia y Carmen se configuran respectivamente en las dos novelas de Martín Gaite relacionadas por entero con la problemática del interlocutor: Retahílas y El cuarto de atrás. En ellas -más adelante volveremos a insistir-, las protagonistas «cuentan», hablan persistentemente de lo pasado y lo venidero, defienden o atacan sus propias historias, recuerdan en voz alta o se enfrentan a la propia realidad. Pero, en suma, no ejecutan otra acción que no sea la de narrar.

    Martín Gaite apuesta en «La búsqueda de interlocutor» (como luego hará en tantos otros ensayos) por la autonarración, esto es, «contarse» primero a sí mismo para poder más tarde «contar» a un posible interlocutor.

    A la luz de esta proposición no es difícil entender la afluencia de recuerdos infantiles y juveniles presentes en su obra, ya que la complicidad con el lector se tornará efectiva atendiendo al «cuidado e interés con que, en su día, nos la contamos a nosotros mismos antes de guardarla» [3].

    Se apuntan también en el texto uno de los problemas que luego, en El cuento de nunca acabar (1985), Martín Gaite abordará insistentemente: las particularidades que habrán de diferenciar el discurso oral del escrito, siempre desde la perspectiva del interlocutor. No parecen existir dudas con respecto a la narración hablada, puesto que, de no hallarse el interlocutor adecuado, no se da. Sin embargo, son otros los condicionamientos con los que ha de enfrentarse el escritor:

    «Mientras que el narrador oral (salvo en algunos casos de viejos o borrachos) tiene que atenerse, quieras o no, a las limitaciones que le impone la realidad circundante, el narrador literario las puede quebrar, saltárselas; puede inventar ese interlocutor que no ha aparecido y, de hecho, es el prodigio más serio que lleva a cabo cuando se pone a escribir: inventar con las palabras que dice, y el mismo golpe, los oídos que tendrían que oírlas» [4].

   Este «prodigio» al que alude Martín Gaite se lleva a efecto desde el momento en que el escritor es consciente de la necesidad de quebrar las barreras de su soledad. Esta hipótesis (que para la escritora salmantina tiene muchos visos de evidencia) queda resumida en una afirmación más tarde corroborada por sus mejores novelas:

«[Se escribe] al encuentro de un oyente utópico» [5].

   Si la acción de comunicarse fuera, pues, tarea fácil para el individuo, quizás éste no hubiera sentido nunca la necesidad de escribir. Para M. Gaite, la literatura es lógica consecuencia de la soledad; se narra, en definitiva, desde la imperiosa voluntad de hallar un interlocutor válido para re-crear lo que, en principio, nos hemos contado nosotros mismos.

    No es únicamente en «La búsqueda de interlocutor» donde la escritora admite una intrínseca relación entre soledad y literatura. En El cuento de nunca acabar (subtitulado «Apuntes sobre la narración, el amor y la mentira»), se indaga en los rasgos diferenciadores del discurso oral y del escrito, si bien ambos están condicionados por la presencia de un interlocutor a quien, en opinión de M. Gaite, es obligado ofrecerle no sólo calidad narrativa sino un amplio margen de participación y complicidad con el emisor.

    Con todo, el acto de escribir ha de verse precedido por una reivindicación de la soledad, a partir de cuyo reconocimiento nace la buena literatura. Para la autora ha de escribirse siempre «desde el retiro de una soledad que ya no nos parece tan abrupta» [6].

    Una vez que el narrador ha sabido utilizar la soledad para erigirse en implacable interlocutor, verá su camino allanado para encontrar un destinatario distinto a él mismo:

    «Podrá llegar a aparecer un día o no, pero ya estamos seguros de una cosa: de que si aparece lo vamos a reconocer» [7].

   Si el autor ha conseguido disfrutar con su narración, se la ha contado bien a sí mismo, ha aprendido a desenmarañar los hilos de su propia madeja narrativa, buscará, en coherencia, un destinatario-espejo, es decir, un interlocutor que comparta la actitud ante el lenguaje propugnada por el mismo inventor de lo narrado [8].

    Se deduce, pues, que el interlocutor ideal (o soñado) es aquel que comparte, en principio, nuestra actitud ante el lenguaje. Se ha de divertir con lo que nos divierte -de lo que se deriva la concepción lúdica que de la literatura posee Carmen Martín Gaite- y entiende lo que previamente se ha autoexplicado el narrador. Teje, en suma, nuestro mismo hilo, tarea espléndidamente llevada a efecto por los dos interlocutores de Retahílas, novela en la que más adelante insistiremos [9].

    Aunque Martín Gaite muestra en varias ocasiones su preferencia por el lenguaje oral (al que ha de intentar acercarse al escrito), su teoría del interlocutor es aplicable a ambas relaciones indistintamente: hablante-oyente y lector-escritor. Será preciso indagar, pues, en qué medida ofrece participación la autora de El cuento... a sus lectores; esto es, cómo se lleva a efecto esta relación.

