Aristóteles y Horacio, Artes poéticas (ed. de A. González), Visor Literario, Madrid, 2003, 185 págs.

 

 

En la presente edición bilingüe Aníbal González ofrece al lector las Poéticas de Aristóteles y Horacio reunidas en un solo volumen. Ya en el prefacio el editor expone las dificultades de traducción que presenta en un primer estadio el texto de Aristóteles así como las posibles vías que podía haber seguido en la redacción, decantándose por una traducción estrictamente literal que respeta incluso el orden de palabras original. Procurando la máxima objetividad posible, evitando para ello cualquier postura hermenéutica que determine una lectura, prefiere ofrecer un texto libre, abierto a la interpretación de cada lector. La revisión continua, el constante ir y venir en un meticuloso proceso de perfeccionamiento culminan en este volumen que supone, como metafóricamente expone el editor, «el fin de un largo periplo emprendido hace más de una de­cena de años».

La introducción se distribuye en dos grandes bloques (uno dedicado a Aristóteles y otro a Horacio), ambos clasificados en tres epígrafes: biografía del autor, inserción del texto en su obra total, y estructuración y transmisión. En cuanto a la clasificación de la obra aristotélica, y poniendo sobre la mesa los inconvenientes de la Poética, Aníbal González, siguiendo la común clasificación de la crítica moderna entre obras de tipo exotérico (dirigidas conscientemente a un público amplio) y obras de tipo esotérico (comentarios y anotaciones de uso personal para un grupo reducido), incluye la Poética entre estas últimas. El carácter intencionadamente útil y efímero de la Poética, que en sí misma es un conjunto de notas didácticas encaminadas a la enseñanza en la escuela peripatética que Aristóteles fundó en Atenas, explica su carácter fragmentario, esquemático e incompleto que dificulta la complicada labor de traducción. A continuación el editor expondrá, capítulo por capítulo, el contenido de una obra que se ocupa fundamentalmente, y en contra de lo que anuncia su autor («Hablemos de la poética en sí y de sus diferentes tipos»), de la tragedia. La Poética de Horacio, que se presenta bajo forma epistolar (Epistola ad Pisones), es distribuida por el editor en tres apartados que se agrupan temáticamente en torno a la forma, los objetivos del artista y el modelo de poeta canónico.

Al hilo de las consideraciones que el editor expone en la introducción, el texto de Aristóteles —como es comprobable desde una primera lectura— gira de principio a fin en torno a la excelencia de la tragedia, que es definida como «mímesis de una acción noble y eminente, que tiene cierta extensión, en lenguaje sazonado [...] cuyos personajes [...] por medio de piedad y temor realizan la purificación de tales pasiones»; pero la validez y vigencia de la Poética no reside tanto en el objeto tratado como en las bases conceptuales que sustentan la creación de la tragedia y que constituyen los pilares de la concepción universal del arte hasta hoy en día: la mímesis como motor de la creación artística. Concebida la imitación como un hecho connatural al hombre mismo, Aristóteles defiende este proceso de aprendizaje como el principio de la voluntad creadora: «(y en esto el hombre se distingue de los otros animales: en que es muy hábil en la imitación y su aprendizaje inicial se realiza por medio de la mímesis) y además todos disfrutan con la mímesis [...]. En efecto, se gozan ante la contemplación de imágenes, porque ocurre que ante su contemplación aprenden y razonan qué es cada cosa [...]». A partir del concepto de mímesis, que explica el origen de la poiesis como improvisación basada en la armonía y el ritmo, toda obra de arte es, por lo tanto, mímesis; la diferencia esencial entre ellas estriba en los medios, objetos y manera de imitación, de ahí que Aristóteles eleve la tragedia por encima no solo de la comedia sino del resto de géneros.

La epopeya, que en un primer momento de la Poética queda equiparada cualitativamente a la tragedia, se diferencia de ella esencialmente en su extensión: mientras que la ley natural de la tragedia no le permite representar acciones que superen en exceso un día natural —«extensión perfectamente recordable»—, logrando que la mímesis alcance no solo a la fábula sino también a la totalidad de la representación, la epopeya tiene un desarrollo ilimitado. Esta aproximación al verdadero y real ordo naturalis que imponen vida y naturaleza otorga verosimilitud y necesidad a la tragedia, dos propiedades que la acercan, en un proceso de semejanza, a la vida y, con ello, a la perfección y superioridad del género.

El objetivo final de la tragedia, que se va construyendo mediante la composición de los hechos —la representación mimética «no de hombres, sino de acciones y de vida»—, es el despliegue de horror y piedad en el espectador, que contempla en escena lo que reconoce como propio y natural. Para lograr la seducción y conmoción del alma la fábula habrá de discurrir a través de peripecias, puntos de inflexión en los que de forma natural se producen hechos verosímiles que cambian el rumbo de los acontecimientos contra lo que es esperable. La propuesta altamente novedosa y arriesgada de Aristó­teles en este punto tendrá eco en teorías posteriores como la estética de la oposición de I. Lotman que, teorizando sobre los principios constitutivos del texto, propone la posibilidad de destrucción del «sistema habitual pero no el principio de sistematicidad [...]». La máxima perfección de la tragedia consiste en que, a través del desarrollo de un paradigma que sobrepase la realidad —superando en este sentido a la Historia (ser / deber ser)—, el nudo se disuelva en un desenlace que, manteniendo correspondencias análogas y armónicas con el resto del texto, así como los principios de verosimilitud y necesidad, contraste con el comienzo y «pase de la dicha a la desdicha», lográndose así del mejor modo la purificación catártica de las pasiones.

La metáfora, constituyente fundamental de la elocución, es en sí misma mímesis de un objeto real al que representa. Definida por Aristóteles como «traslado de un nombre de una cosa al de otra cosa, o del género a especie o de la especie al género o de la especie a otra especie, o según la analogía», la metáfora, que en griego significa literalmente ‘translado más allá o al otro lado’, lleva en sí misma el germen sustancial de la tragedia, la mímesis, pues «metaforizar bien es ver bien lo semejante».

Poniendo término a su Poética y corrigiendo en cierto modo su exordio, cuyas expectativas han quedado reducidas a la dicotomía epopeya  / tragedia, Aristóteles concluye su tratado proclamando a esta última superior a su par y al resto de géneros.

Si en el siglo iv a. C. Aristóteles configura el pilar que regirá cualquier concepción artística y humana, independiente de tendencias, corrientes y tiempos, en De arte poetica liber Horacio discurrirá sobre aspectos lingüís­ticos y literarios que siguen manteniendo hoy su actualidad e importancia. En cuanto al estilo Horacio privilegia la originalidad, que en la línea de la peripecia aristotélica, pretende seducir e impresionar al lector; así, enunciará el principio que tantos autores a lo largo de la historia han erigido como máxima en su creación: «estilo notable se tendrá si una palabra conocida se convierte por una alianza adecuada en palabra nueva».

Horacio acude en su Poética a la cuestión de la inserción de neologismos que enriquezcan el patrimonio lingüístico. Una de las vías principales que propone sería la incorporación de cultismos léxicos, en su caso préstamo y apropiación de helenismos: «[...] las palabras nuevas y formadas recientemente obtendrán su carta de naturaleza si provienen de fuente griega y están poco deformadas». Que se incorporen o no de la lengua poética al habla así como su permanencia en la lengua dependerá exclusi­vamente del uso, «que es árbitro, ley y norma del habla». Como heredera de la civilización helénica precedente, la cultura romana, que recibe el próspero legado integrándolo en su caudal, trata en el Siglo de Oro de sus letras de levantar el vuelo y cobrar verdadera autonomía e independencia, superando el modelo griego con el objetivo de crear un arte auténticamente patrio. Esta es la reivindicación de Horacio, que alaba el estímulo creador y la originalidad de los poetas latinos, capaces de instaurar una literatura de tanto y mayor valor que la helénica: «Nada dejaron de intentar nuestros poetas, y no merecieron un honor menor cuando, atreviéndose a abandonar los caminos griegos y a cantar los hechos nacionales, representaron fábulas pretextas o togadas».

La Epistola ad Pisones transcurre por disputas literarias que se seguirán repitiendo a lo largo de la historia; tal es el caso de la famosa ¿el poeta nace o se hace? En una inteligente solución ecléctica Horacio demuestra que ambos ingredientes son necesarios en el arte y el artista: «Se ha preguntado si es la naturaleza la que hace a un poema digno de elogio o si es el arte; yo no veo a qué servirá el trabajo sin una rica vena ni el genio sin pulir; cada uno pide la ayuda del otro y ambos conspiran juntos amistosamente». El texto de Horacio es asimismo el origen de fórmulas fosilizadas que el tiempo ha consagrado en la tradición literaria, como es el caso de prodesse et delectare (utile et dulci), ut pictura poiesis o quandoque bonus dormitat Homerus.

De la lectura de ambas Poéticas se desprenden los puntos comunes que tratan dos autores separados por tres siglos de distancia: las concomitancias entre pintura y poesía, la necesidad de dar coherencia y orden al todo, la necesaria aproximación que debe existir entre ficción y verdad (no realidad), el tono elevado y grave de la creación artística valiosa, etc. Y precisamente por eso, antes de continuar con la transmisión textual de Ho­racio, el editor, que ha sabido muy bien percibir la influencia directa o indirecta que el texto de Aristóteles proyectó sobre el de Horacio, expone en la introducción la estrecha relación y puntos comunes que comparten el texto griego y el latino para justificar de este modo la yuxtaposición de estas dos obras clásicas en un mismo volumen.

En lo que se refiere a la traducción Aníbal González vuelve a apostar, como lo hacía en 1987 en la editorial Taurus, por la literalidad, lo que le permite ofrecer y proyectar un texto versátil, ofertado a una amplitud de público que va desde el estudiante hasta el especialista. Pensando en los primeros el editor enriquece y amplía el texto con notas a pie que esclarecen cualquier referencia interna que haga alusión al mundo social y literario de la época. El carácter bilingüe, que simultanea paralelamente ambos textos —original y traducción al castellano— facilita no solo la lectura personal e individual del especialista así como el trabajo del estudiante, sino que demuestra por encima de todo esto el rigor y la honradez filologógicos del editor. Pero el verdadero logro de Aníbal González radica en haber sabido aunar dos obras clásicas, pilares de la teoría literaria occidental, que solían publicarse separadas y que la colección Visor Literario desde el año 2003 presenta como dos textos parangonables y complementarios.

 

T. Domínguez García

Joaquín Pascual Barea, Juan de Quirós. Poesía latina y Cristopatía (La Pasión de Cristo), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2004, 280 págs.

 

Ya en otra ocasión [J. Pascual Barea, «Rodrigo Caro. Poesía castellana y latina e inscripciones originales, Diputación de Sevilla, 2000», Revista de Estudios Latinos, 1 (2001), 348, págs. 301-304] hemos hecho referencia al profundo conocimiento del que, sobre la poesía latina sevillana de nuestro Siglo de Oro, hace gala con toda justicia J. Pascual. Y si, y prescindo ahora de sus muchos artículos sobre la materia, los dos primeros trabajos, sobre Rodrigo de Santillana y el citado sobre Rodrigo Caro, fueron objeto respectivamente de su Memoria de Licenciatura y Tesis Doctoral, el que ahora nos ocupa, libre de estas exigencias académicas, no hace más que ampliar el objeto de sus propias investigaciones y acrecentar en todos nosotros el amor y la admiración por aquella poesía latina y por sus cultivadores. Por cierto, no sólo de la latina sino también de la castellana. Como uno y otro autor —Rodrigo Caro y Juan de Quirós—, cultivaron y escribieron —el primero sobre todo a gran altura—, en ambas lenguas, Pascual Barea pone otra vez de manifiesto, al editar sus obras todas —en este caso las de Juan de Quirós—, en un mismo volumen, no sólo la íntima relación de ambas poesías en el Humanismo, sino también, y sobre todo, que no adquieren ellas su mejor significado si no se consideran juntas, juntas se estudian y unidas se editan.

Ese profundo conocimiento de la poesía latina del Siglo de Oro se percibe claramente en el primer apartado de su «Introducción», cuando J. Pascual, desde unas pocas y aisladas noticias (ya lo hace notar Sánchez Salor en su prólogo) sobre Juan de Rota, después con el tiempo Juan de Quirós, «teniendo en cuenta», como él mismo nos dice en la página 19, «las circunstancias históricas, sociales, religiosas y literarias» de la época, traza una primera y detallada biografía del poeta roteño, que se extiende sobre cerca de treinta páginas y se documenta con ciento veinte y nueve sabrosas notas. En esa biografía, que confía, dice, se enriquezca con nuevas investigaciones, se describen en doce sub-apartados desde «la familia, patria y estudios» del poeta hasta la fecha de publi­cación de sus obras, o a quién encomendó cobrar las rentas de una prebenda que tenía en Sanlúcar la Mayor, sin olvidar la composición de un poema latino, hacia 1545, al matador de toros Pedro Ponce de León, como consta por testimonios de Arias Montano, Morales y R. Caro, poema del que sólo se conservan, e indirectamente, tres versos. Y así conocemos, valga como ejemplo, que, a pesar del título de su poema castellano Cristopatía, «voz griega que comprende el asunto» en palabras de Rodrigo Caro, no consta que Quirós conociera este idioma.

En dos grandes bloques podemos dividir este trabajo de Pascual Barea. El primero comprende la «Introducción», y a su primer apartado ya nos hemos referido. El segundo bloque abarca la edición, y en su caso también traducción, de los poemas de Juan de Quirós, y se divide en tres partes: edición y traducción de los versos latinos de Núñez Delgado y Arias Montano sobre el poeta de Rota; los poemas latinos del propio Juan de Quirós y la edición de la Cristopatía. Todos ellos gozan en la «Introducción» de un estudio previo y preparatorio para su intelección. Nada tenemos que objetar al plan de trabajo de Joaquín Pascual, pero a nosotros nos hubiera parecido más lógico separar todo lo referente a la edición de la obra en castellano de lo que es presentar, editar y traducir unos poemas latinos. Hubiera evitado así dos escollos: el primero, presentar el comentario lingüístico de la Cristopatía aisladamente del comentario métrico, literario, estilístico e ideológico de esta misma obra, con lo que su estudio hubiera ganado en unidad; segundo, la tentación en el lector de comparar las extensas páginas que le dedica a «Criterios de edición y comentario lingüístico de la Cristopatía» con las dos páginas, las 124 y 125 (por cierto muy ricas de contenido estas páginas y sus notas, y a las que más adelante nos referiremos), de los criterios de edición y traducción.

Muy extenso es el estudio introductorio a la Cristopatía, «el primer poema épico en lengua castellana del Siglo de Oro», divi­dido en siete cantos con un total de 353 estancias, con el sabor de la poesía italianizante de Juan Boscán y Garcilaso. Pascual Barea nos pormenoriza su estructura y argumento, enmarcado en «una larga tradición en la poesía española del Renacimiento», con continuas referencias a innumerables autores y obras (algo normal a lo largo de todo el libro) no sólo de la Sevilla de aquellos tiempos sino de otros focos de cultura españoles; nos traza, además, el panorama social en tiempos de Quirós para ayudarnos a entender las circunstancias históricas en que escribió su obra y, sobre todo, la ideología que la sustenta, enmarcada y remar­cada dentro del ambiente de confrontación entre la doctrina y modo de vivir la fe tradicionales, y lo que, como aparente novedad, propugnaban Erasmo y Lutero; se detiene, precisamente, sin prisa alguna en el comentario ideológico, donde notamos, además de cierta fogosidad (véase, por ejemplo, el trasfondo que descubre en el roteño contra los judíos en la página 73), predilección por resaltar algunas de las cuestiones teológicas (libre albedrío, salvación por la fe con o sin obras, teología mariana, espiritualidad interior, fuentes de la revelación, transubstanciación, etc.) que separaban entonces a los reformistas de la Contrarreforma; profun­diza en los valores literarios de la epopeya de Quirós, poniendo de manifiesto no sólo su adecuación a la poesía épica clásica sino también detectando en ella, por un lado, rasgos propios de la Historia y, por otro, los abundantes recursos estilísticos con que adorna sus versos, y termina la presentación de la Cristopatía con un medido comen­tario métrico. Otra vez debo hacer mención de la enorme riqueza de datos que nos proporciona con sus innumerables notas, aunque algunas de ellas sean excesivamente minuciosas y solo tangencialmente evocables, y otras no sean tan exhaustivas como debieran: fruto sin duda de las múltiples lecturas que sobre la materia ha realizado Joaquín Pascual.

Aunque nos salgamos un poco de lo meramente filológico, son precisos dos, al menos, ejemplos que nos expliquen de alguna manera los problemas y desavenencias doctrinales entre católicos y protestantes a los que antes nos referíamos y la postura que Pascual Barea toma ante ellos. El primero, de teología mariana. Leemos en la página 74 que en los versos de Quirós «no faltan manifestaciones marianas que van más allá de los textos evangélicos». Indica cuáles son estos textos evangélicos (Mt. 1, 23; Lc. 1, 27; Jn. 13, 32) y las estrofas (i, 12 y 55; vii, 30-31) en las que el roteño parece «exce­derse» llamando a María Madre de Dios y siempre Virgen, Madre pura y Virgen santa. Pero no hace referencia alguna a que la Tradición, la otra fuente de fe para los católicos junto con las Sagradas Escrituras, le concede a María tales epítetos desde el Concilio de Éfeso, en el 431 de nuestra era: Ita (sancti Patres) non dubitaverunt sacram virginem Deiparam appellare. El segundo contempla más bien un problema úni­camente disciplinar: la comunión eucarística bajo la especie de vino (pág. 75). Verdad es que fueron «muy pocos los teólogos protestantes» que defendían la transubstanciación del pan y del vino (no «la sangre» como, sin duda inadvertidamente, escribió en la página 75) en Cuerpo y Sangre de Cristo, dogma admitido por los católicos y sancionado en Trento. Pero no pertenecía ni pertenece a la «tradición católica», como parece indicar Pascual Barea, la costumbre de que los laicos comulgaran sólo bajo la especie de pan y no también bajo la de vino. Era y es una cuestión puramente disciplinar. De hecho no la sancionó Trento, como él mismo afirma, y hoy es frecuente la comunión bajo las dos especies. Sin entrar en cuestiones de fondo, pues, según la doctrina católica, quien recibe la comunión bajo cualquiera de la dos especies, recibe a Cristo totalmente.

Mucho más, por motivos obvios, nos interesaba a nosotros la edición y traducción de los poemas latinos. Comencemos por la edición y traducción de los versos latinos de Núñez Delgado y Arias Montano sobre el poeta de Rota. Ya en sus criterios de traducción, página 125 y a ello hemos aludido anteriormente, Pascual Barea nos advierte que la edición, y también traducción, de los del primero se debe a Francisco Vera Bustamente (recientemente publicados en el volumen iv de la Colección de Textos Palmyrenus), y que la edición, y traducción en prosa, que Violeta Pérez Custodio, Badajoz 1995, realizó de la Retórica de Montano le sirve de base a su traducción en verso que lleva a cabo siguiendo las directrices de José Manuel Pabón y Emilio Huidobro. Queda así un poema montaniano, editado y bellamente traducido, sin comentar, el Ad uatem Dauidem elegiacum carmen, que fue editado y traducido en prosa precisamente por quien suscribe este comentario bajo el título «Calímaco, Propercio y Montano» y publicado en Noua et uetera. Nuevos horizontes de la Filología latina, Madrid 2002, páginas 671-686, obra que cita en otras ocasiones.

Cuatro son los poemas latinos del propio Quirós que Joaquín Pascual edita críticamente y traduce, como ya hemos dicho, en hexámetros castellanos. Fuera de toda duda está ya también la maestría de nuestro compañero como editor de textos latinos: sería suficiente observar el aparato de fuentes que aduce. Pero a veces esa facilidad de editor crítico no proporciona suficientes datos al lector menos avisado para la total compresión del aparato crítico. Dos ejemplos me ayudarán a explicarme y también a calibrar la finura del editor. El primer ejemplo está sacado del poema Ioannis Chirosii de Petro Pontio Legionensi, equite Hispalensi, título que Pascual Barea atribuye, addidi dice en el aparato crítico, a los versos 283-285 del libro iii de la Retórica de Montano. Dice así el v. 283, primero de la edición de Pascual: Pontius, Hesperio genus alto a sanguine regum, y leemos en el aparato crítico:

1 Pontius, C: Pontius aphmd / Hesperio edd.: forte Hesperium aut Hesperius (cf. págs. 51-52).

Esa sutil coma de la edición de V. Pérez Custodio, admitida por Pascual Barea, frente a las siglas de las otras ediciones de la Retórica no tiene explicación si no es tras la lectura completa del aparato crítico y sobre todo de la lectura de las págs. 51-52, dentro del «Comentario de los poemas latinos de Juan de Quirós», en las que expone las fuentes clásicas utilizadas por Quirós en la composición del poema, que repite, hay que admitirlo, más técnicamente bajo el aparato crítico.

El otro ejemplo se incluye dentro del aparato crítico del epigrama Ioannis Chrisorii Prebyteri / in Petri Messiae Patricii Hispalensis Caesares. El segundo renglón del título lo explica así en el aparato crítico: b ex Ariae Montani epigrammate addidi, sin dar más explicaciones sobre a qué epigrama del frexnense se refiere.

El libro que reseñamos se completa con unos esclarecedores apéndices (correcciones textuales, indicaciones fonéticas, vocabu­lario) a la Cristopatía; unos siempre útiles índices de topónimos (campo, por otra parte, también cultivado por Joaquín Pascual), de personas citadas y de ilustraciones, que, si son frecuentes a lo largo del volumen, abundan, sin embargo, en la Cristopatía, donde reproduce las que aparecieron en los Humanae Salutis Monumenta en la edición de Amberes de 1571, sin indicar, por otra parte, a qué colección de grabados pertenecen, a la realizada por Crispin van der Broek o a la que realizó Pieter van der Borcht, pues es sabido que las dos ediciones de 1571 de los Monumenta aparecieron con grabados diferentes, aunque todavía se cuestione si, aunque aparecieran en la de 1571, los grabados sean de 1575 o 1585.

Interesante trabajo sin duda alguna para los filólogos clásicos y también para la filo­logía española, que ven editadas con todo lujo de detalles obras de un autor de nuestro Siglo de Oro. Interesante trabajo sin duda alguna para los seguidores de la poesía montaniana y de la poesía latina sevillana en general, que recuperan actualizados poemas de uno de sus cultivadores muy relacionado con el autor extremeño. Interesante trabajo sin duda alguna para los que nos acercamos al estudio del humanismo gaditano, en lo que hoy es provincia de Cádiz, que podemos añadir a los ya antes conocidos un autor de Rota, por más que desarrollara su trabajo en otros lugares. Al mismo tiempo, pues, que nos congratulamos, felicitamos al autor y al grupo de investigación, Elio Antonio de Nebrija, en el que trabaja.

 

L. Charlo Brea

Francisco Delicado, La Lozana Andaluza (edición, introducción y notas de C. Perugini), Clásicos Andaluces, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2004, lxxxv + 458 págs.

 

La Lozana Andaluza de Francisco Delicado, olvidada durante siglos tras su publicación en Venecia (1528) por su contenido «erótico», ha sido valorada de forma triunfal en el siglo xx, como atestiguan las numerosas ediciones que se han sucedido de forma constante a lo largo de dicho siglo. En el volumen que aquí reseñamos se publican por primera vez junto al Retrato de La Lozana Andaluza otras obras menores de Delicado, lo que supone la culminación del reconocimiento de esta «gran obra de arte injustamente olvidada» (Wardropper, 1953).

Precede al texto de La Lozana Andaluza de la presente edición una amplia introducción que consta de diez apartados en los que se aclaran aspectos biográficos del autor y se realiza un análisis detallado de su producción, obviamente con especial atención a la que es sin duda la mejor de sus obras. En el primero de ellos, «La vida de Francisco Delicado», se incluyen no solo datos biográ­ficos del autor sino también la génesis y el proceso de transmisión textual de la obra. En el segundo apartado, «Francisco Delicado, escritor andaluz», se hace referencia a la presencia de Andalucía tanto en el «lenguaje espontáneo y coloquial» (pág. xxiii) como en «anécdotas, proverbios, cantares, comidas, vinos, folklore, historia y toponomás­tica» (pág. xxiv).

En «Obras menores», Carla Perugini sostiene que «a Delicado se le podría legítimamente considerar auctor unius libri, porque en realidad poco añade a su fama el manojo de las otras obritas» (pág. xxvii), de las que solo nos ha llegado en su integridad El modo de adoperare el legno de India Occidentale, salutífero remedio a ogni piaga et mal incurabile, manual científico por el que Delicado llegó a ser conocido como un representante de la historia de la medicina. Este tratado, escrito en tres idiomas (italiano, latín y español), lo encontramos en el apéndice de esta edición en versión bilingüe junto con los prólogos que Delicado antepuso a las ediciones venecianas de los libros de caballería Amadís y Primaleón. De sus opúsculos Spechio vulgare per li sacerdoti y De consolatione infirmorum solo queda el título.

En otro apartado de la introducción, «Hacia una definición del Retrato de La Lozana Andaluza», define la obra como una «novela dialogada o drama narrativo» (pág. xxxv) perteneciente a una corriente de obras burlescas, cazurras y eróticas; una «obra de lenguaje» en la que se reproduce «el plurilingüismo de la Roma renacentista»y «una verbalidad coloquial riquísima de polisemias, anacolutos, modismos, refranes, neologismos y préstamos lingüísticos» (página xxxix); plurilingüismo que constituye «uno de los frutos más sabrosos de la literatura renacentista, así italiana como española». En esta novela, el deseo erótico es «un básico empuje propulsor, tan natural e inevitable como las otras necesidades primarias» (pág. xli), pero el cuerpo no participa de la pornografía sino que «es un instrumento de conocimento y de coparticipación» (pág. xlii).

En el apartado «Historia editorial», Carla Perugini realiza una breve descripción del único ejemplar que se conserva del Retrato, atendiendo a caracteres, impresión, deco­ración y xilografías; y describe de forma exhaustiva la xilografía de la portada.

A continuación, examina la «estructura formal del libro» deteniéndose en lo que denomina «paratexto, por no estar ligado estrechamente con la narración, y que la enmarca y la acompaña» (pág. li): las tres partes en las que se divide la obra van precedidas por una dedicatoria y un argumento, y seguidas por una apología («Cómo se excusa el autor en la fin del retrato de la Lozana en laude de las mujeres»), una epístola del autor, un poema («Carta de excomunión contra una cruel doncella de sanidad»), una «epístola de la Lozana a todas las que determinaban venir a Campo de Flor en Roma» y, por último, una «Digresión que cuenta el autor en Venecia».

Perugini explica el uso de mamotreto en vez de capítulo (la obra consta de 66 mamotretos): «Delicado escribe: «Quiere decir mamotreto: libro que contien[e] diversas razones o copilaciones ayuntadas», cuya homofonía con copulación y alusión al ayuntarse de los cuerpos y a razón como miembro viril han sido ya notadas por Allaigre» (pág. liii). Esta autora opina que mamotreto procede del griego μαμμόθρεπτος ‘alimentado por la abuela’, teniendo en cuenta que todo el campo semántico del parentesco está connotado sexualmente. Sostiene que La Lozana Andaluza es «una obra polisémica» en la que el erotismo nos da la clave interpretativa del texto y propone un acercamiento al vocabulario erótico de esta obra por figuras de la elocución y por campos semánticos.

En el siguiente apartado de la introducción, «ficción y metaficción», C. Perugini reconoce que «el verdadero padre de la metaficcionalidad fue Francisco Delicado», cuya originalidad se manifiesta una vez más «en sus procedimientos narrativos, anticipadores de técnicas que serán propias del siglo xx» (pág. lxi). Destaca «la novedad de sus métodos revolucionarios», especialmente en lo referente a las distintas posiciones que va asumiendo el narrador en su narración: Delicado actúa sorprendentemente como narrador omnisciente, equisciente y deficiente, cambiando sin problemas de uno a otro.

Del «criterio de edición» por el que se rige el volumen reseñado, destacamos la modernización de la puntuación y las grafías, aunque «se han respetado formas gráficas de arcaísmos, préstamos de otras lenguas y rasgos dialectales, así como las vacilaciones en la pronunciación» (pág. lxvii). La presente edición de La Lozana Andaluza in­cluye nada menos que 1836 notas —sin incluir las correspondientes a la introducción y al apéndice—, dada la dificultad de interpretación de esta obra ambigua y polisémica. Se trata de anotaciones de índole lingüística, literaria, culturales, histórico-geográficas... mediante las cuales se facilita la comprensión del texto al lector. De estas notas debemos hacer mención del elevado número de italianimos que se analizan, lo cual no nos extraña de una autora que conoce perfectamente la lengua italiana y sus distintos dialectos.

Esta edición también consta de una extensa y actualizada bibliografía —con la que se cierra la introducción—, dividida en 5 secciones: ediciones del Retrato de La Lozana Andaluza, traducciones, adaptaciones teatrales, ediciones de otras obras de Francisco Delicado, ediciones de obras revisadas por Francisco Delicado y estudios. Carla Perugini tiene en cuenta, como ella misma declara explícitamente, las ediciones modernas de Allaigre, Allegra y Damiani-Allegra.

En suma, la nueva edición de La Lozana Andaluza elaborada por Carla Perugini sobresale por su erudición, el detalle y la claridad de interpretación de la obra mediante una amplia introducción y un dilatado aparato crítico de notas, muchas de las cuales constituyen verdaderos artículos y ensayos en potencia. Otro aspecto destacable de esta edición es la reproducción del conjunto de xilografías siguiendo la colocación original dispuesta por el autor.

La Colección Clásicos Andaluces, que cumple una labor de rescate crítico y selectivo del patrimonio literario de Andalucía, ha tenido un gran acierto al publicar esta edición, pues de este modo acerca a un extenso público lector esta joya de la literatura andaluza.

 

R. Díaz Bravo

Agustín de Tejada Páez, Discursos Históricos de Antequera (estudio y edición de A. Rallo Gruss), Servicio de Publicaciones / Centro de Ediciones de la Diputación, Málaga, 2005.

 

Tras muchos años de abandono, Antequera debe celebrar hoy la edición y publicación, por parte de la doctora Asunción Rallo Gruss de la Universidad de Málaga, de la que se puede considerar la primera historia de la ciudad, los Discursos Histó­ricos de Antequera, de Agustín de Tejada Páez. Con esta edición, además de ilustrar este período del Humanismo español, se pretende renovar el interés y propugnar el acercamiento a las Historias literarias de esta localidad, especialmente las del Siglo de Oro. En esta época, Antequera era una ciudad que se codeaba con las más importantes de España, pues se había convertido en uno de los centros culturales más activos de la Corona de Castilla. Este auge en el terreno de las letras había estado preparado por la creación, a comienzos del siglo xvi, de una cátedra de Gramática que, costeada por el cabildo, contó con la presencia de prestigiosas figuras en el ámbito literario: Juan de Vilches, Francisco de Medina, Juan de Mora, Juan de Aguilar y Bartolomé Martínez, entre otros. Dámaso Alonso destaca la importancia de Antequera como foco cultural en el ambiente literario de los Siglos de Oro: «Aficionarse a la poesía bien fácil era entonces en España, pues la poesía tenía un poder de penetración social mayor que el de ahora; pero en ningún sitio era más probable el contagio entonces que en la ciudad de Antequera, en donde la densidad de poetas (¡y muy buenos poetas!) por unidad de superficie, o, si se quiere, la proporción de poetas en relación con el número de habitantes, era en el primer tercio del siglo xvii, superior, sin duda, a la de ninguna otra población de España. Antequera era, evidentemente, una de las mayores capitales literarias de España». En efecto, para comprender la línea de ascendente profusión y complicación lírica que va desde Garcilaso hasta Góngora, pasando por la inefable figura de Herrera, es preciso acercarse a la significación literaria de la escuela antequerana o antequerano-granadina.

Con esta edición se ha recuperado un texto que habitaba en el olvido desde que su autor lo escribiera como un impulso juvenil en 1587 con ocasión de la construcción de la acrópolis antequerana simbolizada en el Arco de los Gigantes, y, posteriormente, lo revisara siendo ya racionero de la catedral de Granada en 1608. El manuscrito no llegó a la imprenta, y los historiadores posteriores, como su sobrino Tejada Nava, García de Yegros o Cabrera, entre otros, lo utilizaron como base para sus obras, según se puede comprobar en análisis comparativos entre ellas. Tras diversos avatares, el manuscrito llegó a manos de Quirós de los Ríos quién mandó hacer una copia a su hijo Manuel Quirós Gallardo entre 1886 y 1887. La edición de la doctora Rallo reproduce esta copia manuscrita, señalando con llamadas entre corchetes y letra en cursiva las faltas de algunos folios, pasajes, algunos fragmentos citados por Tejada como incorporados a su texto, y realizando algunas restauraciones. Además, para posibilitar una lectura sin escollos y acercarnos el texto, se ha optado por modernizar la ortografía y añadir acentuación y puntuación según las normas vigentes.

Con todo ello, la doctora Rallo ha logrado poner en nuestras manos la obra de este escritor del grupo antequerano-granadino. En el «estudio preeliminar» de la edición, ha escrito la primera biografía de Tejada Páez, recopilando todos los datos dispersos que sobre él existían. Fue ejemplo de poeta humanista del manierismo español y fue considerado cabeza del grupo antequerano, no sólo por la edad sino también por ser el vínculo entre los poetas granadinos y antequeranos. Se reconstruye así la vida de este poeta nacido en 1567, haciendo especial hincapié en su formación, tanto en la cátedra de Gramática de la Iglesia colegial de Antequera, siendo discípulo de Juan de Mora, como en la Universidad de Osuna, donde cursó teología, y en Granada, donde antes había obtenido el grado de bachiller en Artes y más tarde se doctoró en Teología. Además, su estancia en Granada le supuso la entrada en el mundo culto y literario de las reuniones y academias. Finalmente, pasaría los últimos veinte años de su vida en Antequera, donde fue apreciado como poeta y considerado una autoridad en el conocimiento histórico de la ciudad, hasta su muerte en 1635.

Como otros escritores posteriores, Agustín de Tejada quiso escribir y dejar constancia de la historia de su muy noble y leal ciudad de Antequera, título (el de ciudad) que le fue otorgado por el rey Juan II el 9 de noviembre de 1441 tras la victoria sobre los musulmanes, conseguida por sus habitantes en la batalla conocida como del Chaparral. Para ello, escribió estos Discursos Históricos, cuyas tres partes responden a la combinación de historia y poesía en un peculiar rescate del mundo clásico, y en los que comenzaba realizando una descripción de la población, destacando la magnífica ubicación geográfica de la misma en medio de Andalucía, su excelente y templadísimo clima, el buen temperamento de sus habitantes, así como su autoabastecimiento, pues «tiene todo lo que estas ciudades tienen, y tanta copia que sin entrarle nada de fuera, posee todo lo que ha menester para su provisión y para dar a otras, pues de ella se sacan muchas frutas» (pág. 160). También reseña todos los campos del término de Antequera y las cosas más insignes que hay en ellos, especialmente la maravillosa propiedad de la Fuente de la piedra, que sanaba «el mal de piedra, de riñones y vejiga, de donde le dieron el nombre» (pág. 171).

Una vez descrita la ciudad, comienza lo que sería propiamente la historia de la ciudad, empezando por cómo el infante don Fernando decidió poner cerco a la ciudad, por ser una pieza clave en el camino hacia la conquista de Granada. En varios «discursos» se relata la larga campaña de la ciudad que duró de abril a septiembre de 1410 y fue la culminación de toda una maniobra contra el debilitado sultanato nazarí. El 16 de septiembre de 1410 el regente don Fernando, posteriormente llamado el de Antequera, tomó la ciudad después del cerco de 5 meses, durante los cuales sostuvo continuos combates con los defensores, las tropas del rey Iucef de Granada y las de los alcaides de Málaga, Álora, Loja y Archidona. También relata cómo se ganaron los castillos de Aznalmaral y Cabeche y Gebar, así como las poblaciones llamadas las Cuevas. Finalmente, acaba esta primera parte de los Discursos recogiendo los servicios en los que la ciudad de Antequera siempre ha ayudado a los reyes de España, a Carlos V, Felipe II o don Fernando.

La segunda parte de los Discursos Históricos (en un segundo tomo) recoge catorce discursos que hablan fundamentalmente de la Antigüedad clásica ligándola a Antequera. Comienza expresando una distinción de las artes y ciencias liberales y de las artes activas y factivas. De ahí pasa a ejemplificar el arte de la arquitectura con el llamado Arco de los Gigantes de Antequera, primer museo al aire libre, construido en 1585 en homenaje a Felipe II y en el que se colocaron numerosas inscripciones y esculturas romanas halladas en las cercanías de la ciudad. Tras ello, escribe la vida y martirios de la patrona de Antequera, de Santa Eufemia, y recoge algunos versos que se habían hecho en su alabanza. A partir del quinto discurso, se centra en temas romanos, como el origen de los senadores de Roma, la clase de sacerdotes, fiestas, las vidas de Nerva Trajano, de Vespasiano y Tito, de Adriano Trajano, de Setimio Severo Pertina, etc., y finaliza con la vida, hazañas y trabajos de Hércules. A continuación, en la tercera parte, se añaden tres poemas a los que Tejada alude a lo largo de su obra: uno al ilustrísimo mártir español san Laurencio, otro a la ilustrísima virgen mártir santa Eufemia y, finalmente, el dedicado a la leyenda de la Peña de los Enamorados. Junto a estos, se añaden algunas composiciones de diversos autores en alabanza al autor y a la obra, como, por ejemplo, de Pedro de Alcázar Monsalve, de fray Gaspar de los Reyes, de Juan de Arjona,... En las últimas páginas, aparece una tabla de los autores de todas facultades que figuran en la obra.

Para la comprensión de esta primera historia antequerana, Asunción Rallo ha logrado una cuidadísima edición completada con un profundo estudio introductorio y unas precisas notas a pie de página. En lo que respecta al estudio, tras la biografía de Agustín de Tejada Páez y la historia del manuscrito de los Discursos Históricos de Antequera, dedica un tercer capítulo a la escritura y composición de la obra, destacando que la motivación esencial del autor fue la del elogio de su patria, persiguiéndose de modo simultáneo la dignificación y ennoblecimiento del sujeto y el objeto de la escritura. Pretendió escribir un texto embellecido por la variedad y la amenidad, eligiendo lo más notorio, procurando el gusto del lector y la atracción por lo más curioso, por excelso o por desconocido. En definitiva, se desprende que trabajó el texto con criterios semejantes al del escritor de obras misceláneas. La variedad de las fuentes resulta asimismo recurso inherente al buen hacer retórico. Así, Tejada se sirvió en los temas más extensos de una fuente primaria, añadiéndole detalles o variantes procedentes de otras obras. Utilizaba textos de primera mano y otros de acarreo, llegando a ser un buen ejemplo de humanista, tal y como se manifiesta también a través de esa conjunción de historia y poesía que logra.

«Historia y poesía» es el título del capítulo cuarto de este estudio donde se comienza explicando las diferencias existentes, según Tejada Páez, entre estos dos términos. El distanciamiento más esencial consistiría en el modo expresivo, pero, por otro lado, se pueden igualar en tanto que poeta e historiador salvan del olvido a la ciudad y se salvan a ellos mismos. «El escritor ha de moldear su historia y sus cualidades particulares, actuando como arqueólogo y como erudito, e intentando usar de las virtudes de la poesía, para manteniendo la verdad de sus aportaciones, que sustenta a sus alegatos laudatorios, que estos se despeguen y alcancen una significación semejante a la del poema» (págs. 68-69). En esta parte, se realiza un detallado análisis del contenido de la obra, distinguiendo tres apartados. El primero, «Espacio maravilloso de excelencias naturales» analiza todas las alabanzas que Tejada Páez realiza de los espacios naturales de Antequera. El segundo, «Historia épica de hazañas y héroes», realiza un estudio de las leyendas más llamativas de la conquista de Antequera, como son las de Zaide Alemín, la morica garrida, Rodrigo y Pedro de Narváez, etc. Finalmente, el tercero, «Antigüedad romana e identidad cívica» se centra fundamentalmente en la segunda parte de la obra, donde Tejada Páez habla de las ruinas y restos romanos que se habían hallado en Antequera, conformando a través de todos estos puntos, una visión romántica de esa Antequera legendaria, en lucha por el establecimiento de la cristiandad.

Por último, completan este estudio introductorio una notable bibliografía relacionada tanto con el autor como con el contenido de la obra, así como un apartado con la explicación de los criterios de edición. Además la presente edición crítica rescata el texto con el máximo rigor, y para hacerla asequible a todo tipo de lectores, se completa con notas a pie de página que aclaran la cultura del autor y su entorno inmediato, el llamado grupo antequerano-granadino, constituyendo un elenco bibliográfico del humanismo de la segunda mitad del xvi. Estas notas además de aclarar el texto, en ocasiones incluso confusiones del copista, por ejemplo, «“Androdo” es mala lectura de Quirós por “Androclo”» (pág. 317, tomo ii), resaltan su significado, priorizando el cotejo con las obras fundamentales que suponen la base de sus referencias, ya sea la Crónica de Juan II, la Silva de varia lección e Historia imperial y cesárea de Pedro Mejía, las Epístolas familiares y Década de Césares de Antonio de Guevara, o las Repúblicas del mundo de Jerónimo Román.  

