La novela de un literato de Cansinos Assens:

de la anécdota a la narrativa de colmena

 

Luis Miguel Vicente García

(luismiguel.vicente@uam.es)

universidad autónoma de madrid

 

 

Resumen

Estudio de las técnicas narrativas y el contenido de La novela de un literato de Cansinos Assens (1923-1936); su uso precursor del personaje colectivo, protagonizado especialmente por los escritores bohemios, y su genial manera de hacer literatura desde la realidad, con técnicas cinematográficas, de diario, de crónica periodística, de ensayo... en una mezcla única de vida y literatura.

 

Abstract

This paper studies the narrative techniques and content of Cansinos Assens’ La novela de un literato (1923-1936); his early use of the collective character, mainly played by bohemian writers, and his genial way of creating literature from reality, with cinematographic techniques and a combination of different genders, memories, essay, journalistic report...  in a unique mixture of life and literature.

 

Palabras clave

Rafael Cansinos Assens

La novela de un literato

Bohemia literaria

Novela española del siglo XX

 

 

 

 

 

 

  

Key words

Rafael Cansinos Assens

La novela de un literato

Bohemian Literature

XX Century Spanish Novel

 

 

  

 

 

AnMal Electrónica 27 (2009)

ISSN 1697-4239

 

 

La obra completa de Rafael Cansinos Assens es una de las más fecundas de nuestros escritores, de las más variadas y también de las más desatendidas: hay que editar su obra de crítica literaria, dispersa en los diarios y revistas de la época y en prólogos prácticamente inaccesibles hoy; también su obra propiamente literaria, que abordó todos los géneros, y su obra memorialista completa, porque en ella está intacta esa mirada casi cinematográfica que mezclaba lo mejor del escritor y del periodista para extraer lo más jugoso del día, para pintar los tipos humamos con que convivía en esa bohemia literaria madrileña que bullía en las calles, las tertulias de los cafés y la redacción de los periódicos.

El Cansinos más espontáneo está en sus diarios, sobre los que elaboró después las únicas dos novelas memorialistas a las que tenemos acceso: La novela de un literatoBohemia[1]. Los diarios donde escribe las impresiones del día le posibilitan mejor que ningún otro género esa combinación de periodismo y literatura que le permite elevar la crónica cotidiana al género de novela, sin necesidad de inventar ni personajes ni argumento. Materiales similares a los que usa en sus diarios Azaña (2000), y sin embargo con resultados muy distintos, pues en los de Azaña lo literario ha desaparecido casi por completo y, tal como están, ni por asomo podrían nombrarse la novela de un presidente. Conservan el indudable interés sociológico y político derivado de las acciones en que está inmerso su autor, pero echan atrás al amante de la literatura. Y sin embargo el proceder de ambos parte de las anécdotas del día, no de la imaginación.

Cierto que La novela de un literato y Bohemia no son los diarios mismos de Cansinos, sino una elaboración de ellos, una cierta criba que les permite convertirlos en literatura. El procedimiento para escribir ambas novelas supuso para el maestro usar y  romper los diarios que le servían de base, de modo que no existe hoy la posibilidad de comparar los textos originales y los elaborados. Y aún así domina tanto en Bohemia como en La novela de un literato el ritmo temporal y estructural característico de los diarios: la irrupción cotidiana de la anécdota que a su vez constituye el minicapítulo que se inserta en una unidad mayor a la que se le ha dado el nombre de novela. Y son novelas a su manera cada uno de los dos manuscritos de memorias editados. Las dos novelas mencionadas tienen un personaje colectivo, sobre el que destaca la propia mirada del literato hacia lo que le rodea. Es su mirada la que trasforma la anécdota en literatura.

Podría aplicarse a los testimonios memorialistas de Cansinos, el mismo título que sugería Caro Baroja (1981) en el 50 aniversario de la Segunda República: «La República en anécdotas: ¿O más que anécdotas?». En efecto, no tiene desperdicio la reflexión que hace el autor sobre el carácter de la República a través de aparentes anécdotas que en realidad son una radiografía medular de aquel momento; aquí vemos la fidelidad de un periodista a la realidad, pero con el colorido y la riqueza de guiños y resonancias de la gran cultura literaria de Cansinos. No hay en sus testimonios tendenciosidad, partidismos ciegos ni ningún tipo de propaganda política. Le interesa más —a pesar de moverse en el género de la novela— la ecuanimidad informativa, la humanización no siempre engrandecedora de lo que vive en las redacciones de los periódicos, en las tertulias de los cafés, todo es interrelación de personas en sus obras, llenos de contradicciones, intereses y manías que apuntan más al esperpento que al héroe, aunque el autor muestre siempre tras su ironía un tipo de compasión cervantina hacia la condición humana que no estaba en Valle (Vicente García 2008). Además, en la narrativa que nos ocupa de Cansinos, los personajes tienen una realidad fuera de la literatura.

Las estampas de la República y de la variada gama de tipos republicanos están entreveradas en la obra de Cansinos con las estampas de bohemia y de relaciones en la redacción de los diarios y las tertulias (Vicente García 2009). Cansinos no se confiesa republicano explícitamente en sus memorias, pero podemos inferirlo sin grandes esfuerzos de sus opiniones sobre ciertos temas (divorcio, voto femenino, pena de muerte, etc.) y de su propia manera de vivir: mantuvo siempre sus horarios de bohemio, son frecuentes los finales de la jornada en que se ve amanecer por las calles de Madrid. Acostarse de madrugada, levantarse al mediodía para comer, trabajar sin descanso hasta el atardecer y salir por la noche a las tertulias de los cafés o quedarse leyendo hasta muy tarde. Vivir la pareja de hecho antes que el matrimonio religioso o civil, aunque ceda al final de su vida para no perjudicar los derechos de herencia de su segunda mujer... Apartarse del integrismo católico y buscar en la libertad de culto las huellas de una espiritualidad no contaminada por los funcionarios de Dios. Toda su rebeldía, sus modos y costumbres revelan al republicano de hecho, al hombre heterodoxo que fue, o mejor dicho, al hombre libre que no se deja arrastrar. Un republicano de hecho más que de palabra. Era un momento en que la República era, como recordaba Caro Baroja, «Una gran ilusión», y de una manera muy heterogénea y variopinta los intelectuales estaban con ella:

 

¿Quién era monárquico en 1929 ó 1930? Es difícil decirlo; el monárquico estaba en posiciones ocultas. Lo que sí parecía claro es que casi toda la «inteligencia del país era antimonárquica y de que de ese antimonarquismo salió el conglomerado republicano de 1931, de composición heteróclita, como era de esperar y se vio al punto (Caro Baroja 1981: 178)[2].

 

La derecha y la izquierda extremas tenían sus modelos fascistas y estalinistas pero los intelectuales,

 

Incluso los que habían contribuido de modo decisivo a crear la conciencia antimonárquica, se retraían, torcían el gesto ante lo que ocurría. En la izquierda: porque la derecha, mucho antes, ya había decidido que eran los culpables mayores de los desastres que ocurrían [...]. Sin embargo si la República se hundió no fue por lo que dijeran o dejaran de decir los pobres intelectuales, sino por lo que hicieron más mal que bien, los políticos activos de derechas y de izquierdas y los periodistas: también de derechas o de izquierdas.[3]

 

Pronto se desvirtuó la herencia sobre la que había nacido:

 

Porque la República recogió algo —no mucho— de la llamada «Generación del 98», bastante del espíritu de la Institución libre de Enseñanza, que había tenido su momento de esplendor a fines del XIX y comienzos del XX, de la Junta para la Ampliación de Estudios, de periódicos liberales de vieja raigambre, y que hasta los poetas y profesores jóvenes entonces cuajaron, generacionalmente hablando, en 1927: en plena Dictadura de Primo de Rivera (Caro Baroja 1981: 183).

 

Reconoce Caro Baroja que sólo puede reflexionar sobre aquella época a través de anécdotas, que dan una idea de la locura que se vivió:

 

No: los españoles no son discípulos de Empédocles. Empédocles escribió aquello de «Yo fui antes muchacho y muchacha, arbusto, ave y mudo pez marino» [...] de esto al yo hispánico exclusivo, único, eterno, en siete tiempos y con la «o» prolongada hasta el infinito, hay una distancia larga, en que andamos renqueantes hombres menos imaginativos que el filósofo poeta, pero más que los que confunden sus pasiones y emociones con ideas e ideales, los que se creen cristianos y son casi antropófagos, los que se consideran doctrinarios de la izquierda y no saben dónde tienen la mano derecha, y seres racionales... cuando, en realidad, están en una fase empedocliana de adolescencia, de especie vegetal o de pez, aunque no mudo por desgracia (Caro Baroja 1981: 185).

 

La bohemia no fue un fenómeno exclusivo de la República; venía de antes y sobrevive incluso a la posguerra, como bien reflejó La Colmena. Aunque heterodoxa por definición, la bohemia se impregna de la etapa colectiva que vive, y así los comportamientos bohemios republicanos tienen su propio perfil y son los que se rastrean en la obra memorialista de Rafael Cansinos. Una bohemia sobre todo de escritores de tertulia de café y de redacción de periódico: bohemios cuyo estereotipo  había definido Enrique Murger en el prefacio a su novela Escenas de la vida bohemia:

 

La bohemia habla entre sí un lenguaje particular, compuesto de las conversaciones de taller, de la jerga de bastidores y de las discusiones de las redacciones. Todos los eclecticismos de estilo se dan cita en este idioma inaudito [...] donde la paradoja, el niño mimado de la literatura moderna, trata a la razón como se trata a Casandra en las pantomimas; donde la ironía tiene la violencia de los ácidos más enérgicos [...] «argot» inteligente, aunque ininteligible para los que no tienen la clave, y cuya audacia excede de las lenguas más libres. Este vocabulario de bohemio es el infierno de la retórica y el paraíso del neologismo. (1967: 19)

 

Toda la obra memorialista de Cansinos Assens está sembrada de tipos bohemios, «cuyos vicios están forrados de alguna virtud» como dice Murger (1967: 17) del bohemio. El  tomo tercero de La novela de un literato se enmarca entre los años 1923-1936, con estampas de la bohemia prerrepublicana y republicana. La novela se subtitula significativamente Hombres-Ideas-Efemérides-Anécdotas..., en atención a su heterogéneo  contenido. A diferencia de Bohemia, la narración está en primera persona en La novela de un literato.

