La reescritura de Madrid:

de Mesonero Romanos a Ramón Gómez de la Serna

 

Rebeca Sanmartín Bastida

(rebecasb@filol.ucm.es)

universidad complutense de madrid

 

 

 

Resumen

La escritura como invención de estilo e ideal estético modifica la geografía y la población urbanas. A su vez, la ciudad transforma las miradas de los escritores, como se puede apreciar en las proyectadas sobre el centro de Madrid, sobre la calle Toledo y sus aledaños ­que incluyen el famoso Rastro- desde el Romanticismo a la temprana Vanguardia.

 

Abstract

Writing as style invention and aesthetic ideal modifies geography and urban population. In turn, Madrid transforms gazes, as it can be deduced from literary descriptions of the city center, Toledo street and surrounding areas -which include the famous Rastro- from Romanticism to the early Avant-Garde.

 

Palabras clave

Madrid como tema literario

Literatura española siglos XIX-XX

Mesonero Romanos

Larra

Galdós

Pardo Bazán

Baroja

Ramón Gómez de la Serna

 

 

 Key words

Madrid as a literary theme

19th and 20th centuries Spanish literature

Mesonero Romanos

Larra

Galdós

Pardo Bazán

Baroja

Ramón Gómez de la Serna

 

 

AnMal Electrónica 23 (2007)

ISSN 1697-4239

 

 

A María Martos,

que observa Madrid

desde el encuentro

 

Madrid ha sido numerosas veces re-escrita, re-descubierta, re-inventada. Pero se alzó especialmente como heroína de la mano de una serie de escritores que turnaban el costumbrismo con el periodismo. Estos autores retratarán los tipos, las costumbres y la geografía de la ciudad con reiterada pasión. De su mano, Madrid entrará por las puertas de la Modernidad, tanto cultural como literaria.

En este artículo hablaré de la mirada literaria proyectada sobre el centro de Madrid[1]: en particular, sobre la calle Toledo y sus aledaños (que incluyen, claro, el famoso mercado del Rastro); se trata de descubrir cómo la escritura se relaciona con la geografía y la población urbanas. Al final, Madrid se convierte en invención de estilo, en mirada matizada por los ideales estéticos que la observan y la dibujan. Desde Mesonero Romanos al otro segundo Ramón, Gómez de la Serna, es decir, desde la estética del Romanticismo a las Vanguardias, Madrid se deja construir, perfilar y desfilar sin hacer menosprecio a nadie. En el camino, pasará por la pluma de Larra, Pérez Galdós, Pardo Bazán o Pío Baroja, autores sobre los que debatiré someramente en este trabajo.

Me gustaría empezar nuestro recorrido con Mesonero Romanos, el padre del costumbrismo romántico. En concreto, me voy a referir a un texto, «Paseo por las calles» (1835), que no ha recibido especial atención por parte de la crítica, aun siendo, en mi opinión, uno de los mejores del autor. En este artículo de costumbres (Mesonero Romanos 1993: 215-229) se nos anuncia ya la figura del flâneur, que luego hará mundialmente famoso y moderno Baudelaire: Mesonero es el paseante que atiende cuidadoso a las nuevas configuraciones urbanísticas, como si se tratara de un fiel transcriptor, función sobre la que hace hincapié Ayala (1989 y 1996). En este paseo, Mesonero echa una ojeada general a Madrid y denuncia su naturaleza multiforme, la falta de simetría que palpan sus ojos exigentes y educados en el Neoclasicismo, una ausencia de orden que se extiende a lo arquitectónico. La prosa romántica costumbrista, necesitada de la clasificación y el marbete, no puede menos de asombrarse ante la variabilidad, el desnivel y la desigualdad de Madrid. Pero no nos engañemos: los disimulados requiebros de Mesonero delatan su entusiasmo. Falta poco —dirá— para que, algo más adecentada, Madrid pueda ser calificada de «villa blanca, la villa joven del Mediodía» (Mesonero Romanos 1993: 221).