La admirable edición realizada por la doctora Asunción Rallo Gruss supone un importante paso para la historiografía antequerana y para el entendimiento de los Libros de Antigüedades de los Siglos de Oro. Recupera un texto fundamental para la comprensión de las historias del siglo xvii y para el estudio de este magnífico poeta antequerano: Agustín de Tejada Páez. Esperemos que este inigualable estudio y edición anime a conseguir esa completa biblioteca que Menéndez Pelayo ya echaba en falta: «Es lástima que no se hayan impreso en colección todas estas historias inéditas (cuyo catálogo puede verse en Muñoz Romero) formando con ellas una biblioteca histórica antequerana, para lo cual pocos pueblos tienen tantos materiales».

 

E. Mª Acedo Tapia

Gregorio Cabello Porras, Dinámica de la Pasión Barroca, Universidad de Almería / Universidad de Málaga, 2004, 298 págs.

 

Tempus omnia revelat, proclamaba Tertuliano. La sentencia del autor de la Apología cobra carta de naturaleza en la historia editorial de la investigación de G. Cabello Porras en torno a Pedro Soto de Rojas. Magna tesis doctoral, elaborada bajo la dirección de J. Lara Garrido, tras su lectura en 1985 procedió su autor a una reformulación y desglosamiento que permitió la aparición de parcelaciones hermenéuticas en diversas revistas científicas. El tránsito del autor hacia otros lares filológicos originó un inmerecido olvido hacia el análisis del poeta granadino. Pero la cordura exegética y la fecundidad en la erudición, potenciadas con el paso del tiempo, obligaban a exhumar un estudio tan brillante como necesario en el panorama actual, reivindicando su indudable valía. Y así se publicaron, en 2004, dos monografías que, desde el eje axial de su tesis doctoral, se configuran como imprescindible herencia del autor a los estudiosos del poeta granadino: Barroco y cancionero y el libro que nos ocupa en esta reseña, Dinámica de la Pasión Barroca.

En su fértil indagación sobre el Desengaño de amor en rimas, G. Cabello Porras asume como pilares hermenéuticos de la aproximación al cancionero su intelectualismo antipetrarquista, que, en movimiento pendular, se opone —a la vez que convive en una rica interrelación creativa— a un primigenio aprehendimiento de la fuente italiana y el valor vivificante de los sentidos. Sin duda, la obra de Soto alcanza su singularidad por encima de una herencia literaria evidente en sus versos a través de la vivificación poética, que, lejos del ejercicio retórico mecanizado, define el cancionero por una verdadera dinamización del sentimiento. Punto de unión de «una voluntad de escritura y de vida decisivamente petrarquista y de unos resultados, barrocos en su configuración, que atentan contra esa filiación, deslizándose hacia una expresividad petrarquista» (pág. 13), su poesía es el resultado de la interiorización de una vivencia amorosa trasvasada a la lírica mediante un molde petrarquista. Pero es el influjo barroco el que proporciona una intensificación del componente didáctico, que adquiere autonomía frente al discurso amoroso (tal es el sentido de la segunda parte del Desengaño). Se contrabalancea, por tanto, petrarquismo como punto de partida y barroquismo como singularización del modelo sin que se pueda negar una imbricación indisoluble de ambos ejes temáticos.

Si en su anterior estudio, el autor indagaba en el estudio del Desengaño de amor en rimas como cancionero petrarquista desde una vertiente barroca[1], en este trabajo se procede al exhaustivo desbrozamiento de los diversos materiales iconológicos que conforman la obra, que, a través del paradigma barroco encuentra su propia organicidad en el proceso ilativo protagonizado por un peregrino errante, en su camino del amor terrenal al conocimiento de Dios.

En «I. Dinámica de la pasión: la llama que enciende lágrimas» se aborda la serie poemática que se construye a través de la oposición fuego-lágrimas, posibilitada por la integración en el cancionero amoroso de todas las fuerzas de la naturaleza: tierra, aire, mar y agua. Se crea a partir de estos elementos un universo barroco en acción, en una continua metamorfosis que permite redefinir el trágico sentir del amante. La creación poética cristalizaría en brillante espectáculo que disuelve en el cosmos la pasión dinámica. La imposibilidad de expresión que impone la pasión amorosa recogida en el motivo del silencio permite el símil a través de dos elementos opuestos que se igualan: lágrimas y fuego. Así en el soneto iv «Amor habla callando, mata y eterniza», el poeta, desterrado al silencio, ha de expresar su sufrimiento con lágrimas y suspiros; paralelamente, el gigante Tifeo —castigado bajo el Etna— a través de llamaradas de fuego patentiza su tormento subterráneo. El sistema de correlaciones fuego-lágrimas, silencio-muerte, admite la inclusión de nuevos motivos que desarrollan el símil: el amante, de este modo, acaba convertido en ceniza enamorada por la condición de la amada sol-Fénix, que finalmente castiga la osadía del amante-Ícaro.

La localización del proceso amoroso es el tema del siguiente capítulo, «II. Un espacio sensorial para el amor: el madrigal, el jardín y los diminutivos». El petrarquismo como perspectiva que renueva el género clásico y las influencias de Teócrito y Anacreonte, así como Virgilio son los pilares sobre los que construir algunos de los madrigales de Soto de Rojas (Indicio de amor, Favor dulce…), situado en el espacio idílico del jardín. Se describe un paisaje constituido por el fresno, la ninfa-arroyo, la yedra arrimada al muro..., en suma, un microcosmos en el que engarzar con sugestiva plasticidad las fuerzas de la renacentista concordia-discors. En estas coordenadas se sitúa la amada, que, en la tradición clásica heredada de Anacreonte, se equipara con la sierpe-áspid; el petrarquismo posibilita su doble dimensión de «donna angelica» y dama cruel, que se amolda al tono «ligero» del madrigal a través del empleo de diminutivos. Es una perspectiva amorosa ejemplificada en la abeja: «cualquier dul­zura en su amor o dejación de su crueldad, mediante un aliento erótico, serán meras apariencias engañosas que proveerán una desalentada amargura» (pág. 58).

Constante y diverso ha sido en la poesía el motivo de la mariposa, que encuentra la muerte en su atracción por la llama en el poeta granadino. A él le dedica G. Porras Cabello el capítulo «III. La mariposa y la llama, alegoría de la constancia del amor más allá de la destrucción». Este tratamiento literario forma parte del conjunto de reescrituras de la modelación paradigmática petrarquista[2] en cuya nómina de autores figuran también Gutierre de Cetina, Hurtado de Mendoza, Camoens, Herrera... Al igual que la mariposa, el hombre sufre un dramático fin al perseguir a la dama, con lo que se conexiona el motivo de la fábula de Ícaro. Sin embargo, Soto de Rojas invierte esta significación negativa al transformar el amor en fénix que, de esta manera, se perpetúa eternamente (desviándose, de esta manera, del motivo de Ícaro). Sin embargo, desde una perspectiva moralizante totalizadora del Desengaño, la metamorfosis del corazón-
-mariposa
en fénix se muestra como ilusoria.

«IV. El sentimiento de la naturaleza en el desengaño» desvela la peculiar manifestación del mundo natural en la obra de Soto uno de los aspectos que más atención crítica han suscitado. Como marco natural se erigen el sentimiento de amor y el desengaño que conlleva, propiciando una singularísimo cauce expresivo en el cancionero barroco de Soto: naturaleza y erudición, la contemplación de los ruinas, el ámbito de los jardines alegóricos como espacio ideal para el amor... Coinciden los diversos estudiosos del autor del Desengaño en señalar su capacidad para establecer una construcción de la naturaleza basada en lo pequeño: así, García Lorca lo describe como «poeta de lo pequeño, del diminutismo», que «se recrea con la fruta pequeña en finas imágenes». Focalizada la atención en la cornucopiaÉgloga tercera»), la descripción de la naturaleza ha dejado de lado el espacio de las silvas frente a los yermos, el marco bucólico retoricado, el ámbito ajardinado... entre otros. Señala G. Cabello la condición de Soto de Rojas como cultivador del bodegón literario, en una filiación claramente granadina que proporciona un gran sensualismo a través de una elaboración compleja y artificiosa, aunando erudición e imitación poética de maestros como Virgilio y Ovidio.

En la profundización en el examen del espacio amoroso se incardina «v. El jardín como espacio idóneo para el amor». Es en el jardín donde se equilibran armonía y la naturaleza, en la supeditación de esta última al dominio del hombre, que logra, de este modo, perfilar el lugar en el que habita. Estudiado sobre todo en el Paraíso y en las siete mansiones de su carmen alegórico, en el Desengaño el jardín es el escenario propio para el amor, simbolizando la dificultad que el espacio femenino impone en su conquista así como en el recato de honor que con su laberíntica esencia impone (en la línea de la etimología significativa del hortus conclusus). Todo ello en una gradada evolución discursiva que parte de la imposibilidad de la conquista hasta la concreción del amor. Un jardín el de Fénix que es paradigma de su propia belleza.

En «VI. La poética de las ruinas en Soto de Rojas: un remedio esperanzado para el sentimiento de amor», se desvelan las claves de la nueva visión de las ruinas alejada del tratamiento de la literatura clásica o renacentista que llevan a cabo poetas como Herrera y Soto de Rojas. Más allá de la observación directa de las ruinas, de la tematización barroca o la contemplación sentimental, el motivo de las ruinas es el cauce de expresión de una pluralidad de discursos (histórico, filosófico, moral...). El soneto «Deprecación al tiempo» se engarza en la cadena de composiciones que trataron este motivo, de raíz clásica y que asimila temática —ruinas de Troya y Cartago— y referentes poético —Castiglione y Cetina—. Con una perspectiva fragmentaria, se pretende mostrar los efectos destructores del tiempo. El tema de la ruina es excusa retórica para abordar la mudanza general que se contrapone a la inflexibilidad de la dama en su crudeza y del poeta en su sufrimiento amoroso.

El análisis de la égloga tercera centra el siguiente capítulo: «VII. El bodegón poético en Soto de Rojas: notas sobre un sistema de catalogación de la realidad. La Égloga tercera». El capítulo se abre con unas consideraciones generales sobre el bodegón poético y la relación con la «Égloga tercera», en la que se rompe la imagen de Fénix como perfecta amadora, al desdeñar el amor del pastor Fenixandro a favor del profesorado por el mayoral ricacho. Como cornupia la define Soto de Rojas en los apuntamientos finales al Desengaño. Marcelo estructura en prolija enumeratio estilísticamente configurada como cornucopia piedras preciosas, animales y productos de la naturaleza, presentes del mayoral que conforman el bodegón poético. Puramente descriptiva, en esta égloga los pastores —en un diálogo en el que se ausenta la voz del narrador— se definen por los bienes que poseen, de ahí esa necesidad de inventariar propiedades (en el caso del mayoral ricacho) o bienes espirituales como la empatía con la naturaleza (tal y como hace Fenixandro). G. Cabello Porras proporciona en estas páginas una utilísima sistematización, catalogación y clasificación con los que Soto aprehende la realidad. La cornucopia pertenecería al modo exegemático, con un tiempo y un sentimiento que —aunque incardinados en le espacio pastoril— son totalmente ajenos a la floresta bucólica. El paradigma para esta cornucopia de Soto son los cortejos rústicos de Lope de Vega, así como de la apropiación del mito de Polifemo recreado en La Arcadia, entramado estructural de la égloga en el que se altera la distribución de papeles. Bodegón relacionado con el espejo y que, por tanto, asume su propia realidad ilusoria para conducir al desengaño.

Si la primera parte del Desengaño recogía como cancionero petrarquista la experiencia personal del yo poético, una vez que ésta se resuelve como fuente de dolor, la obra de Soto de Rojas sirve como cauce expresivo de diversa temática: moral, fúnebre, hagiográfica y, también mitológica, aunque con un tratamiento distintos al que había tenido en anteriores composiciones. El capítulo «VIII. Galería alegórica de mitos y de antiguos amadores» ahonda en ese radical cambio fundamentado en la visión desengañada del poeta, que despoja la fábula mítica del sentido de ejemplificación del estado amoroso o de representación de la fusión mítica para convertirla en transmisora de una «enseñanza moralizante basada en la absurda obsesión por la falacia que conlleva el “edificio engañoso» del amor humano» (pág. 208). La seriación poética del Desengaño recoge las figuras de Píramo y Tisbe, Leandro, Apolo y Dafne... La esencia dañina del amor impregna el discurso lírico del poeta, que ofrece las diferentes fábulas mitológicas como iniciación y aprendizaje del amor humano y sus derrotas.

«IX. La fiesta barroca o el asombro del vulgo ante la heroicidad de los privilegiados. El espectáculo de lo efímero». Se abre el análisis a la «exposición ejemplar de los privilegios», la «majestuosidad y brillo» de unas fiestas concebidas como válvula de escape con función persuasiva. La violencia y el dolor, como apunta Maravall, sirvieron para atemorizar al pueblo. Inmovilismo e impermeabilidad social quedaban, de esta manera, asegurados, como apunta Aurora Egido. Es esta perspectiva la que englobaría la fiesta barroca en su Elogio. Poema en octavas reales, el canto heroico rompe con la lírica amorosa dominante en el discurso, lo que obliga a una reacomodación de la palabra al nuevo sujeto heroico, con la invocación inicial a Calíope, musa de la poesía épica, y Talía, musa de la comedia. Fénix es sustituida, en este nuevo discurso poético, por el heroísmo de la fiesta. Concebida como loa a la heroica nobleza, el Elogio no escatima la depreciación del vulgo, temeroso y acobardado, que con «infame» regocijo celebra la muerte cruel del toro para, finalmente, rendirse ante el fasto de un jinete perteneciente a la nobleza. Se cumple, por tanto, el aplastamiento de su propia condición de plebe. La degradación del gentío es intensificación de los fuertes, a través del influjo de fuerzas extrarracionales y pasionales. Participa, pues, Soto, del lema horaciano «odi profanum vulgus». La jerarquización social incurre en paradoja, al denostar el poeta por celebrar la fiesta, sin alcanzar la crítica a la nobleza, la verdadera ejecutora, una clase social que abandona su función guerrera para dedicarse al ocio.

El capítulo «X. La elegía fúnebre. Del panegírico a la amistad» se enfrenta a las composiciones elegíacas de Soto de Rojas. Ardua tarea es la definición precisa de la elegía, género que, desde el modelo italiano permitía una dicotomía lógica: «la expresión dolorosa por un sentimiento de ausencia» y, siguiendo la formulación de E. Camacho Guizado, la narración de «asuntos placenteros». Otras clasificaciones aluden a criterios temáticos (elegía funeral / elegía heroica), o bien circunscriben el alcance del género a la lamentación de una persona, o incluso, establecen consideraciones métricas al señalar el terceto como el cauce formal más adecuado para este tipo de composiciones. Ciñéndonos al poeta que nos ocupa, las dos elegías de Soto de Rojas pertenecen al ámbito de dolor y tristeza ante la muerte de una persona conocida, ya sea por un trato directo o por la subordinación que muchos poetas del barroco español mantenían con sus mecenas. A este segundo tipo de composición —que se ajustaría al modelo propuesto por Garcilaso en su Elegía i— correspondería la «Elegía a don Antonio Portocarrero» (escrito en ocasión de la muerte de Monsén Rubi de Bracamante, corregidor de Granada), poema en el que Soto de Rojas asume la creación garcilasiana en los motivos estructurantes (aunque con significativas omisiones), pero añadiendo una serie de imágenes cuyo significado es claramente opuesto al de Garcilaso. La muerte como esqueleto, su proyección hacia la ceniza, la nada..., el poeta delimita en sus versos un mensaje moral que destaca el desengaño que debemos aprender en la muerte de un personaje relevante en los asuntos públicos. La influencia garcilasiana estructura una obra que insiste en la provisionalidad de la vida terrena, ahondando en la concepción bíblica de la existencia terrenal como peregrinatio hacia una vida verdadera, a través de duros pasos que sólo podrá dar el hombre virtuoso. La «Elegía en la muerte del licenciado Gaspar Alonso» supone la práctica de otro tipo diferente de modalidad elegíaca: aquella en la que se rememora afectivamente al amigo ausente, en un discurso poético marcado por la intimidad, pues en estos versos cobran carta de naturaleza los impulsos de los sentimientos. La estructura, en este caso, es bipolar, en torno a la alternancia entre consolación y lamentación, lo que acentúa la implicación emotiva del poeta, que puede asumir la muerte como tránsito hacia una vida verdadera ante el dolor intenso causado por la muerte de su amigo. La huella de la Elegía i en esta composición es clara, pero notablemente menor que en el poema anterior, al circunscribirse a ciertos fragmentos de la lamentación.

En la tarea de descripción del campo semántico de la muerte, G. Porras Cabello procede —en el capítulo «XI. Túmulos y sepulcros: del lamento retórico al llanto por la pérdida de «la mitad del alma mía»— al análisis de las composiciones sepulcrales de Soto de Rojas. Como gozne, las elegías fúnebres del poeta granadino clausuran un tramo del Desengaño en el que se establecen dos perfiles en la composición literaria: el poema como construcción fruto del oficio del autor frente al poema como expresión del sentimiento. Establecida la doble caracterización del yo lírico en las dos com­posiciones elegíacas, se dispone a continuación en el cancionero de Soto una seriación poemática de siete composiciones sepulcrales con las que se cierra —antes de alcanzar los temas hagiográficos, marianos y eucarísticos— la lección moral de desengaño a través de la muerte. Las diferentes composiciones con túmulos cumplen, en su singularidad, una función diferenciadora (presentar a un individuo o un estamento), y como conjunto universalizan el mensaje pretendido por el poeta: «Mostrar el dominio absoluto de la muerte frente a reyes, nobles guerreros, nobles letrados, conquistadores, obispos y, en otro terreno, amigos como Al­banio Remírez» (pág. 259); en suma, una elaboración moral en torno al lema «mors omnia aequat». En estas composiciones la expresión poética responde a los tópicos funerarios habituales, en un retoricismo ante la muerte regido por las convenciones literarias. Todo ello en la función axial de «representación» barroca.

Al cerrar el libro, se avizora el calado de la investigación de G. Cabello Porras: páginas las suyas de reseñable análisis filológico, que trascienden el objeto concreto de estudio para ser modelo de comentario textual. Ciertamente, el examen detenido de Soto de Rojas se enriquece con la inexcusable interrelación con poetas clásicos y coetáneos del autor granadino. El rastreo de fuentes en brillante ejercicio bibliográfico que equilibra los estudios clásicos con las más recientes contribuciones eruditas conforma un privilegiado mapa literario en el que las notas a pie de página adquieren un carácter enciclopédico de notable erudición. La exhaustividad en la definición del matiz, la focalización en aspectos aparentemente parciales pero que conforman la verdadera estructura interna del poemario son los objetivos principales de una labor filológica de la que afortunadamente podemos disfrutar en este rescate editorial. Casi veinte años después de su primigenia escritura, tras un proceso previo de revisión y reformulación de materiales que agudiza, aún más si cabe, su lúcida exégesis, el tiempo ha venido a revelar la profundidad filológica de esta feliz contribución a la comprensión del poeta granadino de G. Cabello Porras, que asume como irrenunciable deber investigador la máxima de J. Lara Garrido: la atención al detalle como «prioridad heurística»[3]. Desde una inmejorable atalaya crítica, sus páginas nos brindan un estado de la cuestión rico en alcances y perspectivas.

 

R. Díaz Rosales

Francisco de Medrano, Diversas rimas (ed. de J. Ponce Cárdenas), Fundación José Manuel Lara (Colección Clásicos andaluces), Sevilla, 2005, 643 págs.

 

La vida y la obra de Francisco de Medrano han adolecido casi siempre de la parcialidad de los estudios a ellas dedicados, así como de un general abandono editorial. Un repaso por la bibliografía que al respecto consigna Jesús Ponce Cárdenas nos sitúa ante un ingente número de artículos de revista —esto es, de calas indefectiblemente breves y particulares— así como de capítulos consagrados a Medrano y su quehacer poético dentro de obras cuyo objeto de análisis es mucho más extenso. Pocas veces, digo, una incursión crítica en la obra del poeta sevillano —que además no desdeñase las siempre valiosas peripecias de su trayecto biográfico— había sabido aunar la globalidad de una visión panorámica del conjunto de su obra con la precisión del detalle crítico. Naturalmente, me estoy refiriendo a los trabajos de D. Alonso, en dos volúmenes, dedicado el primero a la Vida y obra de Medrano (1948) y el segundo a la Edición crítica (1958) de sus versos. Isla más o menos perdida en un océano de descuidos filológicos y editoriales, por más que en ella figure la bandera de un grande de nuestra disciplina.

La extensa y detalladísima «Introducción» a la edición de las Diversas rimas de Medrano, así como el rescate filológico y editorial de sus textos por parte de J. Ponce, son dignos sucesores de los brillantes trabajos alonsinos. Y es por eso mismo que la mirada crítica de D. Alonso está presente, de modo explícito o implícito, a todo lo largo de la edición de Ponce, ya sea para hacerse eco de sus logros o para enmendar sus desaciertos —que también los tuvo, en especial su biografismo crítico— sobre la sólida base de los conocimientos necesarios para hacerlo. La disposición de las aportaciones de nuestro editor se realiza en cinco bloques. El primero se dedica a las cuestiones biográficas (págs. xi-xlviii); el segundo indaga en los aspectos ideológicos o doctrinales que constituyen el contenido básico de los versos medranescos, y que nos llevan desde los parámetros de la religiosidad típicamente jesuítica, visible en la poesía de juventud, a los del estoicismo horaciano de la poesía de madurez (págs. xlix-cvii); el tercero se reserva al estudio de las influencias clásicas e italianistas que definen la imitatio manierista de nuestro poeta (págs. cix-cxxix); en el cuarto, Ponce intenta perfilar una postura propia en el debatido tema de la distinción entre dos escuelas poéticas en las décadas finales de nuestro siglo xvi —una salmantina bajo el magisterio de fray Luis y otra sevillana bajo el de Herrera—, y averiguar hasta qué punto es sostenible críticamente la ubicación de los versos medranescos bien en una o bien en otra (págs. cxxxv-cxlix); finalmente, el quinto bloque se consagra a un repaso por la historia textual de la poesía de Medrano, de su transmisión manuscrita e impresa, para terminar dando cuenta de los criterios seguidos por Ponce para su edición (págs. cli-clviii). Un apartado dedicado a la bibliografía en que la investigación preliminar de Ponce ha encontrado apoyatura cierra la parte previa al poemario (págs. clix-clxii).

Comienza Ponce su «Introducción» con el prurito historiográfico de esbozar «una nueva biografía» de Medrano, pues «desde 1948 nadie ha vuelto a indagar en las cuantiosas zonas de sombra que aún celan diversas peripecias vitales de Medrano». Para arrojar luz sobre ellas se valdrá Ponce de «una preciosa gavilla de documentos inéditos» (página xi). Los detalles biográficos van a orbitar necesariamente en torno a los ejes fundamentales ya conocidos desde antes: el nacimiento del poeta en 1570 en el seno de una rica familia burguesa sevillana, su ingreso en la Compañía de Jesús en 1584, los estudios y docencias en Valladolid y Salamanca, y su definitivo abandono de la milicia ignaciana en 1602 para marchar al retiro campestre en su finca de Mirarbueno, donde le sorprendería la muerte en 1607.

En el segundo bloque, Ponce intenta resumir la trayectoria lírica de Medrano como un tránsito «de la espiritualidad jesuítica al sensualismo horaciano». Es lo que aquél llama el «carácter biforme» de la escritura medranesca, escindida entre una «trayectoria juvenil de versos religiosos» y «los cauces amorosos y horacianos recorridos durante la edad madura». Entre ambos extremos, como muy bien apunta nuestro editor, «media una distancia estética suma», y el crítico debe aceptar, previamente al abordaje de su estudio, que se halla en todo caso ante una labor creativa conservada sólo fragmentariamente, razón por la cual sus conclusiones «han de resultar, por fuerza, parciales» (págs. xlix-l).

A continuación, Ponce analiza el cancionero juvenil de Medrano. Apunta entonces «la escasa calidad que ostenta la mayor parte de dichas composiciones», aduciendo como causa posible «cuán poco adecuado resulta el contexto jesuítico para favorecer la gestación de una lírica valiosa marcada por un sello personal» (pág. li); concede, no obstante, que «sin la formación humanística de los jesuitas, sin la lectura, traducción y comentario de los clásicos que tanto fomentaran aquéllos desde sus aulas no podría entenderse el signo horaciano de la lírica medranesca de madurez» (pág. lii), e incluye la importante observación final acerca de cómo la amistad del poeta con el pintor Francisco Pacheco, figura central en el desarrollo del manierismo sevillano, data al menos de la temprana fecha de 1593 (pág. lxvi). Las composiciones del códice son versos que llamaríamos «de circunstancias», esto es, escritos con motivo de algún acontecimiento de especial importancia para la comunidad clerical en la que vive y convive el poeta. Son obras de un poeta novel «que comienza a hacerse con los rudimentos verbales y retóricos de una técnica inserta en un marco académico y celebrativo», aunque todavía está lejos del «delicado y hondo poeta alabado por la crítica» (pág. lv).

El resto del segundo bloque y los tres restantes de la «Introducción» están consagrados al estudio de la poesía de madurez. Entramos ya de lleno en el estudio crítico de un «cancionero amoroso-moral» que «se incardina en un ámbito muy marcado, el de las postrimerías de la lírica manierista hispana» (pág. lxvii). A diferencia de la labor poética de juventud, los versos manieristas de madurez, con Horacio como fuente má­xima de inspiración, responden a «la labor del escritor contentus paucis lectoribus» y se hallan compuestos «bajo la enseña del “señoril desprecio de la chusma profana” (ode iii, 4, 43-44), así como del «señoril reposo» (ode iii, 10, 4) que desea le acoja en su desierto retiro» (pág. lxviii). La primera hipótesis de trabajo seguida por Ponce plantea hasta qué punto la ordenación de los poemas en el códice manuscrito editado (bnm-3783) puede considerarse arbitraria o, por el contrario, respondía a criterios formales e ideológicos heredados de raccolte petrarquistas italianas del Quinientos —remi­tentes, en último término, al Canzoniere de Petrarca— y de las Odas de Horacio. Los argumentos esgrimidos demuestran que, efec­tivamente, se percibe en el manuscrito una intención ordenadora que remite tanto a la petrarquesco-petrarquista como a la horaciana, concluyendo que «podría hablarse, pues, de una coherencia máxima con la tradición de las raccolte líricas italianas, sobre las que se superponen las galas y obsesiones morales del cancionero trazado por Horacio en sus Odas» (pág. lxxi).

Al tratar sobre «las máscaras del enamorado» y las consiguientes «fronteras de la poesía galante» (pág. lxxxii), indaga Ponce cómo, en la línea de una costumbre tradicional del petrarquismo, los nombres de las damas Flora, Amaranta, Galatina y Amarilis son trasuntos poéticos de otras tantas damas reales: Inés de Quiñones, María de Esquibel, Catalina de Aguilar e Isabel de Vargas (el apellido de esta última no está claro); e igualmente es trasunto fictivo del poeta el propio yo lírico. Según Ponce, «el crítico literario no ha de confundir las figuras históricas [...] con las máscaras poéticas del yo lírico y sus cuatro bellas acompañantes» (pág. lxxxii), error en que sí incurría D. Alonso, cuyas observaciones al respecto en­cuentran aquí censura.

Posteriormente, analiza el editor la influencia doctrinal que ejerce sobre los poemas medranescos de madurez el estoicismo horaciano. Horacio planteó un eclecticismo entre las doctrinas de los estoicos y de los epicúreos. Y Ponce da un repaso por los temas de la lírica horaciana que van asociados a una y otra escuela, con el fin de demostrar que a la primera deben los versos de Medrano «el hondo valor de la amistad; la renuncia a la vida activa (sea ésta política o militar), que suele conjugarse con el amor al campo y al retiro; y, por último, la autarquía como máximo ideal de vida» (págs. xclviii-xcix), mientras que de la segunda toman la execración de las pasiones como el obstáculo mayor en el camino ascético que debía emprender el ser humano. Otras consideraciones están dedicadas a lo que en el caso de Medrano, como en el de Horacio, Petrarca y los petrarquistas, suele recibir el nombre de «poesía de circunstancias», con un cierto matiz despectivo que conlleva su exégesis según moldes estereotípicos y el desprecio de su meditada contribución a la dispositio de las composiciones en el cancionero.

El tercer bloque de la «Introducción» se abre con una serie de «Notas sobre el italianismo de Medrano». Para Ponce, «en la conformación de la colección poética de Medrano se aprecian dos líneas de cohesión (amor et mores) que la vinculan a la estructura itálica de un canzoniere al modo petrarquesco», si bien «el proyecto truncado del hispalense no era otro que distribuir sus composiciones en cuatro libros bien distinguidos, a la manera la tétrada elaborada por Horacio en los Carmina». Y, con todo, «probablemente deba sospecharse que el molde horaciano no sólo pudo serle sugerido gracias a una lectura directa del venusino sino que la combinación de ambas estructuras dispositivas (cancionero + distribución lírica horaciana en tétradas) debía de hallarse ya en la lírica italiana del Quinientos» (pág. cx).

Un segundo apartado de este tercer bloque deslinda «Algunas cuestiones de poética», con la necesaria constatación inicial de que «tentar un acercamiento a la poética que sustenta la creación lírica de Medrano conduce de forma inexorable a hablar de Horacio» (pág. cxvii). Y es que a lo largo del Quinientos se va acentuando cada vez más el influjo de las odas del vate venusino en las raccolte líricas, y no sólo por «la capital importancia del modelo latino en la configuración de la arquitectura macrotextual de las colecciones poéticas» (pág. cxviii), sino también porque éstas se impregnan de los «dogmas de ética o moral o estoica filosofía, según el modelo inmarcesible de los Carmina horacianos» (pág. cxix). Ponce estudia los procedimientos de imitación horaciana de que se vale el sevillano, estableciendo cinco: interpretatio, paraphrasis y conversio (págs. cxxi-cxxii), a los que añade las llamadas técnicas de «engaste» (o intarsio) y de «recomposición selectiva» (págs. cxxvii-cxxix).

El tercer y último apartado del tercer bloque lleva como título «La conformación de una lengua poética». Estudia en él los influjos estilísticos que, desde el punto de vista léxico y sintáctico, ejercen en la poesía de Medrano aquellas auctoritates reconocibles en sus versos —Horacio, Petrarca, Ariosto, Tasso—. Presta especial atención al cultismo sintáctico y semántico, recursos que confieren al poemario un inconfundible sabor manierista.

El cuarto bloque consta de un único apartado titulado «Entre Sevilla y Salamanca: un poeta en la historia literaria». Se estudia en él la historia de la recepción de la lírica de Medrano desde su tiempo hasta que «se incorpora durante el siglo xix al canon editorial y crítico de las voces aureoseculares más representativas» (pág. cxxxv), y se replantean los problemas de la distinción taxonómica de dos escuelas —salmantina y sevillana— en nuestra lírica manierista y del lugar en que en dicho sentido habría que ubicar la lírica medranesca de madurez.

Para examinar cómo fue leída la poesía de Medrano en su momento, empieza Ponce por recordar la amistad que existió entre aquél y otros poetas de su entorno sevillano de comienzos del xvii —Juan de Arguijo, Francisco de Rioja o Hernando de Soria Galvarro—, para a continuación ejemplificar la influencia medranesca en tales poetas. Lejos ya en el tiempo y en el espacio, Medrano dejó también su impronta en los versos barrocos de Pedro Soto de Rojas. En el siglo xviii su poesía cayó en el olvido, y no sería hasta bien entrado el siglo xix que comenzase la redignificación de la misma en el horizonte de nuestra crítica. Al llegar al estudio de la poesía de Medrano realizado por M. Menéndez Pelayo, aflora el problema netamente positivista de escindir la lírica manierista española entre una escuela salmantina acaudillada por fray Luis y otra sevillana encabezada por Herrera. Fue, en efecto, el ilustre polígrafo santaderino quien, desde las páginas de su libro Horacio en España (1877), abrió una cuestión que se dilataría en el tiempo sin una solución clara ni posible si ésta tenía que pasar por divisiones tajantes. El examen de la historia de la recepción de los poemas de Medrano llega a su punto culminante en el encuentro, ya en el siglo xx, con la figura de Dámaso Alonso, pues de manos del maestro complutense llegaría «la consagración definitiva del cantor de Amarilis entre los grandes ingenios aureoseculares» (pág. cxlvi). Posteriormente, Rodríguez Moñino publicaba en 1969 los primeros trabajos poéticos del sevillano. Y retomando el hilo de la problemática adhesión de la lírica medranesca de madurez a una escuela salmantina o a una sevillana, Ponce concluye que no se debe descartar el rendimiento crítico que puede ofrecer la valoración crítica y formal de la lírica manierista de Medrano según su adopción o rechazo de determinados postulados que definían el quehacer poético de los dos ámbitos salmantino y sevillano, pero sí el intento críticamente estéril de adscribir el verso medranesco de manera excluyente a los horizontes estéticos de uno u otro (pág. xlix).

El apartado que abre el quinto bloque de la «Introducción» pretende una «Aproximación a la historia textual de la lírica de Medrano» (págs. cli-clviii), y se cierra con los pertinentes apuntes sobre los criterios de edición seguidos por Ponce. Comienza el filólogo por exponer un breve estado de la cuestión textual acerca de los testimonios manuscritos conservados que contienen la poesía de Medrano (bnm-3.783, bnm-3.788 y rae / rm-7.686). A ellos hay que añadir los ejemplares procedentes de la editio princeps de la lírica medranesca, la llevada a cabo por Angelo Orlandi en Palermo (1617). A partir de la descripción codicológica de los manuscritos, hemos de suponer —pues Ponce no lo indica explícitamente— que el texto editado es el bnm-3.783. En los criterios de edición, Ponce da cuenta de las tres secciones en que divide el texto (Poesías líricas, Otros poemas y Cancionero de juventud), explica aquellos aspectos lingüísticos y gráficos que han sido objeto de modernización y, finalmente, desarrolla una lista de obras y estudios citados en las notas a pie de página, elenco que incluye autores y títulos fundamentales en la anotación exegética de un poemario manierista —como puedan ser las Anotaciones de Herrera, por ejemplo—. Idénticas virtudes adornan la bibliografía que se incluye después de la «Introducción» y en la que se constatan, en primer lugar, las ediciones de la poesía de Medrano a lo largo de la historia y, en segundo lugar, los estudios que han servido de apoyo bibliográfico en el proceso de elaboración de todo el examen preliminar. Es por ello que no faltan títulos imprescindibles como los dos volúmenes de la Vida y obra de Medrano, de D. Alonso, o investigaciones más generales como los Estudios sobre el petrarquismo en España, de J. G. Fucilla.

Tras el estudio introductorio, llega el texto propiamente dicho. Los poemas se reparten métricamente entre dos tipos: sonetos y odes. Sin embargo, dicha escisión sólo afecta a la forma y no comporta una paralela escisión en lo temático, ya que, como apunta Ponce, «no puede mantenerse que el escritor restrinja los temas áulicos y amorosos al sintético orbe del soneto, ni que en su plan organizativo circunscriba la materia moral al cauce neoclásico de las odes»; pues, en efecto, «según este principio de ósmosis mutua, existen sonetos horacianos y odes amorosas o panegíricas» («Introducción», págs. lxxii-lxxiii). Ejemplos de ello, citados por el propio editor, son la ode i, 4, donde el poeta celebra la entrada de Felipe III en Salamanca; la ode ii, 5, en la cual el yo lírico encarece el «acertado error» de su amor por Amarilis; y, a la inversa, el soneto iii, 9, que da cuenta de la enseñanza horaciana referente a no demorar cuanto se haya planeado, y el iii, 12, que parte del tema básico, también típicamente horaciano, de la condición efímera de la existencia.

Si la repartición métrica de las composiciones entre sonetos y odes, así como la configuración de un depósito de inventio conformado por los loci amorosos y áulicos de raigambre petrarquesca y por los principios morales del neoestoicismo horacianista, son indicios evidentes de que la lírica medranesca de madurez brota en el punto central de una encrucijada manierista donde convergen una tradición italianista junto a otra de recuperación clásica del dechado formal horaciano, idéntico indicio es también el entrecruzamiento de modelos italianosPetrarca, Ariosto y, sobre todo, Torquato Tasso— y clásicos —por supuesto, con Horacio a la cabeza—. El panorama no puede completarse sin añadir que los influjos italianistas y horacianos registrables en la poesía medranesca de madurez no provienen exclusivamente por vía de la lectura directa de los modelos foráneos y que, en efecto, no se entenderían sin el aprendizaje en los grandes maestros líricos españoles, entre los que descuella fray Luis de León.

El texto de los tres libros de «Poesías líricas» viene acompañado por un rico aparato de anotaciones a pie de página, las cuales atienden a dos objetivos fundamentales: en primer lugar, dar cuenta de las fuentes de los diversos poemas, muchas de ellas evidentes —como ocurre muy especialmente con las odas de Horacio— y otras para cuya identificación se hace necesario un depósito de eruditio literaria como el que Ponce demuestra; y en segundo lugar, la explicación de todos aquellos elementos de los textos cuyo desconocimiento podría acarrear la dificultad de interpretación de los mismos (tal es el caso de las frecuentes alusiones mitológicas, los tópicos poéticos, los cultismos, etc.).

Después de las «Poesía líricas», sigue una breve sección en la que se incluyen seis poemas no recogidos en el manuscrito bnm-3.783. De tales composiciones, una se incluía en un compendio teológico del jesuita portugués Henrique Henriques, y las otras cinco se recogieron en la edición príncipe palermitana de 1617.

La parte del libro destinada a los textos se cierra con una sección a modo de extenso apéndice en la cual se recoge el «Cancionero de juventud». Posiblemente por su condición de apéndice, así como por obvias razones de espacio, los poemas de este cancionero carecen del interesante aparato de notas al pie con el que contaban los incluidos en las dos secciones anteriores. Por otra parte, aunque no se diga explícitamente qué texto ha servido de base para la edición —defecto éste que es el mismo que para la sección de las «Poesías líricas»—, las descripciones codicológicas antes aludidas nos hacen suponer que el texto que se publica es el manuscrito rae / rm-7.686. Códice éste bastante maltrecho amén de anónimo, recoge poesías «de tema casi exclusivamente religioso» («Introducción», pág. cliii). En efecto, desde el punto de vista del contenido predominan los cauces de una moral católica convencional ligada a lo celebrativo. En la «Introducción» afirma Ponce, por lo demás, que «ninguna presencia resulta tan importante en este cancionero religioso de juventud como la de fray Luis de León» (pág. xxxvii). En cuanto a la métrica, encontramos sonetos, tercetos, liras, y una especial relevancia de la poesía castellana octosilábica de redondillas, glosas, villancicos y romances.

La edición de la poesía de Medrano llevada a cabo por Jesús Ponce Cárdenas, que da como resultado este completo volumen de Diversas rimas donde tienen cabida tanto las poesías de madurez estoico-horaciana y de incardinación manierista como las religiosas de juventud, está destinada a convertirse en punto de referencia crítica en el futuro para cualquier indagación que pretenda un acercamiento no sólo a la obra singular del vate sevillano sino a lo que pudo ser y fue la trayectoria de formación de un estilo poético en España a lo largo de la segunda mitad del Quinientos y su maduración en el pórtico ya del Barroco. La lúcida exégesis de los textos manieristas de Medrano, lograda a través de un preciso aparato de anotación textual, se halla precedida de un magnífico estudio introductorio que abarca todos los horizontes que deben tenerse en cuenta para conocer en profundidad y valorar acertadamente, prejuicios crítico-literarios al margen, el conjunto de la obra lírica del gran poeta sevillano.

 

J. Villar Buzón

Miguel de Barrios, Flor de Apolo (ed. de F. J. Sedeño Rodríguez), Reichenberger (Colección «Ediciones Críticas», 145), Kassel, 2005, 557 págs.

 

Todo aquel filólogo que practique asiduamente la sana costumbre del reseñar, sabrá que sólo aparentemente se halla ésta sujeta a una rutina plana y anodina. Y si alguno no ha tenido la suerte de comprobarlo en su propia experiencia, desde aquí le animo a buscar la ocasión de que caiga en sus manos uno de esos libros que tienen —al menos para mí, que seré siempre un neófito en esto del hispanismo— un cierto componente de rareza. Libros que, como esta Flor de Apolo, de Miguel de Barrios (1635-1701), convierten su lectura y el comentario de recensión en un dilatado paladeo de curiosidades. Que la obra en cuestión sea obra de un judío español exiliado en el siglo xvii invita a iniciar este comentario con el elogio del editor, Francisco Javier Sedeño, por su demostrado interés en recuperar crítica y editorialmente una página de la cultura sefardí, cultura que fue tan rica como nuestra. Aparte, claro está, de que con ello contribuye, como él mismo observa, a «la ubicación de los llamados menores dentro de una secuenciación generacional literaria» («Prólogo», pág. xi). Y para tener noticia del prurito —con mal disimuladas ráfagas de pasión profesional— con que nuestro editor ha emprendido su tarea, basta solamente iniciar la lectura de sus preliminares al texto.

El paso previo que Sedeño acomete es un breve Prólogo, en el que afirma que «la vida del escritor cordobés Miguel de Barrios es, en realidad, su propia obra, sobre la que vuela la mala sombra del olvido y del destierro en los Países Bajos». No se trata de un fácil biografismo neorromántico, sino de un hecho constatable: la obra de Miguel de Barrios se gestó y se publicó en los Países Bajos, como allá se desarrolló también un importante período de su vida, al tiempo que sobre uno y otro aspecto tendería a caer, indefectiblemente, el velo de una desatención editorial que no habría de ser la misma para grandes poetas que vivieron y publicaron en España. Por otro lado, vida y obra de Barrios se identifican toda vez que «sólo el doble exilio —interior y exterior— en Holanda pudo ofrecer las condiciones necesarias en las que plantear a través de sus obras [...] su preocupación: no cómo pasar por un fingido cristianismo nuevo, sino cómo adquirir el conocimiento hebreo perdido que tranquilizase su sentimiento judío» (pág. ix). Por otro lado, la recuperación editorial de Miguel de Barrios pasa por la edición de su Flor de Apolo, que no ha vuelto a ser impresa desde su editio princeps (Bruselas, 1665).

