El error de rocinante

Manuel Crespillo

Universidad de Málaga

Director de Analecta Malacitana

 

 

NOTA PREVIA

 

El error de Rocinante, artículo que conforma el volumen 21 editado por AnMal electrónica con carácter extraordinario, está escrito expresamente para presentar ante los Consejos de la Revista, sus suscriptores y lectores mi despedida como Director de Analecta Malacitana. Mi intención primera fue publicarlo en dos números coincidentes: la versión electrónica correspondiente al número 20 del 2006 y la versión impresa en papel perteneciente al volumen xix, 2 (2006), los cuales debieron aparecer simultáneamente durante el pasado mes de diciembre. A diferencia de muchas revistas que simulan un modelo doble, las dos versiones de Analecta Malacitana son en realidad revistas independientes, con issn propios y, por tanto, difieren en los contenidos de sus artículos. Ello explica que mientras la Revista electrónica apareció en su fecha prevista, sin embargo razones de impresión no nos han permitido disponer de la Revista de papel hasta el día de hoy 12 de febrero de 2007. Por tal motivo Analecta Malacitana edita con carácter extraordinario este número 21 en el que se publica mi artículo de despedida como Director de las dos Revistas.

El error de Rocinante pretende analizar lo que considero una confusión en tiempos de Cervantes, que se repetiría después en la configuración de la Modernidad y que vuelve a reproducirse con claridad en algunas zonas de Europa y particularmente en la España contemporánea a través de lo que denomino el Estado negligente, un término que a mi entender ilustra y define con claridad lo que se entiende por la España de las autonomías. En la parte tercera del artículo expongo los motivos que me llevan a despedirme de la Dirección de Analecta Malacitana, motivos que conforman globalmente un modo de respuesta cívica ante la existencia del Estado negligente construido por la historia política en nuestro último período democrático. Sé que no es fácil que el lector acepte la traslación circular de un error de ficción en Cervantes a un desajuste en el sistema de ideas de la modernidad y, sobre todo, el posterior desplazamiento hasta un gran desacierto político cuyas consecuencias se dispone a afrontar la generación más joven de la vida de España la constituida por los hijos de quienes ya nacieron en libertad para así satisfacer los deseos de una minoría muy influyente en las relaciones económicas de poder. Pero la historia siempre es implacable para todos y especialmente cruel cuando los pueblos se aclimatan a lo que denomino cierta tipología de la estulticia. Así, pues, espero que mi tesis sobre la negligencia de nuestro entorno presente racionalmente sólidos fundamentos teóricos que sienten en los ámbitos científicos e intelectuales las bases para devaluar la actual praxis política que enturbia y ennegrece la vida de España así como la delación de la terrible tutela mediática, impuestas ambas desde una determinada relación económica de poder que siempre se caracterizó por equivocarse en la historia de España.

    Mi despedida final de los Consejos de la Revista y de los suscriptores y lectores de la Revista impresa quiero hacerla extensiva a quienes siguen nuestra Revista electrónica a través de la red. A continuación reproduzco el artículo tal como aparece impreso en el día de hoy en AnMal, xxix 2 (2006), págs. 423-488.

 

 

 

***

 

    Este artículo tiene tres partes: en la primera analizo un error trágico en el viejo Orden de las Similitudes que considero determinante en el desarrollo del Quijote y en la invención de la novela moderna; en la segunda destaco ciertos desajustes en la construcción de un Orden de Razón, similar al error de Rocinante, que terminaron erosionando el Análisis Barroco hasta concluir en una Modernidad Sintética en la que algunas de sus equivocaciones estructurales aún perduran hoy, y en la tercera observo cómo tales desaciertos han contribuido en nuestra contempora­neidad a conformar un Estado negligente en la vida de España. Aprovecho esta tercera parte para presentar mi renuncia como Director de Analecta Malacitana.

 

 

I

 

1. En el año 2004 me incomodó sobremanera oír a algunos constructores de la historia política que tanto detesto, recomendar la lectura del Quijote en vista del cuarto centenario que se iba a conmemorar al año siguiente. Inmediatamente me acordé del ridículo razonamiento que pasó entre Don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco al comienzo de la segunda parte del Quijote. Pensé en alguno de esos políticos como Don Quijote pensó en Orbaneja en el capítulo iii, y en mi imaginación me pareció preguntarles «¿y qué diremos del Quijote?». A lo que en mi interior también me pareció oír la misma respuesta de Orbaneja: «Lo que saliere». Desde ese momento no pude borrar de mi mente toda la reflexión de nuestro héroe:

 

Ahora digo —dijo Don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba respondió: «Lo que saliere». Tal vez pintaba un gallo de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: «Éste es gallo». Y así debe de ser mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla» (dq, 2, iii, pág. 711)[1].

 

Al percibir una intromisión de la historia política en el escenario de la literatura —¡y han sido ya demasiadas las que han protagonizado los políticos de todos los signos!—, decidí de inmediato incorporar al programa de mi asignatura Literatura española por movimientos un epígrafe sobre Don Quijote en la lección sobre Renacimiento, Manierismo y Barroco con un doble objetivo: contrarrestar la vulgarización al uso y la repetición de tópicos que se elaborarían al año siguiente —como así sucedió— y ofrecer una lectura ajustada en la que la novela de Cervantes fuese objeto de mi comento —como pedía Don Quijote— y se situara en el momento justo de transición entre el Renacimiento y el Barroco en que yo siempre la había ubicado en mis lecturas. Es evidente que había que ajustar la interpretación porque por fortuna la bibliografía sobre Cervantes y el Quijote, como sucede con Shakespeare en Inglaterra o con Goethe en Alemania, es la más amplia de todos los escritores de la literatura española[2].

Sería absurdo por mi parte sobreponderar en El Quijote cualquier tema, aspecto o problema sobre los demás. Así que situaré la obra cervantina en la órbita de un principio que está históricamente fijado, que personalmente me preocupa desde hace más de veinte años —pues lo abordé desde una perspectiva diferente en mi Historia y mito de la lingüística transformatoria y, además, si no tengo nada importante que hacer, suelo de vez en cuando en mis pasatiempos añadir a mis pesquisas nuevas indagaciones. Me refiero al problema de la mimesis (utilizaré la acepción grave del término). Ese principio es para mí casi un apotegma: la modernidad, que fue dando respuestas a todos los obstáculos que impedían la autonomía del arte, fue incapaz de resolver el conflicto de la mimesis, que se ha convertido en un problema residual en la historia del saber occidental. Fue un concepto medular hasta finales del Renacimiento, soportó su desplazamiento durante el Análisis Barroco y sobrevivió sin dificultad durante la Síntesis de la Modernidad. Desconocido en la cultura de vergüenza, el concepto se origina formando parte del culto, en torno al mimo y a la música en los rituales dionisíacos como forma expresiva de una vida interior. Pero fue en la cultura de culpabilidad cuando el concepto se ligó al enigma y al origen del saber pasando primero por el uso de la metáfora para designar después la imitación de la realidad exterior (natura naturata) y también la libertad de expresión del artista (reproducción de la natura naturans), de modo que el sentido de imitación de la naturaleza que encontramos en Demócrito o de imitación de la apariencia que encontramos en Las Leyes y sobre todo en La República de Platón es completado en La Poética de Aristóteles al concebir la mimesis como arte creador. Además de la plástica, en La Poética descubrimos que la aulética, la citarística o el ditirambo, y también la épica, la epopeya o la tragedia son todas imitaciones. Posteriormente, Cicerón, Séneca u Horacio recogerán el sentido aristotélico, que será rechazado luego en la patrística y volverá a ser de nuevo aceptado por la escolástica, y también por Agustín, Buenaventura o Salisbury. En Tomás de Aquino, el más aristotélico de los medievalistas, se aceptará tanto el sentido platónico como el aristotélico de la imitatio.

El Renacimiento retoma aún con mucha más intensidad el sentido central de la mimesis, hasta el punto de que la historia del saber renacentista es incomprensible sin la imitatio. A esto se refiere Foucault cuando dice que la historia del saber hasta fines del siglo xvi y comienzos del xvii conoce un principio de semejanza, esto es, que el conocimiento, la representación, la interpretación de los textos, la fijación simbólica se formula en términos de similitudes. Él mismo recoge de Grégoire una trama semántica muy rica de la semejanza: Amicitia, Aequalitas, Consonantia, Concertus, Continuum, Paritas, Proportio, Similitudo, Conjuctio, Copula, pero se centra en cuatro figuras: la convenientia (semejanza ligada al espacio según la fórmula de «cerca y más cerca»), la aemulatio (semejanza sin contacto, sin vecindad ni proximidad), la analogia (una superposición de la convenientia y la aemulatio, cuyo punto culminante es el hombre, en proporción con el cielo —emulación—, pero también con la tierra —conveniencia—) y la sympathia (no conoce camino previamente determinado: ni la distancia de la emulación ni el encadenamiento de la conveniencia, porque juega en estado libre en las profundidades del mundo).

    En el Renacimiento, la paridad, la igualdad, el contacto, el reflejo, etc. son indicios de conocimiento, analogías invisibles, y necesitamos, explicó Foucault, una signatura, una señal externa que permita reconocer esa analogía. El saber es un juego mimético y por eso se precisan técnicas para descifrar las signaturas y las similitudes ocultas. El siglo xvi conoció dos instrumentos para descifrar las signaturas: la hermenéutica, conjunto de conocimientos y técnicas que permitían descubrir el sentido de los signos; y la semiología, conjunto de conocimientos y técnicas que permitían conocer las leyes que encadenaban los signos. La hermenéutica nació como una técnica de sentido. La semiología, como una técnica formal. Y por lo que se refiere a la hermenéutica renacentista Foucault especifica cómo ésta generó dos técnicas que sobresalieron sobre las restantes:

a) La divinatio. Las magias naturales de fines del xvi y primera mitad del xvii, tal como las describe Campanella en un libro que data de 1620 (De sensu rerum et magia), a algunos de cuyos procedimientos se alude en época todavía más temprana en la literatura española pensemos en todo la alquimia de la Celestina, no son un efecto residual de la conciencia europea procedente de la forma de conocer del mundo clásico sino un elemento estructural de la configuración del saber durante el Renacimiento: la magia era conocimiento. Es una cadena lineal de estilo hegeliano que se inicia en la Antigüedad y juega un papel crucial durante el Renacimiento.

b) La eruditio es la otra gran herencia hermenéutica. En el tesoro transmitido por la Antigüedad, el lenguaje es un signo de las cosas. Las marcas visibles depositadas por Dios en la naturaleza para conocer el significado de las cosas juegan el mismo papel que las palabras legibles depositadas por la Sagrada Escritura o los libros conservados por la tradición. Así, pues, las palabras se convierten en signaturas del mismo modo que lo hacen los signos que portan la magia natural.

En el caso de la divinatio hay una relación con las cosas, en el de la eruditio hay una relación con los textos escritos, pero tanto en una como en otra lo que importa son los signos que hay que descifrar y llegar a conocer. Hay que interpretar la Naturaleza, pero también hay que interpretar toda la herencia de la Antigüedad. Al ir de la signatura muda a la cosa misma, la divinatio hace hablar a la Naturaleza; al ir de la letra inmóvil fijada por la tradición a la palabra viva de los textos actuales, la eruditio hace hablar a la Antigüedad. En la divinatio los signos naturales se ligan a las cosas por una profunda relación de semejanza; en la eruditio los textos escritos se acomodan a las cosas mismas en forma de espejo y reflejo, en forma de aemulatio. La autoridad de la divinatio y de la eruditio, en la naturaleza o en las bibliotecas, es siempre la misma: la institución de Dios. Pero es una autoridad supuesta, que no necesitamos recordar permanentemente.

 

    2. El pensamiento de Foucault es muy importante como punto de partida, pues permite interpretar las aventuras de Don Quijote como el límite de la mimesis, esto es, interpretar el transcurrir de las aventuras como el momento final en que la semejanza funciona como modelo de conocimiento, modelo que arrastraba ya veinte siglos, prácticamente desde el judaísmo de la culpabilidad que se había instaurado en la cultura clásica griega. Una vez que acaban todas las aventuras, con la muerte de Don Quijote en el último capítulo de la segunda parte, se abre la posibilidad de establecer las relaciones de un orden nuevo, orden que se inició con el análisis en todas las naciones de Europa, pero que en España quedó bastante lastrado por el estigma de la Contrarreforma.

¿Cómo son los juegos de este peregrino de la mimesis? Aclararé previamente que la interpretación de Don Quijote como un peregrino que se detiene en todas las marcas de la similitud las cuales están a punto de perderse allá por el año de 1605 está reñida con aquella tosca interpretación positivista que veía a Don Quijote como una figura ideal en contraste con la de un Sancho real. En segundo lugar, la interpretación de este peregrino también resulta incompatible con aquella crítica impresionista imperante a fines del siglo xix entre los seguidores de Benjumea (articulista de 1870), por ejemplo, muy cara por cierto a determinada crítica materialista, según la cual la sátira contra los libros de caballería conduciría a Cervantes a defender el ocaso del viejo orden feudal y su sustitución por el nuevo orden renacentista y todas las nuevas relaciones mercantiles, dinerarias, derivadas de éste. Y por insistir, finalmente, en alguna otra cosa más: el peregrino de la similitud es también incompatible con la crítica moralizante tan cara al ambiente dieciochesco Mayans y Siscar; Campmany que cree en la sátira moral, ejemplar, sobre los libros de caballería, sátira moral a la que dio pie el Cervantes fingidor en algunas partes de su libro: en el prólogo donde se refiere a su propia novela como «una invectiva contra los libros de caballerías» (dq, 1, Prólogo, pág. 18) o en el último capítulo de la segunda parte cuando en la despedida de Cide Hamete señala que no ha sido otro su deseo que «poner en aborrecimientos de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías» (dq, 2, lxxiv, pág. 1337). Recuerdo asimismo las diversas opiniones que pueden leerse en el escrutinio del cura y del barbero sobre muchos libros de caballería (y algunos que no lo son) en dq, 1, vi, páginas 83-95 y también en el juicio sobre la caballería que se produce en la venta de Juan Palomeque mientras Don Quijote está durmiendo entre el ventero, su hija, el cura y Maritornes, donde todo gira en torno a la falacia de las ficciones caballerescas frente a la verdad de las biografías auténticas (dq, 1, xxxii, páginas 404-411). Este rechazo de la ficción caballeresca era un tema común a teólogos, humanistas y grandes reformistas. Juan de Valdés, Vives o el propio Eras­mo desaprobaron los libros de caballería. Y le censuraron no sólo su falta de moralidad, sino también su estilo (estaban mal escritos) y el constituir claros ejemplos de mentira poética (Riley). La opinión de Cervantes no está del todo clara y su ambigüedad se ha trasladado a la crítica. Muchos piensan que identificándose con uno u otro personaje unas veces opina en contra (moralidad) y otras encuentra aspectos positivos. Hablaré, pues, de este buscador de similitudes como de un héroe de lo Mismo, incapaz de traspasar el umbral de la Analogía y de detenerse en un mundo de diferencias. El mundo de diferencias señala el umbral del Análisis Barroco, como explicaré más adelante. Pero la epistemología del parecido rige el mundo hasta el final del Renacimiento. Por eso lo que inicialmente desarrolla Don Quijote es todo un peregrinaje en búsqueda de la similitud oculta.

 

3. Cultivador de la eruditio, el ser de Don Quijote se construye a semejanza de los libros. Foucault se percató de que su esoterismo era lenguaje escrito, texto, hojas impresas, una escritura errante por el mundo cuyas palabras entrecruzadas se perdían entre la semejanza de las cosas. De hecho Don Quijote vive exactamente en el límite de esa pérdida: es un hidalgo pobre que para convertirse en caballero andante necesita recordar permanentemente la eruditio que se ha convertido en Ley. El poder de la eruditio dura como mínimo toda la primera parte (no olvidemos que el primer volumen en cuatro partes se publicó durante el año 1605), como lo atestigua el diálogo con el canónigo de los capítulos xlvii y xlix, casi al final de la primera parte, donde se reproduce el principio horaciano de la necesidad poética de combinar el orden y lo útil con el placer y el deleite. Horacio reclamaba la necesidad de que las ficciones imaginadas para deleitar no se alejaran de la verdad y el canónigo, al iniciar el diálogo con aquel personaje extraño enjaulado y encantado que se encuentra en el camino y que responde al nombre de Don Quijote, atestigua que los libros de caballería son cuentos tan disparatados como las milesias —género que transcurre desde Arístides de Mileto en la madurez de la decadencia alejandrina hasta el Satiricón de Petronio o incluso mucho después con el Decamerón de Boccaccio—, que sólo atienden al deleite olvidando la enseñanza, al contrario de los apólogos que cumplen muy bien con el principio horaciano. Discute también el problema de la armonía horaciana y recuerda el canónigo dos principios que debe contener la perfección de lo que se escribe y que son la verosimilitud y la imitación, principios ausentes de los relatos de caballería. La verosimilitud es un tema tan capital en la construcción del relato que cuando Aristóteles fija el paso de la felicidad al infortunio o de la desgracia a la felicidad para establecer el límite de la acción trágica (i.e., el límite de la acción que permite la aparición de la catarsis) da por supuesto que la secuencia de acontecimientos se suceden según la verosimilitud. Pero no sólo rige la catarsis sino también la credibilidad de la peripecia y, lo que es más importante, fija la ley del género mimético al elegir Aristóteles lo verosímil aunque sea imposible antes que lo increíble aunque sea posible en el capítulo veinticuatro de La Poética. Los relatos de caballería son un disparate y, por tanto, inverosímiles. También la epístola v de la Philosophia antigua poetica de Pinciano llamaba disparates y no fábulas a las ficciones que carecen de imitación y verosimilitud como, por ejemplo, las llamadas milesias. Pero lo importante es, como se percató Riley, que los personajes cervantinos aceptan muchas veces que los romances caballerescos son extravagantes, increíbles y absurdos y, por consiguiente, asume gran parte de la doctrina aristotélica predominante en la teoría literaria del siglo xvi, pero al mismo tiempo coexisten en su obra opiniones antiaristotélicas. Veremos a lo largo de esta parte de mi artículo cómo la eruditio se va devaluando y entrando en crisis conforme progresa el texto cervantino, puesto que corresponde en realidad a una época de transición como aquella que transcurría entre 1605 y 1615.

En general, el sentido de la mimesis aristotélica que se había impuesto durante el Renacimiento en toda Europa oscilaba, según mencioné antes, entre la natura naturata (el arte representa los fenómenos de la naturaleza) y la natura naturans (el arte imita el proceso creador que da lugar a la naturaleza, y del mismo modo que cabe hablar de una naturaleza creadora existe un arte creador). En la natura naturata el poeta era naturaleza. Este sentido también es aristotélico, pero A. Castro lo juzgó inexacto en Cervantes. En cambio, Castro aceptó que la imitación en Cervantes significaba, como en Pinciano, un remedo de la naturaleza (la natura naturans). En esta lectura renacentista de la mimesis lo que la «fábula pretende imitar no es la naturaleza que nos circunda, regida por las leyes objetivas de lo probable y lo necesario, sino una realidad ideal en la que se suponen vigentes (en virtud de un paralogismo) leyes análogas a las que rigen la realidad». Riley, en cambio —y yo también pienso lo mismo—, cree que ambos sentidos se dan en Cervantes, pero no cabe duda de que el sentido de la mimesis defendido por A. Castro es el que más fácilmente se percibe en el libro de Cervantes, como se puede ver en el capítulo xlix de la primera parte donde tras criticar el canónigo la influencia perniciosa de los libros de caballería y replicar Don Quijote que no se puede negar la eruditio, inicia Don Quijote el capítulo l justificando que los libros impresos con licencia de reyes no pueden ser mentira y más si contienen apariencia de verdad, sólo que «el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence» (dq, 1, xlix, págs. 615-619 y dq, 1, l, págs. 624).

Por otra parte, como cultivador de la eruditio, Don Quijote necesita referirse permanentemente al libro del que surge a fin de saber qué hacer, qué decir, qué criterios seguir, qué aventura perseguir. Su modelo, el más grande de los signos que imita, es aquel al que Girard definió como «el mediador del deseo», para referirse a que uno (sujeto) pretende un objeto a través de otro (su mediador). Lo mismo que Judá es el mediador de Judea o Jesucristo el mediador de los cristianos, Amadís es el mediador de Don Quijote, así como Don Quijote, el mediador de Sancho. Ya se insinuaba esta mediación en dq, 1, vii, pág. 96 cuando en el famoso escrutinio de los libros el barbero dice que como dogmatizador de una secta tan mala debemos condenar al fuego a Amadís y a ello contesta el cura que como a único en su arte se le debe perdonar. Pero el reconocimiento oficial de la mediación por parte de su auténtico protagonista, Don Quijote, no tiene lugar hasta más adelante, concretamente en el capítulo xxv de esta primera parte:

 

Quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto [...]. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería (dq, 1, xxv, pág. 300).

 

El mediador de Girard no era al fin y al cabo más que una modalidad de esa forma de semejanza que antes denominé aemulatio, similitud que se encuadra dentro de la mimesis renacentista. Desde la Poética de Horacio y la Retórica de Quintiliano hasta la Poética de Escalígero, ya en pleno Renacimiento, era muy conocido el principio recordado por Riley de la imitación de los grandes modelos ejemplares para alcanzar la perfección en lo que se profesa en el mismo sentido con que Don Quijote se refiere a Amadís. Dentro de la aemulatio, la imitación de un gran modelo constituye la imitatio renacentista, concepto muy bien estudiado por Castro, Riley o Avalle Arce y cuya primera demostración práctica fue aquella temprana transfiguración de la realidad sufrida por Don Quijote en la que nos encontramos con una venta transformada en castillo, unas mozas en doncellas, un porquero en enano y al ventero en alcaide de la fortaleza (dq, 1, ii, págs. 52 y siguientes).

Como estudió muy bien Riley, en la teoría poética del Renacimiento, como en la Antigüedad, la imitación de los modelos literarios tenía casi la misma importancia que la imitación de la naturaleza. «Doctrina de orígenes oscuros», dice Riley, «arraigó rápidamente en la teoría y en la práctica de la literatura». ¿Orígenes oscuros? Si entendemos que la eruditio es la principal técnica hermenéutica del Renacimiento, los orígenes no resultan tan oscuros. Las palabras cumplen una función paralela a los sortilegios de la magia, demuestran la semejanza del mundo, luego la imitación de los modelos literarios es parte esencial de la mimesis. Escalígero y muchas poéticas y retóricas del Renacimiento defendieron la imitación de los modelos con tanta importancia como la imitación de la naturaleza. Y no estará de más recordar en este instante que el propio Cervantes recordó en el prólogo de sus Novelas ejemplares que su Parnaso se escribió a imitación de una obra de Caporali [César Caporal Perusino].

Pero sigamos con el mediador Amadís, que es el paradigma de la imitatio de Don Quijote. Girard diferenciaba entre textos literarios que denotaban la presencia de un mediador sin revelarlo jamás (hablaba de mentira romántica) de las obras que revelaban la presencia de un mediador (hablaba en ese caso de verdad novelesca). Enma Bovary deseaba a través de las heroínas románticas con las que se había atiborrado su imaginación. A medida que el mediador se aproximaba, más intensa se hacía la pasión en Emma y menor era el papel de la metafísica porque aumentaba el deseo físico. Sin embargo, lo que caracteriza la verdad novelesca y, por tanto, lo que define la imitatio y, por consiguiente, la mimesis como centro del saber es que Uno (i.e., Don Quijote), sujeto deseante, obtiene sus deseos de Otro (i.e., Amadís), quien se convierte en su mediador, por lo que toda la existencia caballeresca de Don Quijote se define por la imitación de Amadís. De este modo, Don Quijote ha renunciado, en favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo: no elige los objetos de su deseo sino que es Amadís quien elige por él. Y por eso Amadís es respecto de Don Quijote el deseo metafísico de un sujeto.

Lo mismo que el deseo físico, también el deseo metafísico es muy contagioso: en varias ocasiones vemos a los amigos de Don Quijote simular la locura para curar al hidalgo de la suya; el bachiller Sansón Carrasco se arma Caballero de los Espejos, primero, y Caballero de la Blanca Luna, después, para curar a Don Quijote de su locura; Sancho aparece innumerables veces, in crescendo, desde la primera parte hasta el final pensando como su amo; en el palacio de los duques, ante el amor insistente de Altisidora, Don Quijote, aunque no deje de pensar en Dulcinea, ve con simpatía la inclinación de la dama; al final de la novela todos los amigos del hidalgo quieren ser pastores para animar a Don Quijote a salir de su melancolía y así salvar su vida, etc.