El primer encuentro del literato es en la calle, con un borracho, Pedro Luis de Gálvez, perfecto ejemplo de bohemio fracasado, alcoholizado y pelma: «quiero evadirme, pero el borracho pegajoso me retiene»[4]. El alcohólico tiene mujer y niños pequeños a los que alimentar, pero le falta voluntad y se empeña en identificar alcoholismo y literatura: «¿Es posible ser un Verlaine sin emborracharse?» (13). La escena es tragicómica, la literatura sobre un fondo de miseria y alcoholismo. Tiene, salvando las distancias, un comienzo similar a Luces de bohemia.

El siguiente retrato es de Artemio Precioso, encargado de sacar la colección La Novela de Hoy, y muestra la degradación del mundo editorial:

 

El hombre está muy ufano de su Novela de Hoy y de su mecenismo. Con su crasa locuacidad de levantino me dice: yo tengo la manga ancha para admitir originales, y si se me adula un poco, le firmo al autor una exclusiva...  He aquí una insinuación que equivale a decir — ¡Adúleme usted!... Pero yo no la recojo (14).

 

El tercer personaje que aparece, González Ruano, es otro bohemio al que Cansinos cala muy bien:

 

un joven cuya naturaleza tiende instintivamente a lo podrido, a lo morboso y moralmente feo. Todo ello amalgamado con cierto misticismo bebido en el Kempis o en Amado Nervo... Ruano es un epígono rezagado del viejo modernismo. Siente un ansia loca de notoriedad y trata de conseguirla epatando al burgués (15).

 

Y al hilo de la etopeya del bohemio desliza Cansinos su idea de la literatura: «La tragedia de Ruano es precisamente su falta de pasión, de entusiasmo por nada, salvo por la literatura. Pero la literatura tiene que brotar de un fondo de entusiasmo por alguna otra cosa» (16). Vemos la capacidad de Cansinos de desnudar las dobles intenciones. En esta época, a pesar de su modesto modo de vida, Cansinos es para muchos escritores el Maestro, uno de los mejores críticos literarios, si no el mejor, y nos deja constancia de cómo le persiguen escritores del tipo de Ruano y bohemios de todas las latitudes.

Nos describe a continuación la redacción de La Semana Gráfica y La Novela Gráfica, cuyos colaboradores son bien retratados. Aparece Don Tirso el teólogo, que «es un elemento precioso dentro de la bohemia literaria» (20). Es uno de los personajes descritos con más abundancia en esta colmena literaria. Se incluye el relato de su pasado: su salida del seminario para casarse con una mujer a la que luego abandona por haberle cornificado. Escribe una especie de autos sacramentales como su Príncipe bufón, cuyo protagonista, como el propio Tirso, se sacrifica para entretener al pueblo. Las escenas recreadas por Cansinos están vivas, puede verse al personaje don Tirso y el efecto burlón que ocasiona en la bohemia literaria.

Cansinos vive en el Viaducto el lugar ideal para un poeta: «Todas las ondas poéticas vienen a concentrarse en este Finisterre, en este balcón orientado al ocaso, donde los soles y las lunas vienen a hundirse en el horizonte, después de haber recorrido su órbita. En este Viaducto se está a un mismo tiempo como perdido y encontrado...». Aquí recibe Cansinos correspondencia de todo el mundo: «Mi palabra ha llegado a América, y ha penetrado en muchos corazones juveniles... Ricardo, el cartero-dramaturgo, se asombra de tanta carta, libro y revista como llega para mí con sellos exóticos y me da la enhorabuena» (23).

La literatura tiene su continuidad en la vida de Cansinos, se entrevera con el cartero y produce efectos en la hermana con la que vive, a la que también incorpora a la crónica: «La evocación de América despierta ecos simpáticos en el corazón de la  Hermana, siempre nostálgica de ese maravilloso continente, desde que en el colegio le dieron una vez como premio un libro que hablaba de América» (24). Lo pequeño y lo grande se mezclan y conforman una sola crónica, donde a diferencia del bohemio Ruano, la literatura como pasión deja ver otras pasiones de las que nace, absolutamente enraizadas en la vida de relaciones del escritor.

Ya Borges lo admira y Cansinos lo menciona en su novela como «un poeta que llegó a mí atraído por el Ultraísmo y que posee una gran cultura estética y hace unos poemas que captan verdaderamente el arte nuevo». Admira Cansinos el temperamento cosmopolita de los escritores americanos y su educación: «¿Dónde encontrar aquí hombres por el estilo?» (24 y 25).

Las redacciones de los periódicos y revistas son el escenario más habitual, prolongado en las tertulias de café con los mismos personajes. Cansinos retoma al personaje de Artemio Precioso, el hombre del día: «literariamente, las producciones del señor Precioso son inferiores a su anís, aunque también aspiran a tener grados alcohólicos. El señor Precioso es un cultivador del erotismo frívolo [...] su prosa es crasa y casposa como él» (26). Ese es el tipo de juicio que reciben los autores apasionados por la adulación. Otros autores viven por el Viaducto, que «está literarizado», como Augusto D’Halmar, «el pontífice de un cenáculo de estetas, al que concurren Baeza, el inevitable Goy de Silva y un grupo de jóvenes, estilo Dorian Gray, cuyos tipos suspectos hacen sensación entre los ingenuos vecinos del Viaducto» (27). También la calle es un lugar habitual de encuentro con los bohemios: en la parada del tranvía halla a Fernando Soldevilla, «viejo periodista compañero en la Corres que regresa a su casa después de andulear por el Congreso» (29). Estos encuentros duran los que tarda en llegar el tranvía.

Los bohemios como Don Tirso suelen ocuparse en escribir sus memorias de madrugada en la taberna de turno, soñando con alcanzar un gran éxito cuando se publiquen. La noche es el tiempo habitual de los encuentros fuera de las redacciones: «Este Cubero surge de pronto en la noche, del modo más inesperado. Semeja efectivamente un perro vagabundo que anda por ahí escarbando en los basureros» (31). Cansinos le llama el filósofo cínico porque discute tanto como Don Tirso el teólogo: «le atraen morbosamente los lupanares ínfimos, en cuyas puertas ondean cortinas rojas y hay una mujer que aguarda y sisea la los transeúntes» (33).  Le gusta también presenciar disecciones de cadáveres y es uno de los escritores bohemios de más extrema pobreza: «¡las cosas que podría escribir este hombre, si quisiera! Pero no quiere... mejor dicho no puede... ¿dónde va a escribir un hombre que no tiene casa y al que, por su suciedad suspecta de piojos, no admiten en las Bibliotecas?». Este hombre que podría ser más ácido por sus experiencias que Max Estrella, no sabe escribir: «he ahí lo notable. Ese hombre que ha vivido episodios tan fuertes y duros, cuando escribe, incurre en los tópicos sensibleros o trata de hacer preciosismo decadente» (34). Pocas y precisas pinceladas para calar el tipo de destrucción de cada bohemio. Blanco-Fombona le presenta en un café al poeta paraguayo Armando Vasseur, que ha perdido la cabeza por su manía persecutoria y que se cree la reencarnación de Juliano el Apóstata: «Da pena presenciar la decadencia psíquica de un escritor, dominado por la idea fija» (34). Toda esta bohemia florece bajo lo que Cansinos llama la Dictadura alegre:

 

Esta dictadura de Primo de Rivera, siniestra en el fondo como toda dictadura, muestra una superficie brillante y alegre. Nunca ha sido mayor la libertad de costumbres. Las mujeres se han recortado sus largas cabelleras de diosas tan cantadas por los poetas y acortado sus faldas hasta por encima de las rodillas, recordándonos por primera vez que tienen piernas y no alas. Los hombres han adoptado la moda norteamericana del rasurado íntegro y se han desprendido de esos bigotes formidables que trataban de imponer respeto y confirmar su virilidad (37).

 

Cansinos cuenta los secretos de alcoba y las dobles vidas, pues todos trafican con los secretos de los demás y la maledicencia forma parte de la red bohemia, entreverada con la amistad en mezcla demasiado humana. En airear los secretos oscuros de algunos personajes, Cansinos funciona con la libertad que da el género del diario cuya publicación no es objetivo prioritario ni inmediato. Lo habitual es que toda escena lleve su carga de ironía, con la que el autor se distancia sin llegar nunca a la separación total entre narrador y personaje,  que se da en los esperpentos. La ironía es consustancial a la mirada y la prosa de Cansinos y suele estar muy humanizada, con su toque de ternura o magnanimidad cervantina. Pero sin renunciar a la radiografía integral de los bohemios. Así, su amigo Pepe Mas «posee el secreto de la vida como el de la novela. Y marcha hacia delante, a grandes pasos, siempre mirando el reloj y sintiéndose cada vez más cerca del premio Nobel» (39), a cuya consecución compiten varios escritores haciendo una campaña tan ardua como los políticos para llamar la atención de la Academia sueca.

Desmitificadora es la mirada de Cansinos sobre personas e instituciones. Lo mismo se hace eco de un ingreso en la Academia —Gómez de Baquero (40)— que de una defunción —Andrés González Blanco (40-41)— o de un homenaje —a Antonio Machado (40-42)—. Con ironía narra los banquetes literarios que se celebran en el mesón El Segoviano, donde el bohemio Sánchez Rojas hace de reclamo a cambio de poder ir allí «a echar sus sueños atrasados de vagabundo y a calmar su hambre eterna». Escenas llenas de chispa que hacen sonreír al lector, aunque rocen lo esperpéntico:

 

La literatura se humaniza, se funde con el pueblo y entra en el marco del sainete. El numen de Arniches triunfa sobre todas las modernidades literarias... El mesón del Segoviano se convierte en una meca del costumbrismo madrileño, como la ermita de San Antonio en el mes de junio (45).

