Jan N. Bremmer, La religión griega. Dioses y hombres: santuarios, rituales y mitos, Ediciones El Almendro, Córdoba, 2006, 169 págs.

 

La nueva reedición traducida al castellano por Lautaro Roig Lancillota del libro de Jan N. Bremmer, La religión griega, certifica el éxito editorial de una obra que, precisamente por su asequible extensión y por su claridad expositiva, dispuesta en capítulos y epígrafes perfectamente estructurados, engloba a un público bastante amplio. En el prólogo su autor define los objetivos cardinales de la misma y la aportación que supone dentro del amplio campo de la investigación sobre la civilización griega: partiendo de la obra clásica de Walter Burkert, Greek Religión (1985), Jan Bremmer pretende no solo revisar respetuosamente las teorías que han sustentado el pensamiento occidental sobre la religión griega durante veinte años, sino incluir de manera homogénea y uniforme en un solo volumen «una síntesis de las nuevas interpretaciones, tomar una postura en las discusiones científicas más importantes y ofrecer algunos análisis propios que pudieran servir de modelo metodológico». Confesando que se trata de una posición «conscientemente ecléctica» que incorpora, desde el año 85, los últimos hallazgos arqueológicos y las interpretaciones que al respecto han construido los diferentes grupos de investigación que trabajan en este ámbito, no por ello quiere renunciar a una lectura crítica y comprometida que ponga en tela de juicio, niegue o acepte determinados juicios de ciertas escuelas o, incluso, del canónico libro de Burkert. El objetivo del autor no es tanto rebatir posiciones ya establecidas como construir una lectura personal a la luz de nuevos descubrimientos arqueológicos.

Su rigor científico, que queda patente desde su declaración prologal, se manifiesta tanto en su énfasis por registrar los hallazgos de las más recientes excavaciones como en una actualización bibliográfica, desde la publicación en inglés de la primera edición en 1994, que presente «el estado más reciente de la investigación». Para un asentamiento global de la recuperación histórica, la introducción procura precisar, como base preambular del estudio, que el concepto actual de religión griega, que unifica la diversa disgregación política de las innumerables polis, no existió como tal. A la hora de marcar las pautas de un estudio histórico, el ámbito de actuación de la Historia debe quedar perfectamente delimitado del marco literario de la escritura poética: las páginas de Homero y Hesíodo, que sistematizaban y combinaban tradiciones particulares de cada región, presentan una visión distorsionada, bajo el cariz de la ficción, de la verdadera realidad griega. Al margen de datos históricos que recreen un pensamiento, su objetivo principal, que desde la introducción se presenta como «imposible», consiste básicamente en la demostración del «carácter interdependiente de la religión griega».

Su estudio no solo trata de componer una lectura histórica reconstruida sobre los datos y pesquisas que siguen llegando hasta el analista; a lo largo del desarrollo de la exposición son continuas las reflexiones metodológicas en torno a sistemas de investigación más recientes que agilizarían la obtención de resultados. La revisión y actualización metodológicas a las que son doblemente sometidos los presupuestos dados y futuros proyectos de investigación demuestran a cada página del ensayo el rigor y la iniciativa revolucionaria de su autor, que tiene como principal objetivo el planteamiento de teorías plausibles sobre la realidad griega. Al ofrecer una descripción diacrónica de la orientación metodológica e interpretativa de las diferentes escuelas, Bremmer no se mantiene al margen de las últimas líneas de investigación, a las que presenta como fuentes potenciales de sólida reconstrucción histórica. En cuanto a la relación entre literatura y artes plásticas, que supone todavía hoy «un problema que merece la atención de los investigadores», se encomia la iniciativa de una enciclopedia iconográfica de la mitología clásica (limc) que trata de establecer mutuas conexiones entre dos ámbitos que nunca habían sido puestos en relación. De este modo, Bremmer examina los defectos de los que suele adolecer la perspectiva teórica tradicional: «Los historiadores de la religión suelen ofrecer una panorámica hasta cierto punto estática de la época arcaica y clásica [...]. Sin embargo, una historia que se precie de moderna debería al menos intentar alcanzar un mínimo de perspectiva diacrónica». Sometiéndolo a una revisión crítica, el despliegue de la exposición presenta el desarrollo diacrónico de las concepciones que sobre un cierto tema desarrollaron las diferentes escuelas. Su proceso de relectura incluye la incorporación de posiciones interpretativas que abren nuevas posibilidades críticas; sin embargo, en muchas ocasiones el autor no se limita a una sistemática exposición objetiva de las diferentes posturas, sino que, como investigador comprometido, se resuelve a emitir un juicio crítico personal que en ocasiones lo acerca o lo aleja de cierta escuela: «Este acercamiento —sostiene Bremmer a propósito de la teoría que la escuela de Vernant mantiene sobre Dioniso—, sin embargo, no es muy convincente [...]. Pero, además, este acercamiento es metodológicamente errado. Nuestro punto de partida debe ser el de los festivales en honor del dios, pues son estos los más antiguos testimonios acerca de su esfera de acción y hablan, además, un lenguaje claro».

Una atención especial es destinada a los campos de estudio que hoy en día son objeto de atención y polémica. Por ejemplo, en cuanto al concepto del ritual, el autor lanza al lector la cuestión que supone en la actualidad el «centro mismo del debate actual sobre la religión griega: ¿Cuál era el significado del ritual que acompañaba a la muerte de la víctima sacrificial?» Tras la detención demorada en la exposición de los criterios esgrimidos por diferentes posturas críticas (Meuli, Burkert y Vernant), el autor concluye que las fórmulas planteadas son escasas y simplistas, demandando la necesidad de estudios más amplios e interdisciplinares (religiosos, etnológicos, literarios, socioeconómicos y culturales) que tengan en cuenta para sus planteamientos una base documental sólida. El recorrido temático distribuido en siete capítulos traza simultáneamente una evolución histórica que abarca desde el siglo viii a.C. hasta finales del período Clásico, mostrando un cambio de orientación que parte de la integración absoluta de una religión pública en la vida sociopolítica del ciudadano a una esfera privada y facultativa. A pesar de la difícil, aunque posible, reconstrucción histórica de las transformaciones en el ámbito religioso, son más difíciles de explicar las causas que las motivan. Para cubrir este interrogante, el autor baraja hipótesis que tienen que ver con la filosofía, la literatura y, sobre todo, con cambios políticos que mueven las estructuras sociales.

De manera tácita se rinde constantemente un implícito homenaje «[a]l paciente trabajo de los arqueólogos», a los que se debe en último término toda labor interpretativa de los historiadores. Por ejemplo, las aportaciones de la arqueología moderna demuestran que no siempre es válida la distinción canónica entre dioses olímpicos (dioses de la tierra) y dioses ctónicos (dioses de los infiernos). Asimismo la biología, que se ha dedicado en los últimos años al estudio analítico de los restos de animales sacrificados a los dioses, ha supuesto para la historia un importante caudal de datos que contribuye a reconstruir la realidad del sacrificio en el mundo griego. Advirtiendo los vacíos que presentan las historias de la religión griega, uno de los aspectos más renovadores de la obra de Bremmer consiste en la inserción de un amplio capítulo dedicado al papel de los sexos, en concreto —y de acuerdo con los enfoques de los estudios más recientes—, la representación de la mujer en el mundo religioso griego.

El autor trata de hacer asequible y atractivo al lector el tema del estudio manteniendo continuos lazos conectores entre el mundo helenístico y el actual, de manera que el objeto de estudio no se presente como un estadio arcaico y estático que ya nada tiene que aportar al presente contemporáneo. En la articulación expositiva de la obra el autor se vale de una metodología precisa y clara: los preámbulos de cada capítulo plantean el estado actual de la cuestión y anuncian la disposición textual que va a ser desarrollada en la exposición capitular. A la sencillez y claridad expositivas se unen la maestría para combinar contenidos y planteamientos teóricos junto a ejemplificaciones que, en muchos casos, para agilizar y facilitar la lectura, van acompañados de ilustraciones pictóricas.

Sin embargo, a pesar de la exposición temática, el autor aborda de manera consciente y explícita la cuestión pragmática del sistema de investigación más óptimo para una correcta y adecuada interpretación y reconstrucción de la religión griega a partir de datos arqueológicos, biológicos y escriturísticos. «Las dificultades y posibilidades metodológicas —plantea Bremmer— van aclarándose poco a poco, pero todavía estamos lejos del consenso entre los investigadores acerca del mejor método». La explanación teórica se convierte en un pretexto y un incentivo para ahondar de manera concienzuda en un instrumento y modo de trabajo adecuado para el estudio y descodificación de una realidad histórica funcional.                                           

 Pese a su valor documental, recopilador y crítico, la obra adolece de una serie de defectos estructurales que en nada reducen su impacto renovador: el cuerpo de notas se limita a ofrecer un catálogo exhaustivo de bibliografía que abre la posibilidad de profundizar en determinada cuestión. Sin embargo, y dado que el libro es una traducción al español del original inglés, el autor ha manejado fundamentalmente libros y artículos de lengua germánica y concepciones teóricas fraguadas en la órbita del mundo anglosajón. Asimismo se echan de menos unas conclusiones generales que sinteticen de manera organizada el itinerario trazado a lo largo de los capítulos y los resultados de la investigación. El carácter fragmentario y en cierto modo inconexo del libro queda justificado en función de uno de sus objetivos: completar y actualizar bibliográficamente el estado de los estudios en torno a la religión griega desde la publicación del libro de W. Burkert (Oxford, 1985). Quizás carezca del peso y la profundidad que merezca un estricto y riguroso estudio histórico; con todo, el libro de Jan N. Bremmer pretende ser un análisis somero, informativo y entretenido que acerque a todo tipo de público el interesante mundo de la investigación en torno a la religión griega.

 

T. Domínguez García

Luis Miguel Vicente García, Estrellas y astrólogos en la literatura medieval española, Ediciones del Laberinto, Colección Arcadia de las Letras, Madrid, 2006, 270 págs.

 

Desde su tesis doctoral aparecida en 1990[1], Luis Miguel Vicente ha continuado investigando en una de las líneas principales que aquélla planteaba, a saber, explorar las relaciones entre literatura medieval española y astrología: «Hemos plasmado simplemente nuestro acercamiento a los textos literarios que planteaban cuestiones astrológicas para ir aclarando la semántica de lo que se entiende por astrología en cada momento, pues eso es lo verdaderamente complicado y el principal objetivo de nuestro trabajo. Y para ello hemos querido partir desde los orígenes “del problema de las estrellas” y lo hemos rastreado hasta su cristianización y literarización en la literatura castellana del siglo xv» (pág. 250).

Fruto de esas investigaciones es Estrellas y astrólogos en la literatura medieval española, un estudio que concreta la relación entre literatura y astrología en unas pocas obras medievales, pero que pretende ser un modelo de análisis aplicable a obras de cualquier época literaria, por la convicción del autor de que «los arquetipos astrológicos no son un tema del pasado o de la historia, sino manifestaciones universales de siempre» (pág. 250).

Comienza la obra con el capítulo «Introducción: La imagen del cosmos y la literatura medieval» (págs. 13-26), en el que el autor medita sobre el modelo astrológico y las posibilidades de relación con los textos literarios medievales. Es útil, para un lector no familiarizado con los conceptos astrológicos, la síntesis que hace del modelo de mundo que rige para la astrología medieval.

El capítulo segundo, «El problema de las estrellas en el mundo clásico» (páginas 27-42), inicia una breve panorámica general de la historia de la astrología que ocupará también los capítulos tercero y cuarto. Aquí se trata el tema de las estrellas en el mundo clásico, desde los orígenes de la ciencia astrológica, en Mesopotamia, hasta Plotino, enfocando la cuestión hacia la perspectiva que verdaderamente interesa: la incursión de lo astrológico en la literatura, patente ya en algunos autores latinos, como Manilio.

El capítulo tercero, «La iglesia medieval frente a la astrología» (págs. 43-72), es un análisis de las relaciones entre astrología e Iglesia desde los primeros siglos de la era cristiana hasta Santo Tomás de Aquino. El autor aborda la cuestión partiendo de los testimonios de los autores canónicos del cristianismo, incluyendo, cómo no, la opinión de los Santos Padres.

En el capítulo cuarto, «Una nueva astrología desde el Scriptorium alfonsí» (páginas 73-124), llegamos ya a los últimos siglos del Medioevo, con una panorámica de lo que fue la ciencia astrológica desde Alfonso X hasta el siglo xv. Vicente revisa el concepto de «escuela» de traductores de Toledo y plantea la importancia que tuvo el Scriptorium alfonsí en la introducción de las teorías árabes y judías en la tradición astrológica europea, que hasta entonces se había basado casi exclusivamente en las ideas de Ptolomeo. También analiza la labor protectora de Alfonso X hacia la astrología, no sólo como mecenas, sino también como rey, protegiendo legalmente en sus Partidas aquellas partes de la astrología que habían de considerarse científicas. En la última sección del capítulo se trata la supervivencia durante el siglo xv de algunos tratados de astrología traducidos del árabe en el siglo xiii, como el Libro conplido en los juyzios de las estrellas, y sugiere el autor que en el xv había ya un interés predominante por la astrología natural —la parte «científica» de la astrología— frente a la de interrogaciones y elecciones, puramente judiciaria y que entraba en el terreno de las supersticiones condenadas por la Iglesia.