Además, Girard recordó que en la mediación se producía una síntesis de dos conceptos capitales en Hegel: la conciencia desventurada, que era una conciencia infeliz que pone en juego su libertad ante el menor de sus deseos, y sobre todo la dialéctica del amo y del esclavo. Es una lástima que Girard mencionara esta dialéctica, conocida también como dialéctica del siervo y del señor, y no la desarrollara, porque en cualquier tipo de relación de poder que se dé en la familia, en el trabajo, en la política, en la administración, en las relaciones entre individuos, en cualquier malla de vida social, etc. la dialéctica siempre funciona como dialéctica entre el fuerte y el débil o entre el dominante de una relación de poder y el subordinado en esa misma relación. Si bien toda conciencia individual termina siendo siempre en algún momento una conciencia desgraciada —el individuo sabe que el deseo se impone sobre la libertad y todo lo demás es falsear la realidad— parece, sin embargo, que todos nosotros somos ajenos por completo a nuestra conciencia de esclavos. Y en cierto modo esto es un inmenso error. Así que veamos el problema.

En principio se entiende de manera natural el carácter servil de la conciencia del siervo, la conciencia servil de quien ocupa una posición subordinada respecto a quien domina en una relación de poder porque la cadena del siervo se aprehende en el ser independiente con el que se relaciona, que no es otro que su señor. Y esto no plantea problema alguno. Pero ¿qué pasa con el señor, con el fuerte, con el dominante, con el amo? El señor es la conciencia que es para sí y que aspira a fundirse con el ser independiente (autoconciencia) y con la esencia de la cosa (coseidad). Pero se relaciona con el siervo de un modo mediato a través del ser independiente y se relaciona con la cosa de un modo mediato a través del siervo. Estas relaciones mediatas convierten a su conciencia en no esencial, pero son relaciones imprescindibles para ser reconocido por medio de otra conciencia. De ahí que la verdad de la conciencia independiente, decía Hegel, sólo pueda ser la conciencia servil. Lo diré en el lenguaje de nuestro tiempo para que todos lo entendamos: la persona dominante en una relación de poder padece servidumbre. Así que cuando las más altas instancias del Estado se declaran servidores de España —¡pobre España!— no nos están engañando sobre la independencia de su conciencia.

La conciencia servil forma parte de toda la historia del hombre, desde el modelo trágico griego que delimitaba la servidumbre de la acción al destino, pero en el caso de la imitatio renacentista resultaba que los modelos de Don Quijote eran, como dice Riley, creaciones ficticias tan exageradas que en el mundo real eran imposibles de imitar. Con lo cual, parece obvio que la imitación quijotesca, su conciencia servil, se convierte en una parodia cómica. La complicación es bien evidente y da pie para entender cómo nace la novela moderna y cómo funciona el mecanismo de creación de un género literario nuevo en Occidente. Primero, Don Quijote intenta vivir un romance caballeresco. Para ello trata de convertir su vida real en una vida fantástica. Pero fracasa porque a diferencia de sus héroes él no es un superman vencedor de ejércitos ni de endriagos ni descubridor de malignos encantadores sino un pobre hidalgo de «condición apacible» y que «ya va para viejo», como diría Riley. Entonces, la pregunta que debemos hacernos es: ¿fracasa la vida real al imitar la vida fantástica? Dado que en el caso del hidalgo la vida real es la vida real de Don Quijote, entonces la vida real sólo es una ficción, una vida fantástica, una novela que imita un romance caballeresco. Así, pues, ¿de qué hablamos?, ¿de la conciencia servil de una ficción con respecto de otra ficción? Me parece que éste es el sentido de la parodia de Cervantes, porque la conciencia servil es la dialéctica del amo y del esclavo y no se puede renunciar a ella sin renunciar a la vida real. Ésta es la gran diferencia entre historia y poesía, entre verdad histórica y verdad poética. Por eso Cervantes, en lo que son sus últimas palabras de la primera parte, pide a los que leyeren el libro que «le den el mismo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan válidos andan en el mundo» (dq, 1, lii, pág. 427). Resulta que en poesía nos burlamos de la conciencia servil. Pero en la vida real no nos podemos burlar porque somos esclavos, y lo peor es que lo seguiremos siendo por más que nos pese. ¿Nos creemos cada uno de nosotros sujetos independientes? Pues sepamos que en la vida real cada uno de nosotros somos perdedores en muchas de las relaciones de poder que rigen nuestra vida, y cada vez que perdemos mostramos claramente el nivel de nuestro servilismo.

Y la prueba de que sólo en la vida de ficción es posible la parodia de nuestra conciencia servil la proporciona Amadís cuando muda su nombre en Beltenebros. Aquí es donde yo entiendo que la liberación de nuestro servilismo sólo es posible en el mundo del arte —o también en la enajenación de la locura, asunto éste ciertamente diferente—, pero no en el orden político ni en el orden religioso ni tampoco en el social, esto es, no en el orden de la naturaleza, no en la vida real ni en nuestra vida cotidiana. Por un momento piensa Don Quijote en imitar a Roldán cuando ante la infidelidad de Angélica con Medoro se vuelve loco, arranca árboles, destruye ganados, quema chozas, derriba casas y hace otras cien mil insolencias. Pero al convencer Sancho a su amo de que está equivocado porque Dulcinea no le ha sido infiel ni con moro ni con cristiano la única forma posible de anular, de parodiar su conciencia servil es imitando a Amadís en lo más fácil: cuando el mediador se retiró a hacer penitencia a la Peña Pobre desdeñado por su dama Oriana, y mudando su nombre en Beltenebros. Allí, en Sierra Morena, tiene lugar la locura de las calabazadas, las famosas zapatetas de Don Quijote, pero sobre todo Sancho descubrirá que la hermosa Dulcinea, la amada de su mediador, es la hija de Lorenzo Corchuelo, analfabeta, moza de chapa, hecha y derecha, de pelo en pecho y nada melindrosa. El perspectivismo de Cervantes no tiene límites. Ante las dudas de Sancho, la respuesta de Don Quijote es terminante: me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo, la pinto en mi imaginación como la deseo y diga cada uno lo que quisiere. Sancho entiende mejor que nunca su naturaleza asnal (su falta de perspectiva). Y a continuación Don Quijote escribe lo que Salinas denominó la mejor carta de amor de la literatura española (dq, 1, xxv, págs. 309-313). Incluso a través de la eruditio el propio Don Quijote pretenderá convertirse en el mediador de Sancho cuando en la segunda parte Panza se encamina al gobierno de la isla Barataria y entonces Don Quijote, quien se llama a sí mismo Catón, procede a darle unos consejos, «documentos» los llama, que han de adornar el alma de Sancho al ser gobernador (dq, 2, xlii, 1059-1062).

Lo que demuestra la eruditio renacentista es sencillamente algo muy simple: cada hazaña, cada episodio prueba que Don Quijote es semejante a todos los signos que imita. Hidalgo, que se cree a sí mismo nobilísimo y despreciador del vulgo, defenderá la comedia culta renacentista y rechazará la comedia lopesca a la que equipara con los libros de caballería en disparate, necedad y lascivia, cuando piensa en cómo un felicísimo ingenio de aquellos tiempos había convertido la comedia en mercadería vendible (dq, 1, xlviii, págs. 605-606). Eruditio en el Discurso de las armas y las letras en el que Castro destacó el valor de ambos conceptos en la vida del Renacimiento, el esencial dualismo cervantino capaz de conjuntar la fantasía épico-heroica y la razón crítico-reflexiva, esto es, la guerra y el sueño heroico con los libros, la gloria y la fama. Aún hoy, la sentencia de Castro resulta lapidaria: «Parece como si llegara al resultado de que el guerrero suministra la materia de lo heroico, que adquiere luego valor y sentido gracias a las letras: Aquiles y Homero no son pensables sino conjuntamente» (dq, 1, xxxvii y xxxviii, págs. 484-492). Eruditio, por último, en su concepción de la poesía (dq, 2, xvi, págs. 825-828), casos todos que los límites de este artículo no me permiten comentar.

 

4. Don Quijote es el límite entre la similitud renacentista y el análisis barroco porque, como dice Foucault, si quiere ser semejante a los signos que imita tendrá que probarlos, esto es, porque en el nuevo orden de identidades y diferencias que se impondrá en el análisis barroco los signos (legibles), la escritura, comienza ya a no parecerse a los seres (visibles), a las cosas. Y si los signos comenzaban a no ser semejantes a las cosas, Don Quijote únicamente podía perpetuar la semejanza si era capaz de probar o demostrar que los libros decían la verdad, si se mostraba capaz de comprobar las hazañas, esto es, de transformar la realidad en signo a fin de probar que las palabras se conformaban con el principium individuationis. Don Quijote necesitaba, pues, leer imperiosamente la representación del mundo para demostrar los libros, porque lo que enseña la novela de Cervantes es la crisis de un modelo de conocimiento, la crisis de la similitud.

De ahí la importancia de la vieja teoría de Ortega: el nuevo orden, como todos los órdenes en la historia, es una cuestión de perspectiva. La intencionalidad, el perspectivismo cervantino, permite recuperar una de las grandes lecturas neoclásicas de Don Quijote, la de Vicente de los Ríos de 1780, esto es, la coexistencia de la verosimilitud de don Quijote con el carácter inverosímil de las historias de caballerías, o recuperar también otra, la lectura del idealismo alemán de comienzos del xix (en especial la interpretación de Schelling) para quien el idealismo del Don Quijote de la primera parte estaría enfrentado al realismo degradado de la segunda, lo que traducido a nuestro lenguaje significaría que el esfuerzo de la eruditio es menor en la segunda parte del Quijote que en la primera porque el principium individuationis se distancia cada vez más de la palabra, y cuanto mayor es la distancia, mayor será la «prueba», y mayor el fracaso y más intenso todavía el desmoronamiento del personaje.

Siempre que el individuo necesita buscar nuevos valores o afianzar sus viejas creencias porque duda de ellas, abre sus puertas a la crisis. La gran crisis de Don Quijote, su incesante peregrinar consiste en una búsqueda de similitudes en la que la más mínima analogía es solicitada como signo adormecido para que empiece a hablar de nuevo. Los rebaños son ejércitos; las sirvientes, damas; las ventas, castillos; los molinos, gigantes; Maritornes parece Afrodita y la bacía de barbero, el yelmo de Mambrino o cuando menos un baciyelmo. Pero al ser Don Quijote el límite, las continuas semejanzas se transforman, como advirtió Foucault, en similitudes frustradas que convierten las pruebas en burlas y dejan vacía y sin contenido la palabra de los libros.

Este sentido burlesco es el que no quiso entender Unamuno cuando pensó que Cervantes creía en la verdad de las historias de caballerías defendidas por Don Quijote. Tras tomar el bálsamo de Fierabrás y haber sido manteado, Sancho se queja ante su amo: «Sólo sé que, después que somos caballeros andantes [...] jamás hemos vencido batalla alguna» (dq, 1, xviii, pág. 204). Don Quijote se guía entonces por la autoridad de sus libros: piensa en una espada como la de Amadís, cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente Espada, a la que no se le pueda hacer ningún género de encantamentos. En ese momento dos grandes manadas de ovejas y carneros levantan una gran polvareda, y entonces el hidalgo ya sólo piensa en el valor de su brazo y en cómo ha de hacer obras «que queden escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos». Don Quijote parece al borde de la alucinación: se manifiesta como un artista que despliega impresionantes poderes de invención (dq, 1, xviii, págs. 205-206). El propio Cervantes interviene magistralmente para advertir de la similitud frustrada, lo cual es reconocido por Sancho, quien sólo ve locuras; pero Don Quijote, una vez que sale perdiendo, justifica su fracaso interpretando el mundo según la literatura y convirtiendo la realidad en una suerte de carnaval (dq, 1, xviii, págs. 209-211). En este sentido, la interpretación de Foucault me parece extraordinaria: «Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas; duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo. La magia —que permitía el desciframiento del mundo al descubrir las semejanzas secretas bajo los signos— sólo sirve ya para explicar de modo delirante por qué las analogías son siempre frustradas; la eruditio —que leía como un texto único la naturaleza y los libros— es devuelta a sus quimeras; los signos del lenguaje se depositan en los libros y su único valor es la pequeña ficción de lo que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, Don Quijote vaga a la aventura».

La historia del yelmo de Mambrino, el yelmo de oro, que en realidad es una bacía de azófar, ilustra el arrinconamiento de la eruditio y la consiguiente separación palabra/cosa. Todo sucede por primera vez cuando Don Quijote ve un sujeto cabalgando sobre un caballo rucio rodado y se percata de que el jinete trae puesto en la cabeza un yelmo de oro (dq, 1, xxi, págs. 243 y sigs.). Desde el primer momento la palabra yelmo ya no marca la cosa, y la verosimilitud de Sancho no coincide con la de Don Quijote. La prueba de que éste no se encuentra satisfecho es que cuatro capítulos después el hidalgo desempolva su perspectivismo: una caterva de encantadores «todas nuestras cosas mudan y truecan» (dq, 1, xxv, pág. 303). Y el asunto no se acaba de completar hasta diecinueve capítulos más adelante, cuando Don Quijote y Sancho se encuentran en la venta de Juan Palomeque y aparece el mismo barbero a quien Don Quijote había robado el yelmo y Sancho Panza los aparejos del asno. La pendencia se produce, en primer lugar, entre el barbero y el escudero, pero después intervendrán el cura, el otro barbero que era convecino de Don Quijote, Cardenio, Don Fernando y hasta la Santa Hermandad. El resultado es la gran refriega que se produce en la venta y la exaltación llena de plenitud vital que hace Don Quijote de la vida caballeresca (dq, i, xliv, págs. 569-570 y 579-580). Parecería lógico que en esta exaltación se hubiera recurrido al poder de la imitatio y al reconocimiento de su mediador. Pero ante la rotura del viejo compromiso entre el lenguaje y el principium individuationis, ante el engaño de la similitud, Don Quijote no puede recurrir a la auctoritas de la eruditio: ni Amadís ni Don Belianís ni Palmerín ni Florismarte ni Roldán son invocados. Algo está a punto de cambiar. Como, efectivamente, piensan los cuadrilleros, Don Quijote ha perdido el juicio. Hay que tener en cuenta que esta eruditio se viene invocando desde el capítulo xi cuando tuvo lugar el famoso discurso sobre la Edad de Oro, el primero que deja constancia de la institución de la orden de los caballeros andantes donde si no se nombran mediadores es por tratarse de una especie de proemio en el que se introduce por primera vez el tema y su parodia a través de la ocurrencia de las «bellotas» (dq, 1, xi, págs. 133-135), pero inmediatamente, un par de capítulos después, al terminar el cuento de la pastora Marcela, se contrapone la profesión de caballero andante a la de religioso y a la de cortesano (dq, 1, xiii, págs. 149-152).

 

5. Pese a todo ello no puede afirmarse que la eruditio sea aún una técnica hermenéutica completamente impotente. Para huir del engaño de la similitud, en la segunda parte de la novela, Don Quijote encuentra personajes que han leído la primera y que lo reconocen como héroe del libro. El papel de mediador, asumido por los libros de caballería y en especial por el Amadís en la primera parte, es ahora asumido por el propio texto de Cervantes, que se repliega sobre sí mismo y convierte a la primera parte de sus aventuras en objeto de su propio relato en la segunda. La conversión de Don Quijote en libro tiene lugar desde los primeros capítulos de la segunda parte. Concretamente en el capítulo ii cuando llega el hijo de Bartolomé Carrasco, con su título de bachiller por Salamanca, y le cuenta a Sancho que andan impresas sus historias —la del amo, la del escudero y la de la señora Dulcinea del Toboso— en un libro titulado el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Habla del autor, de Cide Hamete Berenjena (Berengeli). Así, pues, los protagonistas de la historia en la primera parte se ven a sí mismos convertidos en personajes y por primera vez en la literatura moderna (en la literatura del sujeto, en la literatura del despertar de la conciencia subjetiva) se introduce la ficción en el desarrollo de la propia ficción. Así se inicia la novela moderna (dq, 2, ii, págs. 702-703). La novela moderna surge ante la insuficiencia de la eruditio, cuando un texto que huye del engaño de la similitud no recurre a sus modelos —los modelos ortodoxos que hubiera proporcionado la eruditio— sino que se repliega sobre sí mismo y logra convertirse en modelo de otros. Es un desbordamiento en el renacer de los modernos y una muestra de que la intención de los renacentistas por superar a los antiguos como modelos de erudición ofreciéndose ellos mismos como objeto a imitar fue posible con Cervantes. Hablo de «desbordamiento en el renacer» porque ante el empuje del análisis y la aparición de todo un mundo de identidades y diferencias, la eruditio es una técnica cada vez más devaluada. Y cuanto más se devalúa la eruditio, más se acentúa la crisis de la similitud. La mediación de Don Quijote está en razón directa a la debilitación de la eruditio y la intensidad con la que el nuevo mediador interviene en la segunda parte es proporcional a la crisis de la similitud.

Unos años antes las cosas sucedían de otra manera. Fue Maravall quien me enseñó que las investigaciones de Burdach (a quien debemos la idea de renovatio, referida incluso al mito del ave simbólica, en las corrientes espiritualistas del Medioevo) pusieron en la pista de que la imagen de Renacimiento implicaba ante todo el renacer de los presentes, el renacer de los modernos. Renacimiento no significa, decía Maravall, recuperación de los antiguos, sino que de las cenizas del pasado emerjan los tiempos nuevos. Estos hombres nuevos, verdaderos protagonistas de la renovación de la historia, han aprendido la lección de los antiguos y se servirán de ellos sólo por su prístina condición. Únicamente algún humanista de segunda fila, recordaba Maravall, se sentirá achicado ante los antiguos, pero las grandes figuras toman el parangón de los antiguos como motivo de evaluación, considerando que los presentes han sobrepasado el paradigma que la Antigüedad les ofrecía. La relación con la Antigüedad es vivida bajo este signo: conocerla, admirarla, para ir más allá. Así que unos años antes, los representantes de una auténtica mentalidad renacentista, no algunos profesores de gramática, piensan en medirse con los antiguos, intentando emular con su obra la que aquellos realizaron en su mundo para demostrar que ellos valen mucho más: por eso Fernández de Oviedo, el Padre Acosta o Sahagún quieren compararse con Plinio y demostrar que es más interesante la Historia Natural del Nuevo Mundo que la Antigüedad. Y la misma actitud tuvieron Nebrija en relación con la lengua (Arte de la lengua castellana), Martín Cortés con la cosmografía, Huarte de San Juan con la psicología (Examen de ingenios) o Juan de la Cueva con la comedia. Y el fenómeno se puede ver lo mismo en Italia (Speroni, Bramante o Rafael) que en Francia (Palissy).

Así que la propuesta de Maravall, según la cual la referencia a la Antigüedad ha impedido reconocer lo más propio del Renacimiento, es una tesis que traslada parte del corazón del Renacimiento al momento final en el que el Renacimiento se pierde. En la novela moderna que Cervantes instaura, ella misma, la segunda parte del Quijote, pretende recuperar la primera parte como eruditio. Pero propiamente hablando es un renacer en el sentido de superación de la eruditio clásica para desproveer a esa técnica hermenéutica de su papel esencial. Por eso su ley de causalidad es un límite borroso en el que conviven las marcas de la similitud al tiempo que se produce la separación palabra/cosa en el Barroco y que alumbra el mundo pleno de identidades y diferencias que se adueñará del pensamiento de occidente con la llegada del Análisis en pleno racionalismo europeo, donde la eruditio es un simple elemento coadyuvante pero no una técnica de conocimiento. A mi entender ésa es la razón por la que vemos tan aturdido a Don Quijote —además del respeto de nuestro héroe por la auctoritas: iglesia (“eclesiástico”) o nobleza (“duques”)— cuando tras ser atacado como fuente de erudición por el eclesiástico, amigo de los Duques, en los capítulos xxxi y xxxii de la segunda parte, se dedica a hacer una simple defensa retórica de la profesión de caballero esbozando ahora lo que podríamos llamar lo positivo del mundo renacentista, esto es, la honra, el buen fin, el platonismo, etc.

 

El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó en la cuenta de que aquel debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates [...]. Y volviendo la plática a don Quijote, le dijo: Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen (dq, 2, xxxi, pág. 970) [...]. ¿Por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo? [...]. Yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. [...] no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno (dq, 2, xxxii, págs. 971-972).

           

Pero volvamos de nuevo al principio de la segunda parte, pues tras conocer la noticia traída por el bachiller, los capítulos siguientes prosiguen esta nueva aventura de la mediación, con lo que Don Quijote aparece convertido en mediador de sí mismo, mediador de su propia novela y única eruditio, de acuerdo con varios criterios complementarios:

a) Primero, intentando averiguar qué hazañas suyas son las que más se ponderan en esa historia, lo que permite a Sansón dejar fijada para la erudición la diferencia entre verdad poética y verdad histórica:

 

—Así es —replicó Sansón—; pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna (dq, 2, iii, pág. 708).

 

b) Segundo, poniendo en discusión en el tercer capítulo —y hay que tener en cuenta que esto es un síntoma demasiado evidente de la debilidad de la eruditio, el principio horaciano ut pictura poiesis para referirse al autor de la primera parte (dq, 2, iii, 3, pág. 711), idea que repite en otro de los últimos capítulos en relación al Quijote de Avellaneda (dq, 2, lxxi, pág. 1315). En el caso del escritor aragonés, Cervantes lo desprecia con el ut pictura poiesis, piensa que se escribe cualquier cosa como se pinta de cualquier manera, lo que no deja de ser una puesta en cuestión de la autoridad clásica; sin embargo, en lo que se refiere a sí mismo, Cervantes es aún más contundente, pues exige sin ambages que el autor del Quijote de la primera parte no pueda ser como el pintor Orbaneja porque la poesía es más compleja que la pintura. El nuevo orden que instaura el análisis barroco comienza a despejar un camino que se desbrozará en su tramo final ciento cincuenta años después con las leyes propias del espacio y del tiempo para la pintura y la poesía, respectivamente, en el Laocoonte de Lessing, lo cual dejó a su vez el camino totalmente despejado para la autonomía del arte, tal como la reconocemos en la modernidad. Pero, perdido entre los signos del pasado, Cervantes nos dio la gran lección de entrever cómo se resolvería el porvenir del arte con su propia novela como única eruditio para quien quisiere en el futuro dedicarse a la actividad de narrar. Incluso nuestra contemporaneidad está todavía ahí incluida. Ese futuro trazó un camino paralelo al de Shakespeare con la abolición de la catarsis en el teatro.

c) Tercero, sólo así puede prometer Cide Hamete una segunda parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (dq, 2, iv, págs. 717-718).

d) Cuarto, en el capítulo vii se iniciará un clima de suspense narrativo («Y con esto se fue el ama, y el bachiller fue luego a buscar al cura, a comunicar con él lo que se dirá a su tiempo» dq, 2, vii, pág. 740), fundamentado en esta mediación, que dura prácticamente hasta el capítulo xv, en que se desvela la trama urdida por El caballero de los Espejos, que no es otro que el propio Bachiller.

Es toda la impotencia de la eruditio, esto es, la historia transcrita, manipulada por encantamiento, la que provoca la metamorfosis de Dulcinea ahechando trigo. Don Quijote no puede imaginar que su señora desempeñe esa actividad y, perdido entre semejanzas, advierte a Sancho de la envidia que puede tenerle un mal encantador:

 

Temo que en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divirtiéndose a contar otras acciones fuera de la que requiere la continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias (dq, 2, viii, págs. 750-751).