Lo interesante del caso, y lo que quiero resaltar aquí, es que finalmente Madrid empuja a Mesonero a ser romántico. Es de sobra conocida su prevención hacia el Romanticismo (ahí está su artículo contra los escritores lúgubres), pero lo cierto es que se trata de un Romanticismo gótico, el exagerado, del que no quiere ser partícipe. Sin embargo, Mesonero no se escapa al influjo del nuevo movimiento arrasador. Y lo hace tras renunciar de manera ingeniosa a algo que Walter Ruttman hará magistralmente con Berlín —me refiero a la película de cine mudo Berlin, die Sinfonie der Grosstadt (1927), obra maestra de la vanguardia cinematográfica— un siglo después: filmar su vida cotidiana durante numerosos días. Cito a Mesonero (1993: 221), que se dirige siempre a un lector cómplice:

 

No nos propondremos seguir metódicamente […] las distintas fases de tan variado teatro según las diversas horas del día, las estaciones y demás circunstancias que alteran y modifican los usos populares. Escogeremos cualquier día del año; por ejemplo, el día en que nos hallamos: procederemos libremente y como al acaso, dejaremos vagar a nuestro discurso, y pues que el moderno romanticismo nos autoriza, renunciaremos a todas las unidades conocidas; y tanto más románticos seremos, cuanto menos pensemos en lo que vamos a escribir.

 

Casi sin percibirlo, el denunciado desequilibrio de Madrid le lleva al desorden de su discurso, a escribir espontánea y románticamente. La visión de la ciudad le hace divagar por calles y pensamientos —fijándose en esa mujer del balcón, o en ese amigo que espera a otro― hasta desembocar en el «pueblo comprendido desde el Palacio a la Puerta de Atocha: las calles de Toledo y Embajadores, del Mesón de Paredes y de Lavapiés» (Mesonero Romanos 1993: 227). La prosa de Mesonero se transforma entonces en una retahíla de oficios y tipos que nos recuerda la de esos semanarios pintorescos que hacían estático el tiempo y lo convertían en cromos irrepetibles. Mesonero tacha lo que ve de cuadro, teatro o espectáculo, ofrecido a sus ojos que lo observan con distancia. Pero también es activo: como iniciador de la figura detectivesca le vemos seguir a una pareja (e incita al lector a acompañarle: «Sigamos» [1993: 228], le dice) hasta descubrir el melodrama. Quienes hacen noche en la venta de Villaverde; los calesines que esperan marchar a Carabanchel; el barbero que rasguea su vihuela a la puerta de la tienda; la terrible cohorte de cigarreras, con su chulería y desparpajo; los andaluces que cantan en la mesa del herrador («aquel herrador», dirá Mesonero dirigiéndose a un lector que comparte sus visiones)…, todos estos personajes son observados por el ojo del gran espectador.

El artículo acaba con el sonido de la campana de San Millán y San Cayetano, las trompetas del vecino cuartel, las tiendas encendiendo farolillos, los coches abandonando su puesto, y la oscuridad cayendo sobre la animación entrante. Mesonero establecerá aquí la división entre la noche y el día, pues para el espectáculo nocturno reservará un cuadro aparte; como hará más tarde Baroja, separará la prosa nocturna de la diurna. Entonces, el Madrid que intentaba dibujar (esa palabra es frecuentemente suya) acaba así: incompleto, fragmento o parte del todo. Nos encontramos ya con el Romanticismo, hacia el que Mesonero ha dado un salto a través de Madrid.

El otro gran periodista romántico, Mariano José de Larra, impregnará de emociones sutiles las calles de nuestra ciudad. Compartirá cafés con Mesonero, pero irá más lejos, otorgando a la alegoría su «modo moderno» en la comparación (que no es original) de la ciudad con un cementerio, planteada como pesadilla final (Lawrence 2005: 36-37). Se trata de su magnífico «El día de difuntos de 1836», en el que no me voy a detener por haber sido extensivamente explorado por la crítica, pero cuyos ecos, como veremos, se extenderán a escrituras sucesivas sobre Madrid.

 El paso siguiente lo da la primera parte de Fortunata y Jacinta (1887). Nos encontramos con una escena (Pérez Galdós 2002: 316-318) que no ha dejado de llamar la atención de la crítica[2]: el momento en que Jacinta, acompañada de Guillermina, se dirige impaciente a casa de Ido del Sagrario para ver al Pituso, el supuesto hijo de Juanito Santa Cruz y de Fortunata. Jacinta anda pensativa bajando la calle Toledo, y Galdós nos describe todo lo que conforma su camino. La mirada hacia el mercado que desfila ante ella tiene algo de cinematográfico e impresionista, como podemos ver en este fragmento:

 

Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. […] Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. […] Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos.

