La historia de la poesía canaria en ciernes.

El discurso inaugural del curso académico 1926-1927

de La Laguna pronunciado por Ángel Valbuena Prat

 

Introducción, notas y edición de

David González Ramírez

(davidgr@uma.es)

universidad de málaga

 

 

Resumen

Estudio y edición de Algunos aspectos de la moderna poesía canaria (1926), discurso académico de Ángel Valbuena Prat.

 

Abstract

Study and edition of Algunos aspectos de la moderna poesía canaria (1926), Ángel Valbuena Prat’s academic speech.

 

Palabras clave

Ángel Valbuena Prat

Poesía canaria del siglo XX

 

 

 

Key words

Ángel Valbuena Prat

20th Century Canarian poetry

 

AnMal Electrónica 25 (2008)

ISSN 1697-4239

 

 

 

NOTA PREVIA

 

A finales de 1925 salieron a concurso público dos cátedras de literatura española para las universidades de Murcia y La Laguna. Entre otros concurrió a esta convocatoria el poeta Jorge Guillén, quien había concluido en 1923 su lectorado en La Sorbona; como principal rival tuvo a un joven investigador que acababa de publicar su tesis doctoral consagrada a los autos sacramentales de Calderón: Ángel Valbuena Prat. Tampoco estuvo esta oposición libre de ser amañada; en esta ocasión quien ejerció como juez desde los arrabales fue Pedro Salinas, enviando cartas de recomendación y pidiendo informes para interceder soberanamente a favor de su amigo Guillén, quien finalmente obtendría los votos necesarios para lograr la primera plaza (Murcia). A ocupar la cátedra de la Universidad de La Laguna fue Valbuena Prat, pues sus fecundos conocimientos en materia literaria no pudieron contrarrestar el tráfico de influencias que se estaba produciendo en los despachos.

El futuro autor de la más personal y brillante Historia de la literatura española se incorporó al puesto de su primera cátedra el 2 de enero de 1926, iniciado ya el curso universitario. Se le encomendó la tarea de que pronunciase el Discurso inaugural del año académico siguiente, que sería dictado junto al del catedrático Elías Serra y Ráfols. Aunque no eran modestos sus conocimientos sobre el Arte español, desde su tesis doctoral se había inclinado decididamente por el estudio de la literatura del Siglo de Oro, particularmente por el teatro barroco; esto no fue óbice para que en sus primeros años mostrase un sostenido interés por las nuevas formas de la literatura contemporánea (especialmente por la poesía), seguramente porque en él había arraigado poderosamente la veta creativa[1]. Atendiendo a estas posibilidades formativas que poseía, y al verse obligado a escoger una materia situada en la órbita de esta región, no vio mejor fórmula de asediar el tema que buscar un entroncamiento con la literatura canaria, particularmente con la poesía más reciente, sobre la que pretendió ofrecer algunas notas identificativas. El día 1 de octubre de 1926 ambos profesores disertaron sobre asuntos «genuinamente canarios»; con el título de Algunos aspectos de la moderna poesía canaria Valbuena bosquejó los pliegues poéticos de las producciones isleñas contemporáneas[2].

Sin el suficiente tiempo para redactar su estudio, Valbuena analizó casi atropelladamente —siguiendo recomendaciones, ayudándose de unos cuadernos que contenían una gran suma de composiciones pertenecientes a poetas actuales o, en todo caso, leyendo por cuenta propia— aquellas obras de autores isleños que le permitiesen siquiera abocetar, aunque fuese con un carácter provisional, el cuadro de la poesía canaria contemporánea, entendiéndola más como «un proceso de formación» que como «una escuela clásica». Ofreció una panorámica que no pasaba «de ser un intento de valoraciones estéticas de un elemento vivo que aún no ha pasado por el fino tamiz de la crítica histórica». Desde tan temprana edad Valbuena apreció el medio por el que tenía que venir la renovación de la historiografía literaria:

 

Generalmente se hace de la historia literaria una seca enumeración de fechas y títulos, esqueleto erudito, empolvado y carcomido; se estudia lo muerto de la literatura. Y sin embargo lo esencial en el arte, como en la naturaleza, es el elemento que permanece vivo a través de los cambios circunstanciales, la voz del género y de la especie a pesar de las caducidades de los individuos.[3]

 

El joven catedrático, a quien no se le oculta la dificultad que resulta de historiar «lo que se está haciendo y no reviste aún caracteres fijos, aristas marcadas», trató de prestar una atención permanente a la literatura en ciernes. Es este Discurso, si bien se mira, un compendio de la historia de la poesía canaria moderna, incompleta y parcial, pero piedra angular para comenzar a cruzar los hilos que confeccionan el tejido de la literatura canaria y, fundamentalmente, para llamar la atención sobre un rico panorama poético que estaba por roturar. El historiador afirma en su declaración de intenciones inicial que da preeminencia a «los temas» y «rasgos distintivos» por encima de «los individuos»; de esta forma se excusa ante «las inconscientes omisiones que puedan hallarse entre los nombres de autores y libros, debidas a las dificultades para adquirir obras de insulares en la península. Se trata de un esbozo sujeto a nuevas adiciones y observaciones»[4].

Iniciado el abordaje del asunto que se prometía innovador, Valbuena comienza trazando con pluma demasiado suelta que los escritores anteriores al siglo XIX o «son figuras aisladas sin influjo alguno sobre los contemporáneos o no revelan rasgos peculiares que puedan achacarse a su origen insular». No tardaría demasiado tiempo en retractarse de estas precipitadas palabras; la práctica filológica ensayada en su Historia de la poesía canaria pone de relieve que una importante porción de autores de épocas anteriores al XIX reflejan en sus versos una especial vinculación con su entorno (Valbuena Prat 1937)[5]. No obstante, en esta obra posterior, que tomaba por base su Discurso de apertura y a la que fundió algunos escritos menores compuestos en su etapa en Tenerife, ratificó algunas apreciaciones sustantivas. Aunque en la obra del 37 dio carácter a los rasgos regionales que presentaban los poetas que precedían a Tomás Morales, refrendó la idea de que «desde el siglo XIX se forma la verdadera escuela de poetas canarios». Tampoco creyó conveniente rectificar o retocar las cuatro notas distintivas que había acentuado para entender los perfiles que presentaba la lírica canaria moderna; esas cuatro esferas —sutilmente eslabonadas— eran el aislamiento, el cosmopolitismo conceptual, la intimidad y el sentimiento del mar (aunque estas dos últimas quedaron sólo prometidas en el índice de un segundo tomo, nunca publicado). Mantuvo inalterable en su estudio de 1937 esta división, aunque la fundamentó discretamente con la inclusión de algunas obras que fueron, eso sí, estudiadas con un juicio estético-crítico mejor sustentado.

Ni el tiempo ni el espacio se aliaron como benefactores para permitirle al historiador ahondar en las obras que pudo leer en el breve lapso de tiempo que tuvo para componer su esbozo del 26, que si no fueron muchas, al menos suficientes para trazar las líneas maestras sobre la producción del grupo canario formado a partir del siglo XIX. Valbuena comienza dando preponderancia a la eximia figura de Tomás Morales, poeta que condensa en sus versos una abigarrada temática (siempre en los linderos del canto a lo característicamente canario) que aporta «originalidad y vigor» al panorama poético de las islas. Morales es el resorte que abre las diferentes manifestaciones de la poesía moderna, objeto primordial de su análisis y al que se dedicaría sucintamente para advertir los símbolos líricos que representan a esas cuatro esferas ya delimitadas.

El lino de los sueños de Alonso Quesada, libro que transpira «la tristeza de la soledad», era la imagen simbolizada del aislamiento. Esta nota regional es depositaria de sentimientos que transitan desde la melancolía y la nostalgia a la «conciencia de la separación, de la distancia infranqueable». La idea del cosmopolitismo en el poeta insular, según Valbuena, es explicable a partir de su aislamiento. Los destacados en esta tendencia, Manuel Verdugo, Luis Rodríguez Figueroa y (de nuevo) Alonso Quesada, utilizan sus versos como catalejo para imaginar lo exterior, lo más exótico. En la intimidad encuentra el crítico una doble vertiente: «la de la emoción ante el paisaje y la tierra regionales, y el canto a la vida del hogar y del amor fraterno». De entre los nombres que acomoda, destaca por encima de todos uno, que «en la celebración del ambiente de hogar y de familia» ocupa «el primer puesto»; se trata del «joven poeta Fernando González». A éste lo hace heredero de la rica tendencia de la poesía española impulsada por el autor de Campos de Castilla: «la obra lírica de F. González —explica convincentemente el historiador— es como la de un Antonio Machado que ha sentido el mar»[6]. El sentimiento del mar, con sus variables interpretativas (que pendulan desde la «Oda al Atlántico» de Morales hasta El caracol encantado de Saulo Torón), es «el punto más interesante» que el crítico observa en la lírica canaria; desde esta óptica la escuela insular podía aportar «un valor nuevo» al horizonte de la poesía española. Advertía, en un intento de caracterización de los poetas marítimos, una diferenciación entre los poetas que cantan al Atlántico (canarios y portugueses) y aquellos que miran al Mediterráneo. En el intermedio están los castellanos, que dirigen su mirada hacia los «fuertes peñascos avileses» o hacia la «desoladora estepa manchega».

Unas estrofas de la obra de Unamuno pertenecientes a su obra De Fuerteventura a París, con las que Valbuena homenajea a quien «mejor ha interpretado el espíritu isleño», clausuran el estudio de la lírica canaria moderna. Pero el Discurso se prolonga con un epílogo donde Valbuena manifiesta que cree cumplido su desideratum inicial, «haber presentado los principales rasgos de esta escuela poética tan interesante»; si bien, lamenta «no haber podido tratar la obra de otros excelentes poetas». No obstante, intenta subsanar esta carencia con el listado de algunos nombres de relevancia en la nueva sensibilidad poética que impregnaba las islas. Con el apunte nominal de estos literatos, Valbuena pretendió señalar los caminos por los que se podía expandir el panorama de la poesía canaria contemporánea que había bosquejado. Merece unas líneas la caótica sección bibliográfica que cerraba el estudio. Si atendemos, aunque sólo sea superficialmente, a esta selección de autores y obras se comprenderá mejor la premura que atravesó la composición de este trabajo[7]. Se trata de un apartado desigual e incompleto, que se inicia con un cierto criterio alfabético, para acabar con un desmadejado cuadro bibliográfico donde se amalgama la mera mención de una obra con la descripción casi pormenorizada de un poemario, llegándose a trasladar —y comentar brevemente— un soneto completo. Estimo que Valbuena trató de complementar el cuerpo de su estudio con la indicación de algunos escritores del XIX (pues salvo Claudio de la Torre y Félix Delgado todos pertenecían a las directrices de ese siglo), a partir de los cuales se podría agrupar una primera «escuela de poetas canarios».