 

El lector sabe cómo el autor de la primera parte preparó el ambiente que hizo posible la metamorfosis de Dulcinea cuando Sancho regresó a Sierra Morena, acompañado del cura y del barbero, sin haber entregado la carta a Dulcinea (dq, 1, xxvi, pág. 321) y aún después, cuando Sancho inventó por primera vez su encuentro ficticio con la reina de la hermosura a la que no vió ensartando perlas ni bordando con oro de cañutillo sino «ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa» (dq, 1, xxx, pág. 390 y 1, xxxi, págs. 392). Pero a partir de ahora el encantamiento de Dulcinea ocupa un lugar central en la segunda parte de la novela de Cervantes, primero con el precedente de la cueva de Montesinos (dq, 2, xxiii, págs. 900-904), y después y sobre todo desde que tiene lugar el encuentro con la duquesa, porque va unido a todo un entramado paródico de enorme complejidad: una parodia de la caballería por parte de quienes detentan el poder político (los duques); también la historia política (representada por los duques) caricaturiza la similitud, la importancia de un texto que se ha escrito desde un modelo de conocimiento que está ya periclitado; ridiculización del reconocimiento de Don Quijote como personaje literario, con lo que ello significa de reducción de la eruditio al papel, simple pero moderno, de coadyuvar a delimitar diferencias y no a servir como técnica de conocimiento per se, probablemente porque ese papel lo pueda cumplir cualquier libro sin que tenga que ser ofrecido como modelo; parodia de los criados, parodia de las doncellas e incluso, sin percatarse probablemente de ello, el propio Don Quijote protagoniza la parodia cuando recrimina a Sancho. Por resumirlo de forma lapidaria: ante el nuevo orden analítico que adviene, las relaciones de poder (duques) se mofan de un libro que sólo contiene similitudes. En la tercera parte de este artículo me referiré a cómo los contemporáneos deberíamos aprender la lección de Cervantes como un signo de nuestro tiempo y prepararnos para el desastre del porvenir.

 

Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:

—Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda impresa una historia que se llama del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso? [Toda la parodia a la que me he referido puede leerse en dq, ii, xxx, págs. 957-958 y dq, ii, xxxi, págs. 962-970].

 

Cuando aludí un poco más arriba a un perspectivismo cervantino carente de límites por cuanto se contemplaba en él la posibilidad de que el héroe renunciara a una independencia real y de paso se liberara por completo de las exigencias implícitas a una dependencia servil, hice mención a la libertad con que fue concebida Dulcinea. Ahora me gustaría aclarar que la libertad de la conciencia servil sólo es plena en la idealidad, en la relación de las palabras consigo mismas, en la debilidad de la eruditio o en la simple historia de la cultura simbólica de cada lengua, esto es, cuando la independencia del sujeto se convierte en un valor intrascendente, pero no en la ligadura de la palabra con la vida real, no en la trabazón del discurso con su objeto, en definitiva no en la sujeción del arte al principium individuationis. Algunos poetas y escritores que definen su escritura en relación a su actividad política o social, esto es, utilizando los paradigmas de la justicia social o de la experiencia de la vida, sólo practican servidumbre y, por tanto, desconocen la fuga de la vida del arte. No obstante, aun cuando en el ámbito del arte la liberación de la conciencia servil obtenga mayor plenitud en función de la debilidad de los modelos y de la pérdida de valor de la eruditio, no es posible caer en el error de lo Absoluto por cuanto la creación ex nihilo es, desde el despertar de la conciencia subjetiva en el Renacimiento, un desideratum utópico opuesto a la libertad de ficción expresada a través de grados. Por eso sólo la ficción desprovee a la conciencia de su servilismo y, al contrario, cuanto más independiente se cree el individuo más se incrementa su carácter servil. La autoconciencia, fundamento del ser independiente, no puede mantener una relación mediata con las cosas sin la intervención de otro. A partir de ese instante, el ser independiente se ve inmerso en unas relaciones de poder, sean cuales sean el carácter de tales relaciones. Pero no podemos olvidar que tales relaciones de poder son relaciones de dominio. Ése es el juego de la libertad.

Por eso la metamorfosis de Dulcinea recuérdese a este propósito la preciosa lectura de Auerbach sobre la Dulcinea encantada juega un papel tan importante en la liberación de lo servil en la segunda parte del Quijote:

a) En primer lugar, Don Quijote asigna la causalidad del encanto a algún maligno encantador:

 

Hállela encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago (dq, 2, xxxii, pág. 979).

 

b) Después, la duquesa plantea, de acuerdo con la eruditio que ella maneja —esto es, la historia de la primera parte que los duques conocen—, la posibilidad de que Dulcinea no sea un personaje real (esto es, que no sea un ente independiente, real y servil) sino un ente de ficción creado por la mente del propio Don Quijote, es decir, una ficción dentro de la ficción, en el mayor grado posible, lo que significaría: liberada incluso de servir en la ficción al personaje de ficción, o lo que es lo mismo que Dulcinea no sea nada. Literalmente, la duquesa afirmará que de la historia de la primera parte del Quijote que circula entre la gente

 

[...] se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso (dq, 2, xxxii, pág. 979).

 

Don Quijote contesta a la duquesa que sólo «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, y si es fantástica o no es fantástica» y que además «éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo». La respuesta de Don Quijote, además de su riqueza de perspectiva, es demasiado interesante porque denota que el viejo orden de la mimesis es ya inservible como modelo de conocimiento y por eso es una respuesta analítica, barroca, propia del nuevo orden de Razón: Dulcinea es contemplada racionalmente «como conviene», es una idea clara y distinta, una idea innata para el ente de ficción que la ha creado. «Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene [...] hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje». En una atmósfera plena de cartesianismo —que el propio Descartes hubiera defendido— Don Quijote deduce la existencia de Dulcinea de su perfección ontológica, anticipando literariamente el razonamiento filosófico del cogito, ergo sum, que es el inicio pero a la vez la cumbre de los juicios analíticos del barroco y del nuevo mundo racional que adviene. Del mismo modo que quería pensar Descartes que todo era dubitable y que era preciso que él, que lo pensaba, fuese alguna cosa, la verdad cogito, ergo sum fue un pensamiento tan firme y tan seguro que se convirtió en el primer principio del nuevo orden de razón que abolió las similitudes operantes en la historia del saber occidental durante los primeros veinte siglos de la cultura de culpabilidad. La historia de Don Quijote también acepta que Dulcinea es hija de sus obras, y si a él, que es su creador, le conviene pensar en Dulcinea como el ente de ficción que se ha imaginado, entonces, al estilo de Descartes, también hubiera podido afirmar: cogito, ergo Dulcinea est. A veces parece que Cervantes ya no tiene nada que ver con el pasado renacentista. Y la liberación de lo servil es tan intensa que la duquesa, que habla el nuevo lenguaje representativo, carece de argumentos para contrarrestarla:

 

Yo desde aquí adelante creeré y haré creer a todos los de mi casa, y aún al duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y principalmente nacida, y merecedora que un tal caballero como es el señor don Quijote la sirva (dq, 2, xxxii, pág. 981).

 

Por eso es tan molesta la intervención de una historia política que siempre ha sido incapaz de creer en la existencia de Dulcinea, como antes también fue incapaz de pensar en Helena como modelo de ramera o en Alabanda como el cuerpo de una idea, etc.

Todo el proceso de desencanto de Dulcinea —que es una hipérbole paródica sobre la posibilidad de terminar la ficción y de recuperar la independencia de nuestra conciencia servil— se contempla en Don Quijote como un proceso carnavalesco, precisamente porque Cervantes no está dispuesto a profanar el ideal y lo presume inalcanzable. No profanar el ideal es la única posibilidad de no sentirse servil, porque el arte, y la enajenación, como vengo defendiendo en todo este artículo, son los dos únicos procesos que permiten al hombre no ser independiente —la independencia de la conciencia sólo sirve para participar en relaciones de servidumbre dentro de la vida real, pero el arte no necesita de la autoconciencia para poder crear, puesto que su único requisito es el imperativo de perseguir el ideal, y en este sentido no importa si ese ideal se muestra como ficción o como sucesión simbólica— y, por tanto, los dos únicos estados que permiten al hombre dejar de participar en relaciones de dominio o de subordinación (Van Gogh, Mallarmé, Kafka, Pessoa, Wagner, Mahler representan la obligación de pintar, de escribir, de componer, no la decisión libre, independiente y elegida de esa aventura para un fin determinado). La práctica del arte y el estar enajenado son, pues, las dos únicas vías para remediar nuestra servidumbre como destino y evitan que ocupemos posiciones determinadas en las relaciones de poder, porque nos permiten sencillamente no participar, lo cual resulta del todo imposible cuando la autoconciencia exhibe su independencia.

Por esta razón el proceso carnavalesco sobre el desencanto de Dulcinea se manifiesta en Cervantes de forma diversa. En primer lugar, la parodia —escudo protector del servilismo aun cuando el personaje sea la duquesa— envuelve al supremo ideal (i.e., la ficción objeto de la ficción) en una época de debilidad de la eruditio. Ese ideal, propio de la modernidad, cuando el sujeto sintético se hizo autónomo, no revistió entonces dificultad alguna; sin embargo, con Don Quijote, en el umbral del análisis, la literatura sólo puede ser objeto de sí misma si se convierte en un carnaval. Por eso, y siguiendo un razonamiento deductivo cartesiano, la duquesa se apoya en la pobre eruditio de la letra impresa —pobre por el analfabetismo funcional que representa que el poder político sólo muestre como único bagaje de eruditio la lectura de la primera parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha— y deduce que la ficción de Sancho sobre el encanto de Dulcinea contraria la fidelidad que debe mantener un buen escudero; Sancho aduce entonces que tiene a su señor don Quijote por loco rematado; la duquesa replica que si un escudero, sabiéndolo, sirve a un amo loco, está todavía más loco y será mal gobernador; la conclusión deductiva no se hace esperar: de engañador, Sancho resulta engañado, así que Dulcinea está «realmente» encantada y Sancho fue a su vez engañado por un encantador (dq, 2, xxxiii, págs. 998-990 y 992-993). Cualquier lector familiarizado con los textos deductivos del clasicismo francés del siglo xvii entiende cómo se hace añicos la semejanza renacentista y se buscan identidades comunes escondidas tras diferencias aparentes. El sistema del método de Descartes formaba parte del a priori histórico barroco y una prueba de ello es cómo se manifiesta en la novela cervantina sin estructurar, esto es, se muestra como si ese deductivismo fuera ya un hábito de la vida cotidiana en tiempos de Cervantes. En segundo lugar, todo el espectáculo teatral montado por los duques a imitación de las fiestas palaciegas de los siglos xvi y xvii —donde uno de los temas predilectos consistía en el desencanto de una doncella encerrada en un castillo encantado— es también otra parodia. Duques y criados, todos ellos lectores de la crónica de Benengeli, convierten en una burla el máximo ideal de liberación de la conciencia servil, en una clara demostración al mundo del arte por parte del poder político de que no se puede ser libre y de que no hay posibilidad de que la literatura llegue a ser objeto de la literatura, pues lo que exige Merlín es sencillamente tan imposible como alcanzar la luna: Sancho debe darse «tres mil trescientos azotes en ambas sus valientes posaderas al aire descubiertas, y de modo que le escuezan, le amarguen y le enfaden». Es una delicia contemplar cómo Sancho y Don Quijote se toman en serio la parodia (dq, 2, xxxv, págs. 1007-1008). Por último, a partir de este capítulo xxxv y hasta el final de toda la segunda parte la parodia de las azotainas de Sancho, ligadas al desencanto de Dulcinea, será uno de los grandes Leitmotive del Quijote. Sólo Wagner en la modernidad musical inventó y desarrolló esta técnica —cuyos precedentes están en Cervantes— en otro género literario nuevo: el drama musical, género que los profesores de literatura aún no hemos sabido valorar, quizá porque su reto es mucho más complejo que el que conoció la novela moderna: reemplazar a la tragedia perdida en Europa al comenzar la modernidad. De cualquier forma, esperemos que alguna vez, si las condiciones cambiaren, el drama musical tenga la misma fortuna que conoció la novela con el desarrollo de aquella imaginación surgida de la geometría analítica en la mathesis clásica, según explicaré en la segunda parte de este artículo.

 

6. La realidad de Don Quijote había propiamente surgido en el intersticio entre las dos partes, concretamente en el capítulo i de esta segunda parte: su verdad no estaba ya en la relación de las palabras con las cosas —en lo que denominábamos el peregrinaje de la similitud— sino en la relación de las palabras consigo mismas, es decir, en la reducción de las palabras a su ámbito estrictamente verbal. Haciendo todavía uso de la eruditio, y utilizando al mismo tiempo un artificio narrativo para justificar el engarce de la primera parte con la segunda, Don Quijote defendía el viejo orden de la caballería frente al cura que lo consideraba ficción, fábula y mentira. Don Quijote sostiene incluso la verosimilitud utilizando un buen argumento: si los libros de caballería fuesen mentira, entonces también sería inverosímil la Santa Escritura (dq, 2, i, págs. 693-694). El argumento es excepcional, pues demuestra que las palabras se repliegan sobre su naturaleza de signos y éstos, los que hoy denominamos con tanta familiaridad signos lingüísticos, empiezan a ser representativos. Lo cual significa que Don Quijote rompe la relación palabra/cosa al entrar la semejanza en una época de identidades y diferencias en la que no hay cabida para la similitud —en una época de razón en la que también habrá lugar para la sinrazón y la imaginación, lo cual fue en realidad, como escribiré más adelante, el gran obstáculo entrevisto por Descartes en su Compendium Musicae para mantener la unidad de la razón como un todo armónico dentro de la mathesis universalis— y en la que Don Quijote se ha convertido solamente en literatura. Algo de ello se deja ver ya en la primera parte cuando «Sanchuelo», como lo llama despectivamente Don Quijote, y también bellacuelo, ladrón y vagabundo, está a punto de romper el entramado de la similitud a propósito de la famosa infanta Micomicona (dq, 1, xxxvii, págs. 475-480). Pero una vez que Don Quijote se topa con el Caballero del Verde Gabán, la historia real —esto es, la verdad histórica, que en este caso es la historia fingida— constituye el contrapunto que sirve de referencia para delatar las falsas historias de caballerías (dq, 2, xvi, págs. 821-823).

El primer síntoma real de que el signo es ya plenamente representativo —lo cual sirve al mismo tiempo para parodiar la mimesis como forma de conocimiento hasta este instante en la novela— tiene lugar en el capítulo xxiv de la segunda parte, donde por primera vez en todo el libro Don Quijote llega a una venta que no reconoce como castillo. Sancho es el primero que se percata de esta similitud frustrada. Y yo diría incluso que es la primera vez que ambos personajes parecen ya pertenecer al nuevo orden de razón, aunque habrá que aguardar todavía a que lleguen a una venta en Zaragoza en el capítulo lix. Todo ello sucede en la jornada previa al encuentro con Maese Pedro, en la que Cervantes escribe:

 

Y en esto llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía (dq, 2, xxv, pág. 912).

 

Que algunos, como Avalle Arce, interpreten como «bancarrota espiritual» la primera gran crisis de la similitud que se da en el capítulo siguiente ante el retablo de Maese Pedro y que afecta al propio Don Quijote, no es para mí más que una anécdota. Como también lo es que esa crisis, la parodia de la similitud que había sido un hilo conductor de gran parte de la novela, se represente en los capítulos xxv y xxvi con el artificio de una representación teatral y no a través de una ficción (dq, 2, xxv, págs. 917-922 y dq, 2, xxvi, págs. 924-930). Pero lo cierto es que el último fracaso de la similitud, y me estoy refiriendo a un verdadero fracaso real, quizá por demostrar que el viajero renacentista vive en pleno período de confusión de las palabras con las cosas, lo constituye la famosa aventura del barco encantado del capítulo xxix de la segunda parte. Este barco tiene mucho que ver con la imaginativa renacentista sobre la locura, con la stultifera navis sobre la que escribiré más adelante. Pero de momento volveré a corroborar sólo que Don Quijote está perdido en un orden nuevo cuyo comienzo oficial en Europa —y las fechas sólo son referentes secundarios dentro de los a priori históricos— es 1620 (Novum organum), 1623 (Reglas para la dirección de la mente) y 1637 (Discurso del método). Una vez que llegan a Zaragoza tiene lugar en el río Ebro, nuestro Ebro, la famosa aventura del barco encantado. Sancho no entiende bien qué sucede porque en ese río se pescan las mejores sabogas del mundo, pero a poco de subir en la barca de pescadores, Don Quijote ya cree que han debido navegar setecientas u ochocientas leguas y que ya han pasado o pasarán presto por la línea equinoccial. El asunto es puramente renacentista porque el español del siglo xvi, si es algo, es eminentemente un viajero. Y si todas las aventuras de Don Quijote pueden tener el sabor de una exploración viajera de estilo renacentista, el viaje en el barco encantado contiene toda la intencionalidad del viaje de un hombre renacentista. En los libros de Maravall también aprendí siendo estudiante cómo era en realidad ese viajero del Renacimiento: no sólo el que viajaba a América sino el que navegaba y escribía sobre tierras ignotas desde Etiopía a China o Filipinas, entendí cómo los libros escritos estaban en las bibliotecas de los grandes renacentistas (Montaigne) y cómo la administración oficial de la sociedad española del siglo xvi expedía casi a diario permisos para descubrir mundo. El propio Maravall simbolizó la figura del viajero en el epitafio de un gran señor, el marqués de Cenete (familia ligada al gusto italiano y al renacimiento), enterrado en la catedral de Cuenca, en cuyo sepulcro se lee esta inscripción: «Pasó cinco veces la línea equinoccial». Me imagino ahora mismo a Don Quijote como si quisiera emular al marqués con una barca por el río Ebro. Y lo curioso además es la velocidad del proceso, sólo comparable a nuestra contemporaneidad: unos años antes se discutía si la zona tórrida era inhabitable, si la tierra era redonda, si existían o no antípodas, si habitaban monstruos en muchos lugares. Todo eso se hizo añicos con el descubrimiento de América. Ésta fue, dice Maravall, la gran hazaña del Renacimiento español. Vives hablaba así del nuevo hombre renacentista: Nova maria, novas terras, nova atque incognita sidera, lo cual revelaba el impacto en la mente de la aventura viajera que otros llevaban a cabo. El propio Pidal sostuvo que los descubridores y colonizadores en América proporcionaron una espléndida estampa de renacentistas. Y en el campo del pensamiento —no sólo en el de la acción— sucedió lo mismo: el cronista López de Gomara (1552) dirá que la proeza de una sola nao, la «Victoria», dando por primera vez la vuelta al mundo, bajo el mando del capitán español Juan Sebastián Elcano, arrumbó todas las «antiguallas» de las ciencias. Si tenemos en cuenta que en tan sólo treinta años desde el descubrimiento de las Antillas y América por Colón podemos documentar la inauguración de las rutas marítimas de las Indias por Vasco de Gama (1498), la llegada a Brasil de Pedro Álvarez Cabral (1500), el desembarco de Cortés en México (1519) y la vuelta al mundo de Elcano (iniciada por Magallanes) en 1522, el impacto de la conciencia viajera tuvo que llegar a un hombre como Don Quijote que sólo había mirado hacia las similitudes del pasado. El engaño de la similitud es tan intenso que Don Quijote no siente ni el picor de los piojos, como les sucedía a quienes cruzaban en navío la línea equinoccial. Y cuando Sancho trata de devolverlo a la realidad indicándole que ve a Rocinante y al rucio pastando allí en la ribera, Don Quijote contestará dejando constancia de esa conciencia viajera que estoy destacando:

 

Tú no sabes qué cosas sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos, eclípticas, polos, solsticios, equinoccios, signos, puntos, medidas de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto y qué de imágenes hemos dejado atrás y vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques; que yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco (dq, 2, xxix, pág. 952).

 

Seguramente Sancho «pescaría» más de una pulga. Pero de vuelta a la ribera, Don Quijote confunde unas aceñas con ciudad, castillo o fortaleza y a los molineros con malandrines. Cuando las aceñas destrozan el barco, y los molineros, contra la costumbre de Don Quijote, lo devuelven a la realidad, nuestro héroe ya no parece el mismo, pues en su respuesta entrevemos la crisis —parangonable en cierto modo a lo que sucede hoy en nuestra contemporaneidad— de lo que se avecinaba con el nuevo orden de razón:

 

¡Basta! —dijo entre sí don Quijote— [...]. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro dio conmigo al través. Dios lo remedie; que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más (dq, 2, xxix, pág. 954).

 

Don Quijote no puede más porque necesita superar el período de transición entre dos épocas, necesita que el viejo encantador de similitudes y el nuevo encantador del orden de razón dejen de estar en pugna, esto es, su conciencia no puede estar permanentemente sumida en una contradictio in adjecto. En la vida real —si queremos entender por real el gobierno de Barataria— Sancho también llegará a una conclusión parecida defendiendo la vida de las armas frente al engaño de los letrados (dq, 2, liii, págs. 1163-1165 y dq, 2, lv, págs. 1181-1183). Y la experiencia también sirve al personaje, partícipe de tantas similitudes frustradas, para entrar en un orden de razón. Cervantes utiliza el pretexto de Cide Hamete, filósofo mahomético, para que entendamos, a propósito de la fugacidad del gobierno de Sancho, la ligereza e inestabilidad de la vida presente. Muchos años después sería Schopenhauer quien mejor asimilaría la interpretación circular de Cervantes en el capítulo xli del apéndice al libro iv de El mundo como voluntad y representación, bien es verdad que desde un punto de partida ligado a los Upanishades que nada tiene que ver con el escritor español. Pero la impresión que obtenemos es que Cervantes resulta de una hiriente modernidad.

La eruditio que prevalece con el conocimiento de la primera parte del Quijote como libro públicamente conocido en los primeros capítulos de la segunda parte, se vio enriquecida, dentro de su pobreza (entendiendo por tal el no recurrir a los clásicos), cuando en el capítulo xi se entrecruza Don Quijote con Las Cortes de la Muerte, con el bojiganga que escenificaba en el auto de Lope el encuentro entre el hombre y las figuras del diablo, el tiempo, la locura y la muerte, y también en los capítulos xxxvi, xlvii, l, li y lii con la parodia del género epistolar (y no se olvide la importancia de la epístola en la eruditio renacentista): contamos con cartas de Sancho, del duque, de la duquesa, de Don Quijote y de Teresa Panza. Pero para entender el confinamiento de la palabra a su ámbito estrictamente libresco hay un lugar en la segunda parte que a mi parecer resulta fundamental: se trata del capítulo lvi en el que tiene lugar en el palacio de los duques y orquestados por éstos la «descomunal y nunca vista batalla entre Don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en defensa de la hija de la dueña doña Rodríguez». Consumada la ruptura de la relación palabra / cosa, parece que la literatura se repliega a su ámbito verbal. Entonces se produce por parte del narrador una burla en la que un artista demiurgo se mofa de un personaje real (el propio duque), que había planificado a su vez una parodia sobre la literatura caballeresca. Este laberinto burlesco se puede leer en dq, 2, lvi, págs. 1186-1189.

Lo cierto es que la ruptura de la relación palabra / cosa, la pérdida de la similitud, la impotencia de la eruditio, la imposibilidad de que un libro impreso sea capaz de simbolizar todo el poder de la aemulatio no genera ya palmas ni triunfos ni general reconocimiento sino un vil acoceamiento como el sufrido por Don Quijote y Sancho cuando son atropellados por aquella canalla malandrina que fue el tropel de toros (dq, 2, lviii, pág. 1208). Este acoceamiento representa en Don Quijote la aceptación del fracaso de la similitud, el derrumbe espiritual del hidalgo, quien se ve definitivamente obligado a reconocer ante Sancho que así como éste nació para vivir comiendo él nació para vivir muriendo. Y en el capítulo siguiente, el lix de la segunda parte asistimos ya de manera irreversible al reconocimiento por parte del personaje de la independencia de su conciencia servil. Por primera vez se borra de una manera que no tiene vuelta atrás todo el entramado de la similitud. La primera ocasión en que esto tiene lugar es en Zaragoza al llegar a una venta que por segunda vez en todo el proceso de aventuras vuelve a ser reconocida como venta y no como castillo. Pero a mi entender, la nueva aventura resulta fundamental, por ser ya definitiva, en el texto de Cervantes:

 

Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos [...] Sancho llevó las bestias a la caballeriza, echóle sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta (dq, 2, lix, página 1211).

 

Esta venta no era una venta cualquiera, pues en ella sucede un acontecimiento excepcional, el primer episodio perteneciente al orden real en toda la ficción del Quijote: en un aposento contiguo al de nuestros héroes un huésped de la venta está leyendo un capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Es el Quijote de Avellaneda. El Don Quijote real (y no se olvide que su realidad consiste en la ficción, y que sólo en ella se deja de ser servil) reprende, en primer lugar, que el hidalgo de Avellaneda sienta el desamor por Dulcinea, y luego le añade tres objeciones más: el prólogo, el lenguaje aragonés —¡qué gran lección la de Cervantes!— y que llame Mari Gutiérrez a la mujer de Sancho en lugar de Teresa Panza. Reclama de Avellaneda un retrato sin maltrato y decide para castigarlo no ir a Zaragoza sino a Barcelona.

