«Cosas de niñas»: la construcción de la feminidad

en la serie infantil de Celia, de Elena Fortún

 

Beatriz Caamaño Alegre

(bcaamano@fandm.edu)

Franklin & Marshall College (Lancaster, EEUU)

 

 

Resumen

De la mano de Celia, el personaje de Elena Fortún, podemos explorar las aspiraciones y frustraciones de la mujer en la República y en la posguerra, porque Celia creció y se hizo adulta en los textos que su autora produjo durante más de dos décadas. Frente a la Celia del franquismo, la modernidad del personaje consiste en proponer, dentro del ámbito conservador de los cuentos infantiles, un modelo de feminidad que cuestiona la autoridad patriarcal.

 

Abstract

Through Celia, Elena Fortún’s character, we are able to explore the aspirations and frustrations of Spanish women during the II Republic and the postwar period. This is so because Celia grew up and became an adult in the texts her creator wrote throughout more than two decades. As opposed to Francoist, Celia, the character’s modernity lies in proposing, within the conservative area of children’s literature, an model of feminity that questions patriarchal authority.

 

Palabras clave

Elena Fortún

Celia

Literatura española siglo XX

Literatura infantil

Mujer y literatura

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

Elena Fortún

Celia

20th Century Spanish Literature

Children’s Literature

Women and Literature

 

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 23 (2007)

ISSN 1697-4239

 

 

La literatura infantil es una herramienta adoctrinadora muy poderosa, pues se trata de uno de los primeros artefactos culturales con los que los niños entran en contacto y en un momento en que su capacidad crítica es insuficiente a la hora de llevar a cabo su función. Uno de los aspectos en los que la literatura infantil tiene mayor influencia es en el aprendizaje de los roles sexuales. Por ello, es un campo privilegiado para el análisis de la construcción de la feminidad en distintas épocas históricas, como la II República española (1931-1936) o la dictadura franquista (1939-1975), un terreno que no ha sido lo suficientemente explorado todavía.

Los cuentos tradicionales para niños se caracterizan por una ideología conservadora, tanto en relación a los roles sexuales como en cuanto a los valores sociales y políticos que transmiten. En este sentido, Hourihan afirma que estos textos se basan en un conjunto de oposiciones binarias, entre las que destacan las siguientes: civilización/barbarie, razón/naturaleza, orden/caos, hombre/mujer, amo/esclavo (1997: 15-17), prevaleciendo siempre el primer término sobre el segundo. La importancia de las mujeres se limita al impacto que producen en los hombres (1997: 156), pues se presentan como naturales su sumisión y autorrenuncia, y se considera la sexualidad femenina como algo peligroso (1997: 193 y 177). Por ello, Hourihan concluye reconociendo la necesidad de nuevas historias que subviertan los dualismos tradicionales sobre los que se asientan las antiguas, y ofrezcan modelos alternativos de conducta (1997: 203 y 205). Sorprendentemente, este proyecto es el mismo que, con más de medio siglo de anticipación, van a intentar poner en práctica algunos de los escritores de libros infantiles más populares de los años veinte y treinta en España, sin duda un reflejo de los tiempos de cambio que supuso la República. Entre estos escritores destacan Antoniorrobles, el ilustrador Salvador Bartolozzi, Magda Donato y Elena Fortún.

Precisamente esta última es la creadora de Celia, uno de los personajes más queridos de los años treinta. Aunque nacida con anterioridad a la proclamación de la II República, puesto que vio la luz en 1928, la «hija literaria» de Elena Fortún está impregnada del espíritu republicano que corría ya por las venas de los españoles en los años previos a 1931. De su mano, es posible explorar las aspiraciones y frustraciones de la mujer no sólo en la República, sino también en la posguerra, porque el personaje creció y se hizo adulto en los diversos textos que su autora produjo a lo largo de más de dos décadas.

Los datos biográficos de Fortún pueden consultarse en la excelente biografía de Dorao (1999), imprescindible para todo el que quiera investigar sobre Encarnación Aragoneses (Madrid, 1885-1952), verdadero nombre de la autora. Educada tradicionalmente como toda joven española a finales del siglo XIX, la vida de Fortún, que se casó con el militar Eusebio Gorbea y tuvo dos hijos, uno de los cuales murió a temprana edad, se habría limitado a ejercer como esposa y madre, funciones que no la satisfacían plenamente, si no se hubiera cruzado en su camino María Lejárraga, esposa del dramaturgo Gregorio Martínez Sierra y una de las pioneras del feminismo español. Ésta convenció a Fortún para que pusiera por escrito las anécdotas de niños que con tanta gracia solía contar, y le presentó a Torcuato Luca de Tena, director del periódico Abc, con el fin de publicar su producto. Así es como nació Celia y como su autora descubrió su pasión por la escritura. El momento histórico y social favorecía la creatividad femenina: Elena Fortún incursionó también en el teatro infantil (Nieva de la Paz 1993), aunque su trabajo en esta área no se vio recompensado con el éxito que obtuvo su obra narrativa.

Las vanguardias estaban en su apogeo y la II República española en sus albores. En 1931 se concede el voto a la mujer y se proclama la igualdad de derechos. Aunque en la práctica existía todavía una gran discriminación sexual, nuevas posibilidades se abrían a la mujer en los campos de la política, el arte y el saber. Una de las organizaciones que reflejaron este  hecho fue el Lyceum Club, que agrupaba a mujeres de las clases media y alta, a las que se les ofrecían actividades educativas y de otros tipos. Fortún se hizo miembro del club y se sumergió con pasión en la vida cultural de la República, lo que le permitió también dedicar menos tiempo a un matrimonio que no fue feliz. En estos años, la autora alcanzó gran éxito con los primeros números de Celia. Desgraciadamente, el estallido de la Guerra Civil en 1936 y el triunfo de los nacionales tres años después, obligaron a Fortún a exiliarse a Argentina con su marido, que había permanecido fiel a la República. La escritora continuará su obra literaria en el país latinoamericano, aunque sin el éxito al que estaba acostumbrada, y regresará a España en 1948, con el fin de solicitar una amnistía para su esposo. La consigue, pero nunca llegarán a reunirse, puesto que él decide poner fin a su vida, después de años de sentirse inútil por no poder mantener a su familia (Fortún era la que ganaba el pan en Argentina) y enamorado de una mujer mucho más joven que él. La escritora experimenta un fuerte sentimiento de pérdida y culpabilidad ante el suicidio de su marido. A partir de ese momento y hasta su muerte, Fortún se centra en su trabajo como autora infantil, publicando nuevos libros y reeditando los antiguos, con gran éxito de ventas.