Resultarán significativas unas brevísimas calas que calibren la relevancia crítica de este Discurso, que sin apenas discusión podemos significar como el precursor de la historiografía canaria en materia de poesía. Ante la endeblez que pudo ver Valbuena a su finalización, resolvió darle cierto empaque con el aditamento de algunas citas que revistiesen el frágil armazón que presentaba. Así saca a colación largos extractos de obras de Unamuno, Eugenio d’Ors o Calderón. Para concederle un carácter más enjundioso a la obra, ensaya multiplicadas formas de paralelar los motivos poéticos empleados por distintos autores pertenecientes a diferentes épocas, movimientos y lugares. En este punto Valbuena demuestra una sensibilidad especial para, por ejemplo, equiparar las notas escogidas que está examinando de la lírica canaria con la literatura portuguesa (Os Lusiadas), acudir convenientemente a los clásicos grecolatinos (La Odisea, La Eneida), delinear someramente las vertientes decimonónicas de la literatura francesa (Víctor Hugo, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine), contrastar distintas posiciones filosóficas (Spinoza, Fichte), recoger los nombres de algunos creadores románticos (Schumann, Lamartine) o buscar los puntos de conexión con el arte pictórico (David, Claudio de Lorena). En esta metodología practicada, que a veces puede entenderse como encaminada a la búsqueda gratuita de parangones, fútil ejercicio de literatura comparada, se revela el germen de lo que más tarde se ha revalorizado en la renovación de la crítica historiográfica que impulsó Valbuena y que, liberado de exigencias editoriales, alcanzó grandes reconocimientos en su espléndida Historia de la literatura española.

Valbuena era consciente de la coyunturalidad que había rodeado a este Discurso, así como de que en un futuro próximo tendría que revisarlo y ampliarlo si pretendía cartografiar con trazos firmes el mapa de la poesía canaria moderna. En este sentido, según unas palabras ya citadas, expresaba el crítico que el trabajo presentado no pasaba de ser «un esbozo sujeto a nuevas adiciones y observaciones». Antes de llegar a su definitiva Historia de la poesía canaria, Valbuena se acercó con intereses diversos a distintos momentos de la prehistoria de la moderna lírica insular. Durante los cinco años que permaneció en Canarias (desde el 26 hasta el 31, con la salvedad de una concesión de traslado a la Universidad de Puerto Rico para el curso académico 1928-1929), Valbuena no cesó de escribir breves escritos monográficos y de difundir el estado actual de la poesía canaria, además de publicar toda una serie de hojas críticas y literarias sin vinculación con los asuntos regionales[8]. De entre aquello que más destaca sobre el tema tratado en su Discurso, hay que señalar la publicación de una escueta panorámica sobre la lírica canaria moderna (Valbuena Prat 1927b)[9]; la colaboración en la prensa local con diferentes artículos sobre autores insulares, algunos aprovechados en parte en su Historia de la poesía canaria[10]; y finalmente la antología de textos de Unamuno (s. f.) que editó y prologó[11].

Durante esta etapa, en la que mantuvo en alto grado su interés por la poesía isleña, participó activamente en una revista fundada en Canarias por un grupo de escritores en el significativo año de 1927; seducidos por el mundo de la creación y el estudio de la literatura, «bajo el aliento peyronesco de Juan Manuel Trujillo», en abril del año en el que se celebraba el centenario de Góngora vio la luz el primer número de La Rosa de los Vientos[12]. Salía, como la mayoría de sus hermanas del 27, con un carácter mensual, pero también a la par que éstas sufrió el huracanado azote de la carestía pecuniaria; tras renacer, después de una larga interrupción, se disolvió después de su quinto número, en enero de 1928. La revista se movía, reduciendo a dos líneas el complejo diagrama, entre los nuevos moldes vanguardistas (en la trayectoria, por ejemplo, del futurismo o el cubismo) y una vertiente de claro dominio clasicista (con un medido interés por recuperar el patrimonio literario canario)[13]. El autor del Discurso de apertura fue uno de los artífices de esta publicación y también uno de sus más intensos colaboradores; no apareció ningún número sin la firma de Ángel Valbuena Prat, ya fuese al pie de poemas, reseñas o breves ensayos. Tampoco su obra creativa pasó inadvertida, pues su libro 2+4 fue reseñado en el primer número por Agustín Espinosa y uno de los relatos que se integraban, Hacia don Juan (comedia irrepresentable), fue recensionado específicamente por Juan Manuel Trujillo en el número siguiente[14].

En 1931 Valbuena, tras ganar la cátedra de la Universidad de Barcelona, se trasladó a su ciudad natal; fue allí donde fundó y dirigió un «Seminario de Literatura Castellana», que marcó como principal objetivo «fijar la atención en todos los ricos y diversos aspectos que ofrecen las culturas hispánicas». Bajo el impulso de este curso en la Universidad, Valbuena retomó la idea de completar con nuevas adiciones y observaciones esas primicias que había publicado a su llegada a Tenerife. Inaugurando la serie de publicaciones del Seminario de Estudios Hispánicos (este fue finalmente el nombre que recibió, sellado al pie de la portada de los volúmenes), en el crítico año de 1937 salía de la imprenta el primer tomo de la Historia de la poesía canaria. En el prólogo que Valbuena redactó confesaba que el presente estudio tenía «por base el discurso inaugural del año académico 1926-1927». Pero esa plantilla que utilizó tan sólo le sirvió parcialmente para confeccionar el periodo comprendido entre los años finales del siglo XIX y los primeros del siguiente. Ahora se trataba de construir una historia completa y orgánica de la lírica canaria; para ello debía retrotraerse a los primeros autores en los que se adivinaban notas regionales y alcanzar hasta el más inmediato presente de la poesía isleña; es decir, tenía que conformar un volumen unitario y armónico que, en último término, pudiese dar coherencia y sentido a las marcas principales que había destacado tiempo atrás. De la parte que aprovechó de su Discurso, se vio obligado a suprimir todo elemento externo, que, si en otro momento le había servido para revestir un trabajo poco denso, ahora podía ser visto como cierta fruslería crítica de baja tonalidad comparatista; por último, no podía ofrecer tan sólo algunos aspectos de la moderna poesía canaria, sino que con la ampliación y el complemento de observaciones y comentarios sobre autores y obras contemporáneas tenía que matizar de forma más acabada esas notas que en cierta manera esbozaban el panorama de la lírica actual.

El proyecto final, sopesado y calibrado, se ordenó en dos volúmenes, de los cuales tan sólo apareció el primero; en una de sus últimas páginas se detallaba el índice del tomo que completaría la obra, cuya aparición se esperaba «en breve»[15]. Sin embargo, pese a su medido plan inicial, el resultado del tomo primero y único fue un volumen con desequilibrios, en el que se estudió con precipitación los autores anteriores a Tomás Morales y en algunos capítulos no se avanzó como debiera en la actualización y estudio de textos recientes. No obstante, salvo algunas observaciones controvertibles y muchas omisiones (sólo advertidas por la asistencia inestimable de la perspectiva histórica), se trata de un trabajo pionero en la historia de la poesía canaria. Al final de este tomo I se ofrecía también una enumeración de obras, en forma de estudios y ediciones, que continuaría la labor del Seminario. De los proyectados, tan sólo siguieron al de Valbuena el volumen antológico de textos con los que se homenajeaba a Garcilaso, preparado por Guillermo Díaz-Plaja, y el rastreo del carpe diem y la brevedad de la rosa que realizó Blanca González de Escandón por la poesía española. Con los abusos impuestos por la represión franquista (expedientes de depuración mediantes), las labores culminadas —a veces tan sólo parcialmente— por Valbuena durante estos años fueron abruptamente cercenadas por la censura. Ni el Seminario pudo proseguir el curso de las publicaciones que tenía en proyecto, ni Valbuena logró completar y coronar el trabajo que había emprendido en torno a la historiografía canaria[16].

El máximo artífice de estas empresas fue severamente expedientado por un juez que desorbitó el alcance de dos notas casi irrelevantes en su trayectoria como investigador (una de ellas incluida en su Historia de la poesía canaria). Pese a que el juez depurador no lograse su objetivo, pues en un intento de agresión intelectual pidió en propuesta formal al Director general de Enseñanza Universitaria la «sanción máxima», que hubiese supuesto la expulsión definitiva del cuerpo docente, a Ángel Valbuena Prat se le retiró su cátedra de Barcelona y estuvo percibiendo durante algunos años tan sólo la mitad de su sueldo; finalmente, en 1943, recibió la orden de traslado forzoso a la Universidad de Murcia, con un impedimento legal que le prohibía «solicitar Cátedras vacantes durante un periodo de cinco años»[17]. En la Facultad de Filosofía y Letras de esta Universidad permaneció durante más de veinte años, pese a que en 1946 se revisó su expediente y se le consideró «depurado sin sanción alguna»[18].

 

 

CRITERIOS DE EDICIÓN

 

De los tres testimonios que existen de Algunos aspectos de la moderna poesía canaria reproduzco el que se editó, junto al de Serra y Ráfols, en opúsculo. En líneas generales puedo decir que se publicó en un deficiente estado de impresión: presenta numerosas erratas y descuidos de todo género, signos de la premura que gobernó su composición tipográfica. No obstante, cotejado con las otras dos versiones, es ésta la más completa y la que sirvió sin duda de modelo.

El texto que editó por entregas La Prensa mutiló frases enteras y alteró arbitrariamente términos del original, atropellos que fueron cometidos para amoldar el texto al espacio de la página que se le reservaba, evitando con ello la ruptura del discurso con una frase inacabada. En nota menciono algunas de estas amputaciones sólo como muestra. Aunque el editor enmendó algunas erratas del original, acrecentó sus deslices y eliminó por entero el apartado bibliográfico (me referiré a este texto como P).

La versión que se imprimió algunos años más tarde, aunque sin fecha exacta, en la Librería Hespérides, siguió el texto editado por el diario canario; por su descuidada impresión puedo asegurar que esta edición salió sin la autorización del autor y con un fin meramente lucrativo o, en el mejor de los casos, con el propósito de difundir un estudio que no habría gozado de suficiente difusión. Al tratarse de la trascripción de una derivación incorpora, además de todas las alteraciones de su predecesora, algunos cambios añadidos, por lo que esta versión multiplica el número de variantes, siendo sin duda la menos fiel al original; sin embargo, este editor, Leoncio Rodríguez, reunió una parte selecta de la bibliografía, escogida aleatoriamente, que se consignaba al final del opúsculo, para lo que tuvo que acudir a la versión originaria. Con la letra H aludiré a esta edición. Tanto P como H quedan desautorizadas para una edición fiable del Discurso con garantías filológicas.

Corrijo, sin advertirlo, todos los desaciertos y descuidos del original; enmiendo las decenas de erratas halladas; modernizo la acentuación de acuerdo con las normas académicas actuales; normalizo el uso de mayúsculas y minúsculas, en ocasiones empleado sin criterio; entre corchetes he restaurado algunos pasajes que resultan agramaticales; retoco la imperfecta puntuación; algunos errores de lectura del impresor son corregidos: mismente por mi mente; desarrollo entre corchetes algunas abreviaturas para su mejor comprensión («rec.» o «comp.»); las demás las he mantenido. Cuando he hallado algún uso arcaizante lo he conservado: obscuramente. Distingo los títulos de los poemas (o bien el epígrafe que acoge a varios poemas dentro de un libro) y el de las obras (todos en cursiva en el original), según la común aceptación hoy en vigencia: los primeros aparecen entrecomillados y los segundos en cursiva. Elimino las comillas que distinguen la tira de versos destacados en el cuerpo del texto (en el original con un criterio bastante anárquico). Rebajo a letra con cuerpo menor las extensas citas de Unamuno y d’Ors.