 

En medio de esta descripción, Galdós, usando su técnica favorita de estilo indirecto libre, permite que Jacinta preste un momento de atención a lo que la rodea: «¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo que tiene la religión de la sangre» (2002: 318). Pero, por lo demás, la mirada de Jacinta apenas repara en los objetos que pasan a su alrededor; sólo detiene su ensimismamiento la turba de chicos y madres que va encontrando a su paso. Los objetos se despojan así de importancia ante un urgente deseo de maternidad que la convierte en víctima. Para sus ojos anhelantes, las calles se llenan de madres y de niños, aunque no deja aquí de palparse la ironía galdosiana, que nace detrás de cada una de las reflexiones de sus protagonistas:

 

Pasmábase la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del porvenir no se les veía más que la cabeza por cima del hombro de su madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. (Pérez Galdós 2002: 318)

 

Días más tarde, Jacinta volverá a hacer el mismo recorrido con el falso Pituso, tras haberlo comprado al tío de Fortunata, José Izquierdo. Esta vez, además del Pituso la acompañan su criada Rafaela y la ínclita Guillermina. Jacinta ve las mismas cosas que desfilan por la calle Toledo: tiendas, personas, objetos; pero ahora se impregnan del contento y de la exuberante alegría que siente tras su misión:

 

En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría.  […] vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. (Pérez Galdós 2002: 395)

 

Jacinta ahora presta atención a las cosas que se venden, animada por la mirada avariciosa de su nuevo vástago adoptado, a quien compra dulces y juguetes. Y Galdós (2002: 395) muestra esa curiosidad interior, ese nuevo ensimismamiento desplazado ahora a los objetos; y lo hace desde el propio estilo:

 

Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores, los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significaba nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía: Turrón higiénico. Con que ya lo veía el público… El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era higiénico.

Quelo un pez…― gruñó el Pituso […]

 

Es decir, bajo la mirada de Jacinta, Madrid se despliega con detalle realista a través del genio de Pérez Galdós, pero al tiempo se intensifica la subjetivación que ya había legado Larra. Las formas y los colores adquieren distintas dimensiones según el estado de ánimo de los personajes. Y el propio estilo se configura guiado por las sensaciones interiores, describiendo sólo lo que percibe la protagonista de sus escenas.

La siguiente mirada que exploramos es la de Emilia Pardo Bazán en una de sus últimas obras, con estética ya modernista y que precisa de nuevas lecturas: La sirena negra (1908). La crítica se ha olvidado de señalar que el capítulo primero de esta novela está próximo al artículo de costumbres de Larra o Mesonero: próximo pero diferenciado. La variación consiste en que la primera persona que describe las calles de Madrid proviene de un ser cargado de sensorialidad morbosa, que se define como «meditativo sensual» (Pardo Bazán 1999: 405). Un hombre, Gaspar de Montenegro, que rumia sus pensamientos y se preocupa sólo de su propio gobierno, y no del resto de la humanidad. Un protagonista que se aparta de los otros porque se siente elitistamente distinto. Gaspar pasea por la Red de San Luis y el Caballero de Gracia, y luego sigue por la calle de Jacometrezo hasta que llega al Palacio Real y a la calle Arenal. En su camino, juzga y opina desdeñosamente sobre las personas, y, sobre todo, literaturiza.

 

Me alejé, sintiendo un escozor irritado, un enojo sordo. La noche no me ofrecía sino impresiones «de color sombrío», como las palabras leídas por el Dante sobre el dintel de la puerta del infierno. […]

Encogiéndome de hombros, sigo hacia mi casa ―sin prisa―. En la plazuela trabajan, a estas altas horas, obreros del alcantarillado y del Canal. […] Antes que dedicarse a tal labor, ¿no preferiría yo… otra cosa? (Pardo Bazán 1999: 407-408)

 

Las criaturas de la noche (serenos, obreros, borrachos, prostitutas) rodean al protagonista con perfiles semejantes a los de las novelas de Baroja, pero desde muy diversa percepción, desde la conciencia de superioridad del protagonista pardobaziano. Cansado por el insomnio, Gaspar considera las alcobas madrileñas como antesalas del sepulcro (eco del citado artículo de Larra, leit motiv constante en la escritura de Madrid) y se pregunta por la suspensión de la vida durante la noche, mientras deambula, «vago, transido y envarado de frío ya, de ese frío matinal, tórpido, que no es como el del anochecer, porque se complica con el agotamiento nervioso» (Pardo Bazán 1999: 409).