La vida y las preocupaciones de esta escritora, al igual que las de las españolas de la época, se adivinan en las aventuras de la pequeña Celia, ya que éstas se sitúan en un contexto político y social concreto. En efecto, los números más populares se publicaron a principios de los treinta y, según Martín Gaite, reflejan «las modas, novedades y deslumbramientos que se producían en los albores de la República y, posteriormente, una vez establecida ésta» (2000: 42). Más adelante, Celia acompañará en los distintos números de la serie a su creadora y a España en su descenso a los infiernos de la Guerra Civil, el exilio y la tortuosa posguerra. Pocas veces se podrá encontrar en la literatura infantil un personaje más enraizado en la historia de un país y que ofrezca una mejor oportunidad para analizar el papel de la mujer en determinada época, en este caso, la de los años treinta y cuarenta en España.

Es justo en 1930 cuando ve la luz posiblemente el libro más logrado de la colección: Celia en el colegio. Como su título indica, relata las peripecias escolares de la protagonista, lo cual resulta de especial interés por dos motivos. Por un lado, muestra y critica la educación que se daba a las niñas en el momento, y, por otro, al tratarse de un colegio de monjas, pone de relieve también la influencia de la religión en la construcción de la feminidad. Religión y educación, tal como se deduce de su inclusión, por parte de Althusser (1971), entre los Aparatos Ideológicos del Estado, son básicas en la formación y socialización del individuo. En España, durante siglos, ambas han funcionado al unísono en la multitud de colegios religiosos esparcidos a lo largo y ancho del país. La República intentó poner fin a esta circunstancia proclamando el Estado laico y prohibiendo a la Iglesia llevar a cabo cualquier tipo de actividad en el ámbito educativo, si bien no dispuso de tiempo ni dinero suficientes para ejecutar esta medida (Payne 1993: 82 y 87-89).

Celia en el colegio se publicó un año antes del advenimiento del nuevo régimen, pero refleja ya el mismo espíritu de reforma en el campo de la educación y la crítica al estamento eclesiástico, aunque esta última suavizada por un fino sentido del humor; no en vano, España es todavía un país confesional en 1930. El colegio al que acude la protagonista del relato representa el sistema educativo de la monarquía, es decir, la educación tradicional, denominada bancaria por Freire, quien distingue dos tipos de educación: la bancaria y la libertadora. La primera considera a los estudiantes meros receptáculos de información y los prepara para que se adapten a una situación de opresión; en definitiva, los convierte en autómatas, aniquilando su conciencia y anestesiando su creatividad. La segunda se basa en la comunicación entre estudiante y maestro y busca la concienciación (concientizaçao) de aquél, es decir, que logre desvelar la realidad y sea capaz de intervenir críticamente en ella: se trata de una educación para la libertad (1970: 60-68).

Las enseñanzas de las monjas, en lugar de fomentar la concienciación de sus pupilas, buscan privarlas de su individualidad y de toda capacidad de resistencia. Al igual que los cuentos infantiles tradicionales, el modelo de feminidad que transmiten es de sumisión, pasividad y domesticidad. Este modelo se impone a las pequeñas por medio de una estricta disciplina. Desde que las chiquillas se levantan, se las fuerza a obedecer las normas sin llegar nunca a cuestionarlas. La mañana se inicia con una de las madres entrando en el dormitorio de las alumnas y exigiéndoles que contesten, como una sola voz, a una jaculatoria. Celia es reprendida por fingir que duerme, y exhortada a callar cuando protesta (Fortún 1930: 9 y 10). Esta falta de comunicación entre profesor y estudiante, típica de la educación bancaria, se evidencia en repetidas ocasiones en la incomprensión entre maestras y alumnas en el colegio de la protagonista, porque las primeras hablan un lenguaje inasequible para las segundas. Así, en cierta ocasión, la chiquilla piensa, después de que una monja la riña y le pida que «medite en la falta de caridad que supone lo que ha hecho»: «No entendí nada, porque se explicaba muy mal» (1930: 49). En otro momento, al habérsele dicho que escribirían a sus padres «notificándoles su proceder», reflexiona: «bueno, yo no sé lo que es eso, y me quedé tan contenta» (1930: 86). Esta falta de comunicación pretende someter la conciencia de los estudiantes, de modo que sean incapaces de cuestionarse aquello que se les enseña y lo acepten como algo natural e incontrovertible. Según Althusser, «it is indeed a peculiarity of ideology that it imposes (without appearing to do so, since these are “obviousnesses”) obviousnessess as obviousnessess, which we cannot fail to recognize» (1971: 172).

La escena de la novela que mejor ilustra estos aspectos de la educación bancaria y su esfuerzo por convertir a los alumnos en autómatas es, sin duda, aquélla que recrea el examen oral que las niñas toman delante de un tribunal. En ella, se observa cómo éstas son consideradas meros receptáculos de información, en lugar de entes pensantes, al tiempo que se vislumbra el peligro que supondría para el sistema una educación libertadora. Las chiquillas han de memorizar los parentescos de los reyes españoles y responder a diversas preguntas sobre estos. Como son incapaces de recordar los datos necesarios, la monja encargada les manda sentarse en determinado orden, ya que las preguntas son siempre las mismas y en la misma sucesión, de modo que las colegialas no tienen que entender la respuesta, sólo aprenderla de memoria. Sin embargo, el plan se frustra cuando la madre superiora empieza a hacer las preguntas en el sentido inverso al que acostumbra y, por lo tanto, ninguna de las respuestas es correcta (Fortún 1930: 149-155).

En un momento fugaz del examen, el cura, don Restituto, pone en práctica la educación libertadora. Enseguida se da cuenta de la amenaza que supone y da marcha atrás. Se están comprobando los conocimientos de las niñas sobre historia natural y Celia ha de enumerar las características de la ballena, entre las que se encuentran una garganta pequeña y un conducto estrecho que precede al estómago. El sacerdote, en tono lúdico, le pregunta entonces qué opina de la historia de Jonás, a la luz de la información que acaba de exponer respecto a los cetáceos. La respuesta es revolucionaria: «¡Que es mentira, mentira, mentira!» (1930: 152). Por un breve instante, don Restituto ha ejercido la educación libertadora, uno de cuyos rasgos distintivos es que plantea problemas al estudiante (Freire 1970: 60), el cual debe intentar resolverlos, y facilita, así, desvelar la realidad y despertar la conciencia de los individuos, de manera que puedan intervenir críticamente en dicha realidad (Fortún 1930: 67). Celia reacciona de forma inmediata y el cura evita el peligro que ello supone aduciendo que Jonás no fue engullido por una ballena, sino por otro tipo de pez —en su precipitación por evitar un mayor cuestionamiento de la Biblia, don Restituto olvida que la ballena no es un pez, sino un mamífero—, y que se trata de un error de traducción (1930: 152).