Todos los textos contemporáneos que cita Valbuena (bien líricos, bien prosísticos) han sido rigurosamente cotejados utilizando, salvo en raras excepciones, las versiones que manejó el historiador. He seguido los criterios de puntuación de los textos originales, entendiendo que en el proceso de impresión del Discurso (con los avatares de la trascripción y composición) las citas y los versos sufrieron graves deterioros. Cuando un poema es citado fragmentariamente y se cierra con una pausa fuerte utilizo los corchetes para indicarlo. He hallado errores flagrantes, recogidos sólo a título de ejemplo —con esto expreso que no están registradas todas las variantes— a pie de página. En cambio, en aquellos casos que corresponden a las citas de autores clásicos (Cervantes, Schiller, Lope, Virgilio) me he limitado a seguir el texto de Valbuena, corrigiendo sólo alguna errata evidente; aunque aquí hago una excepción con el caso de Calderón, pues fueron textos editados posteriormente por Valbuena (en este caso completo y homogeneizo las notas bibliográficas que aportaba sobre los autos de Calderón, indicando asimismo los versos citados). He consignado siempre en nota al pie las fuentes de los textos citados por Valbuena; para distinguirlas de las mías, las llamadas a pie de página del autor del Discurso son siempre indicadas: (N. del A.). Además de subsanar alguna errata y corregir algún caso de puntuación, he uniformado asimismo aquellas citas suyas que aparecen con criterios dispares (mis adiciones, en estos casos, están entre corchete).

Pese a su carácter deslavazado e incoherente, respeto la ordenación del repertorio bibliográfico tal y como se imprimió (considero, en último término, que con los datos que se nos proporcionan se puede alcanzar al acudir a las obras mencionadas), porque intervenir en el texto para homogeneizar el apartado no sólo significaría redistribuir las entradas, sino recomponerlas, suprimiendo y adicionando algunos elementos. No obstante, he dado mínima coherencia a algunos casos de puntuación y otros usos de paréntesis.


 

ALGUNOS ASPECTOS DE LA MODERNA POESÍA CANARIA

 

Por el Dr. Ángel Valbuena Prat

Catedrático de la Sección Universitaria de La Laguna

 

 

El tema que me propongo desarrollar, Algunos aspectos de la moderna poesía canaria, no pasa de ser un intento de valoraciones estéticas de un elemento vivo que aún no ha pasado por el fino tamiz de la crítica histórica; con la dificultad de lo que se está haciendo y no reviste aún caracteres fijos, aristas marcadas, pero también con el encanto de la creación joven y nueva. Ver cuáles son los temas capitales de esta poesía y cómo evolucionan hacia una forma original es de un alto interés en el estudio de la literatura. Generalmente se hace de la historia literaria una seca enumeración de fechas y títulos, esqueleto erudito, empolvado y carcomido; se estudia lo muerto de la literatura. Y sin embargo lo esencial en el arte, como en la naturaleza, es el elemento que permanece vivo a través de los cambios circunstanciales, la voz del género y de la especie a pesar de las caducidades de los individuos. Nada más interesante que ver continuarse la tradición de una moral estoica de tipo español desde Séneca hasta nuestros días, o que estudiar el tema del Cid o de Don Juan desde sus orígenes hasta hoy.

En este sentido pienso fijarme en la lírica canaria; los temas, los rasgos distintivos más que los individuos; de esta manera podrán justificarse las inconscientes omisiones que puedan hallarse entre los nombres de autores y libros, debidas a las dificultades para adquirir obras de insulares en la península. Se trata de un esbozo sujeto a nuevas adiciones y observaciones.

 

*        *        *

 

La formación de una escuela o grupo de poetas canarios es de una fecha reciente. Los escritores insulares anteriores a este movimiento o son figuras aisladas sin influjo alguno sobre los contemporáneos o no revelan rasgos peculiares que puedan achacarse a su origen insular. Por eso prescindiremos de las figuras de Cairasco de Figueroa, el prosista Clavijo, los Iriarte, etc., en las que si hay algo regional está oculto o no logrado. Desde el siglo XIX se forma la verdadera escuela de poetas canarios. Podrían señalarse los siguientes momentos: el del post-romanticismo con Zerolo y Tabares, el autor de Trompos y cometas, de una modesta pero loable labor regional; el de la influencia de Campoamor, Bécquer, etc. —Guillermo Perera, Domingo J. Manrique; posteriormente tienen, acaso, algún entronque con estos poetas José Hernández Amador y Ramón Gil Roldán—; el de los precursores de las nuevas tendencias como Luis Doreste, Julián Torón y el primer aspecto de la obra de Luis Rodríguez Figueroa; aquí, aunque aparte, hay que incluir a Domingo Rivero, clasicista, vigoroso, unamunesco, íntimo —recordemos el fuerte y hondo soneto: «Yo, a mi cuerpo»—.

La personalidad, con la que adquiere originalidad y vigor la poesía canaria, es sin duda la de Tomás Morales, de un valor que persiste a pesar de los cambios de gusto y la difícil situación estética en que se colocó. En Morales se dan los rasgos típicos que han de evolucionar y perfeccionarse después. Situado en el fin de siglo, en el momento en que el magnífico y brillante Rubén dio tonos de oro y orquestación de órgano a la lírica española, hay siempre una contradicción entre la hondura de sentir y el vigor y fuerza del poeta de un mundo naciente (Tomás) y el ropaje de colores vivos y fina feminidad francesa del poeta de la sonatina (Rubén). Yo creo que Rubén fue más perjudicial que ventajoso a Morales; acaso por él sea una figura de precursor más que de clásico, desigual, desconcertante, que en muchos casos equivocó el camino. Cuando acierta genialmente, en una magnificencia de verso e imágenes insuperable —como en la «Oda al Atlántico»—, no podemos menos de emitir la palabra retórica, divina retórica si se quiere, pero retórica al fin. El mar mitológico de Rubén se ha robustecido con los golpes de cíclope del insular, pero ese mar no es el mar lírico, el verdadero sentido del mar en el poeta isleño que encontraremos hoy. Morales, a pesar de las influencias del fin de siglo —de ese siglo XIX al que nos ocultó una cortina de llamas áureas— es fundamentalmente un clásico cerrado, contorneado, esquemático; los continuadores harán románticos sus temas. La emoción lírica se contiene y se limita:

 

Yo quise que en mi[19] verso, como en mi espada, hubiera

románticos ensueños y cánticos triunfales

—la gloria por escudo y el amor por cimera—[20].

 

Cuando se viste el férreo escudo y se encasqueta la cimera se hace el poeta, clásico. Para ser romántico es preciso que como en la Juana de Arco de Schiller «la coraza se trueque en alas y el yelmo se esfume entre las nubes del cielo». Limitar, contener: clasicismo; difundir, borrar los contornos, esfumar: romanticismo.

Ya veremos cómo la poesía canaria va, fundamentalmente, haciéndose más romántica y, por lo tanto, más lírica.

 

*        *        *

 

Estudiaré entre los temas típicos de la lírica isleña los siguientes: 1º. Aislamiento; 2º. Cosmopolitismo conceptual; 3º. Intimidad; 4º. El sentimiento del mar.

 

1º. Uno de los más interesantes sucesores de Tomás Morales, «Alonso Quesada», compuso un libro titulado El lino de los sueños, árido, seco, triste como un peñasco tostado del sol tropical, en medio del océano. «Quesada» es uno de los poetas canarios más típicos; acaso el más isleño de todos. En pocas obras se nota tanto como en su libro la tristeza de la soledad[21]. En el prólogo que el ilustre D. Miguel de Unamuno —en el que la influencia canaria ha sido tan fecunda en sus últimas poesías— puso a la obra de «Quesada», queda expuesta, con la honda y sincera emoción del gran prosista, la doctrina del aislamiento, al describir su amistad con Macías Casanova:

 

Allí, en la Gran Canaria, en aquella isla, conocí toda la fuerza de la voz a-isla-miento, y no fue Alonso Quesada quien menos me ayudó a que llegase a conocerla. Había que observar el encendido avispero de anhelos y de ensueños que se agitaban y zumbaban en el pecho de aquellos jóvenes: Romero, Néstor el pintor, el pobre Manolo Macías Casanova…

Al recordar a éste, al del hermoso Coloquio en las sombras de este libro, el cielo del alma se me ensombrece. Aquel muchacho taciturno, tenazmente taciturno, hermético, cerrado en sí, que parecía callar tanto para oír mejor alguna voz íntima de dentro de sí, y que cuando oía a otro parecía oírle con los ojos, con una mirada taladrante, aquel hijo tormentoso de la Gomera, me cobró un afecto, diré más bien, un apego, que, teniendo algo de ultra-humano, tenía también algo de canino. Aún no me lo explico y aún me pregunto qué hice yo para merecer aquella adhesión ardorosa y taciturna. Y aun cuando no tuviera en la vida otro cariño que aquél, creería que Dios no me ha olvidado. No sé, digo, explicarme bien aquello.

Y ¡qué nido de tempestades morales era el corazón del pobre Casanova! ¡Qué relámpagos interrumpían de pronto sus silencios! Mas, por lo común, oía, oía, oía. Llegué a temblar de hablar ante él, porque me bebía las palabras, no sólo con los oídos, sino con los ojos. Nunca he comprendido mejor la santidad de la palabra y todo lo que la profanamos los rutineros sacerdotes de ella. Aquel hijo del silencio no me dejaba ni a sol ni a sombra. Emprendí una excursión de unos días por el interior de la isla, por una de las abruptas calderas del gran rocal que ella debió ser, por barrancas y quebradas, y él, Casanova, mozo enclenque, quiso acompañarme y me acompañó. Debió de rendirle la cabalgata; pero cuando le preguntaba si se sentía fatigado, sonreíase, negándolo. Y allí, en aquellas áridas soledades, en las hondas barrancas negras, me hablaba de su isla, de su Gomera, a la que quería llevarme. Era el mozo trágico del islote soñando en el reino del Infinito.

Nunca olvidaré la despedida. Parecía salírsele el alma por los ojos. Me hablaba de libertad, de desaislarse. Porque el taciturno, aunque poco, hablaba. Y me prometió venir acá, a estudiar a Salamanca, a estar junto a mí y a apacentar sus ojos de presa en este páramo en que ni se presiente al mar, él, el isloteño. Me le traje en el alma. Era para mí un misterio y una tremenda responsabilidad aquella alma joven y palpitante que quería confiarse a mí, entregarse a mis manos rudas y tal vez algo desdeñosas. Soñé en él. Y me escribió cartas llenas de fuego escondido, de desdenes tremendos hacia la vulgaridad ambiente, de locas ansias de libertad, cartas en que decía todo lo que su silencio callaba. El estilo roto, tumultuoso, a las veces violento, luego conceptuoso.