 

Del mesón saltamos al Café Colonial, donde aparece el poeta Lasso de la Vega, hecho un dandy y con una sorprendente capacidad adquisitiva que los otros bohemios atribuyen a su éxito para camelar y desplumar a un tonto con dinero. El que cuenta el chisme, Soler, lanza un gargajo al suelo y exclama: «Lasso es una cocotte... desplumó a Edwards Bello y ahora está desplumando a Mac-kinley... puaf ¡es repugnante!»; pero Soler tampoco se escapa a la mirada de Cansinos: «Soler, comiquillo de la lengua, habla con un tono redicho, y todo lo que dice suena a refrito. Igual que lo que escribe [...] también juega a las timbas y realiza la consabida taumaturgia de levantar muertos» (48). Cansinos suministra un catálogo de escritores bohemios que llenan con creces la clasificación de Enrique Murger. Y además no inventa, sólo registra, con esa mezcla de crónica periodística y literatura.

El testimonio de Cansinos sobre la vida de los periódicos y revistas literarias es de gran valor, pues se trata de la fuente de ingresos más frecuentes entre los escritores bohemios. Nos dice cómo ha dejado de colaborar en Los Lunes, «esa hoja literaria que tanto prestigio tuvo en tiempos y que ahora se hunde en un ocaso sin oro» (48). También describe librerías como la de Gorito Pueyo, a la que acude con Fombona porque éste persigue el odor di femina que hay en la tienda. Cansinos constata que el interés por la literatura en los periódicos decrece a partir del triunfo de la República, a favor de la información de actualidad y del reportaje o la entrevista política. Y con la llegada de la guerra siente que la literatura ha muerto al mismo tiempo que la República. Por desgracia, no era una constatación subjetiva, y en nuestros días la literatura ha desparecido prácticamente de los periódicos, y apenas se reduce a algunas reseñas que también pretenden centrarse en la rabiosa actualidad. La rabiosa actualidad unida a la capacidad de los medios audiovisuales para suministrar entretenimiento ha hecho desaparecer la literatura de creación de los periódicos, y no sólo durante el régimen de Franco sino aún más en nuestro recién estrenado siglo XXI: el diagnóstico de Cansinos iba a valer para toda esta época moderna que está enterrando la literatura a pasos agigantados. Apenas si se mantiene gracias a algunos programas educativos que permiten ocuparse de la Literatura como una reliquia. El irracional furor por consumir actualidad ha llevado a la Prensa a multiplicar los males que ya detectó Cansinos a comienzos de la República: triunfo de lo sensacionalista, de lo fácil, y ostracismo o muerte para la verdadera literatura, que ahora ha de vivir por otros cauces distintos a los de la Prensa.

La revista con más presencia en esta novela es La Libertad, porque es donde escribe Cansinos con asiduidad sus críticas literarias, al menos hasta que la política lo absorba todo[5]. Aparece La Libertad, con el relevo de la dirección, que pasa a ocupar Joaquín Aznar, antiguo amigo de Cansinos de los tiempos en que frecuentaba teatrillos con su amigo Zaratustra; teatrillos donde estrenaban Aznar y Eduardo Haro «revistillas absurdas»[6]. Ahora Aznar se acuerda de Cansinos para que colabore en La Libertad, instalada en el antiguo caserón de El País. Cansinos es bien acogido por todos los redactores de La Libertad, a los que retrata, como acostumbra, con certeras pinceladas. Tal aceptación le permite estar al tanto de todo:

 

Yo soy allí uno de los íntimos, delante de mí se habla sin reservas de la política en general y de la política interior de la casa, que es de franca oposición a la Dictadura y está inspirada por don Santiago de Alba, desde su exilio en París. Allí me entero que quien sostiene económicamente el periódico es el famoso hombre de negocios don Juan March, que así demuestra su gratitud, por no sé qué favor a don Santiago, y a su vez sostiene también ese otro periódico derechista, Informaciones, fundado por Juan de Aragón y adquirido luego por él y que ocupa la mitad del edificio, con entrada por la calle de San Roque [...]. Murmuran que don Juan March «juega a dos cartas. Pero apunta más a la derecha, cuyos redactores están mejor pagados. ¡Lo de siempre! (53-54)

 

Casi todo el trabajo recae en Joaquín Aznar, porque los redactores trabajan poco, así el Manuel Machado de proverbial pereza. Por la redacción de La Libertad pasan también personajes curiosos como el criminalista Jiménez de Asúa con «visibles estigmas de anormalidad sexual»; anormalidad confirmada en seguida por los chismes que todo lo alcanzan: «Luego me han confirmado la certeza de mi intuición, contándome detalles de su vida personal, licenciosa y pervertida, de sus relaciones con individuos equívocos, invertidos de ambos sexos... Es un feminoide —dice Benlliure y Tuero, con repugnancia... y escupe» (56). Y es que lo personal aflora, aunque los implicados lo den por secreto, pues hay un gusto colectivo por el chisme entre los bohemios del que no se libra Cansinos, que siempre los selecciona por la nota de humor, color y humanidad que aportan.

El secretario de La Libertad, don Manuel de Castro Tiedra, «dijérase que ha nacido para secretario de redacción», pues lo fue de El Heraldo, luego de ABC y ahora de La Libertad: «es hombre que gusta de vivir a lo grande, sostiene dos casas, la de su mujer y sus hijos y la de su querida, espera hacer todavía su carrera en política, es decir, llegar a ser secretario de algún ministro [...] si triunfa la República... [...] y en fin, no podría vivir sin ser secretario de alguien» (57).

La ideología de La Libertad está marcada por Joaquín Aznar:

 

Su criterio es que todo el mundo pueda escribir en el periódico que lleva ese título y todo el mundo pueda leerlo. Así en el número de sus colaboradores figuran escritores de tendencias tan antagónicas [...]. Este criterio del director no es del agrado de todos los redactores y colaboradores, que lo encuentran propicio al confusionismo y la desorientación y piensan que le restan lectores al periódico. —De esta forma no se sabe si La Libertad es un periódico republicano, maurista o sindicalista —dicen. Pero Joaquín Aznar, sonriente y ecuánime les contesta. —Es un periódico liberal y en él caben todas las opiniones. Esa es la verdadera libertad... Lo demás es sectarismo (63-64).

 

 Manuel Machado le da la razón, pero Cansinos nos dice que ni Aznar ni su jefe, don Santiago Alba, se han definido como republicanos: sus antecedentes son monárquicos. Para Aznar el periódico debe combatir la Dictadura que había maltratado a su jefe,  pero sin ser abiertamente republicano. Como ejemplo de todas las tendencias contradictorias que caben en La Libertad cita Cansinos la oferta que acaba de hacérsele a Concha Espina, habitual colaboradora de El Debate, para que colabore en La Libertad. Y la escritora accede porque se considera una obrera de la pluma y lo que quiere es que le paguen y por adelantado.

Asiste Cansinos también a los viernes en casa de Concha Espina, que le halaga y le considera el Maestro digno de ocupar un sillón en la Academia. Aquí el tono se suaviza respecto a las redacciones y tertulias de café: «la conversación versa, como es natural, sobre literatura y literatos, con los inevitables toques de mordacidad; pero se mantiene en un tono educado, de buen gusto, sin caer en la maledicencia trivial (61). Allí se entera Cansinos de intimidades de escritores. Los contertulios hacen votos para que Concha Espina entre en la Academia. En la tertulia de Concha Espina reprochan a Cansinos que sea tan retraído y que se relacione tan poco, pero le envidian la independencia, que fue en verdad su más destacada virtud a través de tantas épocas y crisis. Cansinos y Cocha Espina intiman platónicamente. Ambos, especialmente ella, dejan ver su dolorosa soledad. La vida del escritor es amarga y así lo refleja Cansinos una y otra vez, a pesar de que nada consiga que se desenamore de la literatura.

A veces Cansinos omite el lugar de los encuentros con los bohemios. Simplemente los encuentra, como a Mínguez y Ledesma, que compiten por ver cuál tiene mayor saber enciclopédico. Y desde luego Mínguez tiene más saber picaresco y se las ingenia para robar algún pato de El Retiro con que matar el hambre. Hace con él Cansinos uno de sus más logrados retratos pues es «Hombre novelable este bohemio» (69). No falta el bohemio que ha cometido un asesinato pasional, como Vidal y Planas, ni la estampa de su mujer visitándolo en la Cárcel Modelo. Cansinos se acuerda en la cárcel del De Profundis wildiano.

Aznar sigue empeñado en que Cansinos se encargue de la crítica literaria:

 

Aznar me anima con elogios tan exagerados, que podrían parecer insinceros: —La Libertad, como usted ve, se está haciendo un gran periódico, necesita un gran crítico literario de la talla de usted!... ¡Usted es el primer crítico de España! [...] No lo digo yo sólo... Lo dice también don Santiago [...] ya sabe usted que don Santiago vive en París y tiene motivos para estar enterado (77).

 

De modo que no le queda más remedio que aceptar. En la redacción no para de conocer o encontrarse con escritores, algunos coetáneos de Galdós, como José Gutiérrez-Gamero, «novel de ochenta años»: «Basta decir que ha publicado un libro de Memorias, con el título esperanzado de Mis primeros ochenta años» (79). Sin embargo, los jóvenes redactores no son tan benevolentes con el viejo escritor: «No pocos jóvenes ven un rival peligroso en este anciano, de posición holgada, académico de la Lengua, socio del Casino de Madrid [...]. Y dicen que debe morirse... La pugna entre jóvenes y viejos toma a veces rasgos de canibalismo» (1996 79). También parece haber rejuvenecido Gómez Baquero, Andrenio, al que algunos como Fombona tachan de émulo de Ortega. El caso es que este Fombona ahora coquetea con el teatro y piensa en asociarse con Arniches para forrarse, pero Cansinos le disuade con ironía.

