Sigüenza, el amigo de Miró.

Uso público y ficticio de la vida privada

 

Guillermo Laín Corona

(glaincorona@gmail.com)

universidad de málaga y university college london

 

 

Resumen

En las obras (Del vivir, Libro de Sigüenza y Años y leguas) de Miró cuyo protagonista es Sigüenza, la realidad y los hechos biográficos del autor están sometidos, por imperativo de la estética del decir sugiriendo y de la autonomía del arte, a la ficción y a la ocultación de la propia intimidad. Tras asumir las experiencias vitales de Miró, Sigüenza, autopresentado como amigo del autor, recorre su propio camino.

 

Abstract

There are three works of Miró whose main character is Sigüenza: Del vivir, Libro de Sigüenza and Años y leguas. Reality and the author’s biography are subject to fiction and the concealment of one’s privacy through the aesthetic imperative of suggestion and autonomy of art. After assuming Miró’s life experiences, Sigüenza introduces himself as the author’s friend, but follows a separate path of his own.

 

Palabras clave

Gabriel Miró

Trilogía de Sigüenza

El humo dormido

Novela española del siglo XX

Periodismo y literatura

Autobiografía ficticia

 

 

 

 

 

 

Key words

Gabriel Miró

The trilogy of Sigüenza

El humo dormido

20th century Spanish novel

Journalism and literature

Fictional biography

 

  

 

AnMal Electrónica 23 (2007)

ISSN 1697-4239

 

 

La narrativa mironiana presenta a menudo personajes que contemplan el mundo, meditan sobre él y, muy subjetivamente, lo expresan, prestando especial atención al lenguaje empleado. Los temas que se suceden en esta contemplación se repiten en la obra de Miró, y están dentro de los tópicos románticos: melancolía, paisaje, idealización del mundo, amor… Los personajes, incomprendidos en sociedad, son tremendamente sensibles, acaso demasiado bondadosos. De la biografía de Miró se suele destacar su «bondad afectuosa, limpia, la sencillez cordial del verdadero amigo» (Nora 1973: 431), así como la «exquisita sensibilidad» de quien fue «sensible, sensible, sensible a todo, y expresivo como nadie, más que nadie» (Guillén 1972: 178). Parece, pues, verosímil que comentarios como estos hayan hecho pensar a los críticos que detrás de los personajes y temas de Miró siempre se esconde él mismo; que Miró escribe y planea sus novelas como alarde —en el sentido etimológico de ‘mostrar’— de su bondad y sensibilidad. Los temas que Miró constantemente trata serían extensiones de sí mismo. Toda su obra, a la luz de la tradición heredada desde el Romanticismo, un inmenso poema lírico de su yo. Además, una inmensa autobiografía o, al menos, un retrato de su persona.

Caso particular es Sigüenza, el personaje que mejor representaría esa forma de ser de Miró; a través de él, Miró está en su propia literatura. De modo que la visión lírica mironiana puede ser entendida como sigüencismo por Ramos (1970: 41):

 

El sigüencismo es una profunda proyección estético-afectiva hacia el ser, dinámica, que comienza y acaba en Miró, y que reside en una personalísima mirada y forma expresiva de la realidad objetiva, de su emoción y de su espíritu. Es una a modo de unión hipostática por vía de amor entre el hombre y la tierra.

 

Para Ramos, el sigüencismo trasciende al propio Sigüenza porque es Miró o, por mejor decir, su peculiar sensibilidad. Lo llama sigüencismo porque es Sigüenza el personaje que, al parecer, mejor representa esa sensibilidad, es el mejor Miró creado por Miró. El sigüencismo, pues, no sólo se halla en las obras del ciclo de Sigüenza, sino en toda la obra mironiana, porque representa la esencia mironiana por excelencia. Este sigüencismo, además, «comienza y acaba en Miró», es decir, es una suerte de autobiografía o autorretrato de Miró. ¿Por qué no llamarlo entonces mironianismo? Llámese como se quiera, la conclusión es la misma: la sensibilidad de Miró estaría detrás de todos y cada uno de sus personajes, hasta en el rincón más escondido de su obra.

No sólo estaría presente su sensibilidad, esto es —y por establecer la analogía con el Dios romántico—, Miró no sólo figuraría en espíritu, sino también en carne. La crítica se ha empeñado en resaltar todos aquellos aspectos de la obra mironiana directamente tomados de la propia vida de Miró y sus circunstancias: que Oleza (Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso) es la Orihuela donde Miró estudió de niño en un colegio de los jesuitas; que Serosca (El abuelo del rey) es Alcoy; que la segunda parte de Niño y grande evoca la breve estancia de Miró en la Mancha; que en El humo dormido Nuño el Viejo es, tal vez, un querido criado del autor; que el paisaje mironiano es siempre el de Levante, que tan bien conocía… Respecto a Sigüenza, en Del vivir se proyecta el viaje que el propio Miró hizo con su amigo Óscar Esplá a Parcent; que el colegio de «El señor Cuenca y su sucesor» del Libro de Sigüenza es el mismo que el de Miró, y que, entre otros muchos aspectos, las oposiciones a judicatura que Sigüenza suspende son las mismas que suspendió Miró.