Y he aquí que un día recibo una sacudida cruel, reflejo de la que él recibió. Manuel Macías Casanova murió de repente y violentamente, cuando menos se esperaba, y de un modo trágico. Tenía por costumbre ir tocando a las cosas, dando golpecitos con la mano a los árboles, a los muros, como quien, aislado entre los hombres, buscaba el contacto de las cosas, de la madre Tierra. Al tocar a un poste sustentador de alambres eléctricos, la corriente le envolvió: abrazose al poste, y allí murió sin poder decir nada, ni una palabra de despedida a sus amigos; él, el silencioso. Y cuando recibí la noticia fue como si otra corriente me envolviese, y me abracé, mentalmente, a su recuerdo, y me quedó grabada en el alma, a fuego, aquella su mirada silenciosa y escrutadora que bebía mis palabras. No era yo, a lo que parece, digno de que viviera y se gozase y llegase a plenitud y diera su obra quien tan por entero se me había entregado. ¿Qué misterio habrá en esto?[22]

 

Es el misterio eterno de la conciencia de la pequeñez del microcosmos ante el macrocosmos, y su deseo de ampliarse uniéndose a él. Así, la isla con el continente lejano. Del mismo modo que el hombre al percibir la mezquindad de su existencia quiere unirse a Dios, a la Naturaleza, para engrandecerse, así el insular busca la tierra firme. Ante este[23] sentimiento no caben más que dos actitudes: o sumirse el hombre en la naturaleza (Spinoza) o atraer la naturaleza a sí convirtiéndose en el eje central del universo (Fitche). Igualmente el isleño o busca el mundo amplio con el hambre mística de Casanova o crea en la isla su universo de ensueños. Pero esto último nos llevaría al sentido de la intimidad, al canto del hogar en el que se centran todos los encantos del artista, nota que [se] halla en «Quesada», pero aún mejor en Fernando González. Melancolía, nostalgia del aislamiento, en que se combina el misterio infinito del mar como un inmenso arcano de[24] posibilidades —pensemos en la «saudade» portuguesa— con la conciencia de la separación de la distancia infranqueable. Por eso la mitología griega, la más bella de las mitologías, ha poblado las islas de ninfas que consumen tristemente la magia de sus encantos al ver pasar a los viajeros sin poder retenerles en sus lazos. Es la hermosura de Calipso y de Circe que no logra poseer sino sólo entretener al divino Odiseo, mientras en tierra firme, Penélope, la esposa, teje y desteje, eternamente, la regia vestidura. En la Odisea, el único, el verdadero gran poema del mar —como la Divina Comedia es la epopeya íntima del alma y Don Quijote la tragedia de la llanura—, se encierra esa admirable fábula. Calipso y Circe simbolizan el espíritu de la isla; Odiseo (Ulises) el hombre del continente. Y para el hombre de la tierra inmensa lo insular es algo esfumante y mágico, y también pecaminoso. Calderón lo ha poetizado mejor que nadie. De aquí El mayor encanto Amor y Los encantos de la Culpa[25]. En cambio en los magnos poemas que siguieron a la incomparable nevosidad de espuma marina de la epopeya homérica se incomprendió el misterio de la isla. En los primeros cantos de la Eneida se ha situado en tierra continental a Dido, creación —pura, nostálgicamente— insular; y en Os Lusiadas se invierten los términos al concebirse una isla de ensueños en que una Venus celeste alivia a los cansados viajeros en una sinfonía de juventudes y de rosas. Esta es la isla sentida por el continental; en la Odisea se da el sentido de la isla por sí misma. Este espíritu —en jerarquía humilde— se halla en los poemas duros y secos, pero vivos y gimientes, de «Quesada»:

 

Este mar se ha dormido hace cien años…

¡Mira

que dentro de las rocas hay un encanto hecho…![26]

 

¡Ah, cuántos años

frente al mar...! Como ayer, hoy es lo mismo:

el alma que se aleja... y se detiene

para contribuir en el ocaso…[27]

 

Este rumor del sueño de las gentes

me embriaga en otro de quietud lejana.[28]

 

Campos, eriales, soledad eterna;

—honda meditación de toda cosa—

¡El sol dando de lleno en los peñascos

y el mar... como invitando a lo imposible!

[…]

Soledad, aislamiento, pesadumbre…[29]

 

Fernando González, el joven poeta, en quien se dan tantas notas características de la lírica canaria, ha expresado este mismo sentir:

 

La inmensa melancolía

que flota sobre mi pueblo,

la recogí y encerrela

en la prisión de mis versos.[30]

 

y en forma más concreta y detallista:

 

Entra por las ventanas el sol de mediodía.

En la casa hay aromas de juventud y ensueños.

Y así a tus hijos siempre los halla el nuevo día

hilando el copo blanco del lino de sus sueños: […]

 

Uno, abstraído, piensa en un país lejano;

otro adora el prestigio de un armazón de guerra:

éste, el más pobre, dice un verso en castellano,

y los demás se rinden al culto de la tierra […]

 

Mañana irán saliendo de este rincón oscuro […][31]

 

2º. La misma causa que explica el aislamiento del sentir puede llevarnos a razonar el cosmopolitismo del pensar isleño. Ráfagas de culturas pasan y pasan por los puertos de la islas, que sin ahondar en las almas dejan un sedimento leve, pero real en los cerebros. Se presentan, viven, trabajan en mil industrias, pueblos distintos al nuestro. Desde Tomás Morales se nota junto a un interés por las costumbres extranjeras una serie de influencias literarias distintas de las españolas. En el gran poeta no deja de notarse en este punto la semejanza con Rubén. El nicaragüense es uno de los poetas más cosmopolitas que ha habido. A través de su obra se ven las huellas de los grandes poetas franceses directores del siglo XIX: Hugo, Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine. Toda esta materia está convertida en algo personal y vivo en el poeta de los Cantos de vida y esperanza. Aparte de Francia no sería difícil percibir otras influencias de fondo y de forma (Edgar Poe, Carducci). No estaría demás notar que, generalmente, en el arte la obra cosmopolita es lo más opuesto a la obra universal. El valor universal, eterno, humano, lo es a base de ser nacional, regional, individual. Pedro Crespo, Don Quijote, Las lanzas, son creaciones humanas precisamente por ser los valores máximos de un pueblo. En cambio lo cosmopolita suele ser el barniz y la máscara de la universalidad. Nada más cosmopolita y menos humano que los versos de Quintana o los cuadros de David.

Pero notemos que en el caso de la poesía canaria, que es más un proceso de formación que una escuela clásica, este elemento es un germen de posibilidades y de renovaciones. Este anhelo de buscar nuevos moldes y nuevas tendencias es beneficioso y fecundo. Acaso lleguemos a poseer, con constancia, trabajo y dominio, un poeta a la vez cosmopolita y universal. Hoy, notemos la excelente obra de Manuel Verdugo que en Estelas rebosa un intenso y bien asimilado parnasianismo; pensemos en las poesías «El laurel de Apolo», «Ante una estatua de Antinoo», «Hermes de Praxíteles», y en sus temas romanos. Como en todo parnasiano, la sensación del paisaje lleva al impresionismo: «Los jardines de La Granja», una de las más bellas composiciones del libro, y la que comienza:

 

A la suave caricia de una luna de estío

el paisaje se duerme.[32]

 

También entra en este aspecto de influencias, no nacionales, el brillante tono de magia oriental que rebosa el libro de L. Rodríguez Figueroa, Nazir, donde también se desborda —no insinúa como en Verdugo— el color, sin límites ni facetas, del impresionismo.

En cambio, el esnobismo aparece visto desde el solitario albergue del insular en «Quesada», el cual canta lo externo, lo episódico, lo anecdótico del pueblo extraño. Así son los poemas «Los ingleses de la colonia» incluidos en El lino de los sueños. Ve los libros ingleses con «infinita amargura»[33]; canta a Miss Ford con ternura y emoción, y aún sabe sonreír con punzante ironía en «Un británico». A veces lo exótico tiene la impresión misteriosa de lo desconocido:

 

Yo no sé lo que cantan, pero sin duda ofrece

unas melancolías de nieblas, el concierto;

los ingleses deshojan una tristeza vaga,

cuando termina el coro con un acorde lento.[34]

 

3º. Intimidad. Dentro de este tema incluyo dos actitudes líricas: la de la emoción ante el paisaje y la tierra regionales, y el canto a la vida del hogar[35] y del amor fraterno. En lo primero habría que incluir a todos los poetas que al celebrar en sus versos los lugares amados lo han hecho con la ternura y emoción filial del que poetiza su propia alma.

No podemos más que citar la labor de los que han contribuido modesta, pero eficazmente, a la formación de una escuela regional como los señores Tabares, Zerolo y Perera. El gran poeta Morales, al cantar el paisaje isleño lo ha hecho en tono más ditirámbico que familiar. Aunque [se] salga de este cuadro, no podemos menos de alabar la magnificencia y gala del «Himno al Volcán», al Teide (dedicado a Carlos Cruz[36]), la mejor poesía que ha suscitado tema tan sugestivo.

También aquí «Quesada» es el cantor típico de los lugares y las tierras tostadas del sol:

 

Tierras de Gran Canaria, sin colores,

¡secas!, en mi niñez tan luminosas.[37]

 

En la celebración del ambiente de hogar y de familia, el primer puesto corresponde sin duda al joven poeta Fernando González, que ha sabido recoger y hacer suya una de las tendencias más fecundas y líricas de la poesía española contemporánea: la de Antonio Machado; seguramente más por semejanza de temperamento que por deliberado propósito de asimilación. La obra lírica de F. González es como la de un Antonio Machado que ha sentido el mar. Ya en su primer libro —libro de adolescencia—, Las canciones del alba, se insinúan los asuntos y los procedimientos en «Camaradas de infancia» y «Mi dolor, fugitivo». Después en 1923 y 1924 se publican dos obras que revelan a un verdadero y hondo poeta: Manantiales en la ruta y Hogueras en la montaña. Indudablemente el más simpático, el más atrayente y de inspiración más continua es el primero de estos dos libros. En él vemos ya este significativo título de varios poemas: «Versos del camino del hogar y del pueblo». En ellos sentimos la inmensa línea de la carretera blanca y las casitas de techos rojos, los canes ladradores y el trotar de los caballos del cochitranco y los montes azules; vemos al poeta enfermo de amar y de pensar:

 

Yo era una gran mariposa

con alas de pensamientos.[38]

 

El regreso al hogar paterno —también en la Odisea, como sentida por el genio del mar, hay una página incomparable de la emoción del retorno—; y la obsesionante ventana de aquella casa triste en que los pájaros callan en sus jaulas amarillas; habla con el campo, y

 

Es una mirada fija

sobre los montes lejanos […][39]

 

 

Asistimos —éste es el verbo que es preciso emplear— al poema vivo «Palabras de mi padre», que en mi opinión no cede ante los de tema análogo de A. Machado:

 

Mi padre tiene una mirada grave

y unos hilos de plata en la cabeza […][40]

 

Y sigue la emoción fuerte y lograda en la «Canción del hermano viajero» y «El patio de mi casa».

Las poesías amorosas tienen este mismo encanto de lo familiar y lo fraternal; una de ellas, «La canción del amor primero», tiene toda la frescura e ingenuidad de un romance lírico de fines del XV:

 

Yo tengo un amor primero,

¡quien lo pudiera rimar!

Él es muy blanco y muy niño.

Tan dentro de mi alma está

que no hay manos en la tierra

que me lo puedan robar.

¡Antes robaran las perlas

de las entrañas del mar […]

 

El amor es un viajero

que no cesa de viajar.

¡Por los caminos del mundo

todos le han visto pasar!

 

Él llama a todas las puertas

y se sienta en todo hogar,

y bebe en todas las fuentes

y duerme en todo lugar.

Todas las penas del mundo

van dentro de su carcaj...

 

Por los caminos del mundo

todos le han visto pasar.

Lleva vendados los ojos

y ve todo su mirar...

 

A mi alma llamó un día...

¡Fue tan dulce su llamar,

que las alondras del alba

se lanzaron a volar...!

 

¡Yo tengo un amor primero!

¡Quién lo pudiera rimar...![41]

 

También ha cantado a los poetas hermanos, al patriarca y hermano mayor Tomás Morales, y a los compañeros Saulo Torón y Claudio de la Torre, y nos ha presentado varios cuadros insulares.

Finalmente, y coincidiendo con el tema de la intimidad, nos deja dos obras maestras en las poesías «El retorno de la amargura» y «La última noche del niño enfermo». En la primera, entre toques de paisajismo impresionista, se afianza una emoción honda y misteriosa. Misterio; he aquí un término que se da aún más inquietadoramente en la segunda obrita. No sé por qué viene a mi memoria el recuerdo de Maeterlinck. Es posible que Fernando González no lo haya tenido en cuenta, pero el misterioso temblor de esa última noche es la hermosa interpretación lírica del mismo sentimiento de terror a lo desconocido que como un vaivén de llamas consumió el arte del fin de siglo y vibra en aleteo inefable de la Salomé de Oscar Wilde, y la tragedia entre mística y espiritista de La Intrusa y Los ciegos de Maeterlinck:

 

 

[–¡]Toda la noche la puerta abierta!