Pasan también por la redacción de La Libertad ateneístas como Dubilos, lleno de manías de loco como la de no pisar raya. Y llegan las noticias de las muertes de escritores como el mejicano Icaza, al que Cansinos recuerda por su carácter refunfuñón e irascible: «Reñía en la vida y en sus polémicas con sus colegas eruditos por cosas tan pequeñas como si La tía fingida era o no de Cervantes» (84).

Cansinos consigue el premio Chirel de crítica literaria que concede la Academia, después de una larga demora. Julio Casares le aclara la demora: «A don Antonio Maura le habían dicho que era usted judío, de raza y de religión y él consideraba improcedente conceder a un autor judío ese premio Chirel, instituido por una persona de sentimientos católicos tan arraigados como el difunto barón de ese título». Cansinos le dice a Casares que no es judío confesional: «Ahora, como español, seguro que tendré mi tanto por ciento de sangre judía y morisca en mis venas como usted mismo» (85). También había quien le reprochaba a Cansinos su heterodoxia, pero finalmente se alzó con el premio Chirel y sus 2000 pesetas.

Otros persiguen el premio Nobel con obsesión, como Concha Espina, y se dedican a hacer campaña sin descanso:

 

El aspirante a Nobel tiene que movilizar a todos sus amigos para que envíen pliegos de firmas, solicitando para él la disputada distinción; liceos, universidades, centros regionales, academias deben acribillar a los académicos suecos, recabando el premio para su candidato. Este por su parte, de be enviar aquellos recortes de Prensa, en que se elogien sus libros, y se haga resaltar la importancia de su figura en las Letras de su país (87).

 

Aznar no permite a Cansinos que haga campaña en La Libertad en pro de Concha Espina. La posición de crítico en La Libertad ha llevado también a Cansinos a participar más en las tertulias literarias,  con redactores casi todos de El Sol o de La Voz. Sucede la habitual presentación de los redactores contertulios, pupilos de Ortega y Gasset. Entre todos, «Joaquín Arderius es el tipo más interesante de la tertulia», de quien relata las extravagancias bohemias del escritor cuya «aspiración sería volar el planeta» (93). La tertulia de redactores tiene estos temas:

 

Amor, literatura y política son los temas de conversación habituales. Todos los contertulios son enemigos acérrimos de la Dictadura, y de la Monarquía que la ha traído, y todos alardean de conspirar para derribarla. Y se dicen al tanto de lo que en secreto se trama, por parte de los viejos políticos liberales y ciertos elementos del Ejército (95).

 

Corren continuamente rumores de sublevaciones militares, y algunos, como Helios, un dibujante, proclama su obsesión de matar al rey, lo cual petrifica a todos los demás contertulios, que han de invitarle a algo para hacerle callar. Pero Cansinos tiene claro en dónde están ideológicamente estos contertulios: «Aunque enemigos de la Dictadura, estos muchachos de El Sol y La Voz siguen la línea de sus periódicos y ni siquiera son republicanos... No van más allá de su jefe Ortega y Gasset» (96).

Martín Parapar, que escribe en El Socialista y en Castilla Gráfica, presume de comunista integral y considera unos señoritos burgueses a los de El Sol y La Voz: «Parapar es un muchacho ingenuo, con una fe ciega en el Paraíso de la Utopía, y que se entusiasma con las grandes obras que realizan los soviets, bajo el numen de Lenin. Y no cree en esos redactores que admiran a Ortega y Gasset, Marañón y Melquíades».

Cansinos recoge las exageraciones y delirios de unos y otros, pero no se deja llevar por la retórica política. Salen del café con estas cosas cuando ya está amaneciendo, algunos le acompañan al Viaducto y aprovechan —como Catalán— para  hacer un canto al amor que mueve el mundo, como otro Dante. También se codea Cansinos con los impresores, como Pueyo, que está indignado por no poder despedir a sus obreros a su antojo.

El capital bilbaíno que sostiene El Sol y La Voz ha traído escritores vascos a la bohemia madrileña: Unzueta vive de sablear a los bilbaínos ricos que vienen a la corte; más loco está Daguerre, que cree ejercer influencia telepática sobre una jovencita costurera a la que sigue y con la que pretende casarse porque está harto de vivir con patronas de mala muerte.

El temperamento periodístico de Cansinos le lleva a hacerse eco de los sucesos más sonados, como el asunto de las niñas desaparecidas, que hace aumentar la venta de periódicos hasta que interviene la censura del Dictador ante la posible implicación del clero en el truculento asunto.

En la Feria de Libros Cansinos encuentra también a muchos literatos, algunos a la caza de incunables: a Pepe Mas, que se encarga de que sus libros se vean; a Baroja,

 

que revuelve los anaqueles en busca de documentación para sus Memorias de Aviraneta... y a veces a Azorín, el impasible y hermético Azorín, con su cara fatigada al que los libreros ofrecen una silla, en la que permanece  horas enteras, sentado con su bastón entre las piernas y la barba apoyada en el bastón... mirando,  pensando en el estilo tartamudo de sus crónicas (112)[7].

 

Pepe Mas hace chistes sobre esos libros reliquias y ambos disfrutan de la excentricidad de algún bohemio librero que se encuentran,  como don Primitivo,  que presume de no tener entrañas y arremete contra los bohemios mujeriegos y alcohólicos. O el estrafalario Bataller, que transige hasta con los cuernos de su mujer, que le abandonó por su suciedad. Retratos y etopeyas sin desperdicio que convierten La novela de un literato en casi un paseo cinematográfico por el Madrid de la bohemia escritora, una colmena anticipada en la que no es necesario inventar nada, sino solo saber mirar y contar. Otro librero de viejo es Angulo, que restaura libros y da sablazos con ellos en escenas que recobran toda su viveza.

Deja de publicarse La Novela de Hoy que dirigía Artemio Precioso por haber novelado un escabroso suceso de actualidad. Precioso marcha a París para dedicarse a la literatura pornográfica. Cansinos exclama: «¡Y qué cerdos vienen a hozar en las rosas de la literatura!» (130).

Raúl David, un joven admirador que le había seguido religiosamente hasta poder hablar con el maestro en la Feria de Libros, ya ha caído en las garras  de un grupo de bohemios entre los que están Don Tirso, el teólogo, y Cubero, el filósofo cínico. Cansinos tiene razón para preocuparse:

 

Ahora estarán adulándolo y saqueándolo, entreteniéndolo hasta la media noche, en tanto la hermana y la novia lo aguardan resignadas, sin atreverse a tocar la cena... Y Raúl David irá allá luego alcoholizado, irritable, lleno de egolatría y responderá con imprecaciones iracundas a sus reproches tímidos... ¡Pobre Raúl David! Querría salvarlo de esos hampones, pero comprendo que sería imposible... y así paso de largo, evitando que ellos me vean... ¡Dios mío! ¡Qué terrible es el arte! (131)

 

Cansinos recordaba su propia juventud y la bohemia inmunda a la que había sido arrastrado entonces por otros bohemios sin demasiados escrúpulos.

Otras veces el personaje irrumpe en  la novela a causa de los libros que ha enviado a Cansinos para que se los reseñe halagüeñamente. Así Luis Ruiz Contreras, cuya pretenciosidad pone bien al descubierto Cansinos: «Ya ve usted... Yo fui quien dio a conocer a Baroja, a Azorín, a Maeztu y a mí me deben el nombre del que hoy  gozan...» (133). Y Joaquín Dicenta, Julio Casares, todos se lo deben a él; Casares le debe hasta su hija, porque le enseñó la técnica eugenésica para poder concebirla. Y como traductor es tan bueno que «hay quien dice que le gusta más Anatole traducido por mí que en el original» (135), y otros le confunden por su aspecto con grandes escritores. La modestia encarnada de algunos escritores que con tanta frecuencia se encuentra Cansinos y que con tanta gracia nos trasmite.

Sus intereses por lo judío se expanden al encontrarse con sefardíes como José Bernardete, que viene de Estados Unidos a hacer una tesis doctoral. Coinciden con Waldo Frank, el escritor norteamericano también sefardí, que comparte con ellos sus inquietudes por sus ancestros y por la cultura judía.

Para entonces Daguerre se ha declarado a la modista joven a la que cree tener enamorada por telepatía, y ha sufrido las lógicas calabazas y el consecuente escándalo en la Puerta del Sol. Cada loco sigue con su tema. El banquero Ignacio Bauer le envía un librito suyo, Mis primeros artículos, que Cansinos descubre que era «copia exacta de otro, publicado hace años en la Revista Crítica de Colombine por mi noble amigo José Farache» (138). Cansinos lo denuncia en un artículo que envía a Cosmópolis y se sorprende de que su amigo no se lo agradezca, hasta que, de nuevo revolviendo libros en la Feria de Libros, da con la razón: «encuentro una gramática hebrea del padre García Blanco [...] y hojeándola con avidez, tropiezo con un artículo dedicado a la cábala y al punto me sorprende la identidad con el artículo de mi noble amigo, el señor Farache [...]. El presunto plagiado era también un plagiario [...]. Un caso curioso de desamortización» (139).

El periódico La Tribuna quiere salir de nuevo, y Paco Torres, el Gran Simpático, pretende que Cansinos escriba para ellos una crítica literaria semanal. El autor nos describe el ambiente de esta nueva redacción y toda una serie de personajes que conoce en estos «vermuths periodísticos de La Tribuna». Más retratos y etopeyas de bohemios, como don Luciano de Taxonera, el polígrafo, «un anecdotario viviente», o Álvaro de Retana, que debutó con el seudónimo de Claudina Regnie, de cuya virilidad todos dudan, aunque se haya casado. Alvarito rivaliza con Pepito Zamora, que a diferencia suya

 

no tiene la menor pretensión hombruna, y se muestra y conduce con una naturalidad sorprendente [...]. Pepito Zamora da la impresión de una señorita, vestida de falda-pantalón. Gasta unos jerseys originales, que se hace él mismo con unas agujas de ganchillo, se peina a ondas y habla y gesticula como una jovencita, en quien la feminidad fuese congénita (145).