Guiado por el esteticismo religioso que seduce a tantos decadentistas, Gaspar se mete en una iglesia que encuentra calle Arenal delante. Allí se sienta y cede a un letargo repentino hasta que el sacristán le despierta, dejándole insatisfecho por la función fisiológica interrumpida (Pardo Bazán delata ahora las huellas del pasado naturalista). Entonces le entra un afán de reposo, la nostalgia de la muerte temporal y la sed de la nada. Se acuesta en su ancha, cómoda y lujosa cama, y duerme en un suspiro de bienestar: acaba el capítulo.

¿Qué ha sido entonces Madrid para este viandante del Modernismo, para esta escritora que no olvida del todo la marca naturalista? Pues ha constituido el desahogo de un espíritu obsesivo, y sobre sus calles (apenas dibujadas: aquí no hay detallismo) el alma de Gaspar se ha desmenuzado frente a las demás. La prosa narcisista aprovecha el paseo y los transeúntes para reflejarse, en ellos y contra ellos, como en un espejo.

Pasemos ahora a Pío Baroja y a su magnífica novela La Busca (1904), donde se nos recrean los bajos fondos de Madrid, marcados en sus nombres por las circunstancias políticas del momento, aspecto que interesa especialmente a nuestro escritor. Esto se ve en la presentación de esas dos zapaterías que son propiedad del señor Ignacio y de su rival. La primera se llamará «A la regeneración del calzado», y la segunda, «El león de la zapatería» (Baroja 1972: 62). Ambos letreros tendrían resonancia para los lectores de la época, que captarían los ideales burlados: el primer letrero, los de ese Regeneracionismo que busca levantar la cultura de España; el segundo, los del símbolo tan usado y a la vez, tras el Desastre del 98, denostado, el del león, empleado para referirse especialmente a Castilla (Sanmartín Bastida 2001).

Baroja dirige así una mirada ideológica hacia Madrid, de una manera cercana a la de Larra (homenajeado poco antes por el grupo noventayochista), aunque con un toque más distanciado, en el que está más presente el que el yo. Recojo, a modo de ejemplo, su explicación del letrero «A la regeneración del calzado»:

 

El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española, concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado. (Baroja 1972: 62)

 

El tono es, pues, pesimista, derrotista. Y la mirada es consciente del futuro lector, a quien adivina como historiógrafo: resulta interesante, en este sentido, que Baroja vea su obra como fuente de datos sociológicos, como pista de historia de las mentalidades. Y ahora su protagonista ya no es romántico ni sensiblemente morboso. Los pensamientos de Manuel son tan lógicos, naturales y poco idealistas (como pretende ser la prosa de Baroja, enemiga de los afeites), que dejan anonadado a su compañero de trabajo, el sentimental Karl (Baroja 1972: 186).

Manuel posee otra mirada, una mirada que expresa una nueva transición, no ya la del clasicismo al romanticismo —como en Mesonero, empujado por Madrid—, sino desde el impresionismo luminoso al expresionismo desesperanzado, desde el arte a la literatura. Y a eso también le incita Madrid. Por ejemplo, con la aparición de su amanecer, tan impresionista en brillos y matices, bellamente descrito por Baroja (1972: 210):

 

Madrid, plano, blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la noche con sus tejados […]. Clareaba más el cielo, azuleando poco a poco. Se destacaban ya de un modo preciso las casas nuevas, blancas; las medianerías altas de ladrillo, agujereadas por ventanucos simétricos; los tejados, los esquinazos, las balaustradas, las torres rojas, recién construidas, los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc.

Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de los ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve.