Una vez planteada la panorámica general de la astrología hasta la Edad Media, los capítulos 5 y 6 se ocupan de la recepción y asimilación que tuvo esa ciencia astrológica por parte de algunos autores de la literatura medieval castellana. En el capítulo 5, «La aparición de los temas astrológicos en la literatura medieval castellana» (págs. 125-150), investiga Vicente la recepción de las teorías astrológicas en los primeros autores de nuestra literatura, aportando ejemplos tanto de posturas de rechazo, fundamentalmente entre los autores del primer Mester de Clerecía, como de aceptación, en obras como el Libro de buen amor o el más tardío Corbacho, del Arcipreste de Talavera. El capítulo se ilustra con abundantes citas extraídas de las obras literarias en cuestión.

El capítulo 6, «Hacia una poética de metáforas celestes: la astrología en la poesía alegórica del siglo xv» (págs. 151-248), comienza con unas consideraciones generales sobre el genethliacon y del modelo astrológico de la Divina comedia de Dante, los dos modelos sobre los que se basa el género del dezir alegórico. La cuestión se trae al caso porque el estudio que realiza Vicente García del peculiar uso de la astrología en la poesía alegórica del siglo xv, que es la aportación más interesante de toda la monografía, parte del análisis del Dezir al nacimiento de Juan II de Francisco Imperial, un autor al que considera «el primero que con cierta inspiración en Dante y en la tradición enciclopédica medieval, realiza una verdadera revolución poética en la poesía castellana del siglo xv, similar a la producida un siglo después por el garcilasismo» (pág. 167). Vicente demuestra la originalidad con que Imperial escribe un genethliacon o natalicio para el nacimiento de Juan II, una obra que forma escuela, «pues no había nada parecido ni en la tradición castellana ni en el propio Dante» (pág. 255). También se analizan extensamente el dezir de Fray Diego de Valencia en respuesta al de Imperial y otros dezires del mismo asunto que recoge el Cancionero de Baena [Brian Dutton, González Cuenca 1993]. La idea es: «[...] comparar el uso de la astrología que se hace en todos ellos y señalar las constantes de esta nueva imaginería celeste en la poesía española del siglo xv. Creemos que nuestro trabajo ayuda a perfilar las características de un género, el del dezir alegórico, introducido por Imperial a semejanza de Dante, con muchas peculiaridades que no habían sido atendidas» (pág. 254).

El siguiente apartado estudia la actitud de Juan de Mena hacia la astrología en el Laberinto de Fortuna. Vicente refuta las teorías que presentan a Mena como un astrólogo que emplea su conocimiento en la composición del Laberinto, aportando como prueba los pasajes en los que el poeta reniega de la astrología judiciaria (páginas 192-193), y precisa algunos temas sobre la intención numerológica y astrológica del Laberinto.

El capítulo termina con un apartado en que se analiza un caso de interpretación a lo divino de la nueva poética astrológica: Los doce triunfos de los doce apóstoles del Cartujano. Es interesante el detallado análisis que se hace del empleo de los arquetipos astrológicos reinterpretados a lo divino en el poema, y la revisión de algunas opiniones de la crítica sobre el uso de la astrología por el Cartujano.

A modo de conclusión, se cierra la obra con un breve capítulo sobre «Los caminos de la crítica» (págs. 249-256), en donde el autor plantea la posibilidad de continuar la vía de investigación iniciada en esta obra, ampliando el estudio de la relación entre literatura y astrología a otras obras y épocas literarias.

En su conjunto, la obra es una concisa pero clara panorámica general de la historia de la astrología, centrada en los capítulos 5 y 6, sin duda la parte más original e interesante de la obra, en el análisis de cómo fue asimilada por la literatura medieval. Se presta especial atención al dezir alegórico, un género que utilizó con frecuencia los arquetipos astrológicos, y sobre el que Vicente realiza algunas reflexiones que arrojan mucha luz sobre la génesis y contendido de este género. Estrellas y astrólogos es una obra, fruto de años de trabajo (1990-2006), que aborda de forma original el análisis de lo astrológico dentro de la literatura medieval. Es bastante lo que se ha escrito sobre este asunto, pero todavía queda mucho por estudiar, y, sin duda, de aquí en adelante este libro ha de ser un punto de referencia esencial para quienes se introduzcan en el tema. Por ello, no debería pasar desapercibida una obra como la que acaba de publicar Luis Miguel Vicente.

 

J. V. Salido López

El «Quijote» (1605-2005). Actas de las Jornadas celebradas en Córdoba del 2 al 4 de marzo de 2005 (ed. de R. Bonilla y A. Costa), Universidad de Córdoba, 2006, 164 págs.

 

En escasas ocasiones un hecho literario asume el protagonismo casi exclusivo del panorama cultural durante un año. 2005 fue el año del Quijote en la conmemoración del iv centenario de la publicación de la primera parte de la novela cervantina. Apenas hubo Universidad o centro de investigación que no dedicase unas jornadas al estudio y recuerdo de la obra cervantina, a las que han acompañado grabaciones musicales de melodías de la época, exposiciones de grabados, muestras de ejemplares y rutas por los espacios manchegos.

Muchas son las preguntas y muy variadas las respuestas que la novela sigue suscitando entre los estudiosos y lectores en general después de cuatro siglos, algunas de las cuales se plantearon en las ponencias que tuvieron lugar en la Universidad de Córdoba para conmemorar este centenario, y que han visto la luz en 2006 bajo el título de El «Quijote» (1605-2005). Actas de las Jornadas celebradas en Córdoba del 2 al 4 de marzo de 2005, al cuidado de Rafael Bonilla y Angelina Costa y publicadas por dicha Universidad. Amparándome en la figura del «lector prudente» a que invitan los editores del volumen y acogida «bajo el libérrimo árbol de la ficción» (prólogo, pág. 10) abordaré sucintamente las cuestiones que se trataron en este foro de estudio. El conjunto de nueve ponencias recogidas en tales actas se pueden englobar en dos tipos de planteamientos. El primero de ellos se centra en el análisis desde un punto de vista sincrónico: sobre las entidades discursivas de espacio y tiempo reflexiona el profesor Isaías Lerner, mientras que Antonio Rey Hazas invita al examen de las relaciones literarias entre Cervantes y Lope de Vega. El segundo planteamiento se acerca a la novela desde la perspectiva de su recepción, y centra el interés del resto de los ponentes (José Manuel Lucía Megías, José Montero Reguera, María del Prado Escobar Bonilla, Teodosio Fernández y Bénédicte Torres).

La ponencia del profesor Isaías Lerner aborda las razones estructurales e intrínsecamente narrativas que proporcionan al texto ese halo de modernidad siempre renovada que lo ha convertido en el clásico indiscutible de la literatura española. El punto de partida es la dialéctica de realidad-ficción, que siempre ha resultado tan fructífera en la exégesis de la novela cervantina. A partir de un riguroso análisis narratológico afinado sobre «Tiempos y espacios en el Quijote» (págs. 23-35), el profesor Lerner plantea el concepto de «acciones múltiples y simultáneas» (pág. 25) que —auxiliadas de otros recursos como la teatralidad de los diálogos y efectos estructurales compensatorios como la unidad de espacios (la venta de Palomeque en la Primera Parte y el palacio de los Duques en la Segunda)— actúan como ejes gravitatorios que dan unidad a la profusión de personajes que aparecen y desaparecen y de historias secundarias que se cruzan y entretejen. Esa simultaneidad, que genera indefinición, es la que dota al relato —en palabras del profesor Lerner— de «cierta e incompleta historia, a mi parecer, rasgo generador de la abigarrada realidad del relato imaginario» (pág. 25). En cuanto a la otra instancia narrativa, el tiempo, juzga el estudioso que Cervantes consigue «vencer la temporalidad obligatoria de la escritura mediante la multiplicidad simultánea que caracteriza la realidad de la ficción cervantina» (pág. 28). Así pues, concluye Lerner que la modernidad del Quijote radica esencialmente en esas «vidas secretas de la imaginación del narrador que inventa Cervantes para darnos una realidad en la que entramos como lectores y de la que no podemos salir sin melancolía» (pág. 27).

Si el profesor Lerner opta por un aná­lisis esencialmente textual sobre los procedimientos que caracterizan el arte de novelar cervantino en el Quijote, Antonio Rey Hazas estudia cuestiones extratextuales, particularmente, las relaciones literarias y personales de Cervantes y Lope de Vega en la ponencia titulada «Algunas consideraciones sobre Cervantes y Lope de Vega» (págs. 37-57). A la luz que ofrece el modélico estudio de Emilio Orozco sobre Góngora y Lope de Vega, parte Rey Hazas del punto de ruptura de las relaciones amistosas entre Cervantes y Lope que se presentaron bastante fluidas hasta 1602. A partir de esta fecha, documenta el estudioso la polémica literaria que sostienen ambos autores, prolongada en el caso de Lope de Vega hasta después de la muerte de Cervantes. Las abundantes citas de las obras literarias que contienen alusiones mutuas, más o menos envenenadas, entre los dos escritores madrileños van definiendo con suma claridad este capítulo de nuestro Siglo de Oro, del que centra el interés de Rey Hazas «una pregunta crucial: «¿Qué causó la guerra? ¿Por qué motivo rompieron su amistad y se enfrentaron?» (pág. 47). La respuesta —o una de las respuestas— la encuentra el estudioso en el planteamiento antagónico que los dos autores tenían del teatro, en cuyas diatribas sobre la concepción de la comedia subyacen conceptos encontrados sobre preceptiva dramática. A partir de referencias contenidas en el «Entremés de los romances y las que afectan a diversas alusiones satíricas del Quijote, sobre todo porque en algunas de ellas Lope se ve grotescamente reflejado en el asno de Sancho» (pág. 57), se aclaran los aspectos principales que determinan la polémica literaria y personal entre los dos autores barrocos.

El resto de ponentes abordan el estudio del Quijote desde lo que podemos llamar la historia de su recepción, otorgando vigencia y realidad a ese aserto de Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote de que «toda novela lleva dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Ilíada». Capítulos, pues, de esta historia de la recepción de la novela cervantina son los que ofrecen las restantes ponencias recogidas en las Actas que reseñamos: la lectura dieciochesca de la novela cervantina, la intertextualidad cervantina en la narrativa de Galdós, las interpretaciones ofrecidas por los escritores hispanoamericanos, así como la permeabilidad del Quijote hacia otros lenguajes artísticos como la iconografía o, más modernamente, el cine.

Por su enorme difusión y éxito indiscutible, el Quijote no ha permanecido ajeno a recreaciones artísticas de índole ajena a lo literario. Tal es el caso de los grabados e ilustraciones que desde el siglo xvii han acompañado la novela cervantina, primero indisolublemente unidos al texto y después conformando obras independientes. De esta parcela de análisis se ha ocupado José Manuel Lucía Megías en «El Quijote en imágenes (o la vida de un libro ilustrado)» (páginas 59-82). Ofrece el mencionado estudioso un demorado recorrido por los modelos iconográficos que se han configurado en torno a la gran obra cervantina desde que en 1657 J. Savery convirtiera el Quijote en historia ilustrada. Junto a la lectura en sentido estricto, el aspecto gráfico y visual constituía otra forma de ‘lectura’ y divulgación que los impresores de la época y posteriores, con fines meramente comerciales o más desinteresados, no quisieron desdeñar. Como recoge Lucía Megías, en un recorrido cronológico acompañado de un «apéndice iconográfico» final de los grabados y láminas más emblemáticos, se van a ir sucediendo en el devenir de los siglos diferentes propuestas que con estampas o grabados van a acompañar las sucesivas ediciones del Quijote. Desde el Quijote como libro de lujo, que triunfa en el xviii, hasta las interpretaciones personales de Picasso o Dalí en el siglo xx, cada serie de grabados, estampas o respresentaciones pictóricas aquilatan nuevas propuestas de lectura en un continuum infinito donde cada grabador o cada ilustrador ha conformado una historia diferente del Quijote en imágenes.

Si el Quijote constituyó un imaginario vivificante para los grabadores e ilustradores más relevantes de los siglos xvii, xviii o xix en todo el ámbito europeo, los forjadores de la imagen en movimiento en el siglo xx no han permanecido ajenos a este clima de fascinación quijotesca. Según Bénédicte Torres en «Manuel Gutiérrez Aragón frente al imaginario quijotesco» (págs. 145-164) unos cincuenta cineastas han vertido la historia de Alonso Quijano a fotogramas. Entre ellos subraya el «imaginario quijotesco» forjado por Manuel Gutiérrez Aragón en la serie de Televisión Española, primero, y en el largometraje El caballero don Quijote, después, que adapta las dos partes de la novela cervantina.