La «Introducción» se abre con un «Apunte biográfico». La falta de documentación biográfica hace difícil reconstruir la vida de Barrios, por lo que las huellas de ésta deben seguirse a través de sus escritos. Así obrará Sedeño, aunque, con buen sentido, advierte previamente que «podría llevar a equívoco considerar conclusiones humanas, donde deben entenderse como literarias» (pág. 1). La vida de Miguel de Barrios transcurre en cuatro períodos desarrollados en cuatro núcleos geográficos: Montilla, Liorna / Niza, Bruselas / Flandes y Ámsterdam (pág. 10). Barrios nació en Montilla (Córdoba) en 1635, en el seno de una familia de judeoconversos portugueses venidos a España a principios del siglo xvii. A mediados de siglo, se inició en la comarca cordobesa un proceso y persecución antijudaica, y entre los implicados se hallaba el joven Barrios, que hubo de huir de la Península, al igual que sus hermanos. De la etapa montillana poco puede reconstruirse a partir de sus poemas; sólo en los de Coro de las Musas «hay información sobre la actividad amorosa desarrollada en estos años, pero ninguna alusión a estudios ni formación» (págs. 10-11). Esos amores son los que vive y poetiza Mirtilo, alter ego del autor. Pocos años antes de 1660, Barrios embarcó para Italia: «Una nueva etapa comienza ahora: emigración, abrazo público del judaísmo y matrimonio caracterizan la fase italiana de la vida del autor» (pág. 12). En la ciudad de Liorna se sometió a la circuncisión y dio pública fe de su religión judaica. En 1660 contrajo matrimonio con Dé­bora Váez, y ambos embarcaron para América. Tras la repentina muerte de su esposa, volvió en el mismo barco pero esta vez a los Países Bajos. Allí llevó una vida marcada por la dualidad: en Ámsterdam desarrollaba «una vida profundamente religiosa» y leía en academias «aquellas estrofas concernientes a su origen y confesión judaicos», mientras en Bruselas se ocupaba de su puesto de capitán de los tercios españoles y publicaba «bajo el mecenazgo de Fernández de Córdoba aquello que podía ser lícito a ojos de la Inquisición» (pág. 13). En 1662 se casó con el que sería su amor definitivo: Abigail de Pina, Belisa en sus poemas. Fue en Bruselas donde Barrios publicó su Flor de Apolo (1665) y Coro de las Musas (1672). Pero «la separación de su familia y la imposibilidad de práctica libre de su religión» (pág. 14) le hicieron abandonar la capital fla­menca e instalarse definitivamente en Ámsterdam, donde residiría hasta el final de sus días. Resume Sedeño este período constatando que «se caracteriza por la enfermedad, la muerte familiar, la pobreza y una profusa producción literaria», pues, no en vano, «Miguel de Barrios representaba la élite poética de la comunidad sefardí de la ciudad» (página 16), aunque en Ámsterdam no iba a contar con el mecenazgo de que sí gozó en Bruselas.

Tras el repaso biográfico, Sedeño inicia una serie de consideraciones acerca de una posible «Poética in ordine». Dice nuestro editor que «es ya un lugar común afirmar que las nuevas poética y retórica en el siglo xvii habían surgido más de los epistolarios y prólogos de las obras de creación de los autores, que de los tratados teóricos de los preceptistas» (pág. 24). En esa misma línea se sitúa Miguel de Barrios, quien «formula su opinión en los preámbulos de sus dos primeras obras, Flor de Apolo y Coro de las Musas, en concreto en su dedicatoria Al lector, en el primer caso; y en Recelo y aliento del autor [...], en el segundo». En general, el poeta «atiende en ambos prefacios a la visión manierista de la poesía desarrollada en un intento contrarreformista por Luis Alfonso de Carvallo en su Cisne de Apolo; sólo que aquí el neoplatonismo no se une a la patrística, como en el caso del preceptista, sino a los profetas bíblicos en un intento de rejudaización del poeta de su obra» (pág. 26). En términos claramente manieristas, Barrios no entiende la poesía sin el «ejercicio artístico del aprendizaje», man­teniendo para ella la incardinación platónica de su «concepción divina», que Barrios conecta con un «origen bíblico» (pág. 27). Pretende «escapar de ese vulgo bruto e irracional» siguiendo «una línea de poesía cultista e intelectual» (pág, 33), señalando además «cómo es de la Naturaleza el principiar y del Arte el perfeccionar» (pág. 34). Como poeta barroco, manierista en lo preceptivo y judío en lo ideológico, todo «está justificado en estos dos prólogos en preceptistas y autores clásicos, en autoridades bíblicas y en creadores coetáneos» (pág. 27). Por otro lado, «la constatación de esa mezcla genérica y estilística que dio tan buenos resultados en Góngora y Quevedo es tal en Barrios, que además de mostrarse en la intencionalidad editora de Flor de Apolo, se expresa en la parodia poética de sus fábulas mitológicas o de su poesía amorosa» (páginas 26-27). Léase este hilarante ejemplo en el poema: De un fulano de Acosta, que pidiéndole un favor / a su dama Margarita, ella le tiró dos piedras

 

 

Tímido mi amor, no en vano,

de ir [a] hablarte se resiste,

después que me respondiste

con dos piedras en la mano;

sintiendo tu enojo insano

me eximo de ser tu yedra,

visto que como no medra

mi amor contigo, imagina

que está enfermo de la orina

porque tiene mal de piedra.

 

Pero para un conocimiento preciso de la génesis estética e ideológica de la poesía de Miguel de Barrios, es imprescindible tener en cuenta dos cuestiones: en primer lugar, el ininterrumpido contacto cultural entre la Península y las posesiones flamencas, que determinó las lecturas y el aprendizaje literario del poeta; y, en segundo lugar, la necesidad, por parte de Barrios, de atender a las imposiciones ideológicas ortodoxas en Bruselas, y a su propio compromiso religioso en el seno de la comunidad judaica de Ámsterdam. Así lo explica Sedeño: «Barrios tiene que cumplir, por un lado, con la adaptación a las exigencias del control inquisitorial para un público peninsular, donde trata de situarse entre la retórica elusiva [...] y el silencio en los varios géneros que practica, de ahí sus enigmas poéticos [...]. Y, por otro lado, ha de afianzarse como poeta culto y religioso, a pesar de un rudimentario conocimiento teologal hebreo recobrado, en la próspera comunidad sefardita amstelodana, centro enraizado en las culturas portuguesa y española, por este orden además, donde no puede olvidar su raíz talmúdica. La ingente cantidad de libros con que contaba aquella sinagoga, la mayoría procedentes de España, demuestra la permeabilidad cultural entre la Península y el exilio, y el proceso de doble adaptación que Leví Barrios o Miguel de Barrios había de realizar» (pág. 30).

Un apartado posterior está dedicado a indagar la «Transmisión y recepción de su obra poética». Cuenta Sedeño que la primera «ha contado con serias dificultades, ya que gran parte de su producción ha permanecido prácticamente desconocida». Aduce nuestro editor dos causas que no admiten cuestionamiento posible: «de un lado, todas sus obras se editan fuera de la Península», excepto unas pocas excepciones, y, «por otro lado, el contenido espiritual de sus obras tardías se encuentra muy lejos de sus compatriotas por ser un escritor judío». En cambio, «el marco social, cultural y religioso amstelodano fue determinante para la creación y publicación de su extensa obra literaria» (pág. 34). El poemario Flor de Apolo fue la primera obra de Barrios que pasó por la imprenta. Y «por lo que respecta a la recepción de esta opus primum, Miguel de Barrios ya había tenido problemas con la censura en Ámsterdam en 1663, porque, al solicitar el permiso a la autoridad sefardita para imprimirla, el manuscrito fue refutado por la junta, concretamente por uno de sus censores, Isaac Naar, quien prohibió la circulación del libro entre los sefardíes amstelodanos». Los párrafos siguientes se dedican a analizar igualmente la publicación, transmisión y recepción de otras obras: Coro de las Musas (1672), Sol de la vida (1674), Triunfo del gobierno popular en la casa de Jacob (sin pie de imprenta, posiblemente 1684), Estrella de Jacob sobre flores de Lis (1686), Bellomonte de Helicona Bello (1686), Metros nobles (carente de año, posiblemente por las mismas fechas), Árbol de la vida con raíces de la Ley (1689) e Imperio de Dios en la armonía del mundo (1689).

La sección titulada «Constituyentes mayores» ofrece un repaso por los modelos poéticos de Miguel de Barrios y algunas consideraciones acerca de la clasificación estilística de sus poemas. En cuanto a lo primero, señala Sedeño que en la obra de Barrios «se pueden ver reflejadas las técnicas de Góngora, Quevedo, Lope o Calderón, que unidas a su calidad de versificador proporcionan una obra poética con cierta individualidad y unas señas de identidad de orientaciones muy concretas. Igualmente recoge las influencias del conde de Villamediana y sus coetáneos, pero, sobre todo, de las obras surgidas de aquellos poetas tan cercanos a él de la llamada tercera generación como Anastasio Pantaleón de Ribera, Miguel Colodrero de Villalobos, José Penso Vega, Miguel de Pina y otros correligionarios» (pág. 38). En cuanto a la clasificación estilística de los poemas de Barrios, considera Sedeño que «el análisis de su lírica desde la perspectiva estilística, que se desprende de su propia poesía e intención editora, lleva a considerar aquí tres estilos: alto estilo barroco, estilo medio y estilo pleno» (pág. 39). Los explica así: «Su alto estilo barroco nos presenta la densidad de ornamentación que aparece en Soledades o Polifemo de Góngora; estilo también relacionado con Calderón o incluso Quevedo. Su estilo medio se manifiesta abundante en el uso de los mismos artificios, pero sin sostener la densidad ornamental del alto estilo barroco; inclinado, a veces hacia el preciosismo, y otras, al concepto metafísico, está relacionado con Quevedo, Ledesma y Polo de Medina. En su estilo pleno, el cambio de énfasis es más significativo. Hay una especial seriedad de tono, y los artificios estilísticos empleados se utilizan más para revelar el significado que para producir efectos sonoros de sensación. Los dos primeros son dificultosos, y en ellos la materia ostensible del poema puede parecer algunas veces un mero pretexto para el virtuosismo de la forma. El tercero es su vehículo de expresión de importantes ideas, y su propia dificultad se enraíza en la complejidad intrínseca del pensamiento» (págs. 39-40).

Nada mejor, por supuesto, que ejemplificar estos tres veneros poéticos de Miguel de Barrios con algunos ejemplos. Y si entendemos que el estilo medio discurre en línea equidistante del alto estilo y del estilo pleno, quizá nada sea más útil, para ilustrar el conjunto de este terno estilístico, que ejemplificar los extremos. El alto estilo puede encontrarse en la fábula A Narciso y Eco y su impresionante metaforización de la realidad, que bajo el magisterio del Góngora de los grandes poemas llega a desrealizarla por la paradójica vía de su embellecimiento:

 

 

Inmóvil Polifemo de esmeraldas

sostenía en sus fértiles espaldas

verde cielo de estrellas olorosas,

que a blancas mariposas

no aladas, sí risueñas,

trepando por el cuello de las peñas,

libaba la dulzura con la planta,

cuando más fugitiva la corriente

arrojada del ojo de su frente

con apretarle un nudo la garganta,

respirar le hizo olores,

susurro de cristal, sierpe de albores

 

(pág. 244)

 

Versos éstos que tanto recuerdan el comienzo de la Soledad II de Góngora. Del estilo pleno ofrecemos como ejemplo el soneto siguiente, cuya sobriedad formal —ahora consciente renuncia al hermetismo del tropo, de la perífrasis y de la alusión-elusión— debela cualquier dificultad para captar un mensaje desgarradoramente moralizador, cuando además el sostenido juego conceptuoso sobre los polos vida/muerte parece semejar no recurso retórico mas esencia misma de la dialéctica moral que se expresa: Al engaño y desengaño de la vida

 

 

  ¡Triste del hombre que de Dios se olvida

sin que del sueño de su error despierte,

y en el mal que le espera nunca advierte

hasta que su pecado es su homicida.

En su culpa obstinada, y no sentida,

el incierto placer, que le divierte,

es amigo traidor que le da muerte

con el propio deleite de la vida.

Dichoso aquél que justo se prohíbe

del mundo vano que injuriarle quiere,

a donde muerte en el vivir recibe.

Que a quien por ser humilde el siglo hiere,

no se puede decir que entonces vive,

porque no tiene vida hasta que muere!

                                                                                                          (pág. 414)

 

Desde el punto de vista temático, y pues «bien es verdad que la herencia senequista y la nota ascética aflora en los escritores sefarditas de Ámsterdam», Miguel de Barrios «se debate entre el magisterio de Góngora y Quevedo y la búsqueda de un nuevo ideal judaico por la vía del senequismo, marcando el momento en que lo judaico es un sentimiento vital, que se convierte, además, en repertorio de cultura» (pág. 40). Y es que «casi todas las obras de Miguel de Barrios contienen un elemento religioso a través de referencias bíblicas, talmúdicas y cabalísticas», que, «aunque aparecen en mayor grado en las obras de su período vital en Ámsterdam, ya en Flor de Apolo y Coro de las Musas está el germen de la poesía seria que resonará posteriormente en la expresión del pensamiento hebreo en que determinó vivir» (pág. 45). Barrios es también deudor de la herencia petrarquista aureosecular, pero en su poesía amorosa «el tema del amor pierde trascendencia y la mujer es cantada en sus rasgos más circunstanciales» (pág. 40). No obstante, Sedeño matiza que «a esa herencia de la poesía amorosa de Barrios añade un especial entronque con la corriente metafísica que atraviesa la corriente europea del siglo xvii: se trata de una verosimilitud trascendida hacia la fugacidad de todo [...]» (pág. 45). En la poesía encomiástica y panegírica, no se ensalza el «Imperio perdido», sino que «prefiere los temas localistas: la ciudad de Ámsterdam, la hazaña de Orange [...]». Por lo demás, nuevamente bajo el signo de Góngora y Quevedo adquiere gran presencia en sus versos el tema mitológico, tratado no sólo en su dimensión seria, sino dando también lugar a los grandes poemas «despojados de todo lo que no sea la recreación burlesca de las fábulas por sí mismas, en las que el poeta encuentra además un magnífico pretexto para mostrar sus habilidades en el juego retórico» (pág. 40).

Antes del texto de la Flor de Apolo, aún hay lugar para una prolija selección bibliográfica, destinada a convertirse en vademécum de consulta para cualquier interesado en adentrarse por los senderos bibliográficos que conduzcan al conocimiento de la obra y la figura de Miguel de Barrios. Y a tal efecto se consignan las «fuentes primarias» de sus textos, repartidas entre ediciones de época y ediciones contemporáneas, así como una completa —si selectiva— gama de «fuentes secundarias», esto es, de estudios monográficos dedicados a la vida o la obra del poeta, o a cualquiera de las múltiples cuestiones históricas y literarias que el conocimiento de una y otra implican. Cierran el preámbulo unas muy detalladas precisiones acerca de los criterios de edición, que demuestran el encomiable prurito filológico por parte de Sedeño de guardar fidelidad al texto original indicando todos aquellos aspectos segmentales, gráficos y ortográficos, pornimos que sean, que han sido objeto de modificación modernizadora por parte del editor.

El texto cuenta con un aparato de anotaciones claramente pensado para el lector universitario, a quien pretende aclarar sólo aquellos conceptos, sentidos o recursos for­males cuya exégesis pueda ser necesaria aun a ese nivel. El libro se completa con la posterior adición del oportuno aparato crítico de variantes; una adenda en la que se incluyen los poemas insertos en las comedias que se sumaron a la colectánea Flor de Apolo en la edición príncipe y aquellos otros que no aparecen en el ejemplar escogido para su edición y que suponen variantes con respecto de éste; el siempre útil índice de primeros versos; y, finalmente, un repertorio de ilustraciones que acompañaban a los poe­mas de la editio princeps.

Esta edición de la Flor de Apolo llevada a cabo por Francisco Javier Sedeño se ofrece a la vista, por donde primero se la conoce, como libro precioso y de cuidadísima encuadernación. Pero no es ése el valor que dilatará su presencia en el tiempo de nuestra disciplina, sino el esmero filológico de su editor. Una página importante, erudita en lectura y documentación, pulcra en lo textual, profunda en la exégesis y clara en lo expositivo, se ha escrito sobre nuestra poesía barroca del exilio.

 

J. Villar Buzón

Azucena Penas Ibáñez, Félix Lope de Vega, Ediciones Eneida, (Colección Semblanzas), Madrid, 2004, 143 págs.

 

Abarcar la obra de Lope de Vega en 142 páginas es una tarea difícil, aunque en el libro de Azucena Penas, profesora titular de la Universidad Autónoma de Madrid, parece no serlo tanto. Este recorrido ameno y exhaustivo por la producción del Fénix abarca la producción poética, la prosa y el drama de este autor. Atiende tanto a los aspectos compositivos como a las influencias previas sobre Lope, como a su propia influencia sobre los autores posteriores, y describe, además, los recursos dramáticos y lingüísticos utilizados por este autor.

Se estudian, por un lado, las composiciones poéticas y en prosa y, por otro, las composiciones dramáticas. Las primeras son revisadas relacionando los aspectos biográficos de Lope, su obra y su estilo lingüístico y literario, mientras que las segundas son estudiadas según la tipología de Menéndez Pelayo, clasificándolas en comedias religiosas, comedias mitológicas, comedias de historia antigua, comedias de historia extranjera, dramas de historia nacional, comedias de enredo y costumbres, y autos sacramentales. Acompañan a este recorrido por las obras de Lope dos utilidades que facilitan la comprensión de lo expuesto. Son, por un lado, una cronología de la vida y la obra de Lope y el contexto histórico y cultural de su tiempo, y por otro lado, una selección de los textos más representativos del Fénix, como La Dorotea, La Arcadia, Fuenteovejuna, La Dama boba, el Arte Nuevo, El Caballero de Olmedo, Las Rimas humanas, El Romancero general, La vega del Parnaso, El perro del hortelano o Peribáñez y el comendador de Ocaña.

Las obras de Lope están situadas en su época, y son analizadas en relación con los géneros de la época, como la novela pastoril, la novela bizantina, la novela de aventuras o la lírica culta de corte petrarquista, y según los modelos literarios vigentes entonces, como Boccaccio o Sannazaro, así como las relaciones con los grandes escritores coetáneos de Lope, como Cervantes o Góngora. Se analizan también los moldes compositivos, mostrando la preferencia de Lope por el soneto «por adecuarse al concepto para una idea fija, breve y compendiosamente expuesta, con brillante final», y los distintos registros de los personajes, así como las vertientes erudita y popular de este gran autor.

Además, está recogida y explicada de forma breve y clara la decisiva aportación de Lope a la renovación del teatro clásico y de sus reglas, a la ruptura de la observancia de las unidades artistotélicas de tiempo y espacio, a la incorporación de lo natural, de la ambigüedad de lo real al teatro, incorporando a la vez realidades contrapuestas. Quedan, por tanto, de manifiesto la importancia del papel de Lope como creador del teatro nacional, y la repercusión posterior de su Arte Nuevo de hacer comedias.

Este libro, aunque en un primer momento persigue un objetivo divulgador, consigue, al final, ser un estudio erudito que supone una profundización en las cuestiones más importantes abiertas en torno a la figura de Lope de Vega, su estilo lingüístico y literario.

 

T. Silió

El Censor (ed. de F. de Uzcanga), Crítica, Barcelona (Col. clásicos y modernos), 2005.

 

A la zaga de diarios nacidos en Inglaterra con manifiestas intenciones contestatarias como The Spectator y The Tatler, aparecieron en España algunos modelos de corta duración pero con empeñados propósitos de hacer frente a las costumbres heredadas, a un patrón de gobierno que entorpecía absurdamente el progreso de la sociedad y a un estamento eclesiástico que estaba en abierta polémica con los liberales. Sobrepasado el equinoccio del siglo xviii se presentan en sociedad periódicos de una vida efímera como El Duende Especulativo (1761) o El Escritor sin Título (1763). De más trascendencia para el futuro de la prensa periódica en España surge, en la marcada línea de la llamada prensa «espectadora», El pensador (1762-1767). En los últimos años del reinado de Carlos III ocupa un lugar destacado en el muestrario de publicaciones periódicas El Censor, cuya duración (desde febrero de 1781 hasta agosto de 1787, con dos interrupciones) rebasa la esperanza de vida de estas publicaciones; tuvo, por más señas, una periodicidad semanal y una tirada de 500 ejemplares (número que habría que elevar a alguna potencia para hacernos un cálculo aproximativo de los lectores reales que podía tener la publicación, habida cuenta «de que tales papeles suelen ser leídos en tertulias y corros numerosos», Discurso cxxxvii, pág. 280).

Esta edición de El Censor que llega a nuestras manos recoge un número limitado de discursos, treinta en total (de los ciento sesenta y siete que conforman la publicación completa), suficiente número de textos para que el lector pueda forjar una idea bastante fiel de la forma y significado de esta obra. El Censor se presentaba en su primer Discurso como un habitante del mundo que se veía abocado a denunciar todo cuanto le rodeaba: censuro «en casa, en la calle, en el paseo, censuro en la mesa y en la cama, censuro en la ciudad y en el campo, censuro despierto, censuro dormido, censuro a todos, me censuro a mí mismo y hasta mi genio censor censuro, que me parece mucho más censurable que los mayores vicios que en los demás noto. De aquí ha nacido que ya no soy conocido de los que me tratan sino por el Censor» (pág. 61). Había un deseo visible de corregir vicios ociosos y amonestar usanzas cargadas de insensatez en los tiempos que corrían; El Censor se erigía como portavoz de los grupos que defendían el progreso, la libertad, y denunciaban las trabas morales que enturbiaban la imagen de una sociedad que miraba con recelo las ideas importadas del extranjero.

De entre los discursos que acoge esta edición tenemos unos que son particularmente importantes en el enclave de la España ilustrada finisecular. Se nos descubre a los lectores un recurso que aprovecharán los articulistas para ocultar su nombre y esquivar las censuras de las órdenes gubernamentales: artículos periodísticos en forma de carta con personajes ficticios que los suscriben. Simular unos corresponsales inventados o unos lectores que enviaban sus cartas al director suponía un blasón con el que se escudaban los autores para verter ácidas críticas y reprobaciones no menos amargas que violentaban el orden impuesto. De otro modo, y acudiendo a otra conocida técnica de los literatos, el autor fingía hallar unos manuscritos para crear una monarquía imaginaria muy similar a la nuestra; este procedimiento le ponía al Censor el pie en el estribo para satirizar los títulos y privilegios reales en manos de los nobles, y de paso escoltarse de las posibles censuras nunca bienvenidas.

Que el propio Censor era consciente de este procedimiento para eludir la mano airada de los altos cargos lo evidencia el Discurso xxiv, donde, haciendo intento de dar autenticidad a las cartas que le eran enviadas, explicitaba que «con el motivo, al parecer, de haber dado al público en algunos discursos varias noticias y cartas que se me han comunicado, son tantos los encargos semejantes que se me hacen todos los días, que me he visto precisado a no admitir alguno que no se me haga por escrito, ya para evitar la confusión de mi memoria, ya, principalmente, para no alterar en nada el aviso que se pretenda que no comunique al público; pues no quiero ser responsable de los buenos o malos efectos que pueda atraer a mis lectores» (pág. 105, la cursiva es mía).

Lejos de atenerse al modelo convencional de cartas que introducía el escrito epistolar sin más rebozos (tan sólo el Discurso xviii se moldea a esta forma), en El Censor podríamos establecer toda una tipología formal para la inserción de epístolas. En el Discurso vi encontramos un marco introductorio que sirve de coartada para sacar a colación una carta recibida, por el consabido procedimiento de asociación de ideas («Esto me trajo a la memoria una carta que recibí no ha muchos días», pág. 80); con sorna ridiculizadora el Censor reprende a la vieja que pretende parecer niña, haciéndole ver que debería haber prestado más atención a la formación intelectual y no a lo más perecedero del ser humano: la belleza. En el Discurso xlvi los términos se invierten; la carta que se reproduce al final le da al Censor «motivo a reflexionar» sobre uno de los factores más perniciosos para la sociedad: la superstición. En el Discurso lx tenemos uno de los juegos epistolares más sugestivos. Sin preámbulos que den cuenta de la razón de su inserción, se nos introduce una carta que contiene a su vez otra carta, mecanismo de engaste muy limado que se amplía con la respuesta del Censor, ya que el autor de la carta le «impone» dar respuesta a esa carta incluida, con «las obligaciones de hablar co­mo político, como filósofo y como teólogo» (pág. 150). Hallamos una confluencia de puntos de vista muy enriquecedores para el tema que se está abordando: la honradez de los oficios artesanales, polémica surgida a partir de una Memoria publicada en 1781 (por cierto, para regodeo de los juegos recreacionales, quien se hace pasar por el autor de la carta enviada al Censor es la misma persona que aprueba este libro). Un conocido juego cervantino le da pie al Censor para dar entrada a unas cartas escritas por un marroquí a su amigo tras haber estado durante un tiempo en suelo español (queda latente la influencia de las Cartas marruecas de José Cadalso). Por más, el Censor introduce al traductor —que desempeña el papel de intermediario—, quien regala el conjunto de epístolas. Por último, para rematar este apartado que me parece sobremanera interesante en las innovaciones formales de esta publicación, me interesa resaltar el Discurso xlv (sin estar incluido en la antología está descrito en una nota del editor), que supone la avanzadilla de unos cuantos discursos que tienen como espacio principal Cosmosia, un lugar imaginario que simboliza las antípodas de la Arcadia. En ese discurso —según explica Francisco Uzcanga— «un corresponsal informa de que un conocido suyo planea «formar una especie de gaceta que contenga las novedades más curiosas que ocurran en Europa». Entre la selección de noticias que envía como muestra se encuentra una serie de cartas supuestamente traducidas del francés y que El Censor publicará en los Discursos lxxxix, xc, ci, cvi y cvii» (pág. 244, nota 1).

Hay un juego de referencias interdiscursivas (remisiones cruzadas) que hacen de El Censor un periódico con una arquitectura muy bien trabada, producto del empeño me­ditado de una o varias personas (no voy a echar mi cuarto a espadas en la cuestión sobre la autoría) con unas pretensiones ideológicas muy definidas, ajenas a dobleces y contrariedades. Los discursos, que bien pueden considerarse breves ensayos, tienen por intención primera y última servir de incentivos que «hagan abrir los ojos a una nación y, excitando la curiosidad de muchos, los aficionen a los conocimientos sólidos» que potencien la reforma de la sociedad (Discurso cxxxxvii, pág. 282). En este sentido el Censor se expresaba así en el Discurso cxxxviii: «En efecto son éstos [aludiendo precisamente a los discursos] como unos ensayos de cosas mayores, y yo creo ver en ellos las escaramuzas con que un ejército se prepara a las acciones completas y decisivas» (pág. 290).

El Censor representaba en su época un verdadero repertorio que contenía los temas más preocupantes para la sociedad del momento. Casi nada escapa al ojo escudriñador del Censor, que repasa con minuciosidad todos los estamentos sociales reprobando, desautorizando y aun denunciando los desenfrenos de las clases pudientes, las corrupciones de las órdenes dirigentes y las modas pasajeras que no favorecían el desestancamiento del país. Los discursos se entretejen sobre un abigarrado telar cuyos hilos tienen por textura «las preocupaciones más arraigadas y más perniciosas» (Discurso cxxxxvii, pág. 282) que gravitaban sobre España, y las sitúa en el centro de las miradas de los intelectuales: el atraso cultural en el que estaban inmersos, el empobrecimiento de ideas que azotaban a unas mentes entecas y las cortapisas, en definitiva, que zancadilleaban la andadura del país hacia el restablecimiento definitivo que les instalase en la cabeza de Europa.

Esta edición que llega hoy a nosotros, sin fines eruditos, cuenta con la ayuda inapreciable para un lector no especializado de un aparato de notas léxicas y contextuales que, junto a la «Introducción», proporciona las herramientas apropiadas para entender con toda puntualidad aspectos que conciernen, desde dentro y desde fuera, a la obra. Ediciones como la preparada por F. Uzcanga deberían servir para alentar el ánimo de otros estudiosos e investigadores para que se encaminen a desempolvar cientos de páginas que, recién salidas de los moldes, fueron devoradas por los lectores en un momento de la Historia de nuestro país. Publicaciones periódicas en la línea de El Censor suponían el megáfono que propagaba la voz de un grupo de intelectuales con afanes agitadores que pretendía una reforma del país incontinenti; estos periódicos eran el cuadro clínico de las dolencias que aquejaban al país, una verdadera radiografía que reflejaba los desacomodos de un sector de la población que observaba cómo su país era reticente a los cambios que se les aconsejaban. Por consiguiente, para el lector y el estudioso actual tener estas publicaciones a mano significa atesorar unos documentos testimoniales de incalculable valor que aquilatan los anhe­los y los deseos que fueron una necesidad acuciante en uno de los momentos más controvertidos de la Historia de España.

 

D. González Ramírez

Andrés Soria Olmedo, Fábula de fuentes. Tradición y vida literaria en Federico García Lorca, Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, 454 pág.

 

En la obra de García Lorca lo lejano y lo ajeno se entrelazan constantemente con la llamada a lo nuevo y a lo concreto, lo pró­ximo y lo más propio, aquella otra conversación ya clásica con los difuntos, esa síntesis que caracteriza al grupo del 27. Esta relación simultánea, que siempre le ha acompañado, la tradición y la vida literaria, el diálogo bajtiniano y la estética de la innovación, es un constituyente de su obra que él mismo sufrió incómodamente si recordamos, por ejemplo, en el gran éxito de su Romancero gitano.

La fascinación por la figura del poeta y por su muerte trágica han creado un doble problema historiográfico: el exceso de datos hagiográficos que recoge su abultada bibliografía actualmente y el defecto de presentarlo siempre genéricamente dentro del grupo de amigos inmortalizados en 1927 junto al Ateneo de Sevilla. Estas páginas, como muy bien destaca la introducción del presente trabajo, tratan de buscar «los puntos de articulación de esos dos órdenes» con los que muchas veces se ha querido ordenar la vida del poeta, y que son por los que se transcurre el extraordinario primer tercio del siglo xx, una etapa en la que se encuentran en plena actividad escritores de tres generaciones si tomamos como referencia la fecha de 1914, una fecha vitalista y europea que encarnaba el ideal de acción ante la crisis del positivismo. El nuevo rumbo que se propone, aquella «universalización de España», estaría marcado por la creciente europeización y la politización de los intelectuales, como la Liga de Educación Política promovía: siempre la acción política como una pedagogía social y reformista de una minoría liberal, tal y como Ortega y Gasset defendía desde sus discursos.

No olvidemos que la proclamación de la ii República, el 14 de abril de 1931, debe entenderse como expresión política de los programas culturales de la burguesía más progresista española, y que el primer signo de compromiso de los escritores con aquel nuevo Estado lleva el sello de la educación como muestra de esta actitud reformadora y progresista.

De acuerdo con el profesor Andrés Soria Olmedo, autor de este interesante estudio de conjunto que disecciona las muchas intertextualidades que sostienen el universo creador del poeta, y que rastrea tanto en lo interpretativo o fabulístico como en sus fuentes, el granadino «fue un maestro en la manipulación de los materiales»; de ahí el pro­pio título del trabajo que nos presenta: Fábula de fuentes se origina del verso guilleniano que cierra el poema «Los jardines» en el primer Cántico, un verso que recogía el vallisoletano, ya modelado por la tradición, por supuesto, a partir del soneto gongorino de Soto de Rojas Desengaño de amor en rimas y del soneto primero del Canzoniere de Petrarca, y que Federico supo aprovechar, reduplicando su sentido, en «Tu infancia en Menton».

La actitud del poeta es, desde sus comienzos, la del artista que sondea la tradición y la recibe con el fin de transformarla en función de sus necesidades, que no son otras que las de su presente más inmediato, como podemos comprobar, por ejemplo, en el Poema del cante jondo, así como en sus obras dramáticas, en sus escritos de juventud o en los últimos versos, sus Sonetos.

El libro consta de dos partes, en las que Soria Olmedo recorre el itinerario que hay desde la formación de un joven escritor de provincias hasta su madurez, sesgada por la Dictadura —de la Granada del «alhambrismo» y del «Rinconcillo» al Madrid de la modernidad y de la «Santa Objetividad» daliniana que la revista Gallo recogía y traducía del catalán, aquella capital donde se gestaba «la mejor capilla poética de Europa»—, destacando sus relaciones con sucesivas formas de la vida literaria, las fuentes del poeta, para, más tarde, atender a textos concretos; esa «memoria viva» que contienen siempre los discursos escritos, y en la que destacamos la influencia del teatro calderoniano, de la música, de la ironía de lo nuevo, la heterodoxia nietzscheniana de un «yo poético» que abre su corazón y sus sentimientos al llanto, al grito y, como en sus propias conferencias nos explica Federico, a la imaginación, a la inspiración y a la evasión.

El epílogo que cierra la obra recoge algunas aproximaciones al efecto y a la presencia del poeta en la posteridad, tal y como trató de destacar el Congreso Internacional «Federico García Lorca, Clásico Moderno (1898-1998)», que organizó la Universidad de Granada en mayo de 1998 con motivo de las celebraciones para el centenario del autor, y que muestra la influencia y la huella de García Lorca en las poéticas más actuales.

 

 

C. J. Duarte

José Manuel Caballero Bonald, Antología Personal, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2002, 73 págs.

 

La Serie el poeta en su voz de la Colección Visor de Poesía, consciente del valor incalculable tanto estético como testimonial de las grabaciones que don Tomás Navarro Tomás reunió en su Archivo de la palabra, quiere rendir homenaje, por encima de la palabra poética, a la palabra viva, declamada por boca de sus propios autores. Uno de los números de esta serie lo conforman la Antología personal y el disco compacto que recogen la voz y la palabra de José Manuel Caballero Bonald que, a sus setenta y cinco años, lee para el público los poemas que él mismo seleccionó de una extensísima producción poética que, comenzando en los años 50 con Las Adivinaciones, el libro con el que obtiene el premio Adonais de poesía, culmina en el evocador Diario de Argónida (1997).

El interés de la Colección es doble porque papel y voz inciden en lo más electo de su poesía, pero no desde el criterio selectivo de una tercera persona, ya se trate de la crítica o de cualquier otra entidad, sino desde el juicio del propio creador que, aun considerando ya tan ajenos a su persona y a sus inquietudes actuales las emociones que motivaron sus poemas de juventud, no por ello abandona ni olvida la persona que fue, y que hoy, desde la perspectiva octogenaria, contempla apaciblemente desde la distancia. E insisto en el carácter selectivo del libro, que recoge 31 composiciones que representan su paso por la poesía y en las que el autor ve reflejados una personalidad y un estado de ánimo que evolucionan artísticamente en su paso por los años. «Se trata en mi caso —escribe en septiembre de 2003— de más de medio siglo de actividad literaria, y esa es mucha actividad». Del año 2004 es su última edición de poesía completa, Somos el tiempo que nos queda, dictamen que ampara una de sus más profundas inquietudes vitales: el paso del tiempo, de un tiempo de guerras perdidas, como titula a la primera parte de sus memorias. En el extenso volumen de su poesía completa, que acoge ‘hoy por hoy los [poemas] que desea que constituyan su obra poética completa’, rescata de entre los papeles publicados más de medio millar de textos, en los que fácilmente pudiera extraviarse un lector que se acercara por primera vez a su poesía; sin embargo, la treintena de poemas que Caballero Bonald ofrece en la presente colección facilitan y estimulan a cualquier lector a acercarse a posteriori, —y solo después de haber oído y leído esta cuidada selección—, a una obra mucho más extensa.

Los poemas se suceden como imágenes sueltas que, en el proceso de yuxtaposición que supone toda antología, conforman una serie de impresiones sensoriales, que progresivamente van marcando el itinerario vital del poeta (y que cada lector descifra a su modo). «La ambigüedad selectiva con que se coteja el pasado», de la que habla en sus memorias, es la misma de la que hace uso para compendiar en un librito de breves dimensiones los hitos histórico-poético-vitales que constituyen cada uno de los poemas que rescata de la memoria. Acercarse a la poesía de Caballero Bonald es acercarse a una vida, una vida a la que se llega en algunos casos tras un arduo proceso de descodificación —dado el carácter de poeta cultista de la gran mayoría de sus versos—, de desenmarañamiento de metáforas, símbolos, imágenes. Su concepción de la creación literaria —un autor para el que «la poesía no consiste en sentimientos, sino en experiencias»—, es la que marca el talante de su obra, que no puede desligarse de la experiencia vital. Sin embargo, y a pesar de esa fusión a la que somete el producto literario, el poeta es ante todo un creador, un homo faber que tiene en sus manos el poder para inventar, para fantasear (incluso para engañar); por eso Caballero Bonald reconoce que, al fin y al cabo, «la literatura es sin duda un simulacro, pues allí donde termina el cómputo privado de la realidad, empieza a estabilizarse la invención artística de otra realidad puramente literaria».

La antología arranca con dos poemas de Adivinaciones —libro traspasado por una incómoda sensación de interinidad que tardó en abandonarle— cuyo denominador común, la noche, aquí símbolo de la muerte, es el ámbito que enmarca el arrepentimiento, el sentimiento de pérdida. La belleza estética y humana de «Nombre entregado» son las dos condiciones que confieren a un texto poético de elegíaca narratividad su perdurabilidad en el tiempo. El poema, de claras reminiscencias clasicistas, nos presenta en primer lugar a un nuevo Nemoroso que al constatarse solo en los lugares donde un día paseara de la mano de Elisa, entiende que nunca volverá a escuchar la voz de Carmen. A esta imagen del enamorado en soledad conjuga una segunda en la que hibrida de manera magistral tres historias pertenecientes a dos ámbitos distintos, el bíblico y el mitológico: la mujer de Lot, el esclavismo de Proserpina en el Hades y la pérdida definitiva de Eurídice en el momento del movimiento ascensional. Los versos no solo evocan historias consabidas, delimitadas y concretas, sino que —más interesante aún—, destilan espaciosamente el sabor de algunas de estas reminiscencias cultistas: el fatal y trágico instante del volverse que causan la ruina de Orfeo y de la mujer de Lot, y la Proserpina que vaga, errabunda, por un reino que le es ajeno. Sin embargo, toda esta desolación que recorre el paisaje del poema, está contrapunteado por la belleza sugerente de una figura, Carmen, que emerge con un rasgo de erotismo y sensualidad«mordién­dote los labios como entonces»— que contrasta con el tono lúgubre de la noche en la que se inserta. Basado en la dicotomía noche / luz, que distribuye el poema en dos ámbitos, la mirada del poeta ahora se vuelve hacia la luz, símbolo de vida, aunque una luz cansada, casi fría, otoñal, y contempla las imágenes que la memoria le permite invocar: «estos libros que ardieron con nuestros ojos juntos» —evidente deuda becqueriana—, «mis padres, mis hermanos», «mi amigo Juan Valencia, que está a mi lado y no / me habla». El poeta, con el dolor de un Miguel Hernández, aunque estéticamente contenido en la belleza que entraña toda caducidad, lamenta esa despedida que nunca tuvo lugar, ni con Carmen ni con Juan Valencia, y llega a comprender «que son las cosas quietas / las que evidencian mi razón de cada día». Partiendo de una concepción servilmente platónica, que domina la extensión del poema, reserva para los últimos versos la quiebra con un universo que parecía invadirlo todo: «Porque es triste y es también preciso / comprender que eso es vivir: ir olvidando». Es decir, en la condensación de dos versos enfrenta a toda una teoría filosófica, la de la anámnesis, su propia experiencia: una vida que, conforme va viviéndose, al mismo tiempo va deshaciéndose de recuerdos hasta llegar a confundir, casi imperceptiblemente, la línea que separa «una historia vivida y una naturaleza muerta». Los dos poemas aparentemente dispares, «Versículo del Génesis» y «Nombre entregado», que su autor elige como representativos de Adivinaciones y que conjuga mediante la actualización y reformulación de un ámbito bíblico, son, en cierto modo, los que el poeta salva de un conjunto que poco después de su publicación ya le resultaba demasiado extraño.

Con Memorias de poco tiempo (1954) inicia su alejamiento del romanticismo y la religiosidad en lo que él llama un proceso evolutivo de purgatio poética y sentimental. El primero de los poemas que reproduce, «Espera», todavía mantiene claras correspondencias con «Nombre entregado» tanto en su disposición elocutiva, ambos en estilo directo a una segunda persona, como en cuanto a elementos temáticos recurrentes: la llamada, hasta la saciedad, del nombre, como continente del ser amado («que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre, / de lastimar mis labios con la sed de tenerte»), la asunción de una separación irreconciliable o, más específicamente, de la soledad a la que ella ha sido confinada (compárese el «que eres tú quien te has ido a una gran soledad» del poema precedente con «desde la soledad en la que tú me gritas» de este poema), la oscuridad que media entre ambos y que imposibilita la unión y, finalmente —y este es un lugar común casi obsesivo en su obra—, el empeño por rescatarla del poder destructor de la memoria, que intempestivamente va ahogando toda vivencia. El yo enamorado se presenta a sí mismo, en contestación a los reproches de un tú, esta vez inconcreto, como Sísifo, hecho sangre, registrando a ciegas, en un proceso interminable, su propia memoria, el gran enemigo del ser humano y del poeta, intentando encontrar «una nueva manera de rescatarte en vano». El siguiente poema, «Somos el tiempo que nos queda», que presta su título al volumen de poesía completa que publicará en el 2004, se sumerge de lleno en el estímulo surrealista que marcó la composición de los poemas que integraron Memorias de poco tiempo. Este poema parece sugerir la imagen de un prostíbulo, del desorden de una lujuria mendicante, de un beso que se vende, en el que se van intercalando fragmentariamente meditaciones sobre la impotencia del hombre, que desea vivir, en su esfuerzo por contrarrestrar el paso de las horas. La conclusión sobre la esencia del ser humano entronca con un pesimismo vital barroco: el hombre es tiempo, algo insustancial, intangible, y el tiempo es a su vez destrucción, de modo que la teleología del hombre consiste en un desvivirse progresivo hasta la muerte («¿Cómo evitar el simulacro, / cómo vivir sin desvivirnos? / Surcan los días por tu vientre. / Somos el tiempo que nos queda»).