El nuevo orden real impuesto a partir de Avellaneda puede verse ya claramente a partir del capítulo lx de esta segunda parte. Hasta el momento todos los personajes fueron imaginarios. Pero ahora, antes de entrar en Barcelona, Don Quijote se encuentra con Roque Guinart, jefe de bandoleros, personaje histórico y contemporáneo, y nuestro héroe cae en poder de su banda. Ante el nuevo orden de los pistoletes y el viejo orden de los caballeros con lanza, Don Quijote se derrumba, pues comprende el fracaso de la mimesis, entiende por primera vez que la similitud es incapaz de dar respuesta a los nuevos tiempos y de mantenerse alerta, centinela ante el poder de las pistolas. Es verdad que los lectores ya nos habíamos percatado de que el viejo orden de las semejanzas nos había dado la clave para entender el miedo de Don Quijote ante las ballestas y arcabuces en el famoso episodio del rebuzno de Sancho en dq, 2, xxvii, págs. 936-940 o el temor a la pólvora y el estaño declarado por el propio Don Quijote en el Discurso de las armas y las letras contenido en la primera parte (dq, 1, xxxviii, pág. 451). Una vez que Don Quijote se desmorona, Roque advierte más locura que valentía en el hidalgo, pero en seguida reconoce a nuestro héroe como personaje literario. Tras dos muertes reales, Roque escribe una carta a un amigo anunciando la entrada triunfal en Barcelona de un personaje literario. Pero los lectores asistimos a la gran paradoja de que cuanto más parece que triunfa y es aclamado, más se va adornando Don Quijote de los rasgos que caracterizan a la nueva conciencia servil, a la autoconciencia que nosotros reconocemos tan bien porque tanto nos engaña haciéndonos creer que somos independientes y libres en nuestra vida cotidiana, sea cual sea la historia política que nos impongan.

El momento crucial es el de su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna, pues con ella finaliza todo un orden en el libro de Cervantes. Es verdad que este caballero, como corresponde a la edad de la Razón, en la que, según dice Hamlet, se puede sonreír y sonreír y ser un bellaco —tal como sucede exactamente en nuestra contemporaneidad—, no es transparente y juega con sus cartas marcadas. Cuando se enfrenta al de la Triste Figura sabe sobre sí mismo que fue El Caballero del Bosque, llamado también de los Espejos, un personaje —aparecido en los capítulos xii, xiii, xiv y xv de esta segunda parte—, capaz de engañar a Don Quijote con una erudición sumamente pobre: había leído la historia del Caballero de la Triste Figura de la primera parte y estaba dispuesto a declarar que Casildea (de Vandalia) era más bella que Dulcinea (del Toboso), de ahí la disputa. La segunda carta marcada es la de reconocerse como un personaje de orden real —el bachiller Sansón Carrasco—, dispuesto a ofrecer una terapia para su convecino Don Quijote: lo derrotaría y lo enviaría a casa para curar su manía. La última carta la esconde el propio Cervantes narrador al introducir mucho antes del enfrentamiento una confusión absoluta palabra / cosa en el entramado de las similitudes: un Don Quijote loco sigue sano su camino mientras el caballero del Bosque, cuerdo, regresa molido; Don Quijote, loco por voluntad, lo confunde todo, tal como corresponde al viejo orden de las similitudes, mientras el caballero del Bosque, loco por impotencia, sabiendo distinguir unas cosas de otras, pues pertenece al orden de la Razón, se pierde entre la maraña de la disputa. Por eso el próximo enfrentamiento, dirá el Caballero de los Espejos casi al comienzo de la segunda parte, no será el «deseo de que cobre el juicio, sino el de la venganza» (dq, 2, xv, pág. 816). Pero los hechos demuestran que no será una venganza personal sino la venganza de la cordura (inclusa en el nuevo orden de Razón) contra la locura (perteneciente al viejo orden imaginario de la Similitud).

Así que en el capítulo lxiv vemos cómo el Caballero de la Blanca Luna se dispone a cuestionar la vieja relación palabra / cosa, el viejo orden de las similitudes, con el mismo pretexto que la vez anterior: la hermosura de Dulcinea. Sólo que para el cada vez más moderno y, por tanto, melancólico Don Quijote, Dulcinea es todavía el último eslabón que lo une a un mundo de ficción, su única ligadura con el pasado, la única llave que aún lo libera de su conciencia servil, esto es, lo que le permite no ser independiente y así poder mantener una desconexión con el orden real. Tras el enfrentamiento, Don Quijote es derribado por el caballero de la Blanca Luna, y con la derrota —que conlleva el final de veinticinco siglos de semejanzas— suceden varias revelaciones espectaculares:

a) El desmoronamiento de todo el orden de la similitud afecta, en primer lugar, a Sancho (dq, 2, lxiv, pág. 1268), quien será el primero en comprender la nueva servidumbre de su conciencia. Pronto comenzará a engañar a su amo con el artificio de las azotainas porque su conciencia se vuelve independiente y conoce una alteración cualitativa del grado de servidumbre, como correspondería a quien por momentos parece transformarse de siervo en señor. Su posición ascendente puede verse incluso hasta el capítulo lxxiv en el que los dos personajes, ubicados ya en el orden de lo real, recuperan de nuevo su relación de poder.

b) Tras la identificación real del Caballero de la Blanca Luna, don Antonio Moreno (caballero barcelonés) —¡cuánto nos pertenece culturalmente Barcelona!— lamenta el nuevo orden real y pide expresamente que se reserve el viejo orden de las similitudes para el nuevo mundo de ficción (dq, ii, lxv, pág. 1270). Este caballero barcelonés es todo un paradigma para el porvenir de la literatura después de Cervantes. Sabe que el arte no pertenece al mundo del conocimiento, que el héroe de ficción puede engañar, alterar y construir la metáfora del mundo sin necesidad de contar la verdad.

c) Don Quijote aún se resiste a su nueva situación: cree que la pérdida de la relación palabra/cosa será algo transitoria e incluso duda de que se trate de un hecho real (dq, 2, lxv, pág. 1271).

d) Para el narrador, para el propio Cervantes, la derrota de Don Quijote acompaña a la expulsión de los moriscos sin diferenciar si una es ficticia y la otra es real. Sea cual sea su pensamiento, y yo voy a respetar que el escritor no lo manifieste, lo cierto es que nosotros como lectores asistimos a la tristeza del regreso a casa de dos personajes inermes y derrotados (dq, 2, lxv, pág. 1273-1274). Un viejo orden se da por terminado y con ello la tristeza que produce comprobar cuatrocientos años después que en ese instante comienza otro orden nuevo que alarga sus tentáculos hasta nuestra contemporaneidad.

El Leitmotiv de Avellaneda (que se añade, desde el momento en que aparece en el capítulo lix de la segunda parte hasta el final del libro, a los otros dos motivos del desencanto de Dulcinea y de la resolución de la locura del hidalgo) posibilita la imposición del orden real, del principium individuationis, de la búsqueda de identidades y diferencias por debajo de las similitudes aparentes, en definitiva permite que las cosas se impongan sobre las palabras, arrinconando de manera permanente la eruditio renacentista. Las críticas a Avellaneda se suceden unas tras otras hasta el final del libro: en el capítulo lxii Don Quijote pensaba que el Quijote de Avellaneda estaba ya quemado y hecho polvo, pero cuando ve la corrección de pruebas en una imprenta de Barcelona augura que «su San Martín le llegará» (dq, 2, lxii, pág. 1251); en el capítulo lxx lo imagina «destripado» para regocijo de los diablos que juegan con libros como si fueran pelotas de papel (dq, 2, lxx, pág. 1305) y sólo mitiga parcialmente la crítica a Avellaneda en el capítulo lxxii cuando se encuentra con Álvaro Tarfe, quizá porque el escritor aragonés justificó la costumbre medieval de continuar individualmente obras ajenas en nombre de su pertenencia a la colectividad, lo cual seguía sucediendo con los libros de caballería. Precisamente éste es uno de esos problemas que tiene mucho que ver con el despertar de la conciencia subjetiva, pero que los límites de este artículo no permiten que me pueda entretener en desarrollar.

Exceptuando las críticas a Avellaneda, sólo quedarán entre los capítulos lx y lxxiv tres pequeños vestigios de la vieja eruditio. Uno que ya he comentado anteriormente cuando en el capítulo lxxi de la segunda parte se acepta el principio horaciano ut pictura poiesis (dq, 2, lxxi, págs. 1315) para referirse al Quijote de Avellaneda, pese a haberse puesto en duda cuando aplica ese principio a sí mismo, esto es, a toda su primera parte (dq, 2, iii, pág. 711).

El segundo de los vestigios es también de fácil interpretación si nos fijamos en el monólogo cervantino:

 

  Al salir de Barcelona volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído, y dijo:

—¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas: aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse! (dq, 2, lxvi, pág. 1275).

 

¡Barcelona es Troya! ¿Qué otro poeta ha inmortalizado así a Barcelona? No es casual que la salida de Barcelona con la que el Quijote inicia el capítulo lxvi se compare con la derrota de Troya. Y no sólo por el sentido de superación de Homero, tan acentuado en Cervantes —y en todo el Renacimiento con el consabido tema de la imitación de los clásicos para superarlos— sino porque en la imaginativa renacentista la derrota de Barcelona inicia el renacer de un nuevo orden en el que se reconoce cada vez con más intensidad el error de lo similar. Sancho culpa a la Fortuna de ser la causa de la derrota; Don Quijote reconoce a su escudero como un buen filósofo y un hombre discreto, pero a continuación ofrece una certera explicación: cada uno es artífice de su ventura y al grandor del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza del esmirriado Rocinante. Ésta es toda la explicación (dq, 2, lxvi, pág. 1276). El gran error de Don Quijote, su error trágico, su falta, su yerro, como queramos denominarlo, se llama Rocinante, el error de Rocinante. Y el grandor de un caballo frente a la flaqueza del otro es una explicación de una enorme coherencia, puesto que al indagar por la causa de su derrota, Don Quijote acaba de aprender a diferenciar las cosas, rompe con un pasado y aprende que, aunque lo parezcan —aunque la epistemología del parecido trate de imponerse— no todos los caballos son iguales en el nuevo orden de razón. Ni todas las cosas son iguales ni todas las palabras significan lo mismo. Don Quijote percibe que la hamartía es un error que siempre resulta trágico: por eso se encamina a su tierra como escudero pedestre para cumplir un año de noviciado, pues en los nuevos, como en los viejos tiempos, los errores de conocimiento se pagan. Con Don Quijote nosotros también podemos aprender, como desarrollaré en la parte iii de este artículo, que las Comunidades expresivas, los Estados negligentes tendrán —y tendremos los ciudadanos de esos Estados— que pagar obligatoriamente sus errores de conocimiento, porque el yerro forma parte de una ley histórica que siempre se revela como inexorable desde la Antigüedad. Cervantes había aprendido de Homero, de Aristóteles y de los trágicos griegos, de toda la eruditio clásica en definitiva, que la tragedia, mimesis de una acción completa mediante personajes que actuaban, se nutría del festín de la épica, de la épica que era mimesis de una acción completa pero relatada, para producir la purificación o catarsis de las pasiones mediante casos que suscitaban piedad (o compasión) y terror (o temblor). Aristóteles había descubierto el error trágico y con este error el personaje perfecto que cometía delito por una simple equivocación. Los helenistas franceses, los defensores del debate agonal en la tragedia, aquellos como Garnier, Vernant o Vidal Niquet, que propugnaron un origen jurídico en el nacimiento de la tragedia, explicaron de manera extraordinaria que Edipo no había sido forzado a cometer un delito, pero que a causa de un error de conocimiento había elegido deliberadamente cometerlo. Había, pues, una fórmula excelente para describir la ausencia de intencionalidad: no ser forzado a cometer un delito, pero elegir libremente cometerlo. Don Quijote eligió libremente luchar con un Rocinante escuchimizado. Es verdad que estamos hablando de una tragedia, de una interpretación sobre Edipo, como la que hacen los helenistas galos, parecida a un drama policíaco, en la que el error debido a un defecto de carácter es siempre un error de conocimiento, y en la que la sucesión de equivocaciones, surgidas de un aparente defecto de carácter, termina afectando a la elección libre de un error de juicio. Éste fue el caso de Don Quijote en la derrota de Barcelona: el delito que prohíbe al héroe seguir siendo un personaje enteramente libre, la transgresión que lo independiza, esclaviza su conciencia y lo envía de regreso a casa es la elección deliberada de un error de conocimiento motivado por la confusión de dos órdenes de pensamiento, uno de los cuales le confirió además un defecto de carácter (la manía con que se caracteriza su locura hasta la derrota de Barcelona). De ahí mi propuesta: Rocinante es el libre error de Don Quijote. Repito una vez más que se trata de un error de conocimiento encadenado a una falta trágica, como es la absoluta incapacidad para advertir el signo de los nuevos tiempos que advienen, no saber reconocer el nuevo orden de identidades y de diferencias y suponer que la ley imperante sigue siendo la del entramado de la similitud. Y los errores de conocimiento o juicio, siempre conducen a catástrofes, porque en la historia incluso en las personales todas las equivocaciones se pagan. Al grafismo de Don Quijote ya sólo le queda un destino a partir del capítulo lxvi de la segunda parte: una ficción terminada, un orden viejo acabado, una conciencia esclavizada, una vida independiente, ¿no es eso lo que pretendió el nuevo orden de Razón desde el cogito, ergo sum de Descartes hasta el sapere aude! de Kant? Por eso Don Quijote se mueve en los límites más primarios de la culpa trágica, aquellos en que la agnosis era la esencia misma de la falta y constituía el principio de causalidad de la hamartía, puesto que en ella se desconocía la intencionalidad o la voluntariedad como principio de causalidad legal. Así se comprende que el hidalgo manchego sea sencillamente el límite, pero no simplemente el límite del Renacimiento sino el de una vieja manera de pensar que duraba ya veinticinco siglos en Occidente y que se hizo añicos en toda Europa con la llegada del cartesianismo al final del Renacimiento. En cierto modo Don Quijote es un adelantado a ese sistema deductivo cuyo aroma debía inundar todo el ambiente europeo y también el español.

    El tercer resto de eruditio se relaciona con la cultura de culpabilidad. El episodio tiene lugar en el capítulo lxviii cuando Don Quijote y Sancho en lugar de ser coceados por un tropel de toros, como sucedió en el capítulo lviii, son arrollados por una gruñidora piara de cerdos que pasa por encima de caballero y escudero, deshacen las trincheras de Sancho y derriban a Don Quijote y Rocinante:

 

Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada diciéndole que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos, que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:

—Déjalos estar, amigo; que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y le piquen avispas, y le hollen puercos.

—También debe de ser castigo del cielo —respondió Sancho—, que a los escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y les embista el hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a quienes servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero ¿qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes? (dq, 2, lviii, páginas 1290-1291).

 

En la Tebaida de la época arcaica, que luego generalizó Sófocles en la época clásica, Edipo es un paria inmundo, aplastado bajo el peso de una culpa. La Moira imponía un castigo sobre los descendientes de alguien culpable que no hubiera saldado su culpa en vida, pues el pago de la deuda en el más allá no surge hasta el final de la época arcaica griega. La herencia de la culpa y el castigo diferido sobre los descendientes del culpable tienen como causa la creencia en la solidaridad de la familia, creencia que comparte la Grecia arcaica con otras sociedades antiguas, en especial, la judaica. Sancho no sólo se rebela contra la función coercitiva de la culpa heredada sino que tampoco acepta que Don Quijote extrapole la herencia de la culpa fuera del marco de la familia: ¿qué tenemos que ver los Panzas con los Quijotes? La culpa del hidalgo no tiene por qué saldarla una familia diferente como la de los Panzas.

Además de estos tres vestigios de la vieja eruditio, la adopción de la conciencia servil y la aceptación de un orden real coincidente con el nuevo orden de Razón por parte de los dos protagonistas derrotados se lleva a cabo de manera gradual a partir del capítulo lxvi en que se reconocen plenamente los errores de la similitud:

a) La revelación de la parodia llevada a cabo en el palacio de los duques y la declaración de su verdadera identidad por parte del lacayo Tosilos, es decir, la decodificación progresiva de lo similar, se topa con un rechazo pasivo, pacífico, por parte de Don Quijote, quien se comporta como un loco tan melancólico que el propio Sancho se ve obligado a disculparlo diciendo que su amo «va rematado».

b) A su vez el propio Sancho, siervo de Don Quijote, que antes de la derrota de Barcelona carecía de conciencia servil por cuanto estaba absolutamente liberado por un horizonte de ficción, comienza a sentir lo que significa ser independiente. La parodia de sus azotainas, como puede verse desde el capítulo lxvii en adelante y el consiguiente engaño a su amo, permite contemplar la traslación de su conciencia enajenada por la ficción a la independencia de un orden real en el que manifiesta su servilismo. Por eso cuando en el capítulo lxxii Sancho dé por terminados los azotes a costa de las cortezas de las hayas, Don Quijote no puede ya manifestar ante el desencanto del Ideal de Dulcinea ninguna emoción especial y Cervantes, como casi de pasada, sólo indicará que el hidalgo quedó «contento sobremodo». En el capítulo siguiente únicamente se acordará de Dulcinea para incluirla como pastora. Y en el último, cuando Alonso Quijano el Bueno recupere la autoconciencia, el asunto del desencanto de Dulcinea se convertirá simplemente en un objeto de burla. La conciencia servil del nuevo personaje independiente carece de espacio para la ficción. Más aún, no interesa a la ficción.

c) Fracasado el ideal de caballería, la novela pastoril, por lo que supone de rescate en la narración de la conciencia subjetiva —y ello sin tener en cuenta todo lo que implica como translatio de la eruditio clásica (Virgilio)—, se convierte en el ideal sustituto. La mediación caballeresca, tan intensa en el capítulo xxv de la primera parte, es ahora un simple remedo pastoril debilitado. Esta debilidad es lo que permite a la novela pastoril que Don Quijote imagina en el escenario mismo de su aldea —rodeado de personajes reales, pues ve a sus amigos convertidos en pastores: Quijótiz, Pancino, Sansonino o Carrascón, Miculoso (Nicolás, el barbero como el Nemoroso de Boscán) o Curiambro (y luego Dulcinea o Teresona)— (dq, 2, lxvii, págs. 1284-1285) avanzar un grado más en la separación palabra / cosa. Lo cual es todavía más notorio cuando al llegar a su casa cuenta al cura y al bachiller su intención de hacerse pastor y les relata los nombres que se ha inventado. La falta de ilusión caballeresca provoca el desplome definitivo de la ficción.

d) Uno de los momentos culminantes en la recuperación de la independencia de la conciencia servil se produce cuando pasan por encima de Don Quijote y Sancho la piara de más de seiscientos cerdos a la que antes hice referencia. El contraste con la reacción experimentada por Don Quijote apenas diez capítulos atrás, concretamente con el episodio de los toros, es bien manifiesto. Esclavo de su conciencia servil, Don Quijote parece anulado, distante por completo de aquel personaje de ficción liberado que todo lo confundía, absolutamente consciente de que lo están hollando puercos y no ejércitos, ahora sí que parece definitiva la renuncia a la liberación de su conciencia servil en el pasado mundo de ficción. Y Sancho también sufre un proceso paralelo al de su mediador: solicita de su amo la espada para matar media docena de aquellos descomedidos puercos (dq, 2, lviii, pág. 1290).

e) En cualquier caso, la desmitificación de los encantamientos y del mundo de lo similar no es un proceso uniforme en el final del Quijote. El encuentro con Altisidora en el palacio de los duques demuestra que Don Quijote aún permanece aturdido por las consecuencias de la derrota —por eso no reacciona ante la ofensa de Altisidora, le pide permiso a los duques para marchar pese a que éstos traten de humillarle parodiando sus parodias, etc.—; en cambio, Sancho sí es consciente por completo de su desmitificación (dq, 2, lxx, 70, pág. 1307).

f) La separación palabra / cosa es una realidad completa a estas alturas de la novela, como lo demuestra que antes de llegar a su aldea Don Quijote se apee en un mesón al cual ya de ningún modo reconoce como castillo (dq, 2, lxxi, pág. 1314). La pérdida del viejo orden de lo similar es definitivamente un viaje sin retorno.

 

7. Pese a la experiencia de Avellaneda y al advenimiento de un nuevo orden real de identidades y diferencias en el que se impone la ley de la Razón y el lenguaje se separa de las cosas, las viejas similitudes aún denotaban su presencia en los últimos capítulos del Quijote. Se trataba de un Don Quijote melancólico que precede al estadio de cordura en el que un personaje recobra la independencia de su conciencia servil antes de la muerte. Independencia de la conciencia servil que sólo se puede recobrar por los dos únicos caminos que hemos visto al sujeto renunciar previamente a ella: abandonando la ficción de lo similar o dejando de estar enajenado (sujetándose a la cordura). Esta recuperación de la independencia es el reto más importante de la cordura, y con suma facilidad puede llegar, como de hecho así sucede en Don Quijote, a anular toda ficción y enajenación.

Es muy importante entender que la enajenación, como la ficción, nos eximen de la independencia al tiempo que del servilismo, siempre que no estén sometidas a juegos de exclusión. En la nueva sociedad barroca del siglo xvii, con el advenimiento del orden de Razón, la enajenación sí es excluyente. Foucault, que tanto nos enseñó, aclaró que en la Baja Edad Media desde la toma de Jerusalén por Godofredo de Bouillon en 1099 (1096-1099 es la fecha de la Primera Cruzada) hasta el fin de las Cruzadas (la 7ª y última es de 1270) el mayor de los juegos de exclusión conocido en Europa fue la multiplicación de leproserías, hasta el punto de que en toda la cristiandad se identificaron más de diecinueve mil hasta el final de la Edad Media. La lepra, traída fundamentalmente de las Cruzadas de Oriente, permitió que la conciencia occidental se habituara a convivir con esos juegos y recintos de exclusión que fueron las leproserías medievales. Pero cuando estas leproserías se quedan vacías en el siglo xv en Inglaterra o Francia y en el xvi en Alemania, los juegos de exclusión se repiten con los psiquiátricos a partir del siglo xvii en toda Europa (por ejemplo, en 1656 se publica el decreto de fundación del Hospital General en París), del mismo modo que sucede con los recintos penitenciarios en nuestra contemporaneidad. Pero más que un establecimiento médico, el Hospital General y los psiquiátricos en Europa funcionan como instituciones represivas del Estado al mismo nivel que la policía o la justicia, represiones que se mantienen hasta hoy. Es así como se va gestando en todo el continente una sensibilidad social que convierte en familiar la figura del internamiento: vagabundos, insensatos, jóvenes que turban la vida de sus familias, mendigos, personas ociosas, etc. son objetivos de los internados. La locura que se excluye y que se interna en el siglo xvii está ligada a la moral, a la razón y a las relaciones económicas de poder, en un sentido similar al delincuente que se encierra en nuestro tiempo.