Este caso es sólo una excepción, ya que, como se ha visto, el personaje de Fortún recibe mayoritariamente una educación bancaria. Sin embargo, ésta no resulta efectiva, al menos en los primeros números de la colección, debido a que, movida por sus ansias de libertad, la chiquilla se rebela y es capaz de pensar por sí misma. Esto se debe, en gran medida, a la resistencia que opone a este tipo de educación y que cabe englobar dentro de lo que Certeau denomina táctica. Este filósofo, en su análisis de las prácticas de la vida cotidiana, distingue entre estrategia y táctica: la primera consiste en un cálculo o manipulación de relaciones de poder que se hace posible tan pronto como un sujeto de poder se aísla; postula la posesión de un lugar que delimita como propio y le sirve de base para enfrentarse con una exterioridad, compuesta de objetivos y amenazas (1984: 35-36). Por el contrario, la segunda es una acción calculada, determinada por la ausencia de un lugar propio; su espacio es el espacio del otro, el territorio enemigo. «In short, a tactic is an art of the weak» (1984: 37).

En el colegio, Celia va a recurrir con frecuencia a las tácticas para preservar su identidad e independencia. Abundan los ejemplos, la mayoría de los cuales implica la incorporación, por parte de la niña, al discurso religioso, lo que puede considerarse una incursión en el espacio del otro. Esto suele ocurrir cuando las monjas intentan controlar las acciones de sus pupilas por medio del terror que Dios o el infierno inspiran en sus desvalidas mentes. Concretamente, la mención de Dios es de especial utilidad como método represivo, ya que funciona como un panóptico. En efecto, su mirada omnipresente se ajusta a las coordenadas que Foucault atribuye a este sistema de vigilancia, pues es «an inspecting gaze, a gaze which each individual under its weight will end by interiorising to the point that he is his own overseer, each individual thus exercising this surveillance over, and against, himself» (1980: 155). Celia, sin embargo, no teme esta mirada inquisitorial porque se cree con derecho a contactar sin intermediarios con la divinidad y explicarle su punto de vista. «Ya le contaré yo a Dios cómo ha sido…», «Pues ya le diría yo a Nuestro Señor…» (Fortún 1930: 70 y 202), afirma ante las amenazas de las monjas y el cura. Con esta actuación, la chiquilla no niega el discurso religioso, sino que se integra en él para su propio beneficio, es decir, se inserta temporalmente en el espacio del otro para extraer alguna ventaja o tan sólo para poder reafirmar su individualidad.

El discurso religioso es también usado en el relato como instrumento para denunciar el modelo de feminidad de la Iglesia católica, caracterizado por imponer la sumisión y pasividad, e incluso el masoquismo, en la mujer. Esta denuncia se lleva a cabo en los hilarantes capítulos en los que la protagonista se propone ser santa, influenciada por la lectura de hagiografías. Éstas eran un elemento muy importante en la educación de las niñas de la época. En España, este tipo de libros ha estado en circulación desde finales del siglo XIX, siendo su época de mayor éxito la del período comprendido entre los años treinta y los sesenta (Harvey 2002: 124). Dado que «models of sainthood, too, serve as behavioural scripts» (Harvey 2002: 125), estos textos funcionan como transmisores del modelo de feminidad de la Iglesia. Tomando al pie de la letra las hagiografías que les hacen leer y mediante un comportamiento disparatado, Celia pone en evidencia este modelo de conducta, pues lo lleva al extremo[1]. La chiquilla construye su santidad de distintas maneras: da todo lo que le piden (Fortún 1930: 90); se deja pegar por otra chica a la que considera santa porque, según ha observado en sus lecturas, las santas «eran muy raras» y «más raras que Elguibia [la chica en cuestión] no serían»; canta constantemente «para mostrar a Dios que agradecemos la vida que nos ha dado», y se escapa con otra compañera para morir mártir en África (1930: 91, 93 y 99-104). Por último, cuando, sin el permiso de las religiosas, da comida del colegio a los niños pobres para emular a Santa Cristina, el cura se ve obligado a exclamar: «Te prohíbo ser santa, ¿sabes?... ¡Porque nos vas a condenar a todos!...» (1930: 110).

Con estas acciones, Celia critica el modelo de feminidad tradicional que la Iglesia propugna y, al mismo tiempo, se alía con la propuesta que supone la nueva mujer. Como ésta, la chiquilla rechaza las limitaciones que la sociedad le ha impuesto y exige participar en actividades que se consideran impropias de su sexo. Quiere experimentarlo todo y su condición femenina no es una traba para ella; por eso, cuando sus amigos, los monaguillos Lamparón y Pronobis, le dicen que las chicas no pueden saltar al carro del huevero (otra de sus travesuras), la respuesta es retadora: «— ¿Que no pueden? Ya veréis…» (Fortún 1930: 41). Por otra parte, Celia también se niega a aceptar el espacio cerrado en el que se quiere recluir a la mujer y de ahí sus múltiples evasiones: a la torre de la iglesia, a la bodega, a otro pueblo, del cuarto de costura (1930: 21-26, 27-32, 120, 176)… Esta movilidad hace de ella una especie de flâneuse, al igual que de modernas como la pintora Maruja Mallo o la escritora Concha Méndez, quienes recorrían juntas los barrios bajos de Madrid, escandalizando a la sociedad de su tiempo (Mangini 2001: 120-121). Este escándalo proviene de que «the very presence of unattended —unowned— women [in public places] constituted a threat both to male power and to male frailty», según Wilson (1991: 632), cuyas palabras, aunque se refieren específicamente a la época victoriana, son también aplicables a la España de los años veinte y treinta, donde el hogar, el ámbito femenino por antonomasia, facilitaba el control de la mujer por parte del hombre. Precisamente, ella debía convertirse en el «ángel del hogar», una expresión muy popular en el siglo XIX y que esconde un deseo de justificar y mantener la exclusión del considerado sexo débil de la vida pública y restringirlo a la actividad de la esfera doméstica (Aldaraca 1991: 20). El personaje de Fortún rechaza plegarse a este modelo, y no sólo no se comporta como un ángel ni gusta de los espacios cerrados, sino que, por el contrario, es equiparado a menudo con el diablo por las monjas y don Restituto: «¡Esta diablota no nos va a dejar vivir!», «¡Tiene usted el demonio en el cuerpo!», «¡Eres el diablo, muchacha!» (1930: 76, 148 y 159).