Desde el marco general de la controversia que atañe a la adaptación al cine de las obras literarias, plantea B. Torres la cuestión genérica de que en esa traslación de la obra cervantina, ya sea a ilustraciones, ya sea a fotogramas, operan dos planos: la lectura y recepción de la novela, por una parte y, por otra, su reconversión a un nuevo lenguaje, que transforma el acto de lectura en acto creativo de un nuevo objeto artístico empleando un nuevo lenguaje que abandona el ámbito de la palabra para adentrarse en el de la imagen. El diálogo del Quijote con otros lenguajes artísticos se erige, una vez más, en índice de su fecundidad creativa a lo largo de los siglos. El análisis de B. Torres se centra en tres núcleos en los que detalla los recursos cinematográficos empleados por Gutiérrez Aragón para diseñar su relectura en imágenes de la novela de Cervantes: primero, las fantaseadas aventuras heroicas, como el episodio del rebaño de ovejas transmutadas en ejército; segundo, la figuración de la amada Dulcinea y, finalmente, el episodio de la Cueva de Montesinos (pág. 151). A la exégesis literaria, centrada en los mecanismos en los que Gutiérrez Aragón focaliza la representación de lo fantástico o del universo onírico de don Quijote, se superponen notas sobre la técnica cinematográfica empleada por el cineasta, incidiendo especialmente en el hábil manejo del juego de planos y contraplanos entre Don Quijote y Sancho. La ficha técnica de la serie y el largometraje así como una selección de 20 fotogramas incluidos en el apéndice (págs. 158-164) completan el minucioso análisis ofrecido por B. Torres de esta adaptación cinematográfica del Quijote.

Las tres aportaciones restantes a estas actas se centran en diferentes cuestiones que atañen a la recepción del Quijote desde el siglo xviii a la narrativa del boom hispanoamericano.

El documentado estudio, con gran profusión de citas y eruditas notas al pie, de José Montero Reguera sobre «La lectura deciochesca del Quijote en España» (págs. 83-102) deja perfectamente definido el panorama de recepción e interpretación del Quijote desde los inicios del siglo xviii hasta la lectura ofrecida por la estética romántica de la obra cervantina. El aporte documental, perfectamente distribuido, permite aquilatar las principales líneas de difusión e interpretación del Quijote en el xviii, de muchas de las cuales son deudoras las lecturas de nuestra contemporaneidad. Frente a la anterior centuria, el siglo xviii incorpora a la historia de la recepción del Quijote no sólo ediciones y recreaciones literarias o plásticas sino el inicio de la crítica sobre el Quijote. Podemos afirmar pues, con J. Montero Reguera, que en el xviii tiene lugar la canonización del Quijote como texto clásico de nuestras letras. Junto al interés por la figura de Cervantes, que se colige de la fundamental Vida de Cervantes de Gregorio Mayans y Siscar, la inclusión de la obra en las historias de la literatura y, sobre todo, la aparición de «los primeros comentarios extensos a la novela, iniciadores de una larga tradición que llega a nuestros días» constituyen las principales líneas de aportación en esa vertiente de crítica literaria que el siglo xviii incorpora a la historia de la recepción del Quijote, en ocasiones más o menos lastradas con los rígidos preceptos neoclásicos. Frente a ello, como indica J. Montero Reguera, los años finales del siglo suponen una apertura que dará paso a nuevas e innovadoras lecturas del Quijote, principalmente, la proyección simbólica que abre un nuevo horizonte de interpretación filosófica o trascendente que, de la mano de F. Schlegel y Shelling, llegará directamente a la sensibilidad del lector contemporáneo.

La presencia del Quijote en la narrativa de Benito Pérez Galdós constituye otro capítulo relevante en la historia de la recepción cervantina, cuestión que estudia María del Prado Escobar Bonilla bajo el título «El legado de Cervantes: presencia del Quijote en la narrativa galdosiana» (págs. 103-120). Escobar Bonilla calibra la presencia de Cervantes en la novelística de Galdós mediante una gradación clasificatoria en torno a tres núcleos: primero, la cita epidérmica con propósito ornamental; segundo, «las referencias encaminadas a completar el diseño de un determinado personaje»; y, finalmente, «aquellas otras que llegan a condicionar la disposición de la materia novelesca» (página 106). En el primer caso, las continuas citas de la narrativa galdosiana aducidas por esta estudiosa y su confrontación con el sintagma o pasaje cervantino ponen de relieve la filiación hipertextual de numerosos pasajes de la narrativa de Galdós con la novela de Cervantes (págs. 106-108). Junto a las citas, más o menos encubiertas, es en el diseño de los personajes donde la novelística galdosiana presenta marcas claramente quijotescas. Numerosos protagonistas galdosianos responden a la caracterización que Cervantes forjó para Alonso Quijano: seres alucinados a causa de las lecturas de ficción como Isidora Rufete, el célebre ofuscado Alejandro Miquis, el desvariado Maximi­liano Rubín o los desatinos de Ramón Villaamil. Aunque la tipología de trastornos psicológicos presenta mayor variabilidad en el universo galdosiano, la caracterización del personaje aparece íntimamente ligada al modelo quijotesco, pudiéndose reconstruir fácilmente los hilos narrativos que conducen a la novela cervantina.

En la escala de gradaciones que Escobar Bonilla propone para el análisis de la presencia del Quijote en la novela galdosiana el punto de mayor calado lo constituiría, frente a la más epidérmica cita textual o la vinculación más o menos soterrada a hipotextos cervantinos, la asunción de estrategias textuales del Quijote que Galdós adapta a la narrativa realista. Subraya, especialmente, la citada estudiosa cómo «las aperturas o los cierres de las novelas se ofrecen al lector de forma tal que a éste le resulta difícil soslayar el recuerdo del Quijote» (pág. 114). Revelan, especialmente, la ascendencia cervantina la inclusión al final de las novelas de comentos metanovelescos que reflexionan sobre la ficcionalidad del texto narrativo. Así pues este minucioso análisis sobre mecanismos transtextuales y presencia de hipotextos cervantinos en la narrativa galdosiana, acompañado de ejemplificaciones abundantes, pone de relieve la amplia asunción por parte de Galdós del arte de novelar cervantino, lo cual confiere a la novelística de Galdós —como concluye la autora— «ese tono inequívoco de modernidad ausente en tantas y tan celebradas novelas de su tiempo» (pág. 120).

La recepción del Quijote en una cultura y ámbito geográfico determinado es la óptica escogida por Teodosio Fernández en «El Quijote y la literatura hispanoameri­cana» (págs. 121-143), donde ofrece un pautado recorrido por las diferentes lecturas que la novela cervantina ha suscitado en la literatura hispanoamericana desde el siglo xix.

El juicio de Borges sobre la errónea lectura del Quijote en el ámbito hispanoamericano del xix abre ese abanico de lecturas que de la novela cervantina ofrecen los escritores del otro lado del océano. Se refería Borges a la interpretación pseudomoralista que convertía a don Quijote en símbolo de la verdad y la virtud, esgrimida, entre otros, por Juan Montalvo (págs. 122-123). En la misma línea A. Urdaneta (páginas 125-126) reivindicó esos mismos aspectos de la figura de don Quijote junto a la defensa del estilo de la novela como reflejo de los valores del esplendor imperial español. Por su parte, la lectura políticamente interesada de A. Saldías (págs. 127-128) privilegió en la interpretación la figura de Sancho en un afán de oponer aristocracia y clase popular encarnadas, respectivamente, en los dos personajes cervantinos para suscitar, a raíz de ello, una dialéctica de clases de signo claramente político-social o ideológico. Frente a acogidas entusiastas como las anteriores, transidas de exaltación romántica como la de Montalvo o de ideología reaccionaria o liberal, se suceden en el devenir del siglo xix interpretaciones condicionadas por la ideología política y la situación histórico-política convulsa del continente americano en ese siglo, que dieron lugar a observaciones que subrayaban aspectos vanos e insustanciales del quijotismo, como las de José Joaquín de Lizardi o Juan Bautista Alberdi (págs. 124-125).

La cosmovisión modernista puso énfasis en «don Quijote como un caso extremo de obsesión idealista y espiritualista» (página 128). Tanto la lectura de Rubén Darío como la de José Enrique Rodó potencian el idealismo heroico y la dimensión religiosa de la figura. Junto a la vivificación modernista, en líneas generales, podemos concluir que los lectores hispanoamericanos del Quijote en el siglo xix han legado una visión determinada de España, de la que don Quijote se erige en símbolo indiscutible de la fe cristiana y de la aspiración a los más bellos ideales de ascendencia caballeresca. Las últimas notas sobre la presencia del Quijote en la literatura hispanoamerica se refieren a la impronta que la técnica cervantina o el diseño de determinados episodios quijotescos han dejado en las novelas de autores procedentes de este ámbito geográfico. Quizá el caso de Borges pueda resultar el más emblemático, junto a la presencia —que Teodosio Fernández juzga más superficial— en otros narradores como Miguel Ángel Asturias, A. Carpentier, Augusto Roa Bastos o Carlos Fuentes (páginas 139-143).

A lo largo de cuatro siglos, el Quijote ha conseguido, gracias al despliegue de una técnica narrativa original de proyecciones inacabables, convertir la lectura e interpretación en protagonistas del hecho literario. La obra cervantina se ha ido acompañando de propuestas significacionales muy variadas, derivadas de orientaciones exegéticas o enfoques críticos diversos, de algunos de los cuales han dado cuenta los autores de las ponencias recogidas en las actas reseñadas. Esta tradición exegética y lectora ha convertido al Quijote, incuestionablemente, en un texto clásico.

Estas conmemoraciones de 2005 y los volúmenes de actas en que cristalizan se erigen en un nuevo modo de recepción del Qui­jote en el siglo xxi y en singulares testimonios de su perdurabilidad, dando cuenta de las nuevas líneas de lectura que nuestro actual horizonte de expectativa abre sobre el Quijote. No obstante, por fortuna, son todavía muchos los enigmas cifrados a que invita la lectura de la novela cervantina, porque como decía María Zambrano —en su ensayo «La mirada de Cervantes»— «durante este tiempo hemos recurrido a Cervantes para que nos escuche el enmarañado cuento y lo trasponga en clara historia. Pero él nos sigue ofreciendo sonriente el libro enigmático, espejo de nuestro singular ensueño».

 

Mª D. Martos Pérez

El buscapié de Cervantes. Con notas históricas y críticas por don Adolfo de Castro, edición facsímil de la primera versión de la editio princeps (introducción de F. Rico y estudio preliminar de Y. Vallejo Márquez y A. Romero Ferrer), Diputación de Cádiz / Junta de Andalucía, 2005, 385 págs.

 

La literatura, como una cara más del poliedro de una sociedad fraudulenta, no se ha arrugado ante los casos de supercherías; éstas se han granjeado la atención y el cultivo de cierta muchedumbre de seudoliteratos, quienes, entre burlas y veras, quieren embromarnos con faramallas y trapacerías. Los supuestos de supercherías son de lo más variopintos y diversos. Encontramos en este tipo de juegos literarios casos de seudónimos (de entre los más famosos uno natural de la villa de Tordesillas que se empeñó en enmendarle la plana a Cervantes; ha retoñado en estas efemérides pasadas su velada identidad, gozando de prestigio social entre los cervantistas que se afanan ―y aun algunos envanecidos se ufanan― en sondear los crípticos sinónomos voluntarios), heterónimos (desde el licenciado Tomé Burguillos, entre los pioneros, hasta Juan de Mairena no han sido pocos los autores-personajes trasuntos del verdadero y único autor) y anónimos (creo que nunca ha amainado la polémica autoría del Lazarillo; últimamente alguna incorregible se obstina en ponerle un rostro conquense al progenitor de Lázaro González Pérez). Las causas de la utilización de uno u otro cauce escogido por nuestros literatos, y he entresacado quizá (y sin quizá) los ejemplos más célebres de nuestras letras, no responden a un procedimiento parejo; si unos pretendían preservar su identidad de cara a la Inquisición o al gran público, otros no hacían sino, burla burlando, hacer de las liber­tades de la literatura un esparcimiento lúdico en el que autor y lector se regocijaran a solaz (configurando a su vez una especie de charada literaria).

En otra ladera habría que situar determinadas obras de otra estirpe, linderas con la historia literaria o la historia tout court, y que escapan a las puras ficciones para entrar en disciplinas que no deben faltar al rigor. Aquí habría que incluir a los autores de los falsos cronicones que tanto malhu­moraban a nuestro bibliófilo Nicolás Antonio, llegando a censurar las que para él no eran más que historias fabulosas; durante esta época (siglo xvii) un ávido falsificador quiso fingirse epistológrafo de don Juan II, publicando un centón de cartas (por cierto, Adolfo de Castro, del que me voy a ocupar pasadas estas palabras liminares, compuso una Memoria sobre la ilegitimidad del «Centón epistolario» y sobre su autor verdadero, publicada en Cádiz en 1857). Habría que sumar igualmente en esta
categoría las recensiones de obras inexistentes que ponen a prueba la diligencia de los comités de revistas (en vano ha resultado buscar el volumen de las Obras completas de Eugenio Montes que reseñó en 1943 Salvador Lissarrague en Escorial) y todo género de escritos más o menos apócrifos que tratan de pasar por nuestros ojos como verdaderos. Algunos de estos falsarios de nuestras letras han cobrado nombradía merced a estos fraudes seudocríticos.