Pero entre la exclusión de las leproserías hasta el fin de la Baja Edad Media y la exclusión de los psiquiátricos de mediados del siglo xvii nos encontramos con una locura que vaga a la aventura, que es la locura renacentista, tal como la representan el rey Lear o Don Quijote, y que está ligada a trascendencias y libertades imaginarias. Es la época en que se institucionaliza la famosa stultifera navis o la nave de los locos, un barco ebrio que navega en Europa por los Ríos de Renania y por los canales flamencos o que en Francia cruza los Estados de Borgoña a través del Ródano: eran barcos que conducían locos en busca de razón, pues los locos del Renacimiento viven una existencia errante. No es momento de detenernos en el estudio de toda la imaginativa renacentista sobre la locura, pero sí de fijarnos en dos o tres principios que resultan esenciales para entender la novela de Cervantes. La locura renacentista está ligada al aevum y no, como la locura medieval, al cosmos. Por eso la locura renacentista es un aspecto más del desvelamiento de la conciencia subjetiva. Y hay un tipo de locura en el Renacimiento (imaginativa que vaga libre) o en el Barroco (que practica la exclusión del internado) que los tratados de psiquiatría de la época describen con el mismo nombre: la manía o la melancolía. No voy a adoptar una perspectiva que me ponga en contra de muchos cervantistas fundamentando el desenlace de la novela en la simple oposición entre manía y melancolía, pues el defecto de carácter lo que hace en realidad es servir de cortada al error de conocimiento. Por tanto, aunque sea bien evidente, no quiero pensar en una figura de Don Quijote en toda la primera parte —que se iría reduciendo progresivamente en la segunda hasta la barrera del capítulo lx— en la que predominare la figura del maníaco con todas sus connotaciones psiquiátricas: deformador de conceptos, dispuesto a sustituir el mundo real por el mundo irreal y quimérico de su delirio, con su fantasía e imaginación ocupada por flujos de pensamientos impetuosos, violento, capaz de vibrar ante cualquier excitación preso de un delirio universal, lleno de audacia y furor y de un ardor perpetuo, etc. Sería un Don Quijote maníaco tal como lo vemos en dq, 1, xlv, 571-572 / dq, 2, x, págs. 766-767 / dq, 2, xiii, pág. 796 / dq, 2, xxix, págs. 950-955 / dq, 2, xxxiii, pág. 989 / dq, 2, lxv, pág. 1270. Ni tampoco deseo pensar en un Don Quijote melancólico con todas sus connotaciones psiquiátricas, pleno de discernimientos, reflexión, imaginación, inteligencia y sensatez, amante de la soledad e impávido ante el mundo exterior, tal como aparece también prácticamente en toda la novela pero especialmente en los últimos capítulos de la segunda parte en donde las connotaciones parecen casi todas librescas: la locura en los límites de la impotencia —esto es, una locura sin fiebre ni furor, acompañada de miedo y de tristeza—, en definitiva una melancolía apoplética en la que «los enfermos no quieren abandonar su cama... cuando están de pie no caminan... no evitan a los hombres, pero parece que no ponen ninguna atención a aquello que se les dice, y nunca responden», como describe muy bien el manual de James que recoge Foucault. Incluso se podría pensar a este respecto que Cervantes utilizara también como eruditio alguno de los manuales psiquiátricos de su época para construir la figura de ficción de un loco enajenado.

Sin embargo, prefiero pasar por alto todas esas hipótesis, y atenerme a la única certidumbre de que dispone el lector: en el último capítulo Don Quijote muere de melancolía. La causa es ¿la derrota ante el de la Blanca Luna? o ¿una disposición del cielo? (dq, 2, lxxiv, pág. 1329). El parecer del médico era que «melancolías y desabrimientos le acababan» (dq, 2, lxxiv, pág. 1329). Así, pues, sea o no debido a su enfermedad —muchos tratados psiquiátricos recogían, como acabo de decir, que los enfermos de melancolía recuperaban la razón antes de morir—, es evidente que Don Quijote se transforma antes de su muerte en un hidalgo cuerdo, Alonso Quijano el Bueno, el cual admite el desengaño de su vida (desengaño barroco que, como sinónimo de esclarecimiento, se somete siempre a la luz de la Razón). Pide confesión y hacer testamento. No podemos dejar de recordar aquí la última reacción enternecedora de su escudero: ante un universo que se acaba, Sancho no entiende la curación de la locura, piensa que un caballero vencido puede mañana ser vencedor, y se culpabiliza de haber cinchado mal a Rocinante. Pero la recuperación del juicio de Alonso Quijano el Bueno va unida, en primer lugar, al odio y a la abominación de los libros e historias de caballería (incluso con la declaración expresa de Cide Hamete) y, en segundo lugar, al desencanto de Dulcinea, al que el propio Alonso Quijano considera como una burla del pasado, es decir, la recuperación del juicio va unida a los dos elementos —i.e., mediación e ideal de ficción— que con más énfasis vengo caracterizando en todo este artículo como determinantes para la liberación del servilismo. Es un gran fracaso no haber podido mantener hasta el final un ideal de ficción ajeno al ser de una conciencia independiente, pero es que el nuevo orden de Razón se lo impidió a Cervantes: «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño» (dq, 2, lxxiv, pág. 1333), tuvo que reconocer Don Quijote al final del último capítulo de la novela. Cervantes fue, pues, consciente por completo de aquella transición.

 

II

           

    1. En el horizonte de las semejanzas, un error de conocimiento incapaz de distinguir identidades y diferencias como el que puso de manifiesto la Razón —que he ejemplificado como «error de Rocinante»— nos ha permitido entrever el acabamiento de un viejo orden en la historia del saber, que tuvo la fortuna de crear un género literario nuevo, y su reemplazo por un nuevo modelo de carácter analítico, mecánico, en el que todas las disciplinas estaban integradas dentro de una estructura hermética, la mathesis universalis, y en la que el saber sobre el arte y la literatura se encuadraba como una más de entre todas esas disciplinas. Pero del mismo modo que existía una inexactitud en la estructura de la mimesis que fue delatada por la Razón en el tiempo del advenimiento del orden deductivo y la causante del error de Rocinante, pronto nos encontramos con una serie sucesiva de obstáculos en la configuración de ese orden deductivo, que condujo a la fragmentación de las disciplinas del saber en dos campos diferenciados, lo cual implicó la sustitución del análisis por la síntesis y la constitución teórica de todo un sistema de pensamiento (que alumbró a su vez nuevos ámbitos de saber), a todo lo cual llamaríamos casi dos siglos después modernidad. E incluso en la estructura de la modernidad se han podido ir delatando varios anacro­nismos arquitectónicos cuya resolución ha obligado a algunos a hablar de primera, segunda modernidad o incluso contemporaneidad. No obstante, contamos también con dos grandes irregularidades que aún permanecen inmutables. Una, la presencia inamovible de la mimesis, si bien es verdad que sujeta a múltiples metamorfosis, en todos los órdenes de la historia del saber: un realismo inten­cional, un realismo social, un fauvismo, un expresionismo, un realismo mágico, un realismo sucio, una poesía de la experiencia, un realismo cuántico, etc., complican en exceso el asunto de la imitatio durante una modernidad en la que, como dijo Schiller, el poeta carecía de toda ingenuidad. El otro fue un error nacido en plena Ilustración, aún no solucionado, originado a partir del sapere aude! propuesto por Kant, y que es, a mi entender, una de las causas primor­diales de lo que denominaré en la parte tercera de este artículo el Estado negli­gente, con el agravante, además, de que los efectos cualitativos de un sapere aude! mutilado han perturbado la vida de Europa en fases diferentes durante los últimos doscientos años de nuestra historia reciente. Esta confusión es deter­minante para la construcción de un Estado negligente como el que nos ha sido ofertado en España en los últimos treinta años.

 

    2. Si no se hubiera logrado quebrar el hermetismo de la mathesis universalis en el transcurso del Barroco, el error de Rocinante no se habría podido pro­longar en la novela moderna. Pero lo cierto es que el advenimiento de la auto­conciencia en Don Quijote (1615) forma parte del orden de un mundo nuevo, analítico, barroco, clasicista, mecanicista, cuya avanzadilla en Europa está repre­sentada por el Novum organum de F. Bacon en 1620 y las Reglas para la di­rección de la mente de Descartes entre 1620 y 1635. Un orden gobernado por el buen sentido o razón en el que la similitud es reemplazada por un análisis formulado en términos de identidad y diferencia, de medida y de orden. El paso de la probabilidad a la certeza, el discernimiento, la intuición o la deducción permiten establecer una relación global de todo el saber con la mathesis universalis, entendida como ciencia universal de la medida y del orden. En esta mathesis desaparece por completo el entrecruzamiento infinito de la semejanza que hemos visto en Don Quijote y los procedimientos mágicos de la divinatio que observamos hasta el final del Renacimiento, porque la época barroca man­tiene una relación con el orden (con el conjunto de identidades y diferencias contenidas en los signos) que se sitúa en el extremo opuesto de la interpretación renacentista (hermenéutica o semiología), enfocada hacia el conocimiento de la similitud. Incluso la relación de la literatura con la mathesis se hace a través del análisis.

    De ser cierta la tesis que he mantenido en la primera parte de este artículo, El Quijote —gracias posiblemente al proceso de madurez y consolidación de las ideas a fines del siglo xvi y comienzos del siglo xvii—  es el primer libro moderno que refleja dos órdenes en la historia del saber, uno de los cuales era tan viejo que rezuma hasta la saciedad un mundo que se repite en la conciencia dependiente del protagonista y el otro era tan nuevo que comienza a imponer la Razón y la libre individualidad de una conciencia independiente sobre un mundo en el que las cosas comienzan a ser todas diferentes. Se da la paradoja de que mientras la conciencia dependiente del héroe está mediatizada en la ficción, depende sólo de sí misma y sólo en sí misma se libera; en cambio, cuando la conciencia independiente resulta mediatizada por la vida real, entonces depende de ésta y su liberación resulta imposible. Es el sistema griego que los hombres crean y del que resultan víctimas. He llamado error de Rocinante al tránsito de una conciencia dependiente y libre a otra independiente y servil, a la permu­tación de un mundo de ficción libre por otro en el que una maraña de relaciones de poder inmersa en la vida real somete y domina la conciencia independiente de un personaje hasta lograr que enferme de melancolía y apoplejía y muera de ello. En la vida real el error de Rocinante es el tránsito que tarde o temprano experimenta todo lector del Quijote. Pero podemos llevar hasta el límite el error de Rocinante si forzamos y extrapolamos el concepto y logramos categorizarlo. Entonces, el error de Rocinante se convierte en un concepto circular, repetible y sobre todo endógeno en la historia de las ideas, y persigue como fin conmo­cionar y alterar un sistema de saber organizado mediante un primer impacto epistemológico sobre cualquiera de los reinos de conocimiento —científico-positivos o culturales— o de las actividades humanas —políticas, religiosas, so­ciales, etc. — presentes en la experiencia del hombre. En la novela de Cervantes el error de Rocinante escenifica cómo el orden del análisis transgrede el orden de la similitud, esto es, indica cómo se produce el tránsito del Renacimiento al Barroco. El deductivismo, el clasicismo, el pre­dominio de la razón no es más que el efecto de un error que provoca hende­duras, brechas, alteraciones en el horizonte epistemológico de las similitudes renacentistas. Pero me gustaría forzar la imaginación de los lectores, aunque para algunos resulte un ejercicio insólito, a fin de trasladar el error de Rocinante al entramado categórico del Análisis barroco. Si esto fuera posible, cualquier recinto conceptual conocería el error de Rocinante. En este caso podemos decir que aun cuando nace con Cervantes en el momento en que el caballero de la Blanca Luna derrota a Don Quijote, el error de Rocinante desde un punto de vista de organización de con­ceptos ya no tendría nada que ver con Cervantes, salvo el de servir de espejo inicial. Un ejemplo de cómo en un ámbito categórico esto es así podemos verlo si analizamos el hermetismo del orden de Razón que impuso el Caballero de la Blanca Luna. Conceptualmente nos encontramos en un período de transición a un nuevo orden.

    La transición a ese nuevo Orden, en el que se inscribió Descartes, estuvo impulsado por una teoría matemática de la naturaleza que se concibió como modelo de una sistematización lingüística, y por ello junto al postulado de la mathesis universalis apareció el principio de una lingua universalis. Descartes tuvo un ideal de una mathesis universalis-sapientia universalis, en el que se incluyeron todas las disciplinas artísticas o científicas: la geometría, la astro­nomía, la música, etc. Este pensamiento cartesiano se trasladó al propio Leibnitz quien definió una Lingua characteristica universalis en la que se concebía el lenguaje como un instrumento del análisis lógico y en la que la Característica Universal se aplicó tanto a la Naturaleza como a la imitación de la naturaleza. Por consiguiente, el principio de la mimesis, esto es, la imitatio que vimos en Don Quijote se incluyó en el ideal de la mathesis con el mismo derecho que la propia Naturaleza. Pero en el entramado del orden de Razón conformado por un sistema analítico existía un elemento endógeno muy débil que era la imagi­nación. La imaginación comenzó a quebrar el orden de Razón en dos disci­plinas: primero, en la geometría analítica, después en la música barroca, y a partir de ahí se extendió a toda la teoría del arte y a muchas otras disciplinas dentro del saber. La geometría analítica de Descartes surgió cuando la ima­ginación irrumpió en el terreno de la intuición:

           

Entiendo por ‘intuición’, no la confianza fluctuante que dan los sentidos o el juicio engañoso de una imaginación de malas construcciones, sino el concepto que la inteligencia pura y atenta forma con tanta facilidad y distinción que no queda absolutamente ninguna duda sobre lo que comprendemos; o bien, lo que viene a ser lo mismo, el concepto que forma la inteligencia pura y atenta, sin posible duda, concepto que nace de solo la luz de la razón y cuya certeza es mayor, a causa de su mayor simplicidad, que la de la misma deducción, por más que esta última no pueda ser mal hecha, ni siquiera por el hombre, como hemos hecho notar más arriba. De esta manera todo el mundo puede ver por intuición intelectual que él existe, que piensa, que un triángulo está limitado por tres líneas, un cuerpo esférico por una única superficie, y otros hechos semejantes (R. Descartes, Reglas para la dirección de la mente, Aguilar, Madrid, 1970, pág. 44).

 

    Fue Cassirer quien nos enseñó que fueron las leyes de la intuición las que permitieron que todo ser pudiera pensarse como concepto y que pudiera trans­formarse en figura, pero que el simbolismo de la figura geométrica era insu­ficiente para convertir el cuerpo físico en puro espacio, ya que la conversión en relaciones matemáticas de las relaciones intuitivas entre figuras sólo era posible con la ayuda de la imaginación. La explicación de Cassirer es sencillamente asombrosa. Permite que entendamos cómo en cierto modo fue esa misma imaginación la que intervino en el Compendium musicae de Descartes cuando éste creía que en el aspecto sensible de la música —en la melodía y en el placer que provocaba— había algo irreconciliable con la razón, aspecto que le llevó a pensar que sólo la armonía (estudio abstracto de las relaciones matemáticas de los sonidos entre sí) podía racionalizarse. Si se exceptúa este aspecto sensible de la música que viene dado por la melodía, el nuevo sistema de razón había logrado incorporar todo el horizonte del saber al orden de la mathesis. La misma definición ofrecida por Leibnitz sobre la música en sus Cartas como exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerare animi (ejercicio encu­bierto de cálculo de un espíritu que no sabe contar) (Leibnitii epistolae, collectio kortholli: ep. 154) no puede dejar de ocultar esa voluntad de integración, pues no tiene en cuenta la hendedura de la melodía. Si la intuición fue el fun­damento sobre el que intervino la imaginación dentro de la geometría analítica, y la armonía el fundamento sobre el que intervino la melodía en la música, también en la estética clásica y en la teoría del arte la razón es el fundamento sobre el que actuó el ingenio del poeta. Por eso las poéticas del orden de razón, las poéticas analíticas, por ejemplo, de Lope, Boileau, Baumgarten, etc., no son tratados de reglas. Pero, ciertamente, imaginación, melodía e ingenio son a priori grandes errores en la conformación de un orden deductivo.

 

    3. Así, pues, imaginación, melodía o ingenio eran fallas demasiado importantes en el orden de Razón —i.e., se originaban en el interior mismo de la mathesis— y poseían fundamentos muy sólidos para perpetuar el error de Rocinante dentro del propio Análisis. En primer lugar, porque fueron el origen de muchos elementos disuasivos del orden deductivo a lo largo del siglo xviii dentro de la teoría del arte y, después, en segundo lugar, porque tales elementos resultaron imprescindibles para que el universo previo al error de Rocinante alargara uno de sus brazos hasta nuestra reciente contemporaneidad. Sólo si se entiende el carácter de tales fallas, se podrá comprender cómo se abrió camino el error de Rocinante desde la «novela de los orígenes» hasta la novela de la modernidad. La imaginación permitió la coexistencia de la verdad y de la vero­similitud, incluso de la verdad y de la falsedad hasta situar el equívoco como uno de los grandes objetivos en la práctica del arte. Precisamente el error de Rocinante sobrevivió como equívoco en el orden de Razón y permitió que la parte universal de la sapientia se viera afectada por la conversión de la verdad en verosimilitud, por la intervención de un ideal de justeza como el propuesto por Boileau, por la introducción del decoro y de la corrección, todo lo cual condujo más tarde al nacimiento del drama doméstico. Y también la sombra de Rocinante tuvo una especie de efecto bumerang sobre el propio orden de Razón: Bouhours (1687), apenas siete años después que Boileau (1680), fue el primer clasicista, según demostró Cassirer, que se alejó de todo el ideal sobre la mathesis universalis al destacar que la razón estética no tiene por qué vincularse a la frontera de lo claro y lo distinto, esto es, que existe con el mismo derecho un ideal de inexactitud que un ideal de justeza equilibrista del arte (concepto de Boileau). Bouhours hablaba de una delicadeza que no es sólo equilibrio (como la justeza) entre contenido y expresión —entre lo universal y lo particular—, sino también equilibrio entre lo exacto y lo inexacto, y, aún más, y con ello pretendo ser fiel al pensamiento de Cassirer, equilibrio entre el estatismo y el dinamismo con que se producen los conceptos en el pensamiento. Bouhours, buen manierista, como Gracián en España, era un amante de los juicios inge­niosos y de las sentencias concisas. La delicadeza era fineza, por lo que de este modo incorporaba la sensibilidad al estudio de la poética. Pero al mismo tiempo, como equilibrio que era, la delicadeza tenía que propugnar el equívoco: Bouhours reclamó entonces para el arte la verdad y la falsedad, el equívoco como mezcla de lo verdadero y de lo falso formando una unidad. La mezcla de verdad y falsedad incorporó en el Barroco —muy influido por la lectura aristotélica de Horacio— un principio platónico: el carácter aparente del arte. El arte volvía a ser apariencia, transformación de la naturaleza en imagen y no tenía por qué hablar en nombre de la verdad. Éste era el primer paso serio para lograr la autonomía de la literatura: la apariencia del arte, la imagen del arte no es repudiable porque carezca de verdad, pues el arte tiene una verdad propia, inmanente, fundada en sí misma. Esta verdad era el famoso je ne sais quoi del clasicismo francés, lema que, cuando aparecieron los Pensamientos de Pascal, tras su muerte en 1670, formaba parte del ideal unitario, armónico y sin fisuras de la mathesis

               

    4. El equilibrio de la delicadeza, la incorporación de la falsedad y de la apariencia, provocó dentro del orden de Razón una inclinación hacia la imaginación y el sentimiento. Hasta fines del siglo xviii en que Kant publicó La crítica del juicio (1790), la teoría del arte sufrió muchas influencias psicológicas. Si el arte tiene que imitar la naturaleza, ¿habrá naturaleza más excelsa que la naturaleza humana? Dado que la psicología tenía como objeto de estudio la naturaleza humana universal, el arte tenía que circunscribirse al reino de lo psicológico. Esta dirección psicológica destacaba con énfasis lo bello de la naturaleza humana. La paradoja del comediante (1773) muestra el predominio de lo psicológico, la primera gran normativa sobre la conciencia moderna del arte, y en cierto modo representa la quiebra absoluta del orden de Razón no sólo porque el arte perteneciera al dominio de la experiencia y estuviera alejado de las muestras de sensibilidad sino sobre todo porque cuanto menor era la sensibilidad mostrada, más sublime resultaba la acción fingida. La idea mo­derna de la mentira y sobre todo de la ficción como la gran verdad de la literatura, así como la concepción del poeta simulador de ideas, pero simulador en cuanto asunto trascendental del sujeto —pensemos en el caso de Pessoa, en su defensa del poeta fingidor hasta el punto de tener que usar heterónimos—, había germinado en la trayectoria final del sentimentalismo, precisamente en la obra de Diderot. Con Diderot se ha transmutado por completo el concepto de verdad analítica proveniente de la razón incorporando definitivamente la imaginación en la constitución de su estructura y, a ella también se sumaron el sentimiento, la ficción y la experiencia personal. Como el arte pertenecía al dominio de la experiencia, se habían introducido ciertos elementos nuevos: había un gusto y un genio, una verdad y una imaginación. El gusto era fruto de la cultura, el genio un don de la naturaleza. El gusto como concepto de cultura era sujeto y era objeto: sujeto porque pertenecía al sentimiento individual, objeto porque el sentimiento era el resultado de cientos de experiencias individuales. Como sujeto era un je ne sais quoi, pero como objeto podíamos conocer indirectamente algo sobre él si nos remontábamos a su pasado: en cada juicio de gusto se reunían miles de experiencias anteriores.

    Durante la trayectoria final del psicologismo la normativa sobre la conciencia estética había lesionado profundamente el ideal de la mathesis. La verosimilitud, la inexactitud, la falsedad y la apariencia, el poder de la imaginación y del sentimiento individual, la experiencia y la capacidad de mentir, el enfren­tamiento entre naturaleza y cultura eran síntomas elocuentes de la mutación conceptual que se avecinaba con el logro del ideal trascendental a priori que la teoría del arte propondría tras la Crítica del juicio de Kant. Y todos esos son los errores de Rocinante en la mathesis clásica. Debemos tener en cuenta que el origen de la novela moderna —tal como se plantea hasta el capítulo de la novela en que Cervantes destaca el error— es un proceso de ficción regido por los contornos inexactos de una mimesis que aun cuando son impulsados por una conciencia subjetiva, está en realidad siempre desligada de su autoconciencia. De ahí que yo advirtiera que en cierto modo el error de Rocinante es la auto­conciencia del propio Don Quijote. Y si no llega a ser por la línea que transcurre desde la imaginación de la geometría hasta la búsqueda de una legislación sentimental del sujeto, entonces el orden de Razón, hermético, deduc­tivo, analítico, habría seguramente abortado el nacimiento de una novela moderna sin permitir mirada alguna sobre lo que antecede al error. Lo verosímil, lo inexacto, la ficción como mentira, la imaginación, el sentimiento, etc. desempeñaron en el nuevo orden analítico un papel homólogo al representado por el error de Rocinante en el viejo orden de las similitudes. Tales categorías cons­tituyen, por decirlo de forma lapidaria, el gran error del orden de Razón y la quiebra completa del Análisis. Tan importante fue esta quiebra que comenzó alterando el concepto mimesis y terminó promoviendo una legislación específica para el nuevo poderío de la imaginación y del sentimiento. Cuando todo esto se resolvió, tras el advenimiento de la síntesis en el inicio de la modernidad, la novela ya pudo vagar libre por el universo del siglo xix.

 

    La mímesis de la Naturaleza, que constituyó la esencia del arte griego, sufrió una metonimia importantísima durante el neoclasicismo: se trataba de imitar la obra de los artistas antiguos. Fue Winckelmann en Alemania quien escribió en 1754 las Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura, y diez años después la Historia del arte en la antigüedad, y quien pedía, no sin cierta efusión, imitar a los antiguos: «El único camino que nos queda para ser grandes, incluso inimitables si ello es posible, es el de la imitación de los Antiguos». Así, pues, en Grecia, donde la belleza se mostraba sin velos, el modelo fue una naturaleza espiritual que había que reproducir: «La regla impuesta por los tebanos a sus artistas —"reproducir la naturaleza lo mejor posible, so pena de sanción"— fue observada también como ley por otros artistas en Grecia». ¿Por qué no se puede imitar la naturaleza? Imitar la natu­raleza era «imitar la exactitud en el contorno que sólo de los griegos se puede aprender». De este modo, Winckelmann percibió que la superioridad de las obras de arte griegas residían en una noble sencillez y en una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión. Sin tener en cuenta la imagen parcial de Grecia sugerida por la interpretación de Winckelmann, sobre la que insistí tanto en algunos de mis antiguos escritos, es evidente que la mimesis de Winckelmann se revelaba insuficiente porque no bastaba sólo con imitar a los antiguos sino que había también que averiguar qué leyes permitían comprender las obras nacidas del ingenio. Tales leyes se persiguen por primera vez de manera especulativa en la obra de Lessing y de manera completamente sistemática en la obra de Kant. Leyes que, por otra parte, y de ahí mi gran interés, prolongan el error de Rocinante al interior de la misma Razón, a la cual necesitan transgredir para establecer las diferencias entre dos reinos del saber: un mundo analítico estricto en el que se integran los campos sensibles que pertenecen a la Naturaleza y todo el universo científico-positivo y un campo sintético, sentimental, subjetivo, en el que la imaginación muestra todo su poderío y traslada incólume el error de Rocinante al umbral mismo de la modernidad. En principio Lessing, tras la lectura de Winckelmann, se planteó un problema de primera magnitud: ¿cuáles son las fronteras entre la poesía y la pintura? Desde el primer momento Lessing recuerda que el término pintura lo utiliza ampliamente para designar las artes plásticas en general, y que usa poesía para designar toda forma de mimesis en el tiempo. Y, rápidamente, aborda el pro­blema de Winckelmann. Lessing se fija en el grupo plástico alejandrino en el que el artista no deja gritar a su figura de mármol y se fija en el Laocoonte poético, el que refleja Virgilio en el segundo Canto de la Eneida, el cual lanza un grito terrible al cielo. Un gemido angustiado y oprimido frente a un grito de dolor, ¿por qué esta diferencia? Tras afirmar que la pintura expresa abstrac­ciones personificadas mientras que la poesía expresa individualidades reales, la propuesta de Lessing es de una extraordinaria concisión: hay que superar la serenidad o la sencillez de Winckelmann para entender por qué el artista no deja gritar a su figura de mármol. La figura plástica no grita porque el grupo escultórico desarrolla su ley en el espacio, a diferencia del Laocoonte poético, que grita terriblemente, porque desarrolla su ley en el tiempo. Al negar el Ut pictura poiesis de Horacio y reclamar que la poesía no puede pintar cuadros porque sus leyes son diferentes, el espacio y el tiempo abren la hendidura de la libre individualidad y dejan definitivamente rota la universalidad armónica del clasicismo.

