La conversión de Propercio

Virginia Alfaro Bech

(valfaro@uma.es)

universidad de málaga

 

Resumen

Creemos necesaria una relectura de la elegía latina y, más concretamente de la poesía de Propercio, porque las relaciones entre el poeta y su amada ponen de manifiesto una ruptura ideológica y un desafío a las antiguas costumbres romanas. Fruto de ello, se percibe una subversión de los valores sociales, en que el poeta asume un papel pasivo y desarrolla el discurso de la exclusión. El autor que comienza sus carmina con la defensa del amor libre, acaba su poemario con la exaltación del amor conyugal. Propercio facilita el discurso de la inclusión y se muestra como un ciudadano que se integra en el grupo social al que pertenece, acaba asumiendo un papel activo de ciudadano romano y defiende los ideales de su tiempo.

Abstract

A new re-reading of Latin elegy and, more specifically, of the poetry by Propertius, is considered necessary. The relationships between the poet and his lover show an ideological rupture, as well as a challenge to the old Roman customs. Consequently, a subversion of social values, by which the poet has accepted a passive role, is appreciated, while exclusion speech is developed. The author, who begins his carmina defending free love, ends his poems with exalting conjugal love. Thus, Propertius makes possible inclusion speech in which he appears like a citizen. As such, he joins the social group to which he belongs, assumes the active role of the Roman citizen, and defends the ideals of his time.

Palabras clave

Auara puella

Mores maiorum

Exclusus amator

Inclusus ciuis

Ruptura ideológica

Subversión de valores morales

Amor libre

Fidelidad conyugal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

Auara puella

Mores maiorum

Exclusus amator

Inclusus ciuis

Ideological rupture

Subversion of social values

Free love

Conjugal love

 

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 26 (2009)

ISSN 1697-4239

 

INTRODUCCIÓN

La vida de la elegía latina, a diferencia de otros géneros literarios, fue bastante corta. Se originó, como es sabido, en unos límites temporales tan estrechos, como los años que transcurren desde las postrimerías de la República hasta los comienzos del Imperio[1]. Aunque este carácter efímero pueda parecer que en un principio entraña una dificultad, no fue óbice, sin embargo, para que este género literario ejerciera una notable influencia en autores posteriores (Moya del Baño 1985 y 2006; Pascual Barea 1995; Luque Moreno 1995; Dávila Pérez 1999) y, lo que es más importante, que para nosotros sea hoy una muestra patente de cómo nuestros antepasados mostraban sus sentimientos más profundos.

Tanto Tibulo como Propercio, en el último tercio del siglo I a. C., nos facilitan buenos ejemplos de ello. Para estos poetas como para el resto de los elegíacos en la época de Augusto, el tema amoroso adquirirá una presencia tan absoluta que el amor mismo se convertirá en la musa inspiradora de su poesía (García Fuentes 1976: 34). Estos poetas, prisioneros del amor, y con la queja amorosa como tema central en sus composiciones, abundaron en una copiosa información que les venía suministrada por los tópicos eróticos de la poesía helenística (Giangrande 1974: 1; García Fuentes 1978). Anteriormente los griegos habían encontrado ya en el amor un inmenso caudal de inspiración que heredarían más tarde los romanos. Los alejandrinos, al igual que los elegíacos romanos,  presentarán a la propia amada como la fuente inagotable de expresión y como el impulso creador de su poesía (Gil 1966: 109-114).

Los escritos elegíacos revelarán unos sentimientos, unas veces, henchidos de halagos, elogios y alabanzas a la amada; y otras veces, por el contrario, forjados de llanto, tristeza y lamento ante las múltiples infidelidades de su dueña (Giangrande 1974: 1-3)[2]. La realidad es que el nombre de la puella, llámese Cintia para Propercio, o Delia, Némesis y Glícera, para Tibulo, resuena en sus respectivos corazones con tal obsesión que su eco se nos ha transmitido hasta nuestros días a través de los siglos.

Si tomamos como punto de partida para nuestra investigación las afirmaciones de Riposati, para quien la elegía latina es, ante todo, «la expresión del propio yo» (1967: 28), nos parece adecuado, oportuno y justo, por tanto, emprender una relectura de la elegía. Estamos seguros de que este género literario es idóneo para ello, porque, como señala Kennedy, casi todos los poetas son nuevamente interpretables, bien desde un enfoque histórico, bien desde uno político (1993: 37).