Puede que un opúsculo aparecido en Cádiz en 1848 haya sido el causante de la más estruendosa polémica de todas las estafas literarias; su título ya causó estragos entre la corriente febril del cervantismo que eclosionó en el siglo xix: El buscapié de Cervantes. El pequeño volumen aparecía lujosamente exornado, con una orla verde que contorneaba el texto de las páginas interiores. La edición se presentaba con notas históricas y críticas por un sagacísimo bibliófilo: don Adolfo de Castro. La misma imprenta lanzaba al mercado otra versión para su divulgación, incluyendo algunos cambios significativos (título, encuadernación, papel, etc.). El volumen que ahora reseñamos reproduce facsimilarmente «la primera versión de la editio princeps», que, según advierten sus editores, «se caracteriza fundamentalmente por su rareza y curiosidad bibliográfica, ya que nos encontramos ante una edición de lujo y, por tanto, de tirada muy corta» (pág. 85).

En el prólogo del famoso Buscapié, el que decía ser su «editor», Adolfo de Castro (quien a la sazón contaba con la prematura edad de 25 años), explicaba las vicisitudes por las que había atravesado la tan perseguida obra de Cervantes, que, según las noticas que hasta entonces se poseían, era indudablemente parto de su pluma. Castro afirmaba sin titubeos que el manuscrito que había caído en sus manos era «de letra de fines del siglo xvi o principios del xvii» (pág. v). Su estro superchero avanzaba un punto estas invencionadas notas introductorias: fingía que tras el título se encontraban manuscritas unas palabras donde se daba noticia de que la copia era de 1606 y que la que había llegado hasta él era la traslación de otra copia anterior; en palabras de Castro, el duplicado se hizo «para el señor Agustín de Argote». El bibliófilo gaditano continuaba explicando cómo había llegado esta segunda copia a su poder; la colocó hábilmente en un mercadillo gaditano (fácil pirueta cervantina que nos trae a las mientes el manuscrito hallado en el Alcaná de Toledo) y declaraba que entre buscas y rebuscas halló en un lote de libros puestos a la venta el venerando manuscrito. Toda esta historia fingida no partía de un magín invencionero sin más; tenía su intríngulis. A finales del siglo xviii Vicente de los Ríos compuso una biografía de Miguel de Cervantes que se estampó al frente de la edición del Quijote publicada a expensas de la Academia Española en 1780. Aquí ya se mentaba una rara obrilla atribuida a Cervantes nunca antes conocida: el Buscapié. Junto a su mención se aportaba una noticia tan rocambolesca cuanto inverosímil; Vicente de los Ríos afirmaba que recogía el dato de Antonio Ruidíaz, quien había leído la obra en casa del conde de Saceda, a quien también se la habían prestado, ignorando Ruidíaz quién podía poseer el texto. La retahíla de terceros que conectaba todas las noticias no podía ser más peregrina. A partir de esta primera indicación, las alusiones al Buscapié se multiplicaban exponencialmente y los más recalcitrantes cervantistas zangolotearon todos los plúteos de librerías públicas y privadas en busca de un libro fantasmal.

Según sentenciaba Castro, apartándose del juicio corriente de los críticos, «el Buscapié es una defensa del Quijote contra las censuras que dirigían a esta obra muchas personas que tenían reputación de doctas» (pág. xii); la obra sería algo así como una adjunta al Quijote. «Por las frecuentes alusiones ―afirmaba Castro― que hace a cosas de su tiempo, me ha parecido oportuno ponerle muchas i largas notas hitóricas, críticas i bibliográficas» (pág. xvii); éstas claramente, como apuntó Ticknor, engendraban al texto y no al contrario. El editor cerraba este prólogo galeato con unas palabras que pretendían eliminar cualquier atisbo de incertidumbre: «A más de la común opinión de que Cervantes fue su autor, él mismo se declara por tal en toda la obra; i aunque nada de esto hubiera, su ingenio, su invención, su estilo i su gracejo, están aquí declarados tan al vivo que a nadie pueden ser encubiertos, con tal que haya leído cualquiera de sus obras» (págs. xviii-xix).

La obra alborotó a unos pocos y alborozó a muchos más. Sus amigos gaditanos fueron los primeros en admitir la paternidad de Cervantes; a los seudobibliófilos echadizos que le coreaban bien los podía embaucar con frases engalanadas y palabras biensonantes; pero burlar a la intelectualidad de altos vuelos le costó más tinta. Quizá la primera enemiga que originó fue la de Ticknor, quien en la primera edición de su obra ya recelaba de la autenticidad del opúsculo. En la edición española traducida y anotada por Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia se recoge un largo escrito en forma de apéndice en el que el hispanista concluía que «el libro publicado por D. Adolfo de Castro, excepto dos o tres pasajes algún tanto verdes, es un juguete literario muy agradable e ingenioso. Manifiesta en muchos trozos viveza, imaginación y talento, así como mucha familiaridad con el estilo de Cervantes y conocimiento de la literatura de aquel tiempo. Si es obra del Sr. Castro, habrá sido sin duda su intención reservar para más adelante la declaración de que es parto de su ingenio, y si así sucede añadirá un laurel más a su corona literaria, sin arrancar ninguno a la de Cervantes; pero si no lo ha escrito, seguramente ha padecido equivocación respecto al manuscrito adquirido en circunstancias que le movieron a creer lo que en realidad no era»; remataba el asunto diciendo que «como quiera que esto sea, no hallo suficientes pruebas para calificar el Buscapié de obra de Cervantes, ni juzgo haya fundamentos para colocarlo bajo la protección de tan ilustre nombre»[2]. Pero Castro no quedó satisfecho con su juguete literario; toda vez que se había descubierto, polemizó encarnizadamente en favor de su libro.

Pero quizá, como aciertan en decir los editores, «la más acerada polémica que sostuvo Castro, no obstante, fue la suscitada por Bartolomé José Gallardo»; «Castro fue la mano que ejecutaría la biografía jocosa y difamatoria del erudito extremeño en sus Aventuras literarias del iracundo extremeño don Bartolo Gallardete extretas por don Antonio de Lupián Zapata (la horma de su zapato) de 1851» (pág. 60). Precisamente a Gallardo se le tributaba el siguiente elogio en el prólogo de Castro: «el mui docto filólogo español» (pág. xviii). Pero esto no amenguó la viperina pluma del erudito, quien primero de forma privada (en cartas enviadas a amigos), y más tarde públicamente, comenzó a propalar la noticia de la falsedad del Buscapié. Se desató una feroz contienda a través de publicaciones periódicas, que se cerró a la muerte de Gallardo en 1852 (aunque fallecido Gallardo, Castro tuvo tiempo y lugar para publicar una carta más). La jugada de Castro fue sacar a la luz en La Ilustración una serie de epístolas cargadas de un tono insultante, ridiculizador y polemista contra el autor del Ensayo. Posteriormente fueron reunidas en el volumen titulado Cartas dirigidas desde el otro mundo a D. Bartolo Gallardete por Lupianejo de Zapatilla [3]. Cayetano Alberto de la Barrera fue el siguiente en entrar en liza, publicando una serie de artículos que formarían su obra El Cachetero del Buscapié.

Flaco favor le hicieron a Castro estas acerbas disputas contra los baluartes de la Filología. Como en determinado momento concluyó José María Asensio y Toledo, «desde niños nos enseñaron a desconfiar del literato gaditano». Ya senil, Castro entonó abiertamente unas palabras escritas para confesar la paternidad del Buscapié: «Aquello fue una muchachada que tuvo su objeto. Me sentí con alas para volar y darme a conocer, y tan me di que se tradujo el opúsculo y las más de las anotaciones en Europa (hasta tres veces en Inglaterra por ejemplo). De este juguete, que claro es que en otra edad no hubiera escrito, no tengo por qué arrepentirme, como nadie se arrepiente de diablurillas que sin daño efectivo de otros ha verificado en sus pocos años, y más juguete escrito con la intención y medios de prueba de declarar más adelante que era debido a mi pluma» (págs. 68-69). Rodríguez Marín, ya lejos de toda la aviesa polémica que protagonizaron las más diestras espadas de las letras del xix, acertó a decir con su típica prosa metafórica que «muchas aceradas plumas combatieron a Castro, y Castro, en defensa de su engendro, se revolvió airadamente contra los impugnadores, como rabioso todo a quien enfurece más y más los rejones que dolorosamente le rasgan la piel»[4]. Todos estos pormenores alusivos al nacimiento y primeros pasos del Buscapié son estudiados y analizados con linderos y arrabales por Vallejo Márquez y Romero Ferrer.

Ha de admitirse que siempre ha causado más emoción conocer la intrahistoria del Buscapié que detenerse en su contenido. Y es que éste es tan desazonado cuanto desgarbado. Cervantes tropieza con un bachiller que es coceado por su rocín; le ayuda a levantarse y pasan parte del día a la sombra de unos árboles. Este bachiller lleva entre sus libros el Quijote, que es acremente criticado; Cervantes lo defiende con uñas y dientes (comienzo en parte similar al del Persiles). El bachiller continuamente desvía el asunto de la conversación contando anécdotas impertinentes para la intención de Cervantes, quien intenta de cualquier modo que su obra sea el asunto principal de la plática. Intercambian unos dimes y diretes sobre las aventuras de don Quijote y Sancho; el opúsculo acaba con la disputa en la que se ensalzan la mula de Cervantes y el rocín del bachiller (con su parangón en la lucha de Rocinante con las «hacas galicianas» de la segunda salida de don Quijote, donde salía derrotado el rocín del caballero). Pocos hallazgos encontramos en esta historia inventada, cubierta de puntos de intersección con la obra del alcalaíno (que no esconden dificultad para el versado) y cargada de un alarde de erudición en las notas críticas (que claramente condicionan el texto). Lo único resaltable es el remedo del estilo cervantino (aunque ni tan siquiera aquí se ha librado Castro de que le anoten diversos deslices).

La edición facsímil que nos entregan Vallejo Márquez y Romero Ferrer se presenta sumamente cuidada, con grabados e ilustraciones adjuntas, y un extensísimo estudio preliminar donde se recogen todas las noticias hasta ahora halladas junto a una bibliografía rigurosa y pormenorizada (que consigna todas las ediciones del Buscapié, las traducciones y las ediciones conjuntas con el Quijote que hasta ahora se han publicado). Sus editores están llevando a buen puerto un proyecto historiográfico en marcha que se presenta arduo desde sus principios: la recuperación de la obra y la figura de Adolfo de Castro. Esta obra, junto a otras que están en preparación, supone un buen dechado estimulador para que los filólogos sintamos la preocupación de atender a figuras ensombrecidas como Sancho Rayón, conocido en su época como el culebro, los hermanos Fernández-Guerra, Pascual de Gayangos, Agustín Durán o Cayetano Rosell, eruditos todos del siglo xix (en su mayoría dieron cuerpo a la Biblioteca de Autores Españoles y fueron los pioneros en consagrarse al estudio concienzudo de la literatura, incipiente disciplina que más tarde recibirá el nombre de Filología) aún por descubrir y describir que claman para que avezadas y arrojadas plumas se lancen a destilar tinta sobre sus contribuciones; de estas calas parciales tendrá que arrancar la reconstrucción de un completo panorama (hasta tan sólo abocetado) de la historiografía literaria de esa época.

 

D. González Ramírez

Lope de Vega, El prodigio de Etiopía (edición, introducción y notas de J. Beusterein), Mirabel Editorial, Pontevedra, 2005, 142 págs.

 

En la colección Biblioteca de Theatralia de la editorial Mirabel (Pontevedra) sale a la luz en septiembre de 2005 El prodigio de Etiopía de Lope de Vega. Su editor, el profesor John Beusterien, ofrece en el prólogo y en el cuerpo de notas una lectura histórica desde la que justifica el origen del racismo en la sociedad actual. A partir de la obra dramática, que refleja con fidelidad el pensamiento y la sensibilidad popular de la época, crea una exégesis —no tan filológica como cultural— que reconstruye un itinerario ideológico que toma como punto de partida la España imperial del siglo xvii.

El texto va precedido de un estudio introductorio repartido en seis secciones que atañen equilibradamente a aspectos de crítica textual (i. La cuestión de la autoría; ii. Contexto y fuentes) y a una interpretación en claves antropológicas y etnográ­ficas del mismo (iii. La práctica teatral de pintarse la cara de negro; iv. El racismo moderno). En el primer epígrafe el editor justifica la autoría e invención del proyecto original de Lope. Sin embargo, y a pesar de concluir (suscribiendo la autoridad de Fra Molinero y Menéndez y Pelayo) que «esta comedia es indudablemente de Lope y muy digna de su ingenio», Beusterien puntualiza rigurosamente que el texto que a continuación se ofrece es una «versión alte­rada», publicada en 1645, del original de Lope, hoy perdido. Barajando algunas de las circunstancias que rodeaban la escri­tura y la representación teatral en el Siglo de Oro, el editor configura una hipótesis ecdótica que conduce a una obra genésica perdida (el original de Lope), teóricamente escrita en 1600, que dio lugar a una serie de imitaciones entre las que sobrevive, en virtud de su vía impresa, la presente versión del texto original, que al no presentar una escritura homogénea, abre la posibi­lidad de intuir la intervención de más de una mano en diferentes estadios de composición. Sin embargo, su supervivencia impresa entraña simultáneamente la pérdida, a la altura de mediados de siglo, de popularidad y de éxito de representación. A pesar de tales precisiones sigue sin quedar claro en la introducción si el editor puede suponer la participación de un nuevo escritor que actúa directamente sobre el texto primitivo de Lope o si esta versión —de una o varias manos— es una reelaboración tardía del texto original de principios de siglo.