Ahora bien, ¿está Miró realmente detrás —en espíritu, en carne de sus criaturas de ficción? Sin duda, porque no puede ser de otro modo, Miró presta parte de sí mismo a sus personajes, y sus temas son en gran medida fruto de su propia forma de entender el mundo. Además, Miró aspiraba a conocer muy de cerca las cosas para poder escribir de ellas: «Yo necesito ver las cosas antes de escribirlas; necesito levantarlas, tocarlas» (cfr. Gil-Albert 1931: 38), y ¿sobre qué pudo saber el autor más que sobre su propia vida? Sobre todo, su infancia, porque para Miró «no hay artista que no dependa de su infancia» (1982: 114). Pero valerse de su propia vida para su literatura no significa que la plasme tal cual. Cabe la posibilidad de que la use como herramienta de trabajo. Miró basa su obra en su propia experiencia vital, pero sometiéndola a un proceso de ficcionalización por el cual tales experiencias adquieren una función literaria que nos impide justificar la lectura lírico-autobiográfica de la obra de Miró.

La autobiografía está fuera del horizonte literario de Miró: «No tengo biografía gracias a Dios y a mí mismo» (cfr. Guerrero 1942: 219). Es que contar, sin tapujos, su propia vida, atentaba contra su aspiración de «decir las cosas por insinuación» (Miró 1932: x). Para hablar de sí mismo, Miró seguramente prefería una forma desviada, que no le mostrara abiertamente ante el lector. Seguramente, quería dar a conocer su vida a través de un balcón entreabierto (insinuación) que respetara la intimidad de la casa, como en este pasaje del Libro de Sigüenza (Miró 1969: 654) donde mostrar del todo es considerado como vulgar (mal arte):

 

Hay un balcón entreabierto. Un balcón abierto del todo quizá fuese de una llaneza demasiado vulgar o de un ansia desdichada de oreo, como si hubiera habido un cadáver en la estancia. Por fortuna, aquel balcón estaba entreabierto. No se menoscababa la acendrada y discreta intimidad de la casa y de la calle. Sigüenza sólo puede ver un apagado oro de los artesanos, los graciosos pliegues de un terciopelo, la silueta de una consola y un búcaro con unas rosas de la víspera que ya languidecen y van entregando todo el olor de su vida.

 

De este balcón entreabierto lo que se percibe es la belleza (oros, terciopelo, rosas), no la intimidad. Para decirlo con otras palabras, se perciben sólo aquellos aspectos que participan de una dimensión estética. Imagen semejante aparece en El humo dormido, en un pasaje en el que se dice apreciar mejor la belleza de la música a través de una ventana entreabierta:

 

Había que esperar el varano que entreabre las salas más viejas y escondidas; así se escucha y se recoge su intimidad mejor que con las puertas abiertas del todo; abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos en el trasfondo del conjunto (Miró 1969: 665).

 

Miró, pues, incluye su vida no por mostrar su intimidad, por contar su autobiografía, sino para usarla en beneficio del arte. La vida entreabierta (ocultando lo íntimo) al servicio de la obra literaria. Porque para Miró la realidad (y ésta incluye su propia vida), «con todas sus exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética» (1982: 105). Así que la realidad ha de estar sometida a la estética, más aún, a la ficción, porque, siendo la realidad «insípida, vulgar, oscura, anti-artística», «¿Qué puede cantar hoy el poeta bellamente, sin el recurso de la ficción, de la mentira?» (1982: 153). Hay, pues, en Miró una expresa voluntad de manipular artísticamente la realidad. Al analizar con extrema profundidad hasta qué punto Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso hunden sus raíces en referentes reales de Orihuela y de la vida de Miró, lo notó Coope (1984: 13):

 

I am certain that Miró never intended the background of the Oleza novels to be investigated as I have done. I do not think he had the least interest in replying to the question of who the leprous bishop really was. The Oleza novels were not written as romans à clef but as literary creations. They are not autobiographical although Miró’s presence is sometimes felt...

 

En Oleza, la realidad se pierde sometida a una gran novela con una elaboradísima estructura en la que cada aspecto cumple una función novelística, no autobiográfica. Sin lugar a dudas, se puede rastrear la realidad de Oleza-Orihuela; pero no es éste el objetivo que Miró se propuso, porque él no era un mero paisajista o retratista de costumbres, sino un gran novelista, y como tal los lugares descritos se incluyen con un propósito. Y este propósito les hace perder su carácter autobiográfico o costumbrista.