    En este ensayo, Martín Gaite habla ya del conflicto que se plantea a la hora de querer participar de lo leído, porque «la letra escrita marca unos terrenos donde la participación se hace más difícil» [10]. Como antes se afirmaba, la escritora busca un lector para su «cuento» que comparta la misma actitud ante el lenguaje. Contraria a las etiquetas literarias, encuentra su «lector modelo» en el que no examine sus presupuestos teóricos a la luz de ninguna tendencia lingüística al uso, y, como plantea Umberto Eco, trate de construir su lector ideal desde el mismo texto [11].

    Para que exista un buen grado de complicidad con el lector, Martín Gaite propone al escritor que dote al texto de inteligibilidad absoluta, lo que posibilitaría, a su vez, llevar a buen término la defendida equivalencia «literatura = placer». Además, el deseo de acortar las distancias entre el discurso oral y el impreso lleva implícito el uso de un lenguaje «creíble», esto es, no ajeno a la realidad cotidiana del receptor:

    «Los más expertos y sobresalientes en el arte de narrar lo primero que saben es que tienen que invitar a otro a embarcarse en la historia que le cuentan, que su éxito está en hacerla creíble [12]».

   A fin de que el encuentro con un interlocutor válido resulte fructuoso, es imprescindible la presencia del «narrador entusiasmado», es decir, de aquél al que «sólo la muerte será capaz de arrancarle los cabos para enhebrar y tejer la historia» [13]. Puesto que el contar ha de ser, ante todo, divertimento, habrá que aprender del interlocutor fallido, de aquél al que no ha interesado nuestro cuento. La narración «tanathos» es, para M. Gaite, la que no sabe rectificar ni asume sugerencias; la narración vacía surge cuando el narrador sólo busca protagonismo. Por el contrario, la narración «eros» nos permite entrar en ella placenteramente, aunque su argumento sea triste. El buen narrador deberá, además, perder el miedo a divagar; no habrá de ajustarse a normas precisas, porque «acabará enmudecido, anquilosado por la vacilación» [14].

    Con todos estos recursos, el narrador expondrá en su discurso lo que ha visto, vivido, contado o soñado. Mezclará todas estas experiencias o elegirá una de entre ellas; en su relato habrán de interferir aquellos otros ya leídos y asimilados. Sin embargo, como antes afirmaba Martín Gaite en «La búsqueda de interlocutor», el escritor crea siempre desde su propio subjetivismo:

     «No le basta con consumir, quiere crear, decir lo suyo, nuevo o viejo. Y cuanto más suyo lo haya hecho antes de decirlo, cuanto más lo grite desde su limitación y soledad, desde su subjetividad insatisfecha, más fuerza tendrá para atravesar un día esa muralla opresora que le sofoca» [15].

   Otros artículos de la autora salmantina salen también en defensa de la palabra (oral o escrita). Así, en el titulado «Las trampas de lo inefable», se utiliza el significativo título de la revista en que se publica por vez primera en 1972, Cuadernos para el diálogo, para reivindicar de este modo la importancia del logos y criticar severamente a quienes no saben usar el diálogo:

«el vehículo del logos, de resultas de tanto estrago y desconsideración por parte de esos expeditivos viajeros que pasan de largo sin atenderlo, fingiendo ademanes de viaje, maltrecho, desguazados sus asientos, sus ruedas oxidadas y rotos sus cristales, se ha parado en la vía, patentizado su ruina y su agotamiento, y amenaza de verdad con llegar a no servir ya para transporte ninguno» [16].

   También en «Conversaciones con Gustavo Fabra» y «Ponerse al leer», Martín Gaite reivindica la supremacía de la palabra oral, en el primero de los artículos; escrita, en el segundo de ellos. Así, las ventajas del lenguaje oral se descubren a través del recuerdo de un amigo, de las conversaciones con él mantenidas, de sus dotes de oyente ideal. El lenguaje escrito, por su parte, posee una cualidad en la que, como vimos anteriormente, Martín Gaite volverá a insistir en El cuento de nunca acabar: la posibilidad de crear un interlocutor.

    Impulsado por el deseo de romper la soledad, el encuentro de un destinatario capaz de comprender nuestro mensaje no es, sin embargo, tarea fácil. Y esto sucede porque, como nos recuerda en «La búsqueda...», «no da igual cualquier interlocutor» [17]. Para M. Gaite, es tan difícil hallar un receptor ideal para nuestra narración como esperar que nos cuenten lo que en cada momento necesitaríamos oír. Transcribe la autora una cita de Fray Martín Sarmiento que resume la dificultad de encontrar el interlocutor ideal:

    «La elocuencia no está en el que habla, sino en el que oye...; si no precede esa función en el que oye, no hay retórica que alcance [18]».