De Anteo (1956) solo rescata un poema, «Hija serás de nadie»; de Las horas muertas (1959), tres, que continúan su temática angustiosa ante la significación del tiempo, que él entiende de manera circular. Sus creaciones poéticas son reflejo de las ansiedades que le oprimían aquellos años; confiesa en sus memorias que le apesadumbraba «sin saber exactamente por qué el paso doméstico de las horas, la rotación taciturna del tiempo según las banales inducciones de la rutina». «Anamorfosis» se abre con una sucesión de olores, portadores de recuerdos de su infancia que aparentemente actúan como agentes contra la amnesia del tiempo; con todo, ese brote esperanzador se apaga de inmediato en los versos de cierre donde pasado y futuro se igualan, quedando todo envuelto en una rutina sofocante y agotadora: «y es como si de pronto / todo el furtivo flujo del pretérito / convirtiera en rutina / la memoria que tengo de mañana». «Un libro, un vaso, nada» —significativa resulta ya la gradación descendente del título— continúa con los esfuerzos por no desaparecer, por perpetuarse en el tiempo, esta vez mediante el cauce de la palabra escrita. El resultado no varía: nada resiste al paso de los años. Caballero Bonald acude de nuevo al registro bíblico, ahora a la vacuidad del Eclesiastés, donde el congregador, que repasa exhaustivamente cada criatura y elemento existente bajo el sol, termina concluyendo que todo, sin excepción, es vanidad de vanidades: «Oh posesión sin nadie, ¿para qué / tantas páginas vanas, tantos / himnos vacíos? Mira / a tu alrededor, ¿qué queda?».

De Pliegos de cordel (1963) elige dos, «Supervivencia» y «Otra vez en lo oscuro», de nuevo atravesados por esa red tripartita de términos que se enlazan entre sí para conformar la imagen de lo fatal: el sueño, la noche y la oscuridad.

Cinco son los poemas que representan Descrédito del héroe (1977), el primero de los cuales, «Guárdate de Leteo», constituye un manifiesto de la rehabilitada actitud vital que marcará el tono de este libro. Los catorce años que median entre su anterior libro de poemas y Descrédito del héroe han sido suficientes como para insuflar una desconocida energía al poeta, así como una nueva percepción de la vida, cada vez menos pesimista. Abandona los tópicos anteriores, renovándolos, y enfrentando al mismo tiempo una visión completamente nueva a partir de lo dado. En «Guárdate de Leteo», que viene a equivaler a ‘guardarse del olvido’, acudiendo para ello a la topografía clásica donde el cruce a través de la corriente del río Leteo implicaba la pérdida absoluta de memoria, el poeta declara resueltamente su intención de defender el recuerdo que le queda, y es más, de defenderlo contra sí mismo. Ahora sus esfuerzos por no olvidar se tornan factibles, así como su capacidad para «reconstruir / de lejos» la historia vivida, una historia en concreto, la «de aquella calle inhóspita / detrás de la estación de Copenhague». Pero lo verdaderamente interesante es que la clave de su éxito radica no en la salvación del contenido de la propia historia, que es excluida al lector quizá por intrascendente, sino más bien en la capacidad para mantener la emoción que suscita el recuerdo.

De Laberinto de Fortuna (1984), título que homenajea a otro andaluz, Juan de Mena, emergen cinco versículos, el primero de los cuales, Super flumina Babylonis, revive las imágenes que nunca pudieron abandonarle de los pobladores tribales de Doñana. En sus memorias reflexiona sobre el encanto del paisaje natural que rodea la desembocadura del Guadalquivir, un atractivo debido en gran parte a «un pretérito ilustre» cuyas huellas sobreviven en «los últimos pobladores legítimos de Doñana [...], gentes arcaicas y dadivosas, dotadas de esa inmemorial sabiduría para dominar la naturaleza que tiene mucho de perpetuación de un linaje protohistórico». El título remite, en un sinuoso proceso metafórico, al Guadalquivir, río que pasa por la «Gran Babilonia de España», como él denomina a la ciudad hispalense, para confluir en Sanlúcar. Allí, en las calles del mercado, el poeta destaca, de entre el tumulto, la figura de una «impávida, bellísima harapienta» que identifica como la última superviviente de una civilización perdida que tuvo por asiento las tierras béticas. La belleza estética y humana que rezuma la visión exótica de la extraña joven descuella en la última oración que cierra el versículo: «También junto al gran río, lloraba la harapienta por un perdido reino». Enlazando con este poema en cuanto a la pérdida de un reinado de esplendor, aunque ahora en un ámbito extraterreno, «Mendigos de Estocolmo» ofrece la estampa poética de un grupo de indigentes que encarnan los últimos supervivientes de «una tribu ya extinta de anónimos arcángeles». La visión transformadora, milagrosa, de la voz poética es capaz de mostrar en la miseria los valores humanos más olvidados de la especie humana. Ellos, los que «ofrecían su vida a cambio de absolutamente nada», permanecían en la plaza quedos, satisfechos, creyéndose aún en posesión de un reino inmortal: «¿Quién entre todos ellos creyó por un momento perdido el paraíso?».

Laberinto de Fortuna es el libro de la belleza parnasiana, de las imágenes quietas, silentes que, conmoviendo la visión del que ya no lee sino contempla y escucha, propician la reflexión. Una imagen sobria tras otra son los versículos —cauce que mejor se presta a su propósito— que conforman este laberinto. En «Anochecer en Lluch-Alcari» el poeta medita sobre la infinitud de posibilidades que se abren ante el ser humano y la imposibilidad de saber si detrás de una de las opciones que descartamos estaba quizás lo que buscábamos: «Esa fracción de vida que he perdido por ignorancia o negligencia, ¿podía haber supuesto la felicidad? Y ese libro en rigor nunca leído, ¿qué me ha negado?» El poema vuelve sobre la esencia del hombre, constituido por incertidumbre, por la amplitud de caminos, de interrogantes, de entre los que solo puede decidirse por uno: «Qué palabra inhumana la palabra certeza: lo que aún desconozco constituye el único argumento de esta historia».

En «Lima de piedra» su mirada se posa, ya en tierras transatlánticas, en otra mujer, una postrada sacerdotisa inca del Corincancha o Templo del Sol. «Era la arrodillada después de haber vivido genuflexa, la criatura más única que podía mirar a ningún sitio», y que ofrecía todo su saber, el secreto solar de Coricancha, a cambio de una moneda.

Diario de Argónida (1997), último libro que publica y con el que identifica plenamente sus actuales inquietudes vitales —como lo demuestra el número creciente de poemas que integran este conjunto en la antología, 11, en relación al reducido número de los demás—, supone un viaje de retorno a su juventud a través de los confusos pasillos de la memoria. El diario, de «carácter fragmentario —y nada orgánico—», va reconstruyendo sumariamente una vida que el autor reconoce subordinada a la desviación engañosa que impone el recuerdo. «Cotejo de fuentes», primer poema que brinda, rescata del olvido la figura de la prostituta desechada, pero libre en su miseria, que «ahora se extingue / al borde de la playa / [...] igual que un bulto devuelto por la marea». El poeta es capaz de ver, en todo ese paisaje de decrepitud, simbolizado en una mujer acabada, la mística del fracaso, el halo de victoria que a veces emerge en las derrotas. El poeta, como un ser especial, capaz de transfigurar líricamente, encumbra el balance de su vida muy por encima del resto: «qué hermosura / saber que nunca hizo absolutamente nada / para evitar su propio descalabro». La obra de Caballero Bonald, trasunto difuso de su existencia, está sólidamente cohesionada. De Lolo Andrada, un bohemio que andaba por Madrid y por las páginas de sus memorias, termina concluyendo, al enterarse de su definitiva inmersión en la mendicidad: «Tal vez le sobrevino a última hora la sacral decisión de dilapidar su vida a cambio de absolutamente nada». Ese personaje, ya elevado a efigie, presta vida, en caminos paralelos, a los mendigos de Estocolmo, que «ofrecían su vida a cambio de absolutamente nada, pues morir era solo una indigencia algo más perdurable que las otras», y a la «vieja puta», que el poeta en un momento dado, casi al final del poema, encarna en una doble metonimia: «vida dilapidada, / corazón decrépito». «Acerca de un derribo», que se sustenta sobre la dicotomía ayer / hoy, es el planto del que lamenta la pérdida de la casa donde descubrió el mundo. En su lugar se erigió un banco, como sabemos por sus memorias, «una innoble máquina de hormigón / y aluminio, una cruenta falacia municipal» que arrasó con una casa «de inconmensurable pasado», pero cuyo recuerdo persiste («la imagen de ese inaudito abandono me acompañó durante bastante tiempo»): «Aún puedo andar a ciegas por esa casa en que viví hace medio siglo: todas sus habitaciones coinciden con las de mi memoria». El tiempo, que para él no ha dejado de ser destructor, cobra ahora el papel de aliado en la venganza: «Las mellas de los años serán mi represalia».

La antología se cierra con «Mestizaje», que describe el cuadro familiar de una vieja fotografía que J. M. Caballero Bonald tuvo en sus manos de niño. La estampa que retrata en sus memorias se corresponde en fiel exactitud con el poema: «[...] aparecía la abuela Obdulia [...] también estaba mi padre vestido de marinerito, sosteniendo con una mano la maqueta de un velero y agarrado con la otra a las faldas de una negra». En la delineación de este cuadro, que copia de su recuerdo, vuelve a insertar una reflexión recurrente: «Es utensilio extraño la memoria. / Evoco ahora lo que no he vivido».

Teniendo que cargar durante muchos años con el sambenito de «grupo poético del 50», con la publicación de Diario de Argónida Caballero Bonald rinde homenaje en su poema «Memorial» a su generación, que a la altura del 97 ya había superado, con creces, los móviles de la poesía social de los años 50. Identificado plenamente con la «voluntad estética sublimada» de JRJ y la «poética suntuosa» de Valle-Inclán, reconoce que en sus versos persiste «la única vertiente modernista con la que más afín continúo sintiéndome». Poeta cultista y preocupado por una visión extremadamente depurada del lenguaje, no por ello abandonan sus versos ese calor y esa candidez del alma que vuelve una y otra vez sobre sí misma. Miembro de una generación sin nombre a la que a veces, por esa manía o ese miedo a no querer dejar huecos en blanco, se la denomina «poesía de la experiencia», pertenece, como él quiere identificarse en «Memorial», a aquellos que «restauraron en su común memoria / los desperdicios de la vida», a aquellos que «hicieron lo imposible / por seguir siendo oráculos, dioses / en un mísero reino de rufianes».

 

T. Domínguez García

Francisco Morales Lomas, Tránsito. Antología (1981-2005), estudio preliminar de A. Torés García, Diputación Provincial de Jaén, 2005.

 

Acerca de las «antologías» decía Alfonso Reyes que tendían a correr por dos cauces principales: el científico o histórico, y el de la libre afición. Añade que estas últimas pueden «alcanzar casi la temperatura de una creación»[4]. En rigor, toda antología es una guía de lectura que el antologador propone, haciendo uso de la libre elección. Por consiguiente, habría que concluir que en toda antología existe un prurito creativo. El carácter antológico de una obra, bien mirado, brinda al lector un ramillete de flores escogidas con sumo primor; elección que deviene tras un atento y detallado caminar por la obra de un autor, generación, movimiento o época.

Lo que parece estar fuera de duda es que una antología in vita es la confirmación como poeta, una particular corona de laureles que sirven de signo distintivo y premian una trayectoria rica en expresiones y provechosa en ideas (o pensemos que debería ser esto). Si Horacio dejó escrito ese verso tan manido que refería la igualación entre la pintura y la poesía («Ut pictura poesis», verso que además todos citamos truncado), se me viene a la mano el parangón de las antologías con una enorme galería que alberga estancias y que muestra en sus expositores los tapices de más bellos matices, los mejor compuestos o los de más rica factura; pero sobre todo el antologador atenderá a recoger lo más representativo de un autor con el fin de presentar un surtido cargado de variedad; los clásicos, en uno de sus muchos asientos del argumento (así llamaba Quintiliano a los lugares comunes), afirmaban que lo novedoso da gusto y place. Dentro de la variedad se tratará de realzar las innovaciones que haya podido ir asimilando el creador. Una vez transitada la galería, el lector podrá recrearse con morosidad en las estancias y verlas por entero.

En cuanto a un autor se refiere, una antología es una muestra más que fiable de la trayectoria del poeta, de la madurez que haya podido alcanzar e igualmente de las preocupaciones, sentimientos e inquietudes que éste haya podido ir experimentando con el curso del tiempo. En definitiva, su propia visión del mundo y el modo en que su voz poética lo proyecta sobre la palabra escrita. Con el subtítulo de Antología (1981-2005) llega a nuestras manos Tránsito. Un derivado de esta voz, transitar, se nos descubre, y no fortuitamente, como sinónima de las que he utilizado en las palabras prologales: caminar, recorrer, etc. El lector, una vez comenzada la lectura del primer poema de 20 poemas andaluces transita por los vericuetos poéticos y las curvaturas líricas que Francisco Morales Lomas ha venido cincelando durante más de veinte años.

Dos son las vertientes que creo que definen la personalidad de la obra de Morales Lomas: experimentación y sugerencia (adviértase que ambas son extensibles al fondo y a la forma). Ambas vertientes derraman sus aguas en las estrofas de su poesía. Existe en el poeta un afán enriquecedor por renovar y variar, por descubrir y descubrirse, por reinventar sus propios moldes. Si nos fijamos en sus cuatro primeros libros, siempre va a haber algún detalle que capte nuestra atención (quizá visualmente sorprendan en cada uno de estos libros ahora las estrofas tan dispares que existen entre Basura del corazón y Azalea, ahora la postura vanguardista en poemas de Senara con la omisión de los signos de puntuación; si nos adentramos en su temática los temas que atesoran cada uno de esos libros son también muy dispares).

Es en el poemario Aniversario de la palabra donde creo que cristaliza toda la búsqueda interior y exterior del poeta, donde la poética ha hallado un lugar que se aclimata a las necesidades, voluntades y pruritos del creador. Morales Lomas se acomoda a esa poesía que ha estado en ciernes durante años y viceversa. Esta interrelación se entrevé en el fluir del verso, en el lirismo de sus estrofas, sin forzar los versos ni atropellar las palabras: «Sin querer somos samaritanos / de sueños, despojos que el combate / ha ido construyendo a cada dentellada, / siempre pendientes de la mano / extendida que nos conduce al aposento. / Sabemos, porque nos lo han dicho, / que en cada mano luce el sol, / que cada silencio es un espacio / de luz que nos conmueve, / que cada mañana es el hoy encantado» (de «El reparto de los sueños», pág. 37). No en vano, ha sido Aniversario de la palabra el poemario que más éxito ha cosechado (Finalista del Premio de la Crítica y del Premio Andalucía de la Crítica) y mejores críticas ha granjeado.

En el exhaustivo estudio preliminar (sobre el que más adelante me extenderé, ya que se apuntan temas sustanciales) en el que Alberto Torés García recorre todos los libros de Morales Lomas, echamos de menos la disección de los últimos poemas inéditos que se recogen en el volumen, veintinueve poemas que pueden constituir todo un poemario: Eternidad sin nombre. Por sí sólo este libro ocupa un tercio de Tránsito. Un tema que desde los comienzos ha estado ligado a la literatura ha sido sin duda el Amor. Eternidad sin nombre está poblado por el amor y sus derivados, como la ausencia, la soledad, la sensualidad,... El yo poético se dirige a un tú ficcional, a una receptora. Se cifra en un título la idea general: «l’amour est l’en­fant de la liberté». El amor nos viene trans­mitido en versos que se han despojado del oropel retoricista y la hojarasca vocinglera; aquí tenemos los sentimientos al desnudo. En ocasiones ese tú se particulariza en la amada, como en «Un canto»: «Tú y yo solos, / en medio de la voz, / en medio del mundo, / cultivando la palabra / desnudos y ajenos / a las tradiciones y las imposturas. [...] Necesito que seas un canto, / mi voz, amada mía, / el murmullo de los astros» (pág. 103). No es gratuito que aparezcan plasmados en dos títulos los nombres de Laura y Penélope (nombres que nos traen a las mientes el amor platónico, la constancia, la fidelidad, etc.).

El libro se completa con un estudio preliminar del propio antologador, Alberto Torés García, titulado «El Humanismo solidario». Este sintagma fue propuesto por los propios Torés García y Morales Lomas (antologador y antologado) en un artículo publicado hace unos años. La cita que paso a copiar a plana y renglón es extensa, pero juzgo a bien introducirla para una más completa comprensión de lo que supone la asunción de este concepto. Ambos autores atienden a la poesía de los 90 como una época de eclecticismo, unos momentos confusos que por sus rasgos se traducen en «una permanente contradicción, una dispersión que probablemente pueda justificarse y una voluntad por rehacer, revivir y rememorar [...]. Por consiguiente, el paradigma poético está por clasificar, más aún, está por superar la fase previa que no es sino la selección. Por ese motivo, merecen destacarse los presupuestos y los intentos teorizadores de esa tendencia del ‘humanismo solidario’ que viene a reivindicar la necesidad de recuperar la historia, plantear la reflexión y la búsqueda como desobediencia a los efectos de la inmediatez, rechazando los revestimientos extraliterarios como elementos estructurales». Y más adelante concluyen —matizando aún más esta idea— esgrimiendo que «los estados particulares del ensayo, las artes plásticas, la música, son los que permiten una vida en sociedad que persiguen los componentes de esta tendencia»[5]. Como se nos anuncia en nota a pie de página (pág. x, nota 7) ambos están actualmente puliendo esa declaración de principios de lo que puede resultar una tendencia poética (cualquier término referible a la idea de agrupación, como promoción, grupo, generación, escuela, etc., que siempre son tan controvertidos, tendrán que especificarlo y apoyarlo ellos mismos).

Tenemos un estudio inteligente, minucioso, que brota de una lectura concienzuda de la obra, asimilando de raíz los postulados poéticos de Morales Lomas. Se da detallada cuenta de la poética del autor atendiendo a su obra como un todo, para pasar en páginas posteriores a analizar cada poemario individualmente (a excepción, como anuncié de los poemas incluidos en Eternidad sin nombre, que los excluye deliberadamente). Una detalladísima relación de la enjundiosa bibliografía (en todos los campos, desde el teatro, la narrativa, el periodismo, etc.) de y sobre Morales Lomas se consigna tras el estudio preliminar, ocupando más de treinta páginas. La obra se culmina con un cuidadoso formato de la edición. Ineluctablemente, los poderes públicos se están convirtiendo en los mecenas de las manifestaciones del Arte. La cultura se está haciendo desde las minorías y para una minoría; las editoriales independientes desde luego no pueden hacer frente al comercio del mundo libresco, hoy tan desmejorado y desprestigiado por la recua de borregos que nos inundan.

Me interesa destacar, en otro orden de cosas, que Torés García deja traslucir en varias ocasiones que ciertas afinidades intrínsecas y extrínsecas de la obra literaria de Morales Lomas pudiesen haberlo vinculado al movimiento de «La otra sentimentalidad»[6]. Desde luego, contemplar esta adscripción generacional no sería nada descabellado, pero como dice en otras páginas Torés García «su escritura poética no pretende cumplir funciones de adscripción a determinadas corrientes poéticas sino directamente multiplicar y diversificar las complicidades que pueda establecerse con el lector» (pág. xxi).

El agrupamiento de determinados creadores dentro de un movimiento no es perjudicial para nadie, antes bien, resulta beneficioso desde muchos prismas. Sin restarle valor estético y literario a sus obras literarias, las formaciones de grupos suelen fomentar la endogamia y el gregarismo (y que me conste, esto no es muy saludable para la República de las letras). Se agudiza y agrava este síndrome cuando son los propios creadores los que de forma más o menos artificial se dan cita para concretar abstracciones. Ellos son los que comandan y orquestan la mercaduría desaliñada de la poesía, los jurados de premios de postín, las publicaciones en editoriales de alto coturno, y por si bien no fuera aun se reparten el botín de la mercancía habida (si no que se lo pregunten a los miembros de cierto movimiento, citado en estas líneas). Los forzamientos generacionales no son recomendables; el libre fluir de los pensamientos, ideas, posiciones y perspectivas conformará a la postre las asociaciones.

Por el contrario, Morales Lomas no ha necesitado del aplauso regalado de los corifeos ni alistarse a un ejército para combatir la soledad en la distancia. El trabajo silencioso, apartado de toda mundanal mercadotecnia y de la renuencia que sobreviene a estos contubernios ha preponderado hasta ahora en la obra de Morales Lomas. Afanarse en conseguir el éxito en vida puede convertirse en una trampa mortal; intentar calar en tus contemporáneos (cuando precisamente la cultura vive en una declarada minoría y contradictoriamente ésta permanece en estado de masificación) a veces se transforma en una ilusión quimérica; contra esto, la humildad debe aliarse con el creador y conducirlo a que haga suyo esta máxima latina: tempus omnia revelat (el tiempo todo lo descubre).

En definitiva, tenemos una poesía que cumple la función primera de vehicular un método cognoscitivo a partir del cual el poeta sacia el deseo de apre(he)nder la realidad tangible y exteriorizar las sensaciones que irrumpen en su interior. A su vez, tenemos un poeta que hace de cada libro una expedición a la zaga de nuevos descubrimientos, tomando diferentes rumbos y ensayando rutas novedosas; un poeta que se opone frontalmente al conservadurismo y que se resiste a cobijar en su acervo léxico el término «repetición». Concluyo con unos versos de un versado maestro en materia poética, quien viene a refrendar otro sentido yuxtapuesto al que posee el título del poemario que comento: «Los poetas estamos para eso: / para ofrecerles tránsito a los demás, / para que se encaramen sobre nuestros latidos, y que divisen / un poco más allá, en medio / de tanta oscuridad como nos circunda»[7] (Tránsito).

 

D. González Ramírez

Manuel Galeote, «El Carpintero» Un maestro andaluz de la poesía improvisada, Diputación de Málaga, 2005, 229 págs.

 

Antes de ser escritas eran cantadas las hazañas del Cid Campeador, de ahí el nombre que merece el códice en el que están recogidas, Cantar de Mío Cid, y no poema, como muchos impropiamente lo designan. Y es que los juglares, frente a los trovadores —aunque esta oposición diádica, entonces evidente, fue poco a poco desdibujándose y confundiéndose— iocabantur, o sea, chanceaban, jugaban, y al jugar, creaban, y creaban cantando los me(ne)steres de gesta que hoy leemos —de entre tantos miles que se habrán perdido— reelaborados, transformados, pasados por incontables manos de escribientes, en los romances medievales que hoy han llegado hasta nosotros. Nuestro Cantar, hoy unificado, en otro tiempo era transmitido poco a poco, por varias voces, en varios tiempos y espacios, hasta que la magnitud del héroe y sus gestas, transfiguradas en literatura (combinación de leyenda y realidad, ya sea oral o escrita), cobraron cuerpo físico en los pergaminos que conformaron el Cantar, para que fuese leído —y no olvidado— lo que un día fue cantado. Pero con la perdurabilidad de las letras vino el progresivo abandono del canto, de la improvisación, del juego, y la figura del trovador (qui trouvait), que vivía en la Corte buscando y encontrando sonidos y formas bellas, emergió y sobresalió sobre el juglar de la plaza, por encima del actor de la iglesia, que hacía como que representaba historias devotas. El papel y la meditación pensada y calculada, los guiones de comedias escritas, sustituyeron al raro inventor que entretenía al villano.

A la pregunta (propia de la teoría literaria) de si fue antes la prosa (prorsum) o el uersum, de la que puede aventurarse una respuesta lógica, además de legítima, podríamos yuxtaponer esta otra: la literatura, el arte de la palabra, más bien, ¿antes de ser escrito era cantado? Pero con la preeminencia de las letras, famosas y eternas, que pasaron a ser el objeto de escrutinio de los estudiosos que más tarde se harían llamar filólogos, sobrevino el abandono de la contemplación y de la espontaneidad, no porque dejaran de existir sino porque la estabilidad y perdurabilidad que proporciona el papel facilitaban el estudio, frente a lo que se desvanecía en el mismo momento de su concepción, más imperfecto, más irregular, más inexpugnable, y en consecuencia, quizás, más auténtico y hermoso.

Desde entonces, cuánta poesía juglaresca no se habrá perdido de tantos juglares transfigurados. Juan Ramón, seguramente, se habría indigestado con este arte. Sabemos que Ramón Menéndez Pidal recorrió la Península en busca de romances, y sabemos también que algunos investigadores «de campo» viajaron con su grabadora, tomando el testigo de un don Tomás Navarro Tomás, intentando recuperar los últimos residuos y versiones de canciones, romances, coplas... que aún no habían sido pasados a papel. Y en este marco de investigación se inscribe el interés del Dr. Manuel Galeote, actualmente profesor de la Universidad de Berna, que, familiarizado desde niño con este modo de hacer poesía, ha intentado revitalizar el estudio y el valor de una forma de literatura bastante olvidada en el mundo filológico —aunque obviada y omnipresente en el ámbito en que surge—: la poesía improvisada.

En el presente volumen, publicado en junio de 2005 por la Diputación de Málaga, Manuel Galeote ofrece tan solo una breve —brevísima— muestra —«muy reciente»— de las quintillas, coplas y décimas —siempre octosílabos, siempre arte menor, lo más auténticamente hispano— que Gerardo Páez, El Carpintero, como así es conocido el poeta en el Valle del Genil, improvisó en concursos, celebraciones familiares, festivales, veladas de poetas o en cualquier otro sitio que se le terciara. De la dificultad para recoger estas voces, que así aparecen como desaparecen, da constancia en su prólogo: «Ha sido laborioso preparar este libro porque es imposible rescatar las quintillas improvisadas por El Carpintero [...] numerosas habrán perdurado con suerte en la memoria del pueblo y solo algunas se han podido recoger aquí, gracias a la infinidad de apuntes y anotaciones que conserva Gerardo Páez en su archivo personal. Sin la reconstrucción paciente, minuciosa, sin prisas, durante largas jornadas a lo largo de muchos meses, no existiría este libro». Los obstáculos que se presentan en esta labor de reconstrucción o, en contra de su naturaleza, de inmovilización, residen —como bien ha precisado su editor— en la esencia misma que le da consistencia a esta clase de poesía: lo móvil y lo efímero, «porque el arte de la poesía popular improvisada —escribe Manuel Galeote— es efímero por naturaleza». Por el camino de los siglos se han quedado muchos romances, olvidados, perdidos, en el mismo saco que la gran mayoría de coplas de El Carpintero que comparten su misma naturaleza, por la sencilla razón —y así hay que asumirlo puesto que su desaparición es connatural al proceso mismo de concepción— de que —siguiendo una explicación darwinista— no se perpetuaron en la voz del pueblo, que es la que legitima qué debe permanecer.

A lo largo de su estudio introductorio Manuel Galeote desarrolla los orígenes geo­gráficos de una tradición que se ha conservado desde antaño hasta hoy: la de repentizar, o mejor dicho —en boca de los poetas que tanto gustan de esta palabra—, la de levantar coplas (en quintillas), pero cantadas, y cantadas al ritmo del fandango. Y esta tradición, que une a tres provincias andaluzas (Granada, Córdoba y Málaga), curiosamente está marcada, geográficamente, por la presencia del Genil. En el prólogo que Alexis Díaz-Pimienta dedica a la presente edición, explica que la denominación «Poetas del Genil» les viene dada, la primera parte del sintagma por ellos mismos, que se nombran así desde tiempos inmemoriales —acudiendo a esa anonimia deseable de la poesía popular—, y el adyacente por Manuel Galeote que, a fin de otorgarles una entidad de peso, los dota de un complemento locativo que los ubica en grupo, con unas características determinadas y concretas, frente a otros grupos.

En la introducción y estudio que preceden al cuerpo del libro, es decir, a las coplas de El Carpintero, se albergan en primer lugar un prólogo del cubano Alexis Díaz-Pimienta, a cuyo feliz encuentro con El Carpintero en Adra (Almería) se debe la celebración del Festival Internacional de Poesía Improvisada, promovido e impulsado por ambos repentistas, que el municipio de Villanueva de Tapia —desde el 2001 Capital del Verso y la Décima improvisada en el mundo hispánico— organiza cada año; a continuación se sucede un estudio introductorio de su editor, Manuel Galeote, en el que se ofrece una bio­grafía del poeta, así como los orígenes de la tradición en la que se inserta este arte de improvisación, para concluir con los criterios de edición, donde el editor insiste en el valor de estos testimonios, ahora transliterados, no solo a nivel literario, como justificación de lo que se alberga en la cantera de la sabiduría popular, sino a nivel lingüístico y dialectal.

Este libro se inserta dentro de una investigación en la que Galeote aboga por recuperar los textos orales que se improvisan actualmente en la comarca del Río Genil, con el fin de engrosar una Fonoteca del Genil, incluida en el Archivo Lingüístico y Digital de Andalucía (alda). Se reproducen aquí varios fragmentos de dos cartas que Rafael Alberti, durante su estancia en Rute (1924-1925) en contacto con los poetas populares, les escribió a F. García Lorca y a J. Bergamín. Alberti se había quedado deslumbrado ante el arte de estos poetas del Genil, que hablan en verso mientras establecen controversias y peleas en broma con sus compañeros. El poeta gaditano le habló del luminoso descubrimiento de estos poetas a sus compañeros en la Residencia de Estudiantes, según atestigua el Cuaderno de Rute. No podía ser de otra manera, en aquellos momentos en los que Alberti estaba embebido por la tradición popular andaluza, mientras ultimaba en Rute su Marinero en tierra.

Galeote publicó dos discos (en cd-audio) de estos poetas campesinos con las actuaciones registradas expresamente para tal fin durante varias «veladas de cante». El primero se grabó en el año 2002, con el título Así cantan los poetas del Genil, y se publicó como Homenaje a Rafael Alberti en el I Centenario de su nacimiento, según reza el subtítulo. La otra grabación digital vio la luz el año pasado con el título Los poetas del Genil: Mano a mano (Ediciones del Proyecto alda / Fonoteca del Genil, 2, Málaga, 2005). Lo que M. Galeote pretende es poner a disposición de los investigadores un corpus que cumpla con los requisitos para analizar esta tradición discursiva oral de poesía improvisada desde enfoques variados: su valor historicoliterario, folclórico, antropológico o musical, junto con el estudio lingüístico-dialectal, gracias a las modernas y avanzadas técnicas de grabación y análisis instrumental de los rasgos dialectales. Con este enfoque múltiple será posible divulgar la tradición histórico-lingüística y literaria de esta olvidada tradición poético-musical en la comarca del Valle medio del Genil.

Por eso, con este libro, Galeote plantea la posibilidad de estudiar, mediante las grabaciones digitales, cuestiones de análisis sociolingüístico y dialectal, así como la vitalidad del fenómeno, sus orígenes y sus perspectivas futuras.

Al final del estudio introductorio, Galeote ofrece los criterios de edición que ha seguido en este volumen a la hora de presentar algunas coplas de El Carpintero —muchas de ellas se improvisaron dialécticamente con otros poetas de la comarca— en algunas de sus participaciones públicas (velás de poetas). Con el fin de ofrecer al lector un texto del que disfrutar, se ha optado por una transliteración simple, que mantiene rasgos característicos del habla de la zona que no impiden, en tanto que variantes combinatorias, la correcta decodificación del mensaje (como la pérdida de la dental sonora intervocálica e implosiva, el seseo y algunos rasgos morfológicos). Al mismo tiempo se evita la transcripción de rasgos fonéticos dialectales marcados, como abertura o cierre de vocales, neutralización de determinados sonidos, etc. De hecho así lo expone en sus criterios de edición: «No era tampoco nuestra intención ofrecer unos textos fonéticos andaluces, aptos para ser leídos únicamente por filólogos o hispanistas». Más que un objetivo estrictamente lingüístico, el propósito consiste en reavivar el interés por un arte vivo: «Este libro que tiene el lector en sus manos no es más que un artificio, un reclamo o una invitación para que se atreva a escuchar a Gerardo Páez, El Carpintero». «Ojalá sirva de estímulo —continúa en otra parte— para que los que no conocen el arte de la poesía popular improvisada en el corazón de Andalucía se atrevan a descubrirla [...]. Sería hermoso saber que esta tradición es conocida y respetada por las generaciones más jóvenes y que el arte de improvisar en quintillas no se extingue con maestros como Gerardo Páez, El Carpintero». Porque este libro, a fin de cuentas, no es más que la reproducción imperfecta de una voz, de una cualidad, la improvisación, imposible de retener, y precisamente por ello constituye un estímulo para asistir in situ a escuchar el verdadero verso oral de boca de los poetas del Genil. En su famosa novela Corazón tan blanco, Javier Marías, a través de su protagonista, reflexiona sobre este hecho: «Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, solo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras (aunque sea el tiempo de la anotación); y mientras tratamos de revivirlo o reproducirlo y hacerlo volver e impedir que sea pasado, otro tiempo distinto estará aconteciendo [...]». Por eso en su prólogo Alexis Díaz-
-Pimienta recomienda que durante la lectura se intente alcanzar el máximo grado de abstracción, de modo que el lector llegue a oír, a imaginar, recreando una atmósfera posible, la voz del poeta:
«Solo así el lector estará a salvo de la mayor aberración que afecta a este tipo de libros: querer leerlo en vez de oírlo». Y es que las coplas de El Carpintero, por muy joviales que resulten, al omitir la entonación, la música, los rasgos dialectales, es decir, su expresividad, su puesta en escena, por denominarlo de alguna manera, pierden toda su gracia al ser leídas.

Dicha invitación, aun siendo su principal objetivo, no resta valor e interés a este libro, que trata en la medida de lo posible de retener lo efímero, lo que merece ser conservado. Por eso, aunque siga prevaleciendo el valor oral de este arte improvisado por encima de la inercia de las letras, este libro, al rescatar del olvido lo que tiende por su naturaleza teleológica a su desaparición, no desmerece en mérito e interés. «Y la prisa venía —reconoce Javier Marías en boca de su protagonista— porque tenía conciencia de que lo que no oyera ahora ya no lo iba a oír; no iba a haber repetición, como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder, sino que cada susurro no aprehendido ni comprendido se perdería para siempre jamás. Es lo malo que tiene cuanto nos sucede y no es registrado, o aún peor, ni siquiera sabido ni visto ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo [...]».

De entre el grupo de los «Poetas del Genil», Gerardo Páez ha destacado por el empuje y la energía con la que se ha empeñado en impulsar y fomentar este arte de la poesía improvisada. «Por eso este libro —escribe Alexis Díaz-Pimienta—, esta recopilación [...] son un justo homenaje a su trayectoria, y una manera de que quede testimonio, no solo de su poesía oral, sino de su buen hacer como promotor cultural en su comarca». Aunque con nombre y apellidos, la poesía de Gerardo Páez, El Carpintero, un poeta del pueblo, quiere prolongarse en la oralidad más que en el papel, pretendiendo sumergirse en la sabiduría que acompaña a la anonimia. En boca de Juan de Mairena, que recordaba a sus alumnos los consejos de su maestro Abel Martín, Antonio Machado defiende una cultura popular, el pozo de la verdadera sabiduría: «¿Un arte proletario? Para mí no hay problema. Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero decir que todo artista trabaja siempre para la prole de Adán. Lo difícil sería un arte para señoritos, que no ha existido jamás [...]. Escribir para el pueblo —decía mi maestro— ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer». Y como en toda poesía oral, desde los orígenes de los tiempos, se reflejan las condiciones de la oralidad en que surgió. Las coplas levantadas por El Carpintero se caracterizan por su frescura, su vivacidad, su franqueza y por una oscilación métrica de los versos (octosílabos, aunque sin la perfección del octosílabo escrito). Por ello escuchar las coplas de los poetas del Genil es entender el origen de la tradición oral y de la poesía circunstancial.

En estos tiempos que corren el estudio de la palabra viva, en verso y cantada, se convierte en un campo sugerente, repleto de posibilidades para los investigadores. Al unir oralidad y tradición poético-musical, el editor aprovecha la compilación y puesta en orden de todo este material para reivindicar el estudio del habla rural de la zona y, más concretamente, la poesía improvisada que se canta entre campesinos. «Es necesario —apremia—, desde todos los frentes y con todos los medios disponibles, luchar en firme por esta tradición artística, literaria y musical del centro geográfico de Andalucía, que se enmarca dentro de la poesía popular improvisada en el ámbito hispánico».

Por eso es de alabar el esfuerzo de varios años de trabajo que culmina en este libro, y que rescata del paso del tiempo algunas, tan solo algunas, muy pocas, de las coplas que Gerardo Paéz, junto a otros «Poetas del Genil», levantaron en veladas que se prolongan hasta el día siguiente. El origen de la tradición malagueña y andaluza de improvisar versos en las velás de poetas se hunde en la noche de los tiempos. En torno a una mesa bien provista de alimentos de la tierra y bebida, rodeados de público y aficionados, en los días de fiesta los levantan sus quintillas hasta el amanecer. Nada significan las quintillas transcritas en este libro, en comparación con todas las que podamos imaginar que los poetas cantaron durante la larga noche de los tiempos, antes de llegar a este siglo xxi. Como militante en las filas de quienes inmortalizaron las obras de sus héroes, Manuel Galeote ha querido perpetuar el nombre del artista (El Carpintero, Gerardo Páez Gámez), en la memoria del pueblo aficionado a la poesía oral, salvando del olvido algunas de sus quintillas; de este modo, se alinea con una tradición que contó con el ilustre Pedro Espinosa, que cantó a un dios Genil enamorado, pero que, además, quiso también eternizar en su Panegírico a don Manuel Alonso Pérez de Guzmán (octavo Duque de Medinasidonia), según la siguiente declaración de intenciones: «Además, que muchos héroes famosos hubo antes de Agamenón, y este vive en la Iliada; mas aquellos son como si no hubieran sido, por falta de quien haga memorable la gloria de quien cubrió su sepultura».

 

T. Domínguez García

Vicente Verdú, Yo y tú, objetos de lujo, Debate, Barcelona, 2005, 247 págs.

 

Partiendo de una sólida formación internacional y unas lecturas voraces (a través de las páginas de todos sus libros demuestra una vastísima cultura), así como de una consolidada reputación periodística y ensayística, Vicente Verdú, uno de los pensadores más destacados de la intelectualidad española actual, nos ofrece Yo y tú, objetos de lujo, ensayo que escribe con la autoridad de su amplia carrera: redactor jefe de Revista de Occidente, jefe de colaboraciones en El País y autor de una larga nómina de ensayos, entre los que destacan Señoras y señores. Impresiones desde los 50 (xv Premio Espasa de Ensayo) y El planeta americano (Premio Anagrama de ensayo 1997).

Con este nuevo libro, vuelve a presentarnos, con una prosa amena, pero sin falta de profundidad, su capacidad para analizar la sociedad que nos rodea, esa «habilidad necesaria —ha señalado no hace mucho Bernabé Sanabria— para explicar con meridiana claridad de qué está hecha la sociedad de ahora mismo»[8]. En efecto, Verdú da cuenta de un análisis muy inteligente, digno de ser alabado, pero enmarcado, creo yo, dentro de un exceso de euforia pro-consu­mismo a la que el crítico citado no atiende, tal vez sencillamente porque comparta con Verdú una misma admiración por la sociedad del espectáculo (tomando la expresión acuñada, hace décadas, por Guy Debord, a las puertas del Mayo del 68).

Verdú, a lo largo de las tres partes en que divide su obra, parece estar desarrollando las ideas que él mismo ofreciera, hace dos años, en El estilo del mundo, donde proponía, por primera vez, el concepto de capitalismo de ficción, una nueva era del capitalismo en que se ha abandonado la producción por el consumo y se transforma al trabajador en consumidor; de ficción porque, como analizara Debord (aunque no lo cita), este nuevo capitalismo encierra la vida en una realidad de espectáculos para el consumo a partir de los cuales el individuo quiere definirse como persona. La gran diferencia entre ambos autores estriba en la radical crítica que Debord en La sociedad del espectáculo hacía de esta nueva fase del capitalismo (mucho más poderosa, más dominadora que la anterior) y la admiración con que Verdú defiende el nuevo estilo social. Especialmente en la primera parte (La superficialidad del saber, El saber de la superficie), donde teoriza Verdú la posibilidad de que el mundo (occidental, claro) en que vivimos hoy esté más desarrollado, rebose de mayor cultura, sea menos analfabeto; si la «progresía» actual, dice, piensa lo contrario es por un apego paradójico a la tradición libresca, que únicamente ve en el libro la fuente del saber.

