MISOGINIA DECIMONÓNICA. REACCIONES MASCULINAS A LA PRESENCIA PÚBLICA DE LAS MUJERES

Francisco Domínguez González

Universidad de Zaragoza

 

 

1. Introducción

 

La ciudadanía francesa en el siglo XIX asistió a tremendos cambios en la estructura simbólica de su país. Por una parte, la Revolución ponía fin a la monarquía absoluta, en la que el monarca cumplía el papel simbólico de padre de la patria;[1] por la otra, tras su entrada en el gobierno, Napoleón impulsaría una nueva redacción del Código Civil en la que se acabaría con el droit d'aînesse: las herencias fueron divisibles y el patrimonio dejaría de tener la importancia de antaño en la transmisión de los valores familiares.[2] La fortuna sería buscada por el individuo decimonónico en dos diferentes frentes: el ejército y la fábrica. Las frecuentes guerras napoleónicas ofrecían a los jóvenes la oportunidad de señalarse en el terreno del honor y ascender social y económicamente y de forma fugaz: el ejemplo del general Bonaparte así se lo sugería. Las nuevas condiciones de trabajo creadas por la creciente industrialización provocaban la ruptura de los negocios y talleres familiares, dejando el futuro de los hijos en manos de sus propios méritos.[3]

El nuevo orden de ciudadanos alejados de las expectativas sucesorias o hereditarias, reunidos en torno a la expresión de las hazañas militares o de la productividad laboral, crea un código masculino basado en el honor y la respetabilidad. Los militares se reúnen en en círculos de iniciados, cuya fidelidad se basa en los valores viriles. Las hazañas, el valor y el código de honor del héroe son monopolio exclusivo del hombre. Los trabajadores aspiran a la probidad y la imitación de las normas de respetabilidad burguesas, como prueba de su éxito en la nueva sociedad.[4] La masculinidad se construye, por consiguiente, en esos dos frentes: las proezas físicas y la excelencia en el trabajo, siendo considerado como afeminada cualquier otra manifestación masculina que no participe de ese código. Lo femenino será, entonces, el extremo hacia el que podría tender peligrosamente la masculinidad en caso de separarse de esa doble vía identitaria. La misoginia sirve de paradigma a la virilidad: el desprecio a las mujeres será una prueba de la hombría del individuo, que deberá demostrar en todos los foros en los que actúe.[5]

Esto explica en parte la gran corriente de misoginia que se produjo en la Europa post-revolucionaria, como consecuencia de la exaltación de la virilidad en un mundo cambiante: reafirmación de lo masculino la negación de lo femenino –especialmente en una época que vería el nacimiento del pensamiento dignificador de la condición femenina. En efecto, el feminismo fue uno de los fenómenos que mayormente influyeron sobre la masculinidad del siglo XIX, dotando de argumentos de peso a la corriente misógina de afirmación viril. Así lo observa Erika Bornay en su estudio Las Hijas de Lilith, proponiendo como las dos primeras causas productoras de la corriente misógina del siglo XIX la rivalidad laboral y el avance feminista.[6] La tercera causa sería, siempre según Bornay, el relieve y presencia en la sociedad de las prostitutas, cuyo número y extensión se reveló como un fenómeno no sólo inquietante, sino también desconocido hasta la fecha. La relación de la prostitución con la sífilis, que se cebó principalmente sobre las profesionales y sus clientes, incidiría en la creciente desconfianza masculina hacia el sexo opuesto. Por último, cabe señalar la influencia de unas teorías de carácter profundamente antifeminista (Schopenhauer, Nietzsche, Nordau, Weininger y Lombroso, entre otros), que intentaron racionalizar y dar autoridad socio-filosófica a aquellas reacciones y actitudes misóginas.

Katharine Rogers, por su parte, señala otras tres causas como reactivos de la misoginia masculina: a) rechazo o sentimiento de culpabilidad por la actividad sexual; b) reacción contra la idealización a la que los hombres han elevado a las mujeres; c) sentimiento machista, deseo de mantener a la mujer sometida al hombre. Esta última razón es, según afirma Rogers, «la causa más importante de la misoginia, porque es la más arraigada en la sociedad».[7]

En este artículo intentaremos analizar e ilustrar esas causas de la misoginia decimonónica desde la literatura y la sociología, con el fin de proporcionar una visión de conjunto del odio a lo femenino en el siglo XIX. De las distintas formas en que se manifestó la misoginia ilustraremos con especial interés una en particular, la construcción de la mujer fatal como fruto de la reacción misógina. Pondremos en relación su naturaleza diabólica con antiquísimos antecedentes que permitirán situarla en el alba de la humanidad, como si de un profundo arquetipo se tratara. Terminaremos glosando otras muestras de la misoginia decimonónica, principalmente pertenecientes al ámbito francés.

El fin de estas páginas no es otro que mostrar las dificultades con las que se toparon las mujeres del XIX en su escalada hacia la emancipación. Como si de una corriente de fondo se tratara, la misoginia ambiente no era únicamente patrimonio de gentes iletradas y sometidas al imperio de los estereotipos: la intelectualidad también se hacía eco de los prejuicios contra las mujeres. Ello enseña cuán poco útil puede ser en ocasiones la Razón–así, con mayúscula– cuando ha de enfrentarse a posicionamientos categóricos: los de los hombres que veían amenazada su posición de eminencia sobre la otra mitad de la humanidad.

 

 

2. Causas de la misoginia decimonónica

 

2.1. La rivalidad laboral

 

    La Revolución Industrial del siglo XIX provocó la entrada masiva de las mujeres en el mundo laboral asalariado. La creciente industrialización se alimentó de la mano de obra femenina, más barata que la masculina debido –no únicamente– a su menor vigor y a los inconvenientes de su físico: indisposiciones y embarazos mantenían separadas a las féminas de sus puestos, siendo este un motivo de gran utilidad para someterlas a una dolorosa discriminación.

 De todas maneras, el primer colectivo con el que tuvieron que enfrentarse las mujeres no fue el del empresariado –a este le interesaba contar con tan barata mano de obra– sino con el de sus compañeros obreros. Como comenta el historiador británico Roger Fulford,

 

la mujer hubo de luchar contra el hombre, y no tanto contra el empresario; tuvo que afrontar a su patrón doméstico, y no a su patrón económico.[8]

 

Así lo estimó también Sheila Rowbotham, quien comentaba que la competencia entre los hombres se intensificó, haciendo que las mujeres fueran expulsadas de los trabajos más ventajosos y rentables, siendo relegadas a aquellos de remuneración más baja. En sus trabajos históricos centrados en la Revolución Industrial, Rowbotham observó que hacia 1630, si bien los jóvenes impresores no protestaban contra la presencia de las mujeres en los trabajos de imprenta no especializados, a mediados de siglo ya habían cambiado de idea consiguiendo expulsarlas. En la industria cervecera, una tal Mary Arnold fue encarcelada por haber seguido fabricando cerveza a pesar de una orden de los fabricantes de Westminster; hacia finales de ese siglo, las mujeres fueron excluidas de dicha producción. En otros oficios considerados más nobles, como la medicina, los requisitos para ingresar en su ejercicio excluían a las mujeres a medida que la profesión se iba convirtiendo en una ciencia. El oficio de Galeno sólo fue ejercido a la postre por los hijos de las familias que pudieran permitirse su instrucción. Incluso en el ámbito de la partería, monopolio tradicional de las mujeres, eran los hombres los que se ocupaban de ayudar a dar a luz a las mujeres ricas: como comenta Rowbotham, la experiencia aducida por las mujeres no fue útil en su confrontación con

 

la abstracta teoría de los hombres. Pero en el Nuevo Mundo, la ciencia suponía un control de las ideas que proporcionaba poder. [9]

 

 

    Como podemos observar, la oposición masculina fue enorme para evitar la ocupación femenina de los puestos de trabajo que, tradicionalmente, habían desempeñado conjuntamente ambos sexos. Incluso la conveniencia del oficio textil para las mujeres, monopolio femenino desde la noche de los tiempos, estaba siendo puesta en entredicho. El mismo Freud vio en él una cualidad femenina por excelencia, siendo esta actividad, que en principio tendría como finalidad cubrir los defectos de los genitales imitando la pilosidad de la zona bajoventral, una de las pocas contribuciones de las mujeres a los avances de la civilización[10]. Sin embargo, el Congreso Obrero de Marsella de 1866 denuncia la peligrosa potencia erótica de las máquinas de coser, culpables, según los términos de una memoria de la Academia francesa de medicina de 1866, de ocasionar

 

una excitación genital lo bastante viva como para que (las obreras) precisen dejar momentáneamente todo trabajo... y recurran a lociones de agua fría... Semejante instrumento, por su continuo movimiento, excita el delirio histérico.[11]

 

Ni siquiera esta actividad, que ha supuesto tradicionalmente una extensión de las actividades desarrolladas en el interior del hogar, escapa a la susceptibilidad masculina. La consecuencia que podemos sacar de esta continuada reticencia de los hombres decimonónicos es que sólo veían conveniente el encierro de las mujeres en el domicilio, excluidas de toda labor remunerada y exterior que les dotase de una cierta autonomía, peligrosa para la institución familiar. Incluso hoy día, el trabajo femenino exterior adolece de los mismos problemas, más cualitativa que cuantitativamente. Así lo comenta el sociólogo francés Pierre Bourdieu[12], quien señala la conveniencia sexista de que el trabajo de la mujer en las esferas masculinas responda a tres principios prácticos. Por una parte, debe ser una extensión de las labores domésticas: enseñanza, cuidados, servicio –las relacionadas con la política del acercamiento, como señala Victòria Camps parafraseando a otros autores.[13] Por la otra, una mujer no ha de tener autoridad sobre los hombres: debe ser relegada a posiciones subordinadas. Y, finalmente, debe ser separada de la manipulación de máquinas y demás aparatos tecnológicos, que permanecen como funciones monopolizadas por los hombres.

Nuestra sociedad contemporánea ha contemplado el avance de la mujer con un cierto escepticismo, sabiendo que es necesario para su emancipación y su autonomía económicas; sin embargo, el inconveniente secular de la maternidad para el desarrollo de una carrera profesional se ha convertido también en exigencia y derecho femenino. Es lo que se llama, hoy en día, el «síndrome de las dos cosas a la vez» (do both syndrome)[14]. Las mujeres no entienden deber renunciar a una cosa para acceder a la otra, so pena de perder esa parte de su esencia femenina que pasaría, según el pensamiento convencional, por la maternidad. En caso contrario, caen en la masculinidad, según expresión de alguna especialista en feminismo de planteamientos harto simplistas:

 

algunas mujeres han decidido ser hombres, imitarlos en todo: descuidan la casa, no cocinan, no van a la compra, no se ocupan del marido más de lo que éste se ocupa de ellas, renuncian a tener hijos. Son sólo profesionales, buenas profesionales. Mujeres que han hecho suya la cultura masculina.

 

Así lo considera la catedrática Victòria Camps[15] de manera un tanto reduccionista y, sobre todo, normativa: ser mujer pasa inexorablemente por el ejercicio de la maternidad, pues la programación de la especie así lo ha decidido. Desean estas mujeres hacer compatible la vida privada –el hogar– con la vida pública –la profesión–, sin que deban preocuparles las lógicas colusiones entre ambos mundos.