   El narrador oral, pues, ha de atenerse a lo que la realidad le depara, y si las circunstancias no son favorables, el discurso hablado no se da. El escritor, sin embargo, puede crear la figura del interlocutor soñado, de aquél capaz de desentrañar un mensaje porque comparte con el otro la misma actitud ante el lenguaje.

    En perfecta coherencia con las teorías expuestas en sus ensayos, las novelas de Martín Gaite giran en torno a la búsqueda de interlocutor. Con distinto resultado en cada una de ellas, los protagonistas están motivados por unos deseos de comunicación que, en ocasiones, darán su fruto; en otras, el hastío, la marginación o incluso el acelerado ritmo vital de la sociedad imposibilitarán el diálogo. En este último grupo se incluyen las novelas de su primera etapa: Entre visillos (1958) y Ritmo lento (1963).

   En Entre visillos, la búsqueda de interlocutor se lleva a cabo mediante la creación de dos personajes narradores: Natalia y Pablo Klein. Separadamente, ninguno de ellos consigue en sus respectivos círculos sociales establecer comunicación efectiva con los demás miembros de la colectividad en la que están inmersos. En el Casino, el Instituto o en el propio núcleo familiar (en el caso de Natalia), se escuchan sólo diálogos intrascendentes que no hacen sino dejar entrever la cerrazón y la estrechez del ámbito provinciano. La rutina, la monotonía presentes en la sociedad capitalina se manifiestan en la insustancialidad verbal de los personajes, que repiten escenas dialogadas como la que sigue:

«– Anoche no estabas tú en el baile, ¿verdad? No te vi.

– ¿Pero no te he dicho que acabo de venir?

– ¿Venir de dónde?

– De San Sebastián.

– Ah, qué suerte, tú. Estaría estupendo» [19].

   Las conversaciones se asemejan hasta fundirse en un guión monotemático: Casino, paseo, toros, baile. Mediante el diálogo, todos los personajes que intervienen en la novela llegan a relacionarse de manera circular y, en mayor o menor grado, todos se conocen. Sin embargo, en ninguno de ellos se quiebran los hilos de la incomunicación porque ninguno halla el interlocutor ideal capaz de propiciar un discurso liberador, que fluya sin trabas ni demoras.

    Natalia, la protagonista-narradora, alude en varias ocasiones a la nula capacidad comunicativa de su entorno familiar:

«– Papá -le he dicho-, tú antes no eras así, te vuelves como la tía, te tenemos miedo y nos estás lejos como la tía» [20].

«Me lo sentía más lejos que nunca y me parecía imposible poder hablarle» [21].

«No he conseguido que nos entendamos» [22].

   Pablo, el otro personaje-narrador, se caracteriza por sus dotes de buen conversador. En opinión de quienes lo conocen, con Pablo «se habla mejor que con nadie» [23], «sabe de todo, lo cuenta todo tan bien» [24].

    Sin embargo, ni Pablo ni Natalia consiguen mantener una comunicación efectiva con los muchachos provincianos, ante los cuales aparecen como individuos anímicamente «extranjeros», distintos a los otros en sus intentos por liberarse de la opresión ambiental.

    En los protagonistas-narradores se dan, no obstante, sendos conatos de amistad, llamados a naufragar desde el principio: Pablo con la animadora del Casino, quien abandona la ciudad a poco de comenzar la novela; Natalia con Alicia, cuya inferioridad en la escala social hace que, desde su inicio, esta amistad pretenda ser abortada por la familia de Natalia.

    Pero entre ambos narradores tampoco llega a producirse una amistad sólida, aunque apenas en un par de diálogos mantenidos entre ellos, manifiestan su separación anímica del resto de los chicos provincianos. Pablo Klein marcha de Salamanca fracasado como profesor de Instituto. Su círculo personal tampoco se ha ampliado en los tres meses que han transcurrido desde su llegada a la provincia. Natalia, por su parte, no aparece que abandone a corto plazo el ámbito familiar, aunque toma conciencia de la peligrosidad que conllevan las ataduras carnales. El joven profesor de alemán había comenzado a estimular su decisión de ir a estudiar a la capital. Pero es él quien marcha súbitamente a Madrid, dejando en Natalia la incertidumbre de su posible regreso:

«– Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad?... A ver si no vuelve» [25].

   La búsqueda de interlocutor ha sido, por tanto, infructuosa. El diálogo anodino, la insustancialidad de las conversaciones entre los jóvenes provincianos, la rutina que marca el ritmo vital de la ciudad de Entre visillos no ha dejado espacio para la verdadera comunicación. El proyecto de encontrar un interlocutor válido ha fracasado.

    La segunda de las novelas publicadas por Carmen Martín Gaite, Ritmo lento, centra su argumento precisamente en el tema de la incomunicación, del aislamiento personal del protagonista. Lejos del comportamiento rutinario protagonizado por los personajes de Entre visillos, estamos ahora ante la novela de denuncia. El narrador -David Fuente- se esfuerza en merecer la comprensión del lector y no escatima en presentarnos situaciones que hagan posible tal complicidad.