¿Alguien ha entrado, mi dulce hermano?

— Sólo la brisa salvó la puerta...

¡Sentí su roce sobre mi mano...!

 

— ¿Nadie ha llamado por mí, hermanito?

— Nadie ha llamado, mi buena hermana.

Sólo vi un pájaro pequeñito

en el alféizar de la ventana...

 

— ¿Y no sentiste, mi hermano puro,

inclinaciones de ir a cogerlo?

— La casa estaba tan en oscuro

que tuve miedo sólo de verlo...

 

— ¿Nadie ha venido cantando amores?

— Nadie ha venido cantando, hermana.

¡Sólo unos perros madrugadores

sentí ladrando por la solana...!

 

— ¡Era la noche tan clara y bella!

— ¡Ya en el espacio no hay luz alguna!

— ¿Quién ha robado la última estrella?

— ¡Era la estrella de mi fortuna!

 

— ¡No tengas pena, mi dulce hermano!

¡Traerá la aurora tanta alegría!

— ¡Sobre mi alma tiene su mano

puesta una sombra borrosa y fría...!

 

En vano quiero lanzarme al viento...

Ser cual un ave de audaces alas...

Mas sólo vuela mi pensamiento…

— ¿Por qué, hermanito, tu queja exhalas?

 

— ¡Por qué aún no viene la limpia aurora!

— ¡De azul y oro vendrá vestida!

— ¡Conté la noche hora por hora,

por que se hiciera mayor mi vida!

 

— Ahora en el alma tengo un lucero...

— ¡Llena la casa de luz, hermana!

¡Que se ilumine todo el sendero…!

¿Quién me ha llamado tras la ventana?

 

¡Ya tengo miedo, y estoy contigo!

¡Atranca puertas y ventanales!

¡Que no se quede ningún postigo,

para que no entren los vendavales!

 

¡Llena de lumbre la casa oscura!

¿Dónde te escondes, hermana...? ¡Hermana!

¡Ay, que estoy solo con mi amargura

y están llamándome a la ventana…![42]

 

Acaso entre los poetas íntimos tenga cabida, principalmente, la obra de José Manuel Guimerá, autor de algunos breves e inspirados poemitas, según creo, aún no publicados.

 

4º. Seguramente el punto más interesante de la poesía moderna canaria es el que se refiere a la interpretación del mar. Acaso la escuela insular aporte un valor nuevo a nuestra lírica. «Necesitamos de poetas marinos —dice A. Machado[43]—; hemos tenido muchos, tal vez demasiados, de tierra adentro que olvidaron cómo esta Iberia triste no es sino un Finis-Terrae, un ancho promontorio, erizado de sierras, de la Europa occidental»[44]. La lírica española no fue, esencialmente, marina, a lo sumo habrá sido mediterránea, no atlántica —el Mediterráneo es sólo un simulacro de mar—. Portugal en la península, y Canarias, fuera de ella, presentan un aspecto nuevo en la manera de sentir el mar. Para el portugués el mar es un motivo de nostalgia, de «saudade»; es una infinitud que nos separa de un mundo de posibilidades; pero ese mundo es una tierra, lejana, añorable, hecha de gasas y nubes. Por eso Portugal es, o fue, una raza de aventureros y conquistadores, y Os Lusiadas su poema del mar, una eterna añoranza de nuevas tierras, en que para llegar a la suma belleza se impone la creación de la isla de Venus, estilizada, ideal, pero tierra al fin. Para el canario el mar es el mar mismo, no un camino, ni una añoranza; es una parte de su ser y de su alma, es el «mar de mi Infancia y de mi Juventud… mar Mío», como cantó con emoción Morales[45].

Castilla no es una tierra de cantores del mar. Y Castilla absorbió casi toda España, llevándola hacia sus fuertes peñascos avileses o hacia la desoladora estepa manchega. Cuando D. Quijote vio el mar, se acercó la hora de su desgracia y derrota. «Tendieron Don Quijote y Sancho la vista por todas partes; vieron el mar hasta entonces dellos no visto; parecioles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto». Y sin embargo ese mar era sólo el Mediterráneo, que al lado del Océano inmenso es como una laguna. Refiriéndose a él pudo hablar Tirso en El Burlador de Sevilla (jorn. I, vers. 393-[3]94) de «los combates dulces / del agua entre las rocas». ¿Qué es el mar para la mayor parte de los hombres de Castilla? «Aún no había visto el mar Teófilo, y se lo representaba como unas sábanas verdosas con puntilla blanca en su extremo, que se elevaban y bajaban como en una decoración de teatro»[46].

No quiere esto decir que todos los poetas castellanos se resientan de esta falta. Lo mismo en Lope de Vega que llama al Atlántico «el mar de España» en su Peribañez —cita que hace notar con acierto A. Machado[47]— que en Calderón, puede observarse una intuición del mar pleno, más allá de la aspereza de nuestros poetas de estepa y de secano o de lo lamido de los mediterraneizantes, cuyas olitas que mojan los pies de las bañistas cantó Gil Polo con una cursilería precursora de la de la ópera Marina. Calderón en su arte exquisito y barroco tiene maravillosas imágenes del mar:

 

Sal, señor, a la orilla

del mar, que la cabeza crespa humilla

al monte que le da para más pena

en prisión de cristal cárcel de arena.[48]

 

— Ese monstruo nevado

que en sus ondas dilata

a espejos de zafir marcos de plata.[49]

 

El mar alterado

en piélagos de montes levantado

riza la altiva frente,

y sañudo Neptuno

parece que, importuno,

turbó la faz y sacudió el tridente.

Tormenta el marinero se presuma;

que se atreven al cielo

montes de sal, pirámides de hielo,

torres de nieve, alcázares de espuma.[50]

 

Es el inmenso y terrible océano que ofrece a los náufragos:

 

sepulcros de coral, tumbas de nieve

en bóvedas de plata,[51]

 

que se compara a un caballo de crines blancas que avanza furioso:

 

Aqueste freno de arena

que para a raya la furia

de ese marino caballo,

siempre argentado de espuma, […][52]

 

[…] la playa,

freno de arena que detiene a raya

ese del mar caballo desbocado

siempre de sus espumas argentado, […][53]

 

En la poesía canaria se dan dos momentos respecto a la interpretación del mar. Se empieza por cantar al puerto, a la nave, a los hombres de mar, o a lo sumo a un mar clásico, retórico, mitológico que —en un a modo de antropomorfismo— se le supone «como un viejo camarada de infancia»[54]. Después se llega a la esencia del mar mismo, esfumante, panteísta, lírica. Aunque los elementos marinos se dan más o menos en todos los poetas canarios, simbolizan estos dos momentos los Poemas de la gloria, del amor y del mar y la «Oda al Atlántico» de Morales (primer aspecto) y El caracol encantado de Saulo Torón (el segundo).

El mar de Morales es el mar del navegante; trae consigo el blancor de una vela, el faro lejano, la voz de las sirenas, las aventuras de los lobos de mar; y es el puerto: el muelle, la botadura del barco, los marineros que, en tierra, relatan su cuentos, el agua contenida en las líneas de tierra,

 

[y] el leve chapoteo del agua verdinosa

lamiendo los sillares del malecón dormido.[55]

 

Y es que Morales es ante todo un clásico. Para llegar al mar romántico precisa esta contención del agua inmensa en límites. Antes de los cuadros de marinas del siglo XIX, están ya en el XVII francés los puertos de Claudio de Lorena. El hondo pensador y egregio prosista actual Eugenio d’Ors ha expresado profundamente este doble aspecto del puerto y del mar, que copio por ser utilísimo para aclarar mi punto de vista:

 

 

DIÁLOGO DEL PASEO DE ESCOLLERA[56]

 

Suaves son las luces del crepúsculo en el puerto. No sé si más bellas las que en el firmamento se encienden que aquellas otras que, por mano de hombre, pero con apariencia igualmente maravillosa desde aquí, van pespunteando con su aparecer paulatino sobre la costa la curva suave de la ciudad.

— Gustamos los amigos de repetir este paseo a lo largo del malecón. El ánimo turbado por la agitación diaria de las pasiones y las tareas recobra en este ejercicio la perdida serenidad. La vista se parte entre la abierta contemplación del mar libre, ahora mugidor a nuestra izquierda, y la cerrada de las aguas tranquilas que, a medias esclavas entre muros y rocas, chapotean del otro lado, en el puerto, y se deshacen en tenues suspiros y voces casi articuladas, que a veces diríanse obscuramente mimosas palabras de mujer.

— La ecuánime admiración por todo lo bello, ¿nos consentiría ahora el valor de escoger entre espectáculos? ¿Podríamos preferir estéticamente, intelectual y moralmente tal vez, la infinita visión del mar libre a la limitada del puerto?

— ¿Por qué distinguir, por qué escoger?

— Porque distinguir es el camino de la Inteligencia; escoger, la única prenda segura de virilidad. Para ser inteligente, para ser hombre y, sobre todo, para ser hombre inteligente, es necesario sacrificar mucho. Todo es hermoso. Todo se confunde... Bien. Esto tal vez explica el mundo. Pero esto no nos justifica a nosotros. Y sólo la perfección se produce, y sólo nace la verdad, cuando ante un mundo real se coloca un contemplador justo.

— Recuerdo que alguna vez se nos ha presentado un duro problema parecido en grado sumo a éste que ahora apremia nuestra elección. Se trataba de la obra total de Goethe, y perentoriamente se nos preguntaba: ¿Qué preferís en ella, y dentro de lo señero de ella, Fausto, el esfuerzo gigante, o Ifigenia, creación perfecta y acabada…? Y se nos prevenía que por el nudo de esta cuestión pasaba el meridiano que inevitablemente partía en dos mitades el mundo entero de la ideas.

— No eran sólo semejantes la cuestión literaria entre poema y poema goethianos y esta otra entre aguas y aguas, a diestra y siniestra de nuestro viáculo porteño: eran, las dos, la misma cultura o paisaje, meridiano ideológico o paseo de escollera, visión voluptuosa o estudio nutriz; de lo que se trata es de escoger entre romanticismo y clasicismo, entre sublimidad y belleza, entre el infinito y la perfección... He aquí lo sin límites, que nos exalta, pero que tal vez nos pierde, he aquí, a banda opuesta, lo limitado, que acaso nos ahoga, pero que nos procura la delicia suprema de comprender.

— Insensiblemente parecen insinuarse en estas palabras prejuicio y consejo. Gana con ellas una primera jugada Ifigenia sobre el Fausto, el puerto sobre el mar libre. Seguramente, una segunda jugada dialéctica arrojaría resultado distinto, si entraban en puesta la riqueza y la variedad. Aguas tranquilas, vuestro ahogo posible es siempre el mismo ahogo. Llanura infinita, tu exaltación es un dinamismo, diferente en cada día y en cada hora, siempre diverso en obra de sucesiva recreación.

— La monotonía está siempre en nosotros, y no en las cosas. El artista lo dijo, la filosofía lo ha repetido con insistencia después: basta mirar algo con atención, para que se vuelva interesante.

— El mar libre tiene la profusión de sus grandes olas.

— Pero el puerto tiene la profusión de sus bien equilibrados navíos.

— ¿Hay algo que pueda compararse a estas magníficas montañas grises, de verdinegro vientre y cresta de plata, que avanzan locas y crecen, y rugen, y se quiebran, vencidas y vencedoras a la vez, en el espasmo y en el sollozo?