 

Descartada la idea de abandonar la vida privada, la compatibilidad entre una y otra es la primera tarea,

 

dice de nuevo Camps[16]. Y todo ello porque, en una bien entendida igualdad, la mujer debe equipararse al hombre en el ejercicio de las labores públicas, ya que el varón siempre quiere trabajar, pues tiene que hacerlo por definición ontológica[17].

La práctica laboral femenina ha sido por fin aceptada por la sociedad actual, aunque a regañadientes: si quiere dedicarse a una labor profesional, deberá hacerlo sin menoscabo de sus «deberes de mujer»: el cuidado del hogar y la maternidad obligatoria. Siendo esto así, el desgaste que sufre la mujer en esta doble función es tanto mayor cuanto menor es la actividad del hombre en el ámbito doméstico. Y aun siendo este otro tema, no deja de mostrar claramente cuál es el fundamento de la oposición del patriarcado a la emancipación económica: el control sobre la reproducción.

 

2.2. El avance del feminismo

 

    El imparable avance del feminismo fue uno de los principales hitos políticos del siglo XIX. En el nuevo mundo creado a partir de la Revolución de 1789, los hombres observaron cómo todas las referencias ancestrales que avalaban su dominio se iban desmoronando una a una. Las mujeres consiguieron, bajo el telúrico impulso revolucionario, adquirir un estatus idéntico, por lo menos sobre el papel, al de sus compañeros. Bajo la denominación de 'ciudadano' se cobijó a todos los súbditos de la nación francesa, sin exclusión por género o raza: todos fueron idénticos ante la nueva ley que proclamaba libertad, igualdad y fraternidad. Como afirma Elisabeth Sledziewski[18], la Revolución dio a las mujeres la idea de que no eran niñas; les reconoció una personalidad civil que el Antiguo Régimen les negaba y se convirtieron en seres humanos completos, capaces de gozar de sus derechos y de ejercerlos. ¿Cómo?: convirtiéndose en individuos.

    Esta transformación del reflejo en negativo de una masculinidad segura hasta entonces de sus valores propios empujó al hombre decimonónico a redefinirse. Y la única manera que encuentra es a través de la definición, nueva definición, de las mujeres.

 

C’est à travers le discours sur la femme que la masculinité est contrainte de se constituer parfois explicitement comme telle, de se définir.[19]

 

Se produce así una reacción redefinitoria de lo masculino, pues, al abrir las puertas de la ciudadanía a las mujeres, la preeminencia de la virilidad sobre la feminidad queda puesta en entredicho. Como recuerda Annelise Maugue, el hombre del período post-revolucionario se encuentra en una encrucijada dialéctica: por una parte no renuncia a los mitos que sostienen su dominio; por la otra no termina de creer en ellos completamente. Se debate en una continua lucha entre términos contradictorios, en busca de una coherencia que se reveló inalcanzable.

El comienzo no oficial del feminismo se puede datar a mediados del siglo XVII. Nos estamos refiriendo a las «précieuses» francesas, cuyo apogeo entre 1650 y 1660 dio lugar a la primera crisis de la identidad masculina. La «précieuse» es, como comenta Elisabeth Badinter[20], una mujer emancipada que propone soluciones feministas a su deseo de emancipación y que invierte totalmente los valores sociales tradicionales. Nacida como reacción a la brutalidad y grosería de los hombres de Henri IV y los de la Fronda, la «précieuse» parece proponer una revisión del amor cortés renacentista: ella exige del hombre enamorado una sumisión sin límites, cercana al masoquismo, invirtiendo el modelo masculino dominante, que es el del hombre brutal y exigente o el del marido grosero que cree que todo le está permitido.

Posteriormente, la situación de la mujer fue tema de debate y reflexión entre muchos de los philosophes de la Francia ilustrada del siglo XVIII. En contraposición a la mujer de la nobleza –la précieuse culta, formada, con una preclara inteligencia, y con un innegable poder en las intrigas palaciegas–, la situación social de la mujer burguesa y del pueblo llano evidenciaba un doble rasero en la consideración de los individuos a la luz de la Razón. La inteligencia moderna del siglo de las Luces no podía concebir que un ciudadano cualquiera fuera considerado como de segundo orden; y lo que es más, maltratado con la normativa vigente en la mano. «¡Mujeres, os compadezco! », decía Diderot:

 

Dans toutes les coutumes la cruauté des lois civiles s’est réunie contre les femmes à la cruauté de la nature. Elle ont été traitées comme des êtres imbéciles.[21]

 

Seres imbéciles cuya propia naturaleza les impelía a actuar con más corazón que cerebro –llevadas por la sentimentalidad en que el interesado patriarcado las había recluido. Y en un tiempo en que tan seguro se estaba de que la Razón diferenciaba a la especie humana de la animalidad, ningún ciudadano filósofo debería poder aceptar ser hijo de una criatura infrahumana. El matemático Condorcet daría en el blanco al declarar lo siguiente:

 

On a dit que les femmes ... n’avaient proprement le sentiment de la justice, qu’elles obéissaient plutôt à leur sentiment qu’à leur conscience... (Mais) ce n’est pas la nature, c’est l’éducation, c’est l’existence sociale qui cause cette différence.[22]

 

El terreno estaba abonado para que el movimiento ciudadano de liberación que fue la Revolución de 1789 acogiera a las mujeres en el seno de la ciudadanía. Y así fue, en efecto, aunque con limitaciones. Prueba de ello es que la activista Olympe de Gouges exigió en el mismo año de la Declaración de los Derechos de l’Homme una «Déclaration des Droits de la femme», gracias a la cual, equiparando ambos géneros, se destruyeran los privilegios masculinos.

La lucha feminista nació de forma «oficial» en los Estados Unidos, durante la convención de Seneca Falls que se desarrolló entre el 19 y 20 de julio del año 1848[23]. El origen de dicha reunión también se remonta al abolicionismo, ya que Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton se lanzaron a la aventura de Seneca Falls por haberse visto excluidas de la convención mundial antiesclavista que se celebró en Londres en 1840. Posteriormente, la corriente feminista alcanzó todos los puntos de la Europa industrializada para señalar una situación de opresión de la mujer trabajadora: víctima por ser mujer y por ser obrera.

En la Francia del XIX –que es la que centra el interés de nuestro estudio–, aparecieron un buen número de mujeres decididas a romper una lanza en favor de la (re)consideración de sus compañeras. A ellas les acompañó una cantidad no despreciable de publicaciones de corte feminista que, como ha señalado Li Dzeh Djen[24], funcionaron a modo de catalizador de las reivindicaciones feministas. La más importante de todas estas revistas fue, sin lugar a dudas, Le Droit des Femmes, que disfrutó de una vigencia bastante amplia. En sus páginas cupieron actitudes y declaraciones de todo tipo; desde el primer número, en el que Maria Deraismes clamaba por la equiparación de hombres y mujeres ante la Razón:

 

lo que quieren las mujeres es que se renuncie de una vez por todas a esa distribución arbitraria y ficticia de las cualidades humanas que afirma que el hombre representa la razón y la mujer el sentimiento,

 

hasta las intervenciones en los números 21 y 22 de Angélique Arnaud que parecen contradecir las anteriores:

 

las obligaciones maternales son más numerosas, más especiales, más absolutas que las de la paternidad, y ello porque la mujer está más dotada de amor (...) En el corazón de la mujer, una voz interna dice: yo soy el socorro, yo tengo amor a la justicia, pasión por la verdad... Y ese deber, cosa que cabe imaginarse, será de índole apostólica.

 

Como vemos, ya en aquellos primeros compases del pensamiento feminista se observaban distintas tendencias, cuyas diferencias han seguido perdurando hasta nuestros días. Una de las activistas más conspicuas del siglo XIX, Hubertine Auclert, se encuadraría hoy en día dentro del feminismo de la diferencia, abogando por una psicología y una carga actitudinal distintas en hombres y mujeres. Desde las páginas de La Citoyenne, esta activa pensadora intentaba despertar la conciencia de sus compañeras recordándoles la importancia de su capacidad genitora para la civilización –lo que un siglo más tarde vendría a llamarse política del acercamiento. Como decía desde las páginas de esa revista en 1881, Auclert planteaba una alternativa al «Estado minotauro masculino», al que sustituiría

 

...por el Estado maternal, que asegura mediante su previsora solicitud seguridad y trabajo a los válidos, asistencia a niños, ancianos e inválidos... El Estado maternal no es opresor.[25]

 

La importancia de Auclert en el debate feminista del siglo XIX no es poco importante. Sus habilidades oratorias, su fuga y su brío le llevaron a ser invitada por los obreros al Congreso de Marsella de 1883 como representante de la sociedad sufragista Le Suffrage des Femmes –que ella misma fundaría en el 73 bajo el nombre de Le Droit des Femmes (que no hay que confundir con la revista previamente citada).

 La tendencia generalizada será la de ofrecer a la sociedad la imagen de una mujer providente y hogareña, dedicada casi exclusivamente a la insigne labor de concebir y cuidar de los hijos. Una psicología de madre que provocaría con la fuerza del amor la transformación de la sociedad («la regeneración de la sociedad por la mujer», como decía Clémence Royer en La Fronde del  4 de septiembre de 1900). Cuando no era así, la nueva mujer presentada por las publicaciones femeninas era una convencida estudiante o militante que no había perdido por ello el gusto por la vida de familia y los deberes de la maternidad. Así describía la periodista decimonónica Sévérine a las participantes en el Congreso de Derecho de la Mujer:

 

... bajo los guantes, más de un índice hubiera dado testimonio gracias a imperceptibles pinchazos, de que la aguja había librado los combates domésticos antes que la pluma.

 

O, como muestra, de esta manera describía el semanario feminista La Française a Marie Curie en 1906:

 

simple y dulce, daba la mano a su hija, la pequeña Irene, a la que, como todos los días, se disponía a llevar a la escuela.

 

 

    El origen de esta idiosincrasia –según señala Dominque Godineau– reside en el convulso tiempo que vivió la sociedad del siglo XIX, constantemente azotada por las guerras y acontecimientos de diversa índole que harían tambalear los índices demográficos de los países industrializados. Ante la ausencia de los hombres, las mujeres eran llamadas a asegurar la supervivencia de las familias destruidas. El llamamiento que se hizo en un primer momento a las mujeres era a formarse para equipararse a los hombres –tendencia ejemplificada por Maria Deraismes y la estadounidense Judith Sergent. Godineau ha llamado a este nuevo tipo de mujer Penélope: una joven pragmática, que desprecia la moda y la frivolidad, y que no construye su futuro en base a la posible llegada de un príncipe azul:

 

antes que cultivar los artificios de la seducción física, prefiere levantarse con el sol y consagrar el día al estudio, fuente de placer y de independencia.[26]

 

Sin embargo, conforme avanzaba el tiempo y los conflictos bélicos se hacían cada vez más presentes en las sociedades occidentales, se reserva otro tipo de tarea para las mujeres en la construcción del país: vigilar la virtud y la moralidad, que permitieron ganar la guerra y sin las cuales la República no podía sobrevivir. Intensa contradicción que fue perfectamente asumida, como hemos visto, por la más activa militancia feminista y que haría propias las necesidades del Estado basado en el belicismo y el desarrollo económico.