Pablo, el niño que en El obispo leproso va al colegio de los jesuitas, debe a la infancia de Miró muchas de sus vivencias, en especial las de aquel colegio. Miró lo retrata en la novela, con su atmósfera y sus formas de vida, que él conocía por haber vivido la experiencia personalmente. Y sabe cómo ésta afecta a un niño inocente: los sentimientos de Pablo pueden ser, en gran medida, los que sintiera Miró. Así, Pablo, en su relación con el colegio de jesuitas, queda perfectamente caracterizado en la novela, conocemos sus temores y sus inquietudes, y la causa de los mismos, porque Miró nos ha descrito —con la exactitud que da la experiencia propia— el colegio que motiva tales miedos. Pablo, como todo personaje de la novela moderna desde el Lazarillo y el Quijote, es una psicología que se moldea y evoluciona de acuerdo con las circunstancias que le rodean, en este caso las del colegio. Es un personaje pleno, con autonomía novelística, también porque Miró le ha prestado su experiencia personal. Miró usa su vida para dar vida a otros personajes; pero una vez que adquieren realidad propia, la autobiografía se ficcionaliza, pasando a formar parte de la vida —ficticia— de sus personajes. Miró, pues, está poniendo en práctica las técnicas de la novela naturalista con la que Márquez Villanueva (1990) lo ha relacionado, sometiendo a sus personajes a diferentes contextos sociales; Miró, sin embargo, hace que tales contextos y las consecuencias que se derivan en sus personajes sean en gran medida los de su propia vida.

Lo mismo hace con Sigüenza, si entendemos que «Sigüenza no es Miró, sino el personaje que éste crea para protagonizar su libro», un personaje que «llevando a su plenitud el estatuto de exclusividad en la creación de un personaje literario puro», recibe «la mínima denominación —mediante una especie de topónimo— para construir la presencia de alguien de quien no sabemos prácticamente nada» (Lozano Marco 2005: 499 y 495). En Del vivir, Sigüenza es un personaje sin historia, que poco a poco irá adquiriendo en Libro de Sigüenza y Años y leguas, obras que presentan más datos de su vida y de su evolución psicológica: «Lo que ve y lo que dice [Sigüenza] corresponde a estímulos momentáneos, sin continuidad argumental. De ahí la carencia de importancia en el orden cronológico de los materiales usados, casi todos pertenecientes al marco vital del propio Miró» (Rubia Barcia 1979: 42). Miró presta a Sigüenza sus experiencias vitales para que reaccione como persona (marco vital), del mismo modo que hace con Pablo y sus otros personajes. Así, «Sigüenza no es suma de Gabriel Miró, sino presencia parcial» (López Landeira 1983: 262).

Una vez que asume las experiencias vitales de Miró, Sigüenza recorre su propio camino. Por más que compartan una peculiar sensibilidad y algunas experiencias vitales, creador y personaje son don entidades diferentes, hasta el punto de que, al estilo de Unamuno, Sigüenza (personaje) habla, o al menos se refiere, a Miró (autor), al que llama amigo en Libro de Sigüenza: «Es verdad; todo lo sé; todo lo sé a costa de un amigo. Es uno de esos hombres que nos socarran porque algunas veces nos adivinan los pensamientos» (1969: 656). Este amigo es Miró, porque Sigüenza lo describe como al narrador omnisciente, aquel que adivina sus pensamientos y que conoce todo. Sigüenza, al saberse resultado de tal amigo, está reconociendo su naturaleza ficticia: «Diódoro el dialéctico murió súbitamente de la vergüenza de no haber hallado una frase ingeniosa contra su enemigo. Yo, por eso, no moriré, gracias a Dios» (Miró 1969: 656). No lo dice abiertamente, claro, sólo lo insinúa, pero no queda duda alguna: Sigüenza no morirá porque, siendo Miró su narrador, siempre le encontrará éste alguna frase ingeniosa.

Sigüenza, tan distinto de Miró, llega incluso a no estar de acuerdo con la estética de su creador. Miró es autor muy cervantino, en especial por el uso de la ironía: «Cervantes le ha fortalecido aquel poder —sin duda innato— de confrontar en amistoso cotejo dos zonas que a la vez se exaltan y rebajan con simpatía y crítica» (Guillén 1972: 174). Pero Sigüenza, sin embargo, en el mismo pasaje en que se refiere a su amigo, espera que sus palabras no se tomen «por ironías». La ironía pensada muy de antemano, la ironía como pragmática de conducta, de arte y de diálogo, es casi una farsa, una chocarrería contrahecha de ingeniosidad» (Miró 1969: 657). Otro dato confirma la diferente naturaleza de Sigüenza y Miró. Frente a la imagen tradicionalmente acuñada de autor de «tempo detenido» (Baquero Goyanes 1974), de estampas congeladas sin trabazón cronológica, Miró no rechaza el tiempo, sólo lo oculta o lo representa elípticamente (Miller 1975); de hecho, está muy preocupado por la cronología de sus narraciones. El espléndido estudio del tiempo en las novelas de Oleza realizado por Coope (1984) destaca los diferentes modos que tiene Miró de señalar el paso del tiempo, su significado simbólico, etc., y Cardona (1982) rastrea la cronología interna y externa de Nuestro Padre San Daniel. Por el contrario, Sigüenza no está, frente a su amigo (Miró), preocupado por el tiempo:

 