    Desde esta perspectiva, Ritmo lento consigue establecer un proceso de concienciación gradual, mediante el cual la actitud supuestamente «anormal» de David Fuente ante los otros personajes del relato queda perfectamente justificada. Su enajenación mental es producto de su pertenencia a una sociedad regida por la prisa y el desinterés humano ante los problemas del otro. Una sociedad, pues, en la que el hallazgo de interlocutor resulta prácticamente imposible.

    David Fuente pretende encontrar en el silencio una vía válida de comunicación que supliese la falta de interlocutor antes anunciada. Alentado por su padre, cuyas esperanzas se centran en encontrar «un mundo con tiempo para todo», «una especie de paraíso de charlatanes» [26], el personaje se afana en inculcar a los otros su «ritmo lento». Cualquier intento de diálogo, de romper las barreras de la incomunicación, ha de ir necesariamente unido a la aceptación de la serenidad, del ritmo vital pausado, capaz de favorecer la conversación.

    Si esto no ocurriese, si no se encendiese la llama del diálogo, David Fuente propone el silencio como solución al conflicto planteado por la insolidaridad social.

    De nuevo, los intentos por encontrar un interlocutor válido no han resultado fructuosos.

    Retahílas (1974) es por entero un homenaje a la comunicación oral, al diálogo liberador. Eulalia y Germán, dos interlocutores sustancialmente distintos en edad, -en educación, en sexo, en ideales-, dan buena muestra de que la palabra no es sólo un viejo procedimiento para intercambiar mensajes; la palabra cura, redime. Retahílas es el encuentro con el interlocutor, cuya búsqueda había fracasado en novelas anteriores. Surge, además, la novela en una década en la que muchas otras comparten con ella su estructura dialógica: Diálogos del anochecer, de José Mª Vaz de Soto, La muchacha de las bragas de oro, de Juan Marsé, Las guerras de nuestros antepasados, de Miguel Delibes, y El cuarto de atrás, de la propia Carmen Martín Gaite. Para Gonzalo Sobejano, los protagonistas de estas novelas no buscan en los diálogos la erudición intelectual; tampoco puede hablarse de diálogos contemplativos o didácticos:

    «[Se trata] de un diálogo emocional, memorativo, dialécticamente realizado entre los dos hablantes en vista de lo pasado y lo porvenir; un diálogo que descubre la angustia religiosa, las decepciones del la ideología en crisis, la tensión perpetua entre individuos y sociedad, entre el ansia de comunicación vital y de veracidad personal y las inveteradas obligaciones impuestas por el mundo de los códigos, entre lo que pudo haber sido en la atmósfera de la libertad y lo que seguramente ya no será posible después de tantos años de opresión» [27].

   Retahílas abre sus páginas con dos citas, una del padre Sarmiento -introducida antes en «La búsqueda de interlocutor»- y otra de Brice Parain. Ambas reinciden en la idea de reivindicación del poder comunicativo del lenguaje y, consecuentemente, en la necesidad perentoria de encontrar un interlocutor válido para que se cumpla la aseveración inicial de Parain:

    «Chaque fois que nous sommes en détresse, c’est la langage qui nous apporte la solution nécessaire».

   En un reducido espacio temporal -apenas unas pocas horas: desde la medianoche hasta el amanecer-, Eulalia y Germán han estado conversando plácidamente. Esperan con respeto su turno para hablar, sin interrumpirse. Tienen las mismas oportunidades de intervenir en el extenso diálogo que conforma la novela, distribuyéndose rigurosamente las funciones de emisor y receptor.

    Martín Gaite inicia su libro con una mención especial al título otorgado. Subraya, después de recurrir al criterio académico, al sentido figurado del término «retahíla»: «‘perorata’, ‘monserga’, o ‘rollo’ -como ahora se suele decir- con que he oído emplear esta palabra desde niña» [28].

    La novela es, a todas luces, algo más que la simple transcripción de un «rollo» o de una «perorata» [29]. El significado de Retahílas se acerca -teniendo en cuenta también su etimología: «recta fila»- a la definición que del vocablo da el Diccionario de la Real Academia Española, y al que se refiere Martín Gaite: «Serie de muchas cosas que están, suceden o se mencionan por su orden».

    Y así, de forma ordenada, van entreverándose los distintos parlamentos. Germán empieza donde acaba Eulalia, y al contrario. Esto es, recogen las últimas palabras del otro interlocutor y a partir de ellas enlazan con nuevos derroteros que amplían los contenidos del diálogo, o bien reinciden en la problemática apuntada por el hablante anterior.

    La forma dialogada requiere en Retahílas la presencia implícita de un «tú» narrativo, referido al interlocutor que en ese momento adquiere la función de escucha. El «tú» (y el «yo») propician, pues, la metáfora del hilo que Martín Gaite expone una y otra vez en el relato:

    «Y era exactamente igual, te lo aseguro, que estar agarrando entre los dos un hilo cada uno por el cabo que el otro le largaba ‘toma hilo, dame hilo’, de verdad completamente así, era tejer» [30].