  

RUPTURA IDEOLÓGICA

 Los autores clásicos desde finales de la República ponen de manifiesto la independencia y emancipación de la mujer romana, que se rebela ante las normas impuestas. Estas mujeres no sólo no dudan en divorciarse, sino también en contraer nuevas nupcias, a veces con plebeyos y libertos (Cantarella 1991: 242)[3].

En las relaciones entre varones y mujeres, los elegíacos traducen un mensaje que pone al descubierto una renuncia al matrimonio y, sobre todo, la devaluación del mismo. Se percibe entonces una ruptura ideológica que repercute en el mundo romano, ya que algunas relaciones entre hombres y mujeres y, más concretamente, entre el poeta elegíaco y su amada, plantean un desafío a las antiguas costumbres que el ciudadano romano estaba obligado a cumplir: velar por la familia y por los hijos (Frier 1982: 248). Por causa de este cambio de valores, los elegíacos nos pintan el vivir al día, preocupados únicamente en el amor, cantan sus amores en primera persona y nos revelan, como manifiesta Veyne, los gritos del corazón (1983: 10). En la elegía no se relatan historias de amor, únicamente aparecen hombres enamorados.

Como consecuencia de esta infravaloración en el matrimonio, tanto el hombre como la mujer van a buscar el amor fuera del mismo. A estos poetas les agradan las mujeres que llevan una vida licenciosa y libertina, mas no es su intención mezclar los adulterios con la decencia conyugal: Nolim furta pudica tori (Prop. II, 23, 22). Desde el primer poema del libro I, considerado como programático (Giangrande 1974: 1), Propercio deja claro que su canto al amor no va a ser el apropiado para celebrar el amor conyugal, puesto que «el Amor le enseñó a odiar a las castas doncellas» (Amor… me docuit castas odisse puellas, I, 1, 5), y por tanto, «no es admirador de las bellezas honestas» (Non ego sum formae tantum mirator honestae, II, 13, 9). El Amor es un adversario divino, y por tanto invencible (Giangrande 1974: 7).

Las mujeres de la elegía o mujeres literarias son también personas concretas en la vida real —concretamente, Cintia era, según Apuleyo, Apol. X, 3, el seudónimo de una tal Hostia, tal vez nieta del poeta Hostio—, y podían pertenecer a cualquier estamento social: algunas eran matronas emancipadas; otras, divorciadas de clase alta, e incluso viudas; pero, sobre todo, cortesanas y libertas (Pomeroy 1987: 194-195). Este hecho no es que interese demasiado, pero lo que sí hay que destacar es que eran libres para elegir una relación amorosa con quienes gustasen, sin incurrir en ningún delito (Volterra 1991: 665-666). Como el concubinato no estaba penado por las leyes, no cometía adulterio quien vivía en dicho estado. Así, Propercio, y también Tibulo, nos cantan unos amores con unas damas de condición bastante irregular, con las que un amante se puede comprometer y estar dispuesto a todo, menos a contraer un matrimonio legítimo.

Aunque este tipo de relaciones no transgredía la ley, Propercio se alegra de la derogación de la ley Iulia de maritandis ordinibus (Prop. II, 7, 1-3), que había promulgado Augusto en el año 18 a. C. con la finalidad de concertar matrimonios, acrecentar la población y poner fin a la corrupción de costumbres que se había adueñado de la sociedad romana (Corbett 1979: 30-33; Watson 1984: 32-35). En efecto, esta ley hubiese obligado al poeta a contraer matrimonio, ya que penaba a los célibes, y como era de nacimiento libre, ingenuus, habría tenido que tomar una esposa legítima. La consecuencia más inmediata hubiese sido la prohibición de esta relación o concubinato, ya que no se podían concertar nupcias con una meretrix[4], y como resultado final se habría producido la separación de los amantes. En una palabra, en la elegía latina la relación amorosa se contempla como la libre elección de dos personas que se aman y no como fruto de un pacto matrimonial.

  

RUPTURA SOCIAL

    La relación amorosa entre el poeta elegíaco y la amada se podría equiparar a lo que hoy entendemos como «uniones de hecho» entre personas adultas, con la consiguiente desafección para la estabilidad del matrimonio que ello comporta. Viene a ser un acuerdo o compromiso que debe ser respetado por quienes lo suscriben.