Tiene ese amigo mío una felicidad irresistible para los que no pueden ser particioneros: la del la exactitud del tiempo. Si un reloj oficial tañe horas, consulta el suyo, y si la hora que trae es la misma de las campanadas, su gozo llega a ostentar una sonrisa de acusación contra mí. Le he visto acercarse con avidez a las vidrieras de los obradores de relojes para consultar el cronómetro coronado por el rótulo que dice: «Hora exacta». Delante de ese cristal, frío y austero como la frente del Kempis, tomaba su reloj y lo acariciaba, y parecía que le instase a seguir las enseñanzas del tiempo sabiamente medido. Comunicándosele la hora exacta sentíase poseído de todas las exactitudes biológicas y éticas. Tuve el prurito de esa posesión, y con el fervor honrado del que copia la virtud sin remedar al virtuoso, cotejé mi hora con la del cronómetro y la acomodé a la suya. Pero no todos hemos nacido con la misma capacidad de disciplina para las perfecciones. Ya era yo dueño, como él, de la hora exacta. ¿Qué haría yo con ella? ¿Para qué la quería? Cuanto pensase y acometiese se hallaba bajo los rigores de la hora exacta. Comencé a vivir con una pesadumbre, con un agobio del tiempo implacable […]; hasta que se paró mi reloj, y torné al cauce del tiempo que corría según mi sangre (Miró 1969: 657).

 

Sigüenza, pues, critica ese gusto de su narrador —Miró— por el tiempo. Y lo critica de un modo muy cervantino. Sigüenza, como en el Quijote, hace metaliteratura, hasta el punto de que remite a otras obras del mismo autor, al menos por referencias indirectas: un reloj y Kempis, ambos citados en el pasaje anterior, así como en otra novela de Miró, El abuelo del rey, de 1912 y publicada en 1915: el pasaje citado del Libro de Sigüenza (1917), pertenece al capítulo «Simulaciones (Llegada a Madrid)», incluido sólo a partir de la edición de 1936. Sigüenza, en cierto sentido, está comparando a su amigo con don Arcadio, que es precisamente el abuelo del rey. Éste y el amigo de Sigüenza son polos opuestos: mientras tal amigo está tremendamente preocupado por el tiempo, don Arcadio lo ama solamente detenido en un reloj que no anda, sino que «señala las horas que han pasado, y hace meditar más; es el Kempis de los relojes» (Miró 1969: 531). No me he detenido en este aspecto por capricho. Esta reflexión metaliteraria, autocrítica, en boca de Sigüenza, permite ver cómo funciona este personaje. Sigüenza, personaje de ficción, distinto de Miró, es de quien Miró se vale para ejercer la función de crítico. Crítico, en primer lugar, y como se evidencia en el pasaje leído, de Miró mismo —el amigo—. Más adelante reflexiona Sigüenza sobre la posibilidad de desdoblarse:

 

Cuando se nos promete la adivinación de nuestra graduada humanidad nos apercibimos para una réplica en el enjuiciamiento de nosotros mismos, a veces de más rigor que el ajeno, pero rigor del que se derive siquiera el elogio de nuestra capacidad de crítico de nosotros mismo. Entonces nos desdoblamos en crítico y criticado (Miró 1969: 657).

 

Podemos entender que Sigüenza, en este desdoblamiento, es el crítico, mientras que Miró es el criticado. Sigüenza es, pues, el crítico de Miró, pero también, y más en general, el crítico que juzga el mundo. Miró ha creado a Sigüenza para reflexionar sobre el mundo. Rubia Barcia propone que Miró tomó el nombre de Sigüenza de la estatua de don Martín Vázquez de Arce, el doncel de Sigüenza, que representaría, mejor aún que el Pensador de Rodin o el Pensieroso de Miguel Ángel, al verdadero pensador del mundo (Rubia Barcia 1979: 37-39). Más allá de la discutible opinión sobre cuál de estas obras de arte es mejor, o de si efectivamente Miró tomó el nombre de la escultura propuesta, creo que Barcia acierta al considerar a Sigüenza como un pensador o como el pensador. Porque Sigüenza es el personaje mironiano de pensamiento; es el filtro artístico, literario, estético, a través del cual Miró nos ofrece sus meditaciones sobre el mundo. Sigüenza es el personaje que «creyóse invitado a meditar» (Miró 1969: 1114).

Opinar sobre la realidad circundante, inmediata, y hacerlo con palabras, puede ser considerado como un fin utilitario. Miró nunca podría haber hecho esto. Miró se sabe artista, y artista significa no estar sujeto a responsabilidad alguna, porque el arte es autónomo. En un manuscrito inédito, Miró escribe:

 

Se puede ser abogado para algo que convenga o halague. Pero no se es artista para nada, ni siquiera para echarse por los mundos a ver cómo viven ni cómo se refocilan los demás. Se es artista porque se es. Un padre carmelita leyó un libro mío; y me dijo: «¿Qué se ha propuesto usted demostrar al escribirlo?» Yo no me había propuesto nada… «Piense en la responsabilidad que usted tiene.» Lo pensé; y no sentí ninguna; ni siquiera la de escribir mejor o peor (cfr. King 1983: 208).