La obra se incorpora dentro de un corpus de composiciones dramáticas que tienen como protagonistas o como personajes integrantes a un etíope, según John Beusterien, prototipo del noble salvaje. Sin embargo, la originalidad del texto teatral radica precisamente en que rompe una tradición literaria en la que el negro actuaba funcionalmente como una variante del gracioso: los personajes del teatro renacentista «hablaban en lo que se consideraba una versión dialectal subestándar del español, eran ingenuos, y hacían chistes relacionados con la escatología y lo libidinoso». En suma, los rasgos que determinaban su caracterización —siempre cerrada— configuraban un carácter cómico, risible, sobre el que recaía todo el peso de una tradición que consideraba al hombre negro un ser inferior. Entrado el siglo xvii, unas nuevas circunstancias históricas influyen en la configuración de un nuevo espacio teatral donde la figura del gracioso convive y en último término es desplazada por una simbología estrictamente codificada: como alegoría del pecado y la depravación, el negro, con su conversión y su sometimiento al cristianismo, representa la posibilidad de cambio del pecador y el triunfo de la fe católica sobre la herejía y el infiel.

En el apartado «Contexto y Fuentes» el editor continúa elaborando una exégesis de lectura que inserta la obra dentro de la sensibilidad barroca, empeñada en separar dos ámbitos, realidad / apariencia, que se presentan como una dialéctica a veces no tan fácil de descifrar. A la característica típica popular de la concepción del negro como símbolo de pecado se unen en el siglo xvii las tradiciones del santoral, de los tres magos de la Epifanía —uno de los cuales siempre era de raza negra— y sobre todo el tema de Etiopía.

Abordando el tema de la simbología del nombre (Filipo) y su posible referente real, tras contemplar la posibilidad de varias hipótesis admisibles acordes con el contenido de la obra, el editor parece tener clara su identificación con un príncipe de Fez y Marruecos convertido al cristianismo, basando su argumentación en una pieza de circunstancias que el mismo Lope, en 1593, dedicaba a dicho príncipe. Con todo, y dejando a un lado la cuestión de la onomástica y simbología del nombre del prota­gonista, en la que quizás confluyan conscientemente diversos referentes culturales —sobre todo la relación bíblica del etíope de Candaces, bautizado por el apóstol Felipe (Hechos viii, 26-38)—, el editor no aborda, ni siquiera desde un planteamiento superficial, una cuestión que se establece desde su misma génesis compositiva: ¿la transformación moral del personaje conlleva simultáneamente un cambio correlativo en el género dramático? Dicho de otro modo, ¿estamos ante una auténtica comedia, como reza el subtítulo de la versión impresa (Comedia famosa), o más bien ante una pieza moralizante en el orden de los autos sacramentales? Las mismas palabras que esgrime el editor cuando, citando a Fra Molinero, incide en el hecho de que Filipo es el «primer personaje negro ‘serio’ de la escena barroca», son las que inevitablemente conceden a la obra un talante grave, aleccionador y religioso que lo asimilan, si no lo incorporan absolutamente, a la alegoría perfectamente codificada y cerrada de los autos.

Los siguientes dos epígrafes, «La práctica teatral de pintarse la cara de negro» y «El racismo moderno», presentan una propuesta de lectura que, teóricamente fundamentada sobre argumentos textuales y sociológicos, plantea una interpretación histórica que fija los orígenes del problema de la discriminación racial en la sociedad del siglo xvii. Frente a la creencia generalizada entre los críticos del género teatral de que la práctica de pintarse la cara de negro no nace conscientemente hasta el siglo xix en Norteamérica, John Beusterein objeta que es documentalmente verificable, como indican muchas acotaciones escénicas, que «en la mayoría de las producciones del siglo xvii llevadas a cabo con personajes negros los actores se pintaban la cara de negro», uso cronológicamente paralelo a pintarse la cara de blanco. Las palabras que inauguran el cuarto epígrafe reflejan el valioso valor documental que supone la obra, más como aportación antropológica en el marco de los estudios históricos, que literaria: «La importancia principal de la publicación de esta edición no reside solo en que sea una obra de Lope, sino en que refleja un lado del pensamiento de la sociedad imperial que germinará en el racismo moderno [...] la España imperial del xvii proporcionará una ideología ocular que el racismo tomará como punto de partida». El prodigio de Etiopía plantea, según el editor, una dialéctica que prolongará su validez hasta la conciencia del mundo moderno: la identificación blancura-pureza religiosa frente a negritud-corrupción moral. En la obra se produce una neutralización donde el color de la piel queda anulado por gracia de la reconversión religiosa y la contrición sincera, una actitud que entronca directamente con un programa político donde el imperio católico intenta por todos los medios asimilar al infiel económica y políticamente.

A pesar de esgrimir su planteamiento con argumentos válidos y sostenibles, su posición demostrativa y su ejercicio hermenéutico resultan un poco arriesgados. Si, como ha reconocido el propio editor, el carácter dialéctico-paradójico de la pieza ha permitido el mantenimiento de posturas teóricas absolutamente contrarias, lo cierto es que, aprovechando las razones histórico-culturales que mantienen la supremacía, a partir del Renacimiento, del cristiano viejo (hombre blanco) frente a la inferioridad y la esclavitud a que deben ser sometidos, por su raza y religión, musulmanes, judíos y gitanos («El personaje del santo negro remite al contexto de una economía colonial en la que el negro es esclavo; y para estos personajes, aceptar su condición de esclavo de Dios es, al fin y al cabo, una aceptación de su condición de esclavo del blanco»), es posible formular una hipótesis de lectura que plantee sencillamente el magisterio redentor del cristianismo y la salvación imparcial del hombre. Como símbolo del pecador la figura del negro se mueve dentro de una sencilla alegoría dramática donde un ejemplo de honestidad (el de Teodora) provoca una verdadera conversión interior. Si aceptamos esta hipótesis, que abre un enfoque mucho más amplio, la significación y el alcance de la obra quedarían ampliamente simplificados.

Sin embargo, el alcance que pretende el texto va, en mi opinión, mucho más allá de la escueta exégesis histórica que propone su editor. Hay un factor, trascendente, que con consecuencias interpretativas, ha sido pasado por alto en la descodificación del texto: Filipo es, o al menos así lo confiesa en varias ocasiones desde la Jornada i —y así lo hemos de creer—, cristiano leopoldo: ¿Eres cristiano? / filipo: Señor, / agua tengo del bautismo, aunque malo»; «rufino. [...] / Y en Etiopía, pregunto, / ¿creéis en Dios por allá? filipo. Cristianos somos»). A este propósito el editor se limita a subrayar, reincidiendo en su lectura antropológica, que «[n]o importa el color de la piel, sino que el personaje dramático Filipo (como el personaje histórico Felipe el príncipe de Fez y Marruecos) ya no es moro». Sin embargo, la obra abarca, desde la escenografía teatral, una de las problemáticas candentes en la época: la expulsión o integración de los moriscos, cuya conversión era contemplada, por el poder político e inquisitorial, con recelo. Puesta en marcha la ley de expulsión a partir de 1609, la obra, teóricamente escrita en 1600, defiende la postura de la asimilación política del morisco que no solo ha sido sacramentado externamente con el bautismo, sino que en su interior ha asumido el espíritu del cristianismo. Sin embargo, una interpretación a la ligera todavía sigue resultando peligrosa: la sincera compunción y penitencia de Filipo lo impulsan a iniciar un camino hacia la Tebaida, donde lo espera san Isidoro, para un adoctrinamiento espiritual purgativo que lo aislará, según su propósito eremítico, del mundo cristiano. ¿Se trata entonces de una solución que pretende confinar a los moriscos a un espacio geográfico de la península exponiendo una solución, religiosamente justificable, a la cuestión de la expulsión? ¿O quizás todo se reduce a intentar demostrar, manteniendo un diálogo con el registro bíblico, que es posible y ejemplar la conversión del pecador?

A partir de una lectura unívoca y parcial, que presenta la obra únicamente como un impagable testimonio de la visión etnocultural de la época («[...] en este contexto, la presente obra constituye un ejemplo importante para críticos literarios, historiadores, antropólogos, y otros estudiosos interesados en la representación de castas, etnias y razas»), el nivel y el estudio puramente filológicos quedan relegados a un segundo plano, al margen de una lectura basada íntegramente en el mensaje que entraña el texto teatral. Con todo, salvando los méritos de este enfoque crítico, abordar un texto íntrínsecamente literario sin una aproximación filológica incurre en una carencia seria. La desestimación de los valores lingüísticos comporta una serie de irregularidades claramente localizables en la edición. el texto presenta unas imperfecciones notables: en ciertas ocasiones el nombre de los personajes, siempre en versales, aparece en redonda (como se observa en las páginas 90 y 105), —provocando en determinados momentos cierta confusión en la lectura— o simplemente abreviado (leo. por leopoldo, pág. 132). La presentación textual adolece de una falta de sistematicidad que no solo es acusable en este aspecto: las escenas no son nunca delimitadas y los apartes son raramente señalados. Con independencia de su aparición en la edición que sirve de base a la transcripción, un editor riguroso debería siempre apuntarlos, con mucha más razón si el texto va dirigido a un público amplio no especializado. La puntuación que hace del texto es en muchos casos incorrecta o cuestionable, lo que solo sería disculpable si se tratara de una copia fiel del texto base; sin embargo, este aspecto no queda precisado con exactitud en los criterios de edición, donde únicamente queda anotado que se ha «modernizado la ortografía». Los errores lingüísticos más extendidos tienen que ver con la acentuación, sobre todo en los casos de una doble posibilidad significativa en función de la tonicidad / atonicidad del término: es frecuente la confusión del artículo determinante con el pronombre personal (vv. 241-2: «filipo. / [...] / No pases más adelante, / si es amor él que te obliga»); de la conjunción condicional con el adverbio de afirmación (vv. 436-438: «rufino. ¿Y no se podrá llamar / Dominga, Juana, y Lucía? / filipo. Si podrá»); de los pronombres interrogativos en función átona (vv. 642-643: «filipo. ¿Qué ya se sabe quién soy? teodora. Sí, y yo quién lo publico»); de la secuencia condicional si no con la conjunción adversativa sino (vv. 2063-2064: «teodora. Si no engañaron tus ojos, / sino mintieron tus labios»); la acentuación de la preposición a (vv. 916-918: «filipo. Si es que la joya le agrada, / viendo que no es Alejandro / á mí me ha de dar las gracias») o la obvia elipsis —por sentido y por cómputo versal— de un elemento sintagmático en el verso (vv. 881-882: «filipo. / [...] / pero aquí cayó el sombrero, / que es alhaja [que] me falta»). Una sencilla lectura del texto deja en evidencia una serie de carencias tipográficas y deficiencias gramaticales que, bien por defecto del impresor, bien del editor, hacen del texto una edición poco cuidada.

Hechas estas salvedades, lo que es realmente un acierto por parte de la editorial y el editor —y como tal debe ser aplaudido— es la recuperación de una obra de originalidad insospechada que emerge de entre toda una saga —repetida hasta la saciedad en los corrales— de comedias de capa y espada lopescas como una respuesta / propuesta —dirigida al pueblo— al tema de los moriscos. La presente edición no procura un estudio exhaustivo de la potencialidad hermenéutica del texto: dirigida a un público amplio, pretende hacer accesible, actualizando y reactivando los alcances de un texto áureo, una obra que con casi plena seguridad fue todo un éxito en los patios. De todos modos, y aunque el editor facilite la lectura proponiendo un esquema atractivo para un lector actual, la obra es, sin duda alguna, un texto riquísimo, abierto y susceptible de ser interpretado de una manera polisémica y multidisciplinar. Tanto cuestiones puntuales como la posible simbología de los nombres de los personajes (Filipo, Alejandro) como los objetivos últimos del texto son cuestiones abiertas que demuestran la validez y actualidad de la obra. Quizá no haya que llegar al racismo moderno: el conflicto que planteaba El prodigio de Etiopía atañía a algo más inmediato y candente. Como nuevo Moisés que va a ser rescatado de las aguas, el Filipo que por su ambición codiciaba el poder y la ambición experimenta una anagnórisis personal que lo erige en modelo ejemplar del cristianismo (vv. 2339-2348: filipo. / [...] / Otro soy, porque esta mano / es celestial instrumento, / con que tendré cumplimiento / un pronóstico profano. / Imperio da soberano / la virtud, porque es reinar / servir a Dios; montes, mar, / adiós, porque de este modo pueda en mí cumplirse todo / con pompa más singular»). Con el desenlace de la obra, muriendo como mártir cristiano Filipo desmiente en su propio ejemplo los pronósticos del astrólogo. La verdad del cristianismo, al que se somete voluntariamente, triunfa sobre las artes adivinatorias del imperio del infiel (vv. 179-185: «filipo. Sucedió una vez acaso, / que un astrólogo me dijo, / pero mintió, que no creo / sueños vanos y adivinos. / Díjome que yo sería / (es ello verdad ha dicho) / primero esclavo, después / capitán bravo, temido. / Después rey, y más que rey, y emperador con dominio / de todo el mundo [...]»). En la línea de las obras panegíricas —y del estilo grave de los autos sacramentales—, un ángel que se dirige al Senado concluye la obra presentando el prodigio de la conversión del pecador: (vv. 2644-2650) «no os espante ni os admire; / porque es Dios investigable / y quiere que resucite, / a ser prodigio del mundo, / un negro, cándido cisne, / que dulcemente cantó / en su fin [...]». Escrita en unos años comprometidos, El prodigio de Etiopía es una obra que presenta una increíble riqueza, no solo por mantener un diálogo con la tradición y el presente, sino por sus posibilidades hermenéuticas, de las que su editor, John Beusterien, escoge una de las más atractivas para un lector medio en los tiempos que corren.