Es preciso resaltar que en este tipo de relación amorosa se produce una idealización femenina por parte del poeta que nos permite varias interpretaciones. En primer lugar, se origina una alteración de los valores sociales comúnmente admitidos para el ciudadano romano, de modo que el poeta está sometido a su puella, es decir, el ciudadano libre se convierte en esclavo de una mujer que, en este caso, es una cortesana. En este sentido, se patentiza la superioridad de la amada, que causa la amargura, sobre el amante, que sufre las consecuencias de un amor atormentado (Tib. I, 5, 61-66; I, 6, 37-38; I, 9, 79-80; II, 4, 1-2; Prop. I, 4, 3-4; I, 5, 19; I, 7, 5-8; I, 9, 1-4; I, 10, 23-28; I, 12, 17-28; I, 18, 24; II, 3, 45-50; II, 5, 14; II, 8, 15-16; II, 13, 13-14; III, 11, 1-4). Mediante la metáfora seruitium amoris, el poeta se manifiesta como esclavo de su domina, y se arroga conductas que atentan contra su deber social (Copley 1947; Lyne 1979). Dado que la puella no es de la misma condición social que el poeta, podríamos decir que la propia relación amorosa viene a alterar el orden establecido[5]. Se ocasiona una subversión de los valores sociales y morales propios de un ciudadano romano, pues esta relación amorosa trae consigo una ruptura social y el ciudadano asume un papel pasivo.

En segundo lugar, cabe destacar que el poeta en un contexto lírico y literario sublima a su amada de tal modo que la presenta con tintes casi divinos, puella diuina. El canto amoroso es repetitivo y presenta los tópicos comunes conocidos del perdón, el reencuentro, el pacto renovado, el juramento de fidelidad y la visión de la amada como una diosa (Giangrande 1974: 1-14). Este ideal femenino contrasta con la imagen altiva, desdeñosa y cruel de la amada, en la que el perfil del poeta amante es el del exclusus amator, un amante rechazado sujeto a la tiranía encarnada por la amada que se convierte en la señora de su ser (Barrios Castro, Barrios Castro y Durán Fernández 2001: 12).

Como consecuencia de esta ruptura social, la elegía latina se expresa como el discurso de la exclusión, ya que se viola el ejercicio de poder, rasgo esencialmente masculino, que corresponde a la esfera del varón. Es así como el poeta elegíaco es un ser dominado y que intenta hacer frente a una mujer a la que realmente ama, pero que se le impone (Prop. I, 5, 20). Su amor hacia ella no sólo quedará manifiesto como un tormento o como una enfermedad (Tib. II, 5, 10; II, 6, 18; Prop. I, 1, 25-26; I, 9, 34; I, 5, 27-28; II, 1, 57-70; II, 4, 11-16), sino que Propercio, como resultado de la ruptura social y la superioridad de la amada, estará obligado a profesarle a su Cintia un amor eterno, longinquo amore (I, 6, 27). El poeta, que pasa de ser un dominador en la sociedad romana a convertirse en dominado en el mundo elegíaco, es realmente un ciudadano que ha roto con el grupo social al que pertenecía. Así, si todo comportamiento libera una información social pertinente (Goffman 1994: 259), podremos deducir con claridad meridiana que esa transgresión social trae consigo la subordinación del poeta.

La actitud superior dominadora y activa de la puella va a determinar que esa relación entre el poeta y la amada esté gobernada por la cortesana, y basada más en el trueque que en los sentimientos. Las mujeres a las que nuestros poetas dirigen sus misivas amorosas no sólo eran bastante inteligentes, sino que además gozaban de un encanto atractivo bastante seductor. La amada va a exigir regalos y obsequios a cambio de su amor, y se mostrará atrayente no sólo para el poeta sino también para todos los demás. El amor de las jóvenes por los ricos pone de manifiesto el deseo de anhelar bienes por parte de las jóvenes romanas, de ahí que las infidelidades amorosas entre el poeta y la amada sean constantes.

La belleza femenina alimenta la codicia y la ambición hasta tal punto que  Propercio nos muestra a su amada como una mujer que comercia con su belleza y exige presentes de sus amantes, de modo que cualquiera puede alcanzar su amor con regalos, munera: Muneribus quiuis mercatur amores (Prop. II, 16, 15); es comprensible, por tanto, que la seducción vaya unida a la belleza. El poeta, desesperado ante el poder corruptor de las riquezas, abandera la pobreza y la estima como la virtud garante en el amor (Prop. II, 16). Es notable el fuerte contraste entre el pauper poeta  y el diues amator (Prop. II, 3, 49), porque a la amada no le bastan ni los regalos, ni los versos del poeta: Munera quanta dedi uel qualia carmina feci! (Prop. II, 8, 11). Propercio nos deja una pintura realista, pero al mismo tiempo cruel, de las mujeres de su época, a las que les caracteriza la frivolidad que podría resumirse en su siguiente frase: «¿Me traes algún regalo?» (Muneris ecquid habes?, II, 23, 8).