Además de esta rebeldía contra el modelo de feminidad tradicional, Celia comparte con la nueva mujer la preocupación social. La niña no ignora la desigual distribución de la riqueza en la España de los años treinta y se propone aliviar la situación de los más pobres mediante el reparto de los bienes, tanto de la Iglesia como de los ricos. En esto se adelanta a la República, entre cuyos objetivos se contaban redistribuir las tierras y nacionalizar la mayoría de las propiedades eclesiásticas (Payne 1993: 112-121, 82 y 84). Elena Fortún es consciente de la dificultad que implica llevar a cabo reivindicaciones políticas en un medio tan conservador como la literatura infantil y lo va a hacer con una sutileza e inteligencia dignas de admiración y huyendo de burdos propagandismos.

El primer libro de la serie, Celia, lo que dice (1929), se abre con una escena altamente significativa. El capítulo inicial transcurre en la noche de Reyes, durante la cual Baltasar se le aparece a la protagonista y le entrega sus regalos. La pequeña se lamenta de que el año anterior se olvidaran de Solita, la hija del portero, a lo cual se le responde con las siguientes palabras: «Sólo dejo juguetes en los balcones de los niños ricos; pero es para que ellos los repartan con los niños pobres. Si tuviera que ir a casa de todos los niños no acabaría en toda la noche…» (Fortún 1929: 51). A simple vista, este fragmento puede verse como la típica moraleja que enseña a los chiquillos burgueses a practicar la caridad con los desfavorecidos, pero un análisis más profundo sugiere una interpretación diferente. En efecto, Baltasar, al indicar que los juguetes que deja a los niños ricos son, en realidad, para todos, está afirmando que los bienes no pertenecen a los ricos, sino que, legítimamente, les corresponden a todos. No se trata de caridad, pues, sino de justicia. El mensaje que se transmite tiene reminiscencias comunistas, ya que aboga por el reparto igualitario de la riqueza, idea que ilustra a la perfección la frase pronunciada por uno de los monaguillos amigos de Celia: «lo que hay en España es de los españoles» (1930: 30). Fortún no lleva su propuesta más lejos y sigue manteniendo el control de la distribución en manos de la clase pudiente, pero ya el hecho de mostrar tintes comunistas en su obra, todavía en tiempos de la monarquía, es destacable y posible merced al uso, por parte de la autora, de la misma táctica que la protagonista de sus relatos. Como ella, Fortún también inserta su texto en el discurso religioso, adelantándose a las críticas. No es una voz atea o agnóstica la que propugna la justicia social, sino la voz de la religión, con lo que negarla equivaldría a rechazar un mandato divino. Además del ejemplo anterior, hay otras ocasiones en las que Celia, amparándose en la doctrina cristiana, da comida o dinero, propiedad de la Iglesia, a los pobres, lo que, paradójicamente, le acarrea castigos y riñas de las monjas (1930: 109, 221, 223).

Elena Fortún, por medio de su creación literaria, está empeñada en desenmascarar la hipocresía y las contradicciones de la Iglesia, pero, al contrario que la República, la cual tomará medidas tajantes para coartar su poder, su método resulta más sutil y moderado. En este sentido, Payne considera la campaña anticlerical que llevó a cabo el régimen republicano un error (1993: 82), ya que desencadenó la furia y el resentimiento de los católicos: «the Catholic response was one of scandal and outrage»; sin embargo, «had the intention been to establish a liberal democratic system of live-and-let-live, a modus vivendi might have been worked out» (1993: 84 y 83). Fortún opta por encontrar este modus vivendi. De ahí que, a pesar de que la mayoría de las monjas están caracterizadas de manera negativa, el padre Restituto, que representa el poder patriarcal y eclesiástico, sea visto como un personaje simpático y bonachón. Ello no obsta para que se le utilice  para criticar a la Iglesia. Esto se observa, sobre todo, en una de las escenas más graciosas de la colección. En ella, Celia observa al sacerdote levantarse el hábito con el fin de sacar unas llaves del bolsillo del pantalón. La pequeña se queda anonadada y va corriendo a hablar con la madre superiora a su despacho, donde tiene lugar el siguiente diálogo:

 

— Pues que… que don Restituto nos está engañando a todas…

— ¡Jesús! ¿Qué quiere usted decir con eso?

— Yo lo he visto, madre, yo lo he visto…

— ¿Qué ha visto usted?

— He visto que no es un señor cura.

— ¿No? ¿Pues qué es?

— Es un hombre… Lleva pantalones como mi papá… Lo he visto yo… Se levantó la sotana para buscar las llaves, y las tenía en el bolsillo del pantalón (Fortún 1930: 97-98).[2]

 

La comicidad del fragmento es evidente porque pone de manifiesto la inocencia de la niña, pero la carga ideológica resulta innegable, pues se está desmitificando la figura sacerdotal.

Gramsci afirma que las masas ofrecen un consentimiento «espontáneo» a la dirección que el grupo dominante impone en la vida social por el prestigio del que éste disfruta, debido a su posición y función en el mundo de la producción (1971: 12). En este caso se está mermando tal prestigio porque se indica que, si el cura es un hombre como los demás y, por tanto, susceptible de equivocarse, también lo es la institución a la que representa: la Iglesia católica. Por otra parte, la escena citada muestra, asimismo, una fuerte resonancia sexual porque enlaza con una larga tradición que atribuye a la llave un valor fálico, un ejemplo clásico de lo cual sería el texto cervantino de El celoso extremeño. Poner de relieve la sexualidad del sacerdote disminuye su prestigio, ya que lo humaniza aún más y cuestiona las exigencias de pureza de la Iglesia. Estas posibles interpretaciones parecen haber pasado desapercibidas para la censura monárquica, pero no así para la franquista, que se encargó de retirar Celia en el colegio de las librerías españolas (Dorao 1999: 161-171).

Hasta este punto, Celia puede considerarse una especie de avanzadilla de la República. Bien podría compartir el nombre que el pueblo concedió a este régimen: la «Niña Bonita» (Mangini 1995: 23). Los dibujos de Molina Gallent que ilustran los primeros números de la serie contribuyen a aumentar esta conexión. En ellos, Celia se caracteriza por su dinamismo y movilidad. Su pequeño cuerpo está siempre en acción; sus ojos redondos parecen querer absorber y comprender todo lo que la rodea; sus sólidas piernas y zapatos bajos le permiten desplazarse con libertad. Es como la República: joven, vibrante y emprendedora. Asimismo, recuerda a la nueva mujer. En efecto, los rasgos señalados se relacionan también con el deseo de independencia y liberación de ésta. Ambas viven las contradicciones de intentar crear un mundo moderno y mejor en medio de un mundo conservador, en el caso de Celia, el de la educación religiosa para niñas.