 

Todos acogen a Pepito Zamora con simpatía en La Tribuna, excepto el cronista de tribunales Sol Jacquotot, un apóstol de la mano dura y la pena de muerte. Y que «mira a Pepito Zamora con ojos terribles de odio y asco y protesta de que se le admita allí y habla de que como a todos sus congéneres, se les debía desterrar a una isla desierta y aplicarle el cauterio en la parte pecadora». Alguno, para picarle, le recuerda que Marañón ha dicho que todos llevamos latencias y el energúmeno exclama: «Ese Marañón es otro que tal... aquí no van quedando machos» (146).

El caso es que La Tribuna no despega con éxito y el Gran Simpático tiene la idea de ofrecérsela a algún político de la oposición: «Anda, Palomo, ponte de punta en blanco y échate a visitar políticos que necesiten un organillo... Sánchez Guerra, don Melquíades... Indalecio...» (147); pero nadie quería aquel periódico «desacreditado por su historia anterior... y en el que además andaba Paco Torres. Así acaba la segunda etapa de La Tribuna, sin que el pobre Palomo, acosado por Paco Torres, pueda sacar un duro más a su mujer para costear el periódico».

Raúl David trabaja como ebanista y asalta al maestro para que visite su taller. De nuevo Cansinos muestra preocupación y cariño hacia su exaltado admirador:

 

Maestro, guíeme usted, déjelo usted también todo... nos iremos a Oriente... a un país fabuloso... donde la vida sea un poema constante. Muéstrase tan exaltado el artista, expresa tanto dolor su cara, demacrada y encendida en rosas de fiebre, que yo intento serenarlo: —No se deje usted alucinar por esos sueños juveniles que todos hemos tenido... Usted debe considerarse feliz en este pequeño mundo en que ahora vive... Es usted joven, tiene talento, una hermana que vela por usted, una novia buena y cariñosa, con fe en su genio y paciencia para esperar su triunfo, ¿qué más desea usted por el momento?  (155)

 

 Pero el joven sigue rendido ante el maestro, a quien ofrece todo lo que tiene: 

 

Me conmueve la ingenuidad del joven artista. ¡Qué ocasión —pienso— para uno de esos bohemios sin alma, como Pedro Luis de Gálvez! ¡Qué alegremente despojarían a este generoso muchacho! Y además lo enloquecerían con sus adulaciones, le envenenarían el alma con sus rencores de fracasados... Afortunadamente para él, y para mí, no pertenezco al mundo de esos hampones literarios. No quiero interponerme en la vida modesta y feliz  de este joven artista... ¿Quién sabe el drama sentimental que podría provocar sin desearlo? (156)

 

Cansinos usa su experiencia para ayudar en vez de para aprovecharse del rendido admirador.

Los bohemios no salen de su asombro al ver a Vicente Simeón con dinero; al parecer le mantenía la munificencia de un viejo farmacéutico que, al morir, precipita la vuelta de Simeón a la miseria, «otra vez a rodar por esas calles, a dar sablazos y comer gallinejas» (160). Ahora se arrima a Enrique Sawa, el más bajo física y moralmente de los cuatro hermanos Sawa, quien en su decadencia intenta que el pobre Vicente Simeón lo sodomice.

Cansinos empieza a asistir a otra tertulia de arrabal, en el café Oriente, al final de la calle Atocha, donde van dos de sus más rendidos admiradores entre los jóvenes: su Raúl Davil y la antítesis de éste, Benajamín Jarnés, a quien retrata con menos cariño que al primero, pero con igual acierto. Entre los personajes de esta tertulia se agudiza la miseria: Garrán, que no ve a su mujer sino cuando tiene dinero; el tuberculoso Silva, o el que le parece más interesante, Alberto, panadero, escultor y dibujante, «de genio brusco, grosero, proletario, iconoclasta» (167). Dos señoritas amenizan las veladas del café de Oriente con violín y piano. A Raúl David le contrariaba la atención del maestro a Jarnés, y lo acapara marcando las distancias con los otros. Los ultraístas se enteran del nuevo paradero de Cansinos y se suman a la tertulia del Oriente, lo cual colma de satisfacción a Jarnés. Surge entre ellos la idea de fundar una revista, Cascabeles, que se metería con humor con todo el mundo, aunque a Jarnés le gustaría más que tuviera la seriedad de la Revista de Occidente. Finalmente la revista salió cómica y no superó los límites de los kioscos de la Glorieta de Atocha, aunque sirvió de todos modos de reclamo que atrajo a algunos jóvenes literatos a la tertulia, como Rafael Pizarro, sobrino de Felipe Trigo, que había publicado algunos cuentos extremeños imitando los gallegos de Valle-Inclán, a quien intentó conocer en persona y de quien casi recibió un bastonazo que acabó con su admiración por el terrible manco. Cascabeles no pasó del primer número. Raúl David dejó de ir por celos a la tertulia del Oriente. Jarnés, cuya frialdad y medianía ya había detectado Cansinos,

 

logró introducirse primero en Pombo, y luego, por los conocimientos que allí hizo, llegó hasta la Revista de Occidente, fue presentado a Ortega y Gasset y colocó su primer artículo en aquellas hojas consagradas por el prestigio del Filósofo. Jarnés había triunfado. Ya no era un literato de arrabal. Y alternaba con Pedro Garfias, Eugenio Montes y los poetas catedráticos, con Dámaso Alonso y Pedro Salinas (173).

 

Y añade con sorna Cansinos: «Jarnés era ya un personaje... Escribía artículos sobre Estética, en los que proclamaba la gracia teologal de la greguería y llamaba a Ortega y Gasset sencillamente El Pensador» (173). Cansinos, harto, deja de ir a la tertulia del Oriente:

 

Poco a poco dejé de ir por Oriente. La Glorieta iba perdiendo su encanto para mí. Encontraba entre aquellos poetas de arrabal las mismas rivalidades y envidias que los que había dejado en los cafés del centro, y un ansia de trepar por la cucaña de la notoriedad tanto mayor cuanto más lejos se sentían de la cúspide. Su aire de independencia era tan sólo una máscara obligada... lo mismo que su modestia. Todos querían ser pontífices (174).

 

La narración vuelve a ocuparse —tras alguna anéctota sobre la usura de los editores—  de la redacción de La Libertad, donde Cansinos encuentra a Eduardo Haro, que regresa de Londres como corresponsal de La Mañana. Se reincorpora al periódico y se le concede un premio por una crónica madrileñista que luego celebran todos en el café de Toledo, entre representantes del madrileñismo. Por ahí sigue Don Tirso el teólogo creyéndose hombre sirena, inmune al fracaso, que es para los demás, pero en realidad cada vez más hundido.

Eduardo Haro sustituye a Manuel Machado como crítico de teatro en La Libertad. Para Machado, «la crítica teatral era un pretexto para cenar fuera de casa y correr una juerguecilla con los amigos. A veces ni siquiera asistía al estreno, contentándose con telefonear a un compañero, de escalpelo, para que le dijese si había sido un éxito o un fracaso» (183).

Cansinos sigue también con las veladas en casa de Concha Espina, donde conoce al poeta hipanoamericano Eloy Blanco, más topical que tropical, según la ironía de Cansinos. Pero es en la redacción de La Libertad donde más escritores se encuentra, y de todos esboza una viva semblanza que incluye las anécdotas sobre lo personal e íntimo que de todos modos circulan entre los escritores. A veces su casa del Viaducto se convierte en el lugar de los encuentros, como con Obdulia, la mujer eternamente enamorada de su marido Pepe Zaratustra, al que sigue sonándole los mocos con ternura maternal y cuyo amor incondicional no quieren los bohemios que se agote, como si fuera una esperanza para todos ellos. Obdulia viene a recabar un favor del antiguo pretendiente convertido ahora en General, «terror de sindicalistas, comunistas y republicanos —al hombre que ha dejado en Barcelona una estela de sangre» (190). El general Severiano le dice que van a fundar el rotativo La Nación y que puede ofrecerle a su marido un puesto de redactor, pero él no acepta y Obdulia regresa a Bilbao. Salió por fin La Nación, «órgano del Dictador, dirigido por Bernardo Barreto, un gran rotativo con profusión de páginas y retrograbados, y un cuadro de colaboradores formados por todas las grandes figuras de las letras, entre las que no falta la de nuestra amiga Concha Espina» (194). Para Joaquín Aznar, ésta no podrá escribir en La Libertad si colabora con La Nación, aunque escriba ya en el católico El Debate. Concha Espina protesta porque no ve la relación de la política con la literatura. Cansinos, a pesar de ser amigo de la escritora, va al fondo del asunto con su acostumbrada integridad:

 

Lo que pasa es que Concha Espina plantea mal la cuestión. Colaborar en el órgano de la Dictadura no es en el fondo, cuestión de ideas, sino de dignidad y buen gusto. Ningún escritor verdaderamente digno puede simpatizar en modo alguno con un régimen de fuerza, que es la negación de la dignidad humana [...]. Dígase lo que se quiera, no tiene nada de gallarda la conducta de esos escritores que acuden presurosos al comedero que en La Nación se brinda y es natural que se atraigan el estigma de sus colegas que se abstienen. Concha Espina, que ya tiene una gloria internacional bien ganada, no necesitaba de esos homenajes del Dictador (195-196).

 

Lo contrario pasa con Manuel Machado: la revista Alas le ha encargado un himno a la aviación muy bien pagado que finalmente no entrega, dicen que por su pereza proverbial, aunque Cansinos sugiere que no lo hace por «honradez literaria», por no escribir un himno a la aviación como un Quintana o un Marquina.