El retrato que Propercio construye de la puella avariciosa (IV, 5, 47-56) viene a casar perfectamente con el de la meretriz en la comedia latina. También Tibulo declarará que la seducción se lleva a cabo mediante regalos (II, 5, 36) y, al contrario que Propercio, lo que proclama de Delia Tibulo lo dice tan sutilmente que parece que lo susurra. Las continuas quejas de los elegíacos latinos ante los insistentes regalos por parte de sus auarae puellae o amadas codiciosas son un claro exponente del choque entre dos concepciones contrapuestas de la vida, Amor y Res[6], además de constituir un frívolo tópico. Así, Propercio considera a Cintia hermosa, pero malvada, desleal, pérfida, libertina, infiel, cruel, liviana y, sobre todo, frívola y codiciosa (II, 3, 9; II, 3, 25; II, 5, 2: II, 5, 3; II, 8, 14; II, 9, 20; II, 9, 28; II, 24, 16).

  

TRANSFERENCIA DE LOS MORES ANTIGUOS

 Valores tan tradicionales y tan emblemáticos como la fides, la castitas, la pudicitia y la pietas, que aún seguían vigentes, van a ser cuestionados por los elegíacos latinos. Es importante reconocer que Propercio, como hombre de su tiempo, va a tener muy presente los mores maiorum para definir su relación amorosa y, al mismo tiempo, señalar su ausencia. Pero lo más singular es que Propercio invade en sus carmina todas las esferas de la sociedad romana. En razón de esto, con el término fides valora los aspectos sociales de Roma; con el término pietas, los aspectos religiosos; y con el término pudicitia, los aspectos morales.

  

La fides

Propercio no se muestra tan conservador como para inclinarse por un pacto matrimonial, ni tan progresista como para decidirse por el pacto meretricio, sino que se decide por una tercera vía alternativa: el pacto amoroso con Cintia, una cortesana. Este pacto amoroso requiere el compromiso entre dos individuos que se ligan mediante la fides (Hellegouarch 1972: 39; Fasciano 1982). Así, Propercio solicita para el amor libre dicho término, propio de los amores lícitos, y no hace otra cosa que sacralizar el pacto amoroso que queda únicamente concertado por la fides. Esto no quiere decir que los elegíacos quieran convertir este tipo de relación amorosa en matrimonio, como afirma Freyburger (1986: 111-112), sino únicamente fortalecer sus amores con la amada (Fasciano 1982)[7]. No creemos que Propercio desechase la unión matrimonial sino que, llevado de su amor por Cintia y dado que esta pertenecía a otra clase social diferente, trató de legitimar esos amores cimentándolo en un término jurídico como fides para concederle oficialidad.

Efectivamente, en la cultura romana la fides presidía las convenciones públicas entre los pueblos y además las transacciones privadas entre los individuos, de modo que el pacto que se firmaba entre las dos partes, foedus, debía ser inviolable pues obligaba a una fidelidad (Hild 1969; Humbert 1969). Boucher define el término fides como el compromiso entre unos amantes que muestra un matrimonio oficial pero sin los efectos legales (1980: 85). Estamos de acuerdo con esta afirmación, y así Propercio se sirve del valor jurídico del término, le imprime ese significado y lo lleva al terreno amoroso para imputar la legalidad correspondiente a esa relación. Del mismo modo, en la elegía latina se va a propugnar un pacto en el que los amantes se han de jurar fidelidad eterna y, por ello, los poetas insistirán continuamente en la necesidad de firmar y sellar ese pacto de amor perpetuo: Foedera sunt ponenda prius signan-daque iura (Prop. III, 20, 21). Cuando los elegíacos aconsejan a sus amadas que guar-den incorruptiblemente el vínculo del pacto conyugal al modo de las honorables ma-tronas, foedus lecti (Prop. IV, 3, 69; Tib. I, 5, 7), al mismo tiempo nos indican que no se debe ni violar ni quebrantar la santidad del pacto amoroso (Prop. III, 20, 25).