 

Ejercer, por así decir, la profesión de la opinión, a la manera de un periodista, sería poner su pluma al servicio «de algo que convenga». Sería antiartístico, porque «tener [el arte] como profesión es casi envilecerlo» (Ramos 1970: 50). Pero Miró no se mantuvo al margen de la opinión pública. Frente a la visión tradicional de un Miró no comprometido, únicamente preocupado por el estilo y la depuración del lenguaje, el novelista fue afín al espíritu del 98 y su preocupación por los problemas de España:

 

Cualquier estudio detenido mostrará las inquietudes de Miró, su crítica de ciertas instituciones, del espíritu estrecho que se opone al progreso, de la tradición mal entendida, de la vida encerrada que crea odios y bajas pasiones, de la falta de horizontes abiertos. En una palabra, revelará lo que Laín llama «amor amargo», el amor amargo de Miró por España. Es decir, situaría al escritor al lado de los escritores del 98… (Ontañón de Lope 1979: 56).

 

  Al combinar su aspiración estética con su preocupación por España, Miró se encuentra con un dilema (función crítica del arte / arte autónomo) que resuelve expresando sus impresiones estéticamente, esto es, vaciando su opinión de su funcionalidad crítica directa. Miró se vale de dos recursos —basados en la ficción— para estilizar o literaturizar su opinión crítica. Uno la novelización: la dimensión crítica se estiliza en tanto se diluye dentro de una estructura novelística, y así la ciudad levítica no sólo cuestiona la sociedad estancada en prejuicios conservadores, sino que es el motivo estructurante de las novelas de Oleza y de El abuelo del rey.

Otro recurso es Sigüenza. Por un lado, lo crítico se estiliza al hacer de Sigüenza no una inteligencia, sino una sensibilidad, esto es, al hacer de sus opiniones no una reflexión sistemática, racional, sino plenamente subjetiva, como la voz del ensayo literario: «Cuando Benjamín Jarnés intentó definir a Sigüenza, diciendo: “Es una inteligencia puesta entre el mundo y el lector”, le corrigió Gabriel Miró con estas palabras: “No; una sensibilidad”» (Ramos 1970: 41). Por otra parte, como personaje de ficción, según hemos visto, sus opiniones participan de cierto grado de ficcionalización, máxime habida cuenta de que Sigüenza y su pensar se enmarcan en una estructura más o menos narrativa. En principio, las obras que protagoniza Sigüenza son las que más difícilmente pueden relacionarse con la novela, excepto, tal vez, Del vivir. Para López Landeira, la estética de estas obras está integrada por elementos constitutivos de «la novela de personaje, el romance (narración introvertida y personal), la autobiografía (narración introvertida e intelectual) y la confesión (trazado espiritual)» (1983: 259).

El argumento más habitualmente esgrimido para no considerar la trilogía de Sigüenza como novelístico es que se trata de un conjunto de obras cuyas partes apenas se relacionan entre sí de manera narrativa, siendo más bien una sucesión de pasajes que únicamente comparten un personaje común. Pero en Del vivir la relación entre sus partes es mucho más estrecha, y en los otros dos libros prácticamente todas, independientemente considerada cada una, poseen estructura narrativa propia, más o menos fuerte. No son meros artículos, sino historias en las que se intercalan opiniones y críticas. Tomemos por caso la sección de Libro de Sigüenza «Pastorcitos rotos», publicado por primera vez en el Diario de Barcelona, el 24 de diciembre de 1911, con motivo de la Nochebuena. Para reflexionar sobre el tema principal, que se resume en el último párrafo, «Ahora estamos solos nosotros con los pastorcitos viejos, que son nuestro ayer, y los pastorcitos nuevos, que serán mañana los rotos para nuestros hijos…» (Miró 1969: 607), el autor no se vale de una sucesión de pensamientos, más o menos líricos o argumentativos, sino que decide contarnos una historia, con planteamiento (descripción del viejo portal de Belén), nudo (intento de restaurar las figuritas, demanda de los niños de otras nuevas) y desenlace (el nuevo Belén entristece a los padres, y se suscita la reflexión final). Se trata de relatos o, si se quiere, de pseudorrelatos, y algunos incluso, a juicio de Altisent (1988), verdaderos cuentos.

La estructura más o menos narrativa de estos capítulos de las obras de Sigüenza, así como la naturaleza ficticia y la sensibilidad de este personaje, permiten estilizar la dimensión crítica de estas obras, pero no la suprimen. No en vano, estos libros están próximos al periodismo y sus textos dan cuenta de la actualidad en una gran variedad de temas. Los libros de Sigüenza se adscriben al periodismo incluso en su formato: Del vivir se adscribe a la novela-reportaje del naturalismo (Márquez Villanueva 1990); el Libro de Sigüenza nunca fue concebido como una obra orgánica, sino que es una compilación de artículos publicados previamente en Prensa; Años y leguas, si bien fue escrito como un todo unitario, contiene muchos capítulos que «salieron a la luz, antes de aparecer en volumen, en diarios como La Nación, de Buenos Aires, y El Sol, de Madrid, a partir del cuatro de febrero de 1923» (López Landeira 1972: 114).