Adolfo de Sandoval, que escribe un libro por semana, persigue al maestro para que le elogie en sus críticas, pero al maestro no le engaña: «Don Alfonso es un amargado, que no perdona ni a los muertos, sobre todo si han sido académicos» (199). En el fondo se muere por entrar en la Academia y aunque «enemigo acérrimo del liberalismo, que es pecado, pordiosea bombos en La Libertad, donde escriben librepensadores, masones y ateos, excomulgados por obispos, pero que se lee más que El Debate» (200). En resumen, sentencia Cansinos, «¡Ay del que tiene la desgracia de encontrárselo, sin tiempo para huir de él!» (202).

En el Colonial reaparece Alfonso Vidal y Planas, al que el gobierno ha indultado el resto de la pena por su crimen pasional. Todos le encuentran con mejor aspecto que cuando era bohemio: la ironía de los bohemios no se detiene ante nada.

Otra muestra de editor negrero nos la da Cansinos con el retrato de don Gabino Páez, que ha fundado su editorial propia y con el que trata el autor para publicar sus artículos de crítica. El usurero le propone hacer de intermediario para captar a grandes escritores para la biblioteca que tiene en proyecto. Cansinos rehúsa. Es frecuente que los personajes de esta novela de la realidad se presenten primero con su retrato y luego con su etopeya, sazonada de anécdotas muy expresivas que permiten recrear con fuerza la vida del personaje-persona.

Cansinos se hace eco de los momentos políticos más significativos, sobre todo los que afectan a los escritores. Así refleja en sus páginas el ataque de la Dictadura al mundo intelectual:

 

El dictador toma medidas enérgicas contra los escritores que se han manifestado hostiles a ella, en los primeros momentos. Destituye al rector de Salamanca, don Miguel de Unamuno y lo destierra a Fuerteventura, en las Canarias. Cierra el Ateneo, cuyos socios se habían solidarizado con el gran escritor, y hace detener a un grupo de ellos, en el café del Prado, donde se habían reunido para conspirar (206).

 

Se detiene a un grupo y se los encierra en la Modelo, entre ellos al venezolano Blanco-Fombona, que sale de la breve estancia en la cárcel con manías persecutorias.

En la tertulia de El Universal, los jóvenes contertulios de Cansinos comentan las horas que ha sido detenido Valle-Inclán y cómo el dictador le ha llamado estrafalario:

 

Lo ocurrido fue que durante un estreno en el Fontalba, don Ramón protestó ruidosamente por la obra —¡Ezto ez una estupidez!—. Amonestado por los policías para que callase, el escritor arreció en sus protestas [...]. Lo detuvieron y lo llevaron a la Comisaría». Allí Valle vaciló un rato al comisario al preguntarle su nombre y apellidos y desbordó en exabruptos, ante los cuales «comisario y policías se quedaron turulatos, como los que oían a don Quijote... Don Ramón salió de la comisaría, arrogante y triunfal (208).

 

Todos dicen que Valle y Unamuno son los únicos intelectuales que plantan cara al dictador. Se dice que Unamuno, ahora desde Hendaya, lanza unas Hojas Libres contra la dictadura. Parapar, el comunista acérrimo, es el único que piensa que Unamuno «es tan burgués y reaccionario como el propio dictador» (209). También se posicionan en la tertulia sobre el valor de Blasco Ibáñez, cuya reputación ha sido dañada en un folleto lanzado en París.  Pero es Helios quien hace callar a todos con su obsesión pregonada en voz alta de asesinar al rey.

A don Tirso el teólogo lo encuentra el maestro en la verbena vestido como en sus «épocas faustas», pavoneándose y flirteando con las muchachas, orgulloso de haber inventado el neologismo cornupecia a raíz de los cuernos que le puso su mujer; neologismo que piensa proponer a la Academia,  que paga un duro por cada vocablo nuevo. Al paseo verbenero se unen otros como Benítez, un tipo de alcohólico agresivo que se mofa del cornudo don Tirso. Benítez se ríe de todos y los humilla con los trapos sucios que conoce. Esta es la tertulia más degradada y esperpéntica de cuantas aparecen en la novela. Es el ambiente más parecido al de la taberna en Luces de bohemia. Y lo rufianesco en ellos está también sazonado de ingenio bohemio, de cierto manto de literatura trasnochada. Por la tertulia aparece Villacián, antiguo colaborador de La Tribuna, al que la policía ha detenido en su casa sin explicación. Sale de la cárcel tuberculoso y se enteran de que al mes de verle  por la tertulia el pobre bohemio ha fallecido.

La costumbre inglesa de que las señoritas recauden fondos se lleva a cabo por primera vez en España para la Cruz Roja. Los periódicos de la derecha, sobre todo El Debate, protestan contra esa costumbre, «que no se aviene con el carácter excitable de los españoles» (215), y los que están a favor de lo que hacen estas señoritas lo están por alimentar su lujuria.

Alfonso Camín, poeta asturiano que ha estado en la Revolución de Pancho Villa, se suma a la tertulia con sus versos y anécdotas estrafalarias. Para Cansinos es un cacique asturiano que publica sus producciones en Prensa Gráfica y en otras revistas, y que edita por su cuenta la revista Norte a expensas de sus paisanos asturianos. Así, Norte es «un periódico de los más importantes en cuanto a suscripción y publicidad, aunque sea un órgano de circulación interna y silenciosa. De él vive Camín, con él se costea sus libros, sus puros y sus dobles de cerveza. Y también sus mujeres, pues el vate asturiano es también un gallo, por lo menos eso dice él» (217). Pero ahora Camín ha perdido su cresta y muestra «dos cuernecillos en la frente», ya  su amigo Carrere, al que busca para matarle, le ha quitado la novia.

A veces la noticia procede de los periódicos, como la muerte de Ramírez-Ángel, que obtuvo en 1907 el premio de la Novela Ilustrada de Blasco Ibáñez por su novela La Tirana. Últimamente era redactor jefe de ABC y había colaborado en los periódicos ilustrados Mundo Gráfico, La Esfera, etc. La prensa de derechas le rinde homenaje y Cansinos también le muestra su respeto. Lo cual indica el talante abierto del maestro, que no se orienta hacia los escritores por su ideología política, sino por sus valores literarios y éticos.

La prensa liberal hace campaña para que entre en la Academia Pérez de Ayala, aunque Cocha Espina se siente un poco despechada. Cansinos muestra el carácter poco sincero de estas campañas: «En general el entusiasmo por el candidato de los intelectuales, es algo ficticio» (221).

Cansinos nos testimonia los gozos y los sinsabores que le ha dado su labor crítica en la Corres: «He tenido que aguantar el despecho de los autores no elogiados o silenciados [...] y la iracundia de los enemigos de los elogiados. El autor es suspicaz y atribuye al crítico intenciones de rebajarlo, si elogia a un rival» (221). Sobre todo porque en Madrid uno se tropieza cada día con los autores, y Cansinos se ha creado una legión de enemigos. Mucho más comprensión encuentra en el extranjero,  especialmente en América.  Alguien tan raro como Goy de Silva se enoja con el maestro por no haberle criticado con dureza su libro de poemas en La Libertad. «¿Cómo entender a la gente?» (223). Goy de Silva posa de dandy, presume de haber usado la primera gabardina que se vio en Madrid, que hasta el rey se la envidió. Y en fin, como casi todos, practica el parasitismo.

Cansinos denuncia la corrupción con que nace la CIAP, la Compañía Ibero Americana de Publicaciones, presidida por el banquero Ignacio Bauer, el del plagio. La empresa compra las editoriales enteras y también acapara la crítica:

 

Contrata con los periódicos planas semanales dedicadas al Libro y en las que escritores a sueldo pasan revista a las publicaciones de actualidad, que son naturalmente las que ella edita, y les dedican artículos de elogio ditirámbico [...]. El crítico máximo de la CIAP es el señor Gómez de Baquero (Andrenio) que con su alta calidad (ya es académico) consagra con óleos literarios a ese sátrapa de la Banca, que en literatura es un parvenu.

 

Cansinos no quiere perder su independencia, pero de todos modos tampoco Bauer ha debido de olvidar que el maestro le acusó con razón de plagiario. El fenómeno de la CIAP es tan absorbente (tan moderno) que Cansinos es consciente de cuán difícil será a partir de ahora ser independiente:

 

Permaneceré al margen —digo. Pero los tentáculos de ese pulpo financiero-literario llegan hasta rozar ese margen. La CIAP ha contratado su plana del Libro con La Libertad, encargando de su confección a uno de sus críticos, el joven Chabás, un universitario, un nuevo tipo de literaro ya anunciado por Guillermo de Torre, bien vestido, sin melenas, y con su carterita de escolar bajo el brazo (226).

 

 Finalmente Joaquín Aznar protege la independencia de Cansinos, y Chabás no interfiere con su trabajo. Pero el banquero plagiario se ha salido con la suya, y a través de su enorme empresa editorial se hace pedir la entrada en la Academia y seguirá con el Nobel...: «Ahí es nada disponer de todas las plumas de un país... ya sean de ganso, ya de pavo real!» (227).

Don Juan March visita la redacción de La Libertad. Todos se levantan cuando entra el millonario mallorquín, pero no impresiona a Cansinos, que tras retratarlo físicamente, dice: «Ese hombre tan vulgar es el hombre más rico de España, con el que sólo puede competir el catalán Cambó» (229). Al marcharse se lleva por error el sombrero de Cansinos.

En general, la Dictadura ha sido fatal para los escritores bohemios:

 

La Escoba de la Dictadura barrió a todos —o casi todos— los hampones literarios. Don Miguel que era partidario de que la gente trabajase y mandó disolver los corrillos de la puerta del Sol, fueles fatal a esos vagabundos ociosos, algunos de los cuales habrán levantado el vuelo como las golondrinas y otros habrán ido a morir en hospitales (232).