 

T. Domínguez García

Jaime Gil de Biedma, Leer poesía, Escribir poesía (edición e introducción de E. Maqueda Cuenca), Visor Libros, Madrid, 2006, 96 págs.

 

Como aclara Eugenio Maqueda Cuenca —editor e introductor del libro— en la Nota preliminar (pág. 9), en él se presenta la trascripción de dos conferencias de Jaime Gil de Biedma, «Leer poesía» y «Escribir poesía», que dan título a la obra, con las que participó en diciembre de 1983 en un seminario organizado por el Vicerrectorado de Extensión Universitaria de la Univer­sidad de Granada dentro de las actividades organizadas por el Aula de Poesía que dirigía Álvaro Salvador.

En este librito, publicado en 2006 por Visor Libros (Biblioteca Filológica Hispana / 89), de Madrid, Maqueda Cuenca realiza una «Introducción: Aspectos principales del pensamiento poético de Gil de Biedma», utilizando para ello no sólo los dos textos trascritos del poeta catalán ya mencionados —y que siguen a la Introducción— sino también un libro fundamental del propio autor catalán: El pie de la letra (Crítica, Barcelona, 1994).

Maqueda Cuenca, profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de Jaén, destaca por ser un especialista en poesía contemporánea, además de escritor (recordemos, dentro de su labor creativa, el libro de poemas Universos paralelos). Con trabajos como «Experiencia biográfica y experiencia poética en Jaime Gil de Biedma y Luis García Montero», en José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo (eds.), Poesía histórica y (auto)biográfica (1975-1999), Madrid, Visor, 2000, o La obra de J. Gil de Biedma a la luz de T. S. Eliot y el pensamiento literario anglosajón (Universidad de Jaén, Colección «Alonso de Bonilla», 2003), además de colaboraciones en la revista Humanitas («La poética de El pie de la letra», Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de Jaén, 3, 2003, págs. 1-14) y en la recientemente fundada Adarve («De la poesía a la teoría», Universidad de Jaén, 1, 2006, págs. 53-61), se ha ganado un lugar de privilegio dentro de los estudios sobre la poética de Jaime Gil de Biedma y la literatura contemporánea comparada.

Dentro de la Introducción, el editor realiza un recorrido sobre el concepto poético del autor, el cual piensa que la lectura, al igual que cualquier otra experiencia vital, afecta al poema escrito (en la primera de las conferencias define la poesía como «el poema leído por alguien»), es decir, se encuadra dentro de la Estética de la Recepción (influencia de T. S. Eliot y J. M. Castellet según ha demostrado Eugenio Maqueda en otros trabajos ya señalados). Dice Gil de Biedma: «Sin él [lector] hay poema, pero no poesía» (Gil de Biedma, 1994, páginas 76). Sin embargo, al «escribir poesía», el poeta quiere solucionar sus propias inquietudes y problemas personales mientras hace el poema (se diría que realiza una «autocatarsis»), pero cuando termina de escribir descubre que el problema sigue igual de latente que antes, porque la interpretación del lector no es la misma que la del autor.

Las cualidades que nuestro autor considera que debe tener todo aspirante a buen poeta son: inteligencia, experiencia, sensibilidad, don verbal, curiosidad, pasión por el oficio y el don de la contemplación de un ser o de una cosa. La contemplación se convierte en experiencia (de ahí «poesía de la experiencia», marbete que ya huele a desfasado y que se aplica a un vasto dominio poético, como si hubiese una poesía que no fuera de la experiencia, ya sea física, real, o mental, imaginativa): «Lo que importa no es lo que el poema dice sino la experiencia que produce» (pág. 16).

Jaime Gil de Biedma apuesta por la disposición y estructuración del material poético como la forma para llegar al conocimiento de la experiencia, independientemente de la temática misma de este material. Se pretende un simulacro de una experiencia real, no una imitatio en el sentido clásico del término, es decir, no se trata de hacer una literatura (o poesía) realista, sino literatura de lo que se podría dar en la realidad (poesía verosímil, si me permiten la acuñación), de ahí la importancia de la primera persona, del yo, como aporte de verosimilitud. R. Langbaum, al que cita el introductor, considera que en el poema de la experiencia lo fundamental es que exista lo que llama «la ilusión autobiográfica» para que el lector pueda identificarse con lo que está sucediendo en el poema [La poesía de la experiencia, Julián Jiménez Heffernan (ed. y trad.), Comares, Granada, 1996].

Nuestro poeta entiende la poesía como un hecho diacrónico (en consonancia con la Teoría de la Recepción) en la que el poeta debe conocer y conocerse para provocar un efecto determinado en cada lector y en cada época, de ahí el gusto por el juego de identidades para luego unificarse en un mismo yo poético. Pero hace muy bien el profesor de Jaén en distinguir entre el reflejo de una emoción y la creación de una emoción. En la poesía de la experiencia, la realidad penetra en el poema para crear una emoción (entendiéndose que se exige el esfuerzo del lector), reflejando la estructura misma de la experiencia (una «metaexperiencia»), mientras que en los poemas tradicionales el autor se limita a reflejar esta emoción: «El poema de la experiencia no es una narración de lo que siente el poeta, sino una fórmula que le ayuda a descubrir lo que siente» (pág. 21), a conocerse mejor.

Si acudimos a la definición académica de experiencia (drae, Espasa, Madrid, 2001), nos encontramos en su tercera acepción con «conocimiento de la vida adquirido por las circunstancias o situaciones vividas», esto es, nos remite a un pasado personal, algo en lo que incide Eugenio Maqueda en su introducción: «La restauración del sentido particular de lo sagrado consiste precisamente en intentar obtener nuevamente una imagen de uno mismo, o una imagen de la vida en general que nos vuelva a una imagen nuestra íntegra desde el nacimiento a la muerte, una imagen comprensible, consistente y unitaria» (pág. 25).

Entrando de lleno ya en los dos textos transcritos, que abordan primeramente en cada uno de ellos una breve conferencia de Jaime Gil de Biedma para después dejar paso a una tertulia entre los que conforman la mesa de organizadores e invitados (Jaime Gil de Biedma, G. B.; Luis García Montero, G. M.; Álvaro Salvador Jofré, Á. S.; y Andrés Soria Olmedo, S. O.) y el público variado (Pb.), debemos escudriñar una serie de salvedades que anteceden a toda transcripción.

Es evidente que cuando trasladamos a un medio escrito las grabaciones de conversaciones orales, se suelen eliminar determinados elementos verbales que tienen un indudable valor comunicativo, y es que no tenemos en cuenta que muchas de esas supresiones que realizamos en la transcripción llegan a distorsionar los mensajes que originariamente querían transmitirse. Sin embargo, en este caso, el editor respeta estos matices conversacionales significativos en diferentes ocasiones: ejemplos de repeticiones y contradicciones, propias del habla («Por otro lado, debo decir que yo mismo, y quizá debería hacer aquí una advertencia, por lo cual, es decir, que una de las razones también por las cuales quiero que ustedes hablen, que es que yo creo que en esta reunión hasta el bedel es más joven que yo y entonces, realmente, puesto a hablar de la experiencia de leer poesía [...]», pág. 32), alargamientos vocálicos («Nooooo!», pág. 55), utilizando, además, un único signo de exclamación (el que cierra), hecho que también sucede en la pág. 39 («Ah sí!»), frases inacabadas («Esto que has estado diciendo antes lo conecto de alguna manera... Yo es que... Tú has dicho en algunas veces que has hablado del “Camp”», pág. 95), pérdidas del hilo argumental («Y ahora se me ha ido el santo al cielo. Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? Ah sí, en lo de entender», pág. 42), solapamientos y elementos de retroestimulación, que indican que el receptor está atento al mensaje (S. O.: «[...] porque al insistir en la memoria, eso lleva a hablar de poemas, de objetos, no de poesía como... G. B.: Sí [...] Bueno. Perdón ¿has terminado?», páginas 40-41), referencias a la situación comunicativa, sobre todo en las notas a pie de página (nota 15, pág. 45: risas en el auditorio), o al estado de la grabación (nota 16, pág. 46: se da la vuelta a la cinta y se pierde un poco la grabación; nota 17, página 46: interrupción momentánea en la grabación), etc.

En la primera conferencia (recordemos: «Leer poesía») aclara el porqué se ha decantado por empezar con «leer» y no con «escribir». Muy sencillo: «Personalmente, yo tengo una convicción: que es que leer poesía es mucho más importante que escribirla» (pág. 32). ¿Y por qué?, nos preguntaremos nosotros. Pues según Gil de Biedma, porque es imposible escribir poesía sin tener previamente un amplio bagaje como lector de poesía.

Como habrá podido imaginar el lector, la estrechísima relación de la temática entre ambas conferencias impide una separación fiel de las mismas, produciéndose acometidas que deberían realizarse en otro momento, como muy bien recuerda el conferenciante («Bueno, esto ha sido un excurso en los temas de mañana», pág. 40; «Pero me están dejando ustedes sin asunto para mañana», pág. 42).

Existen poemas sin cuya lectura no lo harían a uno ser como es en la actualidad, cosa que no sucede con el hecho de escribir poemas. Las lecturas forman una ideología vital (a pesar de que el tiempo de lecturas tiene un porcentaje mínimo en cuanto a las horas conscientes de vida que existen); no tanto la escritura. Y si en la época actual se considera que la poesía es un arte minoritario es sencillamente porque el número de lectores ha decaído, por lo que inevitablemente también el número de escritores, ya que, según Jaime Gil de Biedma, no existe un lector de poesía que no sea después escritor (aunque sea en privado).

Ya en la tertulia, cuando Álvaro Salvador le pregunta si se podría distinguir en su poesía de la experiencia entre una experiencia vital y una experiencia intelectual, de los libros, se muestra tajante al respecto. No, pues no existe ninguna poesía que no sea de la experiencia. «Experiencia lo es todo. En la vida de uno, experiencia es leer un poema» (pág. 40), y ya dijimos que no se puede escribir poesía sin previamente haberla leído.

Me parece muy interesante el comentario que introduce en la conversación Soria Olmedo: si se lee un poema en otro idioma y se piensa en dicho idioma extranjero, ¿influye estructuralmente en la composición de un poema determinado? Evidentemente la concepción y el conocimiento que se tenga de una lengua determinan tu forma de escribir si estás pensando para la elaboración de un poema en dicha lengua. Y pone el poeta catalán un ejemplo claro al respecto: en tagalo (lengua hablada en Filipinas) no existe la palabra hijo en un sentido genérico, sino que existe una palabra para el hijo mayor, para el hijo segundo, para el tercero, para el de en medio, para el último, para el antepenúltimo, es decir, que cada hijo tiene su denominación. Este hecho da idea de la forma de organización social y cultural de ese pueblo. Así pues, si pretendo elaborar un poema de influencia en la realidad social tagala, irremediablemente debo conocer su funcionamiento sintáctico-semántico para que el poema que yo elaboro tenga un sentido; tenga el sentido que yo le quiero dar.

Para encauzar un poco el tema de la conferencia y no adentrarse en terrenos que se rastrearán en la conferencia posterior, comienzan a hablar sobre la oscuridad (dificultad) de cierta poesía: el problema del entendimiento del lector. Gil de Biedma se muestra genialmente pragmático: lo fundamental de un poema es que te guste al leerlo. «Si no te gusta leerlo, para qué quieres entenderlo, y si te gusta no te preocupes que acabarás entendiéndolo, a la larga, no se sabe cuándo, pero acabarás» (páginas 47-48). Pero claro, hace bien en ponerlo sobre la mesa: «leer poesía consiste en una disciplina de pasividad activa, en que uno tiene que estar empleando un esfuerzo, una disciplina mental bastante sólida [...]» (página 48). Y nos da la clave, no pudiendo, a mi juicio, estar más acertado: «una gran parte de sentido de un poema está en la unidad melódica y en la tonalidad de la voz». Para entender un poema hay que saber leerlo.

Discutible resulta la afirmación de Gil de Biedma acerca del problema por el que mucha gente no entiende un poema: es que se concentra en lo que el poema dice, cuando en realidad, lo que un poeta se propone escribiendo no es decir, sino hacer, o crear un efecto. El juego de palabras queda bien, pero no siempre es cierto (en poesía, precisamente, nada se considera una máxima). Esta apreciación echaría por tierra toda una diatriba creada desde los inicios mismos de la crítica literaria: la dicotomía horaciana res / verba, que tanto ha dado que hablar en la historia literaria. No es verdad que siempre se pretenda en poesía un efecto estético, dejando atrás un posible efecto conceptual, nada desdeñable, por cierto. Si existe algo en literatura, y más especialmente en poesía, es que no se puede ser dogmático.