La fidelidad, que era una de las virtudes más preciadas en la matrona romana según las leyes del honor, es también requerida a la amada por el poeta; pero cuanto más el poeta insiste en la fidelidad, mayor es la infidelidad de la amada: Hoc perdit miseras, hoc perdidit ante puellas (Prop. II, 28, 8). Propercio, cuando anuncia en sus carmina que Cintia será la primera y la última, prima et finis (Cynthia prima fuit, Cynthia finis erit, I, 12, 20), afirma la fidelidad en el amor más allá de la muerte y no duda en proclamar a los cuatro vientos la lealtad que profesa a su amada: Tum flebit, cum in me senserit esse fidem (II, 17, 18). No podemos dejar de mencionar que la actitud del poeta, debido a la alteración de los valores sociales comúnmente admitidos para el ciudadano romano y sometido a su puella, es totalmente inesperada, pues el ciudadano romano  no estaba obligado a profesar fidelidad a una cortesana. No obstante, cuanto más se empeña Cintia en romper su relación amorosa, tanto más el poeta certifica la mutua fidelidad: Quo magis et nostros contendis soluere amores, hoc magis accepta fallit uterque fide (I, 4, 15-16).

Aunque son frecuentes las quejas del poeta en torno al quebrantamiento del amor y la traición de su amada con otros amantes (Prop. II, 20, 4), su fidelidad será siempre igual, es decir, eterna y sin cambios: Ultima talis erit, quae mea prima fides (Prop. II, 20, 34). Es tal la importancia que Propercio presta a la fidelidad, que el hecho de que el amor se agote hay que buscarlo en la falta de dicha virtud: Credo ego sed multos non habuisse fidem (II, 24, 42).

El poeta desea dar oficialidad a este tipo de amor demandando para el amor libre las características del amor conyugal romano, y lo atestigua mediante el vocablo uxor, término que normalmente se utilizaba para señalar a la esposa casada en iustae nuptiae, es decir, matrimonio legítimo reconocido por el estado con efectos legales (Mommsen 1991: 431). Propercio reclama la legalidad para su relación con Cintia mediante el término uxor: «Tú siempre serás mi amante, pero también serás mi esposa» (Semper amica mihi, semper et uxor eris, II, 6, 42). Al concederle el estado de uxor, mujer casada en lícitos amores, Propercio quiere dar una validez casta y simbólica a unos amores que no podían acabar en matrimonio. Se produce una gradación ascendente en la escala social que comienza en el término puella o amica, dirigido a la amante o amiga —que hace referencia al amor elegíaco o amor libre—, y acaba por considerarla superior en la escala social, uxor, de modo que ya la puella nada tendrá que envidiar a la esposa tradicional si guarda la fides. En definitiva, se atribuye a la puella aquellas virtudes propias que estaban estipuladas para las matronas romanas. Y finalmente podemos decir que Propercio no es que no se sintiera atraído por la estética del matrimonio oficial, pero sí que la buscó en la fides en todo momento.

  

La pietas

 Otra de las virtudes tan estimada en la Antigüedad como la fides, y que estaba en la conciencia de todos los romanos, era la pietas. El romano era profundamente religioso y manifestaba sensiblemente la presencia divina en la vida cotidiana. La pietas era no solamente la virtud que impulsaba a cumplir los deberes para con la divinidad y con la patria, sino también con los mayores, los familiares y con todos aquellos a quienes estamos unidos con el vínculo de la sangre. Señalaba el respeto a los dioses, el respeto debido de los hijos a los padres y raramente a la inversa y, ocasio-nalmente, de las esposas a sus maridos (Forcellini 1965: III, 709, s. v. Pietas)[8]. Propercio nos informa de la pietas tenida con los dioses y acentúa su ausencia en las prácticas religiosas debido a la degeneración de costumbres reinante en la Roma contemporánea, pues los templos han quedado vacíos (III, 13, 47-48). Pero sobre todo, relaciona la impietas en el libro IV de su poemario con la esplendorosa grandeza que se obtiene durante la Roma Augusta (Prop. IV, 1, 5). Pues no hay que olvidar que la pietas es el punto de partida para la instauración del culto imperial, que se mostró como un instrumento ideológico de gran eficacia (Plácido Suárez 2002: 476). Pues la pietas era tan importante para el romano como la patria.