Sin duda alguna, con todos estos argumentos (así como con otros muchos, que no deja de ser interesante y muy necesario leer para poder juzgar esta obra más allá de lo que en una crítica de escasas páginas como ésta se pueda decir), Verdú está posicionándose al lado de pensadores como MacLuhan[9] (tampoco citado), quienes, por los mismos años que Debord, proponían una defensa de la sociedad de los medios de comunicación y del consumo, en gran medida como reacción a La sociedad del espectáculo, libro detonante —entre otros factores— de los acontecimientos de París. Con MacLuhan, Verdú trata de la exaltación de la sociedad mediática y del consumo como el medio para alcanzar la máxima libertad y un conocimiento inmenso del mundo, un conocimiento basado en el nuevo sistema de pensamiento —tan complejo— que está favorecido por los videojuegos, la televisión, etc. E incluso parece acercarse Verdú a las tesis de Walter Benjamin[10] en su defensa de ciertas posibilidades consideradas inherentes al arte de masas a la luz del marxismo: Verdú insinúa que por el camino de los mass media se llega a la sociedad plenamente democrática, todo sometido a la masa, verdadera portadora de la espada de Damocles, y en virtud de la cual todo queda exento del aura de respeto jerárquico (el proletariado devenido en masa y ejerciendo su poder no en dictadura, sino en democracia, la del consumo).

Las tesis de Verdú, por tanto, con ser muy ricas (especialmente en algunos puntos de los que hablaré más adelante), se evidencian resultado de una tradición de pensamiento que, desgraciadamente, no ha sido citada por el autor. Por otra parte, son argumentos enarbolados con demasiado furor. Puedo entender que a mediados del siglo xx, cuando la revolución posindustrial estaba todavía en estado latente —y, por tanto, no se sabía demasiado sobre ella—, pensadores como MacLuhan o Guy Debord cayeran en simplezas maniqueas que condenaban o exaltaban sin término medio los entresijos del capitalismo de ficción (acuñación muy parecida a la de «sociedad del espectáculo» de Debord, como ejemplo clarísimo de las lecturas por las que ha transitado Verdú antes de ponerse a escribir este ensayo). No obstante, es sorprendente que un intelectual de nuestra época (Verdú se horroriza por la existencia de intelectuales, ejemplos, según él, de la cultura del poder, del pensamiento desfasado, cuando él mismo está ejerciendo de tal y dirige su libro a otros tantos, pues a todas luces su libro no va a ser leído por la masa, ni difundido por la televisión, ni con­memorado como best-seller), es sorprendente, digo, que Verdú, como intelectual de nuestros días, sienta una admiración tan sin contemplaciones por las bondades del capitalismo y del consumo, hasta el punto de llegar a decir que efectivamente lo que tenemos que admitir del cine es el empacho de efectos especiales, como un mero disfrute hedonista previo al paseo por el centro comercial. Ciertamente, el haber enarbolado estas reflexiones tan radicalmente y el disponerlas desde sus primeras páginas —sin haberse dado un tiempo previo para explicarse con mayor profundidad—, es toda una lacra para su argumentación: Verdú dice todo esto por una serie de razones muy interesantes que se comprenden a medida que se lee el libro, pero lo hace tan vehementemente, despreciando tan radicalmente la cultura que llama tradicional y sin destacar los inconvenientes del consumo (después de su lectura parece que en el consumo está la salvación de todos los males), que los méritos de la obra quedan oscurecidos. Y de hecho, algunos lectores con los que he reflexionado sobre este libro lo han confirmado: dejaron la lectura a medias indignados por tanta euforia posmoderna.

De cualquier manera, Verdú, en muchos casos, no deja de tener razón, si bien con las matizaciones en que estoy insistiendo. Sin lugar a dudas, en una época como la nuestra, de la imagen, es indiscutible que los modos de pensamientos han cambiado, y hemos de dar la bienvenida a las nuevas formas del arte y del pensamiento, de la mano de los mass media. Evidentemente un niño capaz de jugar, sin ni siquiera leerse las instrucciones, a un videojuego de complejidad elevadísima para alguien de un par de generaciones atrás denota un tipo de inteligencia de enormes posibilidades; ahora bien ¿reducir, como parece desprenderse del libro, la cultura / saber / inteligencia solamente a eso? De acuerdo con sus planteamientos, sí: a una nueva sociedad le corresponde un nuevo tipo de cultura (lo que puede traducirse, aunque Verdú no lo hace, en términos marxistas, como hizo Benjamín: la transformación de la infraestructura económica requiere una transformación de la superestructura, es decir, a la sociedad de masas le corresponde una cultura de masas). Cierto, pero no hasta el punto, como propone Verdú, de que al niño haya de educársele exclusivamente con videojuegos (por tomar la parte por el todo, el videojuego como representación metonímica de todo el capitalismo de ficción).

Si nos limitamos a la cultura que estrictamente le corresponde a la infraestructura que nos ha tocado vivir, entonces no podremos nunca transformarla, alienados por ella. Y lo que es peor: siguiendo el ejemplo de la educación, por esta vía condenaremos al niño a la esclavitud. Verdú, en un afán por demostrar que lo moderno, lo propio es la educación sobre los media y el consumo; para señalar que el individuo podrá ser más feliz por esa vía, más libre al conocer su mundo cercano en mayor profundidad (por ejemplo, los caminos para demandar mis derechos como consumidor); para tal análisis, olvida Verdú que, al final, los que estudian más allá de eso, e incluso no estudian apenas el mundo del espectáculo, los que, en definitiva, poseen la cultura tradicional (leen libros, se «aburren» en las escuelas con lecciones de materias que aparentemente nada tienen que ver con el mundo de la imagen), estas personas son los que terminan teniendo el poder (pues desde que el mundo es mundo, el conocimiento es poder). Aquellos que se han educado exclusivamente en las genialidades de la nueva cultura se convierten en los esclavos de la nueva dictadura; la libertad a la que teóricamente (todo en teoría siempre parece perfecto) cree Verdú que el individuo educado en la nueva superestructura puede llegar por la vía del consumo no es más que una libertad aparente, consentida y mantenida por los que han profundizado más allá del videojuego y se han centrado en el libro. Por este camino, creo yo, se crean verdaderas elites directivas, ésas sí con plena libertad, pero con el poder de controlar a los doctores en videojuegos y consumo, consolidándose un nuevo tipo de dictadura, más sutil que la tradicional, pero más efectiva, por abstracta.

Es decir, en Yo y tú, objetos de lujo, se trata de demostrar que, frente a la tradicional forma de pensar la cultura, la publicidad, el marketing y cualquier otro aspecto condenado por los intelectuales de «cátedra» sean considerados también cultura, porque, como dice Verdú, cultura es todo; pero, desde mi punto de vista, dado que todo es cultura, también lo «antiguo»: el libro (ya sea presentado en formato digital o en papel), el cuadro, etc. Con Verdú, pues, tenemos que estar de acuerdo en que los medios de comunicación de masas (así como todo el entramado socio-cultural que tiene el capitalismo de ficción) pueden reportar y reportan grandes beneficios a nuestras sociedades, se erigen en excepcionales canales de difusión del arte y de la información (grandes motores para el desarrollo de la democracia, el control de los poderes públicos, etc.); pero, ojo, sólo, creo yo, siempre que se utilicen como medios, y no como fines en sí mismos: serán herramientas de liberación y cultura para aquél que, además de saberse manejar por el mundo del consumo, posea otros conocimientos (los que hoy llamamos tradicionales, anteriores a la tecnología de tercera generación). Teniendo en cuenta estos matices (olvidados por Verdú), distanciándonos en esto de sus tesis —de su radical defensa del hombre posmoderno, ciudadano convertido en consumidor—, este libro plantea hechos tremendamente interesantes, que repasan los más diversos temas de la sociedad actual: arte, cultura, hábitos de consumo, el trabajo, la felicidad, el hedonismo...

De especial interés, por su originalidad, me parece la teoría sobre los objetos. En opinión de Verdú, la sociedad consumista en la que vivimos está sufriendo un proceso de objetización de los sujetos y de subjetización de los objetos. Objetos que se ofrecen con características y atributos tradicionalmente propios de los seres humanos, con el fin de seducirnos: pierde importancia en ellos su cualidad de instrumento para ser usado con un fin, en beneficio de otras propiedades sensoriales añadidas que captan nuestra atención, como comunicándose con nosotros. Sujetos, por el contrario, que asumen atributos objetuales, definiendo su personalidad a partir de, por ejemplo, una marca, hasta el punto histriónico, documentado por Verdú, de niños y niñas cuyos nombres propios son L’Oreal, Versace o Pepsi, entre otros. Sujetos incluso que aspiran a ser tratados como instrumentos, como medios, y no como fines (el gran pilar de la modernidad fue el descubrir que el hombre es una finalidad en sí misma): tras la revolución feminista, es curioso apreciar, por ejemplo, cómo, mientras la mujer se aleja de su rol de objeto sexual, el hombre aspira a asumirlo. Proceso de confluencia de géneros que hace de nuestra sociedad una realidad andrógina, que tiende, por esto y por otras razones que alega Verdú, a lo femenino.

Teoría ésta, como todas las que expone, desarrollada con gran dinamismo. Lejos de ser el pesado tratadista, Verdú desarrolla un ensayo en sentido estricto, porque no busca la rigurosidad de la ciencia, sino la amenidad de la variación, la selección de lo curioso, las citas que aparentemente se traen a colación como por casualidad, de memoria. Un estilo desenfadado y nada complicado que hace de la lectura algo sencillo, para un lector que no necesita profundos conocimientos sobre la materia. Tal vez por esta aspiración de estilo no ha citado a los autores más importantes que subyacen a sus páginas (Debord, MacLuhan, Benjamin), si bien no parece ésta una razón plausible, pues introduce muchos otros autores (¿será entonces que ha querido esconder estas tres fuentes por ser las que más restarían originalidad a su ensayo?). Es, en definitiva, una escritura desenfadada, que no pretende ser objetiva: preguntas retóricas y frases de grandilocuente contundencia están encaminadas a intentar poner al lector de su parte, recursos que, por otra parte, evidencian los sentimientos que le producen al autor algunos aspectos (la indignación de la «progresía» trasnochada en la ideología marxista tradicional, incapaz de aceptar el cambio del mundo y defender al trabajador en la nueva sociedad desde los nuevos preceptos; la maravilla que le causan las nuevas tecnologías).

Recuerda, de esta manera, muy de cerca, al estilo de otro gran pensador de la sociedad de nuestra época, el francés Gilles Lypovetsky. Comparación que no es baladí: el título del libro de Verdú incluye la misma palabra que aparece en el último libro de este ensayista (Yo y tú, objetos de lujo de Verdú y El lujo eterno de Lypovetsky). Hemos de apreciar, no obstante, una sutil diferencia: Lypovetsky siempre se ha posicionado como un crítico de los nuevos modos de vida, si bien sin ofrecer soluciones (sus páginas rebosan pesimismo, ante el cual el lector nunca encuentra solución, sólo una cruel descripción del mundo neonarcisista); Verdú, en cambio, afronta la nueva sociedad con optimismo, viendo en los nuevos modos de vida un sistema diferente del que muchas cosas buenas pueden obtenerse siempre que dejemos los prejuicios de la cultura tradicional (sus páginas rebosan euforia desmedida por las bondades del consumo). Se trata, pues, de dos visiones complementarias de una misma cosa, dos visiones coincidentes en muchos aspectos; por ejemplo, la importancia del hedonismo (Lipovetsky) o personismo (Verdú) en nuestra sociedad neonarcisista. Y es que, en el fondo, Verdú, aportando algunas reflexiones novedosas como la de los objetos, repite teorías ya conocidas sobre la sociedad posmoderna: es una reflexión sociológica más dentro de una larga lista que trata sobre la era del vacío. Eso sí, con una capacidad analítica admirable: es uno más, pero no uno del montón.

 

G. Laín Corona

José Romera Castillo (ed.), Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo xx, Visor, Madrid, 2003, 582 págs.

 

Este volumen recoge las Actas del ‘xii Seminario Internacional del Instituto de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías’ (isltynt), celebrado en Madrid del 26 al 28 de junio de 2002; y ha sido editado por Visor Libros conjuntamente con la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Estos Seminarios Internacionales sobre temas relacionados con la teoría semiótica, la escritura biográfica, la literatura histórica o el cine se iniciaron en 1991 con el objeto de difundir las investigaciones semióticas a nivel internacional y vienen siendo publicados desde entonces por esta editorial madrileña. El contenido del tomo que reseñamos, el último en aparecer hasta la fecha, refleja la imbricación de dos líneas de investigación coordinadas por el profesor José Romera Castillo: por un lado, el estudio del fenómeno teatral desde una perspectiva semiótica, como fenómeno comunicativo codificado, y, por otro, su reflejo en la producción biográfica. A este respecto, conviene remitir a las páginas de Signa, revista de la Asociación Española de Semiótica que dirige el propio Romera Castillo (impulsor, además, de la edición de numerosas obras de teatro actuales), como órgano de difusión y caldo de cultivo de algunos de los trabajos recogidos en las actas de este xii Seminario.

El volumen se presenta dividido en tres bloques, al parecer con la voluntad de constituir un heterogéneo libro de consulta más que una monografía de lectura lineal. La primera de las secciones corresponde a las sesiones plenarias que tuvieron lugar en el citado xii Seminario; la segunda la ocupan las aportaciones del grupo de investigación del isltynt; y la tercera reúne una serie de comunicaciones independientes leídas en las jornadas del simposio. El lector especializado encontrará como complemento una detallada bibliografía al final de cada trabajo, incluidas las comunicaciones.

Dada la multitud y variedad de artículos de que se compone el libro, y habida cuenta de los límites de espacio a los que ha de ajustarse una modesta reseña, procederemos a continuación a un somero repaso de las colaboraciones más representativas.

El primer apartado se inicia con la reflexión del dramaturgo Ignacio Amestoy sobre el nacimiento de sus personajes como un exorcismo de heterónimos. «En esencia escribe, somos proteicos. Y si nuestra deriva la dirigimos hacia la creación teatral, el arte dramático posibilitará que, en la medida en que así lo queramos, nuestros otros cobren la vida irreal que, por las circunstancias que sean, no hemos querido, o podido, darles en la vida real» (pág. 24). Tras reconocer la deuda contraída por Mañana, aquí, a la misma hora con Historia de una escalera de Buero Vallejo, el autor lleva a cabo un barrido de sus títulos atendiendo a su génesis. Otra escritora, Paloma Pedrero, da cuenta de su proceso compositivo en «Mi vida en el teatro: Una estrella», con lo que nos permite asistir al relato personal de la propia autora sobre su creación. Qué hay del autor en sus ficciones es la eterna cuestión sobre la que Pedrero se interroga. El carácter oral de las sesiones se muestra de forma más evidente en esta ponencia que en otras, puesto que la conferenciante apela al público en ocasiones e incluso se reproduce el coloquio final tras la proyección de la pieza en cuya exégesis se centra.

En «Memoria y autobiografía en la dramaturgia femenina actual», Virtudes Serrano, de la Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia, pone de relieve las dificultades de las autoras teatrales para abrirse camino en un mundo eminentemente masculino. Ello lo ejemplifica con representantes del exilio, el franquismo y durante la democracia (tales como Teresa Gracia, Julia Maura y Ana Diosdado), con el objeto de recuperar la memoria histórica de estas figuras y el espacio que merecen en la historia reciente de nuestra escena. Margarita Piñero, por su parte, busca en la obra ¡Viva el Duque, nuestro dueño! el reflejo de las experiencias de su autor, José Luis Alonso de Santos, como hombre de teatro. Así, los cómicos de la legua en la época de Carlos II ejemplificarían el enfrentamiento entre arte y poder que también vivió el propio Alonso de Santos en los estertores del franquismo. Su interés radica además en que esta primera obra plantea ya una formulación general de su teatro, en opinión de Piñero. Con el artículo «Autobiografía y teatro: Buero Vallejo y Alfonso Sastre», Mariano de Paco traza un panorama general de ambos dramaturgos, entre los cuales actuaría como bisagra la diferente concepción del papel del artista durante la dictadura.

Encontramos un caso particular en el artículo «Elementos autobiográficos en el teatro de Alfonso Vallejo», firmado por Francisco Gutiérrez Carbajo, ya que la profesión de médico neurólogo ejercida por el autor condiciona, según este profesor de la uned, «un teatro de claroscuros, sangriento, de situaciones límite, de la esperanza [...] biológica, de la transformación» (pág. 102).

En la esfera regionalista, Josep Lluís Sirera, de la Universidad de Valencia, complementa con «De la memoria al presente absoluto: trayectoria del teatro catalán contemporáneo» el espacio mayoritariamente dedicado en el presente volumen a la interpretación de la producción dramática nacional en español.

«Historia y memoria en la autobiografía española actual: la obra memorialística de F. Fernán-Gómez», de Samuel Amell, concentra su estudio en el balance vital que el autor de Las bicicletas son para el verano arroja en El tiempo amarillo (1921-1997), obra de referencia obligada para conocer los entresijos del teatro español del siglo veinte, y en particular el que tiene que ver con el propio autor y sus compañeros de generación (Francisco Rabal, Miguel Gila, Adolfo Marsillach, etc.) La «Memoria de Marsillach» trazada por J. A. Hormigón, director teatral, junto al trabajo de J. Rubio Jiménez «Francisco Nieva: los dramas del recuerdo», se suman al estudio comparativo de la profesora de la Universidad de Barcelona Anna Caballé, titulado «Tres vidas y tres escenografías (Adolfo Marsillach, Albert Boadella, Francisco Nieva)».

«Más cómicos ante el espejo», de Juan Antonio Ríos Carratalá, añade novedades bibliográficas a su obra cuasi homónima mediante una breve reseña crítica de cada una. En la frontera entre ficción y realidad de la memoria, el profesor Ríos Carratalá aboga claramente por la literariedad de lo autobiográfico: «si no hay una voluntad creativa y estilística que asuma el inevitable componente de ficción que implica escribir sobre uno mismo, la supuesta sinceridad y el verismo de lo relatado quedan anclados en una declaración de intenciones sin resultados efectivos de cara al lector» (pág. 196).

Por último, entre las numerosas ponencias un total de 14 merece destacarse la originalidad de José Antonio Pérez Bowie, quien en «Noticias y reflexiones sobre la adaptación cinematográfica de textos teatrales en escritos autobiográficos (Escobar, Fernán-Gómez, Bardem, Sáenz de Heredia)» atiende a la compleja idiosincrasia del soporte cinematográfico; así como de Alberto Romero Ferrer («Actores y artistas en sus (auto)biografías: entre el documento y la hagiografía civil»), para quien la escritura de memorias «[...] construye hacia los demás el personaje que se ha venido escondiendo tras las múltiples máscaras que el actor ha ido interpretando a lo largo de su vida» (pág. 201). Romero Ferrer traza además una historia de la profesión (con su dignificación desde las reformas teatrales de la Ilustración y el ascenso en su consideración social) y recoge antecedentes del auge del género autobiográfico.

El segundo bloque, integrado por los trabajos de investigadores afiliados al isltynt, no puede soslayar el problema que para el estudio representa la multidisciplinariedad que ha caracterizado a muchos de los «hombres de teatro» más importantes del panorama nacional. En efecto, estos han desempeñado indistintamente el oficio de autores, directores, actores, etc., lo cual obliga a tratar sus trayectorias de manera autónoma, atendiendo a cada una de estas dimensiones. En ese sentido, todos los trabajos de este apartado presentan una estructura común: inician su análisis con la delimitación de su parcela de trabajo y, acto seguido, inducen las «constantes temáticas» de las obras analizadas.

José Romera Castillo, principal artífice de este proyecto de investigación dedicado a la escritura autobiográfica en el mundo del teatro, inicia su acercamiento crítico con «Perfiles autobiográficos de la “Otra generación del 27 (la del humor)». Bajo tan sugestivo título, el Catedrático de Semiótica de la uned realiza un ameno recorrido por los escritores de humor españoles de principios del siglo xx (atendiendo al estreno de sus obras, a sus peripecias en Hollywood...), para lo cual se sirve no sólo de sus biografías material escaso, ya que la mayoría no ha dejado recuerdos de primera mano— como la Automoribundia de Gómez de la Serna o Mis memorias de Mihura, sino también de reseñas, artículos periodísticos de la época, e incluso los testimonios de personajes que tuvieron relación con ellos. Engrosan la nómina, además de los mencionados, Jardiel Poncela, Tono o Edgar Neville, entre otros. Este simple acercamiento descriptivo, sin análisis crítico por su breve extensión, constituye más bien una buena bibliografía que merecería un estudio más pormenorizado, ya que algunas informaciones quedan siquiera esbozadas.

Olga Elwes Aguilar se ocupa de «Los dramaturgos», aunque se centra en «relatos en primera persona de autores que desarrollaron [...] su actividad en la escena española» (pág. 246). Mediante la reflexión crítica sobre el mecanismo de la memoria y su ficcionalización, delinea su itinerario en orden cronológico. La investigadora se hace eco de unas palabras de Francisco Nieva en su biografía (Las cosas como fueron, 2002): «casi todo lo que se escribe se ha tenido que vivir de un modo u otro. Surge siempre de una experiencia de vida. Quizá en unos más que en otros» (pág. 512). Los temas constantes de estos relatos autobiográficos giran en torno a la infancia y al universo familiar, a los inicios de la relación con el teatro, a la opinión sobre la situación de la escena española, la censura, los estrenos, la concepción teatral, el éxito y el fracaso. Elwes Aguilar comenta obras de autores tan variados como Fernando Arrabal, Jaime de Armiñán, Max Aub, Fernando Fernán Gómez, Antonio Gala o Albert Boadella, algunas muy actuales.

Irene Aragón González («Los directores») se ocupa de los responsables de escena, figura cuya reciente consolidación en España explica la ausencia de bibliografía al respecto. Su corpus se circunscribe a las obras autobiográficas de los directores de escena españoles de la segunda mitad del siglo xx. Dada la profunda relación con el teatro de personajes como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán-Gómez o Albert Boadella, «las memorias de aquéllos que han actuado como artífices de nuestro teatro en el último medio siglo son un documento esencial para conocer la realidad de la vida escénica contemporánea» (pág. 282). Entre la variedad de experiencias y posturas políticas, se extraen datos sobre la censura, su intervención o no en el texto, y las reacciones del público.

Los tres últimos artículos de este segundo bloque están dedicados al discurrir de la farándula. Todos ellos toman como obra de referencia fundamental el trabajo del profesor de la Universidad de Alicante Juan Antonio Ríos Carratalá, Cómicos ante el espejo. Los actores españoles y la autobiografía (2001). Dolores Romero López lleva a cabo una segregación de género en «Las actrices», y aduce que la razón para ello estriba en que la mayoría de los trabajos publicados sobre esta temática se ocupan fundamentalmente de hombres. En su análisis distingue entre autobiografía y memorias, según esté mediatizada o no la voz narrativa. Romero López extrae unas características generales de la vida teatral a partir de los testimonios tan variopintos y de tan diferente calado como los de Carmen Sevilla, Concha Velasco, Mary Carrillo, María Galiana, Mª Luisa Ponte, Carmen Maura o Nuria Espert.

Con todo, el anterior apartado lo complementa Rosa Ana Escalonilla con su artículo «Los actores», donde a pesar de la disparidad vital y la distancia temporal, además de la variedad de subgéneros del texto biográfico, logra extraer información de los inicios teatrales, técnicas de interpretación, puestas en escena y recepción de obras dramáticas «cómicos» como Francisco Rabal, Gila, Fernán-Gómez o los menos conocidos Teófilo Calle y Adriano Domínguez. Y todo ello, en palabras de Escalonilla, «para recomponer el rompecabezas de un todo escénico que se halla compuesto por innumerables e inseparables piezas que nosotros hemos dis­gregado artificialmente» (pág. 327); la paradoja del investigador, en definitiva.

Francisco Ernesto Puertas Moya, en «Modalidades y tópicos en la escritura autobiográfica de actores españoles» destaca la singularidad del texto de Albert Boadella, Memorias de un bufón (2001), «que cuenta la propia vida como si se tratase de una novela» (pág. 335), frente a la superficialidad de autobiografías como la de Tony Leblanc. Y es que «los actores autobiográficos [sic] españoles del pasado (reciente) siglo xx, se han olvidado de contar sus experiencias sobre el aprendizaje en el arte de la interpretación» (pág. 341). La diversidad de modalidades elegidas (dietario, autobiografía, memoria, confesión...) no escapan, sin embargo, a los lugares comunes del género, ya que casi todos los relatos suelen comenzar con los juegos infantiles como premonición del futuro oficio, y siguen por la relación problemática con el empresario, etc.

Finalmente, el bloque de las comunicaciones también está monopolizado en su mayoría por el análisis de las trayectorias y obras de artistas como Marsillach, Fernán-
-Gómez, Boadella, Escobar o Sastre. No obstante, entre las dedicadas a algunos autores menos estudiados en el presente volumen
de las 22 publicadas, destacan dos que se ocupan de la escritura autobiográfica de Miguel Romero Esteo, cuya dramaturgia revolucionó la escena de los años 70 y 80. Coetáneo, por tanto, de Nieva o Arrabal, parece no haber disfrutado, sin embargo, de la atención merecida, a pesar de los elogios de sus compañeros de generación (Cf., por ej., las memorias de Francisco Nieva) y del reconocimiento de que goza en las más importantes obras historiográficas sobre el teatro español, empezando por la obra canónica de Ruiz Ramón. En «Autobiografía en la obra teatral de Miguel Romero Esteo», Miguel-Hector Fernández-Carrión glosa, desde la perspectiva cercana que le permite el trato personal con el autor, la «Introducción al curriculum vitae y al agua de rosas» que precede al Pizzicato irrisorio y gran pavana de lechuzos (1978), considerada por algunos una pseudo-biografía picaresca a la manera de la de Torres Villarroel, además de algunos otros textos dramáticos. Este enfoque roza la semblanza, mientras que Carole Nabet Egger, por su parte, en «Autobiografía y estética teatral en la obra de Miguel Romero Esteo» la completa con un pormenorizado análisis de la estructura y contenido de la citada «Introducción...», ya que «lo autobiográfico en Romero Esteo no es una manera de construir o de reconstruirse a sí mismo, sino de edificar los contornos arquitectónicos de su universo teatral» (págs. 493-494). En consecuencia, asistimos al germen de su visión paródica del mundo, reflejada en un lenguaje grotesco y barroco. Si ambos artículos constituyen un germen embrionario de estudios más ambiciosos o si aparecen publicados con posterioridad, tendrán que agregar a su bibliografía un texto imprescindible del propio Romero Esteo aparecido con posterioridad, publicado por el Centro Cultural de la Generación del 27, con el título La creación teatral (2004) como transcripción de una conferencia pronunciada por el autor en el ciclo «Maneras de vivir», y que contiene una síntesis de su concepción dramática jalonada de abundantes referencias autobiográficas.

En definitiva, la publicación de las Actas de este XII Seminario sobre «Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo xx» organizado por el Instituto de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías vuelve a poner de manifiesto las virtudes de un valioso método de análisis plural. La consideración del hecho teatral como signo licita su estudio desde una óptica total, no sólo en la medida en que actualiza un texto literario, sino también con respecto a las reglas que rigen el funcionamiento del espectáculo. Por su parte, permite que la proyección del teatro en obras de carácter autobiográfico sea analizada desde muy diversos ángulos, favoreciendo así un enfoque global cuyo mérito más notable es el de ofrecer una panorámica completa de cómo se entreveran dramaturgia y vida españolas en las cinco últimas décadas, desde la dictadura franquista hasta la etapa democrática.

El único reparo que cabría oponer a un volumen de estas características sería el haber dado cabida a tan amplio catálogo de autores sin más criterio que el de ajustarse a la relación teatro-biografía. La indistinción entre cultura y entretenimiento merma tal vez el interés —aunque no la competencia— de la mayoría de los trabajos publicados. Y es que para el muestreo de información sobre la vida en el teatro en las últimas décadas sirven aquí materiales de muy desigual calidad literaria e interés por su aportación. Que las memorias de Sara Montiel aparezcan junto a las de Albert Boadella, por ejemplo, no deja de resultar un tanto discutible, cuando menos confuso, aunque sólo sea por la índole de la información que proporcionan. Sin embargo, ello quizá quede justificado por el hecho de no hallarnos ante un libro de lectura divulgativa, sino ante las Actas de un Seminario de especialistas, o sea, científico. Teniendo en cuenta, además, la escasez de biografías teatrales existentes (la mayoría de los estudiosos señalan como obra de referencia, especialmente para el ámbito del actor, la ya aludida Cómicos ante el espejo de Ríos Carratalá), es comprensible que nada se deseche a la hora de penetrar en las coordenadas de nuestra escena contemporánea.

Por todo ello, y en conclusión, la principal dificultad con la que se mide esta obra crítica repercute también en su principal virtud: la profusión de aportaciones y de interpretaciones produce la sensación de ideas reiteradas y en muchos casos poco originales, aunque esto mismo posibilita la multiplicidad de aproximaciones a una fructífera fuente de información sobre la mímesis dramática.

 

L. Pascual Molina

José Manuel López de Abiada y Augusta López Bernasocchi (eds.), Imágenes de España en culturas y literaturas europeas (siglos xvi-xvii), Verbum, Madrid, 2004, 354 págs.

 

José Manuel López de Abiada y Augusta López Bernasocchi han reunido y editado una gavilla de trabajos en torno a las imágenes de España en la Europa de los siglos xvi y xvii. Se trata de un corpus denso y sustancioso de una docena de estudios interrelacionados y en cierto sentido complementarios, tenaz y exitosamente perpetrados —el adjetivo no nos parece desacertado o injusto habida cuenta de las altas exigencias de una ciencia in fieri como la imagología— por otros tantos hispanistas procedentes de siete países.

La obra aspira a ser la primera entrega de una trilogía sobre la imagen de España en las literaturas y culturas europeas; las dos restantes versarán, respectivamente —«si nuestros deseos llegaran a materializarse» (pág. 9), aclara el propio López de Abiada en la presentación— sobre los siglos xviii-xix y xx. La prudencia de los editores respecto a la realización de su insólito proyecto se debe a las dificultades que supone reunir un equipo de expertos dispuestos a invertir el tiempo y el esfuerzo necesarios para una tarea que presupone conocimientos profundos en varias disciplinas y disponibilidad para afrontar lecturas de textos muy variados y a menudo de escaso valor literario o cultural.

Sirva como presentación de esta excelente primera entrega la mera mención de los temas tratados en los diferentes ensayos —no demasiado desiguales en extensión e interés— y algunas de sus conclusiones.

Introduce el volumen el propio López de Abiada —que no es la primera vez que se aplica a este tipo de estudios— con una ilustrativa presentación de esta joven ciencia, así como un repaso del estado de la cuestión de la misma en los principales centros de investigación europeos. Avalado por los trabajos de Sverker Arnoldsson y Philip W. Powell, en este capítulo se afirma algo que los siguientes argumentan e ilustran: la llamada Leyenda Negra tuvo mucho de «operación de imagen» contra España.

Se encarga también López de Abiada de cotejar la primera traducción alemana (1597) de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias con el original, comprobando que el anónimo traductor —según el autor, probablemente un pastor protestante— se inventa otro título más acorde con sus intenciones: El Nuevo Mundo. Se hace una denuncia verdadera de los españoles, tiranos temibles, horrendos e inhumanos de él, en las Indias sitas donde el sol se pone y llamadas el Nuevo Mundo; incluye un extenso texto «preparatorio» de su propia cosecha en el que —a diferencia de Bartolomé de las Casas— más que defender a los indios denigra a los españoles; hace breves y pocos añadidos y algunas supresiones de palabras; sustituye sistemáticamente el término cristiano por el de español cada vez que aparece en un contexto negativo; y, finalmente, añade, ampliando la obra en casi un 50%, una selección de otros textos lascasianos, y no precisamente los más  halagüeños con los españoles.

Augusta López Bernasocchi y, nuevamente, López de Abiada realizan un análisis exhaustivo de proverbios, locuciones y dichos italianos relativos a España y sus habitantes, atendiendo tanto a obras lexicográficas como literarias y prestando atención incluso a los ámbitos dialectales.

Erich Achermann «desvela» a la luz de los Coloquios de sobremesa el antihispanismo recalcitrante de Lutero, para quien los españoles eran básicamente «incrédulos judíos y moros bautizados que pretendían tiranizar el mundo cristiano».

Manfred Beller —que, según se nos informa en el volumen, está preparando junto con Joep Leerssen un manual sobre la representación literaria de los caracteres nacionales— se ocupa de revisar las más importantes teorías de los tipos humanos dependiendo del clima, aportando una valiosa bibliografía al respecto.

Dietrich Briesemeister se encarga de las imágenes habidas de España y los españoles en Alemania: se remonta a la Alta Edad Media, se centra especialmente en los siglos xvi y xvii, alude sucintamente a la Ilustración y al Romanticismo y concluye que esas imágenes oscilaron a lo largo de los siglos entre la fascinación y el repudio dependiendo de factores políticos y religiosos. Especialmente interesante resulta el de los reinados de Carlos I y Felipe II, precisamente cuando tanto la hegemonía hispana como el antiespañolismo germano eran mayores; sin embargo, la literatura española —entendida en la acepción amplia que tenía la palabra en la tardía Edad Media— gozó de una inmensa difusión y atracción en los círculos letrados alemanes.

Trevor J. Dadson rastrea con detenimiento en obras dramáticas y algunos panfletos propagandísticos de la Inglaterra de los siglos xvi y xvii la visión uniforme, distorsionada y caricaturesca que se tenía o buscaba del español; concluyendo que, en una época en que estaban formándose los estados nación y el concepto mismo de nación, «de las hostilidades políticas y religiosas entre Inglaterra y España salió una nación inglesa fuerte, mejor organizada y más unida que nunca» (pág. 172).

Teresa Eminowizc se ocupa de la imagen de España en la Polonia del mismo periodo. En comparación con las demás naciones estudiadas en la monografía, el caso polaco resulta interesante por contraste, ya que el contacto directo entre ambos pueblos fue escaso y no hubo entre ellos roces políticos. En palabras de la autora, la imagen de España que existía entonces en Polonia «se formó a través de la moda, sobre todo a través de la corte de Viena y gracias a las reinas de la Casa de Austria» (pág. 196). Lleva también a cabo Eminowizc una enumeración de los campos semánticos en los que penetraron más vocablos españoles en la Polonia de entonces; repasa los ecos hasta allí llegados de la Leyenda Negra y del Descubrimiento —o, como dice el también colaborador en el monográfico Gustav Siebenmann, el Encuentro— del Nuevo Mundo; examina la presencia y el influjo de la literatura española y de la Compañía de Jesús; y repasa la literatura de viajes disponible.

Michèle Fernández-Gaillat hace lo propio con Francia, aunque ciñéndose a algunos libros de viaje de principios del siglo xvii y sin pretensión de hacer un balance definitivo de las miradas francesas sobre España.

Jan Lechner —y no es la primera vez— se encarga del caso de Flandes, no sin advertir de la dificultad de trazar las líneas de «la» imagen que produce un pueblo en otro, ya que ésta no es la misma para la masa iletrada y para la delgada capa social letrada. Con todo, concluye que durante la sublevación de los Países Bajos (1569-1648) la imagen del español no era precisamente meliorativa. Y al igual que en Alemania, a pesar de la mala prensa, la literatura española gode mucho prestigio durante la época de conflicto y, más tarde, en el siglo xix —es decir: una vez que España resultó más o menos inofensiva— la hispanofobia se había transformado ya en hispanofilia. Lleva también a cabo Lechner un rastreo del gentilicio español en expresiones holandesas.

Giuseppe Mazzocchi se dedica con minuciosidad —su estudio es el más extenso del volumen, con sus casi setenta páginas— a las variadas imágenes de España en las distintas ciudades y zonas italianas de los siglos xvi y xvii, haciendo hincapié en la necesidad de no considerar como algo uniforme la realidad italiana del periodo y de fajarse del peso del condicionamiento historiográfico ilustrado y decimonónico sobre los análisis de la Italia española y de la imagen que los italianos se formaron de lo hispánico. El contacto entre ambas naciones fue profundo y prolongado, sin llegar a confundirse. Hace también Mazzochi un llamamiento a huir de las generalizaciones y los trabajos de síntesis en este tipo de estudios y a volcarse en la publicación de fuentes y en la redacción de catálogos de piezas documentales.

Gustav Siebenmann cierra el conjunto con una reflexión metodológica que reúne las principales aportaciones de las últimas décadas del avance teórico en las investigaciones imagológicas, ilustrando la teoría con ejemplos de sus amplios conocimientos sobre la recepción de la cultura  latinoamericana en Alemania.

Tal y como el propio Siebenmann explica en su colaboración a este valioso y encomiable trabajo colectivo —que ojalá se complete con la trilogía proyectada por los editores— entre las varias utilidades de la imagología está la de contribuir a la mutua comprensión entre los pueblos, a la tolerancia frente a la otredad y a la abolición de prejuicios. No todas las ramas de las ciencias humanas pueden reclamar una utilidad social parecida.

 

J. M. López Merino

Julio Herrera y Reissig, Los éxtasis de la montaña. Antología poética (ed. de L. Bagué Quílez), Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2005, 338 págs.

 

La aureola mitificadora de autores cuya vida ha sido emplazada en los aledaños del mito entraña el principal escollo crítico al que se enfrenta el estudioso. Tal es el caso del poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) de cuya biografía se ha forjado «una leyenda que no se aviene con la realidad y que distorsiona su verdadero impulso lírico» (pág. 9). Poner de relieve ese «impulso lírico», desprendiéndolo de interpretaciones simplistas apegadas al falseamiento de algunos episodios biográficos, se plantea como piedra angular de la antología poética del escritor uruguayo llevada a cabo por Luis Bagué Quílez y publicada en 2005 bajo el título Los éxtasis de la montaña.

Desde la muerte de Herrera y Reissig en 1910, y a pesar de que no editó ningún libro en vida —sólo algunos poemas en publicaciones periódicas o revistas—, el balance crítico sobre el estudio de la poesía y personalidad de Herrera y Reissig es relativamente positivo, al menos en cuanto a cantidad. Desde la segunda década del siglo xx se han publicado recopilaciones de su poesía, existen algunos estudios sugerentes sobre su producción poética, se ha llevado a cabo recientemente la edición crítica de sus Poesías completas y prosas en Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, y en el año 2000 se han editado algunos de sus cuentos. A ello hay que añadir que la recepción creativa o asimilación por parte de otros poetas de la obra de Herrera y Reissig también ha sido entusiasta. En un apéndice documental (págs. 289-330) —valor añadido a la antología y novedad ausente de las compilaciones poéticas anteriores y de los estudios sobre Herrera y Reissig— se recopilan una serie de textos de homenaje que se hacen eco de la huella dejada por la poesía de Herrera y Reissig en algunos de los autores más relevantes de la primera mitad del xx: Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti y Luis Cernuda. Estos poetas, desde sensibilidades distintas —el modernismo de Darío o la estética del 27 en Alberti—, representan una primera valoración de la obra del poeta uruguayo y su contribución a la lírica del siglo pasado. Aunque en el juicio de Darío pesan los estigmas del malditismo modernista y a pesar de las reservas de Borges sobre parte de la poesía del uruguayo, el homenaje poético de Aleixandre, la evocación llena de notas personales de Alberti y el meticuloso análisis de Cernuda evidencian el estímulo que la obra de Herrera y Reissig supuso para estos poetas. No obstante, a pesar de esta difusión, gracias a las ediciones o recopilaciones de sus poesías, a los estudios críticos y a lectura de los poetas señalados, se trata de un escritor relativamente desconocido y sobre el que pesan distintos tópicos que una relectura como la que ahora se brinda en esta antología va a someter a revisión.

En un sucinto y atinado prólogo (páginas 9-31) plantea Luis Bagué Quílez el estado de la cuestión sobre los estudios dedicados a la poesía de Herrera y Reissig y, con una aguzada intuición lectora y crítica, plantea las claves principales de la poética herreriana, proporcionando al lector los asideros básicos del proceso de intelección en el que la selección antológica se convierte en guía de lectura. Como decíamos, dos tópicos principales han pesado sobre la obra de Herrera y Ressig, cuya gratuidad demuestra Luis Bagué como punto inicial que permite la revisión y nueva lectura de la obra del poeta uruguayo. El primero de ellos es el del escritor encerrado en su torre de marfil y el segundo, y unido a éste, el del poeta maldito, al margen de la sociedad que, en su aislamiento, recurre a sustancias alucinógenas como estimulante creativo. Una de las primeras composiciones del poeta uruguayo, «Salve España», así como la serie de Sonetos vascos son los ejemplos que aduce L. Bagué Quílez para desterrar el tópico de Herrera y Reissig como poeta ajeno a todo contacto con la realidad de la convulsa época que le tocó vivir. El uso de las drogas como estímulo de inspiración cae en descrédito por su propia naturaleza falaz. Estos dos estigmas, que han condicionado inexorablemente la lectura de la poesía de Herrera Reissig, hay que entenderlos en el contexto de la estética que domina los años en que el poeta desarrolla su labor literaria, más que atribuirlos, en puridad, a la naturaleza de los hechos biográficos. Herrera y Reissig se ubica en la llamada generación del 900, grupo en el que se fragua el programa estético del Modernismo uruguayo, cuyo vehículo de difusión principal fueron las revistas —en las que participó activamente dirigiendo algunas de ellas— y las tertulias, de las que fue albacea. Al hilo de ese intento de encuadre de la poesía del escritor de Montevideo en el panorama poético de inicios del xx, hilvana el antólogo las claves esenciales del ejercicio poético herreriano que dan la esencia de su arte, fijan su contribución al devenir creativo de ese momento, y lo enlazan a la tradición de que es deudor, esencialmente, el simbolismo francés y el barroco español. Haciéndose eco de la opinión de la crítica, que vacila entre la ubicación de Herrera y Reissig en el Modernismo y su anticipación a los istmos de la vanguardia, el juicio de Bagué Quilez se sostiene por una rotunda solidez que la lectura de la antología confirmará: si bien el espíritu creador del uruguayo se desenvuelve en los límites trazados por el Modernismo, éste se pliega hacia la introspección reflexiva y los trazos impresionistas de un universo literario en el que resuena una voz propia que se alza más allá de las imposturas del esteticismo modernista.