Aprovechando un poema de Antonio Machado titulado «Sueño», en Soledades y Galerías, debaten sobre un tema de absoluta actualidad, más si cabe con la gran cantidad de tendencias vanguardistas, en las que todo es aceptable. Y es el hecho de que muchas personas se plantean si verdaderamente un poema dice todo aquello que los analistas dicen que dice, si verdaderamente un poeta ha empleado gran cantidad de tiempo en conseguir la perfección de un poema como el de Machado. La conclusión es clara: el poeta se encuentra continuamente dándole vueltas a una idea que quiere plasmar (quizá años) y debido a que a lo largo de su vida profesional va aprendiendo o perfeccionando los mecanismos de producción de su propia poesía, puede tardar sólo cinco minutos en elaborar un poema que parece absolutamente meditado y trabajado. Aunque lo realmente importante no es el tiempo empleado, sino el resultado final, que el poema parezca bien trabajado.

Ya en la segunda conferencia (recordemos: «Escribir poesía»), pronunciada un lunes por la mañana, según refiere el propio poeta («[...] pero al fin y al cabo es lunes por la mañana», pág. 66), se toma como punto de partida la teoría poética del poeta como faro, la cual es desarrollada estupendamente por Abrams en El espejo y la lámpara, para hacernos ver que el poeta cuando escribe siempre persigue buscar la imagen sagrada de sí mismo dentro de un mundo y una sociedad que ya están constituidos de antemano, de los que el poeta es heredero, irremediablemente. Así, poeta y mundo se complementan mutuamente dando lugar a una imagen íntegra de sí mismo desde el nacimiento hasta la muerte (la teoría aristotélica clásica del arte como reflejo, «como reflejo de un mundo inte­ligible en sí mismo, consistente y válido igualmente para todos» (pág. 67).

Hay que dejar claro que todo este intento de reidentificación de sí mismo, de las cosas, de los seres... no es válido si no es aplicable a todos los momentos, a todos los mundos, personas y situaciones, y esto es precisamente lo que a juicio de Jaime Gil de Biedma diferencia al poeta clásico del poeta moderno. Aquél escribe para una universalidad, para un macrocosmos, en el que todos nos podemos sentir identificados y partícipes de lo que dice; éste escribe para un momento determinado, para un microcosmos, solamente válido para una situación, un emisor y unos receptores.

Trata de ejemplificar esta diferencia con la audición de una canción de George Brassens titulada «Respuesta de la Marquesa a Corneille», en donde las tres primeras estrofas implican la imagen de un poeta clásico, mientras que la respuesta de la Marquesa a Corneille, acuñada tres siglos después por Christian Regard, implican la imagen de un poeta moderno.

 

Marquesa, si veis los rastros

que la edad dejó en mi sien,

acordaos que a mis años

mucho más vos no valdréis.

 

El tiempo las bellas cosas

se complace en corromper

marchitará vuestras rosas,

igual que arrasó mi piel.

 

En el giro de los siglos

todo es nada y a la vez

como os ven, a mí me han visto,

como me veis, os veréis.

 

(La Marquesa):

 

Quizá algún día seré vieja,

pero hoy tengo veintiséis.

Le responde la Marquesa:

— Te jodes, viejo Corneille.

 

Esta distinción les sirve para centrarse luego en la tertulia en la figura del poeta moderno, y realizar una revisión de la teoría poética de la analogía y la ironía que ya desarrolló a la perfección Octavio Paz en diversos trabajos (el más conocido es Los hijos del limo): la ironía de la modernidad consiste en la resolución estética de conflictos personales que en la vida práctica y cotidiana no tienen solución (la poesía como salvación personal, como restauración de lo sagrado individual). Aquí entra en juego la sacralización del poeta, y es que todos hemos vivido momentos únicos y tenemos cierta relación personal con un paisaje, con una ciudad, con un objeto, al que llegamos a sacralizar. Es eso lo que pretende constantemente el poeta moderno en sus poemas como un medio de autosalvación. Se pretende el distanciamiento entre el sujeto-personaje al que le ocurre lo que se dice en el poema y el sujeto-autor que dice lo que ocurre en el poema, pretendiendo, deliberadamente, la no identificación entre ambos.

Se insiste en el dilema que posee el autor de poemas entre la expresión de lo que quiere decir y lo que finalmente resulta, como si hubiera poemas que se resisten y dominan al propio autor, reflejando cosas diferentes a las que quería reflejar éste.

A la pregunta del público de qué le pide a un buen poema y qué aborrece en él, el creador de Moralidades contesta lo siguiente: pretende que le sorprenda con cosas nunca percibidas antes, de manera inteligente, y que le divierta, pero no soporta que un poema lo engañe, que intente hacerle ver algo que no es cierto. Y en este sentido entra mucho en el juego poético el vitalismo. Escribir implica tener en cuenta muchos factores humanos, vitales: concentración mental, que provoca fatiga y tensión nerviosa, esfuerzo de concentración imaginativa hasta dar con todos los ángulos de la experiencia humana.

Como señala Jaime Gil de Biedma, cuando uno empieza a escribir se da cuenta rápidamente que este oficio no consiste en ir insertando palabras o imágenes que se consideran usualmente como poéticas (página 86), sino que descubre que tiene que haber una mediación, una idea poética que rondó durante un tiempo al poeta, aunque luego los resortes poéticos le permitan escribirlo en cinco minutos.

Se aborda la idea de que la generación poética de Gil de Biedma se encuentra en un punto intermedio entre la producción del 27 y la que se hace hoy día, ambas con una gran profusión de material poético publicado en contraposición con la del catalán. Y en este sentido, Jaime Gil se encuentra bastante cercano a los grandes maestros de la deconstrucción norteamericana. Harold Bloom afirmaba en A Map of Misreading (1975) que los poetas, al haber llegado tarde a la historia de la poesía, temen que sus padres poéticos ya hayan utilizado toda la inspiración disponible. Por eso utilizan varias estrategias de defensa, como realizar «malas lecturas» de sus modelos con el fin de llevar a cabo una nueva interpretación. En este sentido, afirma nuestro conferenciante que «toda generación que hace mucho, que hace una gran obra de creación (y ahí no me refiero a cantidad, sino a calidad), que hace muy buena poesía y hace un volumen suficientemente copioso de buena poesía, como dice Eliot, hace las cosas más difíciles a la generación que viene después. Por ejemplo, había situaciones, momentos, que podían servir de material o de base o de punto de partida para un poema, que uno no podía utilizar porque ya lo había utilizado abundantemente la generación del 27», pág. 91.

No debemos olvidar que estas palabras fueron pronunciadas en 1983, y, con todo, no pueden tener mayor actualidad sobre la realidad poética que estamos viviendo. Obviamente, a pesar de ser un libro poco extenso, no es recomendable para lectores que no posean una suficiente competencia estética; en cambio, para aquellos que aman la poesía no deja de ser un hálito refinado encontrarse con estas palabras de un maestro consumado de la poesía española. ¿Quién dijo que leer poesía es fácil? Ni hablar.

 

J. L. Rodríguez Santana

Guillermo Carnero, Fuente de Médicis, Visor, Madrid, 2006, 46 págs.

 

«Uno está siempre intentando que las cosas salgan perfectas en el arte porque conseguirlo en la vida es realmente difícil». Me parece bastante oportuno verter sobre la reseña, a modo de cita, estas palabras de Woody Allen, pues se me vinieron a la mente tras la lectura del poema y creo que arrojarán luz suficiente para resaltar su tema central: la diatriba entre el Arte (vida imaginada) y la vida real.

Fuente de Médicis, en palabras de Carnero, «pone fin a la trilogía que inicié con Verano inglés y continué con Espejo de gran niebla»; salta a la vista leyendo esta su última obra cómo parece el autor hacernos olvidar sus inicios poéticos como poeta novísimo incluido en la antología Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet. Aunque sí que perduran algunos temas básicos de su poesía como el amor y la metapoesía (o, por mejor decir, meta-arte), es evidente que sobresalen los motivos clásicos tanto en la forma de la composición (un poema dialogal de 418 versos compuesto en su mayoría por endecasílabos y heptasílabos, con presencia también de alejandrinos, dos heptasílabos unidos, y en menor medida algún pentasílabo), como en el marco temático que en sí también es clásico, ya que nos remite a la tradición grecolatina del mito de Acis, Polifemo y Galatea (la cual en Ovidio representa la belleza eterna encarnada). Asimismo, nos trae a las mientes uno de los poemas mayores de Góngora; no en vano, encontramos un verso del Polifemo gongorino ―alusivo al candor de Galatea― abriendo el poema: «La nieve de sus miembros da a una fuente».

El título, Fuente de Médicis, alude a una fuente del jardín parisiense de Luxemburgo cuyo grupo escultórico representa el conjunto mitológico ya mencionado, siendo —del grupo escultóricoGalatea la elegida como interlocutora para establecer el diálogo con el yo poético. El poema será un diálogo introspectivo en el que la voz poética se desdoblará en dos interlocutores que discutirán encarnizadamente sobre los límites del Arte, sobre su capacidad de colmatar otras concavidades que excedan las apetencias de la propia existencia. Será este motivo el que generará la trágica muerte de uno de los dialogantes en una realidad que será olvidada por él ―haciendo alusión a «las aguas tranquilas» del Leteo: un tópico clásico más― una vez que haya logrado que perdure en ella su amor escrito, única razón de su existencia.

Nos presenta Guillermo Carnero a un hombre incapaz de disfrutar de la vida, un ser encerrado en sí mismo: «eres un transeúnte del desierto» le dirá Galatea alguna vez. En los primeros versos se nos desvela que el libro se inicia con un retorno: el peregrino enamorado vuelve derrotado de su búsqueda de amor real como reflejo del arte, como reflejo de la pétrea diosa del jardín. Vemos cómo el poeta nos descubre dos realidades: «realidad en la piedra ornada» (la realidad cultural: imaginaria), y la realidad existencial que constituye «la verdad y la gracia del presente» que el yo poético abomina: «en la anchura que la luz impone / brillan las certidumbres que no quiero». Al llegar a estos versos comenzamos a vislumbrar claramente lo que existe de metapoesía en el diálogo. Es un diálogo que habla sobre el arte, profundiza en el espíritu del poeta que, desde la realidad cultural y olvidado de la realidad circundante, trata de buscar la perfección cuyo grado más alto lo constituirá el Amor, simbolizado en Galatea, reflejo del Arte y vínculo con la cultura clásica.

El poema nos mostrará un camino temporal progresivo hacia el no-ser. El yo poético invoca una existencia espiritual, sin cuerpo, como el propio arte; de hecho, por creer en Galatea él nunca ha existido: «en esa identidad [la del no-ser] me sobra el cuerpo». Definitivamente ha rechazado el mundo de los vivos «por buscar / en ellos un engaño de completa / pulcritud que no existe». Es entonces cuando el tiempo cobra una importancia capital en el poema: Carnero introduce una inteligente comparación sobre el paso del tiempo corrompedor entre el Arte y los seres humanos, del que nada ni nadie sale ileso.

Galatea actúa siempre con parlamentos exhortativos que induzcan al peregrino, derrotado por la realidad, a volver a buscar el amor real —«busca y logra / la piedad y el perdón de la radiante / criatura que perdiste»— y será fuertemente contrarrestada con argumentos firmes produciéndose así un engarzado de parlamentos dialogados que en general está bien construido. Galatea será realmente, como más arriba postulamos, la segunda voz que forma parte de la conciencia poética; de esta manera podemos llegar a pensar que Carnero utiliza el diálogo en forma de poesía como medio de desahogo, en consonancia con el tópico ro­mántico del poema como volcán erupcionador de los sentimientos. Siguiendo con esta tradición decimonónica, encontramos también momentos de gran patetismo, como en estos versos en los que el yo poético no quiere volver a buscar a su amor real: «sabiendo que la muerte / vendrá a llevarme cuando más me duela abandonarla». Insertos en este culmen de patetismo utiliza Carnero un verso del soneto 94 de Shakespeare: «lilies that fester smell worse than weeds» (un lirio corrompido huele cual mala yerba). Este verso prestado abre un puente con su poesía anterior: recordemos que los poetas novísimos ponen de moda ensartar versos de poemas de otros poetas incluso en otras lenguas considerando una cultura y un arte universal. La intertextualidad se convertirá en un rasgo esencial diferenciador de su poesía; a modo ejemplificativo mostraré unos versos de Carnero en su etapa novísima donde es imprescindible el conocimiento cinematográfico por parte del lector para desentrañar el sentido del poema: «O cuánto miedo tienes, / no a la fragilidad de los destinos / ni al precio amargo de la felicidad / (que nunca viste a Greta sollozando / «I want to be alone», ni a Vivien Leigh / en el puente de Waterloo, / ni al negro que tenía el alma blanca / tocando en loveback, en la penumbra, / El tiempo pasará) / sino tan sólo, simplemente, miedo».

Cuando el poema está llegando a su punto final, la voz poética derrotada renuncia a todos sus sentidos, incluso a la memoria y al pensamiento, despojándose de su cuerpo y rechazando su realidad existencial. Pero, sin embargo, le pedirá a la diosa que le ofrezca la posibilidad de renacer «en el deslumbramiento primero / del amor que aun ni sabe darse nombre», a lo que la diosa responderá: «ya sabes que no puedo ni tú puedes / renunciar y borrarte: te has escrito».