  

La pudicitia

 La literatura latina ha rendido un gran tributo a la pudicitia, la virtud más adecuada para resaltar los atributos de la matrona romana. Igualmente, las inscripciones funerarias constituyen un testimonio de lo más elocuente sobre las cualidades femeninas (Hernández Pérez 2001: 162)[9]. La pudicitia, que constituye un símbolo del ideal de mujer tradicional romana, suele aparecer junto con otras virtudes (Frasca 1996: 140-142). Normalmente, cuando la moral antigua exalta este tipo de virtudes, intenta responder a una situación de corrupción y relajación de las costumbres en el tiempo presente. Ya desde el siglo III a. C., Plauto destaca que la mejor dote para una mujer y sus verdaderas riquezas son la castidad, el pudor y el freno de las pasiones, y justamente lo pone en boca de una mujer, Alcmena, matrona romana: Non ego illam mihi dotem duco esse, quae dos dicitur, sed pudicitiam et pudorem et sedatum cupidinem (Amph. 839-840).

En la misma línea, Propercio estima la pudicitia no sólo como el mejor adorno necesario para su amada, sino como el único componente para alcanzar la hermosura femenina: Illis ampla satis forma pudicitia (I, 2, 24). Este argumento le da pie para desarrollar un elogio de la belleza al natural que es un símbolo de ingenuidad, sinceridad y autenticidad (Fedeli 1980: 88-91; Navarro Antolín 1991: 212). El único cosmético o adorno que cree necesario es, precisamente, la pudicitia, aunque su amada Cintia esté bastante alejada de ella. A pesar de que su puella sea una cortesana, estimará esta virtud como el mejor regalo para ella, aunque por su clase no le corresponda.

Se ha dicho, y no sin motivos, que la poesía de Propercio se nos muestra bastante evidente y diáfana (Foulon 1990)[10]. Si atendemos además a los términos que emplea, lograremos entender perfectamente el alcance de sus propósitos. Una virtud como la castitas, entendida como «pureza e integridad en las costumbres, es decir, la abstinencia de un goce carnal» (Forcellini 1965: I, 548, s. v. Castitas), no tiene lugar en los amores descritos por Propercio, no ya que porque sus carmina reflejen unos amores licenciosos y no unos amores conyugales, sino porque en Cintia esa actitud e intención personal de abstención carnal no existe, y por tal motivo podemos suponer que el poeta no utiliza dicho vocablo. Sin embargo, sí juzgamos oportuna la reivindicación que Propercio hace de la pudicitia para su amada. La pudicitia es «el miedo y abstinencia de las faltas y amores obscenos, especialmente de los que son inferidos por otros, no por uno mismo y provocan pudor en el que lo padece» (Forcellini 1965: III, 956, s. v. Pudicitia). Efectivamente, aquí radica la diferencia con la castitas, en que la pudicitia insiste en ese deseo que procede de los otros y se muestra como un sentimiento frente a la conducta de los demás, mientras que la castitas aparta incluso lo que alguien puede admitir en sí mismo. Perfectamente sabía Propercio que su amada Cintia era una mujer venal, que comerciaba con su belleza, y que provocaba la pasión y la seducción en sus amantes. Precisamente porque inducía a los demás, y como la relación amorosa partía de ella, era incapaz de frenar su conducta inmoral. El poeta, para poner remedio a la deshonestidad de Cintia, decide coronarla con un halo de honradez mediante la pudicitia, para que pueda de esta forma defenderse de las afrentas de sus amantes, rivales del poeta. Así, le exige que sea recatada, casta y honesta, y reclamará para ella un comportamiento que no corresponde a su condición social. Una vez más, Propercio requiere que su amada se comporte como una honorable matrona romana y no como una vulgar cortesana de barrio[11].

  

PROPAGANDISTA DE AUGUSTO

 Cuando Propercio narra poéticamente los sentimientos más íntimos de su relación amorosa, describe asimismo su concepto de la sociedad y manifiesta su aguda percepción de la realidad. Aunque quince años más joven que Virgilio, participa también, aunque solapadamente y al final de su poemario, en la recuperación de los mores maiorum. Como poeta de la época imperial y hombre de su tiempo, se vio obligado a crecer en el desarrollo del programa político e ideológico de Augusto (Salatino de Zubiría 1994: 50). Erróneamente podríamos pensar que en sus carmina nos encontraríamos únicamente con un monotema amoroso; sin embargo, cuál es nuestra sorpresa cuando al leer más detenidamente sus poemas, encontramos que emana de ellos un sentimiento nacionalista (Iglesias Montiel 1975: 79). En el momento en que instituye su relación amorosa en la fides, Propercio lamenta la pérdida de esas virtudes tradicionales tan elogiadas por los romanos como la pietas y, más aún, cuando alaba y ensalza otras como la pudicitia, deja sentir un tono de melancolía y nostalgia de los tiempos de antaño, tiempos que ya para él parece que no existen.