Muchos aspectos tratados por Sigüenza son demasiado íntimos por pertenecer a ámbitos de interés particular, e incluso a los temas siempre presentes en la literatura mironiana. Tales aspectos han sido los más a menudo estudiados por la crítica, quizá por ser los más próximos a la visión tradicional del Miró lírico: el paisaje, el amor —y la falta de amor—, las tierras de Levante, la crueldad animal, la angustia ante el paso del tiempo… (Ontañón 1977). Otros temas, en cambio, fueron de alto interés social y de gran actualidad. Del vivir, aparte de ser la novela de la falta de amor, llama también la atención sobre la epidemia de lepra de Parcent y alrededores. Libro de Sigüenza, muchos de cuyos artículos fueron previamente publicados en la Prensa, tiene un interés social presente desde la titulación de los apartados: «El señor de Escalona (Justicia)», publicado por primera vez en el Diario de Barcelona (1-2-1913) como «Sigüenza, opositor», y «El señor Cuenca y su sucesor (Enseñanza)», procedente de Los Lunes de El Imparcial (25-11-1911), critican respectivamente el sistema de oposiciones y el educativo. Incluso «Días y gentes. Origen del turrón» («Origen del turrón», La Vanguardia de Barcelona, 25-12-1913), así como el ya citado «Pastorcitos rotos», sin poseer una dimensión crítica social, sí fueron escritos, como cualquier artículo de actualidad periodística, para un momento concreto, la Navidad, y para satisfacer la curiosidad (interés social) del lector sobre el turrón. En Años y leguas, paralela a su crítica al turismo masivo, está la preocupación por la urbanización masiva del campo, anticipatoria de la fiebre actual:

 

Porque el paisaje tiene, a veces, el olor de Madrid, de Alicante, de todas las ciudades, el mismo rastro de bullanga y prisa. […] Los campos van trocándose en afueras. Los cables de una central eléctrica traspasan el cielo de un olivar de plata. En un confín suben las antenas de una estación radiotelegráfica. Sirven de vallado de una josa en flor los anuncios de una marca de conservas, de abonos químicos, de academias preparatorias, con la dirección de la calle y el número del teléfono (Miró 1969: 1121).

 

Sigüenza relaciona este tema con otro de no menor actualidad, perteneciente a la tan activa vida literaria de su tiempo: la vanguardia. Sigüenza, a su pesar, descubre un valor estético en este nuevo paisaje urbano en virtud de la mirada de los nuevos paisajistas, que sin duda son los autores de vanguardia, si no directamente los futuristas: «Los nuevos paisajistas inician la acomodación de las presencias urbanas a su lírica. Y las antenas radiotelegráficas, las chimeneas industriales adquieren para sus ojos una dulzura de vigilancia civilizadora en los desamparos de la llanura, con exactitudes y categorías de imágenes literarias» (Miró 1969: 1121).

Pero si ni los personajes de Miró, ni tan siquiera Sigüenza, representan verdaderas autobiografías del autor, tampoco los libros de Sigüenza son verdaderas piezas de periodismo. En todo caso lo son a la manera de cierto periodismo literario, aquel de columnistas que diaria o semanalmente presentan sus opiniones sobre la actualidad, mezclándolas con recuerdos personales, comentarios irónicos, descripciones líricas o ciertas formas de relato. Es el caso de Maruja Torres en El País Semanal: habla en primera persona, pero después de tantos años y en tal modo, el lector no sabe si lo que cuenta es su propia vida o si Torres ha creado una suerte de personaje de sí misma, frívolo, tan ficticio o tergiversado, tal vez, como la caricatura que de ella se adjunta a cada artículo. O el caso de Francisco Umbral, en su columna diaria de El Mundo, ejemplo más acorde con la escritura mironiana, de la que el tono lírico que a veces emplea bien pudiera ser deudor.

¿En qué medida Sigüenza, más o menos directamente, ha anticipado este tipo de periodismo? Porque, como la Maruja Torres de la caricatura respecto de la Maruja Torres real, Sigüenza constituye la imagen pública de Miró. Pública porque es el recurso con que valora los temas de interés público, pero también porque es la imagen que se distribuye de Miró en la Prensa. Imagen pública, pero también, como ya hemos visto, ficticia. Y es que Miró era, por un lado, un hombre demasiado reservado como para exponerse directamente al público; por otro, demasiado consciente de la necesidad del papel autónomo del arte como para hacer crítica social ramplona. Por eso Sigüenza es Miró mismo, pero transformado en personaje literario, porque así Miró se protege de la vida pública que no le gusta, y salvaguarda su arte de la ramplonería y el utilitarismo, sin desatender, no obstante, el compromiso social.