 

2.3. Avance de la prostitución

 

    Como consecuencia de la Revolución Industrial, un gran número de mujeres se desplazó a los grandes centros industriales. De entre ellas, muchas se quedaron sin trabajo remunerado tras la «gran depresión» que azotó la economía europea en el segundo cuarto de siglo. Las calles se llenaron de mujeres desempleadas que buscaban acomodo en la prostitución.

    Las prostitutas empiezan a ocupar espacios que hasta entonces les habían estado absolutamente vedados, apoderándose cada vez más del centro de la vida social –como señala Erika Bornay[27]. Así lo atestigua el gran fresco de época que es la balzaciana Splendeurs et misères des courtisanes. Compuesta entre 1838 y 1847, su narrador señala cómo había cambiado la otrora noble calle de Langlade, en el corazón del París previo a la reestructuración haussmanniana:

 

cette partie d’un des plus brillants quartiers de Paris conservera longtemps la souillure qu’y ont laissée les monticules produits par les immondices du vieux Paris (...) La prostitution a depuis longtemps établi là son quartier général.[28]

 

El paseante que se aventurara a transitar por esta calle y sus adyacentes –que separaban el Palais Royal y la calle de Rivoli- no podría figurarse, de día, su fisionomía nocturna:

 

elles sont sillonnées par des êtres bizarres qui ne sont d’aucun monde; des formes à demi nues et blanches meublent les murs, l’ombre est animée.

 

    Huysmans considerará, por su parte, a la prostituta como una especie de síntesis de la época que le tocó vivir: su lugar es la ciudad, su oficio el comercio, y su producto la carne humana[29]. Y es que en la Francia de todo el siglo XIX, el papel de la prostituta sirve no sólo para apagar los incendios que una pasión sin freno provoca en los hombres –progresivamente más estimulados por una sociedad mercantil que ya sabe utilizar el erotismo como recurso publicitario (baste contemplar algunas imágenes de Épinal de la época que publicitaban licores y otros artículos de lujo dejando imaginar qué se encontraba bajo los encajes de sus lucidas señoritas); su papel sería también el de formar a los jóvenes burgueses en su necesaria educación sexual –que el colegio, la iglesia ni la familia se dignaban acometer.

    Pero, sobre todo, la prostitución es la salvaguarda por excelencia del bonheur burgués basado en la familia y la monogamia. Sabemos que era costumbre de muchos hombres burgueses del XIX alegrar sus tardes y sus noches con la compañia de grisettes, lorettes o actrices que, en gran parte de los casos, ponían en peligro el peculio familiar. El recurso a la prostitución como apaga-fuegos se hizo aconsejable para evitar la entrada de la libertad sexual en la parte más visible de la sociedad. Así lo veía San Agustín[30]:

 

supprimez les prostituées, vous troublerez la société par le libertinage

 

Un gremio necesario para limpiar de sus inmundicias la sociedad:

 

Les prostituées sont dans une cité comme le cloaque dans un palais: supprimez le cloaque et le palais deviendra un lieu malpropre et infect.

 

    Años más tarde, otros autores incidían de nuevo en este papel de guardianas de la virtud de las prostitutas. El matrimonio, basado en la castidad de la esposa que sólo se violentaba para la sacrosanta y necesaria función reproductora, debía permitir la existencia de estas fontaneras del amor, que libraban a los hombres de sus humores no saciados y a las virtuosas mujeres de sufrir los ataques sexuales de sus maridos. Así lo percibe en 1869 el historiador británico Lecky, quien ve en las prostitutas, a la par que «el tipo supremo del vicio», «las guardianas más activas de la virtud burguesa»:

 

de no ser por ella, la inmaculada pureza de numerosos hogares felices se vería contaminada; y no pocas personas que, orgullosas de su intocable castidad, piensan en ella con un escalofrío de indignación, habrían conocido la agonía del remordimiento y la desesperación.[31]

 

    La relación de la prostitución con el crecimiento industrial parece bastante clara si se tienen en cuenta un par de cosas. Por una parte, los hombres desplazados a los polos fabriles, lejos de sus hogares, hallaban en la prostitución acomodo a su virilidad siempre necesitada de pruebas reafirmadoras, así como consuelo a la separación de sus señoras. Por la otra, las técnicas y las ofertas del oficio más antiguo del mundo conocieron un mayor desarrollo en las zonas urbanas –de mayor recepción de trabajadores solitarios– que en las zonas agrícolas –menos explotadas industrialmente. De esta manera Stendhal, en 1820, compara la prostitución parisina con la valenciana (de España), con clara ventaja para la que era capital del mundo por aquel entonces:

 

quand on n’a que des désirs physiques, on trouve les filles, et c’est pourquoi les filles de France sont charmantes, et celles d’Espagne fort mal. En France les filles peuvent donner à beaucoup d’hommes autant de bonheur que les femmes honnêtes, c’est-à-dire du bonheur sans amour.[32]

 

A ello debía coadyuvar la mayor influencia de la moral católica en un país como España, netamente basado en el sector primario y todavía excluido de la gran ola mercantilista y productivista de la Europa decimonónica.

    Esta gran expansión produce una reacción conservadora en el seno de la sociedad fabril. Toda sexualidad no conducente a proveer de nuevos sujetos la nación y la industria debía ser duramente condenada; de ahí que se diera una estruendosa retórica moralista a partir de los años 70 –momento en que la prostitución parece llegar a su momento álgido debido a las particulares condiciones económicas de la Francia de los 60: el Second Empire napoleónico, la abertura de París a los grandes bulevares y la consiguiente especulación económica (tan evidente en algunas obras de la época como La Curée de Zola). Un período de pujanza económica unida a la defensa de los valores patrios del Empire: conservadurismo en lo moral y ultraliberalismo en lo económico.

    Por su calidad de personaje residual y marginado de la sociedad burguesa, la prostituta llega a ser considerada como la manifestación de la estructura criminal latente de la mujer –como la definió el criminólogo italiano Cesare Lombroso. Pues toda mujer debidamente desarrollada que no haya inmolado su cuerpo en el altar de la maternidad será poseedora de una fuerza que, mal utilizada, puede volverse contra ella misma. Sobre todo si la criminalidad es reforzada mediante la proximidad al vicio: entonces la mujer puede convertirse en una criminal más temible que el más peligroso de los hombres[33].

    Los ejemplos no faltan en la literatura de la época. Uno de los escritores que más se ceban en la prostituta es, de nuevo, el parisino Balzac, quien en su Splendeurs et misères des courtisanes arremete constantemente contra Esther, La Torpille, de cuya extrema belleza se enamora el dandi Lucien de Rubempré. Para poner de relieve la altura del personaje de Lucien, el sacerdote Carlos Herrera –que se revelará más tarde como Jacques Collin Trompe-la-Mort– arroja sin parar inmundicia sobre la fille.

    La prostituta debe poseer según Herrera, para que su pensamiento no oponga oposición al sucio trabajo de su cuerpo,

 

cette perfection de l’animal chez une créature à qui la volupté tenait lieu de la pensée[34];

 

ser completamente iletrada y analfabeta:

 

La Torpille est la seule fille de joie en qui s’est rencontrée l’étoffe d’une belle courtisane; l’instruction ne l’avais pas gâtée, elle ne sait ni lire ni écrire.[35]

 

Es un ser inabordable e indomable, de quien ningún hombre puede decir haber sido su amante: «elle peut toujours vous avoir, vous ne l’aurez jamais»[36]. Un personaje diabólico

 

qui ne peut pas faire un pas sans que les pavés ne se lèvent pour l’accuser[37].

 

Su belleza, aunque reine un tiempo sobre los hombres, habrá de ser, finalmente, pasto o de la locura o del suicidio; pues sólo el ejercicio de la sacrosanta maternidad puede sacarles del agujero y reintroducirlas en el mundo de la virtud y la moral. Así lo sabe Esther, La Torpille, quien no hace otra cosa más que tratar a Lucien como si fuera una madre para él: completamente devota a él, sacrificada a su éxito. Sabe sin embargo que la reproducción la sacaría de su maldición. De esta manera, se exclama la joven prostituta:

 

la vue d’une mère et de sa fille est un de nos plus grands supplices, elle réveille des remords cachés dans les replis de nos coeurs et qui nous dévorent!... Je ne sais que trop ce qui me manque.[38]

 

En el caso de Zola, los ejemplos de odio hacia la mujer prostituida no faltan. Símbolo activo del vicio y de la degradación a través de la carne, Nana cumple el papel de agente activo sobre la denigración completa de una sociedad, a quien esclaviza con los rigores y las exigencias de su sexo. Mujer venida de lo más remoto de los arrabales para posicionarse por encima de la civilización construida en base a la ciencia y al progreso. Como en un gólgota rezumante de calaveras de sus víctimas, la prostituta se eleva por encima de sus despojos:

 

elle demeurait seule debout ... avec un peuple d’hommes abattus à ses pieds. Comme ces monstres antiques dont le domaine redouté était couvert d’ossements, elle posait les pieds sur des crânes; ... la mouche envolée de l’ordure des faubourgs ... avait empoisonné ces hommes, rien qu’à se poser sur eux.[39]

 

Porque la relación de la prostituta con la muerte debe acercarnos al siguiente punto. No sólo como transmisora de enfermedades, sino como mujer maléfica, la prostituta es capaz de actuar como una peste negra. Y ese es el caso en el universo de Maupassant, sobre todo en su relato Le Lit 29 : historia de una meretriz que durante la ocupación alemana de Rouen se entrega, sabiéndose sifilítica, a un gran número de soldados enemigos y, a su manera, produce tantas víctimas como una batalla. O en ese otro titulado Les Tombales, en el que viene ilustrado un especial tipo de prostituta que no practica la retape por las aceras, sino, más provechosamente, en los cementerios, vestida de viuda y al pie de las tumbas.

Así, la prostituta se convierte en un portaestandarte visible de la condición que subyace en toda mujer que toma parte activa en la sexualidad. Se trata de una potencia maléfica y peligrosa, capaz de esclavizar al hombre en lo más oscuro de su humanidad. La carne y el sexo serán las grandes armas de la mujer para atenazar al hombre bajo su influencia. Y si en el ámbito público esta mujer activa se llama prostituta, en general será la decimonónica figura de la mujer fatal la catalizadora de las obsesiones misóginas de los hombres.

 

2.4. La mujer fatal como construcción misógina

 

  La base psicológica de la creación de una figura femenina negativa se halla, según el psicoanálisis, en el miedo del niño a la castración. Si en el primer tiempo del bebé, la madre es considerada fuente de bienestar, vida y alimento, poco a poco su imagen se va tornando maléfica a medida que la unión incestuosa es imposibilitada por la presencia del padre. Y aun siendo este quien debiera operar la castración –al ver en su hijo varón un competidor– la escuela freudiana atribuye la acción castradora a la madre. El niño alberga a partir de este cisma con su genitora una agresividad reaccional, que está en la base de la formación de una imago[40] de la madre «mala». Esta violencia latente se convierte en una angustia continuada, creada por el binomio destruir-ser destruido. Se trata de una angustia de muerte que, según Mendel[41] y otros ortodoxos freudianos, jamás abandonará la psicología profunda de las relaciones de los hombres con su madre.          