Mientras que Tibulo parece musitar, por decirlo de alguna manera, Propercio grita y reivindica —exactamente igual que el resto de los propagandistas de Augusto— esos valores que, como el recato, la modestia, el decoro y la honestidad, parecían enterrados en el olvido, y retoma el modus uiuendi de los primeros romanos. Horacio, publicista de la corte de Augusto, difundió las pretensiones de la casta domus para evitar que una casa decente se mancillara con el adulterio: Nulla polluitur casta domus stupris (Carm. IV, 5, 21)[12]. Exactamente igual, Virgilio divulgó con la misma intención que el pudor debía salvaguardar la familia romana, para que esta fuese siempre casta: Casta pudicitiam seruat domus (Georg. II, 523).

También Propercio exige el pudor y la pudicitia como el único medio capaz de frenar las pasiones, porque ya la fidelidad en los ambientes de Roma no era frecuente. Expresa la inmoralidad y el desenfreno reinante, porque en Roma ya no existen ni la virtud, ni el pudor. La decadencia de las costumbres ha llegado hasta tal punto que no se puede encontrar ni una sola mujer que acate las costumbres. Si ocurriera así, Roma sería bienaventurada (O nimium nostro felicem tempore Romam, si contra mores una puella facit!, Prop. II, 32, 43-44), porque las damas honestas y púdicas existían en la época de Saturno, pero en el tiempo contemporáneo son difíciles de encontrar: Quis potuit lectum seruare pudicum (II, 32, 55).

Propercio colabora en recuperar estos valores de antaño cuando alude a la casta domus: en otros tiempos, la casa de una mujer honesta no se mancillaba ni se corrompía con amores licenciosos (II, 6, 28). Para ello, echa la mirada atrás y enaltece a varias mujeres consideradas en el ideario romano como modelos de virtud, honestidad y castidad, que no se dejan arrastrar ni por regalos, ni por dádivas, sino que son capaces de arrojarse a la misma pira en la que perecen sus maridos (Prop. III, 13, 18-20). Elogia a mujeres míticas como Evadne y Penélope (I, 15, 21; III, 13, 24), dechados de virtudes, pero rememora especialmente a mujeres reales como Gala, Aretusa y Cornelia.

Propercio, que había cantado sobre todo en los libros primero y segundo el amor libre, decide cantar a partir del tercero la fidelidad conyugal, y propone a Gala como prototipo de mujer púdica (III, 12, 22). Se trata, precisamente de Gala, la fiel esposa del senador y procónsul Póstumo. La describe como modelo de matrona, uxor casta, que vence incluso la fidelidad de Penélope (III, 12, 38). Contrasta la castitas y la pudicitia de Gala, que no se deja vencer con las dádivas ni con la venalidad de Cintia: Gallam non munera uincent (III, 12, 19). Esos valores tradicionales de castidad y pudor se resaltan y se acentúan en la persona de Gala, ante la espera del marido ausente.

Además, pone como modelo de matrimonio legítimo el que está compuesto por Licotas y Aretusa. El poeta realza la fidelidad de Aretusa, que entre desvelos e insomnios espera la llegada de su marido. Es precisamente en la descripción de este matrimonio donde Propercio se inclina por la institución matrimonial, ya que afirma que no hay amor más grande que el amor conyugal (IV, 3, 49). Pero donde desarrolla toda su impronta es en el retrato que nos lega de Cornelia (IV, 11). Propercio, que comenzó su poemario odiando a las «castas doncellas», lo acaba amando a las «esposas castas». Con esta matrona, como paradigma de las buenas costumbres, heredera de los valores tradicionales y fiel a su linaje, Propercio quiere restaurar los antiguos valores tradicionales, haciéndose partícipe de las reformas de Augusto. El elogio de la mujer adornada con la pudicitia, va unido al elogio de la mujer uniuira o mujer que sólo había contraído un único matrimonio, y este hecho se servía además como adorno y virtud. Habitualmente, los epitafios solían elogiar a las mujeres que murieron habiendo conocido a un solo marido. El tipo de mujer ideal romana exigía que la esposa no sólo debiera tener un solo marido sino que además debía sobrevivirle. El ideal de uniuira y de matrimonio eterno era eminentemente romano y sin contrapartida en Grecia (Pomeroy 1987: 183).