— Sí. Estas vertebradas estructuras navieras, que al alba avanzarán dulce e irónicamente, entre las olas mismas, la tajante insinuación de una proa y el equilibrio noble de una inteligente economía utilitaria.

— Se enfurecerán mañana por ventura las olas y se tragarán al navío.

— Otro seguirá pasado mañana, infatigable como la cultura, por la ruta invisible que comenzó a surcar el primero.

— La víspera de una repetición se llama siempre tragedia.

— Pero al día siguiente de una tragedia se llama siempre sonrisa.

— La alternativa inacabable entre sonrisas y tragedias, ¿no es una tragedia también?

— No, por la misma razón que no es noche el cielo regulador[57] entre la luz y la sombra. La unión de un día con una noche se llama un día. La unión de un fracaso con un éxito se llama seriedad.

— Todas las sensibilidades rotas gustan de los puertos. Todas las civilizaciones fatigadas gustan del clasicismo.

— Todas las voluntades turbias buscan en lo infinito la magna excusa de la embriaguez.

— ¡Hay que estar siempre embriagado —dijo el poeta—. ¡De alcohol, de virtud, de divinidad, no importa!

— No hay que estar nunca embriagado. Sólo un pecado existe, y es la embriaguez. La cólera no es pecado, sino la embriaguez de cólera. La avaricia no es pecado, sino la embriaguez de avaricia. La lujuria no es pecado, sino la embriaguez de lujuria. La caída está siempre en el olvido de la serenidad. Perder el dominio de sí mismo, perder la conciencia, enajenarse, he aquí el mal. El alma se conserva pura, en tanto que la moderación no se ausenta. Todo está salvado todavía, mientras en la noche de nuestras pasiones permanezcan vigilantes las lucecitas de la razón, claras y seguras como las lucecitas de los puertos.

— He aquí una gaviota... He aquí otra gaviota, muchas gaviotas... Libres y sin remordimiento cruzan nuestro camino. Van del mar libre al cerrado puerto y, aliabiertas, vuelven del puerto al mar.

— Tal vez convenga que aceptemos la lección de la gaviota. Tal vez la suprema solución se halle en el secreto de estos giros, de apariencia voluble. Navegar es necesario, pero volar también es necesario. Dialogar como lo estamos haciendo, ¿no es lanzarse a un mar libre que no conoce siquiera las costas del principio de contradicción? Pero no tendríamos derecho a deportarnos así, en el encanto vago de la hora crepuscular, si antes no hubiésemos ofrendado al deber del día la fatiga santa de nuestras estrictas tareas. Una vez más parece oportuno distinguir, a tiempo que dialéctamente se reúnen, el juego y el trabajo... Hay que volar a todos los vientos de todos los mares, pero hay que procrear en un nido.

 

Hasta aquí d’Ors. ¿No parecen estas páginas una diferenciación entre el arte de Tomás y el de Saulo?

Pero no se pasa de un salto del puerto al mar esfumante. Morales llega a un grado intermedio de evolución al concebir su mar mitológico, en lo más brillante de su poesía. El armonioso poema «Marina» de Rubén Darío, en Cantos de vida y esperanza[58], es un probable precedente del mar de Morales. Rubén asocia las piedras preciosas de sus imágenes y versos a las fábulas clásicas:

 

velas purpúreas de bajeles

que saludaron el mugir del toro

celeste, con Europa sobre el lomo

que salpicaba la revuelta espuma.

¡Magnífico y sonoro

se oye en las aguas como

un tropel de tropeles,

tropel de los tropeles de tritones![59]

 

Acaso con estas influencias, o con algún recuerdo virgiliano en la evocación de Neptuno[60], construye Morales su maravillosa «Oda al Atlántico», que sea cualquiera nuestra actitud ante la retórica no podemos menos de admirar:

 

El mar, el gran amigo de mis sueños, el fuerte

titán de hombros cerúleos e inenarrable encanto […][61]

 

se presenta ante nuestros ojos, y un brillo de mitología y de sonoridad wagneriana nos seduce y encanta. Así, magníficamente, describe el carro de Neptuno:

 

Es una inmensa concha de vívidos fulgores;

cuajó el marismo en ella la esencia de sus sales

y en sus vidriadas minas quebraron sus colores

las siete iridiscentes lumbreras espectrales.

Incrustan sus costados marinos atributos

–nautilos y medusas de nacaradas venas–

y uncidos a su lanza, cuatro piafantes brutos

con alas de pegasos y colas de sirenas.

Vedlos: ¡cómo engallardan las cabezas cornígeras!

Ensartadas de perlas vuelan las recias crines,

y entre sus finas patas, para el galope alígeras,

funambulescamente, rebotan los delfines...

El agua que inundara los flancos andarines

chorrea en cataratas por el pelo luciente.

¡Oh, cuán abiertamente

se encabritan y emprenden la carrera, fogosos,

los ijares enjutos, los belfos espumosos,[62]

al sentir en las ancas las puntas del tridente…![63]

 

Y en medio, el Dios. Sereno,

en su arrogante senectud[64] longeva,

respira a pulmón pleno

la salada ambrosía que su vigor renueva.

Mira su vasto imperio, su olímpico legado

—sin sendas, sin fronteras, sin límites caducos—;

y el viento que a su marcha despierta inusitado,

le arrebata en sus vuelos el manto constelado,

la cabellera de algas y la barba de fucos...

Tiende sobre las ondas su cetro soberano;

con apretada mano,

su pulso duro rige la cuadriga tonante

que despide en su rapto fugaces aureolas

o se envuelve en rizadas espumas de diamante.

 

¡Así miró el Océano sus primitivas olas![65]

 

(«Oda al Atlántico»)

 

Pero esta soberbia poesía, aún más que el canto del mar, es el poema de la construcción de la nave:

 

¡La nave…! Concreción de olímpica sonrisa;

vaso maravilloso de tablazón sonora,

pájaro de alas blancas para vencer la brisa:

amor de las estrellas y orgullo de la aurora…[66]

 

Después de esto se va llegando al mar íntimo y lírico —«Quesada», «Canto a Jesús de Nazareth», «La luna está sobre el mar»; F. González, «El pensamiento sobre el mar»—. Un momento poderoso y fuerte, pero también íntimo, lo representa el inspirado soneto «A bordo» de Manuel Verdugo.

Llegamos al mar esfumanfe, inmenso. Luis Rodríguez Figueroa en la segunda parte de su obra, nos da una impresión principalmente visual, en brillantes notas de color:

 

En la mar tranquila,

donde centellean

los oros intensos,

los claros violetas,

los verdes fugaces

y rojos de hoguera

del Ocaso[67] espléndido...[68]

 

y entre estos fulgores la nostalgia de la amada, romántica también.

Y al fin tenemos al autor de un poema exclusivamente marino. Saulo Torón era ya conocido por su libro Las monedas de cobre (Madrid, 1919), pero su reciente obra marca un gran progreso en su evolución poética y una tendencia mucho más moderna y atrayente. El caracol encantado (verso), aunque compuesto entre 1918 y 1923, se ha publicado en 1926. Aunque su lema son unos versos de Darío:

 

Y oigo un rumor de olas y un incógnito acento

y un profundo oleaje y un misterioso viento…

(El caracol la forma tiene de un corazón), […][69]

 

su inspiración está mucho más hacia nosotros. La obra —concebida y ejecutada musicalmente— es una sinfonía marina, a base de los temas de nostalgia, irisaciones, nubes, espuma, noche, misticismo: sobre estas melodías persiste, eterna, inmensa, monócroma, la harmonía de las olas del mar. El precedente de esta técnica podemos encontrarlo en el gran poeta, acaso el más lírico de los contemporáneos, y desde luego el de inspiración más continua y extensa, y de una mayor evolución en la depuración de estilo: Juan Ramón Jiménez. En Piedra y cielo[70], por ej., hay temas musicales de mar que ofrecen analogías con los del poeta canario.

El caracol encantado revela a un verdadero poeta que llega a su plena expresión. En su construcción sinfónica, el poema no puede ser dado en fragmentos; romperían la unidad de la obra. Cuando a propósito de este sentimiento —vago, melódico— del mar he dado la palabra romanticismo, entiéndase en su lato sentido en que se incluye todo lo no contenido y limitado, es decir, ante todo, la actitud lírica; nada del romanticismo de un momento histórico enfermizo y lánguido a lo Schumann o a lo Lamartine.

Y finalmente, no podemos omitir la influencia del ambiente canario, en la manera de sentir el mar, en la ilustre figura de nuestro pensamiento y literatura don Miguel de Unamuno, en su colección de sonetos De Fuerteventura a París (París, 1925). Citemos algunas estrofas:

 

XXIII

¿Qué dices, mar, con tu susurro? Dime,

¿ríes o lloras? Pasando las cuentas

del eterno rosario me acrecientas

el ansia de soñar que al pecho oprime.[71]

 

XXIV

Cuando en lago de nubes peregrina

la luna encima de la mar navega,

a mi alma, nube fugitiva, llega

rayo de luz de lívida doctrina.[72]

 

XXVII

Tranquilos ecos del hogar lejano,

grises recuerdos del fugaz sosiego,[73]

[…].

 

XXXIV

La mar ciñe a la noche en su regazo

y la noche a la mar; la luna, ausente;

se besan en los ojos y en la frente,

los besos dejan misterioso trazo.

Derrítense después en un abrazo,

tiritan las estrellas con ardiente

pasión de mero amor y el alma siente

que noche y mar la enredan en su lazo.

 

XXXV

Raya celeste de la mar serena,

se echa de bruces sobre ti mi mente

y abreva en ti, misteriosa fuente,

el secreto de Dios de que estás llena.[74]

 

A veces está el sentido del mar unido al de la aridez de los peñascos, como en «Quesada»:

 

Ruina de volcán esta montaña

por la sed descarnada y tan desnuda

que la desolación contempla muda

de esta isla sufrida y ermitaña.

 

La mar piadosa con su espuma baña

las uñas de sus pies y la esquinuda

camella rumia allí la aulaga ruda

con cuatro patas colosal araña.

 

Pellas de gofio, pan en esqueleto,

forma a estos hombres –lo demás conduto–;

y en este suelo de escorial escueto,

 

arraigado en las piedras, gris y enjuto,

como pasó el abuelo pasa el nieto

sin hojas, dando sólo flor y fruto.[75]

 

(En la nota: «La aulaga es un esqueleto de planta; la camella es casi esquelética y Fuerteventura es casi un esqueleto de isla»[76]).

Unamuno ha sido uno de los artistas que mejor ha interpretado el espíritu isleño. A Canarias le cabe la honra de haber suministrado nuevas posibilidades a tan vario y genial escritor.

 

*        *        *

 

Creo haber presentado los principales rasgos de esta escuela poética tan interesante. Lamento no haber podido tratar la obra de otros excelentes poetas, pero se impone un final. Debo, con todo, referirme a los nombres de Claudio de la Torre y Agustín Millares, y entre los poetas que se forman en fecundas direcciones, además de José Manuel Guimerá, Francisco Izquierdo y Pedro Pinto de la Rosa (Tenerife), Josefina de la Torre, Luis Benítez Inglott, Pedro Perdomo Acedo, Montiano Placeres, Vicente Boada y Félix Delgado (Gran Canaria); y no omitir al poeta de la Gomera, autor de uno de los libros más conocidos en la península, Salterio: Pedro Bethencourt.