 

De aquí saltamos al final de la novela, cuando Manuel, perdidas las esperanzas amorosas y más escéptico si cabe, da paso al Madrid último, expresionista, poblado ya de grotescas sombras alargadas y sórdidas, en esa transición de la noche al día abarcada también por Pardo Bazán:

 

Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros… (Baroja 1972: 297)

 

Madrid, de nuevo, transforma las miradas de un escritor.

Finalmente llegamos a Ramón Gómez de la Serna, quien nos enseña la última metamorfosis del centro de la urbe que quiero abordar en este artículo. Creo que las palabras clave para el entendimiento de su obra El Rastro (1914) se encuentran en el prólogo a la segunda edición, del año 1931: «El mundo me anonadó en plena adolescencia desde el fondo del Rastro porque atisbaba yo que la épica era un fracaso de chatarras» (1973: 23). Efectivamente, en este libro Madrid se transmuta por la subjetivación del objeto, que se hace protagonista marginador de lo humano. Adelantándose a la estética deshumanizada de Ortega, a la escritura primera de Dalí o al Lorca de los Poemas en Prosa, Gómez de la Serna propone desde el prólogo una narrativa que sustituya el sujeto por el objeto: la estética de la desmitificación de las grandes narrativas, el arte de lo lúdico y cosificado. Y es este estilo vanguardista el que dibujará el último Madrid, el de la plena Modernidad. Ahora el Rastro será visto como montón de ruinas, de ésas que también observó, como constitutivas de la historia, aquel famoso ángel desencajado de Walter Benjamin (1971: 82), inspirado en un dibujo (asimismo de la época) de Paul Klee.

 

Las ruinas del Rastro […] disgregadas, abandonadas a su soledad y su última conciencia, entran en razón, se llenan de sencillez, y como la sencillez es comparable con todo, resulta que con la cultura del pequeño espacio corrigen las ideas extensas y soporíferas y vacuas de las grandes imágenes, esas grandes imágenes que relajan el espíritu dándole la enfermedad tremenda de las dilataciones, «la dilatación del dolor», «la dilatación de la ansiedad», «la dilatación de la idea humana del tiempo convertida en inhumana y traspasadora de dolores agudos y largos», etc., etc. Las ruinas del Rastro muestran pegadas, enjutas, inculcadas a sus añicos, las ideas más inauditas y curativas, resultando así en su pequeñez, como restos mayores, pedazos de catedral, pedazos de trascendencia incalculable ante los que se adquiere la seguridad de que entre esas piedrecitas menudas está la piedra filosofal, vulgar piedra de la calle. (Gómez de la Serna 1973: 29)

 

En el fondo, Gómez de la Serna desconfía del hombre, y se lamenta de quien, en sus palabras, «padece de estupor ante lo imposible que es de creer ninguna doctrina» (1973: 34). Los habitantes o indígenas de los barrios del Rastro son así presentados como miserables, exentos del pintoresquismo de Mesonero o de la denuncia de Baroja: se trata, por el contrario, de la mirada del elitismo esteticista heredado del Modernismo. Estos hombres serán comparados por su gesto, «raro, duro, chato, torcido, avieso, aristado, impasible y frío», con estatuas de piedras de los jardines, tratadas con inclemencia por el tiempo (1973: 44). Y los niños, idealizados y humanizados antes por Jacinta, son considerados por don Ramón como «larvas nacidas de estos restos sucios»:

 

El Rastro está cuajado de niños, como las aguas sucias y estancadas están cuajadas de ranas y renacuajos. […] Se les ve entre este montón de cosas demasiado desimpresionada y escuetamente. […] Resultan vivos parricidios cometidos por sus padres […] (1973: 46)

 

A partir de un epígrafe del libro, «Montón de cosas», el autor pasa a describir y enumerar —el placer del recuento arbitrario, que reclamaría Dalí en su Poema de las cositas, reproducido en Sanmartín Bastida (2004: 101)— variadísimos objetos, desde monedas antiguas a cascos de botella, todas las ruinas en venta. La deshumanización convierte al Madrid de la arquitectura de Mesonero, de los burgueses ensimismados de Galdós, del cielo encapotado de Baroja o de la morbosa sensorialidad de Pardo Bazán, en un Madrid de los objetos, cosificado. Pero también es verdad que en ocasiones se acercan Baroja y Gómez de la Serna en su escritura de Madrid, como cuando uno y otro introducen al lector en interiores de las casas, sea la de huéspedes (Baroja 1972: 15-16), sea la del chamarilero (Gómez de la Serna 1973: 95-97), todas sórdidas. El chamarilero del Rastro convive con detritus de las cosas y vocifera (Gómez de la Serna 1973: 97 y 229-230), como hacían los individualizados Custodio y Tabuenca de Baroja (1972: 131). Los autores-relatores disfrutan con ese poder de lo escatológico y de lo gutural.