Como contrapunto, la figura de Cintia, a la que el poeta no sólo la refiere como una mujer infiel, venal a cambio de dádivas y regalos, sino que también la estima como una vulgar meretriz. Esta mujer que comercia con su belleza y vende su juventud por regalos (Teque peregrinis uendere muneribus, Prop. I, 2, 4), es incluida por el poeta en la lista de las más famosas cortesanas griegas, como Lais de Corinto, Tais de Atenas y Frine de Beocia (II, 6, 1-6). Estas cortesanas, que sin duda darían «color» a la ciudad de Roma, no son más que una muestra de la realidad tan diversa y compleja que describe Propercio.

Es apreciable el giro que se produce en la obra poética de Propercio y la evolución en sus principios, pues emprendió su obra obviando los amores castos y acaba en un círculo cerrado ensalzándolos, debido a la madurez de su poesía, que no es más que un reflejo del progreso experimentado en su ideología. Tal vez se deba a que la condición de poeta cortesano y cantor de pasiones no encajó bien del todo con ese espíritu no tan liberal de Propercio. Su poesía elegíaca acaba evolucionando a lo largo de su obra hacia la elegía épica, con un fuerte acento de elogio al pasado y a la rusticitas.

Por ello, comienza sus carmina con la defensa del amor libre, representado en su diuina puella, pero luego surgen desde el fondo de su ser la admiración por las honorables matronas romanas. Sus primeras elegías se caracterizaron por ser un discurso de la exclusión, ya que el poeta se mostraba como un ser dominado, exclusus amator, esclavo de una mujer a la que amaba; sin embargo, al final de su poemario Propercio facilita el discurso de la inclusión, en el que aparece como inclusus ciuis, un ciudadano que se integra en el grupo social al que pertenece, asume un papel activo de ciudadano romano y defiende los ideales de su tiempo, de modo que podemos decir que hemos contemplado la conversión de Propercio.

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[1] Ovidio, en Tristia, IV, 10, 47-60, alude a una serie de poetas que forman parte de los elegíacos latinos, y se considera a sí mismo como el último de ellos junto a Galo, Tibulo y Propercio.

[2] En este sentido, Propercio se muestra más seguidor de Meleagro que de Calímaco, ya que el amor para Meleagro es un asunto tan serio que hace sufrir al poeta, y de ahí la constancia en el amor en lugar de sonreír irónicamente como hacía Calímaco.

[3] Además, la mujer consigue una serie de privilegios culturales, sociales y políticos, e incluso administrar sus bienes (Mañas Núñez 1996-2003).

[4] Justiniano, Digesto, 25.7.5 y 25.7.3. Se consideraba concubina a la liberta, la mujer de nacimiento libre pero de origen humilde, o la que practicaba la prostitución.

[5] Nos ha parecido oportuno el trabajo de Schniebs (2001).

[6] Navarro Antolín (1991: 208) distingue estas dos formas de vida: aquella que sigue la llamada del Amor y aquella que sigue al Interés (Res), que es la propia de los hombres de bien que se rigen por un código de conducta tradicional.

[7] Nos parece bastante interesante y aconsejamos para el estudio del término fides el artículo de Cano Alonso (1993).

[8] Cic. Part. 22, 78: Iustitia erga deos religio, erga parientes pietas… nominatur; Cic. Inv. 22, 66: Pietatem, quae erga patriam aut parentes aut alios sanguine coniunctos officium conservare moneat.

[9] Los mayores elogios dirigidos a una mujer romana era llamarla casta, pudica, domiseda, lanifica.

[10] La diferencia entre Tibulo y Propercio es bastante sustancial. La poesía de Tibulo se caracteriza, precisamente, por una falta de nitidez y, a veces, hasta de clara exposición, pero así es como el autor nos revela sus propósitos. Suele ocultar las fuentes y los modelos en su poesía, de manera que percibimos una diversidad de tonos poéticos.

[11] Tibulo, I, 6, 67-68, exigirá a Delia un comportamiento parecido, aunque no sea una matrona ni esté ataviada con las uittae, las cintas que adornaban los cabellos de las honorables mujeres romanas, ni tampoco esté vestida con la stola talar. Una determinada indumentaria en las sociedades antiguas establecía, a priori, unas virtudes concretas. El simple aspecto externo de una mujer romana delataba su clase y posición social, porque el atuendo de la matrona no lo podían llevar ni las libertas ni las meretrices, y Delia pertenecía a las libertas liberadas.

[12] Cfr. Spagnuolo Vigorita (2002: 1-7).