    Una vez roto el ideal de la universalidad armónica, no fue suficiente sólo el reemplazo de verdades por verosimilitudes, sino que la propia verosimilitud estaba sujeta a la capacidad de distorsión que la poesía en el tiempo y la pintura en el espacio permitían al ejercicio de la imaginación individual. El ideal de la mathesis armónica, causante del error de Rocinante, había cometido un nuevo error en la historia del saber occidental que iba a contribuir a su propia desin­tegración: aceptar leyes para recintos del saber fundados en la imaginación. Si esto fuera verdad, las condiciones previas al error de Rocinante tendrían una prolongación durante la modernidad, como así ha sucedido con todas las va­riantes del realismo artístico. Y a su vez la desintegración del ideal de la mathesis tuvo dos consecuencias muy importantes. Una, objetiva, de enorme trascendencia para la historia literaria, pero también para otros reinos del Saber: dejó el camino expedito para la instauración de la estética sistemática, tal como la definió Kant en su Crítica del juicio (1790). La otra consecuencia fue bastante menos notoria, pero subjetivamente es para mí mucho más apasionante: la destrucción del ideal de la mathesis abrió la posibilidad de incorporar las síntesis circulares al mundo de la razón. Winckelmann y Lessing, la forma fría del mármol incapaz de chillar y la algarabía que promueve un grito de dolor que llega al cielo, son el Homero y el Arquíloco de los que hablaba el joven Nietzsche, la estética de las formas mezcladas con un sueño ebrio, a la que he dedicado varios trabajos en mi vida académica, y sobre lo que no voy a decir nada en este lugar.

 

    5. En lo que se refiere al arte, el sistema crítico de Kant elige el sentimiento del sujeto como punto de partida, mas rompe con todo lo psicológico y rescata la universalidad para el juicio de arte. Pero esta universalidad ya nada tiene que ver con el ideal de la mathesis universalis, sino que está adscrita a un sujeto que adquiere un carácter trascendental regulable por leyes a priori. Kant tuvo la fortuna de formular su teoría en el corto plazo de diez años. En la Crítica de la razón pura (1781), en la Crítica de la razón práctica (1788) y en la Crítica del juicio (1790) se presenta esta sistematización en el orden de la naturaleza (entendimiento), en el orden de la libertad (razón) y en el orden del arte (sentimiento de placer y dolor). Éste es uno de los grandes reconocimientos del nuevo orden sintético que configura la modernidad: definitivamente el arte deja de formar parte del conocimiento y también de la moral para convertirse en un ámbito independiente, autónomo, con leyes y vida propia. La legalidad para la conciencia estética que reclamó Diderot en sus Ensayos sobre la pintura (1752), las leyes espaciales y temporales reivindicadas por Lessing para diferenciar la plástica de la poesía desembocaron en una normativa estética sobre la respuesta del sujeto ante la obra de arte que distinguió hasta hoy los saberes científico-positivos regidos por el entendimiento en el mundo de la naturaleza, de la práctica moral y del mundo del arte. El arte no tuvo más cabida en el orden del análisis y se configuró en torno a la síntesis y al ámbito del sujeto. Si hubiera dispuesto de espacio para desarrollar mi tesis sobre los a priori históricos y las síntesis circulares hubiéramos podido ver cuántos fundamentos se superponen y subyacen a la repetición de Órdenes históricos y de sus fallas internas. El orden de las Similitudes culminó en el error de Rocinante, el orden de la Razón soportó el error del Ingenio y, ahora, con el inicio de la modernidad, el orden de la Síntesis (y hablo así por la prelación que concedo al término humanidad) parecía tener una configuración perfecta, tan hermética o más que el orden del Análisis, en la que el papel del arte parecía estar fijado para siempre. No encontramos salida, pero sí muchos errores. No encuentro mejor manera de reflejar ese hermetismo que abreviar en dos o tres páginas cómo fue el cierre categórico de Kant.

    En la Crítica del juicio, que es el primer ensayo verdaderamente moderno sobre estética —moderno no sólo porque la aportación de Baumgarten tuviera un simple carácter formal y equilibrado, sino sobre todo porque el texto de Kant transmuta la razón analítica de la mathesis en una imaginación sintética—, Kant establece que el juicio estético es reflexivo, puesto que busca la regla universal entre los efectos particulares de arte, y trascendental, porque persigue la fundación de un sistema de reglas sobre el arte alejado de cualquier legalidad de carácter psicológico, y eso aun cuando se refiera al sujeto que juzga y al sentimiento que la representación del objeto provoca en ese sujeto. El juicio es una unidad entre dos términos heterogéneos, que Kant define como la facultad de pensar lo particular dentro de lo universal. Y distingue dos clases de juicio: el juicio determinante en el que lo universal (la ley, la regla, etc.) es el punto de partida para incorporar lo particular y el juicio reflexivo donde, por el contrario, lo particular es el momento inicial para que el espíritu busque una regla universal. Un modo especial de juicio reflexivo es el juicio sobre el arte en el que la facultad particular de juzgar objetos no procede según conceptos, sino según reglas, porque no tienen como fin ampliar el conocimiento de tales objetos sino que se fundamenta en la crítica del sujeto que juzga y en sus facultades de conocer, esto es, desde un punto de vista cualitativo se refiere al sentimiento que la representación provoca en el sujeto o a la capacidad de sentir un placer o dolor en la forma del objeto. Definido de acuerdo con cuatro criterios complementarios —cualidad, cantidad, satisfacción y finalidad—, el juicio de gusto sobre lo bello es cualitativamente un problema del sujeto, pues se centra en el sentimiento de placer o dolor que éste experimenta ante la intuición del objeto. Al estar por encima de cualquier análisis del concepto y al superar toda intuición del objeto, esto es, al fijar como predicado un sentimiento y no un conocimiento, el juicio logra la síntesis. En este sentido, los juicios de gusto son sintéticos, ya que pasan por encima del concepto y de la intuición del objeto, y añaden a éste como predicado un sentimiento de placer o dolor, esto es, añaden algo que no es conocimiento. Se convierte entonces en desinteresado —ajeno a cualquier norma utilitaria o moral— y placentero —el placer tiene que ver con la satisfacción universal subjetiva, pero no con el deleite individual—. Y su destino, el destino del arte, no es otro que el de ser contemplado. Esto significa que el sentimiento de placer o dolor forma parte de la unidad de la conciencia junto a las facultades de conocer y de desear, contiene en sí mismo el principio a priori de la finalidad y no se aplica a la naturaleza ni a la práctica de la libertad que configura todo el contenido de una filosofía moral sino a aspectos que no son ni sensibles ni suprasensibles sino meramente contemplativos, como son las obras de arte. En todos los casos reconocemos en cada dirección del espíritu y, en cada una de las facultades que conforman la unidad de la conciencia, un carácter trascendental anterior a toda experiencia.

    Cuantitativamente la belleza es lo que sin concepto (no teniendo interés alguno en el objeto) se representa como objeto de una satisfacción universal. Aunque esta satisfacción sea objeto de una necesidad universal (de una necesidad de aprobación universal por todos), dicha necesidad no es apodíctica, es decir, una necesidad lógica universal (del tipo S es necesariamente P), sino una necesidad ejemplar, esto es, una necesidad universal subjetiva condicionada a que cada sujeto la declare bella. Para que este menester pueda realizarse (para que el juicio sobre el arte contenga una necesidad universal subjetiva) se requiere un principio universal subjetivo que pertenezca al orden del sentimiento y no del conocimiento: este principio es el sentido común, el cual se presupone en toda comunicación universal de un sentimiento. Ahora bien, aunque el sentido común se funde en una necesidad subjetiva y no en la experiencia, sin embargo, la necesidad parece objetiva, al exigir toda necesidad subjetiva una aprobación universal. La única manera de objetivar un sentimiento es recurriendo a un principio sistemático: las síntesis a priori.

    Los juicios sobre el arte son sintéticos a priori. Sintéticos porque establecen una relación entre la representación y el estado sentimental del sujeto (el predicado del juicio es un sentimiento) y a priori por su desinterés (que los diferencia de los juicios sobre lo agradable y los excluye del ámbito del objeto) y sobre todo por su pretensión de universalidad. Esta universalidad es la que provoca la presencia de lo trascendental. De ahí que todo el a priori y, por tanto, la base del juicio de gusto resida en la capacidad universal de comunicación de un estado del espíritu en una representación dada. La desintegración del ideal de la mathesis fue un problema de funcionalidad del sujeto: afectó a la armonía de las facultades de conocer y, en última instancia, a la unidad de la conciencia, puesto que las posibilidades en que la conciencia creaba contenidos no eran otras que las posibilidades formales. La satisfacción universal, el rechazo apodíctico de la necesidad, la necesidad universal subjetiva fundada en un sentido común y toda la capacidad universal de comunicación de estados del espíritu implicaba rescatar como normativa para la conciencia estética el principio universal contenido en la mathesis durante el orden de Razón. Pero esta misma capacidad universal de comunicación abrió las puertas de las síntesis a priori y, por tanto, la posibilidad de disponer del juego libre de las facultades de representar. El gran desastre que la modernidad reservaría a la función comunicativa para el dominio de las síntesis subjetivas —incluyendo el problema real del desenvolvimiento de los medios de comunicación que parece irreversible—, la práctica combinatoria que permite el juego de la represen­tación para las síntesis subjetivas —en la que tiene cabida la interpretación simplista del arte como juego, en el sentido del homo ludens, difundido por Huizinga, y tan caro a tantos profesores simplistas de literatura— sólo fue teóricamente posible con la reflexión elaborada por Kant con la Crítica del juicio. Por eso se puede decir que para Kant el juego de las formas termina convirtiéndose en el único juicio propio de gusto, en un juicio estético puro cuyo único fundamento de determinación es la finalidad de la forma. Este juicio asiste a la desaparición de toda clase de sensación y permanece impasible ante cualquier matiz de la emoción o del encanto. La finalidad de la forma refleja entonces una manera de sentir las cosas. Alejada de la trascendencia del ser, la finalidad no tiene concepto y carece por completo de fin. En este sentido, el arte sólo podía ser espíritu y libre juego. Por tanto, el sentimiento de libre juego concierne al juego total de las formas artísticas y en algunos aspectos concretos afecta al juego parcial de las formas literarias y lingüísticas.

    Si la comunicación universal de un estado del espíritu permite pensar la unidad entre dos términos heterogéneos incluyendo lo particular dentro de la regla universal y haciendo posible que la trascendencia del sistema convierta al juicio en un asunto del sujeto, es el a priori de la finalidad el que logra la síntesis entre la representación del objeto y el sentimiento del sujeto, síntesis ilimitada por cuanto la tarea de la experiencia y la libertad de su constitución son en sí mismas inacabables. En este sentido es en el que decía Kant que un concepto sólo puede tener como fin el objeto de que es causa, de modo que la causalidad de un concepto sólo podía ser su finalidad, esto es, su forma finalis. La forma finalis es en realidad una finalidad sin fin, un idealismo que no se refiere al modo de ser de las cosas, sino al modo de sentirlas. Ni es finalidad del objeto ni finalidad de la naturaleza, sino el fin de un estado del espíritu, el fin de un destello subjetivo que en realidad carece de fin. Alejado del concepto y del objeto, de lo bueno, de lo útil y de lo agradable, de cualquier oficio, mecanismo o fin, la finalidad del arte es la de mantener el libre juego del espíritu, la de permanecer en la pura forma de la finalidad. Por eso el estado del arte no se puede desligar de «la comunicabilidad de una sensación», esto es, de comunicar sin más pretensiones que exigir de cada uno «una finalidad subjetiva», una «satisfacción en el objeto» que implique la admisión de un sentimiento como «universalmente comunicable» y sin intervención de conceptos. Es así como surge todo el idealismo de la finalidad. Los juicios estéticos expresan un modo de sentir las cosas, no un modo de ser las cosas. Como no es finalidad objetiva, tampoco es finalidad de la naturaleza. La estética no conoce los objetos como tales, sino que su objeto es un estado del espíritu, y por eso se puede decir que la finalidad estética es una finalidad subjetiva. La finalidad de la naturaleza no es estética, existe en ella un concepto del objeto, el cual es la causa de la existencia de ese objeto; este concepto se llama entonces fin. En cambio, la finalidad estética rechaza todo concepto del objeto, es una finalidad sin concepto. No se refiere al fin en sí (ya que éste es un bien, un concepto que determina el juicio ético). Por ello la finalidad estética es una finalidad sin fin. De ahí que se pueda decir que el arte no es bueno ni útil ni agradable, que no tiene fin alguno —esto es, ningún fin político ni moral no social— y, sin embargo, encierra una finalidad, y que no es oficio ni mecanismo, sino espíritu y libre juego. La finalidad estética se refiere a toda la conciencia (con todo su contenido) y no a una o varias formaciones del espíritu; por eso se excluye de esa finalidad todo fin. Es una finalidad formal subjetiva porque excluyendo todo fin no queda en ella más que la pura forma de la finalidad. Para que de una representación cuyo objeto es dado surja un conocimiento en general se requiere la imaginación, que combina lo diverso de la intuición, y el entendimiento, que logra la unidad del concepto que une las representaciones.

    Cuando hay un objeto dado, la facultad de juzgar exige la concordancia de dos facultades de representación: la imaginación y el entendimiento. La imaginación es libre. El entendimiento es el único que produce leyes. Cuando hay leyes en la imaginación, es el entendimiento el que da la conformidad. El gusto es la facultad de juzgar un objeto en relación con la libre conformidad a leyes de la imaginación Si la imaginación (en su libertad) despierta el entendimiento, y éste la pone en juego, entonces se comunica la representación no como pen­samiento sino como sentimiento interior de un estado del espíritu conforme a fin. El gusto es entonces la facultad de juzgar a priori la comunicabilidad de los sentimientos que están unidos con una representación dada (sin intervención de un concepto). La síntesis termina reduciendo la totalidad a un simple problema del sujeto. Por eso los saberes se dispersan y dividen, y se pierde el rastro de la unidad de la mathesis. Y el análisis objetivo de la representación de los saberes cede paso al sentimiento artístico del sujeto. La mimesis, por ejemplo, es ya una categoría innecesaria para la constitución del sujeto. El sujeto es el genio, una capacidad espiritual innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza (el talento como dote natural) da la regla al arte. Su originalidad, su ejemplaridad, su donación de la regla como naturaleza, opone el genio a toda especie de mimesis. En definitiva, la universal comunicabilidad subjetiva del modo de representación en un juicio de gusto (que no puede presuponer un concepto) es el estado del espíritu en el libre juego de la imaginación y del entendimiento. La base del placer subjetivo está en la unidad de la conciencia: en la armonía de las facultades de conocer. Con ello Kant provoca un cierre categórico sobre el principio que había desintegrado el orden de Razón. La imaginación, el ingenio, la melodía, que habían iniciado la destrucción de un orden deductivo, quedaban asociadas con todas las facultades del espíritu para colaborar en el libre juego. La síntesis fue el gran error del orden deductivo y, por consiguiente, la gran fortuna de la modernidad.

 

III

 

    1. Aun sabiendo que nos movemos dentro de la historia del saber, me causa cierto temor volver a extrapolar el error de Rocinante, pues supone avanzar un grado más en la naturaleza de este concepto, pero es necesario comentar cómo lo contemplo en la organización de España, en nuestro mundo universitario y en nuestra vida cotidiana. Así que si en la parte segunda trasladé el concepto desde el arte de novelar de Cervantes a la historia de las ideas, ahora lo desplazaré desde estos reinos del conocimiento hasta las actividades humanas. Creo que existen dos fundamentos que permiten efectuar la traslación. En primer lugar, si el error de Rocinante es un desajuste entre órdenes de saber y, por tanto, entre concepciones de mundo, entonces afecta tanto a un héroe de ficción (al héroe de una novela) como a un sistema surgido en un orden de ideas o a la práctica de la vida cotidiana. En segundo lugar, el error de Rocinante es un concepto de carácter circular, repetitivo, voluntarioso, presente en la malla del entrecruzamiento ilimitado de relaciones de poder y no un error de ruptura que, salvo las mutaciones que están muy bien fijadas conceptualmente en la historia del saber, la mayoría de ellas son siempre rupturas imaginarias existentes sólo en la mente de quienes la proponen. Los conceptos circulares —como la exégesis contenida en mi libro La mirada griega— suelen ser extraordinariamente dúctiles, por ser trascendentales y anteriores a cualquier tipo de experiencia. Eso permite al error de Rocinante la integración en el ser de Occidente y en cualquiera de sus hermenéuticas.

Conforme mi artículo se desarrolla, cada vez percibo con más claridad la cantidad de espacio que necesitaría para explicar cómo, después de 1790, al amparo de hitos políticos de enorme envergadura, un horizonte epistemológico se expande por Europa en el que el fenómeno más relevante es sin duda alguna la autonomía lograda por todos los discursos sobre el hombre. Pero lo que ahora quiero poner de manifiesto es que el neokantismo de nuestra contemporaneidad no nace sólo del entramado hermético que provocó el cierre categórico de la Crítica del juicio, esto es, el arte concebido como sentimiento, contemplación, síntesis, satisfacción de todos, comunicación de estados del espíritu, libre juego de todas las facultades de representar en el que tiene cabida el juego de «contenido social» i.e., compromiso artístico que no es más que parte de la combinatoria, o sea, reducción de lo social a un simple acto de «jugar»—, carencia de fines y, sin embargo, finalidad, imaginación libre, etc., por importante que sean todos estos conceptos para la vía sintética del saber, sino que todo el neokantismo terminológico que define nuestra contemporaneidad nace de un espíritu ilustrado, de un sapere aude! que Kant había propugnado antes, en 1784, cuando escribió su breve ensayo ¿Qué es la Ilustración?

¿Cómo integrar todo el cierre categórico de Kant en ese neokantismo de la modernidad? La definición de Kant en aquel ensayo es muy conocida: la ilustración era la liberación, la salida del hombre de un estado de minoridad del cual él mismo era el culpable. Culpable de su incapacidad, pues el estado de minoridad era la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guía de otro. De ahí el lema: Sapere aude!, esto es, ¡Atrévete a saber! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! Es muy cómodo que otros piensen por nosotros, demasiado fácil no estar emancipado. Tal falta de emancipación es una característica general de épocas no ilustradas como la de nuestra contemporaneidad en la que las publicaciones —y quiero incluir expresamente las publicaciones  universitarias— no regalan en demasía pensamientos e ideas originales y más bien responden a una permanente carrera curricular promocionada desde la historia política en todos los ámbitos en que se desarrolla la libre individualidad. Vivimos un tiempo pleno de libertades individuales y, sin embargo, carecemos de la libertad que requiere una época ilustrada. Kant se planteaba entonces el mismo problema que actualmente todavía a algunos nos preocupa:

 

Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada? La respuesta será: no, pero sí en una época de ilustración. Falta todavía mucho para que, tal como están las cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en disposición de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de religión. Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que van disminuyendo poco a poco los obstáculos a la ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto nuestra época es la época de la Ilustración o la época de Federico (E. Kant, «¿Qué es la Ilustración?», en Filosofía de la historia, México, fce, 1985, págs. 34-35).

 

    Kant diferencia entre una época ilustrada, aquella época descrita años más tarde por Schelling con el término «entusiasmo» para referirse a la Florencia de los Medici, en la que la capacidad de pensar y las prácticas de arte inundaban todos los aspectos de nuestro entorno, como si en cada atmósfera de aire que respirásemos la ilustración nos «oxigenara», y una época de ilustración en la que simplemente nos vamos liberando de los obstáculos que nos impiden acceder al saber.

 

    2. En una época de ilustración, en el tiempo del sapere aude!, la mimesis de la vida real prolonga el error de Rocinante en las formas de cultura. Como he aclarado en toda la primera parte de este artículo, antes de este error la configuración del saber en el entorno de la similitud convierte al poeta en naturaleza, lo impregna de ficción y la mejor manera de burlarse de su autoconciencia, como sucede en Don Quijote, es parodiando su servilismo a través de un mediador. Pero seguramente debamos preguntarnos: ¿entonces por qué no nace antes la novela moderna, dado que la similitud es el faro que orienta el saber occidental hasta bien entrado el Renacimiento? El lector sabe que hay una respuesta bastante simple: el despertar de la conciencia subjetiva, aquel soplo de aire que reveló Burckhardt cuando se refirió a cómo la conciencia levanta su velo en la Italia de los condottieri, no tuvo lugar hasta las postrimerías de la Baja Edad Media. Por consiguiente, difícilmente se puede poner en discusión el carácter servil de la conciencia si ésta conceptualmente, según la entendemos hoy, aún no había nacido hasta el final del Medioevo. La conciencia del poeta en el entorno de la naturaleza prolonga en cierto modo su carácter ingenuo, tal como Schiller la delimitaría años después. Es verdad que Schiller se refería a una situación de armonía con la naturaleza, al estado propiamente griego, en el que el ideal o la ficción se viven como si fuera un estado real. Y por eso Castro tuvo que referirse a Cervantes en términos de lo que he denominado la natura naturans. Pero, después de Don Quijote, con el advenimiento del orden de Razón, y con la posterior adscripción de los saberes sobre el hombre a un mundo sintético, las cosas se tornaron bien diferentes, puesto que cuando el hidalgo fue derrotado por un error de conocimiento y la Razón se impuso sobre la mimesis, el poeta tuvo que buscar la naturaleza para dejar de ser un ente de ficción por eso no fue casual que Don Quijote quisiera dedicarse con sus convecinos a una vida pastoril, el hidalgo se topó de frente con su autoconciencia y, completamente independiente, comenzó a conocer el sabor amargo y la degradante servidumbre de la vida real, lo que le condujo a la muerte. Y una vez que el orden de Razón se instala en la conciencia europea y no puedo detenerme en comentar cómo la sociedad Barroca no era tan diferente de la Ilustrada en buena parte de Europa, el poeta necesita buscar la naturaleza perdida, aun cuando ésta se lograra con más intensidad en aquel momento, entrevisto también por Schiller, en que el poeta se hizo sentimental. Este poeta sentimental es un vindicador de naturaleza que sólo puede expresar como idea la ficción o el ideal buscado. En Schiller el grado supremo de preponderancia del ideal tenía un matiz elegíaco o idílico, pero lo importante era que el nivel máximo en el que la ficción se expresaba como idea estaba en el ingenio ilimitado que aspiraba a lo infinito. Aquí, aun cuando se trate de un orden sintético, el poeta no aspiraba a ser independiente y, al carecer de tal objetivo, se liberaba de cualquier servilismo. Sin embargo, no es infrecuente que un poeta sentimental, subjetivo, busque el homosemantismo y la universalidad sintética por debajo de la apariencia del ser. Y en este caso es cuando surge el verdadero problema, por cuanto resulta imprescindible incorporar la mimesis de la vida real al orden sentimental. Es el gran interrogante de la natura naturata, el mayor de los problemas vivido por el arte durante el orden de Razón y sobre todo en nuestra Modernidad. Aquí, en la mimesis de la vida real, un héroe que se reencuentra con su autoconciencia es plenamente autónomo y servil hasta la extenuación, y por eso el arte mimético y a tal efecto es irrelevante que hablemos de realismo intencional, naturalismo, expresionismo, poesía de la experiencia o de cualquiera de las decenas de variantes que conocemos, sea más o menos patético o más o menos festivo, es la forma que conoce los menores grados de objetivación de una voluntad de arte y, por consiguiente, la forma artística menos equidistante de la vida prosaica que rige nuestro entorno. Schiller sólo veía sátira en un ideal en el que preponderaba una realidad desagradable. Pero yo quiero dar un paso más y alinearme en la tradicional pugna entre las ideas defendiendo con la mayor convicción posible que existe siempre una relación inversamente proporcional entre el arte, el compromiso artístico y la vida política y que, en cambio, la dosis artística es siempre mayor cuanto más logre el arte distanciarse de la vida real. Lo que quiero decir es que las formas del principium individuationis son irrelevantes para el arte.