 

*        *        *

 

Para terminar, mi gratitud a D. Domingo Cabrera y D. Fernando González que, amablemente, me han proporcionado libros y datos muy útiles, y mi afecto a esta tierra y a esta poesía.


 

apéndice bibliográfico[77]

 

Además de las obras de Tomás Morales, M. Verdugo, L. Rodríguez Figueroa, «Alonso Quesada», F. González y Saulo Torón, a que nos referimos en el texto, y multitud de poesías publicadas en diarios y revistas, entre las que hemos podido utilizar los materiales que para una Antología de poetas canarios posee F. González, hemos tenido en cuenta las siguientes publicaciones:

 

Antonio Zerolo: Ensayo poético sobre la Conquista de Tenerife y [de] La Palma, Santa Cruz de Tenerife, 1881. (En octavas reales).

 

Antonio Zerolo: Al valle de La Orotava, Poesía... Santa Cruz de Tenerife, 1888. (En octavas reales). Rec[uerda] algo al estilo de Zorrilla (por ej., de la Introducción a los Cantos del Trovador). Hay algún elemento de sentimiento del paisaje:

 

El agrio corte de la tierra hendida

donde un río de lava serpentea…

 

Antonio Zerolo: Poesías, premiadas en el certamen... con motivo del cuarto centenario de la conquista de las islas de Tenerife y la Palma, 1896. Santa Cruz de Tenerife, 1896. (Contiene «El amor» en quintetos, y «Canto a la conquista» en octavas reales).

 

José Tabares Bartlett: Bosquejo poético sobre la conquista de Canarias y un romance, Santa Cruz de Tenerife, 1881. (El Bosquejo en décimas; el romance es romancillo:

 

¡Qué cielo tan hermoso

el cielo de Nivaria...!).

 

José Tabares Bartlett: Estrofas, Tenerife, Tipografía de La Laguna, 1900. «Al Teide». (Elemento de paisaje envuelto en retórica).

 

José Tabares Bartlett: Trompos y cometas. Poema. Primera edición: San Cristóbal de La Laguna, 1911. (Influencia de Núñez de Arce; la versificación es la de la estrofa de la oda «Tristezas». Evoca su vida de infancia. Recuerda el tono de «Un idilio» de N. de Arce. Véase una estrofa:

 

El sonoro tañer de la campana

que anuncia la mañana

y nos llamó con toque presuroso

al rito del domingo; ansiado día

de asueto y alegría,

al Señor consagrado y al reposo.

 

Comp[árese con] Núñez:

 

El místico clamor de la campana

que sobre el alma humana

de las caladas torres se despeña…).

 

José Tabares Bartlett: La caza. Poema. Primera edición, San Cristóbal de La Laguna, 1908. «Prólogo» de Ángel Guimerá (fechado en Barcelona, octubre, 6 de 1907). (El poema escrito en la misma estrofa de Núñez de Arce).

 

José Tabares Bartlett: Tenerife. Poema. La Laguna, 1915. (En la estrofa de Núñez de Arce).

 

Patricio Perera y Álvarez: Homenaje a la muy noble y leal ciudad de San Cristóbal de La Laguna, Santa Cruz de Tenerife, 1891. (Poema en quintetos. Retórica a la romántica).

 

Guillermo Perera y Álvarez: La Princesa Dácil. Romance. Laguna de Tenerife, 1896.

 

José Hernández Amador: «La sombra del Hermano de Asís». (Poesía). En Discursos y poesías de la gran velada (4, septiembre, 1913). Santa Cruz de Tenerife, 1914. (Inspirada: el ritmo, aunque no el asunto, recuerda a Gabriel y Galán).

 

Claudio de la Torre: El canto diverso, con prólogo de Enrique Díez-Canedo, Madrid, 1918. (Inspiración muy moderna. Notemos la poesía que comienza:

 

La carretera blanca está en silencio).

 

Fiesta de los Menceyes: celebrada en el teatro Leal el 12 de septiembre de 1919, La Laguna. Contiene las poesías:

 

«El Mencey de Arautapala», por Luis Rodríguez Figueroa. (Primera época de este poeta, fuerte con intenso sentido del paisaje).

 

«Mar y cumbre», por Diego Crosa.

 

«El salmo de la raza», por José M. Benítez Toledo.

 

«La fuente de la selva», por Guillermo Perera y Álvarez. (Hermoso romance).

 

«Zebensui (el hidalgo pobre)», por J. Tabares y Bartlett. (Una de las poesías más inspiradas en que se nota ya plenamente la sensación del paisaje canario:

 

Campo risueño de feraz llanura

saliente al mar que azota su ribera,

con pétreos montes de gallarda altura

dominando la zona costanera.

 

Allí es radiante el sol, quiebra su lumbre

en la hondonada cóncava y sombria).

 

«El Mencey de Abona. Tradición», por Domingo J. Manrique. (Hermosas descripciones de paisaje).

 

«Teiba», por José Hernández Amador.

 

«Añaterve», por Manuel Verdugo.

 

«La tierra y la raza», por Ramón Gil-Roldán.

 

José Tabares Bartlett: Tenerife, poema, con «Sonetos» y «Poesías varias». Los sonetos y poesías son lo más cuajado y de sentido más moderno de la producción de Tabares. En los sonetos hay rasgos fuertes en hermosos versos, temas de paisaje y de color («Puesta de sol», por ej.) y elementos de una gran finura. Véase por ej.:

 

A Josefina de Ascanio

 

Desde la crencha de tu oscuro pelo

que besando acaricia el aura leve,

hasta el sedoso y transparente velo

del encaje que rosa tu pie breve;

tus ojos, brilladores como el cielo;

tus manos, lirios de impoluta nieve,

tus líneas, tus contornos, son modelo

que en vano el arte a bosquejar se atreve.

Tu voz, como el acorde de una lira,

fuente parece que en brezal suspira;

los ensueños del amor provoca...

Es tu sonrisa un mundo de quimeras,

y van las ilusiones prisioneras

en el hilo de perlas de tu boca.

 

Nadie antes del modernismo, ni aún López de Ayala, superó este bello sentido de galantería.

En «A una viga de lagar» hay esta hermosa estrofa:

 

Fuiste más tarde mástil de un navío

gallardo al viento, que la curva prora

entre espumas avanza cortadora

por las olas del piélago bravío.

 

Hay asuntos típicamente canarios como el de «Las folías» y «La lechera».

Entre las «Poesías varias» se halla «Bajamar» (en los versos típicos de Federico Balart) y sobre todo «Versos íntimos», donde se expresan motivos de ambiente y emoción de la tierra y costumbres canarias con un vigor no superado:

 

Un camino, una trocha, una cañada.

 

[…] las cortadas grietas.

 

La piedra lisa, a los solares rayos

abrillantada en su gastado centro.

 

¡Oh, peña informe, roca inolvidable

en estéril arroyo, en agrio lecho!

 

Homenaje José Tabares Bartlett, La Laguna, 1923. (Poesías de M. Verdugo, A. Zerolo, Domingo J. Manrique, J. Hernández Amador, L. Rodríguez Figueroa, Guillermo Perera, Isaac Viera, M. Alonso del Castillo y Ballester).

 

José González Rodríguez: Pro cultura. Biografías de personalidades contemporáneas que más han contribuido al progreso intelectual, material y artístico de Canarias. Laguna de Tenerife, 1923. En cuanto a poetas, se hallan incluidos Antonio Zerolo, Manuel Verdugo Bartlett (con reproducción del autógrafo del admirable soneto «Sacras cegueras»; es muy interesante su autobiografía), Ramón Gil Roldán (con su vigorosa poesía «Evocación»), José Hernández Amador («La sombra del hermano de Asís», «Aniversario» –soneto– y «Sendero de luz»; esta última poesía [es] una de las más bellas interpretaciones del mar en la lírica canaria), Luis Rodríguez Figueroa («Retorno lírico»), José Tabares Bartlett («Bajamar», «Remembranza», «A mi perro», y Julio Mendoza —sonetos—), Domingo J. Manrique («Dedicatoria», la delicada composición: «El arrorró, Tu risa») y Guillermo Perera («La lira española»).

 

Folías: colección de coplas canarias por Diego Crosa. Prólogo de A. Domínguez Alfonso, Tenerife, 1923. (Algunas son verdaderas pequeñas obras maestras de inspiración popular y sentimiento del paisaje y costumbrismo canarios).

 

Félix Delgado: Paisajes y otras visiones. Poemas. Gran Canaria, 1923. (Inspiración muy moderna; elementos muy bellos de interpretaciones de paisaje y del mar).


 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] Después de conseguir su cátedra en La Laguna publicó numerosos poemas y firmó dos obras en prosa; los primeros se repartieron por diversas revistas: Mediodía, Meseta, La Gaceta Literaria, etc.; tomaron cuerpo de libro las segundas en Valbuena Prat (1926 y 1927).

[2] Apareció en primer lugar editado junto al Discurso de Serra y Ráfols en un fino librito, Santa Cruz de Tenerife, Imprenta de E. Zamorano, 1926. Al día siguiente de su pronunciación comenzó a publicarse por entregas, con algunas variantes y otras supresiones, en el diario canario La Prensa, 2, 5, 6 y 10 de octubre de 1926. En esta versión, además, también fueron suprimidas las fuentes bibliográficas. No muchos años más tarde (en torno a 1930) fue reeditado en la Biblioteca Canaria (colección «Ensayos literarios»), Santa Cruz de Tenerife, Librería Hespérides, s.f. Esta tercera edición, al seguir la publicada en el diario citado, continúa manipulando la versión originaria, agregando un haz de cambios a los ya introducidos. Sigo la versión más completa del texto, la editada conjuntamente en forma de opúsculo, aunque dada la brevedad del Discurso y la abundancia de las citas evito en lo sucesivo indicar la página.

[3] Confróntese estas palabras impresas en 1926 con las que puso al frente de su obra La poesía española contemporánea: «Dada la dificultad de enjuiciar todo movimiento de arte todavía vivo y objeto de pasiones e incomprensiones, nuestra labor no puede ser más que un generoso propósito. Con todas las adiciones, con todas las rectificaciones que el tiempo y nuevas lecturas nos pueden obligar a hacer. Con todo, creemos que es preciso abordar estos temas vibrantes, clasificar y ordenar en lo que sea posible las reformas de arte actual» (Valbuena Prat 1930: 21).

[4] Sin embargo, en su apretada síntesis de historia de la poesía contemporánea, con una selección de obras y autores bien nivelada y mejor reglada, afirmó que su «criterio ha sido, sobre todo, poner de relieve, caracterizar cada personalidad poética, cada grupo literario» (Valbuena Prat 1930: 21).

[5] La Historia de la poesía canaria ha sido reeditada (Valbuena Prat 2003). Puede ser consultada asimismo en la reproducción de la edición de 1937 que presenta la Biblioteca Digital de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

[6] Por unas declaraciones de Valbuena (ratificadas y especificadas tiempo después por el propio Fernando González), fue este joven escritor quien le confió los materiales que tenía agavillados para confeccionar una nonata Antología de poetas canarios.

[7] Su título ya es un síntoma de la celeridad con que se trabajó en la imprenta: «Apéndice biográfico». A ojos vista es un craso error de lectura del impresor, pues no se ofrecían notas de esa naturaleza, sino netamente bibliográficas. En la edición que ofrezco me permito cambiar el título del epígrafe: «Apéndice bibliográfico».