En cuanto a los criterios de selección esgrimidos por el antólogo, cabe comentar que toda antología entraña la osadía del escogimiento y la exclusión, inconvenientes que ya reconoce el editor en la coda del prólogo (pág. 22). No obstante, también goza de ventajas, algunas de las cuales explican la proliferación en los últimos años y la cuasi canonización de la antología como género crítico o pseudocrítico. Entre otras razones pueden aducirse la brevedad, fruto de la reducción del conjunto de la obra, a la vez que la posibilidad de ofrecer las mejores muestras de la poesía del autor que se antologa. Pero, en el caso que nos ocupa, tal selección aspira, principalmente y como ya se ha mencionado, a ofrecer al lector actual una «renovada andadura de la poesía del autor» y mostrar «su producción más personal y definitoria» (pág. 22). Respecto al criterio de ordenación, quizá cabría esperar el cronológico, pero éste es de difícil aplicación en el caso de la poesía de Herrera y Reissig. El único libro que el poeta uruguayo preparó para su publicación, pero que se editó póstumamente —en 1910, poco después de fallecer— fue Los peregrinos de piedra, primer título que antologa L. Bagué Quílez. El resto de su poesía fue publicada en cuatro volúmenes por su viuda, Julieta de la Fuente, y su amigo César Miranda, en 1913. A este hecho se une el de la continua revisión y reelaboración a que sometió sus textos. De ahí que, debido a este desorden cronológico que presentan los materiales poéticos, el antólogo opte por un criterio organizativo que se atiene a la afinidad estética o temática entre los textos, distinguiendo, esencialmente, seis «líneas estéticas»: «poesía política; encomiástica y de circunstancias; una poesía posromántica y decadente; una poesía bucólica, costumbrista y mitológica; una poesía filosófico-simbolista; una poesía alegórica y moral; y una poesía ornamental y modernista» (pág. 16). Partiendo de este esquema estructurador, la antología —divi­dida en cuatro bloques, que siguen más o menos las directrices marcadas por la edición de 1913 y mantenidas en la mayor parte de las ediciones posteriores: Los peregrinos de la piedra, El teatro de los humildes, Las lunas de oro y Las pascuas del tiempo brinda una muestra de las distintas facetas temáticas y estilísticas que ofrece la poesía de Herrera y Reissig, las cuales, lógicamente, aparecen plegadas y superpuestas, nunca aisladas, aunque en algunos textos dominen más notas de un tipo que de otro.

Delinearemos, pues, brevemente algunas de estas pautas temáticas y estilísticas principales que han suscitado nuestro interés a lo largo de la lectura. La tradición bucólica clásica y sus ramificaciones en la literatura áurea española se actualizan en los sonetos en verso alejandrino bautizados por el autor como egloánimas, incluidos en la sección titulada Los éxtasis de la montaña. Algunos de ellos presentan un universo bucólico donde conviven sintagmas de raigambre barroca con nombres pastoriles de la antigüedad grecolatina, retomados, después, por la lírica áurea, como en estos versos de «El despertar» (pág. 39): «Alisia y Cloris abren de par en par la puerta / [...] / restriéganse los húmedos ojos de lumbre incierta» (vv. 1-3). Otros, en contraste, dibujan el mundo rural de Hispanoamérica y bosquejan, con trazos impresionistas, estampas cotidianas: el regreso de los campesinos después de un día de trabajo («El regreso», pág. 40), el rumor callado de la vida en la hora de la siesta («La siesta», pág. 42), el cumplimiento cristiano de la misa («La iglesia», pág. 48), entre otros episodios del quehacer diario. Sirva de ilustración a estas composiciones de trazo impresionista y temática rural el segundo cuarteto de «La siesta» (pág. 42) ya citado: «A la puerta, sentado se duerme el boticario... / En la plaza yacente la gallina cloquea / y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea, / junto a la cual el cura medita su breviario». En otras composiciones incluidas bajo el grupo de las llamadas egloánimas se fusionan el bucólico mundo idealizado con pinceladas descriptivas de personajes y situaciones apegados a la realidad más banal y cotidiana, en una fórmula mixta que integra las dos anteriores descritas. Así ocurre, por ejemplo, en «La velada» (pág. 43) donde convive una estampa rural de cena de unos aldeanos con la sublimación de ésta mediante la adjudicación de nombres de tradición bucólica a los lugareños y la evocación pastoril de un lugar idílico: «La cena ha terminado: legumbres, pan moreno / y uvas aún lujosas de virginal rocío... / rezaron ya. La luna nieva un candor sereno / y el lago se recoge con lácteo escalofrío. / El anciano ha concluido un episodio ameno [...] / Lux canta. Lydé corre. Palemón anda en zancos. / Todos ríen... La abuela demándales sosiego. / Anfión, el perro, inclina, junto al anciano ciego, / ojos de lazarillo, familiares y francos...». Esa irrupción de las estampas costumbristas y cotidianas preludian la disolución del idealismo bucólico, que se hace patente en la balada eglógica titulada «La muerte del pastor» (págs. 125-134).

A esta serie de textos se suman otros, esta vez nominados eufocordias por Herrera y Reissig, de temática predominantemente amorosa —agrupados bajo el título de Los parques abandonados— donde el homenaje a Góngora y la huella del gongorismo se hacen explícitos. En estos textos se mixtura la actualización del código de la lírica petrarquista con elementos modernistas, por ejemplo, en el gusto por las imágenes religioso-eróticas y las notas fúnebres, como en la composición «La estrella del destino» (pág. 102). El tema amoroso favorece la introspección —más epidérmica en los textos de las restantes líneas temáticas que vetean la poesía herreriana— y la preocupación rítmica y musical del verso alejandrino se revela como factor notable.

Las dos siguientes secciones de la antología, El teatro de los humildes y Las lunas de oro, acogen composiciones que actualizan la imaginería modernista aunque, paralelamente, prolongan las líneas ya definidas en los textos analizados. Los referentes poéticos ahora se orientan, principalmente, hacia los poetas simbolistas franceses: Verlaine (pág. 208), Lamartine (pág. 216), Ossian (pág. 217) o Scott (pág. 216). El soneto en alejandrinos vuelve a ser la estrofa predominante aunque se combina con el verso más largo en composiciones como «Wagnerianas» (págs. 272-274) y «Nivosa» (páginas 275-277). El referente musical cobra protagonismo en numerosos poemas: Bramhs en Berceuse blanca (pág. 196), Chopin («El piano», pág. 204 y «Disfraz sentimental», pág. 214), Beethoven (pág. 208), Schumann («Solo verde-amarillo para flauta. Llave de U», estructurado siguiendo las partes de las composiciones musicales: andante, piano, crescendo, forte, fortissimo, pág. 265).

En algunos de los poemas de la última sección titulada Las pascuas del tiempo, la huella modernista se vetea con la dimensión alegórica, a la vez que al sustrato barroco —inherente a la obra de Herrera y Reissig— se incorporan elementos modernistas, decadentistas y simbolistas, haciendo del poema un espacio ecléctico de encuentro donde la dicción poética se tiñe del culturalismo que abanderaba la estética modernista. Los ejem­plos más significativos los hallamos en el largo poema «Las pascuas del tiempo» (páginas 231-256) en el que se ofrece una galería de personajes por la que desfilan seres mitológicos e históricos, especialmente, escritores: de Mercurio a Voltaire, y de Apuleyo a Byron y Lamartine, en una fiesta del tiempo donde se dan cita la cultura y sus protagonistas para celebrar la poesía.

El molde estrófico que mejor parece adecuarse al torrente expresivo de Herrera y Reissig es el soneto en alejandrinos, a juzgar por el profuso empleo que hace de él, especialmente, en las series de las que llama egloánimas o eufocordias. Este tipo de sonetos con versos de catorce sílabas fue cultivado ampliamente por los parnasianos y resultó muy grata a los modernistas. Junto a este tipo de molde estrófico, también cultivó el verso largo que, a veces, en su amplitud llega a confundirse con la línea de la prosa en composiciones extensas (Ciles alucinada, págs. 139-145; «Wagnerianas», págs. 272-274 y «Nivosa», págs. 275-277), lo que hace de la poesía de Herrera y Reissig un espacio de tentativas formales mediante las que explorar las distintas posibilidades expresivas y musicales del verso español.

La nota que domina el proceso de lectura de la antología es la de la pluralidad, tanto temática como estilística. Quizá esta diversidad se tiña de cierta vaguedad, reflejo de una trayectoria poética truncada, de un proyecto literario que no llegó a cristalizar debido a la muerte prematura del autor, con apenas 35 años, de los que sólo dedicó unos diez a la creación poética. Tres son los polos estéticos en los que se debate el poeta: el romanticismo, el modernismo y el atisbo de ciertas constantes que marcarán la poesía del primer tercio del siglo xx, de signo más o menos vanguardista. En la poesía de Herrera y Reissig se mezcla la imaginería romántica, el barroquismo formal, las metáforas insólitas, las notas clásicas, todo ello tamizado por una sensibilidad decadentista y un torrente imaginativo hondamente deudor de las emanaciones románticas. Entre los pliegues de estas tres estéticas se eleva, en los poemas de mayor alcance, una voz singular, que tras­ciende los límites impuestos por esas concepciones literarias. Esa es la voz del poeta, la que encuentran en la obra del uruguayo Alberti, Cernuda y Borges, y que se revela, especialmente, en los poemas de temática rural, apegados —como dice Cernuda en sus palabras de homenaje (pág. 239)— «a un sentimiento instintivo de la naturaleza».

El mayor acierto de Herrera y Ressig, a nuestro juicio, radica en su personal voluntad creativa, que en algunos momentos le llevó a trascender los límites formularios de la estética modernista, hasta encontrar —liberán­dose de la altura de las torres de marfil y de la llamada exótica de paraísos artificiales— una voz propia. Como dijo Octavio Paz en uno de sus ensayos, «la historia de la poesía moderna es la de una desmesura. Todos sus grandes protagonistas, después de trazar un signo breve y enigmático, se han estrellado contra la roca». Esta antología recupera para el lector actual uno de esos trazos breves y enigmáticos de la historia de la poesía moderna, invitándolo a una relectura libre de condicionamientos críticos y culturales.

 

Mª D. Martos Pérez

Juan Guzmán Tapia, En el borde del mundo. Memorias del juez que procesó a Pinochet, Anagrama, Barcelona, 2005, 232 págs.

 

 

El Tiempo va sobre el Sueño

hundido hasta los cabellos.

Ayer y mañana comen

oscuras flores de duelo

 

Sobre la misma columna,

abrazados Sueño y Tiempo,

cruza el gemido del niño,

la lengua rota del viejo

  (F. García Lorca, Así que pasen

 cinco años, iii, 1)

 

Aparecen las memorias de Juan Guzmán Tapia, el juez chileno que firmó el arresto del dictador tras haberlo procesado como autor intelectual de cincuenta y siete homicidios y dieciocho secuestros. Independientemente del interés jurídico, historiográfico y político del texto, aquí nos incumbe subrayar su relevancia moral y, sobre todo, literaria. Y ello no sólo por la voluntad de estilo y la garra narrativa del relato, sino por su valor referencial. Digo referencial porque las referencias a las realidades extratextuales y a los hechos concretos verificados que nos brinda Guzmán Tapia ya habían sido abordados antes, desde los medios que les son propios y con obsesiva constancia, por muchos escritores chilenos.

El juez Guzmán relata, desde un envidiable y excepcional conocimiento, la mecánica interna del crimen y devela los entresijos de la mentira y los abusos del poder. Católico convencido y simpatizante declarado de las fuerzas armadas chilenas durante largos años, delinea con escalofriante minuciosidad los tortuosos trayectos que llevaron al desafuero, procesamiento y condena a prisión preventiva del general Pinochet. Su libro, riguroso en la argumentación jurídica y ágil en la enunciación, es una fuente de información de valor incalculable para críticos y lectores del nutrido corpus de las obras literarias que tematizan la negra noche de la dictadura y la difícil transición. Un libro apasionado que, amén de dejar espacio a la esperanza y contribuir a la restitución de la honra perdida de la justicia y del poder judicial, es un revulsivo contra la amnesia y un rompeolas contra los embates de los paladines de la memoria confiscada.

El sustantivo que abre el título de las memorias debe ser entendido como metonimia de interdisciplinaridad, cual esconce en el que confluyen varias disciplinas, entre las que también figura la literatura. Y entre los cometidos prioritarios de las obras literarias comprometidas con el pasado se encuentran la memoria histórica y la rememoración de lugares, fechas y vivencias con frecuencia estremecedoras, la concesión de la palabra a las víctimas, el desenmascaramiento de las falacias de las «verdades» oficiales y la denuncia de los bienes usurpados. No en vano es la literatura una de las hijas de Mnemósine y una de sus posibles funciones es la de narrar vivencias, venturas y desventuras de los personajes cuales correlatos de acontecimientos reales. Sin descartar las atrocidades padecidas por las víctimas, con frecuencia incapaces de romper el silencio en el que se han recluido para que cicatricen sus heridas. Porque los vencidos a veces no se atreven a volver la vista atrás por miedo a convertirse en estatuas de sal. Goya puso nombre a esta postura en uno de los grabados más sobrecogedores de Los desastres de la guerra: «No se puede mirar». Hoy sabemos que para aminorar el duelo hay que «mirarlo» a los ojos; es decir: hay que «contarlo». Y contar significa rememorar, hacer memoria. Ése es también uno de los quehaceres de toda transición política, incluidas aquellas que dieron prioridad a la llamada «conciliación nacional» y a la «política de consenso». Entre tanto sabemos que una transición ejemplar es la que, dicho sea en palabras de César Vallejo, está dispuesta a «bajar las gradas del alfabeto  /  hasta la letra en que nació la pena». He aquí el significado último de las memorias del juez Guzmán, que desde su comienzo consideró la amnistía parte integrante «del turbio legado que dejaron en Chile los generales», porque perdonaba «los crímenes que ellos mismos habían ordenado cometer» (págs. 137-138).

Sus convicciones religiosas y su simpatía por las fuerzas armadas (su madre era hermana de militares; el obispo de Talca, monseñor Carlos González Cruchaga, por quien el juez sentía profunda admiración, era primo de su padre) lo indujeron a creer que los comandantes en jefe que perpetraron el golpe militar iban «a restablecer el orden y la abundancia en el país» (pág. 80). Guzmán Tapia admite al respecto, con la transparencia que lo caracteriza: «Brindamos por el fin de la pesadilla, esos tres años de escasez socialista que queríamos olvidar de prisa. Al llevarme una copa a los labios, estaba muy lejos de imaginar que una represión implacable se abatiría sobre Chile durante largos años. Habían aplastado el derecho y la justicia, los valores en que entonces más creía, y yo alzaba la copa» (páginas 81-82). Más adelante confiesa que no fue ni un acólito ni un opositor activo al régimen, que durante diecisiete años se mantuvo «al margen de lo ocurrido», que «sólo mucho más tarde» dispuso «de recursos suficientes para actuar con eficacia ante los crímenes de la dictadura» (pág. 113). Para entonces, ya instruía varias causas contra el dictador y tenía pruebas de la existencia de los «vuelos de la muerte», de las torturas en Villa Grimaldi, de la «Operación Cóndor», del plan de desinformación ideado por los agentes de la dina y de otros delitos de lesa humanidad cometidos en otros lugares (Colonia Dignidad, Pisagua, Estado Nacional, entre otros). Por lo demás, en virtud del principio de unicidad que rige en el sistema procesal penal chileno, fue acumulando causas hasta tener a su cargo casi un centenar dirigidas contra Pinochet. La mayoría de las querellas fueron interpuestas durante la estancia y detención del ex dictador en Inglaterra (octubre 1998 marzo 2000).

El juez Guzmán Tapia ha acertado en la elección del título: sus memorias se sitúan, efectivamente, «en el borde» de los géneros literarios; además desbordan los conceptos teóricos de las obras memorialistas por su capacidad de responder a preguntas de gran trascendencia y actualidad en los países que viven o han vivido la transición de una dictadura a un Estado de derecho. Son estas respuestas que con frecuencia eluden los gobiernos de la transición de turno, que aprueban o someten al veredicto popular constituciones que dan prioridad a la reconciliación nacional y ciegan las ventanas que dan al pasado. Se trata de actos que niegan los derechos de las víctimas de crímenes atroces, entre las que suelen figurar ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, ocultaciones de cadáveres o enterramientos clandestinos. Aunque así sea, los ponentes de la nueva constitución no pueden ignorar que la naturaleza de ciertos crímenes exige medidas reparadoras, y que el Estado está obligado a cumplir su compromiso con los derechos humanos. Tanto más si los crímenes ya se prohibían cuando fueron perpetrados de forma absoluta por estar reconocidos como crímenes contra el derecho internacional.

Integrado por tres partes de desigual extensión y treinta capítulos, el libro tiene una cohesión admirable, fruto de una feliz confluencia de varias habilidades: la penetración analítica, la garra narrativa y la voluntad de estilo. Pero sus páginas no van dirigidas sólo a los chilenos. Nos pertenecen a todos. Porque en ellas, como dijo el poeta, «Ayer y mañana comen / oscuras flores de duelo», en ellas se abrazan «Sueño y Tiempo» y sobre ellas «cruza el gemido del niño / la lengua rota del viejo».

 

J. M. López de Abiada

José Jesús de Bustos (coord.), Textualización y oralidad, Visor Libros, Madrid, 2004, 207 págs.

 

A finales del 2000 tiene lugar en el Instituto Universitario Menéndez Pidal un Seminario Internacional cuyo tema de investigación da título a la presente obra de conjunto Textualización y oralidad. Durante este Seminario se reunirán investigadores y especialistas en el campo del análisis del discurso con el propósito de debatir desde diferentes enfoques aquellos aspectos relacionados con la transformación de la creación oral en texto y, a la inversa, los mecanismos a través de los cuales los textos escritos pasan a ser leyendas que se transmiten oralmente. Este trabajo resulta de especial interés dado que trata de uno de los temas de mayor actualidad entre los estudios filológicos, en general, y en el campo del análisis del discurso, en particular, pero además resulta enriquecedor para todo hablante interesado en apreciar los fenómenos que se advierten en la textualización de la tradición oral.

J. J. de Bustos, coordinador de esta edición, es el encargado de recoger en este pequeño volumen las aportaciones realizadas durante este Seminario que con periocidad bienal se viene realizando en el Instituto Universitario Menéndez Pidal. Bajo el apartado de «Presentación» el editor introduce la estructura en la que se dispone este manual y los contenidos, que responden a un enfoque exclusivamente lingüístico, dado que «el proceso de textualización implica obligatoriamente la utilización de mecanismos lingüísticos de naturaleza gramatical y discursiva» (pág. 7).

Dividido en tres apartados relativos a la «Oralidad y gramática», «Oralidad y textos en prosa» y «Oralidad y romancero», respectivamente, los especialistas exponen a lo largo de estas páginas las observaciones obtenidas del análisis de este proceso desde distintos puntos de vista y muestran cómo de importantes han resultado los métodos de análisis del discurso en el estudio de los textos de tradición oral.

En el primero de ellos, «Oralidad y gramática», A. Narbona y R. Cano abordan los aspectos puramente gramaticales y discursivos de la oralidad.

Bajo el título, «Oralidad: los datos y las gramáticas», A. Narbona insiste en la importancia que para los estudios gramaticales supone tener en cuenta la variedad y la heterogeneidad del hablar. Esto obliga, tal y como dice el autor, a la búsqueda de nuevos criterios de descripción lingüística por parte del gramático, hasta ahora focalizado en la aparente homogeneidad del sistema gramatical. De este modo, insiste en que los rasgos lingüísticos deben examinarse desde una concesión global del proceso de comunicación verbal: «esto es, debe centrarse la aten­ción en todo lo que dota de sentido e intención comunicativa a los enunciados que configuran cada acto discursivo» (pág. 22).

El artículo de R. Cano, «Sintaxis histórica, discurso oral y discurso escrito», aborda desde un punto de vista histórico un interesantísimo análisis sobre la «tensión oral-
-escrito» en el campo de la sintaxis histórica. A lo largo de estas páginas, R. Cano examina la relación entre la metodología tradicional seguida por la sintaxis histórica y los nuevos planteamientos procedentes del análisis del discurso, así como advierte de la forma en que deben ser interpretadas las características de la lengua oral en los textos primitivos. Especial atención merece su análisis sobre las relaciones oracionales y supraoracionales, que en los últimos años ha resultado de gran interés para los estudiosos de la sintaxis histórica.

En el segundo de ellos, «Oralidad y textos en prosa», A. Gálmes de Fuentes y R. Eberenz analizan la realidad oral que presentan diferentes textos escritos.

«La leyenda de la procreación del rey Jaime I y La tradición oriental» da título al primero de los artículos. En él, A. Gálmes de Fuentes examina el tema tradicional de la mujer sustituida en el lecho conyugal en la leyenda de la procreación del rey Jaime I y su relación con la cuentística oriental. El autor afirma la importancia del estudio comparativo entre el modelo árabe y las diferentes narraciones románicas como medio para conocer mejor los relatos particulares de la literatura románica y el universo narrativo en el que estos se incluyen. De este modo, a través de la sencilla narración del infante don Jaime se observa como esta adquiere pronto matiz legendario con un marcado carácter literario juglaresco en la Crónica de Bernat Desclot o de cómo un escritor como Boccaccio hace uso de la leyenda del rey Jaime de Aragón en el cuento nueve de la noche tercera y la refleja históricamente en el conde Beltrán del Rosellón «obligado por Carlomagno a casarse con una mujer que él rechaza» (pág. 55).

El segundo de los artículos «Huellas de la oralidad en textos de los siglos xv y xvi» es la aportación que R. Eberenz presenta. Partiendo de un amplio corpus datado entre los siglos xv y xvi que comprende «diálogos literarios», «obras narrativas o argumentativas» y «documentos inquisitoriales», el autor analiza desde una perspectiva pragmática los rasgos orales encontrados. Consciente de que no siempre el estilo directo es sinónimo de rasgos orales, el autor indaga en ciertos mecanismos discursivos a través de los cuales se observa el empleo de lo oral en la escritura («las marcas deícticas y las fórmulas pragmáticas», «la actuación del locutor frente al alocutario», «la emocionalidad y sus implicaciones pragmáticas», «la estructura interna de los turnos»); e insiste en que estos datos podrán ser más fácilmente estudiados cuanto más sepamos de la comunicación oral en nuestros días.

El tercer y último apartado que compone este volumen es el titulado «Oralidad y romancero». No cabe duda de la preferencia de los especialistas acogidos bajo estas páginas por la investigación sobre el romancero, ya que cinco de los artículos aquí recogidos abordan problemas capitales sobre estos textos. En la presentación de esta obra de conjunto J. J. de Bustos indica que una de las funciones de este libro es mostrar la vitalidad de los estudios romancísticos y prueba de ello es la presentación de estos trabajos que, desde una perspectiva similar, abordan aspectos relacionados no solo con la tradición del romancero hispánico, sino también con la del romancero judeo-español, portugués y vasco.

En el primero de ellos, «Transcribir-transcodificar: el ejemplo del romancero», G. Di Stefano aborda la problemática existente en la transformación del discurso oral en discurso escrito. Para ello, el autor analiza varios romances centrándose en aquellos aspectos de la escritura que pudieran ser huellas de una clara adaptación de la oralidad. De este modo, las recopilaciones reunidas en el «Cancionero general» o en el «Cancionero de Londres», entre otros, sirven a G. Di Stefano para escudriñar «la puesta por escrito de géneros y textos más que otros adictos a la oralidad y, por lo tanto, menos que otros familiarizados con tinta y papel y, sobre todo menos que otros familiares para un receptor en cuanto lector» (pág. 96).

La tradición romancística de los judíos sefardíes es el aspecto tratado por S. G. Ar­mistead en «Oralidad y escritura en el romancero judeo-español». Armistead muestra cómo la tradición oral opera tanto en textos medievales como en textos recientemente creados. Prueba de todo ello es el resultado del examen propiciado de los romances: «El juicio de Salomón», «El alcaide de Alhama» y «El conde sol», adjuntados en el artículo.

En «Oralidad y escritura en el romancero portugués» vuelven a exponerse las mismas inquietudes mostradas en títulos anteriores, siendo esta vez dirigidas al romancero portugués. Su autor, P. Ferré, consciente de que la tradición opera como modo de conservación y transmisión de los romances, afirma también que la tradición escrita interviene en los orígenes del romance y en la reelaboración de algunas de sus variantes. Así, con el análisis de algunos ejemplos muestra los encuentros y desencuentros que tradición oral y escrita contemplan en el romancero portugués.

J. A. Cid analiza en «Romancero hispánico y balada vasca» la posible relación existente entre estas dos formas de textos orales. Una vez establecidos los criterios que definen el romancero y la balada dentro de los géneros de la poesía popular y popularizada y tras una visión de estas baladas populares en el contexto europeo, el autor examina las características comunes con el romancero hispánico que salvo los rasgos básicos no comparte similitudes con la tradición romance hispánica.

Finalmente, F. Salazar en «De la escritura a la memoria» ilustra a través del análisis de los romances vulgares tradicionalizados el proceso por el cual el texto escrito que se memoriza pasa a transformarse en romance tradicional. De este modo, la autora describe cómo dentro del proceso de memorización tiene comienzo el proceso de tradicionalización. No obstante, no todos los romances vulgares memorizados pasan a incluirse dentro de los tradicionales y en el «Índice General del Romancero Hispánico» solo 200 de los innumerables romances vulgares han pasado a formar parte de la tradición. F. Salazar afirma que el interés de estos romances vulgares tradicionalizados no solo incumbe a la tradición romancística, sino que también dentro de los estudios lingüísticos y literarios este mecanismo de tradicionalización puede aportar distintas perspectivas al estudio de las relaciones entre oralidad y escritura, y al estudio de la textualidad.

En definitiva, un manual de consulta obligada no solo para el especialista en el estudio romancístico, sino para el investigador interesado en conocer cuáles son las aplicaciones que los criterios de análisis del discurso aportan al estudio de los textos de tradición oral. Trabajos como este, absolutamente imprescindibles, vienen a unirse a otras obras de conjunto —El español hablado y la cultura oral en España e Hispanoamérica (1996), Competencia escrita, tradiciones discursivas y variedades lingüísticas (1998), Lengua medieval y tradiciones discursivas en la Península Ibérica (2001), entre otras— interesadas en dar a conocer los resultados de la aplicación de las nuevas metodologías.

 

E. Rubio Perea

Martin Hummel, El valor básico del subjuntivo español y románico, Anejo 25 de Anuario de Estudios Filológicos Universidad de Extremadura, 2004, 347 págs.

 

«Toda la discusión sobre el subjuntivo se semeja a un laberinto de círculos viciosos que hacen que cada idea nueva termine, tarde o temprano, donde ya habían llegado otros, y, no raras veces, donde los autores no querían llegar» (pág.78). De este laberinto de hipótesis quiere liberarnos Martin Hum­mel con esta obra, traducción del original alemán Der Grundwert des spanischen Sub­junktivs (Tubinga, Editorial Gunter Narr, 2001), que es presentada ahora como anejo del Anuario de Estudios Filológicos de la Universidad de Extremadura en una versión corregida y aumentada por el autor. En ella se pretende descubrir el valor semántico que subyace a toda la gama de empleos del subjuntivo en español, aunque el autor ambiciona, en última instancia, hacer extensibles estas observaciones al resto de las lenguas románicas a través de la comparación del francés y, en menor medida, del portugués y el italiano con el español; pero incluso las observaciones vertidas sobre estas cuatro lenguas son muy escasas y desiguales, y solo sirven de mero apoyo comparativo o contrastivo de la descripción de los fenómenos del español. Por tanto, su título no se ajusta de forma estricta al contenido que desarrolla, imprecisión que es asumida y declarada por el autor en el prefacio, y justificada en aras de la inducción al debate científico en torno a un posible valor único del subjuntivo presente en todas las lenguas romances (pág. 15).

Esta explicación universal de las variedades y variantes de usos del subjuntivo se enmarca en el campo de la semántica y posee —en esencia— un enfoque funcional, que no desatiende el recurso a criterios poco o nada considerados en los trabajos previos, como son los aspectos pragmáticos o las repercusiones de los factores textuales-discursivos como aclaración de estas variedades; aunque, además, algunos de sus presupuestos teóricos de base se avienen con las modernas teorías cognitivas sobre el lenguaje, ya que el subjuntivo se caracteriza como un modo verbal que formaliza en la lengua la visión particular del hablante sobre algunos constituyentes de la realidad, los eventos, los hechos sujetos a cambio. Gracias a estas perspectivas de análisis se desechan las explicaciones tradicionales que apelan a una serie de mecanismos desencadenantes —mayoritariamente sintácticos— y que sitúan la función y el significado del subjuntivo fuera de esta propia forma verbal, descifrando su valor a partir de factores externos a él, en lugar de proponer una explicación intrínseca que ayude a clarificar su estatus sistémico y la multiplicidad de sus usos en el plano del habla.

El estudio se segmenta en dos partes diferenciadas de forma explícita, la primera de las cuales ofrece una panorámica sobre el estado de la cuestión a través de la revisión exhaustiva de las aportaciones teóricas más extendidas en torno al valor del subjuntivo (capítulo 1), sostenida en un seguimiento minucioso de la bibliografía hasta remontarse a la fuente original de cada hi­pótesis estimada: el subjuntivo como modo de la subordinación o subjuntivo desencadenado (Andrés Bello); el subjuntivo como modo de la indiferencia frente a la realidad, de lo simplemente imaginado o de la subjetividad (Samuel Gili Gaya, Eugen Lerch, Theodor Kalepky); el subjuntivo como expresión de alternativas implícitas (Adolf Tobler); y el subjuntivo como modo de la tematización de los hechos factuales conocidos por los participantes del proceso comunicativo o subjuntivo temático (Eugen Lerch). Las habilidades deductivas del autor quedan demostradas con contundencia en este apartado gracias a la comparación reflexiva de dichas aportaciones, al realce de sus puntos de contacto y sus divergencias, que culmina con el descubrimiento de sus deficiencias y, finalmente, con la propuesta de la hipótesis individual del autor entorno al valor básico de este modo verbal.

El estricto proceder metodológico es otro de los grandes méritos de este trabajo. Para desarrollar una hipótesis sólida desde el punto de vista científico, el autor aplica criterios que abarcan desde la consideración del cotexto y del contexto; el método de abstracción a partir de los ejemplos concretos; la combinación de técnicas y perspectivas de análisis diferentes; la inclusión de las variaciones y variedades diatópicas y diafásicas; las relaciones sistémicas del subjuntivo y el resto de los modos verbales; hasta los vínculos entre modo y modalidad, aspectos abordados también en la primera parte de la obra (capítulo 2). El único inconveniente del método seguido por Hummel —y que él mismo asume— consiste en el manejo de un corpus creado a partir de los ejemplos contenidos en las principales obras monográficas sobre el subjuntivo, especialmente las de Knud Togeby y Peter Schifko, las cuales se centran sobre todo en la comparación del francés y el español. De esta forma se busca dar cabida a todos los usos y estructuras en las que el subjuntivo participa, y sortear, además, el riesgo de parcialidad en la selección de ejemplos.

Después de un primer sondeo superficial de la diversidad de construcciones con subjuntivo en español (con verbos de temor, deseo, voluntad, duda...; en expresiones impersonales o en construcciones en que los actantes del predicado verbal quedan indeterminados; en frases habituales o tipificadas; precedido de conjunciones, etc.), el autor puede formular al fin su definición: «Lo único que hemos podido constatar es que el subjuntivo, en todos sus usos, focaliza o resalta la ocurrencia de los eventos designados por la forma del verbo que contiene» (pág. 105); frente al indicativo, que se perfila como modo de la existencia, es decir, como focalización de la realización de los eventos presentados en su factualidad, el subjuntivo quedaría definido como modo de la incidencia. Esta definición toma como punto de partida dos nociones básicas: el concepto de evento y el concepto de incidencia; el primero se refiere al tipo de realidad extralingüística designada por la categoría verbo —que podríamos equiparar a los conceptos de hecho o acción, términos más extendidos en las gramáticas tradicionales—, mientras que con incidencia el autor designa un modo especial de presentar el evento: el subjuntivo se desliga de cualquier conceptualización acerca de la realización del evento, permaneciendo ajeno al plano de la realidad y la temporalidad de los hechos extralingüísticos, y expresa, en cambio, una reflexión sobre los aspectos que rodean a la posible realización del evento, ya sea la modalidad o actitud del hablante sobre los hechos, o la relación del evento aludido por el subjuntivo con algún evento expresado por otro verbo del enunciado.

Es perceptible la relación que esta definición guarda, en el fondo, con algunas de las caracterizaciones tradicionales del subjuntivo; lo que Hummel propone no es ninguna hipótesis original, sino, más bien, una reformulación mejorada de las explicaciones precedentes. No obstante, la definición muestra su validez cuando el autor se lanza a la confrontación de las estructuras con subjuntivo. Se descarta la existencia de mecanismos desencadenantes, de las normas rígidas postuladas por las gramáticas tradicionales o las gramáticas didácticas, y se prefiere hablar de correlaciones desencadenantes, esto es, de tendencias de asociación del subjuntivo con algunos tipos de expresiones y construcciones, constatables en términos estadísticos y con un mayor o menor grado de gramaticalización debido a la formalización reiterada de los usos prototípicos del subjuntivo derivados de su valor básico. Estas correlaciones están condicionadas también en el nivel diafásico, ya que muchas de ellas se clarifican por medio de la consideración de los diferentes registros del habla, momento en el que entran en juego las nociones de forma marcada y forma no marcada: los datos empíricos muestran preferencias en el registro informal hacia el indicativo, mientras que los registros más cultos optan por la utilización del subjuntivo; por tanto, la conciencia lingüística de los hablantes señala al subjuntivo como modo marcado, mientras que el indicativo se prefigura como el modo no marcado. Así se explica que tras expresiones adverbiales como tal vez o quizá(s), el hablante tienda a usar el subjuntivo, mientras que con otras fórmulas más coloquiales como a lo mejor, elija el indicativo.

No obstante, es en la segunda parte del libro donde el autor se lanza a la comprobación empírica de su hipótesis por medio del análisis directo del repertorio de estructuras con subjuntivo en el español, comenzando por los casos más polémicos: aquellos en que el subjuntivo alude a eventos factuales, a hechos realizados, como en frases del tipo Me alegro de que esté leyendo mi libro (capítulo 5); también se analizan en este apartado las divergencias entre las construcciones condicionales con si y como, y las oraciones concesivas. El controvertido tema del uso del subjuntivo subordinado a verbos de comunicación —entendiendo esta clase semántica en sentido amplio, para poder incluir en ella los verbos de suposición, duda, temor y volición— se desarrolla en el capítulo 6; el valor básico del subjuntivo permite descartar la supuesta polisemia de verbos como decir —según se construyan con subjuntivo o indicativo— a partir de la distinción entre enunciado y hecho extralingüístico: el indicativo es el modo escogido por el hablante cuando el verbo de comunicación presenta la existencia de un enunciado; mientras que cuando estos verbos se construyen con subjuntivo, la atención del hablante queda fijada en la incidencia del evento extralingüístico.

El capítulo 7 recoge uno de los puntos más relevantes de la argumentación desarrollada por Hummel, al tratar de las relaciones entre modo y modalidad. La modalidad es una función semántico-pragmática efectuada en el habla, mientras que el modo es un hecho del sistema, una oposición funcional que opera en el plano de la lengua. El subjuntivo —y los demás modos—, entendido como uno más de los instrumentos existentes para la expresión de la modalidad —como pueden serlo también la entonación o la proxémica—, es un recurso que permite reforzar o suavizar tal o cual modalidad del enunciado, actuando como un intensificador expresivo o como un atenuante —especial­mente en las situaciones de cortesía—; se trataría de una función retórica del subjuntivo, cuyo empleo está determinado, o mejor, correlacionado con la modalidad y las intenciones comunicativas del hablante como un mecanismo jerarquizado. Puesto que en estas situaciones el subjuntivo no es más que un apoyo de la modalidad, es posible emplear el indicativo sin que la expresión de la modalidad del enunciado se vea anulada, aunque sí puedan apreciarse pequeñas diferencias expresivas, que, sin embargo, no contradicen el significado nuclear del subjuntivo como modo de la incidencia. Por el contrario, cuando no es posible detectar la modalidad del enunciado a través del resto de procedimientos que colaboran en su marcación, la distinción indicativo / subjuntivo se torna significativa y ambos modos dejan de tener un valor retórico. La variedad de herramientas utilizables para la expresión de la modalidad explica —según Hummel— todas las construcciones en que el subjuntivo puede aparecer o en las que puede concurrir con el indicativo. Es lo que ocurre con el diferente comportamiento respecto a la selección modal de las oraciones condicionales con si y con como: mientras que el significado semántico de la conjunción si le permite representar de forma autónoma la condicionalidad —y, entonces, la elección del subjuntivo no es siempre necesaria (Si tengo dinero, voy a España)—, en el caso de como, el subjuntivo es obligatorio si el hablante busca expresar la modalidad condicional (Como tengo dinero, voy a España), ya que —en opinión del autor— su contenido léxico no ayuda a identificar la modalidad requerida.

Una cuestión vinculada con el problema del significado del subjuntivo y su estatus modal dentro del paradigma del verbo es su relación con el imperativo (capítulo 8), ya que ambas categorías comparten muchos de sus entornos pragmáticos de aparición —espe­cialmente aquellos marcados por una modalidad apelativa— y tienen un significado afín —pues el imperativo tampoco se refiere a la realización fáctica de ningún evento. A pesar de estas concomitancias, imperativo y subjuntivo no pueden encajarse dentro de la misma categoría modal, pues no son sustituibles con reciprocidad en los mismos contextos, situación análoga a la detectada en la relación entre imperativo e indicativo. Teniendo en cuenta el valor semántico del imperativo, su fuerte asociación con determinados contextos pragmáticos y su función apelativa, el autor prefiere prescindir de su caracterización como modo opuesto en el sistema al indicativo y al subjuntivo, y lo define como una «modalidad gramaticalizada».

La ya mencionada función retórica del subjuntivo es retomada en el capítulo 9, donde se analizan al detalle las construcciones del español explicables a partir de este valor (oraciones con aunque y mientras), las cuales son abundantes en cierto tipo de textos especialmente retóricos, tales como los textos científicos; se tratan asimismo aquellas construcciones en que el subjuntivo se refiere a eventos reales, que son las que con mayor claridad desvelan este uso retórico, particularizado una vez más gracias a su valor básico de modo de la incidencia: es la atención focalizada sobre la incidencia de los eventos y no sobre su existencia lo que explica el empleo del subjuntivo, que destaca la posibilidad de que el hecho podría haberse producido de otra manera o no ha­berse producido.

Las relaciones del subjuntivo con el eje de la temporalidad constituyen también un hecho que depende directamente del valor básico propuesto para este modo verbal (capítulo 10), siendo la expresión del tiempo una función secundaria —de ahí su posible sustitución, en contextos de correferencia, por el infinitivo, categoría exenta de morfemas temporales—, frente a la expresión de los fenómenos y actitudes incidenciales de su significado básico. Esta argumentación dilucida la menor complejidad del paradigma subjuntivo del verbo español —situación equiparable a la del resto de lenguas románicas— y el comportamiento de este modo respecto a las reglas de la consecutio temporum, además de esclarecer los motivos de la desaparición del futuro de subjuntivo, el incipiente debilitamiento en el uso del imperfecto de subjuntivo o su sustitución por el perfecto de subjuntivo para referirse a eventos pasados, aspecto éste último que es analizado a partir de los resultados arrojados por diversas investigaciones localizadas en la América hispanohablante.

Finalmente, la obra concluye con una recapitulación de los puntos más relevantes de la argumentación desarrollada previamente, en la que además se hace hincapié en la necesidad de posteriores estudios prácticos, pues este es un trabajo que, en cierta medida, quiere servir de acicate para futuras investigaciones empíricas avaladas por el escrutinio de corpus voluminosos y representativos de cada variedad diatópica, diastrática y diafásica del español, necesarios, por otra parte —y así lo reconoce el propio autor—, para la verificación concluyente de la hipótesis presentada.

 

R. I. García Rodríguez

Cristóbal Macías Villalobos, El demostrativo en Miguel Delibes, Tesis Doctorales (uned), El Taller Digital, Universidad de Alicante, 2006, 538 págs,

 

Este trabajo es una versión corregida y ampliada de la tesis doctoral, dirigida por la Dra. Mª Luz Gutiérrez Araus, que el autor defendió en septiembre de 2000 en la Facultad de Filología de la uned (Madrid). La edición, llevada a cabo por El Taller Digital de la Universidad de Alicante, se presenta en cd-rom, aunque también se puede consultar en la web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (<http://www.cervantesvirtual. com>), en su «Catálogo» de Tesis Doctorales.

Como afirma el autor en la Introducción, este trabajo es continuación de su Memoria de Licenciatura, Estructura y funciones del demostrativo en el español moderno: el de­mostrativo en El Camino de Miguel Delibes, defendida también en la uned en 1996 y publicada luego como Anejo x de Analecta Malacitana en 1997, con el título de Estructura y funciones del demostrativo en el español moderno.