    «Estoy sola, vuelvo a empezar, todo es mío, yo amaso el tiempo y me pertenece, es mi material de labor, mi tela para tejer, no lo siento tirano ni verdugo» [31].

 

   Puesto que el hilo de la conversación es tejido necesariamente por los dos interlocutores -por Eulalia y por Germán- , la novela no hace distinciones, esto es, no prefiere una figura en detrimento de la otra. Retahílas reivindica la palabra, el logos, en una sociedad poco comunicativa; celebra el encuentro con el interlocutor ideal. En el texto, además, hablante y oyente poseen idéntica importancia. Nos lo recuerda Martín Gaite en «La búsqueda de interlocutor»:

    «El hecho de dar pie a la historia y escucharla tiene una secuela de ramificaciones sentimentales, en virtud de cuyos lazos el interlocutor puede llegar a acceder al rango de personaje principal» [32].

   Curiosamente -como más tarde sucederá en El cuarto de atrás- la llegada temporal del amanecer interrumpe el diálogo, en una nueva reivindicación del espacio nocturno como escenario ideal para conversar.

    Casi diez años transcurrieron desde la aparición de Ritmo lento hasta la llegada de ésta su tercera novela, en la que M. Gaite (ella misma nos lo diría posteriormente) ha encontrado a buen seguro su propia voz [33]. Retahílas es el hallazgo de interlocutor y la ruptura de la soledad inhabitada:

«– Con este libro he logrado lo que yo más deseaba: Encender las ganas de conversar» [34].

   Hay una evidente regresión temática en Fragmentos de interior (1976). Si en Retahílas se había celebrado el encuentro con el oyente ideal, esta novela nos vuelve de nuevo al mundo de la incomunicación y del aislamiento personal.

   Fragmentos de interior dibuja -a pequeñas pinceladas- el núcleo urbano madrileño, a través de un entorno familiar burgués. Luisa, la sirvienta, actúa como narrador-testigo y es el nexo que une a toda «aquella complicada urdimbre de historias incompletas» [35]. Los miembros de esta familia apenas intercambian palabras, y en cada uno de ellos se vislumbra la necesidad (y la imposibilidad) de encontrar interlocutor: Diego, un escritor frustrado cuya incomunicación se manifiesta explícitamente en una novela inconclusa que es incapaz de proseguir; Agustina, su ex-esposa, un personaje aislado del presente, en el que sólo halla soledad y desamor; los hijos de ambos, alejados entre sí, no mantienen en ningún momento relación dialógica.

    El aislamiento, la soledad, el hastío son, pues, los auténticos protagonistas de Fragmentos de interior.

    Tras el paréntesis de esta última novela, El cuarto de atrás vuelve a presentar, como ya ocurriera en Retahílas, la figura del interlocutor ideal. En la segunda de ellas, los dos protagonistas están unidos por lazos familiares. Este hecho simplifica enormemente la tarea de la autora, porque el conocimiento previo de ambos conversadores allana el terreno de Eulalia, que habla de su pasado y de su presente en el conocimiento de que tales recuerdos van a despertar de inmediato la curiosidad de su sobrino Germán. La diferencia de edad que existe entre ambos (y que no obstaculiza para nada el desarrollo de la conversación) soluciona también la problemática de la comunicación intergeneracional, planteada en Entre visillos y en Ritmo lento.

    El interlocutor de El cuarto de atrás va a cooperar activamente en la redacción de la propia novela en la que interviene. La mujer que dialoga no es ahora solamente un personaje de ficción. Se llama «Carmen Martín Gaite» y posee las mismas características que la escritora, por lo que la tarea de conversar con ella se torna más delicada.

    La reivindicación del interlocutor se hace en El cuarto de atrás a través de un misterioso personaje, en el que se ha querido ver reflejado desde un «alter ego» jungiano hasta la configuración de un entrevistador ideal [36].

    Por encima de todo, sin embargo, en el protagonista masculino de la novela destaca su función de escucha, de suerte que la escritora es capaz de avivar lúcidamente la memoria. Sus vivencias retrospectivas son traídas al texto tras la creación de un personaje, desencadenándose de esta forma la confesión [37].

    Los recuerdos de esta narradora llamada «Carmen Martín Gaite» no están en la novela sujetos a fechas, ni mucho menos llevan un orden cronológico, aunque la infancia y la primera juventud se erigen como períodos prioritarios en la memoria de la autora.

    Tales recuerdos han vivido escondidos en «el cuarto de atrás» de su niñez, y el interlocutor ha venido precisamente para avivar la tarea de recuperarlos en una conversación no sujeta a normas temporales, porque «el desorden en que surgen los recuerdos es su única garantía» [38].