 

    3. No obstante, muchos degustadores y estudiosos muestran un interés desmesurado por tal concepción de la mimesis a fin de lograr determinadas distorsiones, pues permite una completa interferencia de la vida política en la vida artística. La mimesis sirve extraordinariamente a la historia política para que ésta pueda ejercer sus relaciones de poder frente al arte. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que el arte sí debe estar libre de otro tipo de compromisos: vínculos de carácter comercial, religioso, moral, etc. suelen ser universalmente rechazables por todos y podemos fijar una opinión unánime a este respecto. Y, sin embargo, ¡qué poder el de la historia política para domeñar y someter el arte al servicio de cualquier compromiso social! Al fin y al cabo el éxito de la historia política se mide por la intensidad con que logra el quebranto de sus víctimas. A este respecto, un ejemplo ilustrativo en un campo mayor ha sido la destrucción fehaciente de muchos sedimentos culturales que ennoblecían las actitudes juveniles y las diversas formas de cultura de los universitarios europeos y españoles hasta series históricas bien recientes. Es un problema derivado del mismo error de Rocinante durante nuestra contemporaneidad, en la que determinadas relaciones económicas de poder han impuesto un modelo de Estado negligente que en nombre de la libertad se ha convertido en todo un entramado mercantil en buena parte de las naciones de Occidente. Concretamente en España tal Estado negligente ha contado con núcleos políticos activos en toda la banda del espectro, que no han perdido ocasión para difundir el carácter pernicioso de la centralidad y del sistema organizado, difusión convertida en un modus vivendi y en un estilo definidor de nuestro tiempo. Pero con la perspectiva de los treinta años transcurridos, hay decenas de resultados bien elocuentes que deberían ser objeto de reflexión. Propiamente hablando diríamos que el Estado negligente es un Estado fractal y, por tanto, un Estado totalitario, aunque, eso sí, nos engaña con su expresividad. El Estado totalitario expresivo, compuesto por comunidades en las que cada una es un pequeño todo en su propio medio, es como un federalismo sin arbitraje —lo cual es mucho más negativo que un Estado federal—, es decir, el Estado negligente es el resultado final de organizaciones políticas que no son democráticas en puridad, en la que los aparatos de los partidos se imponen sobre el todo (el partido político), en el que las listas cerradas prevalecen sobre el todo (los ciudadanos que votamos), en el que las leyes que aprueban las instituciones de representación nunca son refrendadas por el todo, salvo en el caso especial de que interese al poder político, etc., en definitiva, una maquinaria en toda regla de una potentísima y temible relación de poder. Los políticos, que están todos los días pronunciando discursos y siendo entrevistados por los medios de difusión, los cuales también se convierten en colaboradores, son los agentes totalitarios de un sistema que habla en nombre de la libertad, los pilares de un Estado negligente cuyo discurso bien vale la pena desmontar en nombre del bienestar de los ciudadanos, en nombre del ideal de la libertad y en nombre del porvenir que nos jugamos.

Como fractal que es, el Estado negligente multiplica ad infinitum las laderas en que la parte se comporta como un todo. Por ejemplo —y podría poner decenas de ejemplos si no estuviera constreñido por los límites de este artículo—, una mirada retrospectiva desde el curso actual 2006-2007, que es mi trigesimocuarto año de actividad docente, sólo me permite reconocer transferencias autonómicas dislocadas que han ido desorganizando la vida de nuestros jóvenes desde el bachillerato o antes quizá, convirtiendo a todos nuestros alumnos en víctimas de ese Estado negligente por lo que se refiere a la experiencia de sucesivos planes de estudio cuyo denominador común ha consistido en justificar el tiempo de los políticos designados por los aparatos de los partidos, en utilizar una pedagogía de la comprensión que ignora todo lo que signifique esfuerzo (pedagogía que se convierte en una colaboradora impagable), y sobre todo una mirada local, llamada en España, «nación», «nacionalidad» o «realidad nacional», o vaya usted a saber con cuántos nombres podrá ser designada, cuyo efecto más visible en nuestros jóvenes estudiantes ha sido la interrupción de la cadena simbólica del saber y la imposibilidad de encadenar sus disciplinas. Y si nos ponemos a pensar, el efecto aparente es aún más tosco e hiriente para nuestra sensibilidad: la anulación de facto de toda una generación de jóvenes, los llamados vulgarmente «jóvenes de la movida», ahora «jóvenes del botellón» o «jóvenes de la noche», que, aun cuando no sean todos los que son, sí que se considera a muchos de ellos desahuciados, víctimas de una mercadería nauseabunda, analfabetos funcionales que han nacido en libertad y que incluso ocupan algunos de ellos plaza de universitarios. Sin duda que todos nosotros, sus ascendientes, somos responsables, pero de manera especial lo son quienes organizan y promueven la educación y la cultura como servidumbre de la actividad política. La cesión de la educación a los gobiernos autónomos en España ha sido un gran infortunio para todos: ¿qué aroma de la vieja piel de toro le llegará al vizcaíno del Quijote, a la Barcelona del Quijote, a la gente que vive a orillas del Ebro en el Quijote, a los percheles del Quijote, a la Sierra Morena del Quijote, a los de Sevilla, Granada, etc. citados en El Quijote, cuando la próxima generación se haya educado entre los intereses locales y la cultura rústica de los gobernantes autónomos, en los centros educativos y con los desastrosos planes de estudio que ellos han promovido y donde, finalmente, el primer criterio educativo es el apego a lo cercano? Por una misma relación de poder impuesta, pero por razones diferentes, esos «españoles» del futuro, seguramente repetirán los versos de Cernuda: «Si yo soy español, lo soy / A la manera del que no puede / Ser otra cosa; y entre todas las cargas / Que, al nacer yo, el destino pusiera / Sobre mí, ha sido ésa la más dura». Si la historia del siglo xix dominada por los conflictos borbónicos se reveló como una losa demasiado pesada para la España del siglo xx, ¿qué nos deparará el siglo xxi cuando comiencen a aflorar los efectos de la planificación negligente del Estado de las autonomías del siglo XX?

    4. Para Kant el aspecto más positivo de una época de ilustración era la emancipación de los hombres de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión. Habrá que reconocer, en primer lugar, los grandes logros: los ilustrados —i.e., en gerundio imperfectivo: ‘los que vamos haciendo ilustración’—, en el uso de la razón privada, nos acercamos a la religión con el respeto de la historia (entendiéndola como arqueología), pero con el desprecio que un ilustrado observa a quien desaprovecha la ocasión y no se ilustra, como, por ejemplo, parece ser el hombre débil incapaz de emanciparse de la tutela religiosa. En este sentido, el hombre ilustrado ve en los credos religiosos magia, imagen, ilusión, pura prolongación de un modelo de mimesis periclitado en nuestra contemporaneidad. Una especie de mimesis paralizante, como sucedía en el Don Quijote mimético. Y con un inconveniente para mantener la coherencia del sistema que la contemporaneidad defiende: la vía religiosa impide el acceso a la autoconciencia. Pero, pensando en nuestros jóvenes universitarios, en los grandes logros también están contenidos los grandes fracasos. Son en realidad los fracasos para el hombre no ilustrado (entendiéndolo también en gerundio imperfectivo: ‘los que van negando la ilustración’), pues actualmente es cada vez más abundante la conversión del individuo no ilustrado en individuo incapaz y se ensanchan las fronteras entre el individuo ilustrado y quien no lo es. El hombre no ilustrado tiene todas las características del ser idiota en el sentido dado por Dostoievski al protagonista de su novela El idiota, el príncipe Nicolayévich Mischkin, símbolo de la inocencia y del sentimiento edénico o también Mitia Karamásov, símbolo de la culpabilidad edénica en Los hermanos Karamásovi, en oposición al intelectual extraordinario Raskólnikov de Crimen y castigo. Para cierta tipología de la imbecilidad es preferible la ilusión, la similitud, la imagen, la religión y el consejo de la fe, antes que la nada. La nada sistemática, plena de ataraxia, es el efecto de un estado de cultura, el efecto de una ilustración en la que el ser es siempre, como dijo Nietzsche, el último humo de una realidad que se evapora y en el que la nada forma parte del ser porque, como decía Heidegger, en cuanto es pensada y dicha la nada también es «algo». Ésta es su gran contradicción. Pero la nada universo de cultura, la nada ontológica, ilustrada, no tiene nada que ver con la nada de quienes se aburren porque no crearon conceptos en su experiencia interior. Esta nada corresponde al nihilista por ignorancia o desconocimiento, que en nuestro tiempo puede vislumbrarse en múltiples aglomeraciones o en grandes masas receptoras de palabras o expectantes ante medios, y que resultan imprescindibles para el desenvolvimiento del poder político.

    No cabe duda de que para este poder político es muy conveniente una educación como la que se ha venido planificando en España durante los últimos treinta años. Educación política que ha tenido un pernicioso calado entre los jóvenes de las tres últimas décadas: la cultura del ocio, el espejismo de ligar el ocio a la vida, plastificado, por ejemplo, en la alteración cualitativa de la fiesta como solemnidad a la fiesta como repetición. Esa nada que envuelve al estado de idiotez y que caracteriza a la cultura del ocio es confundida conscientemente por los credos religiosos para preguntar: «¿Y ahora qué?». Pero esa nada imbécil no tiene relación alguna con la nada como estado de cultura, esto es, con el nihilismo ontológico propio del espíritu ilustrado, pues la nada por desconocimiento nunca fue la contraparte del ser ni la máscara del sujeto. Desde nuestra retrospectiva actual el texto de Kant es insuficiente porque necesitamos una época ilustrada y no una época de ilustración. Téngase en cuenta que el mayor error de Kant sobre una época de ilustración fue creer que, al contrario de lo que sucedía en materia de religión, los que mantienen la posición dominante en una relación de poder no tenían ningún interés en ejercer la tutela sobre sus súbditos en materia científica o artística, es decir, en la vía analítica y sintética del saber. De esa tempestad provienen nuestros lodos. Hay toda una gran manipulación de la vida llevada a cabo por una organización científica del saber. Y no hablo de organización sensu stricto en la que se lleven a cabo alteraciones perfectamente regulables mediante leyes, sino de algo mucho más profundo por ser un concepto teórico: toda una organización de la vida, el dinamismo que promueve la vida, todo un desarrollo educativo en el que el concepto «vida digna de ser vivida» se encuentra al servicio de una historia política que ejerce tutelas efectivas sobre los individuos que se convierten en súbditos a fin de cumplimentar los intereses que más convengan a las relaciones económicas de poder. Es una tutela a partir de la vía analítica del saber, esto es, con la colaboración de los reinos científicos del saber, y necesitaría muchas páginas para lograr desarrollarla. Y en el caso del arte sucede lo mismo: domeñado, manipulado, marginado o integrado, como sucedió en otras épocas iluministas de la historia, se encuentra doblemente tutelado, primero, por esa misma organización científica del saber y, después, por esa misma historia política. Además, la vía sintética del saber ha desarrollado en nuestra contemporaneidad una tercera tutela, desconocida en el inicio de la modernidad —de ahí que Kant no la refiera— pero que se está revelando de una eficacia excepcional para el dominio de las relaciones económicas de poder: la tutela periodística, a la que me referiré después.

 

    5. Esta actitud mía en favor de la lejanía del arte con respecto a la historia política me ha llevado en los últimos diez años a dictar una lección que denomino «lección de clausura», y que en contra de lo que es habitual en mis guiones explicativos diarios de clase, suelo llevar íntegramente escrita para leerla el último día de clase, cuando finaliza el Curso escolar, a mis alumnos, quienes manifiestan un gran interés por ella, ya que con frecuencia me la reclaman. Con pequeñas variantes, el contenido viene a coincidir año tras año. Voy a aprovechar este lugar para reproducir por primera vez mi lección final, pensando en todos mis alumnos, porque creo que refleja bien en la España de la contempo­raneidad lo que entiendo como error de Rocinante.

                                                                          

 

 

Última Lección: una cuestión de actitud

 

    En éste último cuatrimestre del curso 2005-2006, que hoy terminamos, se cumplen al menos cuatro años desde que comenzasteis a estudiar por primera vez en la Universidad de Málaga. Vosotros, jóvenes estudiantes, que ahora finalizáis vuestro período de formación universitaria, seguramente pensaréis que cuatro años han constituido un período considerable de tiempo en el que se ha aprendido mucho y en el que se han podido hacer demasiadas cosas; sin embargo, desde la perspectiva de un profesor que se sabe casi al final del camino, en cuatro años apenas si da tiempo a nada. Se aprenden unos cuantos tópicos, se adquieren tres ideas sueltas y aparenta uno estar en posesión de saberes diversos. Pero no hay nada más.

    Os he querido enseñar una filología anclada en un nihilismo radical, pero profundamente enamorada de la vida del espíritu, una filología que cree en la transvaloración, que discurre entre profundidades, y que sabe bien que la profundidad es máscara y piel, una pura superficie. Por eso me gustaría expresar en alta voz lo que en realidad es una reflexión interior sobre mis propios alumnos y también sobre mí mismo y sobre mi vida académica, y espero que os hayáis dado cuenta de que acabo de llamaros «alumnos», y no como siempre «estudiantes». ¿Representáis el rostro de la vieja Europa o más bien la semblanza de los nuevos, de los terribles tiempos que se avecinan para la vida del espíritu en una sociedad que ha relegado a sus humanistas a uno de los lugares menos respetados de su escala social? Permitid que no conteste a este interrogante. Hay preguntas que no tienen respuestas. Y en este caso es que yo tampoco quiero ofrecer ninguna para no correr el riesgo de equivocarme ni despreciar a quienes nos gobiernan.

    Desde 1995, hace ya más de diez años, leo cada curso, no sin cierta emoción y nerviosismo, la última lección escrita expresamente para vosotros. En esta lección, por tratarse de mi último día de clase, siempre os he rogado que me dejéis hacer un breve circunloquio. Al final de Hyperion, Hölderlin, a quien muchas veces en intimidad llamo «mi Hölder», el gran poeta romántico, mi poeta preferido, el poeta de los poetas, y del que sólo quienes han sido mis alumnos de Estética tienen el privilegio de haber compartido el preguntar: «¿Para qué poetas en tiempos de indigencia?, ¿para qué poetas en tiempos como los nuestros que son tiempos de miseria?», Hölderlin, digo, explica brevemente cómo vino a «caer» entre alemanes. Llegó con humildad, escribe Hölder, cual el ciego Edipo sin patria, ante las puertas de Atenas, y entonces el poeta sentimental se encontró con alemanes, a los que describe así: «Bárbaros desde tiempos remotos, a quienes el trabajo y la ciencia, e incluso la religión, han vuelto más bárbaros todavía, profundamente incapaces de cualquier sentimiento divino, corruptos hasta la médula felizmente para las sagradas Gracias, ofensivos para cualquier alma bien nacida, tanto por sus excesos como por sus insuficiencias, sordos y faltos de armonía, como los restos de un cántaro tirado a la basura [...]. Es duro lo que voy a decir y, sin embargo, lo digo porque es la verdad: no puedo figurarme ningún pueblo más desgarrado que los alemanes. Entre ellos encontrarás artesanos, pero no hombres, pensadores, pero no hombres, sacerdotes, pero no hombres, señores y criados, jóvenes y adultos, pero ningún hombre... ¿No es todo esto como un campo de batalla donde yacen entremezclados manos y brazos y toda clase de miembros mutilados, al tiempo que la vertida sangre de la vida se pierde en la arena?».

    Hay preguntas que carecen de respuestas. ¿Qué diremos de nosotros mismos, los españoles, a quienes apenas si nos quedan sacerdotes —no sé si felizmente para las sagradas Gracias, de los españoles, quienes contamos con tan escasos artesanos y con tan poquísimos pensadores, que apenas si tenemos amantes de la vida del espíritu? En las despedidas, como sucede en el día de hoy, no parece muy acertado hablar de España, una nación a la que amo más por su historia y su cultura, por su tradición y por su arte, que por el bienestar que ofrece a sus ciudadanos; una nación que en la escuela, cuando yo era un niño, mi maestro la mostraba en el mapa como una vieja piel de toro, una piel que espero recordar mientras viva con el mismo ardor agradecido con que ese raído mapa logró insuflar mi espíritu y me penetró de joven. En las despedidas no parece que sea el momento de hablar de nuestras Instituciones públicas ni de sus formas de gobierno; seguramente no hace falta que mencione a toda esa gente que se consideran profesionales de la política, que militan en partidos, que son como las congregaciones religiosas, y a los que seguramente todos vosotros votáis; probablemente no es hoy el momento de referirnos a la gente de esta nación, nuestros compatriotas, que parecen tan remisos a distinguir formas egregias de cultura. En las despedidas tampoco quiero hablar de nuestras autoridades académicas, las de la Universidad de Málaga, ni de sus profesores, que son mis colegas, ni tampoco de vosotros, que durante estos cuatro meses habéis sido mis alumnos, pero sí me gustaría transmitir un pensamiento que parece envolver siempre mi último día de clase: espero mucho de todos vosotros, tanto casi como vosotros esperabais de mí cuando en aquel primer día de marzo, os impartí, trémulo, la primera lección de mi programa. Dejadme emplear entonces por segunda vez las palabras de Hölderlin: «Cuando un pueblo ama lo bello, cuando honra al genio en sus artistas, circula en él un espíritu general igual al aire de la vida, la timidez se desvanece, la vanidad se disipa y todos los corazones son devotos y grandes, y el entusiasmo engendra héroes. Tal pueblo es la patria de todos los hombres, y al forastero le gusta quedarse en él. Pero donde la naturaleza divina y sus artistas son tan maltratados, desaparece el mayor encanto de la vida, y cualquier otro astro es preferible a la tierra».

    No sé si en estos cuatro, o cinco, o seis últimos años de vuestra vida como estudiantes, entre tantas clases mal recibidas, tantas carencias y faltas de lectura, tantas ausencias notorias en vuestro haber, tantos apuntes mal tomados, os habéis dado cuenta de qué profundamente han sido las humanidades relegadas, infravaloradas, desprestigiadas por la vida de la ciencia y de la técnica y por la organización social en su conjunto. Ni siquiera sé si como auténticos demiurgos habéis comenzado ya a contemplar el mundo desde arriba con una mirada olímpica. Pues la verdad es que apenas si hemos podido hablar de la modernidad. Ni tampoco sé si saldréis de aquí asumiendo con orgullo lo importante que debiera ser la filología para la vida del espíritu. Quizá dependa todo ello de la clase de filología que hayáis aprendido. Por mi parte, he tratado de haceros comprender que hay una filología que desprecia con arrogancia el progreso y todo el orden del conocimiento científico-positivo en general, que desdeña muchos de los valores pedagógicos, jurídicos, técnicos y científicos, pero que experimenta una enorme sacudida cuando le llega el aroma de la gran literatura, el olor del gran estilo y el sabor del gran arte.

    A partir de ahora demandaréis con insistencia un espacio social en el que vivir vuestra independencia personal. Os trataréis de incorporar al mercado de valores y de lograr un reconocimiento social. Entonces, quienes ejerzáis en el futuro la actividad docente, y os dirijáis día tras día a vuestros alumnos, no le ocultéis la solemnidad. Sólo así, desde la más profunda convicción personal, y haciendo uso de un estilo sublime, esto es, reconociéndoos diariamente en lo solemne, podréis conversar con vuestros alumnos sobre el futuro hostil que aguarda a los humanistas, y encontraréis quizá en nuestra historia pasada el único espacio que demanda sin equívocos una auténtica lealtad. La belleza sólo subsiste en la memoria, en el recuerdo y en la historia. Preguntad a los viejos y os dirán que la belleza personal es una cosa del pasado, algo que pertenece a una juventud perdida. Preguntad a un poeta y os dirá que el ritmo del verso late con más fuerza cuanto más se difumina en la gruta de la historia. Si os declaráis creyentes religiosos o nihilistas ontológicos, sentiréis probablemente la necesidad de pensar en una Europa que hace ya bastantes años que ha perdido el consenso de una tradición que forja la vida del espíritu, os enfrentaréis —y espero que vuestra confrontación sea tan suave como la que yo he tenido con vosotros a esos alumnos, españoles, tal vez extranjeros, posiblemente alumnos de secundaria no demasiado interesados en forma alguna de cultura gracias a la manipulación ejercida por la historia política en España durante los últimos treinta años, que os mostrarán una sonrisa cómplice si le reveláis que vuestros mejores interlocutores son Nietzsche, Schiller, Kant o Platón, que se mirarán de reojo entre sí cuando le declaréis que las mujeres a quienes amáis son Antígona, Ofelia, Dulcinea o la dulce Iseo, aquella Iseo la Blonda a quien también llamamos Isolda, y que no comprenderán, finalmente, que vuestros personajes tipos, los hombres que a vosotras, las futuras profesoras, os tienen prendadas, sean Fausto, Hamlet o Alonso Quijano el Bueno. Y no sé por qué me fijo en Quijano y no en Don Quijote. Cuando os enfrentéis a tales alumnos, espero que le habléis de la Europa que este profesor de pasada siempre os ha referido, de una triste Europa asustada y replegada sobre sí misma, que a lo largo de su historia ha estado siempre en guerras, una Europa cuyo pasado fue, como dijo siempre Hegel, la historia de una interminable carnicería. Esa es nuestra única historia. Y lo demás es un cuento político. Espero que le habléis, no de la Europa progresista y vitalista que congrega a los parlamentarios en las jornadas de Bruselas, de Madrid o de cualquier capital autonómica, ni tampoco de la Europa que desgraciadamente concentra a nuestros jóvenes en las noches de España, sino de aquella otra Europa que vive en su inconsciente atemorizada por la idea de que la rectitud del hombre es un valor que definitivamente parece que se escapa. Espero y deseo que habléis a vuestros alumnos de esa utópica Europa que a todos nos gustaría tener, de una Europa dispuesta a rescatar los valores artísticos y heroicos que un día la hicieron emerger en el horizonte de Occidente hace ya casi tres mil años durante la guerra de Troya, y que a la manera de los poetas elegíacos, como quiso mi Hölder, el Hölderlin de todos, estéis siempre dispuesto a sobreponderar el Ideal de su humanidad. ¡Ojalá lo sobreponderéis con gozo entendiendo bien el espíritu de Zaratustra: «¿Qué dice la profunda medianoche? El mundo es profundo / profunda es su pena /¿pero el goce? Todo goce quiere eternidad, quiere eternidad, oh, tan profunda!».

    Espero que miréis siempre a Grecia con la mirada que más me gusta: la mirada lasciva que simbolicé en Helena cuando escribí La mirada griega, esto es, espero que cuando os fijéis en Grecia penséis que en los cantos de Homero, en el invento del arte para poder soportar la vida, en todo el festín épico del que se nutre la tragedia, el honor, la gloria, el poder, la sinceridad, la muerte, el respeto, la estimación, el miedo, el saber compartir las palabras, manejarlas y turbarlas hasta hacerlas ambiguas, constituye el último y el único sentido para el hombre. Saber que lo que caracteriza a Occidente no es tanto la práctica de toda una vida como la idea sobre cómo se debe vivir la vida, no conceder importancia a los usos que una larga costumbre nos ha hecho mantener sino a los principios que nos hemos establecido y a las normas que nos hemos trazado desde el comienzo de Occidente cuando Ilión asedió a Troya por culpa de la infiel Helena, esa sublime ramera. Ideas y principios. Espero que os parezcáis al Alcibíades de Platón, y que lo imaginéis no sólo como la simple historia de un joven noble griego sino como el símbolo más destacado de lo que significa la dignidad esencial del ser humano, lo cual debiera ser el fundamento mismo de la Europa moderna, aun cuando hablemos dos mil quinientos años después de su fundación.