Desafortunadamente, una y otra verán interrumpidos sus proyectos con la Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista. Sin embargo, ya antes de la contienda, el personaje de Fortún empieza a mostrar ciertos cambios, los cuales lo alejan del nuevo modelo de feminidad que propone. El final de Celia y sus amigos (¿1935?) despierta inquietantes preguntas porque, en él, se implica que el carácter y comportamiento rebeldes de la protagonista sólo son aceptables porque es todavía una niña, pero ahora que va camino de convertirse en una mujer, tiene que modificar su actuación y asumir un papel tradicional. El padre le dice: «Eres una mujercita, y no puedes seguir haciendo chiquilladas…», y Celia, dirigiéndose a sus lectoras, manifiesta entre lágrimas: «Ya soy mayor; mis aventuras de niña no pueden continuar por más tiempo… Lo que antes os hacía gracia, ya no la tendrá… Ahora mi madrina os va a contar las aventuras de Cuchifritín [su hermano] […] y me veréis pasar a través de ellas como una niña buena y razonable… ¡Adiós!» (Fortún ¿1935?: 224-225). A partir de este momento, Celia pasa el testigo a su hermano y a otros miembros de su familia. Los dibujos de Gori Muñoz que ilustran este número reflejan la evolución del personaje. Su caracterización es semejante a la de Molina Gallent, pero algunos ligeros cambios apuntan sutilmente una nueva y más conservadora perspectiva. La Celia de Muñoz lleva zapatos de tacón, aparece mucho menos en escena y, cuando lo hace, carece del dinamismo de su predecesora. Por otra parte, sus ojos son más pequeños y a menudo están cerrados o miran al suelo en actitud recatada. De este modo, se limitan su movilidad y visión.

Estas diferencias entre las ilustraciones y la ruptura tan estricta entre infancia y madurez femeninas que implican, hay que entenderlas en su contexto histórico y no perder de vista que Elena Fortún vivió y fue educada de determinada manera y no pudo escapar por completo de los moldes tradicionales. Este aspecto queda reflejado en su experiencia matrimonial. Al igual que la mayoría de las mujeres de su época, Fortún se ve abocada a acatar el matrimonio, pero, con el tiempo, llega a admitir que ésta no hubiera sido su elección, como se deduce de sus confidencias a su amiga Inés Field:

 

[…] el disparate que hice al casarme. Ni yo quería tener hijos ni el ser madre me producía ningún placer... Hubiera deseado no casarme, sino juntarme con mi marido, tener dos o tres hijos, y que me hubiera abandonado. En secreto te diré que eso hubiera sido la solución de mi vida (Dorao 1999: 73-74).

 

Esta actitud, tal vez unida a una tendencia homosexual no declarada, aspecto no confirmado directamente por Dorao[3], pero que Eisenberg (1995: 112) afirma con rotundidad, probablemente influyó en que su matrimonio no fuera feliz, algo de lo que ella se culpaba. El suicidio de su marido en 1948 aumentó sus remordimientos:

 

no quería ir con él [el esposo] a las visitas, ni salir con él… ¡Cuando mi deber era hacerme cómplice suya en todo! Ser loca con él, ser equilibrada con él, ser lo que él fuera delante de la gente, hacerme solidaria de todos sus disparates porque nadie más que yo debía serlo… ¡Pues no lo he hecho!... (Dorao 1999: 189).

 

Aunque los textos que analizo son anteriores a este suceso, las palabras de Fortún muestran su concepción del matrimonio y sugieren la posibilidad de que sintiera un cierto malestar al transgredir lo que ella consideraba sus normas. Desde esta perspectiva, se comprende que no vaya a permitir que su creación —y con ella las jóvenes lectoras— siga su ejemplo. Por otra parte, la autora no ignora que una heroína adolescente que destaque por su rebeldía y continuo cuestionamiento de la autoridad no obtendrá la bendición de los adultos; en definitiva, de quienes compran los libros infantiles. Estas circunstancias contribuyen a explicar la evolución de Celia y el lapsus temporal existente en su trayectoria como personaje. En efecto, a lo largo de los relatos citados, la protagonista se aproxima peligrosamente a la pubertad: va desde los siete años iniciales hasta los nueve o diez en los últimos números publicados antes de la guerra. Sin embargo, en su reaparición al final de la contienda se nos informa de que ya ha cumplido los catorce años (Fortún 1939: 8). Es obvio que se ha borrado una etapa fundamental en el desarrollo de una joven, aquélla en la cual se produce su despertar sexual e importantes cambios fisiológicos tienen lugar, tales como la menstruación o el crecimiento de los senos. Elena Fortún roba a su personaje estas experiencias, tal vez ante el temor de enfrentarse a lo que era un tabú social (y, en gran medida, lo sigue siendo) en un cuento para niños, o quizá por sus propios fantasmas personales.

Cuando, en Celia, madrecita (1939), la reencontramos, Celia es apenas reconocible. Toda rebeldía se ha esfumado y ahora la hallamos ejerciendo como madre de sus hermanas, tras haber fallecido la suya. A los cambios físicos, Celia ha de añadir la angustia de asumir sus nuevas funciones, no sólo como madre, sino también como ama de casa, lo cual no es tarea fácil, que además conlleva el abandono de sus clases en el instituto. El «desgarramiento» que esta nueva función provoca en Celia ya ha sido señalado por Bravo Guerreira (2003). Aunque sigue intentando estudiar y presentarse a los exámenes por libre —desea llegar a ser bibliotecaria o abogada (Fortún 1939: 47)—, sus responsabilidades se lo hacen difícil. Su padre quiere que persevere en sus estudios (1939: 84), pero, al mismo tiempo, la abruma recordándole sus obligaciones: «Tú, hija mía, has de continuar siendo la madrecita de tus hermanos: cuidar de Teresina, […] atender a las reclamaciones de Jacinta para que a la niña no le falte ropa, estar al tanto de lo que gana en peso…; en fin, hija, ser el eje de una familia como lo es una madre» (1939: 90). Estas palabras, dichas en un momento en que el país está siendo devastado por una lucha fratricida, pueden verse como resultado de la necesidad de un asidero firme en medio del abismo. En lugar de dirigir la mirada a las utopías que encarna la República, Fortún parece recuperar algunas de las ideas tradicionales sobre la mujer, haciendo uso de un discurso similar al de la derecha. Buena prueba de ello es la semejanza de la cita anterior con el mensaje que transmite la Sección Femenina de la Falange en su revista Medina: «la madre, en la guerra y en la paz, tiene una misión tan importante que muy bien puede decirse […] que ella posee las llaves de la vida y que es dueña de los destinos de la raza. Al levantar el nivel social y sublimar los ideales del hogar, presta a la sociedad un servicio […] fundamental y trascendental» (Otero 1999: 109). No obstante, mientras que las falangistas desempeñan sonrientes su labor, al menos en las fotografías propagandísticas de la época —¿quién sabe qué se escondía detrás de esas sonrisas?—, el texto de Fortún insiste en la frustración que supone para Celia abandonar sus estudios y lo duro que es para ella el cuidado de sus hermanas (1939: 8, 16, 20, 26).