De este trabajo, de cuyas premisas, metodología y conclusiones se da cuenta en las págs. 1-5, citamos aquí, por su importancia, una de las ideas principales: «Nuestro demostrativo presentaba una estructura ternaria, como la de nuestro sistema deíctico (aquí / ahí / allí), que se organizaba en torno a la referencia a las tres personas del discurso y a todo lo que a ellas les afectaba, pero que el hablante en su libertad creadora (pues la deixis es un fenómeno muy subjetivo) podía organizar el sistema de modo bipolar, tomando al yo-hablante como eje referencial principal, de modo que este expresaría lo cercano al hablante, y aquel, lo más alejado, quedando ese para la expresión de la distancia intermedia», pág. 2.

Pues bien, este estudio es retomado ahora, pero con importantes cambios, tanto de pro­fundización teórica como por la ampliación de los aspectos estudiados (por ejemplo, las relaciones entre demostrativo y artículo) y, por supuesto, del corpus, reducido entonces a la novela El Camino.

El nuevo marco teórico se estructura en torno a tres grandes bloques:

1. Deixis y anáfora: revisión crítica (páginas 29-78). Nos ofrece aquí el autor una profunda reflexión teórica sobre los conceptos de «deixis» y «anáfora»: repaso a las teorías de Bühler y Peirce, pero también Mazzoleni, Lyons, Matéu, Fillmore, Carbonero, Eguren, Kerbrat-Orechioni, Vanelli, Kleiber, Apothéloz, Corblin, Kesik, Ehrich o Lamíquez. Una de las principales conclusiones de este apartado es el entender la deixis como un mecanismo general de señalamiento, es decir, que engloba tanto lo que se entiende por deixis en el sentido tradicional, como la anáfora, señalamiento llevado a cabo en el interior del discurso.

2. Aspectos relacionados con el demostrativo como categoría lingüística (págs. 78-108). Análisis histórico de la estructura del sistema deíctico español, con un exhaustivo repaso de su evolución a partir del indoeuropeo. Como conclusión principal se señala la existencia en español de un sistema deíctico ternario o tripolar, tanto en la serie de los demostrativos como en la de los adverbios espacio-temporales, lo que no quiere decir que sea tridimensional: lo que hace el español es reordenar la división básica del campo mostrativo en dos zonas, yo y no-yo, delimitando a partir de esta última una zona intermedia asociada al interlocutor.

3. Rasgos del paradigma del demostrativo español actual (págs. 108-181). Los valores principales atribuidos por el autor al demostrativo y que servirán para organizar y comentar las ocurrencias del corpus manejado son los siguientes: deixis espacial, temporal, anafórica, catafórica y estilística.

Con este marco teórico trabaja el profesor Macías Villalobos sobre un corpus que da cuenta de los diferentes géneros literarios cultivados por Miguel Delibes y que, a la vez, permite ver si hay diferencias según estemos ante un registro más o menos alejado del hablado. Así, en atención a esas premisas, se han seleccionado las siguientes obras: la colección de artículos periodísticos Vivir al día, las novelas Diario de un cazador y El príncipe destronado y el ensayo Viejas historias de Castilla la Vieja. Esto supone un total de 1443 ocurrencias del demostrativo con las que se ha elaborado una base de datos descrita en las págs. 15-17 y cuyos resultados se han contrastado con los de otros estudios basados en corpora de otros autores y obras, así como con los obtenidos en su día del análisis de El Camino.

Finalmente, tras dejar bien claras las premisas teóricas y metodológicas, con un exhaustivo repaso de la bibliografía especializada, y tras delimitar el corpus con el que se va a trabajar, el estudio de la estructura y funciones del demostrativo en Delibes se divide en cinco apartados:

1. Distribución de las formas del demostrativo en el corpus (págs. 183-196). Tras presentar las estadísticas parciales (cada obra de Delibes separadamente) y globales del demostrativo en el corpus, el autor concluye que en éste se registra un predominio claro de las formas adjetivas sobre las sustantivas y del demostrativo de 1ª persona sobre los otros dos, así como, dentro de las formas pronominales, una mayor presencia de las del género neutro, siendo la forma más representativa eso, seguida de esto y a gran distancia de aquello.

2. Comportamiento sintáctico del demostrativo en el corpus (págs. 197-217). De nuevo se nos ofrecen tablas parciales y globales de las funciones del demostrativo, de cuyo estudio se desprende que las funciones más significativas son las de sujeto, circunstancial, objeto directo, complemento del nombre, suplemento y objeto indirecto; en el extremo opuesto, como menos representativas, nos encontramos con las funciones de aposición, atributo, complemento del adjetivo y complemento agente.

3. Índice de fórmulas gramaticalizadas en que participa el demostrativo en el corpus (págs. 217-233). Sin tablas, ofreciendo en este caso una selección de ejemplos, se repasan las fórmulas, frases hechas y giros más o menos fosilizados en los que, habitualmente, se toma como base el neutro.

4. El demostrativo desde el punto de vista semántico (págs. 233-369). Ya se había señalado más arriba que se tendrían en cuenta los siguientes valores del demostrativo: deixis espacial, temporal, anafórica, catafórica y estilística. Pues bien, ahora se estudia cada uno de ellos de manera detallada e ilustrada con una selección de ejemplos. En la deixis espacial se observa un predominio de la zona del yo y de las formas demostrativas adjetivas sobre las pronominales; por otra parte, la acertada selección de obras a la hora de elaborar el corpus permite también ver diferencias entre los distintos géneros literarios y comprobar cómo la deixis textual predomina en los registros más alejados del ha­blado. En la deixis temporal predomina de nuevo la señalización hacia el hablante. El uso anafórico se revela como el predominante en el corpus, con una ligera ventaja de las formas adjetivas sobre las pronominales y con una mayor presencia en los registros más alejados de la lengua hablada. De nuevo el uso catafórico estará más presente en Vivir al día y menos en El príncipe destronado por las mismas razones ya señaladas. Finalmente, el uso estilístico es, tras el anafórico, el más significativo numéricamente, aunque no suelen aparecer usos estilísticos puros sino combinados con los demás valores del demostrativo.

5. Conclusiones generales sobre el uso del demostrativo en Delibes (págs. 369-379). Hay que señalar que hasta ahora hemos ido citando, únicamente a modo de ejemplo, algunas de las conclusiones parciales que Macías Villalobos va extrayendo de su estudio. Esa presentación gradual de las conclusiones resulta útil y clarificadora en una obra tan exhaustiva como la presente. Todas ellas son ahora resumidas en unas breves páginas que permiten tener, finalmente, una visión global del uso del demostrativo en el corpus seleccionado.

Una completa bibliografía (págs. 380-397) cierra prácticamente este trabajo que incluye, como apéndice, el listado total de las ocurrencias recogidas en el corpus (páginas 398-530). Este listado es de gran utilidad por presentar los ejemplos organizados según sus valores semánticos, pero, sobre todo, resulta especialmente acertada la decisión de incluirlo como apéndice, de manera que, si bien no se le hurta al lector la posibilidad de consultar la totalidad de los empleos del demostrativo en las obras de Delibes seleccionadas, tampoco se ha entorpecido el curso del estudio y comentario pormenorizado de esos diferentes usos semánticos con abrumadores listados de ejemplos.

En definitiva, El demostrativo en Miguel Delibes, de Cristóbal Macías Villalobos es un trabajo riguroso y útil. El marco teórico y metodológico está claramente definido y razonado a partir de la bibliografía más pertinente de modo que, más allá del valor puntual que tiene los estudios como éste, sobre un corpus cerrado, es perfectamente susceptible de ser utilizado como modelo en futuros estudios sobre el demostrativo en nuestra lengua.

 

M. González González

Francisco Torres Montes, Nombres y usos tradicionales de las plantas silvestres en Almería (Estudio lingüístico y etnográfico), Instituto de Estudios Al­merienses de la Diputación de Almería / Cajamar, 2004, 352 págs.

 

Este trabajo de fitonimia, verdadero tesoro léxico pese al título, ofrece mucho más de lo que anuncia. No se reduce a un inventario lingüístico-onomasiológico andaluz con apuntaciones etnográficas sobre las plantas que se crían espontáneamente en aquella pro­vincia. Sobresale en el acercamiento profundo a dicha terminología el acendrado saber lin­güístico-dialectal de Torres Montes sobre su propia tierra almeriense y sobre el español en Andalucía (en sus vertientes diacrónica y descriptiva). El avezado investigador ha logrado con creces el objetivo que perseguía: la elaboración de un magno glosario onomasiológico, que partiera del nombre científico de la especie botánica y se demorase en la abundante variación léxico-dialectal. La finalidad del proyecto quedó sintetizada en pocas palabras: «Dar a conocer de cada una de las plantas seleccionadas, por una parte, la variedad de nombres vernáculos que reciben en las distintas comarcas almerienses —al tiempo que se hará un estudio diacrónico, sincrónico y dialectal de cada voz—, y, por otra, sus usos tradicionales antes de que desaparezcan las últimas generaciones que los han practicado y conocido» (pág. 19). Sin duda, de ahora en adelante, otros investigadores se servirán como modelo de esta impecable monografía para emprender la elaboración de futuras contribuciones a un Tesoro léxico de la fitonimia andaluza.

Desde el punto de vista botánico, agropecuario o geográfico, no requiere ninguna justificación que argumentemos sobre el interés de investigar el paisaje vegetal almeriense: «Debido a la multiplicidad y especificidad de algunos de sus microclimas, son extraordinarios la variedad botánica y el número de endemismos que presentan estas tierras» (pág. 11). Los taxones del clima nevadense (propios del oromediterráneo) se suman a los de una zona termomediterránea, con un manto vegetal característico de áreas desérticas y propiamente norteafricanas. Este llamativo constraste de la vegetación, en función de la orogeografía (tundra de clima ártico, frente a la provincia murciano-alme­riense, representada por el desierto de Tabernas), ha despertado desde los siglos xviii y xix el interés de los botánicos, como W. Bowles (1789), G. Thalacker (1802), Bory de Saint Vincent (1820) y E. Boissier (1837), entre otros. También nuestro egregio naturalista valenciano, Simón de Rojas Clemente y Rubio realizó una expedición científica en 1804 y 1805 a la actual provincia de Almería y al histórico Reino de Granada[11]. Entre otros naturalistas que también prestaron atención a la flora espontánea almeriense se nombran Juan de Dios Ayuda (1793), Miguel Colmeiro (1885), Pau (1902) y P. Font Quer (1924): «La diversidad de climas [...] ha dado lugar al desarrollo de una variedad florística, difícil de encontrar en otras regiones, y, lo que es más importante, a la aparición de numerosos endemismos, o sea de plantas exclusivas de esta región» (pág. 13).

A la variedad y abundancia vegetal que caracteriza a la provincia por sus peculiares características orogeográficas y climáticas, se suma en estas latitudes la acusada variación lingüística —léxica y terminológica, en particular— de origen cronodiatópico y sociogeolectal. Desde el punto de vista lingüístico, «las tierras de Almería son punto de encuentro o encrucijada, como el resto de las provincias orientales de Andalucía (Gra­nada y Jaén), entre el Levante peninsular (Murcia, parte de La Mancha, Valencia y Aragón) y el resto de Andalucía» (pág. 14). Allí las hablas meridionales entraron en contacto históricamente con las murcianas. A menudo, la personalidad lingüística almeriense coincide solo con el oriente andaluz. Pensemos, por ejemplo, en las áreas de altabaca (Andalucía occidental) frente a las de olivarda (Andalucía oriental) (pág. 68). Asimismo, hay isoglosas léxicas que dividen Almería en diferentes áreas internas: contrasta la distribución occidental del fitónimo alcaparra (también alcaparrera; Capparis spinosa L.), frente a la forma tapanera (o matapanera), cuyo uso se extiende por la zona oriental de la provincia. Obsérvese, en cambio, que para nombrar su fruto se documenta un gran polimorfismo: caparrón, escaparrón, limoncillo, meloncico, meloncillo, pelotilla, pelota, calabaza, pepino de tapanera, pera de tapanera, etc.[12]. En fin, se puede verificar este carácter de territorio lingüístico fronterizo en numerosos mapas del alea y en otros que se elaboren ad hoc con los materiales y las anotaciones de Torres Montes.

Del abundante caudal de la fitonimia almeriense es prueba suficiente el Índice de voces de plantas en Almería (§38, páginas 345-352). Un recuento aproximado nos permite concluir que se estudian aquí más de quinientos nombres vernáculos. Para el minucioso análisis de tan numerosa terminología meridional, Torres Montes parte de una clasificación de los vegetales en 32 familias botánicas, ordenadas alfabéticamente: agaváceas, borragináceas, cactáceas, cucur­bitáceas, fabáceas o leguminosas, malváceas, etc. Las especies que han ofrecido mayor riqueza de denominaciones populares corresponden, respectivamente, a las familias de las labiadas o lamiáceas (8 especies), las leguminosas o fabáceas (7 especies), las asteráceas o compuestas (5 especies) y las poáceas o gramíneas (4 especies), seguidas de las solanáceas y quenopodiáceas (solo 3 especies, cada una).

Asimismo, supone una valiosa contribución lingüística el apartado dedicado a los fitónimos en la toponimia almeriense (páginas 331-336), donde se incluye una relación de microtopónimos que hacen referencia a plantas silvestres (o no cultivadas). No nos resistimos a evocar por su expresividad formas como El Caserío de los Alamicos, El Algarroberal, El Almajalejo, El Arroyo de Altabacas, El Pozo del Antiscal (<Lantiscal), El Aulago, Punta Chumba, El Pozo del Esparto, El Llano de la Garrobina, La Hoya del Garrobo, El Juncarico, El Cordel del Sabinar, El Pecho del Sabuco, La Rambla del Tarajal y La Balsilla del Taray, un Baladral o Valadral (de baladre ‘adelfa’), la Cortijada del Zarzalejo y el pago del Zarzalón. Nombres todos preñados de esencias meridionales, que bien hubieran podido inspirar a alguna generación de poetas casticistas andaluces de estirpe unamuniana. Indudablemente, la fitotoponimia almeriense atesora una antigüedad que se remonta a los primeros tiempos de la Reconquista, por lo que la documentación contenida en los repartimientos de tierras, escrituras y protocolos notariales, amojonamientos, inventarios moriscos y en otras fuentes ayudará a esclarecer sus orígenes y su desarrollo historicolingüístico.

Desde el punto de vista metodológico, los fitónimos vernáculos que se han seleccionado resultan ser los que despiertan mayor interés para la investigación historicodialectal andaluza. Torres Montes no persiguió la descripción exhaustiva de la vegetación silvestre (término del español estándar), bravía (forma usada en el occidente almeriense, en la provincia de Granada y en el resto de Andalucía) o borde (orientalismo que también se usa en la geografía lingüística manchega, murciana y aragonesa): «Nuestro estudio está fuera de los estrictos límites de la botánica» (pág. 16).

La obra se estructura en monografías crítico-lingüísticas y etnográficas sobre cada especie botánica seleccionada, con un esquema que se respeta escrupulosamente en todos los casos: Tras la clasificación del fitónimo dentro de su familia, cada monografía incluye 1º los nombres vernáculos correspondientes; 2º el «estudio lingüístico» y 3º el «estudio etnográfico»[13]. Se observa, pues, desde una perspectiva microestructural, el siguiente procedimiento metódico: a) Descripción de las principales características vegetales; b) Indicación de las áreas geobotánicas; c) Delimitación de las áreas geográfico-lingüísticas o dialectales; d) Filiación de la voz (andalucismo, murcianismo, aragonesismo, catalanismo, etc.); e) Estudio de la sinonimia; f) Revisión crítica de la etimología e historia lingüística del término; y por último: g) Se aporta la documentación lexicográfica, literaria y lingüística conocida. Después, se siguen las noticias y comentarios de tipo etnográfico, que encierran gran interés, por su variada información respecto de las tradiciones y del folclore, especialmente sobre agricultura y ganadería andaluza, dieta tradicional y gastronomía, cultura material, artesanía, medicina, creencias populares y supersticiones.

Al hilo de una lectura detenida, y sin otra pretensión que la de resaltar algunos materiales especialmente atractivos, brotan las notas y comentarios que siguen sobre aspectos etnolingüísticos en trance de ser olvidados. Por ejemplo, pasaron a la historia los bordados tradicionales en los que el punzón de pita era ideal para los ojetes (pág. 26). Asimismo, con la adelfa, tan viva en las letrillas folclóricas, se fabricaban cayaícos ‘cayados’, canastos y asientos para sillones (pág. 42).

Por su parte, la barrilla o sosa (Salsola soda L.; Salsola vermiculata L.) dejó de ser uno de nuestros valiosos bienes nacionales con la llegada de la sosa artificial (en torno a 1861). Dada la abundancia en el levante español de barrilla, cuya cosecha era segura en los secanos almerienses, España llegó a exportar 44.692 quintales en el año 1722. Durante los siglos xviii y principios del xix, desde los puertos levantinos se exportaba gran cantidad de barrilla a otras regiones españolas y al extranjero para la fabricación de vidrio y cristal. Por tanto, la economía de una amplia zona del árido sureste peninsular (Almería, Murcia y Alicante) dependía de la cosecha de este arbusto. Dado el próspero comercio de las tortas o panes de barrilla (sosa) solidificada, pronto surgieron los productores que aumentaban fraudulentamente su peso con otras sustancias (serriche o espato barítico). Por esta razón, los comerciantes de Londres se quejaban de los daños que la barrilla adulterada les ocasionaba en las calderas de hacer el jabón (págs. 104-112). De la importancia que tuvo la producción de barrilla en la economía y en la vida de los campesinos almerienses no cabe ninguna duda y así lo atestigua la abundante documentación. Aunque siguen sin esclarecer el origen y la motivación del étimo de barrilla.

En cambio, cuando se conoce la planta es más fácil suponer la etimología: por ejemplo, candilicos (de zorra, de fraile y del diablo) (‘zumillo’, Arisarum vulgaris, pág. 129); gurrullicos (‘algazul’, pág. 31, n. 42); flor el amor y matica el amor (‘margarita silvestre’, pág. 62-65); teta de vaca y teta de cabra (‘escorzonera’, Scorzonera angustifolia L., págs. 71-74), así llamada por la abundancia de su jugo lechoso[14]. Por supuesto, hay fitónimos de origen controvertido como el matagallos (págs. 213-216) o la vistosa genista llamada palaín (Genista spartiodis Spach, pág. 171-173) a la que fonéticamente convendría una forma cast. paladín, aunque nos falta documentación al respecto.

En cuanto al palmito almeriense (Chamaerops humilis L.), conviene recordar que propició una conocida artesanía de esteras, escobas, escobinos, tabaques, cestillas y sombreros, de la que hay incluso documentación literaria (J. Goytisolo, Campos de Níjar, 1962). Asimismo, cuando en la reciente pos­guerra las parejas salían al campo por primavera, el ritual del cortejo amoroso se con­virtió en la búsqueda de palmito para regalar a la joven. Según una cancioncilla popular de Níjar, subyace una clara connotación erótica en el vegetal: «Yo me la llevé al pinar / y le di palmito / hasta que no quiso más». No obstante, también era conocida su utilidad en la medicina, pues los pastores se servían del palmizón para entablillar las fracturas en las extremidades del ganado (págs. 48-49).

Mucho podríamos escribir de la boja ‘abrótano’, una Artemisia, de la familia de las Compuestas, de propiedades mágicas, utilizada antaño para teñir de color «pajizo las colchas». Tal vez se trate de la planta espontánea más abundante, que invade los terrenos sin cultivar en toda la zona oriental de la provincia almeriense. La base etimológica del orientalismo boja, difundido desde Cataluña hasta Andalucía a través de Murcia, presupone para Torres Montes una forma prerromana (págs. 51-57).

No podíamos dejar de ocuparnos del espinoso pero azucarado corazón pajizo de la omnipresente chumbera. Tras el estudio mo­nográfico minucioso, Torres Montes reproduce un prosaico soneto irónico-burlesco de Salvador Rueda, donde el malagueño comparaba la conquista de una dama con el vulgar esfuerzo de alcanzar, barrer y mondar un higo chumbo (pág. 83).

En fin, es de justicia señalar el esmero puesto por los editores en la presentación material de esta obra. No se escatimaron recursos en su diseño gráfico, ilustraciones ni composición. Debe ponerse de relieve en aras del rigor científico —además, es muy de agradecer por parte del lector no especializado—, que cada monografía venga precedida de una nítida foto en color (procedente del archivo farmacéutico-botánico de Luis Posadas Fernández), que ayuda a reconocer la planta en cuestión. A menudo, el lingüista recurrió al apoyo de otras fotografías ante la imposibilidad de describir verbalmente aspectos particulares de la hierba o del arbusto (tallos, flores, hojas, etc.).

Respecto del contenido, a estas páginas tan densas se les suma la claridad expositiva, el rigor científico, la precisión terminológica y las noticias etnográficas de tantos fitónimos andaluces. Indudablemente, nos hallamos ante algo más que un conjunto de nombres y usos de plantas bordes en Almería. En efecto, hay tanto material y tanta información condensada en cada monografía del glosario que permitiría un aprovechamiento transversal que se proyectara en ilustraciones gráficas de gran interés didáctico, sobre todo si se piensa en la vertiente divulgativa del estudio. Con vistas al futuro, resultará un buen complemento editar un segundo volumen, que incluya junto a los mapas dialectales otros mapas etnobotánicos; cartografía y testimonios científicos de las viejas rutas botánicas; ilustraciones antiguas de la flora silvestre; abundantes muestras del Diccionario Geográfico de Tomás López y de otros diccionarios. No deberían faltar los mapas detallados del relieve físico con datos toponímicos y de las comarcales naturales, para los que desconocen el paisaje almeriense. Sin duda, se podrá acopiar material fotográfico para conocer la cultura material, con sus industrias domésticas y los diferentes tipos de artesanía, de modo que puedan ilustrarse los oficios tradicionales y las actividades de la vida cotidiana relacionadas con la naturaleza y las plantas. No estamos en condiciones de interrumpir el proceso tradicional de relevo intergeneracional de tantos conocimientos lingüísticos y etnobotánicos como atesoran los almerienses. Cada vez resulta más necesario incentivar entre los jóvenes el respeto por el medio ambiente y el interés consciente por las propiedades, los nombres y las características de la fitonimia silvestre que da vida en los campos andaluces a sus cañadas, ramblas, arroyos, hoyas, barrancos, caseríos, aldeas, cortijadas o alquerías. Sin duda, hay muchos matices del análisis onomasiológico que subrayan la sensibilidad del propio autor y servirán de estímulo para otros investigadores andaluces.

Concluimos, pues, con gozo el repaso a un espléndido glosario de fitonimia silvestre almeriense que nos deparó numerosas sorpresas y nos enriqueció con curiosas noticias, ideas útiles, ancestrales saberes y atinadas conclusiones de carácter geobotánico, ecológico, histórico-documental, lingüístico-et­nográfico, ideológico y cultural, en suma. Tan documentado tratado sobre plantas silvestres, incluidas las que en la comunidad rural fueron base de la alimentación humana, es muy oportuno y bien venido en unos tiempos como los que corren, con la multiplicación del interés por el medio ambiente, la agricultura biológica, los cultivos transgénicos, la ingeniería genética y los cultivos hortofrutícolas en los propios invernaderos almerienses[15].

 

M. Galeote

Sara Robles Ávila (coord.), La enseñanza del español como lengua extranjera a la luz del Marco Común Europeo de Referencia. Diseño curricular de los cursos para extranjeros de la Uni­versidad de Málaga. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, 2006, 353 págs.

 

Con el objetivo de ofrecer al profesor de español una guía de trabajo a partir de la cual pueda obtener información básica sobre los distintos elementos curriculares que constituyen los nuevos planes de intervención introducidos en el campo de la enseñanza del español como segunda lengua o lengua extranjera, nace este Diseño Curricular que va a dirigir el proceso de enseñanza-aprendizaje de los Cursos para Extranjeros de la Universidad de Málaga, pero que es igualmente aplicable a cualquier entidad pública o privada dedicada a esta tarea. El presente volumen es el resultado del trabajo de un entusiasta equipo de profesores del citado centro, coordinados bajo la atenta observación de Sara Robles Ávila, profesora del Departamento de Filología Española I y Filología Románica. La razón principal de este proyecto ha sido atender de manera muy directa a los cambios metodológicos y didácticos derivados de la publicación del Marco Común de Referencia Europea para las lenguas: aprendizaje, enseñanza, evaluación (mcre).

El documento europeo, surgido de la necesidad de unificar directrices para el aprendizaje y enseñanza de lenguas, es el telón de fondo de este Diseño Curricular, en el que se ofrece, además de la información básica sobre los objetivos, los contenidos, las orientaciones metodológicas y los procedimientos de evaluación que constituyen el plan de intervención, un grado mayor de concreción optando por una presentación específica de los contenidos, así como el desarrollo de cada una de las destrezas en los diferentes niveles, según el mcre establece.

Su estructura, dividida en cinco capítulos, responde a cada uno de los aspectos arriba mencionados. En ellos pueden verse las directrices con las que este Diseño Curricular ha sido gestado y que responde a las siguientes características: «abierto y adaptable», permitiendo la intervención y adaptación a la propia visión pedagógica de todos los que participan en el proceso de enseñanza-
-aprendizaje; «renovador», pues adopta fórmulas de actuación docente marcadas por otros países europeos y por el
mcre; «regulador y armonizador», ya que ofrece una adecuada orientación al alumno para una formación completa, adecuada y coherente a su nivel; «centrado en el alumno», dado que va a cubrir los intereses y necesidades de los mismos; «orientado hacia la acción», entendiendo a los usuarios de la lengua como agentes sociales dentro de este proceso de enseñanza-aprendizaje; y «vertebrado en torno a dos polos, la lengua como sistema y como instrumento de comunicación social», atendiendo a los distintos niveles de lengua desde una perspectiva comunicativa.

En el primer capítulo, se exponen los fines determinados para la enseñanza del español en los Cursos para Extranjeros de la Universidad de Málaga, así como los objetivos generales y específicos para cada uno de los seis niveles de referencia propuestos por el Marco. Se parte de una concepción comunicativa de la lengua que sirve como vehículo para intercambiar ideas y pensamientos entre los hablantes. Si para los objetivos generales este Diseño Curricular se suscribe a los especificados por el mcre, para los específicos establece un nivel de concreción total en lo concerniente a los conocimientos, habilidades y actitudes que el estudiante de lengua deberá dominar para determinar y matizar las capacidades comunicativas, y que tan solo serán alcanzados con la culminación con éxito de la programación establecida para cada nivel.

El capítulo segundo responde a los contenidos y destrezas que deben aparecer en la planificación docente. Partiendo de que uno de los fines establecidos es promover la capacitación comunicativa de los alumnos, se presentan los contenidos lingüísticos, a los que se unen los socioculturales y pragmáticos y las destrezas lingüísticas que intervendrán en el proceso de comunicación, y para las que se ofrecen propuestas concretas de intervención didáctica. Tras ello, se muestran las programaciones por niveles que se aplicarán en los Cursos para Extranjeros de la Universidad de Málaga y que tienen como referencia directa las pautas establecidas en el mcre. Aunque, tal y como se advierte en sus páginas, estas programaciones muestran únicamente los contenidos y las formas de trabajar las destrezas lingüísticas, sin proponer una secuenciación cerrada y sin atender a otras necesidades primarias (perfil del alumno o duración del curso), no dejan de ser una importantísima y utilísima aportación, dado que establecen para cada nivel los contenidos fonéticos y ortográficos, morfosintácticos, léxico-semán­ticos, socioculturales y pragmáticos, así como el desarrollo de cada una de las cuatro destrezas, las cuales se encuentran perfectamente integradas.

La metodología es el objeto de análisis del tercer capítulo y es que, si hay algún aspecto que en la enseñanza del español como segunda lengua o lengua extranjera haya dado que hablar, es sin duda el referente a los métodos y enfoques didácticos. A lo largo del siglo xx, la sucesión de unos y otros ha sido la nota dominante, partiendo de los llamados métodos de base y componente estructural hasta llegar a los incipientes enfoques comunicativos y sus programas nociofuncionales. Con la publicación del mcre, se consolidan los enfoques orientados hacia la comunicación, a pesar de que este se declara como carente de dogma. La propuesta procedimental por la que este Diseño Curricular opta es la adopción de un enfoque orientado a la comunicación, aunque exento de una forma de materialización determinada. Con ello, no se pretende salir al paso de la cuestión, sino mostrar que «el objeto comunicativo no está reñido con la asunción de posturas eclécticas en el proceder docente y discente» (pág. 144). Se parte del concepto de competencia comunicativa que Canale y Swain desglosan en 1980 (lingüística, sociolingüística, discursiva y estratégica) y al que se han ido sumando otra serie de subcompetencias (cultural, sociocultural, pluricultural y plurilingüe), todas ellas necesarias para que el alum­no de español alcance la capacitación comunicativa integral. Otras características del enfoque metodológico adoptado son la apuesta por la enseñanza de la lengua mediante tareas (elmt); la supremacía del alumno en el proceso de enseñanza-aprendizaje; el tratamiento del error como un medio de control del proceso de aprendizaje del estudiante; el nuevo papel del profesor como mediador y facilitador de las tareas; o la importancia del aprendizaje en cooperación.

El cuarto capítulo es el destinado a la evaluación. Este concepto, fundamental en la medición y valoración de la competencia o dominio del alumno en su L2, no siempre ha sido bien entendido por el entorno académico, quien ha admitido y admite sentirse inseguro en este campo. Con el mcre como base y unos descriptores comunes para cada nivel (expuestos en los capítulos 3, 4 y 5 de este volumen), se muestran los criterios en torno a este componente del proceso de enseñanza-aprendizaje. De este modo, se hablará de conceptos como: evaluación formativa y evaluación sumativa, la autoevaluación del alumno y la incorporación del portafolio europeo de lenguas (European Language Portfolio), la evaluación del trabajo en grupo o la autoevaluación del profesor. En suma, un repaso por los criterios que más preocupan al profesorado de enseñanza de segunda lengua y lengua extranjera y una propuesta de lo planteado en el documento europeo. Además, este capítulo cuenta con un conjunto de pruebas de evaluación, tanto para la clasificación de alumnos por niveles, como para alcanzar la suficiencia de cada uno de los niveles.

Finalmente, el capítulo quinto corresponde a la bibliografía. De nuevo, este equipo de profesores nos sorprende gratamente con la incorporación de estas páginas de consulta obligada para la localización de referencias bibliográficas. En ellas se recoge un buen número de obras organizadas por niveles para, posteriormente, ser clasificadas en «manuales», «materiales complementarios» o «materiales para fines específicos». Cada referencia viene acompañada de una breve reseña en la que se da cuenta de las partes que la componen, su estructura, la metodología empleada o los materiales de que consta. Por tanto, una bibliografía actualizada, muy empleada en el ámbito académico y muy útil no solo para el docente, sino también para el alumno que desee consultarla. A todo esto se une un segundo y un tercer bloque que cuentan con las principales colecciones de lecturas graduadas y las más destacadas referencias bibliográficas de carácter general, respectivamente. Así, junto a una bibliografía actual y selectiva para la didáctica de la lengua, nos encontramos otra más general pero al mismo tiempo igual de importante para la formación y actualización del profesorado de español como segunda lengua o lengua extranjera. En ella se incluyen trabajos relativos a cuestiones gramaticales, de léxico y semántica, de contenido sociocultural, de contenido pragmático, de contenido fonético-fonológico y ortográfico, de cultura española e hispanoamericana, de funciones comunicativas, de enfoques y programación, de destrezas lingüísticas, manuales de estilo, diccionarios, y espacios de interés en la red.

Un proyecto de esta envergadura resulta motivador para todos los que nos interesamos por la enseñanza del español como segunda lengua o lengua extranjera. Este trabajo, pionero en plasmar en un Diseño Curricular los contenidos del mcre, es una apuesta indiscutible por el cambio que desde el sistema europeo se viene marcando en la creación de unas escalas que hagan posible el reconocimiento mutuo de los niveles para las distintas lenguas. No hay duda de que el resultado de esta publicación será de utilidad práctica para ofrecer de manera explícita las intenciones, las orientaciones y las formas de actuación didáctica que en el proceso de enseñanza-aprendizaje deberá dirigir a los Cursos para Extranjeros de la Universidad de Málaga, sino que además servirá de guía para los cada día más numerosos profesionales que se dedican a la enseñanza de la lengua.

 

E. Rubio Perea

Margarita Goded y Raquel Varela, Bienvenidos 1, 2 y 3. Español para Hostelería y Turismo. En clave-ele, Madrid, 2004, 2005, 2006, 160 páginas.

 

Este curso de español para fines específicos ha llenado un espacio casi vacío en el mundo de e / le, como es el de los materiales didácticos específicos para el campo del Turismo y de la Hostelería. El crecimiento de la demanda de cursos de español en el mundo y el desarrollo económico de nuestro país en las últimas décadas han provocado un mayor interés por parte de los profesionales por viajar a lugares de habla hispana para trabajar. En España el sector turístico representa casi el 12% del pib del país, y no solo da trabajo a españoles, sino que son muchas las personas que estudian turismo, cocina, etc. en diversos lugares del mundo y que voluntariamente eligen este país u otros de Latinoamérica para trabajar durante un periodo de sus vidas. Actualmente las revistas especializadas y las publicaciones de divulgación internacional consideran que los cocineros españoles están entre los cinco mejores del mundo; todos conocen y respetan las cadenas hoteleras españolas que operan en los distintos continentes, y son muchos los extranjeros que aspiran a poder trabajar en alguna de ellas. Todos saben que hablar el español, si no es indispensable, al menos resulta un factor muy positivo a la hora de contratar a un trabajador extranjero.

Con esta situación en mente, Margarita Goded y Raquel Varela, profesoras de la uned especialistas en Didáctica de las Lenguas y en Lenguas para Fines Específicos (Turismo), se decidieron a diseñar Bienvenidos siguiendo una metodología novedosa, práctica y con un contenido gráfico claro y atractivo.

El objetivo principal de esta publicación es enseñar español a alumnos de escuelas de Hostelería y de Turismo desde un nivel completamente inicial (nivel 1), o bien en un nivel intermedio (nivel 2) o superior (nivel 3). Asimismo, este manual está siendo también utilizado en algunos países como método de español generalista para estudiantes de una cierta edad que desean adquirir unos conocimientos del idioma con el fin de poder desenvolverse de forma adecuada en un contexto turístico o de viajes de negocios en un país hispanófono.

El curso es muy completo ya que, además del libro del alumno en tres niveles, cuenta con cuadernos de ejercicios, audio, vídeo y cd interactivo. El planteamiento didáctico sigue las directrices del Marco Común Europeo de Referencia: aprendizaje, enseñanza y evaluación, y se basa en el enfoque orientado a la acción. El alumno, profesional de la Hostelería o del Turismo, tiene unas necesidades profesionales y personales que hay que cubrir y, para ello, tiene que realizar determinadas acciones en un contexto específico. La flexibilidad del curso permite atender dichos objetivos.

La organización de las unidades del libro del alumno es muy original y práctica, ya que permite un doble uso del manual. Por una parte, se puede utilizar de forma lineal, para el alumno que quiera realizar un curso completo de todos los temas de este sub-lenguaje de especialidad; y, por otro, permite a aquellos estudiantes que solo están interesados en adquirir o practicar el español del hotel, de la agencia de viajes, del turismo o de la restauración ir directamente a las unidades temáticas de su interés y a la unidad de gramática correspondiente y común para todas.
    En cada nivel hay tres bloques de contenidos que comparten una gramática común y una unidad de repaso también común. Además, al final de cada libro hay un glosario de términos de la especialidad, seleccionados unidad por unidad y traducidos a cinco idiomas.

Los temas de las unidades se han determinado cuidadosamente para tratar la mayor parte de los aspectos y situaciones del mundo del Turismo y de la Hostelería, entre ellos, el transporte (aéreo, marítimo, terrestre), el hotel (tipos de hoteles, instalaciones, reservas, quejas, hoteles con encanto, hoteles para discapacitados...), turismo (tipos de turismo, turismo sostenible, turismo cultural y religioso, turismo de masas, turismo de aventura...), restauración (bares, restaurantes, cocina, protocolo...), agencias de viaje, guías de turismo, etc.

Otro aspecto que conviene destacar es que las autoras han logrado recoger en este manual una interesante variedad de temas interdisciplinares (marketing, derecho, arte, geografía, historia, religión, etc.) y de elementos lingüísticos.

En cada unidad se trabajan todas las actividades de la lengua con un gran equilibrio entre las orales y las escritas, procediendo siempre con el esquema didáctico de presentación inductiva-intuitiva, muestra de lengua-producción. Las actividades de comprensión, producción, interacción y mediación oral están equilibradas respecto a las correspondientes escritas, siguiendo el orden natural de adquisición y una gradación de la dificultad que respeta la realidad y verosimilitud de la muestra de lengua.

Uno de los puntos fuertes de este curso es el atractivo gráfico, ya que utiliza documentos actualizados y auténticos tanto de España como de diversos países de Latinoamérica, por lo que el objetivo del aprendizaje comunicativo e intercultural se consigue de una forma mucho más efectiva. No obstante, se puede observar que el lado «español» tiene un mayor peso que el hispanoamericano, quizá debido al origen de las autoras.

Asimismo, los documentos sonoros y visuales del cd de audio y el vídeo muestran a hablantes con diferentes acentos, diversas procedencias y situaciones, lo que hace más atractivo y real el material didáctico.

En conclusión, podemos afirmar que, hoy por hoy, el curso Bienvenidos es el más práctico y actualizado de los existentes en el mercado, y se ha constatado el buen resultado que está teniendo en centros docentes de Hostelería y en universidades con estudios de Turismo (Países Bajos, Irlanda, Brasil, Italia, etc.).

 

S. Robles Ávila

Manuel Ángel Vázquez Medel, La urdimbre y la trama. Estudios sobre el arte de narrar, Ediciones Alfar, Sevilla, 2005, 234 págs.

 

Manuel Ángel Vázquez Medel (Huelva, 1956), nombrado presidente del Consejo Audiovisual de Andalucía —cargo que desempeña entre otros muchos del mundo de las ciencias de la comunicación—, es catedrático de Literatura y Comunicación de la Universidad de Sevilla, en cuya Facultad de Comunicación imparte actualmente Semió­tica Audiovisual y Literatura Contemporánea. Esta tan estrecha relación con el cine —manifiesta en el libro que estamos analizando en su última parte, donde estudia los lazos de este género con la literatura— no es óbice para que Vázquez Medel posea unos conocimientos literarios muy amplios en otras ramas, como la novela y el ensayo —géneros a los que se dedica como especialista sobre las figuras de Francisca Ayala, Luis y Juan Goytisolo o Sánchez Ferlosio— e incluso el teatro. Y toda esta gama de saberes se vuelca en el presente libro, tejido, haciendo honor a su título —La urdimbre y la trama—, de una serie de escritos que había publicado por separado anteriormente.

Él mismo reconoce en el prólogo esta cualidad compilatoria del libro, y, de hecho, nosotros, lectores, cuando leemos, nos damos perfecta cuenta de ello, pues los distintos capítulos, aunque probablemente retocados para darles unicidad, evidencian, a veces, su deuda con las ponencias en que se dieran a conocer. No son pocos los casos en que comienza como si se estuviera dirigiendo a un público oyente, e incluso aludiendo a otras ponencias del congreso, curso, jornada o seminario donde la suya está siendo pronunciada. Y hasta en una ocasión cita (página 215, nota 39) un artículo suyo, «Del escenario espacial al emplazamiento», remitiéndonos a la revista Sphera Publica, cuando, con el mismo título, dicho artículo ya está incluido en un capítulo anterior de este libro (lo que nos hace plantearnos si los capítulos han sido en efecto rescritos a posteriori, porque, si hubiera revisado los textos a conciencia, habría cambiado —creo yo— esta nota al pie para remitir al lector a las páginas ya leídas). Es más, para dejar, de manera muy honesta, constancia al lector de que los textos han sido compilados de otras publicaciones o actos académicos, al final añade una Nota sobre los textos en donde da cuenta de todos; y curiosamente ahí leemos —¿falta de cuidado en la edición?, ¿exceso de honestidad?— que el artículo «Del escenario espacial al emplazamiento» a su vez procede del II Coloquio Internacional de Narratología de la Universidad de Sevilla en 1997.

Pero que no se haya producido un proceso de unificación de los textos —algo que, empero, no puede demostrarse—, no hace que el libro carezca de unicidad. Y tal vez ello es así sencillamente porque durante años Vázquez Medel se ha interesado por unos temas muy similares, de modo que los trabajos por él realizados en este tiempo poseen, por sí mismos, aunque escritos por separado y respondiendo a los marcos académicos de distintos simposios, un mínimo común denominador. Y él mismo lo afirma, es consciente de ello, sabe que tras todos sus esfuerzos subyace la intención de que (pág. 88) «estos trabajos constituyan, en un futuro no muy remoto, el volumen La urdimbre y la trama. Ensayos narratológicos». Sentencia que se plantea, —como una evidencia más para el lector de estar leyendo lo que fueran palabras de un congreso, y por ende evidencia de la falta de reelaboración de los textos, tal vez intencionada—, sentencia, digo, que se plantea, dentro de uno de los capítulos, como pista para nosotros de cuál es el hilo conductor de todos ellos. Hilo que, no obstante, nos ha querido aclarar también en la Introducción, haciendo un bello discurso sobre la etimología de las palabras texto, urdimbre y trama. Nos asombra con ello la maestría de este autor, al estilo del filólogo pidaliano, conocedor de la lengua —y la historia de la lengua— y no sólo de la literatura, aquél que, como explica Manuel Crespillo[16], no se contenta con el mero positivismo del acumular datos (el lingüista del dato que tanto abunda hoy), sino que sabe que dicha materialidadetimo­logías, gramáticas, retóricas— es sólo la herramienta que ha de utilizarse para conocer el Ser a través del arte, de la literatura, de —para Vázquez Medel en este libro— la narrativa.