[8] Sería prolijo comentar aquí la abundante variedad de artículos, reseñas y poemas que publicó en la prensa canaria, todos participantes de una misma génesis literario-filológica; remito al lector a mi estudio (González Ramírez 2008), donde examino desde sus dos grandes aportaciones a la historiografía literaria canaria (el Discurso inaugural y la Historia de la poesía canaria) hasta todas las colaboraciones en revistas y periódicos (muchas de ellas desconocidas y nunca tenidas en cuenta) que sirvieron de levadura sustancial para un proyecto sobre la historia de la lírica insular, liquidado parcialmente con la obra publicada en 1937. Los artículos encuadrados en el marco del estudio de la poesía canaria aparecen reeditados en el volumen de Valbuena Prat (2008); desde estas líneas hago expresa mi gratitud a Miguel Pérez Corrales, quien con desprendida generosidad me ha proporcionado un buen número de materiales; sin ellos la trayectoria bibliográfica que recorro y analizo en el libro mencionado hubiese quedado muy incompleta.

[9] Este artículo venía acompañado de una breve antología de poetas canarios, corpus poético que se suprimió al publicarse, unas semanas más tarde, en un diario canario, El Tribuno (3 y 4 de agosto de 1927).

[10] Valbuena Prat (1927c), en torno a la poesía de Saulo Torón; Valbuena Prat (1928), sobre el joven Agustín Miranda. Asimismo, Valbuena Prat se iniciaba en el estudio de la poesía áurea en Canarias con un artículo (1929) que, con ligeros retoques y breves adiciones, formaría el capítulo primero de la Historia de la poesía canaria.

[11] Con algunas correcciones y otros añadidos se recogió —ignoro si con posterioridad— en las páginas de La Gaceta Literaria, 78 (15 de marzo de 1930), p. 10.

[12] A este respecto cabe decir que La Rosa de los Vientos se adelantó, con su homenaje al poeta cordobés en su segundo número (mayo de 1927), a muchos de aquellos preparados en otras revistas hoy más valoradas y mejor conocidas por ser sus animadores algunos poetas del 27.

[13] Para Pérez Corrales (1986: 299-300), el Discurso de Valbuena fue uno de los tres apartados determinantes que presentó el año de 1926 y que fueron sustanciales para la definición de la poética de esta revista; los otros dos fueron los artículos de Ernesto Pestana Nóbrega publicados en La Prensa, y la labor de rescate y compilación de romances canarios que estaba llevando a buen puerto Agustín Espinosa.

[14] La Rosa de los Vientos, Santa Cruz de Tenerife, 1927-1928. Se reimprimió facsimilarmente (1977), con una introducción de De la Nuez Caballero, que reproducía un estudio suyo anterior (1965). La segunda edición facsímil ha aparecido en una elegante carpeta (2003). A esta edición la acompaña un cuaderno a modo de prólogo contextualizador, Estudios, manifiestos e índices, donde se incluyen, además de una valiosa nota justificativa sobre la pertinencia de la reedición, varios artículos sobre la revista y su alcance (Krawietz 2003; Brito Díaz 2003). Este cuaderno se completa con la publicación de los dos manifiestos del grupo que dio vida a la revista y un detallado y útil índice de sus colaboradores. La Biblioteca Digital de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria ha llevado a cabo una digitalización de los cinco números de La Rosa de los Vientos.

[15] Para una posible reconstrucción del contenido de este segundo tomo, cfr. De la Nuez (1978). Además téngase en cuenta las sugerencias que aporto en el capítulo sexto de González Ramírez (2008).

[16] Según algunas fuentes contrastadas, la Historia de la poesía canaria fue requisada por la censura franquista. Quien comenta con mayor precisión de detalles este hecho es Rumeu de Armas (1999), que atestigua que «las autoridades universitarias de 1939 condenaron el libro al ostracismo, arrinconando en un desván la edición, fuera del alcance de los estudiosos». Empleando la tercera persona expresa que en 1943 ingresó en la Universidad que había abandonado forzosamente Valbuena, y al ser «informado del cautiverio intelectual» de la Historia de la poesía canaria «accedió inmediatamente al desván, donde pudo recoger veinte ejemplares que repartió entre los más sobresalientes especialista isleños (sin olvidar bibliotecas)». Declara también que habiendo conocido al autor de la Historia de la literatura española años más tarde, le preguntó por la prometida segunda parte de la obra en cuestión, de la que afirmó que estaba escrita y que fue depositada en manos de Agustín Espinosa, «a petición» suya. No creo que tengan validez esas palabras, pues el citado escritor canario murió en enero de 1939, fecha en la que por diferentes peripecias vitales Valbuena seguramente no tendría terminada la continuación de su libro; además, en el archivo de Agustín Espinosa, examinado minuciosamente por Pérez Corrales durante los años en los que trabajaba en sus tesis doctoral, no se ha encontrado ningún manuscrito que se acerque al anunciado segundo tomo de la obra de Valbuena.

[17] B. O. E., 3 de febrero de 1943, p. 1150.

[18] Orden de 28 de marzo de 1946 firmada por el ministro Ibáñez Martín (B. O. E., 15 de mayo de 1946, p. 4125). Narro in extenso las consecuencias de la depuración y el destierro a Murcia de Ángel Valbuena Prat en el capítulo quinto de González Ramírez (2007: 165-187).

[19] En el Discurso se imprime «un» en lugar de «en mi».

[20] Versos pertenecientes a «La espada», de Morales (1922: 68).

[21] Esta frase completa es eliminada en P y, posteriormente, por H.

[22] «Prólogo» de Unamuno a El lino de los sueños, de «Alonso Quesada» (1925: v-xvii; la cita, en pp. ix-xii).

[23] P cambia «este» por «tal»; le sigue H en la modificación.

[24] P, y a continuación H, omitió «en que se combina el misterio infinito del mar como un inmenso arcano de».

[25] En este auto Circe representa a la Culpa; Ulises al hombre (N. del A.).

[26] Versos pertenecientes a «En las rocas de las nieves», de Quesada (1925: 34).

[27] Versos del «Canto a Jesús de Nazareth» (Quesada 1925: 41).

[28] Versos que corresponden a «En la amplitud de la noche» (Quesada 1925: 44).

[29] Versos que pertenecen a «Tierras de Gran Canaria» (Quesada 1925: 129-130).

[30] Versos de «El poeta regresa enfermo», de González (1923: 27).

[31] Versos correspondientes a «Hoy» (González 1923: 18).

[32] Versos iniciales del poema VI de Estelas (Verdugo 1989). En este caso no he podido utilizar la versión original; sin embargo, me he servido de una edición moderna para confrontar la correspondencia de estos versos.

[33] Estas palabras pertenecen a unos versos de «El Domingo…», poema que abre el apartado «Los ingleses de la colonia Spinoza» (Quesada 1925: 71).

[34] Versos que corresponden a «Un concierto en la colonia» (Quesada 1925: 81).

[35] Aparece en el original «hojar»; corrige P.

[36] En el Discurso manifiesta Valbuena que está dedicado a «D. Domingo Cabrera»; el título del poema, por otra parte, no está citado con exactitud: «Himno al volcán, al Teide». Sin embargo, si acudimos a la fuente originaria (Morales 1922: 84-87), advertiremos que la composición aparece dirigida a Carlos Cruz. Ignoro si este poema se publicó con anterioridad en alguna revista o diario dedicado a Domingo Cabrera. Ni P ni H corrigen este desacierto.

[37] Versos iniciales de «Tierras de Gran Canaria» (Quesada 1925: 129).

[38] Versos de «El poeta regresa enfermo» (González 1923: 28).

[39] Versos que corresponden a «La ventana de mi casa» (González 1923: 37).

[40] Versos de «Palabras de mi padre» (González 1923: 40).

[41] Todos estos fragmentos pertenecen a «La canción del amor primero» (González 1923: 66-68).

[42] «La última noche del niño enfermo» (González 1923: 79-81).

[43] [A. Machado,] «Prólogo» a El caracol encantado de Saulo Torón (N. del A.).

[44] No me ha sido posible consultar la primera edición de esta obra, por lo que he comprobado el original con la edición de Torón (1990).

[45] Verso con el que se cierra el primer canto de la «Oda al Atlántico» (Morales 1922: 39).

[46] Valbuena Prat (1926: 153).

[47] Ob. citada. Lope tiene bellas imágenes del mar. Por ej., «Gigante cristalino / al cielo se oponía / el mar con blancas torres / de espumas fugitivas», La Dorotea (N. del A.).

[48] P. Calderón de la Barca, El purgatorio de San Patricio, vv. 61-64.

[49] P. Calderón de la Barca, El purgatorio de San Patricio, vv. 66-68.

[50] P. Calderón de la Barca, El purgatorio de San Patricio, vv. 82-91.

[51] [P. Calderón de la Barca,] El purgatorio de San Patricio[, versos 101-102] (N. del A.).

[52] [P. Calderón de la Barca,] La cena de[l rey] Baltasar (auto)[, versos 392-395] (N. del A.).

[53] [P. Calderón de la Barca,] La vacante general (auto)[, versos 503-506] (N. del A.).

[54] Extracto del verso primero («El mar es como un viejo camarada de infancia») del poema que abre el apartado «Los puertos, los mares y los hombres» (Morales 1922: 103-105).

[55] Versos pertenecientes al poema I, «Puerto de Gran Canaria», contenido en el apartado «Los puertos, los mares y los hombres de mar» (Morales 1922: 107).

[56] [E. d’Ors,] al fin de El Nuevo Glosario, primer volumen, Madrid, [Caro Raggio,] 1921, págs. 207-[2]14. (N. del A.).

[57] En la versión de d’Ors dice «regular», que carece de sentido. Creo que Valbuena corrigió el desliz y propuso «regulador»; en este caso respeto la lectura del Discurso.

[58] «Mar harmonioso / mar maravilloso» (N. del A.).

[59] Pertenecen estos versos justamente al poema número XX, «Marina», que comienza con el conocido y citado verso «Mar harmonioso».

[60] «Interea magno miscer: murmure pontum / emissanque hiemen sensit Neptunes et imis / stagna refusa vadis, graviter conmotus; et alto / prospiciens, summa placidum caput extullit nuda», Eneida, libro I (N. del A.).

[61] Versos iniciales de la «Oda al Atlántico» de Morales (1919: 39).

[62] En el Discurso aparece «luminosos» en lugar de «espumosos».

[63] Poema IV de la «Oda al Atlántico» (Morales 1922: 42).

[64] Por error de lectura, la versión que se ofrece en el Discurso introduce un término con una clara discrepancia semántica: «juventud».

[65] Poema V de la «Oda al Atlántico» (Morales 1922: 43).

[66] Versos del poema XV de la «Oda al Atlántico» (Morales 1922: 54).

[67] En el Discurso se reproduce «Océano» en lugar de «Ocaso».

[68] [L. Rodríguez Figueroa,] Nazir: sinfonía amatoria, [Imprenta del diario La Prensa, Santa Cruz de Tenerife], 1925 (N. del A). [Se trata de los primeros versos del poema XLI (Rodríguez Figueroa 1925: 135)].

[69] Al no tener el original de Torón, los versos han sido comprobados con el poema XXIX de «Caracol» (Darío 1905).

[70] En el Discurso aparece «Piedra y Cielo», pág. 25.

[71] Unamuno (1925: 48). Primera estrofa del poema.

[72] Unamuno (1925: 49). Primera estrofa de la composición.

[73] Unamuno (1925: 53). Primeros versos de la estrofa primera.

[74] Unamuno (1925: 64). Primera estrofa del poema.

[75] Unamuno (1925: 39). Soneto XVI.

[76] Unamuno (1925: 40).

[77] En el Discurso, como señalé en la nota previa, aparece «Apéndice biográfico». P no reproduce este apartado y H lo incluye muy cercenado.