 

De todos modos, la Dictadura se tambalea:

 

no por los trabajos de los conspiradores sino porque las extravagancias, demasías y plebeyeces del general alcohólico y chulo, han acabado por granjearle la hostilidad de las masas conservadoras y de los elementos palatinos, empezando por la reina Victoria. En una de sus ingenuas notas oficiosas, el general se lamentaba el otro día de que hasta los prelados se le han puesto en contra (233).

 

 Hay por ello euforia en La Libertad: «Se da por inminente la caída del general y con ello, la vuelta de los desterrados políticos, la supresión de la Censura [...]. Darío Pérez dice con su vieja experiencia, que en el horizonte se dibuja el gorro frigio» (233). La Libertad podrá hablar libremente, volverá don Santiago de París y se triplicarán las ventas: «Lo cierto es que La Libertad vuelve a convertirse en un foco de conspiración política [...]. La República está a la vista... La República es un hecho» (234), dicen todos. Unos le dan el mérito a Unamuno, otros comparan al dictador con la etapa fernandina, el ambiente republicano se siente antes en la redacción de La Libertad que en la calle:

 

El ambiente se caldea de entusiasmo y optimismo y uno sale de allí en la madrugada, esperando encontrarse las calles invadidas por las masas y atronadas por los disparos. Pero a dos pasos de la redacción, la noche sigue silenciosa y oscura, sin más impactos que las estrellas en el cielo (234).

 

Cansinos atribuye la caída de la Dictadura a las intrigas palatinas, «empezando por la reina Victoria, cuya corrección británica no se avenía bien con las extravagancias de ese militar borrachín, jaranero y aplebeyado, que se permitía con ella familiaridades intolerables» (234). Incluso el rey llegó a tenerle miedo

 

y hubo de lamentarse una vez en presencia de sus allegados: ¿No habrá quien me libre de este tío? —dijo, en ese lenguaje achulapado que le atribuyen. Y entonces el general Berenguer (don Federico) que se hallaba presente, respondió decidido: —Yo mismo, si Su Majestad me autoriza. Lo autorizó el rey y en el acto le confirió los poderes dictatoriales. El nuevo dictador se encargó de eliminar al antiguo con el cual parece que tenía viejos resentimientos. El dictador destituido bajó las escaleras de Palacio, refunfuñando amenazas y en unión de Martínez Anido, su brazo fuerte, su verdugo, marchó a París, a preparar desde allí la Revolución. Su última extravagancia ha sido la de jurar, como un héroe del Romancero, que no se raparía las barbas hasta no destronar a don Alfonso (235).

 

Cansinos adelanta las esperanzas con que se vive desde la redacción de La Libertad el advenimiento de la II República:

 

A la dictadura de Miguelón, ha sucedido pues, la que llaman la «dictablanda» de Berenguer. Éste ha declarado su propósito de ir restableciendo poco a poco las garantías constitucionales, convocar elecciones, etc., etc. —y por lo pronto ha promulgado una amnistía para los perseguidos por su antecesor y ha abierto la mano en lo referente a la Censura de Prensa y la celebración de mítines y demás actos políticos.

Ha vuelto a Madrid don José Sánchez Guerra, que estaba detenido en Valencia, y se espera que vuelvan también don Miguel de Unamuno y don Santiago Alba.

En La Libertad, reina una euforia extraordinaria. La caída del general se la apuntan allí como una victoria. Lezama grita con su vocación de sordo: —¡Lo hemos echao! [....] Ahora, hay que ir por la República.... Hay que echar también a ese reyezuelo, que es un ignominioso brote fernandino... (236)

 

El director, Aznar, anda muy contento con el regreso de Santiago Alba y la posibilidad de airear todos los escandalosos negocios del dictador. Hasta Cansinos se contagia de la euforia republicana que reina en La Libertad: «Yo también, en ese ambiente caldeado, me caldeo y llego a sentir un ingenuo entusiasmo. También a mí la Censura, en mis inocentes críticas literarias, me machacaba palabras y frases enteras» (236). Y sin embargo su entusiasmo era en verdad ingenuo, y se recobra acto seguido de él para reflexionar sobre lo que pierde la literatura con la politización absoluta de los periódicos:

 

Pero ¿por qué la Literatura ha de ser tan desgraciada? ¿Por qué estos júbilos populares, en estas fiestas democráticas, entre estos rostros colorados, congestionados de entusiasmo, ha de permanecer ella pálida, triste y con un rictus de amarga decepción en los labios? ¿Por qué no ha de poder compartir franca y sinceramente la alegría general? ¿Por qué han de pasar sobre ella las botas de montar de los tiranos  y los rudos zapatones de las masas? ¿Por qué ha de ser ella la eterna víctima? He aquí que ahora en los periódicos, la política desarrolla y desplaza a la pobre Literatura. Todo se vuelve interview con personajes políticos, reseña de mítines, artículos de combate. La literatura queda relegada a segundo término (236-237).

 

Cansinos tiene ahora menos trabajo:

 

En La Libertad hay domingos que no sale la crítica —con el consiguiente despecho de mi parte y la natural tristeza de la Hermana, para la que eso supone también una merma en sus parcos ingresos. Aznar, con cara compungida, se disculpa: —Ya ve usted, querido amigo. La política lo absorbe todo [...].

— Sí; lo comprendo... y lo deploro. Es doloroso para un literato comprobar que la Literatura vive de prestado en los periódicos, que sólo se echa mano de ella, cuando no hay otra cosa mejor, que un repórter político o de sucesos, es siempre preferido a un escritor que no cultiva la actualidad ni informa al público de nada presente (243).

 

Esa primacía de lo político en los periódicos hace incluso, según testimonio de Cansinos, que los propios escritores se vuelvan reaccionarios:

 

Esa táctica en periódicos democráticos es una incitación al reaccionarismo de los escritores que resultan prácticamente favorecidos por la Censura política que obliga a llenar las columnas de las hojas diarias con literatura inocente —con vaga y amena literatura. Aparte de la inmoralidad que significa no fomentar la ilustración del pueblo, sino su pasión y fanatismo, impulsándolo en un sentido unilateral [...]. ¿Es que el pueblo no necesita la Literatura y que el literato no forma también parte de ese pueblo? Los domingos ahora son de una angustia terrible, que empieza desde el día antes: — ¿Saldrá mañana la crítica? —pensamos en silencio la Hermana y yo [...] ¡Qué horrible, triste y humillante sentirse de nuevo, ya en la madurez de un hombre literario, en la misma situación de un novel, que echa su artículo a la ventura, en el buzón de un periódico! (238)

 

Cansinos y su hermana viven con obsesión este recorte de colaboraciones y de ingresos que ha ocasionado la euforia política prerrepublicana en los periódicos. Llegan a no comprar La Libertad los domingos para no encontrarse con la decepción de que no han publicado la crítica de Cansinos. Sufre más la Hermana, que «recorre toda la gama del despecho», desvalorizando los artículos de otros compañeros con más suerte hasta que, abatida, se compadece de todos los escritores:

 

— Verdaderamente, sois todos unos desdichados... todos, hasta los más célebres... pero, Señor, ¡qué manía de escribir! ¡Con lo fea que es la tinta!... ¿Siquiera los pintores!  Verdaderamente ¡qué manía!... Pero qué hacer si esa manía es nuestra vida y moriríamos si recobrásemos ahora la razón.  Sea como quiera. Pero entre Juan de Aragón y usted, amigo Aznar, han hecho que la Hermana, que es mi Musa, le tome horror a la Literatura a la que en el fondo, ama tanto como yo mismo... (239)

 

Mejor la locura quijotesca de amor a la literatura con la que han vivido, que recobrar súbitamente la razón y morir. Y los inconvenientes serios aún no habían empezado para Cansinos, cuyo ostracismo llegaría de un modo radical tras el triunfo de Franco.

Cansinos presencia cómo los escritores famosos coquetean con el teatro, como Azorín, rebajando su calidad: «Es triste vivir para ver estas cosas» (241). En cambio, otros escritores como Ángel Samblancat, redactor de España Nueva, merecen la admiración del maestro por su lucha revolucionaria al servicio de los más pobres. Otros siguen con su insalvable bohemia, como Daguerre, que tiene su despacho en el café Universal porque no puede escribir en su pensión, y anda como loco cada vez que alguien le quita el rincón del café que considera suyo.

La moda de las interviews hace que Darío Pérez, redactor político de La Libertad, que va publicando en el periódico esas entrevistas en la sección Figuras de España, busque la mediación de Cansinos para visitar a Juan Ramón Jiménez. Cansinos accede y se presenta en la casa del poeta, «en su casa de la calle Padilla, en su dilecto barrio de Salamanca»:

 

Me presento allí sin previo aviso y el poeta me recibe con su fría cordialidad de siempre, en su residencia —la planta baja de una casa nueva con traza de palacio, con unas habitaciones amplias, pulquérrimas, confortables, decoradas con espejos dorados, cuadros antiguos, cornucopias y otros objetos por el estilo, que delatan el comercio de antigüedades a que su esposa doña Zenobia se dedica. Encuentro al poeta bastante cambiado por el tiempo —calva incipiente, canas en la barba, ojos cansados, y una lasitud más acentuada en todos sus gestos. Me hace el efecto de una caricatura de sí mismo (244).