El género masculino proyectaría entonces su complejo de castración en las mujeres: al creer que están más relacionadas con un orden cósmico inasible que con la seguridad y la predictibilidad de la ciencia, los hombres consideran su poderío inmenso e incontrolable –y por eso mismo altamente peligroso. La mujer guardaba en el imaginario primitivo una estrecha relación con los antepasados y los dioses, con el mundo de los muertos y su peligroso poder: «de ahí le deriva su poder maléfico y la necesidad de controlarlo», como señala Ida Magli[42]. Este poder maléfico hace que el hombre desarrolle técnicas que permitan el control de lo imprevisible: herramientas y diferentes tipos de tecnología, con los que entiende extender su dominio sobre la naturaleza. 

La mujer fatal aparece, en principio, directamente ligada a la muerte, por ser depositaria del poder de dar la vida, de administrar los ritos funerarios, pero sobre todo, por ser quien domina la naturaleza más oculta e indomable del varón, la sexualidad. Este principio de muerte –que llamarían los psicoanalistas– en que Tánatos se antepone a Eros, parece una de las condiciones sine qua non del erotismo decadente: sin ella la estimulación nerviosa conducente a la excitación sexual no se da. De ello se ríe abiertamente Hélène Cixous, pues no ve en esta necesidad más que un subterfugio para la edificación de la familia.

 

ellos dicen que hay dos cosas irrepresentables: la muerte y el sexo femenino. Pues necesitan que la feminidad vaya asociada a la muerte; ¡se excitan de espanto!, ¡por sí mismos!, necesitan tenernos miedo.[43]

            

En la literatura del XIX, la asociación de la mujer con la muerte se va forjando poco a poco. Uno de sus catalizadores es Théophile Gautier, sobre todo en el relato titulado La Morte amoureuse, en la que el pobre Romuald –un sacerdote novel– sucumbe a los encantos de Clarimonde: hermosa difunta que sólo vive gracias al amor del joven cura. Esta mujer fatal avant la lettre es, en primer lugar, de una belleza incomparable, hasta el punto de arrebatar el sentido al novicio de camino al seminario:

 

je pâlissais, je rougissais, j’avais des éblouissements. Un de mes camarades eut pitié de moi, il me prit et m’emmena; j’aurais été incapable de retrouver tout seul le chemin du séminaire

 

–relata Romuald[44]. Pero el aspecto más enfermizo y morboso de la atracción que Clarimonde ejerce sobre el cura es el aura de la muerte. La joven difunta posee una gran perfección en sus formas, «quoique purifiée et sanctifiée par l’ombre de la mort».[45]           

En otro relato, «Arria Marcella» –ubicado en la ciudad muerta de Pompeya–, Octavien relata su experiencia amorosa vivida con una sepultada por las lavas del Etna. Y es que la muerte, más que la vida, estimula el erotismo del joven viajero:

 

à mon dégoût des autres femmes, répondit Octavien, à la rêverie invincible qui m’entraînait vers ses types radieux au fond des siècles comme des étoiles provocatrices, je comprenais que je n’aimerais jamais que hors du temps et de l’espace.[46]

            

El rasgo más importante, pues, de la mujer fatal novecentista es su relación natural con la sexualidad. Su poder es capaz de traspasar incluso la frontera de la vida y la muerte, debido a su especial comunicación con las potencias ocultas del cosmos y de la tierra. Es imposible no ver en ello una proyección de la repugnancia masculina por la atracción de la libido: una instancia que no puede controlar. Estando sometido a una coerción tan intensa, es lógico que haga recaer sobre el objeto de su sexualidad la culpa de sus tropiezos.

 

En el patriarcado, el intenso sentimiento de culpa que inspira la sexualidad recae inexorablemente sobre la mujer, quien en toda relación se considera la parte responsable, cualesquiera que sean las circunstancias atenuantes desde el punto de vista cultural.

 

Así lo considera Kate Millet[47], quien ve claro este enfrentamiento entre el hombre y su libido. La mujer fatal es el teatro de una sexualidad sobrecargada, desbordante, que provoca en su dueña un estado de paroxismo cercano a la enfermedad nerviosa. Un arrebato de los sentidos que no se detiene ante nada con tal de satisfacer, con tal de descargar ese exceso de libido. Tal es el caso de la actriz –mujer fatal de la modernidad urbana– pintada por Edmond de Goncourt bajo los rasgos de La Faustin.

 

Il n’y avait plus, dans son être ardent et moite, que le désir sensuel, l’appétit déréglé d’une jeune bête en folie, et cela dans un emportement sourd, une contraction torpide, une immobilité ramassée, un croisement nerveux des jambes qui ressemblait à une défense contre elle-même.[48]

 

Cuando el ansia erótica le ataca, la mujer fatal no dispone de ningún mecanismo de retención, pues ella es sólo naturaleza, carne desprovista de control sobre su propia persona: el deseo ocupa el lugar del pensamiento –como ya habíamos visto en el caso de La Torpille balzaciana. Cuando La Faustin siente la llamada imperiosa de la voluptuosidad, nada le impide la consecución de su deseo:

 

un furieux besoin d’aimer, qui s’était d’abord retourné vers le souvenir de William Rayne, demeurait en elle, déchaîné et sans objet, et prêt à tomber sur n’importe qui (...) La tragédienne se sentait mordue de la soudaine et irrésistible envie de l’adultère avec un inconnu fourni par l’occasion.[49]

 

No importa si con ello ha de romper una familia, pues es al adulterio al que conduce el deseo de estas mujeres independientes y autónomas. Dueñas de su presente, su libertad sólo puede ser peligrosa para una sociedad que entiende recluir a las mujeres en la seguridad del hogar. Porque siendo sexualidad pura y puro instinto, el poder de la mujer fatal no tiene límite: tan sólo el de su propia constitución y de su resistencia al placer. Y el hombre, sabedor de que el placer femenino, enorme si es administrado son sabiduría, separará todavía más del ámbito de lo controlable la naturaleza sexual de la mujer.           

Caso paradigmático de este excesivo placer femenino es el de Tiresias. En la Melanopodia, este personaje, que había conocido tanto la condición masculina como la femenina, afirmaba que de diez partes de placer a la mujer le correspondían nueve y al hombre tan sólo una[50]. Y es que la libido femenina es, a juicio de varios autores, poderosísima:

 

supera los límites de lo que las palabras pueden expresar, límite de todo lenguaje, límite de toda corporeidad

 

–dirán Bruckner y Filkielkraut[51]; esa

 

delicia, la invasión del cuerpo por unos flujos de goce que se deslizan por todas partes como si fueran lava[52].

 

La atribución de un poder maligno a la capacidad femenina para el placer parece únicamente habitada por una finalidad: la de controlar esa voluptuosidad, la de hacerla domeñable. Con ello el macho indefenso ante esos «flujos de goce» que invaden el cuerpo de su compañera se escuda de dos posibles males: aliviar la sospecha de que su vigor sexual no sea suficiente para mitigar la libido de su partenaire; denostar la búsqueda activa de satisfacción por parte femenina fuera del ámbito del hogar –algo que, sin embargo, al hombre no le está vedado.           

De ahí que algunas autoridades se hayan pronunciado, en el siglo XIX, contra el placer que la mujer pretendía encontrar en el acto amoroso. Como indica Bornay, un doctor inglés se pronunció al respecto en estos términos:

 

de cada diez mujeres, a nueve les desagrada el acto sexual, y la que hace el número diez es una prostituta.[53]

 

En la enciclopedia Ree, inglesa también, se quitaba hierro a la posibilidad del placer femenino aduciendo pruebas fisiológicas. El orgasmo era tan sólo cosa de mujeres de mal vivir, puesto que las virtuosas hallaban en el orgasmo síntoma de enfermedad:

 

es innegable que a veces se forma un fluido mucoso en los órganos internos y en la vagina durante el coito, pero esto sólo ocurre a las mujeres lascivas o que llevan una vida lujuriosa.[54]

 

Y, no obstante esto, cuántos placeres relatan las mujeres sabias, las mujeres que viven para y por el placer sexual, que han hecho de ello oficio y beneficio. Como debió de oír el Balzac todavía joven de La Peau de chagrin: celebración de la cortesana, sagrado colofón de la cena que ofrece Taillefer a sus amigotes de francachelas, postre delicioso aromatizado con las más misteriosas especias. Aquilina, una de las prostitutas contratadas por el generoso convitador, es descrita así en su sabiduría sexual:

 

monstre qui sait mordre et caresser, rire comme un démon, pleurer comme les anges, improviser dans une seule étreinte toutes les séductions de la femme, excepté les soupirs de la mélancolie et les enchanteresses modesties d’une vierge; puis en un moment rugir, se déchirer les flancs, briser sa passion, son amant; enfin, se détruire elle-même comme fait un peuple insurgé.[55]

 

Es decir, peligrosa y ausente, orgullosa encima de una pila de cadáveres que su sexo voraz ha sembrado a sus pies:

 

elle était là comme la reine du plaisir, comme une image de la joie humaine, de cette joie qui dissipe les trésors amassés par trois générations, qui rit sur ses cadavres, se moque des aïeux, dissout des perles et des trônes, transforme les jeunes gens en vieillards, et souvent les vieillards en jeunes gens.[56]

 

Un poder majestuoso que subyuga a los hombres y les recuerda un más allá de placeres inauditos; que les arrastra a la perdición como sirenas sin corazón que son. Y como las sirenas homéricas, la mujer fatal bebe de fuentes clásicas su sabiduría amorosa. Como Afrodita, a quienes las Parcas asignaron este deber divino: sexualidad veleidosa, exuberante, caprichosa, ajena a vínculos. Es inmanencia pura. Es peligro.[57]           

Esta será la característica inalienable e inevitable de la mujer fatal: el peligro que encierra su sexualidad, capaz de atraerse las más grandes maldades con tal de satisfacerla. Un mito que viene forjándose desde los comienzos de la civilización, de la que Pandora con su caja es uno de los principales antecedentes.

 

2.5. Diablesas y mujeres fatales en la Antigüedad

        

En el mito de Pandora se halla la creación misma del género femenino. Zeus, para vengarse de los hombres, ordena la creación de la primera mujer a Hefesto. Su imagen es proporcionada por la diosa Afrodita, quien la dota de hermosos ornamentos: collares de oro y guirnaldas de flores entregadas por las Gracias y las Horas, y un hermoso vestido blanco con un largo velo nupcial, sujeto con una bellísima diadema, regalo de Atenea. Por otra parte, Pandora posee una cajita que encierra todos los males y miserias, que acabará abriendo, causando así el infortunio de la humanidad. Las mujeres todas serán entonces castigadas por este desliz de la primera representante de su género: serán condenadas por curiosas, por querer saber, un privilegio que debe serles negado a las mujeres; su acceso al conocimiento sólo se puede dar en relación con los misterios de la vida y la muerte, con las emociones, con la vulnerabilidad de los seres humanos.[58]           

Cómo no ver en este mito el germen de la misoginia masculina. Un relato mítico que tiene como finalidad eximir a los hombres de dejarse llevar por su animalidad –que se convierte en monopolio exclusivo de la mujer. Un mito que sobreviviría, transformado, en el ideario judeocristiano bajo los rasgos de diablesas y de la primera madre: Eva.           