Los últimos versos concuerdan con máxima precisión con la cita a la invocación de Hölderlin que encabezaba Fuente de médicis; el siguiente fragmento puede servir de ejemplo: «Concededme un verano, sólo uno ¡oh poderosas! [...] / Alma que en vida no disfrutó de sus derechos / divinos, ni en el Orco logrará descansar; / mas si logro plasmar lo más querido / y sagrado, el poema, ¡bienvenidos seáis, / silencios de las sombras! Porque yo estoy contento / si mi música, al menos no se pierde».

Entronca de esta manera Carnero con un tópico muy trillado de la literatura: el poema como medio para perdurar, para vencer al tiempo; así dirá en el último parlamento ―en mi opinión, el más bello del poema― «que en tinta negra brillen / los signos del amor / radiante». El amor real que no se atreve a olvidar (pues el olvido es la muerte total: el vacío) quiere hacerlo perdurar transformándolo en Arte. Finalmente, «sin vida ni esperanza» (dándole quizás la vuelta a los Cantos de Rubén Darío), «y sin más aspiración que ser escrito», es decir, transformado en el espíritu de la poesía, le pedirá a la diosa ser llevado a «las aguas tranquilas», el peregrino enamorado y derrotado ya está dispuesto para morir y olvidar toda su vida porque ha dejado su amor escrito.

 

D. Medina Poveda

Manuel Urbano Pérez Ortega, El juego de la flor. La poesía de Juan Martínez de Úbeda, Instituto de Estudios Giennenses, Diputación Provincial, Jaén, 2003, 200 págs.

 

El poeta y crítico literario giennense, Manuel Urbano, nos tiene acostumbrados desde hace más de treinta años a una labor constante de recuperación del patrimonio cultural andaluz, caracterizada por la sensatez y el rigor crítico. Su última obra édita es El juego de la flor. La poesía de Juan Martínez de Úbeda, que ha aparecido en la espléndida colección de ensayo que edita el Instituto de Estudios Giennenses. Urbano es un referente en la poesía y crítica andaluza con títulos tan significativos como Andalucía en el testimonio de sus poetas, Antología consultada de la nueva poesía andaluza, El cante jondo en Antonio Machado o Sal gorda, algunos de los títulos que podemos nombrar entre los cincuenta libros con los que cuenta su bibliografía lírica y ensayística.

El último ensayo al que aludimos, El juego de la flor, está estructurado en cuatro apartados por los que se hace un recorrido biobibliográfico en el que se van integrando aspectos de la vida y de la obra de Juan Martínez de Úbeda, de modo que se haga evidente la gestación del autor desde sus años mozos, sus primeras ediciones, las influencias, las amistades, etc. En estos apartados, entreverados con continuos poemas del escritor Martínez de Úbeda, Urbano a­puesta por ofrecer las claves interpretativas de su obra y se observa la emoción que se ha puesto en el estudio, así como la sinceridad en el reconocimiento de sus valores y sus desaciertos. A esta base esencial del estudio le añade Urbano un Apéndice de poemas inéditos del escritor estudiado y un índice onomástico.

Juan Martínez de Úbeda nació en Jaén en 1916 y estuvo dedicado al periodismo y la literatura durante toda su vida (también a otras actividades administrativas), siendo adscrito por Urbano a la primera generación de posguerra. Aunque en su etapa inicial es claro el influjo de García Lorca, Martínez de Úbeda seguirá las directrices de la estética garcilasista y es «neta» la influencia de Dionisio Ridruejo y Gerardo Diego. Así se observa en el libro Campanas, donde se descubren sonetos de elegante arquitectura y una profunda religiosidad. No obstante, todavía «no ha cuajado su voz», como dirá Urbano. Poco antes de que en 1947 se traslade a Linares, hará incursiones en la novela breve: El alma en los ojos, Eulalia Santafé y Noches sin alma. En 1950 estrena el auto sacramental La morilla de Ubdadza y en 1952 el libro de poesía Voz en vuelo, considerado por Urbano como su mejor libro. De nuevo el hondo acento religioso, la riqueza metafórica y el dominio del oficio del escritor. En la revista Linares publicará en 1954 doce poemas en el cuaderno Sonetos de amor, donde escribe del amor maduro, y publica un folletito que muestra su poética: Tres poetas modernos: Lope de Vega, Gerardo Diego y García Nieto.

Pero una dolorosa enfermedad irreversible lo va acercando a la muerte y sus últimos poemas publicados en la revista Úbeda así lo advierten. Póstumamente aparecerán Últimos poemas (1964) y Geografía poética de Linares (1968). Manuel Urbano en 1991 llevará a cabo una antología de su obra titulada En la voz el ala, y reconoce que está por estudiar el período de los diez últimos años de su producción.

Martínez de Úbeda se adhirió al sistema político impuesto tras la guerra y llegó a escribir poesía de corte heroico que tanto predicamento poseía. Sin embargo, su pluma no sirvió para ensalzar a Franco ni José Antonio, ni ninguna de las gestas nacionales: «Su ancla, sacramental y nacionalista, es la tradición». De modo que ha de ser considerado como el poeta más cuidado del nacionalcatolicismo en Jaén, pero, a la vez, como un poeta que muestra su solidaridad con el dolor de todos y vira hacia los temas del espíritu y la profunda religiosidad. Un poeta con un gran dominio en los aspectos formales y dirigido en la línea de esa poesía garcilasista más comprometida con las realidades individuales e íntimas del poeta con los romances, sonetos, cuartetos y estrofa clásica como horma de su producción.

En el Apéndice, Urbano reúne catorce poemas que considera inéditos hasta el momento, que obraban en los archivos de la familia, entre los que podemos citar estos versos:

 

Nupcias de sol y cal

Al aire de las palomas

Cuando despiertan las lomas

Margaritas de cristal.

 

En definitiva, El juego de la flor de Manuel Urbano es una obra que pretende recuperar a un escritor andaluz, Juan Martínez de Úbeda, perdido en la intrahistoria literaria de una ciudad de provincias, como tantos otros que secundan la historia de la literatura en Andalucía. Una labor de rescate y rehabilitación que siempre ha de agradecerse.

 

F. Morales Lomas

Josefina Vidal Morera, El mar inevitable. Obra poética 1963-2006, Editorial Proa, Barcelona, 2006, 489 págs.

 

Con este voluminoso libro de 489 páginas, tenemos por ahora toda la obra completa en catalán [5] de la poeta tarregense Josefina Vidal Morera desde el principio (1963) hasta su último poemario acabado en 2006. Vienen a completar la edición: un prólogo muy detallado de la vida y obra de la autora de la mano de la editora del poemario, la poeta Susanna Rafart, una bibliografía, algunas traducciones de poemas del inglés y del neerlandés y el magnífico epílogo de Antoni Puigverd que titula El cor salvatge de Josefina Vidal (El corazón salvaje de J. V).

Como por ser poeta no se deja por eso de ser hombre o mujer, sino que más bien se es aún más mujer u hombre, Josefina Vidal nos va fotografiando en su poesía cómo cambian sus estados de ánimo, sus niveles de conciencia, los listones de su escala de valores y la temperatura de sus sentimientos, por lo menos como cualquier otro mortal. Pero esas fotografías verbales que son sus poemas tienen la virtud de ir desplegándose verso a verso trascendiendo. Quiero decir que cualquier poema suyo suele empezar por señalar un gesto, un accidente atmosférico, una expresión propia o del otro, una vista o visión corriente y moliente, y desde este punto de partida, cada verso que sigue va introduciendo elementos simbólicos o metafóricos que ahondan y proyectan un significado afectivo o filosófico más rico, más poético. Este movimiento de lo simple y concreto a lo complejo y abstracto, o mejor aún: de lo particular a lo general (global o «hilozoico») tiene en Josefina Vidal un vehículo mental, una práctica del género literario que practica, el poético, y una inclinación estética personal: el estilo. O sea, que nuestra autora se vale de la intuición, de la síntesis y de la busca del resultado más directo por la ecuación más inmediata. Pero lo principal sigue siendo que se produzca una transformación, una traslación o transporte de significado, una metamorfosis de libélula a mariposa, metafóricamente dicho.

Pongamos un ejemplo breve («Veu de cendrá»): «Un dia vas dir que la paraula escrita i pronunciada / pot abrandar el desig, / cremar l’intima pell, / alliberar el silenci. / La cendra és paisatge de memoria» («Voz de ceniza»: «Un día dijiste que la palabra escrita y pronunciada / puede atizar el deseo, / quemar la piel más íntima, / liberar el silencio. / Paisaje de memoria es la ceniza»). Vemos aquí cómo, con sólo cinco versos, se reduce la noción de literatura a silencio, a la nada de la memoria hecha ceniza. Digamos que por intuición ha ido al encuentro de la ceniza pasando por la memoria que se quema en el olvido. Recuerdo una anécdota, a este respecto, que se cuenta en familia: una profesora le dijo un día a Josefina Vidal: «A Usted, señorita Vidal, lo que le salva es la intuición». Con lo que le quería decir que no había estudiado la lección, pero que dio cuenta de la misma como si la hubiese estudiado por haberla intuido en lo esencial.

Pero hay algo más que nos dice este ejemplo: la tendencia al pesimismo que se evidencia en todo el poemario, de cuyo pesimismo es este poemilla una de las muchas muestras de tal tendencia. Y no sólo tiende a lo negativo, cuando no a lo letal, en los poemas escritos tras la muerte de su marido y de su hijita por naturalísima reacción de la pérdida de dos seres tan queridos, sino también antes de este triste período se ve con claridad esa inclinación al negativismo o al menos al escepticismo. Ya se insinúa esto desde el título. ¿A qué alude «El Mar inevitable»? Es indudable que tiene por precedente a Jorge Manrique, el autor de las famosas Coplas de Don Jorge Manrique por la muerte de su padre. En la tercera de estas 40 coplas, está escrito: «Nuestras vidas son los ríos /que van a dar en la mar, / que es el morir». La palabra muerte o el verbo morir en muchas de sus formas verbales se leen muchas veces en este libro. Y lo curioso es que, al leer la poesía de Josefina Vidal no tiene el lector la sensación de estar leyendo una poesía de flébiles acentos o fúnebres prejuicios, sino todo lo contrario: una poesía de enérgico temple y valientes embates. Tal vez corresponda este repetido recurso a lo mortal la convicción de que eso es lo que hay que borrar de nuestro mundo: la creencia de que todo está condenado a morir y salvarnos evitando el mar, soslayando todo lo que significa defunción y lleva a la Nada. Por otra parte, ya es una larga tradición en nuestros grandes clásicos la actitud desesperanzada y misantrópica, desde Quevedo hasta Gracián, como suele serlo también en el simple campesino español que espera bien poca cosa de nada ni de nadie que lo saque del triste desengaño en que vegeta. Pero Josefina Vidal no se queda hundida en ese pozo negro, sino que tiene conciencia de que nuestro mundo es mejorable y, sobre todo, voluntad de mejorarlo. Su biografía lo atestigua de sobras: por su militancia sindicalista y socialista. Lo que pasa es que, en poesía, no se cría la propaganda política, es lengua de alta tensión introspectiva, es llamada de auxilio o autoconfesión más o menos crispada, más o menos urgida por la exaltación del pensar o el sentir en crisis. Y en crisis no se está muy optimista. Tengamos en cuenta que, en el caso presente, hablamos de un libro escrito en su mayor parte por una esposa que ha perdido a su marido muy amado y por una madre que pierde también a su hija amadísima, ya hecha una mujer de brillante futuro. Ese insufrible dolor, no trata Josefina Vidal de sacudírselo a gritos destemplados hacia afuera, sino intentando ahogárselo hacia adentro, llamando incluso a la propia muerte como solución heroica.

Así se comprende que domine en esta poesía el acento grave, pero el estilo la salva y lo grave se hace ingrávido, felizmente, porque así admite todo juego y todo sueño: que eso es la poesía.

 

F. Carrasquer


 

[1] L. M. Vicente García, La astrología en el cristianismo y en la literatura medieval castellana. Edición de la octava parte inédita del Libro conplido en los juyzios de las estrellas, University Microfilms inc, Ann Arbor Michigan, 1990.

[2] Historia de la literatura española, iv, Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1856, págs. 217-218. En este apéndice se incluía también una posdata enviada ex professo por Ticknor para la edición española donde refutaba uno por uno los débiles argumentos de Castro.

[3] Alberto Romero Ferrer y Yolanda Vallejo Márquez han estudiado y editado esta serie de cartas recientemente en el artículo titulado «El testamento traicionado de Gallardo: las Cartas dirigidas desde el otro mundo a don Bartolo Gallardete de Lupianejo Zapatilla (estudio y edición)», págs. 287-334, en B. Sánchez Hita y D. Muñoz Sempere (coords.), La razón polémica. Estudios sobre Bartolomé José Gallardo, Ayuntamiento de Cádiz, 2004.

[4] Prólogo a El Cachetero del Buscapié de Cayetano Alberto de la Barrera y Leirado, Viuda de Albira y Díez, Santander, 1916, pág. vii.

[5] El primer poemario de Josefina Vidal está escrito en castellano y se titula Fuera de mí, Isla de los Ratones, Santander, 1964.