Y no saco a colación la tremenda palabra del Ser por capricho. Precisamente lo que da unicidad a este ensayo —y también genialidad— es la reflexión sobre lo Real, mirado a través de los constructos culturales de lo narrativo. No contento el autor con proporcionarnos análisis de gran acierto sobre diferentes obras narrativas —e incluso ensayísticas, dramáticas y cinematográficas—, por encima de todo ello se respira una teoría sobre la Modernidad y la Posmodernidad de gran interés. Ahí radica su acierto, y así deberían escribirse todos los tratados de arte, cualquiera que sea la rama que estudien: trascender el campo de investigación próximo para acercarse a una más amplia —acertada o no, pero goblalizadora— visión de la vida humana.

No es una teoría original suya, cierto, pero parece conocerla muy bien y la aplica, de manera muy afortunada, a la narración. Siendo en exceso simplistas, se trata de plantear el acto de narrar —la narración en su más amplia concepción, abarcando el ensayo y las formas miméticas, teatro y cine— como una característica intrínseca del hombre (y uso aquí este término, aunque ahora políticamente incorrecto, por presuntamente sexista, en su acepción genérica de ‘ser humano’, como también gusta de hacer Vázquez Medel, si bien en la introducción —¿sutil sátira?, ¿cínica ironía?— habla, en un contexto similar, de «hombres y mujeres», para permitirse mencionar el mito de Penélope, incansable tejedora). «La narratividad —explica, pág. 27— no es un atributo de los discursos, sino del discurrir mismo. Vale decir: de la conciencia, de los seres humanos». Acercando su pensamiento al de aquellos psicolingüistas que consideran la palabra antes que el pensamiento —postura con la que no puedo estar a favor o en contra, porque tal vez nunca se sepa si es cierta o lo es su contrario—, con la narración, argumenta el autor de esta Urdimbre, el hombre crea su verdad, transforma lo real en realidad, entendida ésta como una creación cultural a través de la palabra (véase la semejanza de esto con toda la teoría posmoderna, no citada explícitamente por Vázquez Medel, de los metarrelatos de Lyotard); el Ser se hace Ente (subyace en sus explicaciones sobre esto Heidegger, pensador al que cita) por la lengua. El hombre debe asumir esta falta de verdad, aunque su sino seguirá siendo buscarla, y a ser posible a través del arte —la narración—.

A propósito, a mí, como lector curioso de teoría posmoderna, hubo de planteárseme una pregunta que acaso no se le ocurriera pensar al autor, y que lanzo desde el más estricto deseo de burlarme del mundo —¿qué más hacer cuando éste está lleno de sinrazones?—: si el camino del pensamiento viene dado por la narratividad, hoy por hoy, cuando el hábito de lectura ha desaparecido —o eso dicen—, ¿nos encaminamos al fin de la historia, del ser humano como homo loquens?, ¿somos ya últimos? Tal vez sea a eso a lo que se refiere, aunque él lo aplica para hablar de la ciencia ficción, cuando cita (pág. 226, ¡precisamente en el último capítulo!) a Manuel Cruz y Gianni Vattimo —pensador fundamental de la posmodernidad—: «Pudiera ser que nos definiera, más que nuestro convencimiento de que somos los últimos, el que estamos después de los últimos; esto es, el que somos póstumos; en definitiva: el dato de conciencia de que nos sentimos instalados después de la ruptura».

Hacer reflexiones como éstas sobre la narración es prácticamente desarrollar toda una metafísica, y en efecto es lo que parece presentarse ante nuestros ojos en la primera parte, Grandes cuestiones de la teoría y el arte narrativo. Hasta el punto de que llega a convertir los relatos analizados en meros pretextos para desarrollar esta teoría. Así le ocurre a propósito de La escritura del dios de Borges, lo que supone un descalabro en el horizonte de expectativas del lector, quien puede haber tenido la tentación de consultar este libro para leer un estudio del cuento y descubrir, decepcionado —aunque cuán gratamente puede disfrutar con lo que se encuentra sin querer—, algo totalmente diferente, —pero tan parecido al pensamiento del argentino, todo sea dicho—.

Bajo este prisma, como digo, emerge su teoría de la narración, que, por lo demás, se muestra muy moderna. En principio lo es por su posicionamiento pragmático y recepcionista, esto es, a favor de la interpretación del lector —como no podía ser menos cuando para él lo real es sólo una realidad formada de discursos, realidad donde no cabe, pues, una interpretación única / verdadera—. Y a esto se une su acertada noción de trans­discursividad —si la realidad es una narración, en sentido amplio, en todo texto, literario o no, en todo constructo cultural, y todos lo son a partir de signos, en su mayoría lingüísticos, ha de aparecer, de manera o no intencionada, un poso de otras narraciones—. No obstante, deja entrever sus reticencias a tales planteamientos, y si en efecto constantemente reclama la interrelación textual en virtud de la cual no podemos reducir el estudio de las obras a lo que le es inmanente y no debemos perder de vista al receptor, a la vez se le escapan comentarios que apelan a la necesidad de limitar la transtextualidad y el número de lecturas posibles.

Claro que esto puede bien deberse a la misma ambigüedad con que se posiciona en torno a los postulados modernos y posmodernos, atacando a unos y a otros por igual. Aunque ciertamente asegura que lo real no existe sino como una gran narración intertextual, ataca la misma posmodernidad desde la que tal planteamiento está formulado, al asegurar que el exceso de información (esto es, de narraciones relacionadas unas con otras) conllevan la desinformación e incluso el fin del hombre, tal como lo entiende la modernidad, como un ser consciente de sí mismo: «Nuestro destino —explica en la pág. 29— está en la proliferación de discursos que establecieran la total maraña que constituye lo uno. Sólo que tal tela de araña nos atraparía fatalmente. Y en ella desaparecería la conciencia, llamada por lo real a su total correspondencia. Se trataría de comunicar y comunicarnos hasta llegar a la más radical confusión, y posiblemente a la más radical incomunicación, por encontrarnos en una radical comunicación indiferenciada». Se me ocurre que esta teoría no es más que la aplicación, al siglo xxi, de la teoría del conocimiento de las analogías que planteaba en Las palabras y las cosas Foucault para el saber anterior al siglo xvi: en aquel entonces, antes de la Modernidad, la ciencia era un mero proceso mágico por el cual las cosas se explicaban por la analogía de unas con otras, de modo que todo desembocaba, por ausencia de disimilitudes, en la mismidad y, con ello, en la falta de un saber real. Tal como hoy, la globalización (o eso es lo que parece querer decirnos Vázquez Medel) relaciona hasta tal punto unas narraciones con otras que perdemos el horizonte de la comunicación, la información, la conciencia por falta de diferencias.

Y juntamente con este ataque a la sociedad posmoderna, resulta paradójico que también ataque los pilares del pensamiento moderno, al convertir la Modernidad en un verdadero monstruo totalitario; adopta aquí Medel la postura del pensador posmoderno que no cree en verdad ni sentido algunos en el mundo, excepto la verdad creada por los discursos de poder, entre los que él encuentra la razón, que no define de otra manera sino como «el primero de los mitos que constituyen el fascinante —y terrible— proyecto de la modernidad. En su ámbito, todos somos impulsados a querer lo que los demás hacen (conformismo) o hacer lo que los demás quieren (totalitarismo) [...]. La política quiere introducir un sentido donde no lo hay; recibir el impulso y la adhesión incondicional para realizar un proyecto» (pág. 64). Afirmación con la que, por cierto, no puedo estar más en desacuerdo: se me hace que es precisamente la falta hoy en día de una Razón sólida y cultivada en todos los ciudadanos —idotizados por la desinformación de los medios de comunicación— lo que favorece el totalitarismo encubierto de la sociedad del consumo y el espectáculo, del conformismo alienante.

Sea como fuere, es en esta dialéctica entre lo moderno y lo posmoderno, creo, donde radica el miedo del autor a aceptar, de pleno grado, la más radical crítica literaria de la recepción: debe negar las teorías inmanentistas, anticuadas y propias de la tiranía de la razón, pero en buena parte niega también las teorías pragmáticas, que cierran el camino para la interpretación real de las narraciones (que abren la puerta de la interpretación ilimitada). Y así se evidencia en estas palabras suyas, que hablan de la corrección e incorrección de las interpretaciones: junto a la afirmación de que «todo texto, por su propia naturaleza, está abierto y remite a otros textos: unos previstos desde la productividad emisora y otros postulados por esa re-productividad receptora sin la cual el texto no existe», encontramos, por el contrario, el límite (ni bueno, ni malo, aunque parece hecho para combatir los excesos de la crítica posmoderna y de los estudios culturales norteamericanos), el límite, digo, por el cual define, anticuadamente, las lecturas co-rrectas como aquellas que «se aproximen a la interacción o trascendencia discursiva del discurso que produjo el autor» (pág. 16).

Lo asombroso es, como digo, que en esta polémica aparentemente reservada a los filogos más encerrados en sus bibliotecas, encontramos latente algo más. En la teoría de la transdiscursividad de la narración encontremos una metafísica del ser y una crítica a la sociedad de los mass media —siendo él un eminente comunicólogo— y hasta, en el polo opuesto, de la sociedad ilustrada. De la mano de la posmodernidad, las teorías literarias más radicalmente pragmáticas; junto a la modernidad de la razón, la sombra del formalismo, el estructuralismo y el autor. Ha de reprochársele que, al hacer ambas críticas, niegue los dos caminos por donde podría andar el hombre; y he de preguntarme, angustiado: para Vázquez Medel, si es tan aborrecible tanto lo uno como lo otro, ¿qué nos queda? Y, criticando los aspectos negativos de los dos caminos por donde puede andar la teoría literaria, ¿cuál es aquélla de la que él se vale? Podríamos inferir del texto que para ambas preguntas la respuesta es el término medio, pero nunca aclara en qué consiste éste.

Muy interesante sería, para dar una visión total de esta rica teoría, hablar de sus hipótesis del espacio en la narrativa, la de los géneros y la del mito, las tres aún dentro de la primera parte del libro. Pero me limitaré a dar unas pinceladas, pues todas vienen a redundar —evidenciando la unicidad de la que vengo hablando— en la misma idea. Si los géneros son modos de convertir el Ser en Ente —lo Real en Realidad—, esto es, la Verdad en una construcción narrativa —cultural—, y si el mito —en especial el del poder— es uno de los géneros que mejor lo consigue, fascina, más que nada, su noción del espacio narrativo, en el que de nuevo se muestra muy moderno dentro de la crítica literaria. Como él mismo reconoce, el espacio ha sido una de las categorías narrativas menos estudiadas por la narratología, siendo, empero, de gran importancia para todo relato —algo con lo que todo crítico literario hoy por hoy tiene que estar plenamente de acuerdo—. Lo llamativo de su estudio es cómo defiende esta categoría de la espacialidad, de nuevo relacionándola con la idea principal que rige el libro: deudor de muchos filósofos idealistas, Vázquez Medel afirma que el Ser no puede existir como categoría, es sólo algo que existe más allá del espacio-tiempo y, en tal sentido, no existe, al menos no para el hombre, que es una realidad cultural enmarcada en el cronotopos. La importancia del espacio, pues —y véase lo pulido de la reflexión—, al igual que la del tiempo, es que sólo en estas coordenadas la narración puede existir en la única manera que puede hacerlo, esto es, como Ente, como realidad cultural, no como Ser. Lo que añade de nuevo a las recientes teorías del espacio narrativo —con su origen en la Poética del espacio de Bachelard— es que ya no se trata esta categoría literaria como un símbolo dentro del relato, sino como base misma para la existencia de la narración. Tal vez ha conseguido, con ello, hacer la defensa más sólida del espacio narrativo.

Todo esto subyace, como apunté al principio, en el resto del libro con mayor o menor vitalidad: las partes segunda (ensayo), tercera (relato) y cuarta —y última— (cine) son aplicaciones prácticas de estas ideas en diferentes casos literarios y cinematográficos. A esto me refería al señalar que el Ser era el hilo conductor del libro. Sólo que, para bien o para mal, poco a poco se va diluyendo: está muy presente en la segunda parte, dedicada a la relación del ensayo y la narración (al entender la narratividad en un sentido tan amplio como la construcción de la realidad pensada por el hombre con palabras, el ensayo se convierte en narración de ideas), pero ya apenas se deja ver en las partes tercera y cuarta. Y ello, para mí, no sólo supone una decepción personal —tanto estaba disfrutando con ello—, sino que hace que el libro vaya perdiendo unicidad. Pero, en contra, adquiere en estas partes algo muy positivo: unos maravillosos análisis de distintas obras. Si en la primera parte Borges es un pretexto para su metafísica y en la segunda el ensayo de Ferlosio casi también, los estudios de Mariano Azuela, Juan Benet, Saramago, Landero, José Val del Omar, etc., con dejar entrever aún la idea central que ha volcado en la primera parte, son más análisis al uso de distintas obras, introduciendo en ocasiones estudios biográficos de los autores.

Sólo en el último capítulo, «El cuestionamiento de la humano en el cine: a propósito de 2001 y Blade Runner», vuelve a aparecer con intensidad, y lo hace, como no podía ser de otro modo, por dos razones. Por un lado, porque ha de ser coherente con sus propias lógicas internas, es decir, si ha defendido la narratividad más allá de los textos escritos, en tanto entendida como realidad cultural transdiscursiva, es en el cine donde esto mejor puede manifestarse, al coincidir en este arte todos los recursos semióticos del hombre, y no sólo los lingüísticos; es, pues, el campo del arte más plenamente transdiscursivo. Por otro lado, además, las dos películas analizadas en este capítulo hablan de lo humano en todas las dimensiones a las que él se ha referido anteriormente: el hombre como constructor de realidades, como soñador de futuros, esto es, el hombre como realidad cultural. Y así este último capítulo no es sólo una compilación de sus reflexiones, sino una buena aplicación práctica de la transdiscursividad en su propio libro: el capítulo, como texto, como narración, remite a los demás, y, a su vez, en él se mezclan interdisciplinarmente (trans­dircursivamente) todas las formas del relato (de palabras y de imágenes). Y nótese, por lo demás, que de esta manera actualiza, pero conservando el ideal, el modelo de filólogo pidaliano: ya no sólo se sumerge en las aguas de la lengua y la literatura para alcanzar un conocimiento profundo de la obra del arte, ni siquiera se contenta con tener conocimientos sobre el cine —tan presuntamente alejado de la filología—, sino que, como leemos sorprendidos en el capítulo, avala sus reflexiones con lecturas que en principio parecen ajenas al ratón de biblioteca, como son los escritos científico-técnicos de Robert Jastrow, Joël de Rosnay y Allan Newell.

Quedan por comentar los aspectos más materiales del libro. Haciéndose eco en la introducción, y citando a Ortega, de que «la claridad es la cortesía de los intelectuales» (pág. 10), el autor de La urdimbre y la trama aspira a evitar cualquier «complicación gratuita», y efectivamente así lo podemos corroborar a lo largo de sus páginas. A excepción de algunos momentos, sobre todo en la primera parte, que precisan del lector una lectura más pausada (y ello no de manera gratuita, sino como consecuencia inevitable de las complicadas razones que pueden leerse), la progresión lectora se hace amena y rápida, sin estar por ello carente de rigurosidad. Claro que no ha de sorprendernos de alguien como Vázquez Medel, ganador de diferentes premios literarios (de ensayo y teatro) y de periodismo, que avalan su habilidad con la pluma (o con el ordenador, quién sabe). Sólo cabe cierto reproche para la poco cuidada edición, en la que encontramos bastantes erratas, para nada sutiles (sino, muy al contrario, muy evidentes), que desmerecen la prosa en que se encuentra escrito el libro.

 

G. Laín Corona

George Steiner y Cécile Ladjali, Elogio de la transmisión (trad. de G. Cantera), Siruela, Madrid, 2005, 165 págs.

 

Tras la publicación en 2004 de Lecciones de los maestros, obra editada, como casi todas las de Steiner, en la encomiable Biblioteca de Ensayo de Siruela; y tras la reciente aparición en este mismo sello de un breve tomo en torno a La idea de Europa (2005); nos llega ahora este Elogio de la transmisión (que vio la luz en Francia en 2003), cuya autoría comparte con Cécile Ladjali, una joven profesora agregada de literatura francesa en un liceo de Seine-Saint-
-Denis, en la banlieue de París.

Se trata de un fascinante diálogo en el que Ladjali asume el papel más activo (en absoluto el de una mera entrevistadora), frente a un escéptico Steiner, y cuyo eje vertebrador —la reflexión en profundidad sobre el fenómeno de la enseñanza en sus dimensiones más problemáticas— deriva hacia multitud de asuntos directamente emparentados con la erótica de la docencia (en el sentido de ‘seducción’), la oralidad, el papel de la memoria y otros temas que ya se abordaban en Lecciones de los maestros, del cual la presente obrita podría funcionar como apéndice.

En un largo prefacio de 67 páginas (más de un tercio del volumen), Cécile Ladjali pone en antecedentes al lector sobre las circunstancias que han hecho posible el encuentro de una anónima docente del extrarradio parisino con un profesor de la erudición y el renombre internacional de Georges Steiner. Ladjali expone también el sentido de su trabajo con los alumnos, lastrado por el imperativo de una «preparación» para el examen del bachillerato, pero que ofrece asimismo la esperanzada posibilidad —así lo entiende ella— de establecer un auténtico camino hacia el aprendizaje. El método que está en sus manos proponer es sencillo y al mismo tiempo impopular por lo inaudito: la creación literaria. «El distanciamiento entre la realidad social y el contenido de los programas es del todo incoherente —deplora Ladjali—. Por eso, escribir un libro, apropiarse de la literatura, en el sentido físico de la palabra, puede servir para que la aventura escolar resulte un poco menos absurda, sin tener que renunciar, por ello, a la excelencia» (pág. 124). Adaptando a su libertad de cátedra los últimos métodos propugnados por la Pedagogía (disciplina con la que Steiner se muestra no poco crítico), Ladjali lleva para cada curso maletas de libros y propone a los estudiantes lecturas individualizadas en función de sus gustos y de las capacidades de cada cual. Huye así de lo «didácticamente» en boga, y consciente de que tanto la exigencia como la disciplina en el estudio no son un obstáculo sino un vehículo para la libertad de los estudiantes, los anima a la escritura y los ayuda en la tarea. De ello son fruto Murmures, libro de poemas inspirados en la noción de «la caída» y prologado por Steiner, y Tohu-bohu, obra de teatro sobre el mito de Babel encarnado por los alumnos de Ladjali en el siglo xx. Conceptos —como se observa— ambiguos y complejos, destinados a estimular la creatividad de las mentes jóvenes.

«Elogio de la dificultad» es el título del primer capítulo de los siete en que está dividida la obra, y en él la conversación pivota entre la placidez del entendimiento mutuo y los puntuales arrebatos apasionados de sus interlocutores. Sobre este particular, afirmará Steiner más adelante que «uno no transige con sus pasiones» (pág. 115). La variedad de los problemas tratados en esta sección dificulta una escueta síntesis. Por todo el apartado sobrevuela una concepción de la enseñanza que prima el esfuerzo y la voluntad sobre la tan predicada «motivación». A propósito de este asunto, Steiner no escatima una alabanza de la denostada memorización, a pesar del desprestigio al que ha sido relegada por los modernos pedagogos: «lo que uno ha aprendido de memoria con uno mismo [...] nadie será capaz de arrebatárselo» (pág. 77). Es traído a colación el ejemplo de los rabinos a los que acudían los prisioneros de los campos de exterminio nazis (uno de los cuales, el de Drancy, estuvo situado muy próximo al liceo donde imparte sus clases Cécile Ladjali) para oír los textos religiosos que se sabían de memoria y de los que, por tanto, al contrario que todo lo demás, no podían ser despojados.

El segundo capítulo («Creatividad y escuela») aborda entre otros temas el de la crisis del idioma francés —su empobrecido uso dentro de las fronteras francesas y su remisiva influencia internacional— frente al pujante español (pág. 92). Los condicionamientos del entorno de los alumnos, su idiosincrasia y los llamados «guetos lingüísticos» son factores que contribuyen, junto al desmoronamiento de los sistemas educativos, a una depauperación y merma idiomáticas que preocupan a Ladjali y que Steiner lamenta por igual. Sabedor de que el lenguaje articula el pensamiento, y de que las carencias de uno afectan irremediablemente al otro, el profesor de la University of Cambridge no desaprovecha la ocasión de restituir la vigencia de algunas ideas humboldtianas: «Creo muy firmemente que cada lengua representa una ventana a un mundo totalmente diferente. Toda nueva lengua permite vivir otra vida (pág. 99)».

Más afín al pensamiento hermenéutico de Heidegger (a quien hace años consagró una imprescindible monografía) se muestra Steiner en lo referente a cuestiones propiamente lingüísticas. En el tercer capítulo, titulado «Gramática», no duda en ponderar el valor del silencio frente al ruido del lenguaje huero de las frases hechas: «Nos enredamos con las palabras porque no son lo bastante precisas. Nos repetimos. Se trata de metáforas usadas, desgastadas, pero que definen este momento de la humanidad» (pág. 100). Y apela poco más adelante a su interlocutora: «en su instituto usted lucha para que ésta [la humanidad] no salga empobrecida. Mientras que cada lugar común significa la muerte de una posibilidad vital, cada hermosa metáfora nos franquea, literalmente, las puertas del ser. Se trata, pues, de la más importante de todas las batallas; pero no está nada claro que vayamos a ganarla». En una sociedad hechizada por las tecnologías, Ladjali confiesa su impresión de que «los alumnos ya no mantienen esa indispensable relación con lo sencillo, con el hecho de maravillarse ante un texto» (pág. 112), a lo que Steiner corresponde sepultando todas sus zozobras teóricas con la conocida sentencia de Goethe: «“Quien sabe cómo hacer algo, lo hace; quien no lo sabe, se dedica a la enseñanza”. Y añado por mi cuenta: “quien no sabe enseñar se dedica a escribir manuales de pedagogía”» (pág. 115). A todas luces sobran los comentarios.

En torno a la figura de «El profesor» (cuarto capítulo), se vislumbran las limitaciones del docente, iniciador en la maravillosa aventura hacia el conocimiento, pero a su vez también posible causa de malogro de grandes potencialidades, en lo que ambos interlocutores convienen. Todo ello auspiciado por una organización escolar que ha instaurado la falacia de una «dorada medianía»; en palabras del maestro, «con el rasante igualitario, mediante la falsa democracia de la mediocridad, matamos en los niños la posibilidad de sobrepasar sus limitaciones sociales, domésticas, personales, e incluso físicas» (pág. 119).

La reflexión sobre «Los maestros» conforma el siguiente apartado, que sirve a Ladjali para declarar su admiración a Steiner y preguntarle por los sujetos que le han causado más honda influencia en su pensamiento, poniendo además en evidencia el peligro de extinción que sufren en nuestros días. Este expone como modelo «el de un hombre que está dispuesto a sacrificar su vida por un valor intelectual, moral, abstracto [...] Sócrates y Cristo son el arquetipo del maestro» (pág. 134). Ello deviene, con la libertad que procura la meditación compartida, en la sorprendente constatación de la escasez (por no decir ausencia) de mujeres que hayan llegado a ser maestras de algo —en el sentido en que el término se concibe en el seno de esta obra—, lo que la profesora Ladjali sugiere vinculado a la esencial capacidad engendradora femenina.

Tras poner de relieve la intrínseca novedad de «Los clásicos» —en el capítulo sexto—, lo que constituye su esencia, Steiner denuncia la enfermiza especialización de los saberes, hecho que dificulta gravemente la comunicación. De este modo subraya el motor de su búsqueda intelectual: «Por eso [...] indago en una sociología de la ejemplaridad que nos permita comenzar a establecer puentes entre disciplinas tan diferentes» (pág. 148).

Finalmente, el último capítulo («En clase») nos sumerge en el microcosmos del aula, su realidad actual y eternas singularidades, algo ya anticipado a lo largo de toda la charla. Y surge de nuevo el gran bálsamo de la palabra frente a las congojas de la profesora sobre el porvenir de sus pupilos: «El tiempo futuro del verbo es el gran desafío a la muerte, el gran desafío frente a la desesperación [...]. La verdadera condena a muerte consistiría en que alguien nos arrebatase el tiempo futuro del verbo» (pág. 158-159), afirma Steiner. El célebre maestro concluye así que el trabajo como profesor, a pesar de sus sinsabores, «también tiene una suprema recompensa: la de encontrarse con un alumno mucho más capaz que uno mismo [...] y que quizá llegue a crear una obra que futuros profesores enseñarán» (pág. 161).

Al leer este delicioso librito nos asalta el recuerdo de algunas tesis sostenidas en obras mayores como Gramáticas de la creación (2000) o la autobiográfica Errata (1998). No obstante, y a pesar de lo dicho sobre la discreción de Steiner en cuanto al acaparamiento del discurso, si en última instancia la conversación a la que asistimos a través de estas páginas trasciende la simple anécdota y adquiere altura intelectual es precisamente por la búsqueda de respuestas a través del diálogo (en recíproca mayéutica) y por la acertada visión de conjunto, abarcadora de un espectro inagotable de saberes, que despliega Steiner. Es de agradecer, con todo, que lo haga sin contravenir su idea de que el buen profesor no es aquél que ofrece respuestas, sino el que plantea preguntas.

 

L. Pascual Molina

Antonio Ramón Navarrete Orcera, La mitología en los palacios españoles, uned, Centro Asociado «Andrés de Vandelvira» de la Provincia de Jaén, 2005, 305 págs.

 

Es bien conocida la relación que desde la Antigüedad establecieron la mitología clásica y el arte en sus más diversas formas y manifestaciones, relación que, por otra parte, se reforzó durante el Renacimiento y se ha mantenido con más o menos vitalidad hasta nuestros días, confirmando que el de la mitología es uno de los terrenos donde nuestra civilización mejor ha conservado el legado clásico.

En su trabajo La mitología en los palacios españoles, el profesor Navarrete Orcera, uno de los principales especialistas españoles en el estudio de la presencia del mito griego y romano en el arte, nos propone descubrir dicha presencia en una parte del patrimonio artístico español casi desconocida por el gran público, a pesar de su cercanía, los principales palacios españoles.

Su propuesta se basa en un sugerente recorrido iconográfico, constituido por unas 500 imágenes a todo color, la mayoría de gran calidad, obtenidas casi todas ellas por el propio autor[17] en algo más de 29 palacios repartidos por una parte importante de la geografía española (Úbeda, Sevilla, Madrid, Segovia, Guadalajara, Barcelona, etc.)[18], que fueron construidos o remodelados en algún momento entre los siglos xvi al xx. En algunos casos la descripción de las pinturas o piezas de un edificio sirve al autor de excusa para hacer un pequeño recorrido por otros edificios emblemáticos de la ciudad donde se encuentra el edificio en cuestión, como ocurre con los casos de Úbeda y Sevilla.

Una parte muy considerable del material gráfico está constituido por pinturas, al fresco y al óleo sobre lienzos enmarcados; en menor número hay también esculturas, situadas tanto en jardines como en el interior de los palacios, llegándose a describir incluso las escenas mitológicas que aparecen en carruajes y hasta en algunos escritorios holandeses del siglo xviii.

La ingente cantidad de material reunida en este libro ¾fruto de una paciente labor de «largos años de duro trabajo, de búsqueda de bibliografía, de solicitud de permisos, de viajes, de reportajes fotográficos, de repetición de reportajes» (pág. 13)¾ la presenta el autor dividida en cinco grandes apartados: palacios del Renacimiento (págs. 17-105)[19], palacios de los Borbones (págs. 107-170)[20], palacios del siglo xix (págs. 171-212)[21], palacios de Barcelona (págs. 213-271)[22] y palacios-
-museo de Madrid (págs.
273-287)[23]. Cierra el libro una amplia bibliografía (págs. 291-305), clasificada según los palacios que se comentan en cada uno de los epígrafes.

El método de trabajo aplicado por el profesor Navarrete conjuga el conocimiento de la «intrahistoria» de cada edificio (los propietarios que tuvo, las remodelaciones que sufrió y los distintos usos que se le dieron a lo largo del tiempo) con un detallado comentario iconográfico de las pinturas y piezas que va encontrando en cada estancia o planta del mismo, (incluyendo en todos los casos una alusión, por lo general breve, al mito, dios o héroe representado). De este modo se persigue que el lector comprenda algo esencial, que las pinturas y esculturas de estos palacios se hicieron teniendo en cuenta tanto los gustos de los propietarios, como el entorno físico dentro del cual debían situarse. Esto explica por qué se escoge tal o cual escena o personaje mitológico y no otro.

La lectura de estas páginas, siempre fluida y amena, nos permite descubrir cuál ha sido la clase social que en cada momento encargó estas obras de arte y los motivos que les llevaron a hacer tales encargos[24]: en el xvi son aristócratas, vinculados casi siempre a la corte; en la época de los Borbones es la propia monarquía la que busca ser ensalzada a través de estas representaciones del mito antiguo; en el xix y en los palacios barceloneses sus promotores son los burgueses enriquecidos con el comercio y la industria, como nueva clase dominante, deseosa de reconocimiento social; en fin, en el caso de los palacios-museo madrileños son miembros de la clase alta, prohombres de la economía y la política, coleccionistas de todo tipo de objetos artísticos, que utilizan el edificio como vivienda y como museo donde albergar y exhibir las piezas que han reunido a lo largo de sus vidas. En este último caso, además, la falta de herederos directos y, sobre todo, un profundo amor al país y a sus gentes les lleva a ceder sus posesiones al Estado para que les den un uso museístico, como ocurre con los museos Lázaro Galdiano y Cerralbo, en Madrid.

También se aprecia en el estilo de las representaciones la lógica evolución que imponen las modas y gustos imperantes en cada momento, sin olvidar el toque personal que dan a sus obras determinados pintores y escultores que sobresalen con luz propia.

Así, el siglo xvi es el momento de máximo esplendor de la pintura italiana, con el predominio de la técnica del fresco y la introducción del grutesco —técnica pictórica de origen romano, puesta en boga tras el descubrimiento en 1488 de la Domus Aurea neroniana—, destacando con nombre propio talleres como el de Bergamasco o el de César de Arbaria, que trabajaron en las pinturas del palacio del Viso del Marqués (entre 1575 y 1590).

En el siglo xviii, época de esplendor del clasicismo francés, el inicio de las excavaciones en Pompeya extenderá por toda Europa un estilo de pintura que imita las encontradas en la ciudad sepultada.

En fin, en los palacios y casas barcelonesas estudiadas, el pintor más representativo es Francesc Pla i Duran (1743-1805), conocido como el Vigatà, por ser natural de Vic.

El estudio del mito a través de las numerosas imágenes aquí reunidas deparará al lector más de una sorpresa. Por lo pronto, se encuentran representados la mayoría de los mitos clásicos, de manera que nos encontramos ante una auténtica enciclopedia visual sobre el tema, aunque es cierto que hay algunos que se repiten especialmente[25], como los protagonizados por los dioses olímpicos (Júpiter, Juno, Mercurio, Neptuno, Apolo, Diana, etc.), ciertos héroes (Hércules, Perseo, los héroes de la guerra de Troya), divinidades alegóricas tanto antiguas como modernas (Victoria, Justicia, Discordia, Paz, Las estaciones, Los elementos, Los oficios), sin que falten los personajes de la leyenda histórica romana (Rómulo y Remo, el rapto de las sabinas, Horacio Cocles, etc.) junto a otros plenamente históricos (como los motivos relacionados con los emperadores Trajano y Adriano, referentes de la monarquía hispana).

Los dioses y personajes mitológicos representados, a veces aparecen en grupo (celebrando un banquete o asamblea), otras de modo individual, y muy a menudo constituyendo auténticos ciclos, ya que en una misma pieza o estancia se pueden llegar a representar todos los momentos más importantes del mito protagonizado por un mismo personaje (trabajos de Hércules, el mito de Perseo, la muerte de Faetón, las aventuras de Telémaco, etc.).

Una cuestión muy importante para el filólogo clásico es el grado de fidelidad a las fuentes literarias del mito representado en las pinturas y esculturas. En este sentido, según el profesor Navarrete, el artista sigue en la mayoría de los casos la versión del mito tal como se encuentra en las Metamorfosis de Ovidio. A veces parecen haberse tenido en cuenta otros manuales de mitología ¾la mayoría de los siglos xvi y xvii¾, como la Genealogía de los dioses paganos de Boccaccio, compuesta entre 1360-1375; De los dioses de los gentiles de Lilio Gregorio Gyraldi (1548); la Mitología de Natale Conti (cuya primera edición es de 1551); Las imágenes de los dioses de Vincenzo Castari (1556), que contaba con abundantes indicaciones iconográficas. En España gozaron de justa fama la Filosofía secreta de Pérez de Moya (1585) y el Teatro de los dioses de la gentilidad de Fray Baltasar de Vitoria (1620). En el caso concreto de algún palacio la fuente literaria seguida es otra, como en las pinturas de Telémaco de la Casa Cortada de Barcelona, inspiradas en Las aventuras de Telémaco del escritor francés Fénelon (1651-1715).

Por supuesto, aspecto importante de este trabajo, que el autor ha tenido también en cuenta, son sus posibles aplicaciones didácticas. Evidentemente, su propia estructura anima a emplearlo como guía comentada en una visita a alguno de los palacios en los que se encuentran las pinturas y piezas escultóricas de tema mitológico, como cuando preparamos las visitas con nuestros alumnos a museos, monumentos o yacimientos arqueológicos mediante guías editadas de los mismos. También se puede optar por emplear las imágenes en clase para ilustrar cualquier explicación de mitología (ya hemos comentado que, en este aspecto, el libro constituye una especie de enciclopedia visual).

En fin, el libro del profesor Navarrete Orcera tiene, desde nuestro punto de vista, la gran virtud de conjugar la seriedad de un trabajo bien hecho —por toda la investigación que tiene detrás y por su bella y cuidada factura material (calidad de las imágenes y del papel)— con la amenidad en la exposición —que anima al lector a hacer una lectura seguida del mismo, en contra de lo que es habitual en las guías de este tipo—, sin olvidar su utilidad práctica —para el profesor de Clásicas o de Arte, o para toda aquella persona deseosa de conocer algo más sobre nuestro patrimonio artístico—. Pero, por encima de todo, creemos que constituye un buen ejemplo, además de una invitación, de cómo se puede abordar el estudio de la mitología y el arte desde una perspectiva interdisciplinar.

 

C. Macías


NOTAS

 

[1] G. Cabello Porras, Barroco y cancionero (el «Desengaño de amor en rimas» de Pedro Soto de Rojas), Universidad de Málaga, 2004.

[2] Los sonetos cxli del Canzoniere («Come talora al caldotempo sòle») y xix («Son animali al monde de sì alterna»).

[3] J. Lara Garrido, Relieves poéticos del Siglo de Oro. De los textos al contexto, Anejo 27 de Analecta Malacitana, Málaga, 1999, pág. 19.

[4]  A. Reyes, «Teoría de la antología», en La experiencia literaria. Ensayos sobre experiencia, exégesis y teoría de la literatura, Bruguera, Barcelona, 1986, 149-154, pág. 151.

[5]  «Los poetas de la Universidad», Canente. Revista literaria, 2, 2001, 289-304, págs 303 y 304.

[6] Grupo más concretado si cabe desde la edición de F. Díaz de Castro de La otra sentimentalidad. Estudio y antología, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2003.

[7]  J. A. Muñoz Rojas, «Tu oficio, poeta...», en Oscuridad adentro (1950-1980).

[8]     1 B. Sanabria, El Cultural de El Mundo, 5-11 de enero de 2006, pág. 23.

[9] Véase M. MacLuhan, Understanding Media: The Extensions of Man, publicada por primera vez en 1964.

[10] Es interesante el artículo de Benjamin «The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction», editado por primera vez por Hannah Arendt (pensadora capital de las sociedades y sistemas políticos de nuestras sociedades occidentales) en 1969.

[11] Buena prueba del interés que experimentó Rojas Clemente y Rubio por la flora andaluza es el homenaje científico que se le rindió al dedicársele uno de los taxones endémicos de Sierra Nevada, la Festuca clementei Boiss, popularmente llamada espigón en el mundo rural (págs. 12-13, nota 10). Torres Montes ha dedicado especial interés a la obra de este botánico «olvidado», cuya formación enciclopedista le llevó a acumular noticias históricas, etnográficas y lingüísticas de gran interés, véase F. Torres Montes, «La caracterización de las hablas andaluzas de Simón de Rojas Clemente», Romanistisches Jahrbuch, 52, 2001, págs. 323-359.

[12] Véase la clasificación de las págs. 327-330 y las áreas geográfico-lingüísticas perfiladas por la distribución de formas léxicas como ababol, alcancil, algarrobo morisco, aliaga, boja, cantigüeso, cebollera morisca, espantagusanos, hiel de la tierra, matapán de regadío, margarita borde, mariselva, matamosquera, matapollera, mojigato, mojino, olivardiza, orejicas de liebre, palera, palmizón, pantagusanos, patagallina, pincho barrillero, quiebraollas, rabogato, rascaviejas blancas, tuera, varicas de sanjosé o zapaticos de la virgen.

[13] Por ejemplo, dentro de la familia de las Euforbiáceas (págs. 145-149), se estudia la especie Euphorbia spp., llamada en Almería lechiterna, lecheterna y chirrigüela.

[14] No se le escapó a Covarrubias que esta yerba viperina desprendía abundante jugo lechoso, de propiedades curativas antiponzoñosas, que al parecer ya eran conocidas por la medicina árabe.

[15] Resultan muy a propósito las dramáticas observaciones de Simón de Rojas Clemente (1805) que Torres Montes trae a colación sobre la miserable dieta que soportaban los campesinos en momentos de precariedad económica: «Los muchos cortijos de Cabo de Gata son casi todos de dueños que viven en Almería. Una serie de malas cosechas los tiene en la mayor miseria; está contento el que tiene por todo alimento gachas de panizo y es rey quien come su cocina de habas con un pedazo de maiza (‘pan hecho con harina de maíz’). Así en el Cabo comen de casi todas las hierbas silvestres hervidas»; «es un año de tanta hambre que las yerbas nunca comidas han sido el alimento casi único de muchos»; «todas estas hierbas, especialmente el hinojo y alguna más son casi la única verdura que en esta temporada comen con mucho aprecio en todo lo que he corrido hasta Roquetas [...]. Los Moros debieron de dejarles el uso de comer tantas plantas que es menester recomendar a otras provincias nuestras; el cogerlas para vender es la subsistencia de muchos pobres»; «en Vera, como tienen playa, comen pocas yerbas, mas sí hinojos y cardillos» (pág. 17 y n. 16).

[16] M. Crespillo, La idea del límite en filología, Anejo xxii de Analecta Malacitana, Universidad de Málaga, 1999.

[17] Hay, no obstante, algunas excepciones. Así, las imágenes que incluye del palacio de Linares proceden del libro que publicó la editorial Electra con motivo de la rehabilitación del palacio. Asimismo, el comentario iconográfico de las mismas debe mucho al que hizo Wilfredo Rincón con ese mismo motivo.

[18] Evidentemente, no se trata de un catálogo exhaustivo de todas las construcciones de este tipo que disponen de pinturas o esculturas de temática mitológica.

[19] Supone más de un tercio, en texto e imágenes, del material del libro, con los siguientes edificios: el palacio de Francisco de los Cobos, en Úbeda (páginas 19-32); el Peinador de la Reina, en Granada (págs. 32-37); el palacio del Viso del Marqués, en la localidad manchega de El Viso (págs. 38-75); el palacio del Pardo, en Madrid (págs. 75-81); el palacio del Infantado, en Guadalajara (págs. 81-91); la Casa de Pilatos, en Sevilla (págs. 91-102); el palacio de Monsalves (páginas 102-103) y los Reales Alcázares (págs. 104-105), ambos también en Sevilla.

[20] Los palacios de los Borbones suponen casi una cuarta parte de todo el libro, con las siguientes construcciones: Granja de San Ildefonso, en Segovia (págs. 109-122); Palacio Real de Aranjuez (págs. 123-133); Palacio Real de Madrid (páginas 135-155); Palacio de Can Vivot, en Palma de Mallorca (págs. 155-170).

[21] Época en la que predominan los palacetes, situados en la periferia de las ciudades, con los siguientes edificios, todos ellos en Madrid: palacio de Santoña (págs. 173-180), palacio del Marqués de Salamanca (págs. 180-187), palacio de Linares (págs. 188-198) y el palacio del Marqués de Casa Riera (págs. 202-204). Fuera de Madrid se sitúan la Quinta de Selgas, en Cudillero, Asturias (páginas 199-202) y el palacio del Marqués de Dos Aguas, en Valencia (págs. 205-212).

[22] La relación de palacios y casas de Barcelona comentados está constituida por: Casa Fontcoberta (págs. 215-216), Casa Cortada (págs. 217-222), Palacio Moja (págs. 222-227), el edificio del Ateneo barcelonés, antigua residencia del barón de Sabassona (págs. 227-229), el Laberinto de Horta (págs. 221-237), la Villa Casals (págs. 237-246), la Lonja (págs. 247-256), la Duana Nova (páginas 257-262), la Casa Erasme de Gònima (págs. 262-263) y el palacio de Pedralbes (págs. 263-271).

[23] Con la siguiente relación: Museo Lázaro Galdiano (págs. 275-280), Museo Cerralbo (páginas 280-282), el Museo Nacional de Artes Decorativas (págs. 282-283) y el Museo Naval (págs. 284-287).

[24] Aunque en la mayoría de los casos el motivo último es servir como signo de distinción social, riqueza y ostentación.

[25] También se conservan algunas representaciones que son únicas en España, como la pintura al fresco de Píramo y Tisbe, en la Casa Fontcoberta, en Barcelona, obra del Vigotá.