Como señala Jung –parafraseando a Dorneus–, Eva aparece dotada de una dualidad que la debilitaba ante los envites del diablo. Puesto que Adán estaba marcado por el unarius, no fue tentado con la manzana sabiendo que su unidad era indestructible, indivisible. Por eso el diablo primero tentó a Eva, y esta, a su vez, tentó a Adán haciendo recaer sobre la humanidad toda la cólera del dios padre.           

Es esta una fábula basada en la cábala hermética, tan aficionada a la numerología, que ve en los números pares símbolo de feminidad, y de masculinidad en los impares. En ello es fácil encontrar el punto diferencial del falo, que en solo es capaz de separar, ordenar y clasificar el mundo y su lógica matemática –claro exponente de una visión falogocéntrica del mundo.           

Por este hecho primordial de la civilización, la mujer aparecería íntimamente ligada a las instancias diabólicas, como señala el gran estudioso de los arquetipos que fue Jung: «Dorneus, con gran astucia, descubre que el binario es el secreto parentesco entre el diablo y la mujer»[59]

El antecedente de Eva, la incauta mordedora de la manzana, es Lilith, una diablesa de posible origen asirio-babilónico que pasó a ocupar una posición de importancia en la demonología hebraica.           

Como comentan Bornay y González de Chávez[60], Lilith fue la mujer que se acoplaría con Adán antes de la llegada de Eva al Paraíso. Siempre se quejaba de que su esposo ocupase la posición superior durante la cópula, por lo que este intentó obligarla a aceptarla por la fuerza. Ella se negó, pronunciando para ello el nombre mágico de dios, tras lo cual se elevó en el aire y lo abandonó. Desde entonces se le atribuye la muerte de niños, como espíritu maligno que atacaba a las parturientas y a los recién nacidos.           

La psicoanalista Silvia Tubert dirá de ella que constituye una representación de la Diosa madre, rebajado a personaje maldito en función de su rebeldía[61].           

La lista de mujeres malditas por su atrevimiento a actuar por sí mismas demandando una igualdad y un placer que les corresponde se completa, en el imaginario judeocristiano, con Herodías o Salomé –estilizada por Wilde, Mallarmé, Gustave Moreau y, a comienzos del siglo XX, por el vienés Klimt–; y con Judith, quien libró a Betulia del látigo del general Holofernes seduciéndolo y cortándole la cabeza mientras dormía. Ejemplos de una feminidad asesina y castradora que erizaba el vello de los decadentes finiseculares. Naturaleza extremadamente sexual que por la búsqueda activa del placer aterroriza al compungido hombre decimonónico, como si en la cópula con estas mujeres les fuera la suerte de su miembro viril: enfrentados al sexo de las mujeres como si estas estuvieran dotadas de una vagina dentada[62].           

Todas estas diablesas encontraron ecos en la literatura de la segunda mitad del siglo XIX. Hasta el punto de convertirse en una referencia indiscutible en toda obra que pretendiese entrar en la nómina decadente. Tal vez un caso interesante –aparte de los ya citados de Wilde y otros, como Huysmans­– sea el de los personajes femeninos seducidos por la influencia diabólica de Drácula, del escocés Bram Stoker[63]. Las dos jovencitas deseadas por el viejo vampiro, Lucy Westenra y Mina Murray, representan –antes de la entrada en juego del monstruo– el estereotípico ángel del hogar: la promesa de la esposa fiel y abnegada, prudente, contenida y reservada. Sin embargo, a lo largo de todo el relato, es su honor el que está en juego: la primera muere, demonizada, atravesada por la estaca de la justicia humana; la segunda, Mina, es salvada por el sacramento del matrimonio y el ajusticiamiento final del conde transilvano.           

Sin embargo, lo que realmente pone de relieve esta exitosa novela es la exhumación del ser voluptuoso y pecaminoso que hay en toda mujer desde tiempos adánicos[64]. La facilidad de su contacto con las fuerzas más oscuras de la naturaleza y del más allá la convierte en ese ser impredecible y peligroso que se apodera del cuerpo de los hombres y, lo que es más, de su alma. En medio de una escenografía de marcado carácter sexual, las vampiresas, habitadas por el mal del monstruo, chupan la sangre de sus víctimas, y, como Lilith, se alimentan de niñitos recién nacidos que hacen las delicias de sus viciosos colmillos.

Se trata, pues, de una revisión moderna del mito de la mujer diabólica: una hembra poseída por las tenebrosas fuerzas de la lujuria, que la metamorfosean en un ser venido de un inalcanzable más allá del que los hombres están excluidos[65].

En el ámbito francés, la parte demoniaca en la mujer fatal se cumple a la perfección. La actriz La Faustin –de la novela homónima de Goncourt– es un ser cambiante, que, como buena diabólica, sufre transformaciones y modificaciones que la hacen imprevisible: «être divers et multiple, dans lequel, tout à tour, la duchesse alternait avec la grisette».[66]

 Otro personaje femenino más caracterizado como diabólico dentro de esta misma novela es Marie la Bonne-Âme, amiga de la Faustin. Hay una curiosa escena en la que la joven se pone a hablar de los amantes que ella misma escoge para su propio placer. Al hacerlo parece recuperar el tono y la pose dignas de una diablesa, transformada de mujer civilizada en mujer poseída por un espíritu maligno que la pervierte: la naturaleza femenina, salvaje e indómita, de las cortesanas de Lucifer:

 

elle se mit à tourner par la chambre comme une bête fauve dans une cage: le noir que prenait le bleu de ses yeux en ses pensées mauvaises, le rutilement de sa tignasse tout fraîchement teinte sous les lueurs de la lampe, lui mettant au front queque chose du caractère, de la farouche grandeur de la prostituée de l’Apocalypse.[67]

 

No obstante, el más famoso glosador de la mujer diabólica de la segunda mitad del XIX es, sin duda alguna, Barbey d’Aurevilly. Su libro Les Diaboliques, publicado en 1874, fue una colección de relatos que conoció un cierto éxito, convirtiéndose en una referencia inexcusable en el culto de la mujer fatal de la literatura francesa. «Une femme, c'est l'aimant du diable!»[68], dice uno de los comensales de esa ripaille que es «A un Dîner d'athées». Es precisamente en este relato donde las referencias al componente diabólico de la mujer fatal quedan más patentes. En él se comentan las hazañas de una mujer prodigiosa, la Rosalba: la más brillante, la más fascinante cristalización de todos los vicios que los comensales hubieran conocido jamás: «dans le mal, une perfection! » –dicen de ella.           

La Rosalba, como buena diabólica, es una mujer de carácter inestable, que puede pasar de un estado de ánimo a otro completamente diferente bajo el imperio de la lujuria.

 

Rosalba, cette catin arrosée de pudeur par le Diable, qui avait, malgré ses moeurs, conservé la faculté, qui tenait du prodige, de rougir jusqu'à l'épine dorsale deux cents fois par jour![69]

 

¡Doscientas veces al día! Metamorfosis esas que, por su frecuencia, sólo deben de poder estar al alcance de una naturaleza sobrehumana. Mujer metamorfoseada, pues, en prostituta satánica, que por ello mismo procuraba al hombre que disfrutase de su cuerpo un número inimaginable de placeres sexuales:

 

c'était sûrement ce Diable-là qui, dans un accès de folie, avait créé la Rosalba, pour se faire le plaisir... du Diable, de fricasser, l'une après l'autre, la volupté dans la pudeur et la pudeur dans la volupté, et de pimenter, avec un condiment céleste, le ragoût infernal des jouissances qu'une femme puisse donner à des hommes mortels.[70]

            

La Rosalba, aun siendo un caso especial, guarda concomitancias con el resto de sus compañeras de sexo, pues todas ellas («une femme... quelconque», podría decir Aurevilly) son capaces de perder a los hombres en los meandros de su voluptuosidad sin límite.

 

Elles font bien tout ce qu'elles veulent de leurs satanés corps, ces couleuvres de femelles, quand elles ont le plus petit intérêt à cela[71],

 

como dice de Hauteclaire de Stassin en «Le Bonheur dans le crime». Y es que sólo las mujeres tocadas por la des-gracia diabólica son capaces de salir de su marasmo pasivo –propio de la mujer tradicional– y adoptar una actitud activa y dinámica –por ello mismo peligrosa para la autoridad masculina: «Chose étrange! dans le rapprochement de ce beau couple, c'était la femme qui avait les muscles, et l'homme qui avait les nerfs»[72], dice de Mlle de Stassin el narrador del mismo relato. Porque lo que verdaderamente admira Aurevilly en las mujeres, aunque parezca que se haya complacido en pintar estos retratos magnificentes de sus diaboliques, es la sumisión y la docilidad. Así lo comenta de esa prodigiosa amante que es la Rosalba, de bellísimos ojos, pero que «ils n'étaient jamais plus beaux que quand ils étaient baissés».[73]           

Por mucho que sea digna de admiración la soberbia y la indocilidad en las mujeres, el XIX no las considerará como características puramente femeninas. Como dice Victoria Sau, la actividad es masculina y 'fea' en la mujer. Y si el hombre admira tímidamente esta activa amenaza femenina es porque pone en peligro su carácter dominante y acepta gustoso el reto: «sabe que él ganará y ella o será destruida o se convertirá a la belleza pasiva de una buena esposa y madre»[74]  –que será el resultado de la justicia poética que el sistema patriarcal impone finalmente en la ideología de los escritores y escritoras decimonónicos. Así se resuelve la azarosa vida de Germinie Lacerteux, la protagonista de la novela homónima de los hermanos Goncourt: a fuerza de independencia con respecto al hombre, Germinie pasa por momentos de embriaguez en los que se permite buscar al macho y sólo al macho, dejando al hombre-individuo de lado. Haciendo un uso casi masculino de ellos,

 

como si hubiera perdido las características de su propio sexo, ella misma atacaba, reclamaba la brutalidad, se aprovechaba de la embriaguez, y era ella a quien se le entregaban.[75]

 

La suerte que corre Germinie es, como no podía ser de otro modo, la de una temprana muerte –que no se puede sino relacionar con lo que vaticinaba Carlos Herrera a La Torpille en Illusions perdues

La actividad femenina, pues, es un sinónimo de muerte de ascendencia diabólica. Incluso la petición de un beso proyectando los labios hacia delante pasa por una amenaza casi fálica: así, esos labios rojos y eréctiles de Alberte sobre los que el vizconde de Brassard pone su beso y que finalmente penetran los suyos –en «Le Rideau cramoisi» de Les Diaboliques. Fantasías masculinas que les hacen sentirse poseídos cuando los hombres se aventuran a poseer una mujer fatal; complejo de muerte que nace por el miedo a la castración que puede inflingirles una voluptuosidad sometida a su libre impulso. Como el mito de la mantis religiosa, que debe decapitar a su amante para que este expulse su semilla y se haga efectiva la inseminación, la mujer fatal tiene en su sexo ese cepo de lobo, esa vagina dentata tan temida por los hombres. A veces en demostraciones tan evidentes como este pasaje de la novela Monsieur de Phocas, de Jean Lorrain, en el que Fréneuse contempla una estatuilla demoníaca:

 

ses seins hardis et ronds point(ai)ent dans une lueur au-dessus du ventre sombre, un ventre étroit et plat qui se renfl(ait) à la place du sexe au-dessus d’une petite tête de mort.