Pero, frente al Manuel de La Busca que se mezclaba con los mendigos, Gómez de la Serna se distancia en la descripción de estos, casi objetos de entretenimiento (1973: 178-182). No le interesan sus sentimientos, y sí en cambio los de las máquinas: «¿Qué hacían estas máquinas del Rastro? ¿Qué pensaban? ¿Qué medían? ¿Qué transmitían? ¿Qué dirigían?...». Y es que las máquinas lucen «una extraña categoría, un solitario y secreto poder. Impresionan, preocupan, intrigan» (1973: 211 y 210). A don Ramón le fascina sobre todo su falta de utilidad.

El expresionismo, como en Baroja, también se deja sentir en Gómez de la Serna, y los que duermen la siesta se llaman cadáveres de la vida, cadáveres en la plenitud de su existencia, en sus palabras (1973: 113). Y así, de nuevo se muestra el eco repetido de Larra, la gran inspiración en la escritura sobre Madrid, a quien parafrasea e imita don Ramón en esos fragmentos encabezados por números romanos en que el autor se mete de protagonista, como dandy cansado y aburrido: «¿Es el Rastro el que está en Madrid, o Madrid en el Rastro?» (1973: 259). Su relación metaliteraria con el libro acabado, en los últimos párrafos, nos retrotrae una vez más a la de Larra con sus artículos.

Así pues, el Madrid literario evoluciona del Romanticismo al Vanguardismo, pasando por el Realismo-Naturalismo y el Modernismo; y lo hace focalizando claroscuros e imágenes de su centro, desde el día a la noche. Hemos visto a Mesonero saltar a un estilo nuevo a través del desorden arquitectónico madrileño (fácilmente perceptible, por cierto, desde cualquier céntrica azotea); a Galdós, mirar dos veces, por el distinto ánimo de la protagonista, la misma escena de la calle Toledo, detallada con minucioso pincel realista. A Larra lo recordamos rápidamente alegorizando desde su instinto de muerte; y a Pardo Bazán, desgranando los sentidos a partir de la conciencia bamboleante del yo, que inicia la visión nocturna y decadente de Madrid. Sobre ella se detiene Pío Baroja, mucho menos sentimental, con protagonista descreído y cielos que pasan del impresionismo al expresionismo (descenso y oscuridad de los pinceles, oscurecer frente a amanecer). Finalmente, Gómez de la Serna acaba cosificando nuestra ciudad, sumiéndola en lo moderno de la enumeración deshumanizada: el Rastro hecho juego de palabras y la conciencia objetivada.

Este adentrarse ha sido, pues, circular: de los tipos a la individualización y, desde ésta, vuelta al tipificado ramoniano; de la objetivación costumbrista a la subjetivación modernista, y de nuevo a la objetivación de la Vanguardia. Con tales transformaciones, objetos y niños cambian de valoración, ensimisman de distinta forma: Jacinta amará los objetos a través de los niños, y don Ramón rechazará a estos en favor de aquellos. ¿Provocó este movimiento Madrid o fue cosa de los autores? De todo un poco. Lo que está claro es que Madrid, pese a todo, y sobre todo, es una ciudad que literariamente permanece. Y los rasgos que he descrito en este trabajo conforman el sustrato de su Modernidad.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] El presente trabajo es una adaptación de la ponencia que ofrecí en el congreso multidisciplinar Madrid y la Modernidad, Universidad de Harvard, 4-5 de mayo de 2007.

[2] En un par de ocasiones, Rubio Cremades se ha detenido en esta escena, que sitúa en paralelo con el artículo «La calle de Toledo», de Mesonero Romanos (1993: 219, n. 166). Rubio Cremades (1989) advierte la influencia del ánimo del personaje literario sobre la visión de esta calle.