Sobre la base de sus vivencias personales, Miró caracterizó a Sigüenza con gran profundidad, muy al estilo naturalista. Pero Sigüenza, asumidas esas experiencias vitales, se perfila como un personaje autónomo, que no es Miró, ni tan siquiera su alter ego. Sigüenza y las ficciones y narraciones en las que éste aparece son el lugar propicio (porque está estéticamente depurado, limpio de una funcionalidad crítica directa) que usa Miró «como un recurso revelador del concepto que el escritor mantiene de sí y de su circunstancia» (López Landeira 1983: 262), esto es, para contemplar y meditar sobre el mundo (crítica social), sobre sus inquietudes personales (paisaje, falta de amor…) y sobre sí mismo (autocrítica, incluso de tipo literario: Sigüenza juzgando la obra de Miró). Así que Sigüenza es el recurso de que se vale Miró para ejercer en cierto sentido de periodista, pero desde la sensibilidad. Miró, pues, trasvasa su vida para la ficción; a su vez, se vale de Sigüenza para proyectarse públicamente. Incluso para defenderse públicamente: como descubrió King en Sigüenza y el mirador azul, Miró, hombre reservado que no quería poner su pluma literaria al servicio de una vulgar defensa, llevó ésta a cabo a través de Sigüenza, con cuya voz se defiende Miró del ataque orteguiano contra El obispo leproso. Éste es el uso público y ficticio de su vida privada.

No he querido sostener que tras Sigüenza o los diferentes personajes mironianos no esté el propio Miró, sino que «el autor se autonovela» (López Landeira 1983: 262). Aunque Miró esté presente, tanto en cuerpo —vivencias personales— como en espíritu —impresiones sobre el mundo, sensibilidad—, espero haber sembrado una semilla de duda en la ecuación Sigüenza = Miró. Por un lado, que Sigüenza asuma las opiniones y sensibilidad de Miró no quiere decir que haya que identificarlos, en tanto que detrás de todo personaje ficticio se encuentran, en mayor o menor medida, las ideas de su autor. Por otro, Miró se vale de sus experiencias vitales con una función artística, para crear personajes plenos, con una psicología en desarrollo que parte de la vida personal del autor, pero que asume el personaje como propia, cobrando autonomía, hasta el punto de disentir del autor, como en el caso de Sigüenza y la importancia del tiempo. Sin embargo, Sigüenza es el personaje que más se acerca a Miró, al que más cariño tuvo. Miró llegó a identificarse con él, e incluso firmaba cartas personales como Sigüenza, así en su correspondencia con Jorge Guillén. Es un personaje que envejece con él, de la veintena de años que tiene en Del vivir a la cincuentena de Años y leguas. Tal vez sea por esta identificación afectiva entre autor y personaje por la que se ha olvidado tradicionalmente la dimensión ficticia de Sigüenza. De hecho, el propio Miró, como en tantas otras ocasiones, juega al equívoco, quiere confundirnos. En la dedicatoria de Años y leguas, dice:

 

Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él (Miró 1969: 1066).

 

Al señalar su propósito y su pensamiento, parece decirnos Miró que Sigüenza es producto de su propia voluntad, esto es, que es autónomo. Dado que estas páginas son para el amigo de Sigüenza (y sabemos que tal amigo es Miró: nótese cómo éste, en un prurito de artista, se autodedica la obra), entonces más aún podemos interpretar que Miró y Sigüenza son diferentes. Sin embargo, también nos dice Miró que Sigüenza se siente como si fuese otro, y no podemos evitar sospechar que ese otro es Miró, quien a su vez «es Sigüenza hasta sin querer». Nunca podremos saber (tal vez ni el autor lo supiera) hasta qué punto es realmente Sigüenza un personaje autobiográfico. Sólo advertimos que no es totalmente autobiográfico; hemos de reconocer los aspectos ficticios que la crítica adalid del Miró lírico tiende a omitir (tal vez porque lo lírico funciona especialmente en el campo del yo). Digamos, para ceñirnos a los datos más obvios de que disponemos, las palabras de los libros, que Sigüenza, es el mejor amigo —aunque en la ficción— de Miró, del mismo modo que Sigüenza llama a éste su amigo. Tan buenos amigos y tan parecidos, que parecen confundirse, sin dejar de ser cada uno lo que es: Miró, el autor; Sigüenza, el personaje que ayuda a Miró a expresarse en sociedad o en público, la ficción que estiliza (convierte en arte) la opinión mironiana sobre el mundo.

Amistad tan cercana entre autor y personaje puede explicar los errores de la crítica. Tal vez Ramos hable de sigüencismo porque se ha dejado engañar por el juego de Miró y le ha identificado con Sigüenza: si Sigüenza es Miró, entonces sigüencistas pueden ser los pasajes (tanto como mironianos). Ramos, pues, considera que Sigüenza es Miró sin ficcionalización alguna, y asume tal verdad autobiográfica en toda la obra de Miró, desde el momento en que la define como sigüencista. Pero no es éste su único error. Para Ramos, dada la entelequia de que Sigüenza es Miró, detrás del autobiografismo que define esta obra no está Miró, sino Sigüenza a través del sigüencismo: la sensibilidad de los personajes, sus gustos, sus impresiones no serían mironianos, sino sigüencistas. ¿Cómo puede ser el referente de los aspectos autobiográficos de Miró un personaje suyo, por más que ese personaje se considere una copia literal de Miró? Ramos, por tanto, contradice su propia teoría: al emplazar a Sigüenza como referente de los aspectos autobiográficos de la obra de Miró, confirma, sin notarlo, que tales aspectos están ficcionalizados, porque dependen no de Miró, sino de un personaje. Ahora bien, ni Miró ni Sigüenza están detrás de toda la obra mironiana. Es tan erróneo pensar que toda ella tiene raíces autobiográficas, como afirmar que participa de un espíritu sigüencista, es decir, de la esencia literaria de Sigüenza. Veamos el caso de El humo dormido.