 

¡Una cabeza de muerto subrayando un bajo vientre femenino! El miedo masculino a esta instancia diabólica es como la del adolescente que aprende el arte de amar en los brazos de una prostituta: la primera vez acude tembloroso, temiendo lo peor de su rite de passage hacia la condición viril.

 

Il y a beaucoup de jeunes gens qui ne s’aventurent pas sans angoisse dans les ténèbres secrètes de la femme; ils retrouvent leurs terreurs d’enfant au seuil des grottes, des sépulcres, leur effroi aussi devant les mâchoires, les faux, les pièges à loup: ils imaginent que leur pénis gonflé restera pris dans le fourreau des muqueuses.

 

Qué bien demostró saberlo Simone de Beauvoir con la redacción de estas frases.[76] Una angustiosa investigación espeleológica, poblada de demonios y de monstruos come-niños en la que el hombre jamás se aventurará sin miedo, a menos que consiga considerar a su compañera como su semblable, son frère... Todo un mundo de húmedas profundidades que tanto obsesionara a los escritores finiseculares. Un mundo subterráneo al que se teme porque se desconoce, al que se desconoce porque se le separa de sí, al que se le separa porque hay que controlar... La solución pasa por cesar el férreo y estricto control o por empeñarse en continuar en ejercerlo de manera más ardua aún si cabe...

 

2.6. Otras manifestaciones de la reacción misógina

 

La misoginia, como paradigma de la virilidad, crece como reacción a los avances de las mujeres en lo laboral, en lo social y en lo sexual. Una actitud comprensible en quien cree que están afilando la guillotina por él; en quien observa con preocupación cómo la mitad de la población, hasta entonces mantenida sojuzgada y sometida, campa por sus fueros y ocupa terrenos hasta entonces vedados para ella. Comprensible –aunque no compartible ni defendible– cuando algunos hombres ven cómo el mundo les niega la primacía que la cultura tradicional les había concedido sin discusión ni oposición.           

Para hallarse y perpetuarse en tal primacía se hizo necesario educar a esa otra parte en unos comportamientos que le fueran propios, que coadyuvaran a su sumisión. Comportamientos y actitudes que pretenderían exclusivos de las mujeres y en los que estas fueron programadas y preparadas desde tiempo inmemorial. Toda actividad humana relacionada con lo sentimental, lo intuitivo, lo natural fue considerada por el patriarcado como monopolio femenino inalienable –mientras que los hombres se arrogaban el privilegio (¡tan discutible!) de la Razón, de la Ciencia y la Cultura. El ámbito masculino fue siempre lo público: ese salir de casa para proyectarse en foros y reuniones, en la remuneración salarial, en la construcción de imperios que significaran una extensión de su yo, en el que poder alienarse sin sonrojo. El ámbito femenino fue lo doméstico: ella es el ángel del hogar, la proveedora de alimento y de afectos, debiendo alienarse en la crianza de los niños y en el buen mantenimiento de la casa. Esa «espèce de poésie qu’une femme aimante et spirituelle peut et doit introduire dans son ménage» –como dice Balzac de Eve Séchard, la hermana de Rubempré[77].           

Consideradas de importancia menor, todas las actividades relacionadas con lo doméstico son inabordables para los hombres. Incapaces tanto de freír un huevo como de coser un botón, los solteros de la novela decimonónica deben recurrir a personal doméstico o a la incertidumbre de la alimentación en restaurantes: almas en pena que vagan por entre las cartas de bares y cafés o por entre les petites annonces para encontrar sirvienta que les saque del apuro. Queda descartado que un hombre se ocupe de faenas femeninas, faltaba más –como queda patente en el retrato de época que hace Jean Borie del soltero francés[78]. También por eso, parte de la reacción masculina ante los avances de las mujeres pasa por criticar esa descompensación: las mujeres ocupan poco a poco el ámbito público, mientras que el doméstico sigue estando vedado para los hombres. Estos se ven en una ridícula inferioridad de condiciones con respecto a sus mujeres. Como Rousseau, quien exclamaba en su Émile:

 

no satisfechos con afianzar sus derechos (los del sexo femenino) también hacen que se apropien de los nuestros, pero, dejarla superior a nosotros en las cualidades propias de su sexo y hacerla igual a nosotros en todo lo demás, ¿qué otra cosa es sino conceder a la mujer la primacía que la naturaleza le da al marido?[79]

 

Al hombre se le escapa la primacía que estaba siendo sustentada, precisamente, por la sumisión a la que las mujeres ya no entendían plegarse sin oposición. Se da en la sociedad del siglo XIX una ruptura entre hombres y mujeres en el sentido de que estas ya no aceptan la reclusión a que su programación como «ángeles del hogar» les obliga.

Un ejemplo que debió de incidir poderosamente sobre las mentalidades de la época fue la obra de Ibsen Casa de muñecas.[80] En ella, el momento de ruptura se da cuando Nora deja el hogar conyugal sin razón aparente, simplemente movida por un irrefrenable impulso de libertad:

 

aquí he sido tu mujer-muñeca, así como en casa de papá era hija-muñeca.[81]

 

Muñeca doquiera que estuviese, juguete de la voluntad y de los designios masculinos, Nora huye sumiendo en el marasmo a su familia, quien no entiende los motivos de tal huida.           

Una reacción típicamente misógina consiste en burlarse de esas mujeres que adoptan actitudes y ropajes poco femeninos –o, nos atreveremos a decir, masculinos. Mujeres que, revistiendo esa imagen, hacen reivindicación de igualdad de derechos o se niegan a llevar falda por considerarla elemento de sumisión al poder masculino. Asimismo se cortaban los largos cabellos y llevaban antiestéticas gafas, denotando con ello la práctica de actividades diferentes a lo que la tradición las había acostumbrado –pero que, sobre todo, había acostumbrado a los hombres.           

Los hombres de la Belle Époque –como nuestros contemporáneos, en eso las cosas no parecen haber cambiado demasiado– solían plantarse en las terrazas de los cafés para despotricar de las mujeres con aspecto de feministas que por allí pasaban. Así lo comenta el francés Joran, autor de varios libros sobre mujeres, en su obra Autour du féminisme (1906):

 

blaguer des femmes laides à cheveux courts et à lunettes qui vous prennent l’air d’apôtres est un de ces passe-temps auxquels nous renoncerions le moins volontiers.[82]

 

Y aunque de estas palabras se pudiera inferir que es el humor el registro con el que Joran denuncia la mentira que él dice ver en el feminismo, las émancipées de sus cuatro libros no son cómicas, sino más bien peligrosas.[83] De ahí que todos los comentarios que suscitan en Joran estén más teñidos de odio irracional que de crítica razonada.           

Este odio también es netamente perceptible en la «biblia» de la misoginia que significó el Sexo y carácter de Weininger. En esta obra de 1903, el alemán proclama con todos los medios a su alcance las bondades del patriarcado en el momento en que ve –o cree ver– cómo se impone el matriarcado triunfante. «Weininger ne hait la femme que parce qu’il en a peur –ou parce qu’il en conserve la nostalgie», dice de él Jacques Le Rider[84]. Con toda esa fastuosa celebración de lo masculino, Weininger no hace sino certificar la decadencia de la virilidad moderna.           

Y es que la reivindicación feminista del siglo XIX provoca una escalada de tensiones en los hombres por poner en peligro los valores de su virilidad. Como señala William Vogt en 1908[85], el feminismo a ultranza no hace sino envenenar un conflicto en el que el hombre sólo podrá triunfar mediante el recurso a la fuerza y a una represión arbitraria. Como si fuera una advertencia, Vogt y los que coinciden con él parecen prevenir a las mujeres de que, en caso de no cejar en su insidioso griterío de gallinero, sufrirán las consecuencias. La declaración de guerra está hecha, cada uno expone sus estandartes para identificación del adversario: la igualdad sólo puede engendrar la lucha que los privilegiados entienden deber hacer para mantenerse en sus privilegios. Así lo veía el escritor Albert Cim en 1899, quien advertía de que «l’égalité des sexes engendrera la bataille et naturellement la victoire sera du côté du biceps».[86] Como si lo realmente humano fuera la imposición del músculo... La misma fibra que moldeó la tierra para que pariera sus frutos se expone ahora como mantenedora del statu quo. Dónde quedó la Razón tantas veces expuesta para distinguir a los racionales machos de las intuitivas hembras... Habríamos de preguntarle a Maupassant, quien no puede evitar hacer subir a un improvisado orador a la tribuna de un mitín feminista en su relato «Les Dimanches d’un bourgeois de Paris»:

 

comme nous sommes incontestablement les plus vigoureux et les mieux doués pour les sciences et les arts, votre infériorité apparaìtra et vous deviendrez véritablement des opprimées.

            

La misoginia –ya no por las feministas en particular, sino por las mujeres en general– de Balzac es bien conocida de los estudiosos de la literatura decimonónica. Las peroratas de Trompe-la-Mort en Splendeurs... son antológicas. Esta fiera del presidio sólo entiende el mundo como un alimento para su avidez; es un bulímico vital que, a pesar de su fuerza y su inteligencia, sería capaz de conseguir todo lo que se propusiera pero no entiende que alguien tan lúcido como Théodore, su compañero corso, se haya dejado capturar por la justicia a causa de la influencia de una mujer:

 

les hommes assez bêtes pour aimer une femme périssent toujours par là!... C’est des tigres en liberté, des tigres qui babillent et qui se regardent dans des miroirs... (...) Elles nous ôtent notre intelligence!...[87]

 

Él entiende el sometimiento a una mujer como una tiranía infantil, como una revisión del vínculo con la madre, al que el hombre debe sustraerse so pena de caer de nuevo en la dependencia. Se trata, como señala David Gilmore, del eterno miedo a la regresión: la masculinidad entendida como una batalla contra estos deseos y fantasías regresivos, una difícil renuncia a los anhelos del idilio infantil.[88] La mujer es la pérdida del hombre, porque es pasional, cándida pero perversa, salvaje e intrigante.[89] Un ser que fagocita al hombre cuando se hace dependiente de él; inferior cuando sólo obedece a su fisiología. Ahora bien, este dandi del presidio, este ange déchu del realismo romántico, gusta de las mujeres independientes y autónomas, dotadas de sus mismas fuerza e inteligencia: «pour moi la femme n’est belle que quand elle ressemble à un homme!» –dice con seguridad.[90] Igualdad en las cualidades y en las posibilidades de cada uno, dice Jacques Collin necesitar para admirar a una mujer. Una mujer dandi como él, en quien la astucia y la agilidad sean connaturales. Su tía, tan pronto transformada en vieja vendedora ambulante, como rica boutiquière de bulevar, como en rica señora, Jacqueline Collin, es una dandi con las mismas capacidades que su sobrino –si exceptuamos el vigor físico.