Sin embargo, a pesar de este énfasis en la dificultad de aceptar su nuevo papel, lo que más sorprende del texto es que, a la par que sus circunstancias, la personalidad de Celia haya cambiado también, pues no se rebela contra su situación, por más que le desagrade. Moix (1976: 33) señala esta incoherencia:

 

no se comprende muy bien, dentro de la trayectoria de la obra de Elena Fortún, cómo su personaje, la niña que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana, que no quería aprender a coser, a cocinar ni a lavar, deja sus estudios y […] desempeña perfectamente el papel de madrecita sacrificada y estudia por las noches.

 

 Además, se convierte en agente represivo para su hermana Teresina, tal como antes lo eran las monjas para ella. Le enseña a coser y le manda callar y no mentir (Fortún 1939: 113, 87 y 69). Este comportamiento, aunque chocante en Celia, no es nuevo entre las mujeres, que a menudo contribuyen a su propio sometimiento. Bartky analiza las causas que se esconden tras la interiorización femenina de la disciplina por medio de la cual elaboran su identidad sexual, y llega a la conclusión de que

 

To have a body felt to be «feminine» —a body socially constructed through the appropriate practices— is in most cases crucial to a woman’s sense of herself as female and, since persons currently can be only as male or female, to her sense of herself as an existing individual. To possess such a body may also be essential to her sense of herself as a sexually desiring and desirable subject. Hence, any political project which aims to dismantle the machinery that turns a female body into a femenine one may well be apprehended by a woman as something that threatens her with desexualization, if not outright annihilation (1997: 145-146).

 

Si desea existir socialmente, Celia ha de construir su feminidad de acuerdo a los cánones imperantes y, por el mismo motivo, como cuidadora de su hermana, ha de asegurarse de que ésta también lo lleva a cabo. La disciplina que ejerce sobre Teresina, por otra parte, la aplica a su propia persona y, de ahí la nueva importancia que adquieren para ella las convenciones sociales y su aspecto externo, lo que demuestra la vergüenza que experimenta en repetidas ocasiones por carecer de ropa en buen estado (Fortún 1939: 54, 57, 158). El constreñimiento y autocontrol que su nuevo papel como mujer adulta supone, se refleja visualmente en su peinado en numerosas de las ilustraciones creadas por Alconte. Al contrario que en los números anteriores, en los cuales se la retrataba con el pelo corto y suelto, aunque a menudo adornado con un lazo, ahora el cabello está recogido en una trenza que ciñe su cabeza como una corona. En este caso, ésta representa la espontaneidad y libertad de las que carece la muchacha.

En la misma tónica se sitúan los relatos posteriores, entre ellos Celia en la revolución, escrito en 1943, pero publicado en 1987. Este texto narra las andanzas de la protagonista, que ahora es una joven de dieciséis años, durante la Guerra Civil. Elena Fortún parece haberlo redactado a modo de catarsis de su propio sufrimiento en aquellos difíciles momentos. Así lo interpreta Martín Gaite, gran admiradora del personaje en su infancia y decepcionada por su evolución:

 

Pues ahí han llegado las cosas, a cegarle los sueños a Celia, a dejarla descarnada y sin identidad, a negarle el derecho a la palabra y a la protesta en nombre de la razón […]. La guerra ha matado a la Celia que nosotros conocíamos. O, mejor dicho, su autora, que antes se escondía celosamente tras de ella, ahora la ha suplantado para hablar de sus propias heridas, para cantar lo suyo (1993: 32).

 

En efecto, Celia se convierte en portavoz de la angustia y los temores de su autora durante el conflicto bélico. De hecho, no sólo de ella, sino también de gran parte de las mujeres españolas de la época. Muestra el mismo horror ante la violencia de ambos bandos y una falta de entendimiento considerable respecto a lo que está pasando. A pesar de que la República abrió las puertas de la política a la mujer, pocas se atrevieron a entrar en este ámbito, y las que lo hicieron a menudo quedaron «relegadas a tareas subordinadas y dependientes de los mandos masculinos» (Núñez Pérez 1993: 160). Por otra parte, el analfabetismo femenino era muy elevado, lo cual, sin duda, aumentaba la ignorancia de las mujeres respecto a la situación por la que el país atravesaba. Así pues, no es de extrañar que, tras la guerra, la mayoría de las prisioneras en las cárceles franquistas lo fueran por asociación (Mangini 1995: 100), es decir, por estar relacionadas con algún hombre que hubiera realizado actividades consideradas subversivas por la dictadura, más que por haber llevado a cabo alguna de estas actividades por iniciativa propia. Celia misma carece de ideales políticos, pero se declara republicana tan sólo porque su padre se define de este modo. El diálogo que mantiene con Jorge, un muchacho del que se ha enamorado, refleja este hecho:

 

— Yo soy… lo que sea papá y lo que seas tú…

— ¡Mira qué idea! ¿De qué partido es tu padre?

— No sé… es republicano… Es muy bueno, ¿sabes? (Fortún 1943: 162)

 

Este fragmento, además de poner de relieve la falta de conocimientos políticos de la protagonista, también muestra cómo ha perdido la capacidad crítica que la caracterizaba en su infancia.