    Por otro lado, la ausencia de fechas y de datos históricos concretos ahuyenta el fantasma de la rutina. La autora ha cumplido su propósito de perder en El cuarto de atrás «el miedo a la huella del tiempo» [39]. La ordenación de sus memorias no ha sido regida por ninguna ley temporal. Han sido, más bien, recatadas gracias al poderoso efecto de unas píldoras mágicas, que, al principio de la conversación, el interlocutor ha ofrecido a la protagonista.

    En este sentido, la figura del oyente propicia también la evasión del tiempo presente y la recuperación desordenada (porque en el desorden está la clave del recuerdo vivificador) del pasado. Como afirmó en su día Mariano Baquero Goyanes al hablar del escritor y su memoria:

    «Nada más trágico que el dolor de saber que tal vez, lo mejor de nuestras existencias, lo más vivo y poético, se ha perdido. Y he ahí el intento desesperado de rescatar este tiempo, de evocarlo, de hacerlo vivencia e incrustar ésta en nuestro existir actual, para así mejor encontrarnos a nosotros mismos» [40].

   La figura del interlocutor, pues, está presente en toda la trayectoria literaria de la autora salmantina. Incluso en los ensayos que centran su interés en problemáticas bien distintas, la necesidad de conversar, la reivindicación del diálogo, se manifiesta de una u otra forma.

    En los Usos amorosos del dieciocho en España (1972), se analiza, como uno de los fantasmas que perseguían a la mujer de este siglo, el miedo a la soledad, el aislamiento. La ausencia de interlocutor, en este sentido, es examinada por Carmen Martín Gaite como problema eminentemente femenino:

   « [Las mujeres] no estaban preparadas para conversar ni siquiera de amores porque nadie les había enseñado nada» [41].

   La aparición en el mundo femenino del cortejo dieciochesco -cuya misión era fundamentalmente acompañar y dar conversación a las casadas- no sirvió para rescatar a la mujer de la rutina, de la incomunicación social a la que estaba confinada. Por esta razón:

    «Semejantes conversaciones en muy raros y contados casos podrían ayudar a las mujeres a salir del marasmo, trivialidad e ignorancia en que vivían sumidas» [42].

   En los Usos amorosos de la postguerra española (1987) y en Desde la ventana (1987) -dos obras que, desde distintos puntos de vista, centran su atención en el universo social y cultural femenino-, la carencia de interlocutor se examina de nuevo como causante de la soledad de la mujer.

   El primero de ellos es un estudio de la sociedad española de los años cuarenta, tomando como punto de partida las relaciones amorosas propias de la época analizada. Para Martín Gaite, las jóvenes de postguerra «estaban hartas de fingir comprensión y anhelaban sentirse comprendidas», por lo que el auge alcanzado por los consultorios sentimentales de antaño estaba más que justificado:

«No tenían otro destinatario más tangible de quien echar mano» [43].

   El segundo de los ensayos antes mencionado, Desde la ventana, resulta ser un compendio de reflexiones en torno a la problemática del discurso femenino, esto es, si existe (o no) un lenguaje literario específicamente femenino.

    Para ello se insiste de nuevo en el tema de la soledad, desde la cual la mujer puede iniciar su andadura narrativa. Es decir, la ausencia de interlocutor (como ya nos diría en El cuento de nunca acabar) es capaz de originar el discurso literario:

    «La forma epistolar ha debido ser para las mujeres la primera y más idónea manifestación de sus capacidades literarias [...]. Es la búsqueda apasionada de ese ‘tú’ el hilo conductor del discurso femenino, el móvil primordial para quebrar la sensación de arrinconamiento» [44].

   Tanto en la narración como en la meditación ensayística Martín Gaite muestra, como vemos, una especial predilección por la figura del interlocutor. Podría definirse su obra por entero como homenaje a la comunicación verbal, lo que induce a sus personajes a utilizar un lenguaje coloquial (Entre visillos, Ritmo lento o Fragmentos de interior), o bien a centrar la acción novelística en una clara reivindicación de la palabra (Retahílas y El cuarto de atrás).

    Todos los ensayos, en mayor o menor grado, girarán también en torno a la presencia / ausencia de interlocutor, a la necesidad de conversar, a la ruptura de la soledad por el mágico poder del diálogo:

 «El día que deje de tener fe en el poder de la palabra me acostaré a esperar la muerte» [45].

 

NOTAS:

[1] Aparecido por vez primera en la Revista de Occidente (1960) y más tarde recogido en La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, Destino, Barcelona, 1982, edición por la que citamos.

[2] C. Martín Gaite, «La búsqueda...», art. cit., pág. 22.

[3] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 23.

[4] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 26.

[5] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 28.

[6] C. Martín Gaite, El cuento de nunca acabar, Destino, Barcelona, 1985, pag. 140.

[7] C. Martín Gaite, loc. cit.