Y es que la mujer también puede ser un dandi, siempre y cuando se observe en ella esa pose anti-convencional, esa inteligencia y ese cinismo que el mejor Baudelaire supo destilar. La dandi baudelairiana es sutil y sofisticada como su antecedente del siglo XVII, la précieuse; pero a su carácter hay que añadirle la frialdad inteligente, el decoro y la nobleza diríamos satánica del ángel caído. La mujer es lo contrario del dandi cuando –como dice el poeta en Mon Coeur mis à nu

 

(elle) a faim et elle veut manger. Soif, elle veut boire.                 

Elle est en rut et elle veut être foutue.                       

Le beau mérite!                       

La femme est naturelle, c’est-à-dire abominable.

Aussi est-elle toujours vulgaire ...[91]

 

Sin embargo, cuando se halla en ella esa nobleza maldita, esa tristeza fría que no le permite la exposición de ningún sentimiento, entonces la mujer es dandi. Como en este pasaje de Fusées en el que el poeta parece esbozar el guión de una pieza; un hombre llora desconsoladamente cerca de su amante:

 

il se mit à pleurer; et ses larmes chaudes coulèrent dans les ténèbres sur l’épaule nue de sa chère et toujours atirante maîtresse. Elle tressaillit; elle se sentit, elle aussi, attendrie et remuée. Les ténèbres rassuraient sa vanité et son dandysme de femme froide. Ces deux êtres déchus, mais souffrant encore de leur reste de noblesse, s’enlacèrent spontanément.[92]

 

Seres destronados, nobles en una tristeza sin atisbo de pusilanimidad: seres demoníacos por situarse al margen de una sociedad que quiere la confrontación, que odia al miserable y lo hunde todavía más en su miseria. El dandi es un proyecto vital que entiende separarse de la sociedad burguesa marginándose por arriba. La batalla de los sexos termina con el dandi, quien entiende que la equiparación de los seres se hace en función de su inteligencia y no en función de su posición social.           

Al igual de los hombres del XVII, los précieux nacidos de las exigencias de las précieuses, los dandis del XIX crearon un mecanismo de repliegue y defensa que, lejos de explotar la virilidad tradicional, la ponían en tela de juicio. Cómo podían avalar una masculinidad insensible y maquinadora. El dandi Baudelaire, visto en las barricadas de la Comuna gritar contra su padrastro el general Aupick, no entendía un régimen masculino en que el poderoso cargase sobre el pobre haciéndole sentir todo el peso de su poder. El proyecto del dandi pretende romper con la masculinidad primaria, barriobajera y procaz para proclamar un nuevo humanismo;[93] un humanismo en el que el individuo pudiera liberararse de las exigencias de su sexo, de la identidad marcada por el género, y ser plenamente él o ella: siempre altivo, siempre igual a sí mismo y a nadie más, sin deber rendir cuentas a sus semejantes porque ningún otro individuo se les asemeja en su singularidad.           

La estructura de dominación, en definitiva, alcanza a los dos términos de la relación de dominación: dominados y dominantes, quienes son, según la frase de Marx, «dominados por su dominación».[94] Es por ello necesario estudiar cómo la literatura y demás obras de cultura manifiestan, explican y justifican la dominación de los hombres sobre las mujeres. La misoginia del XIX francés es deudora de la historia que le precedió, pero asimismo consecuencia de siglos de adoctrinamiento sexista. Conocer sus causas y analizarlas a la luz de ese «doble trabajo de vigilancia y de análisis»[95] (en el sentido de lo que Paul Ricoeur llamó «Filosofía de la sospecha» aplicada a Kant –y que Posada Kubissa cree más que a Marx, Freud o Nietzsche, le cuadra al pensamiento feminista en cuanto pensamiento crítico y desenmascarador[96]) es importante para poner en tela de juicio las categorías que el patriarcado crea para asentar su dominación. Por eso es determinante en este tipo de lectura el estudio de personajes y de sus representaciones, pues de estas depende su posicionamiento a la hora de perpetuar o de desmontar la dominación.           

Nosotros hemos intentado mostrar las causas de esa misoginia decimonónica, con el fin último de explicarlas analizándolas y dejar al descubierto la inanidad de algunos planteamientos decimonónicos al respecto.

 


 

NOTAS:

 

[1] Ver la analogía que establece Asunción Valero Gancedo entre la evolución de regímenes políticos en la Francia de entre dos siglos, especialmente entre la Revolución y la muerte del macho dominante a manos de la horda primigenia –como Freud expuso en Tótem y tabú. A. VALERO GANCEDO, «Napoléon Bonaparte y el mito de la paternidad en el romanticismo francés»., en A. RAMOS SANTANA, (ed.) La identidad masculina (en los siglos XVIII y XIX), Universidad de Cádiz, 1997, pág. 277 y sigs. S. FREUD, Tótem y tabú, Alianza, Madrid, 2000, pág. 148 y sigs.

[2] Ll. BONFIELD, «La familia en la legislación europea», en D. I. KERTZER y M. BARBAGLI (comp.), La Vida familiar desde la Revolución Francesa hasta la Primera Guerra Mundial (1789-1913), Paidós Orígenes, Barcelona, 2003, pág. 217 y sigs.

[3] D. I. KERTZER y M. BARBAGLI, «Introducción», en D. I. KERTZER y M. BARBAGLI, loc. cit., pág. 29 y sigs.

[4] L. GUTTORMSSON, «Las relaciones paternofiliales», en D. I. KERTZER y M. BARBAGLI, loc. cit., pág. 398 y sigs.

[5] A. RAUCH, Le Premier Sexe. Mutations et crise de l'identité masculine, Hachette, París, 2000, pág. 255.

[6] E. BORNAY, Las Hijas de Lilith, Ensayos Arte Cátedra, Madrid, 1995, pág. 16.

[7] ROGERS, Katharine M., The trouble some Helpmate. A History of misogyny in literature, University of Washington Press, Seattle, pág. 272 (citada por T. MOI, Crítica literaria feminista, Cátedra. Madrid, 1988, pág. 40).

[8] FULFORD, Roger, Votes for Women, Faber, Londres, 1957, pág.101 (citado por K. MILLET, Política sexual, Ediciones Cátedra - Instituto de la Mujer, Madrid, 1995, pág. 141).

[9] MORENO SARDÀ, Amparo, El Arquetipo viril protagonista de la historia, Lasal, Edicions de les Dones, Barcelona, 1987, pág. 34

[10] «Al pudor, en el que se ve una cualidad ‘par excellence’ femenina, pero que es algo mucho más convencional de lo que se cree, le adscribimos la intención primaria de encubrir la defectuosidad de los genitales. Aunque nos olvidamos que el pudor ha tomado después a su cargo otras funciones. Se cree que las mujeres no han contribuido, sino muy poco, a los descubrimientos y los inventos de la historia de la civilización; pero quizá sí han descubierto, por lo menos, una técnica: la de tejer e hilar. Si así ha sido, en efecto, podríamos indicar el motivo inconsciente de tal rendimiento. La Naturaleza misma habría suministrado a la mujer el modelo para tal imitación, haciendo que al alcanzar la sujeto la madurez sexual crezca la vegetación pilosa que oculta sus genitales. El paso inmediato habría consistido en adherir unas a otras aquellas hebras que salían aisladas de la piel». En S. FREUD, «La feminidad» en Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis en Obras Completas. VIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, pág. 3164 y sigs.

[11] C. ALZON, Mujer mitificada, mujer mistificada, Ruedo Ibérico–Ibérica de Publicaciones, París-Barcelona, 1982, pág. 56. Cómo no recordar, por otra parte, la famosa frase de Lautréamont en la que daba cita a una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección.

[12] P. BOURDIEU, La Domination masculine, Seuil, París, 1998, pág. 101.

[13] «Para llevar a cabo esta política del acercamiento sin duda la mujer está mejor preparada que el hombre que ha vivido al margen de tantas cosas para ocuparse exclusivamente de las únicas que consideró importantes» –dice Victòria Camps en V. CAMPS, El Siglo de las mujeres, Cátedra-Feminismos, Madrid, 1998, pág. 39. «Con las palabras de Noddings, la idea de que las mujeres ‘están mejor equipadas que los hombres para prestar cuidado y atención’ » (p.73). Reivindicación esta perfectamente encuadrable dentro de la que algunos sectores del feminismo hacen de la ética del cuidado.

[14] M. E. GIMENEZ, «Feminism, pronatalism, and motherhood», en J. TREBILCOT (ed.), Essays on Feminist Theory, Rowman & Allanheld, Nueva York, 1983, pág. 288 y sigs.). Y R. OSBORNE, La Construcción sexual de la realidad,  Cátedra-Feminismos, Madrid, 1993, pág. 140.

[15] V. CAMPS, loc. cit., pág. 14.

[16] V. CAMPS, loc. cit., pág. 20.

[17] «Nadie cuestiona ni duda, en cambio, que el varón ‘quiera’ trabajar. Tiene que hacerlo». V. CAMPS, loc. cit., pág. 64.

[18] E. G. SLEDZIEWSKI, «Revolución Francesa. El giro», en VV.AA., Historia de las mujeres. IV. Siglo XIX, Santillana, Madrid, 2000, pág. 54.

[19] A. MAUGUE, L'Identité masculine en crise au tournant du siècle, Editions Payot, París, 2001, pág. 9.

[20] E. BADINTER, XY. La Identidad masculina, Alianza Editorial, Barcelona, 1993, pág. 26 y sigs. Ver también G. MONGRÉCIEN, Les Précieux et les Précieuses, Mercure de France, París, 1939, pág. 149.

[21] Citado por  S. BEAUVOIR, Le deuxième Sexe. I. Les Faits et les Mythes, Gallimard Folio, París, 1976, pág. 187.

[22] S. BEAUVOIR, loc. cit., pág. 88.

[23] K. MILLET, loc. cit., pág. 158.

[24] LI DZEH DJEN, La Presse féministe en France de 1869 à 1914, París, 1934 (sin referencia editorial en C. ALZON, loc. cit., pág. 52 y sigs., cuyas hipótesis sobre la evolución del feminismo sigo a continuación).

[25] En La Citoyenne, 17 abril 1881, «El Servicio militar de las mujeres». Citada por LI DZEH DJEN, en C. ALZON, loc. cit., pág. 73.

[26] D. GODINEAU, «Hijas de la libertad y ciudadanas revolucionarias», en VV.AA., Historia de las mujeres. IV. Siglo XIX, loc. cit., pág. 47.

[27] E. BORNAY, loc. cit., pág. 15. Comenta en su ensayo que fue a partir de los años 60 cuando las calles Parísinas se llenaron de prostitutas; sin embargo, su presencia era ya importante a partir de los años 20 y en adelante, como lo atestiguan Stendhal y Balzac en las novelas a que nos referimos.

[28] H. de BALZAC, Splendeur et misères des courtisanes, GF-Flammarion, París, 1968, pág. 68.