En los demás números publicados después de la contienda reencontramos a esta Celia descafeinada. En Celia, institutriz en América (1944), se halla exiliada en Argentina, al igual que su autora al terminar la guerra. De hecho, Celia replica el motivo de ésta para exiliarse. La muchacha debe acompañar a su padre, un militar republicano, en su huida, que los llevará, de igual modo, a Buenos Aires. Sin embargo, el aspecto político se silencia en el texto. Esta represión es imprescindible si se quiere publicar en el franquismo, ya que no se permite ninguna alusión impresa a la guerra y menos desde la perspectiva republicana. Por ello, el libro se centra en las peripecias pedagógicas y amorosas de Celia. La joven ha de ganarse la vida trabajando de institutriz de dos niñas ricas. Celia se convierte en este texto en la heroína de una especie de novela rosa, a las que es aficionada (Fortún 1944: 61), pues se la retrata como una muchacha abnegada y sufridora, que tiene que superar un ambiente hostil para, al final, acabar en los brazos de un príncipe azul, en este caso, de Jorge, reaparecido después de habérsele dado por muerto. Además de su carácter sacrificado, la protagonista manifiesta una religiosidad mucho más intensa que en su niñez y más acorde con los valores del franquismo. Este hecho se aprecia, sobre todo, en el constante reconocimiento que Celia concede a la labor creadora de Dios. Así, se la oye exclamar: «¡Dios mío, seas bendito y adorado por tu creación!», y llamar a un hermoso palmeral «este inmenso templo egipcio creado por Dios…». También se preocupa de que las niñas recen sus oraciones y de hacer ella lo propio (1944: 41, 151 y 39).

La conversión del personaje está precedida por la de su autora, producto, a su vez, de la fuerte amistad que la unió a Inés Field. Por medio de ésta, la escritora descubrió un catolicismo muy diferente al que había conocido en España:

 

Después de haber sido espiritista, teósofa, y hasta Rosacruz, ahora soy profundamente católica […]. Aquí [en Argentina] la Iglesia es más limpia, más filosófica, más sana… ¡Allí me ahogaba! Puedes creerme que soy católica porque he aprendido a serlo fuera de España: en España, la iglesia es beligerante, como dijo una vez Azaña, y es un partido más que una religión, mientras que fuera de España es una filosofía, es algo aparte de todas las ideas y de todos los partidos (Dorao 1999: 160).

 

Resultado de esta nueva perspectiva es El cuaderno de Celia (1947) (Dorao 1999: 160), en el cual Fortún da marcha atrás en el tiempo para reescribir la educación religiosa de su personaje. La crítica irónica a la que era sometida la Iglesia en Celia en el colegio ha desaparecido por completo y ha sido sustituida por el acatamiento y la sumisión a las normas. La protagonista, que cuenta nueve años otra vez, se halla en un convento al cuidado de una monja llamada Sor Inés —sin duda en honor de Inés Field—, quien la prepara para su primera comunión. Sus enseñanzas son semejantes a las que se impartían en el colegio de monjas, pues fomentan también el automatismo por medio de la imposición del silencio y de la repetición constante del dogma. De este modo, a Celia se le ordena contestar sólo a lo que se le pregunta, memorizar oraciones (Fortún 1947: 10), arrodillarse (1947: 15, 27, 69) y ser humilde y paciente (1947: 29 y 41). Todo ello está encaminado a someter la conciencia de la chiquilla, con tanto éxito que ésta llega a preguntar a su profesora: «¿Qué tengo que pensar, sor Inés?» (1947: 86).

Si la educación que el personaje recibe en este texto apenas difiere de la que recibía en Celia en el colegio, lo que sí sorprende es su actitud, radicalmente diferente. En El cuaderno no hay rebeldía ni cuestionamiento de la autoridad. Cuando se la regaña por haber roto alguna norma, por lo general alguna pequeñez (nada que ver con las locuras de la otra Celia), la protagonista se arrepiente al instante, siente vergüenza por su comportamiento e incluso llora (1947: 110 y 29). Elena Fortún, como muchos españoles en el franquismo, parece intentar borrar su pasado y lo hace reconstruyendo (¿destruyendo?) su creación. No hay razón para dudar de que su conversión religiosa sea sincera, pero resulta obvio que también es oportuna. Tras la guerra, se prohíbe la publicación de títulos nuevos de la serie de Celia y hasta se censura uno de los ya publicados (Dorao 1999: 161). Si desea volver a publicar en España, a la autora sólo le quedan dos opciones: rehacer el personaje a medida del régimen dictatorial o el silencio. Como ya se ha visto, Fortún opta por la primera y, aunque en algún momento trata de devolver al personaje parte de su modernidad —se propone escribir Celia bibliotecaria, lo cual ofrecería a las chiquillas un modelo de mujer trabajadora—, finalmente, influida por la opinión de su editor (Dorao 1999: 268), publica Celia se casa (1950).

Este texto puede considerarse el canto del cisne del personaje[4], si bien la Celia traviesa e irreverente que fascinaba a Martín Gaite ya había sucumbido años antes. Al igual que en los cuentos de hadas tradicionales, las nupcias marcan el final de la vida social de la mujer. Después del y fueron felices y comieron perdices, se extiende frente a ella el abismo del matrimonio y la maternidad, en el cual se presupone que las aventuras que le acontezcan no son susceptibles de incluirse en un libro para niñas ni tampoco su cotidianidad de mujer adulta se considera digna de reflejarse por escrito. No está claro si esta elipsis se debe al temor de que las chiquillas se sientan defraudadas ante lo que les espera o a la insignificancia que se les atribuye a las tareas domésticas.

Sea cual sea la respuesta, la desaparición de Celia empieza ya en Celia se casa, tal como advierte el subtítulo, cuenta Mila, por el que sabemos que la perspectiva ha cambiado. Ahora es una de las hermanas pequeñas de la protagonista la que narra la historia, con lo cual, por primera vez desde su creación, carecemos de acceso directo a lo que la joven piensa y siente. Por un lado, y dado que el libro está dirigido al público infantil, es comprensible que Fortún focalice el relato en una niña, lo cual facilita que las lectoras puedan identificarse con el personaje. Por otro, asumir la perspectiva de Celia implicaría la disyuntiva de enfrentarse o ignorar aspectos espinosos, tales como las relaciones de poder entre los sexos y los temores de la mujer ante el matrimonio y la experiencia sexual. Mila nos ofrece tan sólo la visión externa del personaje y el retrato que hace de él se sitúa en la misma línea que el que se nos presentaba en Celia, madrecita o Celia, institutriz. La joven, que ahora rondará los veinte años, continúa ejerciendo de agente represor de sus hermanas, a las que ordena callar frecuentemente (Fortún 1950a: 10, 26, 140). Además, no parece tener ninguna inquietud intelectual ni se cuestiona el mundo que la rodea. De hecho, éste sólo existe para ella en cuanto se relaciona con su prometido, Jorge, circunstancia que Mila, con infantil clarividencia, expone de la siguiente manera: «Celia, que valía más que ninguna, se está volviendo tonta por culpa de Jorge» (1950a: 8). Si en su nacimiento, en la segunda década del siglo XX, el personaje surgía como una ráfaga de aire fresco en respuesta a los cuentos tradicionales y su mensaje de pasividad femenina, su mutis literario supone una clara involución. Celia se ve a sí misma como una princesa de cuento de hadas y, por supuesto, Jorge es su príncipe azul: «Celia se puso a hablar de Jorge, y decía que Jorge es distinto a todos los hombres, y que a ella le parecía el príncipe de La princesa dormida en el bosque, o uno de los cisnes encantados, o el príncipe de La sirena del mar…» (1950a: 173). Más aún, transmite estas ideas a sus hermanas, a las que narra este tipo de cuentos (1950a: 192).