[8] Como afirma Umberto Eco, el escritor nunca ha de perder de vista las posibles reacciones que el texto provocaría en un hipotético receptor: «Un texto es un producto cuya suerte interpretativa debe formar parte de su propio mecanismo generativo: generar un texto significa aplicar una estrategia que incluye las previsiones de los movimientos del otro; como ocurre, por lo demás, en toda estrategia». (Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1987, pág. 79).

[9] «Este libro [El cuento...] es totalmente tributario de Retahílas, tributario de todas las cosas que se me ocurrieron al calor de ese entusiasmo que siente Eulalia al hablar con su sobrino (...). Creo que cuando lo acabe, quizás sea lo más lúcido de mi obra porque no se trata de análisis pedante ni profesoral, sino que hablo de la narración oral y al mismo tiempo voy contando cosas, ejemplos narrativos de lo que digo. Es como un injerto entre ensayo y novela». (Palabras recogidas de la entrevista realizada por Celia Fernández a Carmen Martín Gaite, publicada en los Anales de la Narrativa Española Contemporánea, 4, 1979, pág. 171).

[10] C. Martín Gaite, El cuento de nunca acabar, pág. 284.

[11] «El escritor deberá prever un Lector Modelo capaz de cooperar en la actualización textual de la manera prevista por él y de moverse interpretativamente, igual que él se ha movido generativamente (...). Prever el correspondiente Lector Modelo no significa sólo ‘esperar’ que éste exista, sino también mover el texto para construirlo». (U. Eco, op. cit., págs. 80-81).

[12] El cuento de nunca acabar, págs. 191-192. E. M. Forster ya planteó esta cuestión como premisa fundamental para que cualquier historia cumpliese su cometido, esto es, atraer hasta el fin la atención del lector: «La historia sólamente puede tener un mérito: el conseguir que el público quiera saber qué ocurre después. A la inversa, sólo puede tener un defecto: conseguir que el público no quiera saber lo que ocurre después. Estas son las dos únicas críticas que pueden hacerse a una historia como Dios manda». (Aspectos de la novela, Debate, Madrid, 1990, pág. 34).

[13] C. Martín Gaite, El cuento de nunca acabar, pág. 145.

[14] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 257.

[15] C. Martín Gaite, La búsqueda..., pág. 32. Uno de los protagonistas de su cuento infantil El castillo de las tres murallas, Cambof Petapel, se distingue por sus características de buen narrador. Obsérvese que las cualidades destacadas por Martín Gaite en dicho personaje, coinciden con las defendidas en El cuento... como propias de la buena narración: «Narraba episodios de otras vidas anteriores que, según decía, había vivido. Había sido pirata, soldado, ermitaño, princesa, hasta águila, y nunca supo cómo pasaba de un estado a otro. Y aunque seguramente se trataba de sueños que tenía o de historias que había leído o alguien le había contado a lo largo de su dilatada vida, él las contaba a su vez con tanta emoción y detalle que parecían recuerdos propios». (Lumen, Barcelona, 1986, pág. 19).

[16] C. Martín Gaite, La búsqueda..., pág. 97.

[17] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 24.

[18] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 25.

[19] C. Martín Gaite, Entre visillos, Destino, Barcelona, 1982, pág. 41.

[20] C. Martín Gaite, loc. cit., pag. 233.

[21] C. Martín Gaite, loc. cit., pag. 232.

[22] C. Martín Gaite, loc. cit., pag. 233.

[23] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 199.

[24] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 208.

[25] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 260. Pero como afirma Gonzalo Sobejano, «sabe el lector que los diálogos entre aquellos, por breves que hayan sido, han sembrado en el ánimo de la joven alumna el deseo de seguir una carrera, el proyecto de salir, viajar y formarse, la esperanza de la libertad (...). Natalia ha crecido por dentro al calor del diálogo y es, al final del texto, más consciente que al principio de su propia disconformidad y de lo que desea ser». («Enlaces y desenlaces en las novelas de Carmen Martín Gaite», en From Fiction to Metafiction: Essays in Honor of Carmen Martín Gaite, Servodidio and Welles, Editors, Lincoln, Nebraska: Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1983, pág. 213).

[26] C. Martín Gaite, Ritmo lento, Bruguera, Barcelona, 1984, pág. 26. Recordemos aquí su artículo «Recetas contra la prisa». El principal peligro de sentir «prisa» resulta ser el hecho de vivir el momento presente en espera de lo porvenir. El remedio propuesto en el artículo por la escritora es, paradójicamente, «reposo y serenidad dentro de la misma prisa». (La búsqueda de interlocutor, op. cit., pág. 103). No olvidar tampoco al protagonista del cuento «Un día de libertad», escrito por M. Gaite en 1953, quien confiesa también su inadecuación al ritmo apresurado impuesto por las ciudades modernas: «Luego, a mediodía, me he encontrado rodeado de hombres que pasan aprisa con sus carteras, y me he sentido al descubierto, sin saber adónde ir. He ensayado a ir más de prisa, a sacarme las manos de los bolsillos, pero me ha parecido que todos notaban que era mentira, que no lo sabía hacer». (Cuentos completos, Alianza, Madrid, 1981, pág. 39).