[29] David Tacium dirá en su tesis que la prostituta es el equivalente comercial de la mujer en la sociedad mercantil del siglo XIX, en D. TACIUM. (1998): Le Dandysme et la crise de l'identité masculine à la fin du XIXe siècle: Huysmans, Pater, Dossi. [en línea]. Nueva edición [Montreal]: Université de Montréal, 1998. <http://www.theses.umontreal.ca/theses/pilote/tacium/these.html> [Consulta: 14 mayo 2003]. Pierre Bourdieu señalará, por otra parte, que el escritor finisecular ve en la prostituta ciertas similitudes consigo mismo, en una época en que el campo artístico (en la terminología sociológica adoptada por Bourdieu) empezaba a fraguarse como un campo autónomo: «la homología de la posición contribuye sin duda a explicar la propensión del artista moderno a identificar su destino social con el de la prostituta, ‘trabajador libre’ del mercado de los intercambios sexuales», en P. BOURDIEU, Las reglas del arte, Anagrama Ensayo, Barcelona, 1995, pág. 90, nota nº2.

[30] S. de BEAUVOIR, loc. cit., pág. 171.

[31] W.E.H. LECKY, History of European Morals, citado por E. BORNAY, loc. cit., pág. 58. Ver también S. de BEAUVOIR, loc. cit., pág. 171.

[32] STENDHAL, De l’Amour, Gallimard Folio, París, 1980, pág. 148.

[33] «Ma se una eccitazione morbosa dei centri psichici viene ad acuire le qualità cattive ea cercar nel male uno sfogo; se la pietà e la maternità mancano, se vi so aggiungono le forti passioni e i bisogni derivanti da unintenso erotismo, una forza muscolare abbastanza svilupatta e un aitelligenzia superiore per poter concpire il male ed eseguirlo, è chiaro che da quella semi-criminaloide innocua che è la donna normale, dovrà escire una criminale-nata più terrible d’ogni delinquente maschio». Citado por E. BORNAY, loc. cit., pág. 87.

[34] H. de BALZAC, Splendeur et misères des courtisanes, loc. cit., pág. 88.

[35] H. de BALZAC, loc. cit., pág. 62.

[36] H. de BALZAC, loc. cit., pág. 63.

[37] H. de BALZAC, loc. cit., pág. 78.

[38] H. de BALZAC, loc. cit., pág. 86.

[39] Esta imagen zoliana recuerda vivamente a un cuadro de Gustav-Adolf Mossa, titulado Elle (de 1905), en el que se puede observar a una joven de rostro impasible sentada sobre un montículo hecho de cadáveres humanos. Museo Jean Cheret de Niza. Ver Anejo I.

[40] Concepto creado por Jung, reutilizado por Gérard Mendel a lo largo de G. MENDEL, La Rebelión contra el padre, Península, Barcelona, 1975, y que, según explican Laplanche y Pontalis, designa una supervivencia de los participantes en la vida familiar en el imaginario del individuo. Ver J. LAPLANCHE, J. y J.-B. PONTALIS, Vocabulaire de la psychanalyse, PUF, París, 1981, pág. 196.

[41] G. MENDEL, loc. cit., pág. 77 y sigs.

[42] I. MAGLI, La Femina dell'uomo, Laterza, Roma, 1985, pág. 83. Ver también M. A. GONZÁLEZ DE CHAVEZ FERNÁNDEZ, Feminidad y masculinidad. Subjetividad y orden simbólico, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998, pág. 19 y sigs.

[43] H. CIXOUS, La Risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura, Anthropos, Madrid, 1995, pág. 21.

[44] T. GAUTIER, «La Morte amoureuse», en Récits fantastiques, GF-Flammarion, París, 1981, pág. 123.

[45] T. GAUTIER, loc. cit., pág. 133.

[46] T. GAUTIER, Théophile, «Arria Marcella», en Récits fantastiques, GF-Flammarion, París, 1981, pág. 267.

[47] K. MILLET, loc. cit., pág. 118.

[48] E. de GONCOURT, La Faustin, Actes Sud, Arles, 1995, pág. 110.

[49] E. de GONCOURT, loc. cit., pág. 100.

[50] Comentado en T. BLESA, «Sé más que un hombre, menos que una mujer», en N. IBEAS y M. A. MILLÁN (eds.), La Conjura del olvido. Escritura y feminismo, Icaria Antrazyt, Barcelona, 1997, pag. 17 y sigs.

[51] P. BRUCKNER y A. FINKIELKRAUT, El nuevo Desorden amoroso, Anagrama, Barcelona, 1989, pág. 166.

[52] P. BRUCKNER y A. FINKIELKRAUT, loc. cit., pág. 179.

[53] E. BORNAY, Erika, loc. cit., pág. 82.

[54] E. BORNAY, Erika, loc. cit., pág. 61.

[55] H. de BALZAC, La Peau de chagrin, Gallimard Folio, París, 2003, pág. 101.

[56] H. de BALZAC, loc. cit.

[57] Ver R. GRAVES, Los Mitos griegos,  Losada, Buenos Aires, 1967. pág. 80 y sigs.

[58] No sería descabellado acercar el mito de Pandora y su caja con los cofrecillos de El Mercader de Venecia shakespeariano, cuyo carácter arquetipal fue analizado por Freud en FREUD, Sigmund, Psicoanálisis aplicado y Técnica psicoanalítica, Alianza, Madrid, 1979, pág. 26 y sigs.

[59] C. G. JUNG, Psicología y religión, Paidós Studio, Barcelona, 1981, pág. 101.

[60] E. BORNAY, loc. cit., pág. 25. M. A. GLEZ. DE CHÁVEZ, Feminidad y masculinidad. Subjetividad y orden simbólico, loc. cit., pág. 27. También cabe citar R. GRAVES y R. PATAI, Los Mitos hebreos, Alianza, Madrid, 1986, pág. 59.

[61] S. TUBERT, Silvia, «Los Monstruos femeninos de la cultura europea», en VIDAL, ALARCÓN Y LOLAS (comp.), Enciclopedia Iberoamericana de Psiquiatría, Editorial Médica Panamericana, Buenos Aires, 1995, pág. 976 y sigs.

[62] La expresión de Vagina dentata ha sido analizada por Lederer, en W. LEDERER, La Peur des femmes ou Gynophobia, Payot, París, 1970. Ver también F. MONNEYRON, «Le Dandy fin de siècle: entre l’androgyne et le mysogine», en A. MONTANDON, L’honnête homme et le dandy, Gunter Narr Verlag, Tubinga, 1993.

[63] STOKER, Bram, Dracula, Penguin Books, Londres, 1994.

[64] SERNA, Justo, «Simpatía por el vampiro», en Claves de razón práctica, Nº 125, septiembre 2002.

[65] Otra exitosa revisión de este mito de la mujer diabólica lo tenemos en la novela El Exorcista, de William Peter Blatty, en la que una niña es poseída por el diablo, sometiéndola a las más extrañas torturas y vejaciones –así como las más curiosas metamorfosis en su aspecto. W. P. BLATTY, The Exorcist, Bantam Books, Nueva York, 1972 (versión española, El Exorcista, Planeta, Barcelona, 1984).

[66] E. de GONCOURT, La Faustin, loc. cit., pág. 196.

[67] E. de GONCOURT, La Faustin, loc. cit., pág. 22

[68] J. BARBEY D’AUREVILLY, Les Diaboliques, Gallimard Folio, París, 1973, pág. 267.

[69] J. BARBEY D’AUREVILLY, loc. cit, pág. 279.

[70] J. BARBEY D’AUREVILLY, loc. cit, pág. 270.

[71] J. BARBEY D’AUREVILLY, loc. cit, pág. 137.

[72] J. BARBEY D’AUREVILLY, loc. cit, pág. 117.

[73] J. BARBEY D’AUREVILLY, loc. cit, pág. 272.

[74] V. SAU, «De la facultad de ver al derecho de mirar», en M. SEGARRA y À. CARABÌ (eds.), Nuevas Masculinidades, Icaria, col. Mujeres y Culturas, Barcelona, 2000, pág.  31.

[75] E. de GONCOURT y J. de GONCOURT, Germinie Lacerteux, Cátedra, Madrid, 1990, pág. 218.

[76] S. de BEAUVOIR, Le deuxième Sexe. II. L’Expérience vécue, Gallimard Folio, París, 1976, pág. 164.

[77] H. de BALZAC, Honoré de, Splendeurs et misères des courtisanes, loc. cit., pág. 309.

[78] J. BORIE, Jean, Le Célibataire français, Sagittaire, París, 1976.

[79] E. BORNAY, E., loc. cit., pág. 51. Sobre la influencia de Rousseau en la concepción del género femenino en el siglo XIX, ver: L. POSADA KUBISSA, Sexo y esencia. De esencialismos encubiertos y esencialismos heredados: desde un feminismo nominalista, Horas y Horas, Madrid, 1998. Y C. AMORÓS, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Anthropos, Barcelona, 1985.

[80] H. IBSEN, Casa de muñecas en Teatro completo. I, Aguilar, Madrid, 1959, pág. 1235 y sigs.

[81] H. IBSEN, loc. cit., pág. 1256.

[82] T. JORAN, Autour du Féminisme, Plon, París, 1906, pág. 69.

[83] Ver A. MAUGUE, L'Identité masculine en crise au tournant du siècle, loc. cit. pág. 173 y sigs.

[84] J. LE RIDER, «Misères de la virilité à la Belle Epoque», en Le Genre humain, nº10, París, 1984, pág. 118.

[85] W. VOGT, Le Sexe faible, M.Rivière, París, 1908, pág. V. Ver también A. MAUGUE, «La nueva Eva y el viejo Adán. Identidades sexuales en crisis» en VV.AA., Historia de las mujeres. IV. Siglo XIX, Santillana, Madrid, 2000, pág.176.

[86] A. CIM, L’Emancipée, Flammarion, París, 1899, pág. 54.

[87] H. de BALZAC, Honoré de, Splendeur et misères des courtisanes, loc. cit., pág. 544.

[88] D. D. GILMORE, Hacerse hombre. Concepciones culturales de la masculinidad, Paidós Básica, Barcelona, 1994, pág. 38.

[89] H. de BALZAC, Splendeur et misères des courtisanes, loc. cit., pág. 629. Así habla Trompe-la-Mort cuando acude al lecho de Mme de Sérisy para cerciorarle del amor que le profesaba Lucien de Rubempré antes de morir. La noble señora languidecía pensando en que su querido Lucien no le habría perdonado antes de quitarse la vida en un calabozo.

[90] H. de BALZAC, loc. cit., pág. 591.

[91] C. BAUDELAIRE, Mon Coeur mis à nu, Editions Arcadia, París, 1996, pág. 9.

[92] C. BAUDELAIRE, Charles, Fusées, Editions Arcadia, París, 1996, pág. 65.

[93] Monique Wittig abogará en su Corps lesbien por la abolición de los grilletes de la denominación en base al género para entrar en un nuevo tipo de humanismo: un humanismo de la persona. M. WITTIG, Le Corps lesbien, Editions de Minuit, París, 1973, pág. 238.

[94] P. BOURDIEU, La Domination masculine, loc. cit., pág. 76.

[95] F. COLLIN, Françoise, «Poética y política, o los lenguajes sexuados de la creación», en N. IBEAS y M. A. MILLÁN (eds.). loc. cit., pág. 66.

[96] Ver L. POSADA KUBISSA, loc. cit., pág. 17. Ver asimismo lo que dice al respecto en A. VALCÁRCEL, Sexo y Filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’, Anthropos, Barcelona, 1991, pág. 101.