    Mucha gente se cree hoy humanista. Pero sucede algo muy extraño con las humanidades: se ha llegado a comerciar tanto con ellas que una especie de modernas Sibilas han invadido su frágil entorno. Las viejas Sibilas, aquellas que vivían en la Antigüedad clásica eran casi imperceptibles, pero de las actuales, tenemos noticias de las actuales Sibilas porque organizan la cultura de las modernas ciudades, porque participan de la puesta en marcha de todos los proyectos educativos, porque se sientan en las aulas universitarias, dominan las instituciones, gobiernan las universidades, los organismos y los grupos políticos, son militantes de partidos políticos, presiden los actos culturales, muestran la bandera de la forma, creen en los sistemas, les gusta hacer análisis exhaustivos, transmiten conocimientos, defienden la pedagogía, la didáctica, el progreso y el cambio de valores. Muchos de vosotros, mis alumnos, y también algunos de nosotros, profesores, sois, y somos, no como aquellas viejas sino como estas modernas Sibilas. Aquellas viejas Sibilas ¡qué bien las decribe Eliot cuando al comenzar The Waste Land recuerda los versos del Satiricón de Petronio: «Yo mismo vi con mis propios ojos a la Sibila colgando en una botella en Cumas, y cuando le dijeron los muchachos: Sibila, ¿qué quieres?, respondía ella: quiero morir», aquellas viejas Sibilas anhelaban la muerte, pero entre las nuevas Sibilas apenas si se sabe nada de aquellas palabras que escribió Festugière: «Lo mejor que hay en nosotros es aquella facultad que el griego designaba con la palabra intraducible noàj, pues el noàj  era más que lo que se denomina inteligencia o intelecto, pues era también una facultad de intuición mística». El propio Festugière decía que lo más sorprendente que hay en las costumbres modernas es la incapacidad en la que se encuentran la mayor parte de los hombres de permanecer solos consigo mismos y de bastarse ellos mismos: «No tienen nada en su interior, se aburren, una vez terminada la tarea de su trabajo diario o semanal, tienen una necesidad absoluta de divertirse, de salir de ellos mismos y de no estar consigo». Pero no olvidéis que Occidente y Europa son una cierta cualidad del alma: «El día en que esta cualidad haya desaparecido, aunque estemos rodeados de confort, bienestar y dinero, y de múltiples medios mecánicos que hagan nuestra vida más cómoda, Europa no existirá, no existirá nada. Y la vida entonces no valdrá la pena de ser vivida». Hoy parece, pues, un buen momento para reflexionar sobre qué valores deberíamos fijar en la vida de Occidente. Yo pienso, como aquel plúmbeo charlatán llamado Hegel, que Occidente no es nada más que una Idea, el comentario para sí mismo de una idea que es porque es en sí misma. Y que la extroversión de este en sí (de la idea en sí) genera un comentario permanente, un comentario sin fin de las cualidades que alumbraron la génesis de Occidente y de Europa.

    Lamento profundamente que algunos de vosotros, mis alumnos, ahora que estáis a punto de ser filólogos, no hayáis probablemente leído nunca ni siquiera un capítulo suelto de la Ética a Nicómaco. Resulta empobrecedor que los jóvenes de nuestro tiempo, vosotros, mis alumnos, que sois ya casi profesores, nunca hayáis leído los adioses de Héctor y de Andrómaca, ni la tristeza de Aquiles, ni el encuentro entre Aquiles y Príamo, ni tampoco una tragedia griega, ni la Apología de Sócrates, ni la muerte de Sócrates en el Fedón, que no sepáis casi nada de la ambición de Macbeth, ni del valor de Sigfrido. Sin embargo, por eso siento un orgullo especial cuando en  mi asignatura os imagino leyendo aventuras del Quijote o comprendiendo entelequias de Fausto. Yo también conocí un tiempo en el que algunos profesores, mis viejos maestros, leían en voz alta durante sus clases muchas grandes páginas, lecturas en las que el alma dúctil de los que entonces éramos adolescentes y después fuimos jóvenes universitarios se penetraba así de nobleza y hermosura. Hoy recuerdo cuando tenía vuestra edad. Por eso espero que vosotros reproduzcáis el ejercicio diario de lectura con vuestros alumnos, pues esto confiere al espíritu un cierto timbre de distinción; confiere al alma un cierto gusto por el heroísmo, y convierte al hombre, en sentido estricto, en más esencialmente hombre. Éste era el sentido de lo que antaño se denominaban humanidades, y que hoy están a punto de desaparecer. Alguna responsabilidad tendréis vosotros, y yo mismo también, cuando esto suceda de manera definitiva e irreversible, lo que no parece demasiado lejano. Durante mucho tiempo hemos permitido que otros en nombre de no sé qué historias políticas asuman nuestra función. Y los errores se pagan.

    Y ahora sí que termino. Me agradaría que la estancia que hemos compartido en el último cuatrimestre de vuestra vida académica, hubiera significado para vosotros el encuentro con un universo de cultura nuevo que antes desconocíais. Me sentiría satisfecho si mis pensamientos hubieran sido bien comprendidos por todos vosotros. Y me enorgullecería sobremanera si supiera que habéis aprendido a distinguir el discurso trabajado, elaborado y difícil, de la palabrería huera, simplista, que tantas veces algunos profesores dictamos desde tribunas universitarias como ésta que yo ocupo ahora mismo, y que por desgracia forma ya parte consustancial del aspecto más infantil de vuestra vida como estudiantes. Alguna responsabilidad tendréis vosotros en ello. Así que me gustaría difundir la tesis de que a comienzos del siglo xxi todavía se pueden forjar microgrupos entusiastas que crean que Occidente sólo tiene futuro cuando se mira su pasado. Parte de ese pasado concebido como una historia evolutiva, como una idea encadenada, es el que hemos estudiado durante todos los días de clase. Ahora tendréis que caminar solos, por vosotros mismos y sin ayuda de nadie hasta el final. Se os supone ya formados para el arte y para la vida. Por mi parte espero haber sentado las bases para que podáis traspasar ese umbral que distingue a quienes considero nihilistas ilustrados y, por consiguiente, espero mucho de vuestra honestidad intelectual, de vuestro amor al saber, de cómo logréis transmitir a vuestros alumnos actitudes y sentimientos hacia el arte. Pero aún espero más de aquellos de vosotros que sepan diferenciar en el futuro a los filólogos de etiqueta, que son tan abundantes, por no decir una auténtica legión, de aquellos pocos filólogos del espíritu, amantes de la tradición, del laberinto y de la senda difícil. Y todavía una última esperanza: que cuando digo espero más de aquellos de vosotros, me esté refiriendo en realidad a todos vosotros. Así que por última vez: Adiós.

 

6. Un debate en profundidad sobre las causas y efectos de este Estado negligente acumularía montones de páginas y quiero aprovechar la ocasión de este artículo para detenerme brevemente en un campo todavía menor: las actuales relaciones económicas de poder han determinado que la historia política nuble la vida de los profesores universitarios exigiéndonos abordar la escritura aun cuando la mayoría no tengamos nada que decir. En España una agencia nacional se convierte en garante de un proceso que termina remunerando lo que se denomina «sexenio de investigación» y que también, cómo no, mantiene una relación de ejemplo mimético con la enseñanza secundaria, con lo que todos resultamos domeñados por estos intereses espurios. El lector paciente habrá visto qué poco me he aprovechado de la tribuna de Analecta Malacitana mientras he sido su Director, pues ya desde el año 2000 decidí rebelarme contra esa política negligente de una manera muy simple: no publicando absolutamente nada para mis contemporáneos, partícipes activos en grado mayor o menor de ese Estado negligente. El Ministerio, las Consejerías, los Rectorados, todos deberían saber que hay una enorme distancia entre las vías analíticas y sintéticas de contribuir a la historia del saber y, por tanto, existe una actitud moral que se ejerce como respuesta contra la degradación de la escritura hasta el punto de que es posible deponer cualquier publicación si ella sirve para obtener una remuneración preciada. La Universidad, que se vio obligada por las relaciones económicas de poder, por la clase política y por la demanda social a abrir sus puertas a una profesión sin sustancia error del que algún día nos culparán las generaciones venideras, ha convertido a los antiguos «plumillas callejeros» en universitarios, pero lo ha realizado a costa de sufrir una perniciosa ósmosis que ha transformado en humo, en escritura periodística, en esclava del papel del día a gran parte de la acrisolada escritura universitaria, que ahora también encuentra su homología en una nueva forma de no decir nada como es la pantalla plana. Es verdad que el fenómeno no es sólo español ni siquiera europeo, pero sin duda alguna es en Occidente donde la malla se ha entretejido con mayor intensidad. La ruina intelectual y el desmoronamiento de toda una elite universitaria, y en especial la de sus intelectuales universitarios que fueron profesores, es bien manifiesta en las corrientes de opinión forjadas en toda Europa y en la que periodistas y políticos se han ido convirtiendo en los mejores aliados de una relación económica de poder impuesta sobre los historiadores, escritores, pensadores y en general sobre toda la sociedad civil en nombre de no sé qué libertad ni de qué derecho ni de qué progreso. Y aun cuando no sabemos en nombre de qué, sí sabemos para qué, sabemos de su destino y de la corrección lenificadora de sus intenciones, de sus debates y de sus tertulias radiofónicas y actividades en otros medios, todas ellas adoctrinadoras. Es una lenificación fractal al servicio del Estado negligente y de la libertad huera de una palabra vacía. Ésta es la tutela periodística desarrollada a partir de la vía sintética del saber en una época de ilustración que era desconocida en tiempos de Kant, pero articulada por las relaciones económicas de poder para crear estados de opinión que faciliten el desarrollo de tales relaciones. En el umbral del año 2000, y han transcurrido ya muchos años desde entonces, mi único consuelo ha sido recordar una de las frases que Hölderlin musitó a Sinclair cuando éste le reclamaba más escritura: «Escribir está bien, pero hoy en día escribe cualquiera». Mi decisión había sido tomada para el nuevo siglo xxi que se iniciaba en plena madurez de mi pensamiento: no ofrecer a mis compatriotas más muestras de lo que yo escribía.

Aunque inicialmente tomé esa determinación después de publicar mi libro La idea del límite en filología entre los Anejos de Analecta Malacitana en 1999, sucedió que el 16 de junio del año 2000 el Teatro Cervantes representó por vez primera en Málaga El holandés errante de R. Wagner. Quienes han leído mis libros, pero en especial quienes fueron alumnos míos de una asignatura titulada «Curso de Teatro», que impartí durante varios años en el plan de estudios anterior al actual, saben bien que considero a Wagner el creador de todo un género literario durante la modernidad, el género del drama musical, que es en cierto modo homologable a la creación por parte de Cervantes del primer estadio de la novela moderna en el umbral del análisis barroco, según mencioné cuando comenté bastantes páginas más atrás la parodia de las azotainas de Sancho. El Teatro Cervantes tenía semipreparado un libro para el acontecimiento, pero a mediados de mayo los organizadores pensaron que debería ser completado de alguna otra manera. Supieron de mi interés por Wagner y rápidamente entraron en contacto conmigo. ¿Cómo me pude negar? En apenas pocos días tuve que escribir mi texto tan querido «Wagner y la ópera», en el que desarrollé una simple idea de Wagner que coloqué como cabecera: «El hombre a quien un hada no dotó en la cuna del espíritu de la disconformidad con todo lo existente, no llegará jamás a descubrir el mundo». Durante mucho tiempo me he referido a este artículo como el epitafio de mis publicaciones. Incluso una posterior publicación que necesitó Analecta, y que yo mismo escribí, apareció sin mi firma. Así que desde entonces no he publicado nada y he cumplido mi determinación.

Y, sin embargo, hoy he alterado mi decisión de no ofrecer a mis contemporáneos ninguno de mis escritos porque se avecinan tiempos convulsos. Recuerdo en este instante la confusión que tuvo Valle Inclán con la idea del arte como juego, pues su postura me sirve de pretexto para adoptar en cierto modo una actitud homóloga a la suya. Valle realizó unas declaraciones el 3 de septiembre de 1920 en el número 46 de la Revista La Internacional (y no en El Sol, como erróneamente han reproducido algunos), Revista dirigida por Manuel Núñez de Arena, en las que decía: «No debemos hacer arte ahora, porque jugar en los tiempos que corren es inmoral, es una canallada». Evidentemente, Valle, como todavía hoy es corriente aún, pensó en el homo ludens y no en el a priori sintético kantiano como forma de juego, síntesis que a partir de la capacidad universal de comunicación de estados del espíritu en representaciones dadas no concebía más estados que los de un sentimiento del libre juego de las facultades de representar en una representación dada para el conocimiento en general. Al decir Kant que las facultades de representar estaban en un juego libre se refería a todas las facultades y no a ciertas formaciones particulares de la conciencia, ni siquiera a la relación entre muchas de estas facultades, sino a una especie de combinatoria. El juego libre era el juego de las direcciones en que la conciencia creaba contenido. Incluso el arte social —la mimesis— no era más que un juego. He decidido, pues, establecer esta sutura en mis publicaciones persiguiendo una confluencia con la intención de Valle en un intento formal de juego para motivar a que otros contribuyan al restablecimiento de la cadena simbólica interrumpida entre nuestros jóvenes estudiantes. El proyecto educativo elaborado por la historia política para satisfacción de minorías nacionalistas en España requiere de la gran coalición de toda individualidad e intelectualidad, de todas aquellas fuerzas sociales, culturales, y ahora sí políticas y democráticas, que crean en la reintroducción de los valores del espíritu en la vieja piel de toro, única piel que reconocemos como de nuestra propiedad y, por tanto, desdibujable.

7. Para terminar, deseo manifestar que he elaborado «El error de Rocinante» en honor de los tres Consejos de la Revista, en especial de los seis miembros que componen el Consejo de Dirección, a quienes agradezco su leal colaboración, y sobre todo en honor de todos los suscriptores y lectores habituales de la Revista, a quienes también agradezco su fidelidad, porque quiero hacer pública mi renuncia consciente a mi deber intelectual y moral de dirigir Analecta Malacitana. Mi renuncia como Director, pensada durante largo tiempo, debe interpretarse como un rechazo hacia la concepción negligente del Estado, como un ejemplo de algunas cosas que se pueden hacer en la sociedad civil contra la historia política.

Hay, además, otra razón que también quiero poner de manifiesto. Cuando asumí la responsabilidad de editar, primero, y dirigir, después, la Revista y sus Anejos, soñé con una tribuna que contuviera el más amplio espectro cultural posible si se quiere interpretar así, las tres partes de este artículo pueden representar tres líneas de reflexión capaces de confluir sobre un mismo problema, aun cuando sean de naturaleza diferente, una especie de juego combinatorio en el sentido más estrictamente kantiano y que de sus colaboraciones surgieran debates intelectuales, polémicas, confrontaciones y todo género de opiniones contrapuestas a fin de enriquecer el panorama de nuestra cultura filológica. Las secciones Biblioteca y, sobre todo, Comentario Bibliográfico, que yo imaginé, pretendían ser especies de avanzadilla en este sentido. Un ejemplo alentador de mis pretensiones iniciales fue la pequeña polémica que yo mismo contribuí personalmente a generar en el volumen xvii, 2 (1994) a propósito del comentario de Adelino Álvarez Rodríguez sobre el libro de Ralph Penny, Gramática histórica del español. Es evidente que Analecta Malacitana ha sufrido una mejoría manifiesta, reconocida por todos, fuera y dentro de España, y un impulso en todos los sentidos: en el cuidado formal de sus ediciones y en la calidad de sus contenidos. Sin embargo, no he logrado todo lo que esperaba. ¿A qué se debe esto? Recuerdo que en los difíciles momentos de nuestra integración europea uno de los artífices más famosos de la España actual hacía valer nuestra condición diciendo que España contaba con un patrimonio increíble para ofrecer a Europa: la sustancia gris de los españoles. No sé si esa sustancia gris no existió nunca en la época reciente o si más bien acabó con ella la historia política que ha construido la España negligente. Pero lo cierto es que en una época en la que se debilita el dibujo de la vieja piel de toro ¿dónde han estado y dónde están los historiadores para hablar y escribir de la construcción histórico-objetiva de España y su pasado y la simpleza autonómica que nos ha invadido? ¿dónde los filólogos, si es que queda alguno, para hablar de la construcción cultural de España y de lo que significa la cultura madrileña, andaluza, gallega, vasca o catalana? ¿dónde los lingüistas para destacar la estrecha conexión de teorías lingüística experimentales, cuya insuficiencia todos conocemos pienso, por ejemplo, en la línea Chomsky-Labov tan querida por los sustratos nacionalistas, con el papel cada vez más relevante asignado a determinadas lenguas de España? ¿dónde los filósofos para hablar de la conveniencia o no de la vertebración? ¿dónde están todos los viejos maestros?¿dónde los magistrados para decir...? ¿qué dicen los magistrados? ¿es que nos hemos quedado huérfanos de saber? En una época en la que el poder político decidió convertir las Universidades en prolongación de los Institutos de Bachillerato con una selectividad plana de la que proceden muchísimos de los juristas y de los científicos actuales, y que, planificado desde la enseñanza secundaria, encaminó hacia las humanidades a alumnos con una pobreza cultural ofensiva para la dignidad de los intelectuales ¿dónde se escondían las voces de los humanistas? ¿dónde nos hemos pronunciado todos los disconformes con la política educativa y digo bien política— del Estado negligente que conforma la España actual? Y, para terminar, ¿qué hemos formado después en las Universidades? El lector no necesita que aumente el número de preguntas, que serían interminables, para entender lo que quiero decir, pero sí debe saber que la historia política regaló en España demasiadas cátedras y titularidades, en la que muchos opositores competían consigo mismo en la obtención de sus plazas, por lo que o bien la sustancia gris terminó difuminándose o la historia política ha desvirtuado la función que deben cumplir demasiados «intelectuales» de este país. Con esta infraestructura, ¿cómo conseguir, donde no hay sustancia, artículos profundos, iniciadores de debates y pensamientos contrapuestos para esa Revista con la que yo soñé? El problema no es de Analecta Malacitana, considerada como una revista filológica importante en este país, sino de la historia política ¡y universitaria! que construyó la España negligente y que ha arrasado con nuestra sustancia gris. Mi error como Director de Analecta Malacitana ha sido el error de Rocinante, la culminación del yerro de toda una vida dedicada a la docencia en un tiempo de indigencia, ¡el tiempo del poeta!, el tiempo de nuestra contemporaneidad, en el que se ha desarrollado una historia política tan desafortunada que identifica la vida social, intelectual, artística y moral con el progreso y lo moderno y que lo difunde con toda una retórica de dulces y amables palabras, un Orden que no sabemos qué es, pero que ha arrasado con un viejo Orden en el que el libro, la formación cultural y el sistema organizado prevalecían sobre el periódico, la pantalla y la fragmentación de la vida de España. Un conflicto entre dos órdenes, como el del propio Don Quijote. Así que la segunda razón confluye con la primera, y ambas determinan mi rechazo más terminante a la concepción negligente del Estado. Pero nadie podrá alegar falta de cariño hacia nuestra Revista permítaseme el posesivo en este artículo como motivo de mi decisión. Para salvaguardar su futuro he ido entregando durante los dos últimos años al Consejo de Dirección casi todas mis atribuciones a fin de formar un equipo compacto y coherente. Estoy convencido de que en grados diversos cada miembro del equipo practica la filosofía del como si que nos enseñó Schopenhauer. Sean cuales sean los miembros que en un futuro integren los Consejos, ya sólo me cabe esperar que la Revista prosiga la andadura que el destino le depare. Agradezco a todos ellos, los doctores José Lara Garrido, Gaspar Garrote, Belén Molina, Cristóbal Macías, Blanca Torres y Mª José Blanco su leal colaboración. En especial a José Lara, amigo juvenil con quien compartí muchas horas de estudio en la biblioteca mientras fuimos estudiantes, cuyos consejos y apoyo mientras he sido Director quiero destacar recordando el verso que Elliot tomó prestado del Purgatorio, Canto xxvi, 127, de Dante, para dedicárselo a Ezra Pound: José Lara Garrido es para mí «il miglior fabbro» del parlar materno en la Universidad de Málaga. Y asimismo agradezco a los doctores Pilar Carrasco, Manuel Galeote y Lidia Taillefer su cooperación en una etapa anterior. En especial a Lidia, quien hizo conmigo todo el «trabajo arduo» inicial de reflotar la Revista, y en el pasado fue una excepcional colaboradora. Finalmente, agradezco a los suscriptores y lectores la alta estima y la valoración intelectual en que tienen a Analecta Malacitana. Pese a todo ello, anuncio mi firme determinación de renunciar a ese imperativo cívico y en cuanto este número vea la luz convocaré al Consejo de Redacción para anunciar formalmente mi decisión y poner en marcha la aplicación de lo previsto en nuestros Estatutos. Para mayor tranquilidad de todos quiero decir que al día de hoy, tras haber editado 14 vomenes (28 tomos) y 57 Anejos, el capital contable de Analecta se ha multiplicado un 5000% permitiendo, pues, un futuro a medio plazo libre de preocupaciones económicas y sin necesidad de recurrir a entidades financieras ni a corporaciones políticas. Esto nos permite una posición independiente y privilegiada incluso en relación a nuestra propia Universidad.

    Y en mi caso personal quiero aprender bien el error de Rocinante: si la ficción y la enajenación nos eximen de la independencia, también nos eximen de cualquier condición servil. Aquellos constructores de la historia política, a quienes me referí al comienzo de este artículo, podrán comprobar conmigo cuánta razón tenía el Orbaneja de Cervantes: ha salido «lo que saliere».

 


 

[1] Los textos de la novela cervantina los citaré por Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. del Instituto Cervantes (1605-2005), dirigida por Francisco Rico con la colaboración de Joaquín Forradellas, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, Barcelona, 2004. Utilizaré las siglas dq, a continuación la primera o segunda parte en número arábigo, después el capítulo en número romano y, por último, la página del texto.

[2] Así puede verse en 1989 cuando aparecieron los dos números monográficos de la revista Anthropos dedicados a Cervantes y a Don Quijote en el que Mª T. Malo de Molina elaboró el «Panorama de la crítica cervantina contemporánea», Suplemento xvii (1989) de Anthropos; o en 1991 con el número dxxxviii de Ínsula «Un libro español para el mundo: el Quijote»; o en 1992 cuando la Nueva Revista de Filología Hispánica dedicó su número xl a un monográfico sobre Cervantes, lo mismo que en otro sentido Cuadernos del Teatro Clásico dedicó su número vii a «Cervantes y el teatro»; o cuando en 1995 Montero Reguera publicó su «Bibliografía final» al volumen de Cervantes editado por Close en el Centro de estudios cervantinos; o cuando en 1996 el número xv de Edad de Oro se dedicó a Leer el Quijote o ese mismo año se centró en Cervantes el número xxv de la revista Mester. Mucho antes, entre las guías bibliográficas había que destacar la de A. Sánchez, Cervantes: Bibliografía fundamental (1900-1959), csic, así como la bibliografía periódica que el propio Sánchez fue publicando en los Anales cervantinos desde 1951 hasta 1995. Después entre los repertorios cogió el relevo el Anuario Bibliográfico cervantino (abc) coordinado por Eduardo Urbina desde 1994 en el Centro de estudios cervantinos de la Universidad de Alcalá, el cual recoge desde ese año cualquier información, ya sea libro, artículo, nota, recensión, tesis, comentario, etc. sobre la vida y la obra de Cervantes, bibliografía que se recopila en el Departamento de Estudios Hispánicos de Texas A&M University. Con ellos colabora el Centro para el Estudio de Bibliotecas Digitales de la Universidad de Castilla La Mancha y lo publica la cátedra Cervantes de la Universidad de Castilla La Mancha. Igualmente J. Fernández, de Sophia University, publica la Bibliografía del Quijote 1900-1997, Centro de estudios cervantinos, Alcalá, bibliografía de la novela organizada por unidades narrativas, materiales y temáticas (www.csdl.tamu.edu/cervantes). En cuanto a las decenas de ediciones del texto de Cervantes desde la publicada por Rodríguez Marín, utilizaré, como escribí en la nota precedente, la que edita el Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico y publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, la cual contiene la bibliografía más completa y actualizada hasta la fecha, y además, para mi gusto, constituye la mejor edición del texto cervantino hasta el momento. Los clásicos Menéndez Pelayo, Ortega, Castro, Hatzfeld, Riley, Orozco, Vilanova o Torrente los he tenido en cuenta junto a Avalle Arce, Martín de Riquer, Close, Haley, Lesner, Márquez Villanueva o Montero Reguera. No olvido tampoco textos marginales o reductos pequeños, algunos de ellos puntuales o enteramente preciosos como Auerbach, Canavaggio, Egido, Maravall, Moreno Báez, Nabokov, Robert, Rosales, Rosenblat o Spitzer.