Cierta parte de la crítica ha considerado lo ficticio de las vivencias relatadas en El humo, como King, para quien «sería un error suponer que todos los detalles de El humo dormido se pudieran incorporar a la biografía del autor. Además, hay detalles de interés fundamental en la biografía de Gabriel Miró que faltan con frecuencia en los episodios que, sin duda, son autobiográficos», pues «Miró como el biógrafo de sí mismo no tiene obligación alguna de contarlo todo, pero el carácter de las alteraciones y supresiones demuestra con absoluta claridad que no tiene el menor interés en contar la historia de su vida, que más bien ha puesto su memoria al servicio del arte» (1990: 12). No lo cree así Ramos, para quien El humo dormido formaría parte de un autobiografismo lírico-sigüencista; sus capítulos no serían sino evocaciones, recuerdos líricamente rescatados —por el espíritu de Sigüenza— de la memoria del poeta, al ofrecer «muy concretas perspectivas autobiográficas, extraídas de “la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos”» (1987: 31).

Ramos, además de considerar El humo dormido una obra autobiográfica, la hace formar parte del ciclo de Sigüenza, es decir, considera que el yo narrativo de El humo es el de Sigüenza: «Los acogidos al epígrafe El humo dormido pertenecen evidentemente a la “serie de Sigüenza”, que empieza en Del vivir, discurre “por algunos senderos Del huerto provinciano”, crece en El libro de Sigüenza y culmina —“incendio y término”— en Años y leguas» (1987: 30). Ahora bien, El humo no es una autobiografía real, pues su yo relator no se corresponde con Miró, cuyas experiencias vitales de Miró se ficcionalizan en una estructura narrativa. (En otro momento atenderé a cómo tal ficcionalización se sustenta en el hecho de que los datos autobiográficos pasan a formar parte de una estructura narrativa muy fuerte, de base cervantina y picaresca). Además, el yo narrativo no puede ser considerado Sigüenza por la evidencia —que Ramos pasa por alto— de que en ningún momento es llamado Sigüenza; de hecho, no se denomina nunca, ni se presenta, ni es llamado por su nombre por ningún personaje, ni firma el libro. Por el contrario, en todas las obras del ciclo de Sigüenza así se le llama explícitamente, e incluso nombra a alguna de ellas, como Libro de Sigüenza. Tal vez Ramos haya forzado su interpretación para dar nuevos argumentos a la tesis de Miró como un prosista lírico: Miró parece más lírico cuando su yo se inmiscuye en la narración, cuando se lee bajo marbetes como los de sigüencismo. Cuando se pierde de vista esta creencia, aparece el Miró como novelista pleno y queda en evidencia el carácter ficticio de lo autobiográfico. La propia narratología nos da las claves para interpretar ciertos aspectos que podrían apoyar la tesis autobiográfica sigüencista de El humo dormido.

En Sigüenza y el mirador azul aparece un personaje, Nuño el Viejo, que ya figuraba en El humo dormido, lo cual nos puede hacer pensar que efectivamente es Sigüenza el protagonista de El humo: si Nuño es el criado de Sigüenza en Sigüenza y el mirador azul, entonces Sigüenza debería ser también el personaje cuidado por Nuño en El humo dormido. Pero no. Miró, creo, está jugando a la intertextualidad: como en la tradición realista decimonónica, los personajes inventados por un mismo autor salpican sus diferentes obras. Nuño el Viejo ha sido utilizado como un mismo personaje para dos obras diferentes, y tal vez con ánimo de recordar un logro pasado. Téngase en cuenta que Miró escribió Sigüenza y el mirador azul después que El humo, por lo que pudo haber pensado en rescatar para el nuevo relato al entrañable criado de la novela anterior como criado de Sigüenza, sin que para en El humo lo hubiera ideado necesariamente así. Miró rescata a Nuño en este relato por afán de intertextualidad, como se demuestra por otro dato de Sigüenza y el mirador azul: Sigüenza es descrito como «niño y grande» (Miró 1982: 105), dato que simplemente debe llevar al lector a recordar la novela homónima, pero no a identificar al protagonista de Niño y grande con Sigüenza, habida cuenta que en aquella novela dicho protagonista sí tenía nombre: Antón Hernando. La crítica, además, mantiene cierto consenso en este sentido, y autores como Landeira (1972) y Rubia Barcia (1979) prefieren no identificar El humo dormido con la serie de Sigüenza.

 

 

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