[27] G. Sobejano, «Ante la novela de los años setenta», Ínsula, 396-397 (Noviembre-Diciembre, 1979), pág. 22. Por su parte, Darío Villanueva examina nuestra novela actual a la luz de su carácter eminentemente comunicativo y el especial interés que en ellas despierta la forma dialogada: «[Desde 1972] comenzó a consolidarse una novela esencialmente comunicativa, en la que a través del diálogo de los personajes se planteaban importantes cuestiones de interés a la vez particular y general, se buscaban las ‘señas de identidad’ no desde la soledad del individuo, como en el caso de Goytisolo en 1966, sino desde la confrontación y el intercambio de dos o más perspectivas. («La novela», en Letras españolas: 1976-1982, Castalia, Madrid, 1987, pág. 55).

[28] C. Martín Gaite, Retahílas, Destino, Barcelona, 1981, pág. 9.

[29] A no ser que, como apunta Ricardo Gullón, atenuemos «lo despectivo de estas expresiones y las relacionemos con lo compulsivo del hablar que no cesa, de la palabra generadora de otras, y de recuerdos y de ideas». (»Retahílas sobre Retahílas», en From Fiction..., op. cit., pág. 73).

[30] C. Martín Gaite, Retahílas, págs. 89-90. No es el «tú» puramente reflexivo que encontramos en Goytisolo, por ejemplo, -aunque en Retahílas es usado alguna vez en este sentido por Germán (pág. 157)- sino, como advierte Francisco Yndurain, «de tipo generalizador y admonitorio». (»La novela desde la segunda persona. Análisis estructural», en Agnes y Germán Gullón (eds.), Teoría de la novela. (Aproximaciones hispánicas), Taurus, Madrid, 1974, pág. 226.

[31] C. Martín Gaite, Retahílas, pág. 135. Anteriormente ya había afirmado la autora en La búsqueda...: «[La narración] es una tela tejida al unísono entre quien la emite y quien la reclama». (op. cit., pág. 126).

[32] C. Martín Gaite, La búsqueda..., págs. 26-27.

[33] C. Fernández, art. cit., pág. 169.

[34] J. Villar, «Carmen Martín Gaite: Habitando el tiempo», La Estafeta Literaria, 549 (1 Octubre, 1974), pág. 21.

[35] C. Martín Gaite, Fragmentos de interior, Bruguera, Barcelona, 1983, pág. 108.

[36] Ver al respecto, entre otros, el artículo de Julián Palley, «El interlocutor soñado de El cuarto de atrás», Ínsula, 404-405 (Julio-Agosto, 1980), pag. 22.

[37] En cuanto a la importancia del recuerdo en la literatura escrita por mujeres, ver el interesante estudio de Biruté Ciplijauskaité La novela femenina contemporánea (1970-1985), Anthropos, Barcelona, 1988.

[38] C. Martín Gaite, El cuarto de atrás, Destino, Barcelona, 1982, pág. 116.

[39] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 74.

[40] M. Baquero Goyanes, «Tiempo y ‘tempo’ en la novela», en Teoría de la novela, pág. 234.

[41] C. Martín Gaite, Usos amorosos del dieciocho en España, Lumen, Barcelona, 1981, pág. 241.

[42] C. Martín Gaite, loc. cit., pág. 225.

[43] C. Martín Gaite, Usos amorosos de la postguerra española, Anagrama, Barcelona, 1987, pág. 177.

[44] C. Martín Gaite, Desde la ventana, Espasa-Calpe, Madrid, 1987, pág. 47.

[45] Palabras recogidas de la entrevista que Jorge A. Marfil realizó a la escritora, publicada en El viejo topo, 19 (Abril, 1978), pág. 63.

Eloísa Guerrero Solier

 

RESUMEN PARA REPERTORIOS BIBLIOGRÁFICOS

    El presente artículo analiza un tema recurrente en la trayectoria literaria de Carmen Martín Gaite: la búsqueda de interlocutor. Desde sus primeras incursiones narrativas, la autora salmantina ha defendido la necesidad de encontrar un receptor ideal. Tanto en sus novelas como en su meditación ensayística, M. Gaite muestra una particular predilección por la figura del interlocutor. Como tratan de destacar las páginas de este trabajo, su obra por entero es un homenaje a la comunicación verbal y dos de sus novelas, Retahílas y El cuarto de atrás, suponen por encima de todo una evidente reivindicación de la palabra. También sus ensayos habrán de girar en torno a la presencia/ausencia de interlocutor, a la imperiosa necesidad de conversar, a la defensa, en suma, del mágico poder del diálogo, capaz de destruir el aislamiento y la soledad.