Celia muestra en su infancia la rebeldía pero, una vez adulta y ante la inminencia del matrimonio, la sustituye por la sumisión a las normas. Esta evolución se refleja en las ilustraciones de Bernal, que se ajustan a los parámetros, en cuanto a vestuario y compostura, propugnados por la Sección Femenina de la Falange, la organización de mujeres fascistas a la que Franco encomendó un papel fundamental en la educación de las jóvenes españolas en la posguerra. En sus textos educativos se hacían afirmaciones como «nuestra educación y nuestra coquetería concordarán hasta qué punto la discreción y la decencia nos permiten revelar nuestros encantos» y «la silueta debe ser sencilla y natural, si bien evitando que el vestido sea tan ceñido que señale toda la anatomía del cuerpo, porque esto, además de antiestético, es inmoral» (Otero 1999: 134 y 137). Las pocas veces que la Celia de Bernal aparece en escena, suele llevar una amplia falda por debajo de la rodilla, un sencillo jersey y zapatos de tacón, estos incluso cuando realiza tareas del hogar. Su cabello corto tiene un aire casi monacal y su rostro permanece inexpresivo. Ofrece una imagen muy distante de la Celia original, cuyo vestido, reducido a la mínima expresión, le permitía una gran movilidad, y dejaba asomar a menudo sus braguitas de encaje, una muestra, tal vez, de la aceptación de la sexualidad como algo natural. Por el contrario, Bernal se asegura de que el personaje respete las normas de moralidad del franquismo, que imponían la represión sexual.

Esta imagen final de Celia puede dejar un sabor amargo en aquellos que disfrutaron con sus aventuras infantiles, y hacernos pensar que el franquismo mató definitivamente al personaje. De hecho, Escobar Bonilla excluye de sus análisis los textos de la guerra y posteriores, aduciendo que «poco tienen que ver con el brillante y divertido universo que configuran los relatos aquí seleccionados» (1996-1997: 61). No obstante, hay constancia de que ello no fue así, puesto que los primeros títulos de la serie, después de un periodo inicial de prohibición, siguieron publicándose, y las copias anteriores a la guerra pasarían, sin duda, de mano en mano. No es de extrañar, pues, que la creación de Fortún haya sido la lectura favorita de los niños madrileños en 1945 (Cendán Pazos 1986: 175). Las dos Celias, la chiquilla y la adulta, cohabitan durante la dictadura, ofreciendo modelos contradictorios de feminidad. Hoy en día, es la más joven la que ha ganado esta singular batalla, como se deduce del éxito de la reedición de sus aventuras en Alianza Juvenil y de la serie de televisión a la que dio lugar, Celia, con guión de Carmen Martín Gaite y dirección de José Luis Borau (TVE, 1991). Es evidente que su mensaje resulta mucho más atractivo y moderno para los niños de la España actual.

La modernidad de Celia consiste en que propone un modelo de feminidad activo, que cuestiona la autoridad patriarcal, y lo hace dentro de un ámbito conservador, el de los cuentos infantiles. Este personaje contribuye a lograr una mejor comprensión de los obstáculos a los que se enfrentaba la mujer en la República y de las diversas tácticas que empleaba para intentar superarlos. En gran medida, puede considerarse una mujer nueva. Por otra parte, como ésta, tampoco está exenta de viejas ideas, que a veces sirven a su autora para camuflar sus tendencias más progresistas. y otras corresponden probablemente a vestigios de una educación tradicional respecto a los roles sexuales. El estudio de las obras de Elena Fortún ayuda a entender estas contradicciones y a revalorizar la importancia de lo considerado nimio en relación al estudio de la historia de las mujeres. En efecto, si ésta no se ha escrito con letras mayúsculas, será en las minúsculas donde la encontraremos, en los llamados géneros menores, tales como los cuentos de hadas o la literatura infantil. Por fin, llegó la hora de escuchar a «Celia, lo que dice»…

 

 

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[1] Sería interesante comparar la actuación de Celia, un personaje ficticio, con la de la Venerable Mari Carmen González-Valerio y Sáenz de Heredia, una niña que vivió en España entre los años 1930-1939 y que se encuentra ahora en proceso de beatificación. Harvey analiza en detalle su caso y cómo su figura fue politizada tras su muerte por la causa fascista. Al contrario que el personaje de Fortún, Mari Carmen asimila el discurso de feminidad de la Iglesia seriamente, interiorizando sus enseñanzas, algunas de las cuales pueden verse escritas en los cuadernos que se conservan de ella: «Dios me vé en todas partes», «al cielo van los buenos», «modestia que consiste en esa finura noble y digna de una niña verdaderamente cristiana» (Harvey 2002: 117).

[2] Curiosamente, Sender incluye una escena muy semejante en Réquiem por un campesino español (1950): el pequeño Paco, «al ver que debajo [el párroco Mosén Millán] llevaba pantalones, se quedó extrañado y sin saber que pensar» (2002: 23). A pesar de que el escritor era ya un adulto cuando se publicó Celia en el colegio, pudo haber tenido acceso al texto o, si no, tal vez se limita a relatar un suceso experimentado con frecuencia por los niños educados en un ambiente religioso.

[3] Dorao no confirma la homosexualidad de Fortún, pero menciona su implicación como «sujeto paciente» en una «velada acusación de lesbianismo» de la que fueron víctimas varios miembros del Lyceum Club (1999: 272). También revela que, antes de su muerte, la autora pidió a una amiga suya que quemara dos manuscritos no publicados; uno de ellos, El pensionado de Santa Casilda, es, en palabras de Dorao, «una novela lesbiana» (1999: 332-333). Sin embargo, Fortún rechaza claramente la homosexualidad en algunas de sus cartas (Dorao 1999: 248).

[4] Fortún todavía publica después Los cuentos que Celia cuenta a las niñas (1950) y Los cuentos que Celia cuenta a los niños (1951); pero en ambos Celia no es más que una excusa para sendas antologías de cuentos infantiles, ya que sólo aparece en el prólogo y en el epílogo.