 

Cansinos consigue que el poeta se deje entrevistar por su amigo, pues Juan Ramón tiene ganas de despotricar contra casi todos:

 

— Sí, aprovecharé la ocasión para decirle lo que pienso de los poetitas de hoy, de ese García Lorca, tan cacareado y de Alberti y de Guillén y todos esos pollos, que se las dan de modernos y que no hacen más que copiarme, plagiarme, callando mi nombre... con lo que desorientan al público, y lo que es más de sentir, a la crítica... Ese Gómez de Baquero [...] se deja engañar por esos poetillas universitarios que lo halagan... Yo tengo anotados todos los plagios de que me hacen víctima, plagios de concepto y hasta de letra... Mire usted... (244)

 

Y le muestra Juan Ramón a Cansinos un montón de revistas con los supuestos plagios subrayados y toda una ególatra retahíla de méritos propios que los jóvenes poetas pretenden despojar. Tan mal le ve Cansinos que intenta consolarle, dándole un poco de bombo, que Juan Ramón recoge «visiblemente complacido»:

 

— Sí, desde luego, tengo mi público, la minoría selecta.... el vulgo no me importa... En Norteamérica, la Hispanic Society hace ediciones selectas de mis libros y los traduce al inglés... En las universidades sirven de textos de español y de tema para tesis doctorales... Eso me compensa el desdén de aquí... Pero de todos modos, es amarga esta incomprensión... para un poeta como yo que ha influido en toda esta generación de ahora... Hasta los ultraístas no han hecho más que seguirme... Mi Diario de un poeta recién casado abrió el camino a la imagen nueva... que los ultraístas pretenden haber descubierto... Yo fui quien trajo las gallinas... (245)

 

Lo de las gallinas sobresalta a Cansinos:

 

Esa frase vulgar me desconcierta, en labios del poeta exquisito. Juan Ramón sigue lamentándose de la injusticia que con él se comete, de la ingratitud de los poetillas jóvenes [...]. Su voz suena monótona, opaca... sus manos nerviosas acarician su barba, en la que ya blanquean hebras de plata, su frente se surca de arrugas. Lo veo resquebrajarse, crisparse, como el retrato de Dorian Gray. Me hace la triste impresión de un viejecillo irascible, de un cascarrabias... Y antes de que acabe resquebrajándose del todo y borrar el recuerdo de su tersa efigie juvenil que yo aún conservo, me levanto y me despido del resentido poeta [...]. Y me voy con una impresión extraña, de haber estado hablando con un fantasma en un caserón abandonado, de esos que se ven en los sueños (245).

 

Ninguna entrevista nos trasmitiría con más fuerza la imagen de Juan Ramón que ha logrado Cansinos, aunque sólo había acudido a la casa del poeta para hacer de intermediario. Como no hay malicia, la sinceridad se le agradece, aunque resulta dura para la imagen mitificada de Juan Ramón Jiménez. No sin razón La novela de un literato es una obra póstuma. Su sinceridad la aleja de la actualidad de su momento. Juan Ramón no hubiera tolerado nada tan sincero.

Un redactor de El Sol, llamado Llizo, disparó un tiro al techo donde el general-presidente Berenguer recibe a los periodistas. Cansinos pondera la ecuanimidad del general evitando que maltratasen al presunto terrorista, que para la prensa de izquierdas se ha convertido en héroe. Es evidente que, aunque contrario a la dictadura, Cansinos valora la diferencia entre Primo de Rivera y Berenguer: «¡Qué rumbo tan distinto habría seguido el asunto, en tiempo del otro dictador, con su sanguinario ministro de la Gobernación, Martínez Anido!» (246).

Muere Gabriel Miró, a quien no valora demasiado Cansinos; dice que por los argumentos clericales de sus novelas «podía considerársele como un escritor de sacristía, un cura sin sotana» (247), aunque le reconoce cierta maestría con el lenguaje. A mi ver, Cansinos no acierta a valorar como se merece al sutil escritor alicantino, que verdaderamente hace poesía con la prosa. Un incomprendido Miró al que, como reconocen Cansinos y Concha Espina, los propios conservadores obstaculizaron su ingreso en la Academia, «sospechándolo de heterodoxia» (247). Una heterodoxia que Cansinos no ve:

 

Gabriel Miró era, por otro estilo, muy parecido a Amado Nervo, en su actitud ante la vida. Un espíritu desasido, contemplativo, casi descarnado. Uno y otro parecían enfermos y tristes de haber leído a Kempis. Gabriel Miró era ya un muerto para la vida, enterrado en ese panteón de sus Obras Completas que no lee nadie (248).

 

Pero el tema verdaderamente protagonista desde la caída de Primo de Rivera es la política. El pueblo quiere la República:

 

La frase de moda es la de que «hay que definirse». Hay que decir claramente si se está con la Monarquía o en contra de ella. En este campo de la oposición en que forman bloque los republicanos con todos los partidos extremos, y exmonárquicos como Alcalá Zamora, Sánchez Guerra y Miguel Maura, el hijo de don Antonio, van del brazo con Largo Caballero y el doctor Bolívar, comunista.

Hay que definirse. Don Santiago Alba no acaba de definirse y por eso ha perdido gran parte de las simpatías que inspiraba. Todo el mundo da por descontado el advenimiento de la República (249).

 

Pero todo el mundo se pregunta también qué tipo de República va a formarse:

 

¿Cómo será una república traída por exmonárquicos de una parte y extremistas de otra?... ¿Dónde están los verdaderos republicanos, los llamados históricos? Sólo el grupo que acaudilla Lerroux sobrevive a la disolución de los antiguos partidos republicanos. Pero el viejo líder, con su fama de venaliad, ¡inspira poca confianza! (249)

 

A pesar de las incógnitas, todos quieren echar al rey:

 

Sin embargo  hay que derrocar el régimen alfonsino, venga lo que viniere después. Es cuestión de honor. Por las tertulias corre la frase atribuida a Guerra Junqueiro de que: Si el pueblo español no hace ahora la Revolución [...] quedará deshonrado ante la Historia. La efervescencia política domina en todas partes, y hay tertulias literarias como la de la Granja y el Regina, que son verdaderos clubs revolucionarios, en los que dan la pauta hombres como Arasquitáin, Álvarez de Vayo y don Manuel Azaña, hombre ya maduro, funcionario del Ministerio de Gracia y Justicia y que ahora acaba de revelarse como escritor con un buen libro titulado El jardín de los frailes (149).

 

Todavía es Azaña antes literato que político, y alterna en las tertulias literarias: «Don Manuel Azaña es cuñado del joven Rivas Scherif, especializado en cuestiones teatrales, y entre ambos dirigen la revista La Pluma, en la que colaboran todos los escritores del grupo. Con ellos alterna don Ramón del Valle-Inclán, también agraviado por la dictadura de don Miguel» (249). Asimismo, Blanco-Fombona «es huésped frecuente de estas tertulias», de lo que se aprovechará para pedir luego favores a Azaña cuando lidere el gobierno. Azaña ha dejado testimonio en sus diarios de la desconfianza que le producía este personaje. Pero por el momento a Blanco Fombona Azaña le cae bien, aunque le considera mediocre. Fombona se ha hecho masón e invita a Cansinos a imitarlo, pero este no está interesado. Fombona cuenta qué escritores son masones y las ventajas que tiene serlo, pero Cansinos ironiza y prefiere quedarse solo. Fombona lleva a Cansinos al café El Oro del Rin, donde conversa una tarde con Araquistáin y Álvarez de Vayo, que se llevan muy bien a pesar de ser una pareja antitética en lo físico, quijotesca; ambos quedan retratados como

 

terribles revolucionarios, cuya ideología linda con la soviética [...]. En esas vísperas cerveceras se habla de Lenin, de Stalin y su pugna con Trotsky y también... de Literatura, de los nuevos valores que han surgido y entre los se destacan dos jóvenes, más o menos filocomunistas: Federico García Lorca, el granadino, y Rafael Alberti, el gaditano. Los votos de esos jurados ocasionales son preferentemente para el granadino, cuyo Romancero gitano respira odio y sarcasmo contra los tricornios de la Guardia civil (250-251).

 

El maestro sigue siendo asaltado por poetas jóvenes en los cafés. Un grupo se sufraga a costa del Libro de Oro que los radicales están escribiendo en honor de Lerroux. El «inspirador de esta pandilla» es Eusebio Cimorra, que «tiene todo el cinismo y despreocupación de un líder demagógico [...]. Los tiene fascinados a todos con sus lucubraciones marxistas, sus apologías de la URSS y sus chistosas ocurrencias» (255). Y de esas extravagantes ocurrencias nos da Cansinos unas pocas muestran que, como en otros casos, conforman el anecdotario humorístico de esta peculiar novela. Aunque la comicidad de las anécdotas no empañen lo que tienen de peligrosos los tipos como Cimorra, fanáticos del partido comunista: «El partido —dice— es admirable; el partido es infalible. El Partido nos traza la línea a seguir... No tienes que hacer nada, sino seguir la línea que te traza el partido (256).

Los géneros periodísticos que triunfan entre los jóvenes son el reportaje sensacional y la interview[8], «engendrados por el periodismo moderno»:

 

Todos los jóvenes que aspirar a destacarse hacen reportajes e interviews. El Heraldo publica planas semanales, dedicadas a esa clase de literatura y abiertas a la colaboración espontánea... y gratuita. La interview y el reportaje son un medio de ponerse en contacto con personajes influyentes y cotizar el elogio. Así que esas planas de El Heraldo son un refugio de noveles ávidos de notoriedad y de ayudas mecenáticas (257).

 

La misma táctica se sigue en El Liberal, que dirige Miguel Villanueva: «Sus redactores hacen de la interview un medio indirecto de dar el sablazo. Hasta al mísero Daguerre le piden unas pesetas para hacerle una entrevista y Daguerre los espanta, claro».

Con ocasión de una recepción organizada por la Asociación de la Prensa en honor del rey, Cansinos tiene ocasión de ver de cerca a Alfonso XIII:

 

me produce una impresión más bien de lástima, con sus ojos inexpresivos, su cara llena de costurones y su quijada prognata. El acto que se celebra parece más bien una despedida.  En torno al monarca cuya corona se tambalea, se han reunido elementos monárquicos entusiastas del régimen, caballeros y damas de la aristocracia, que rivalizan en punto a demostrarle su adhesión... [...]. Se acuerda uno involuntariamente de Luis XVI... (259)

 

Los intelectuales están decididamente con la República:

 

Ortega y Gasset publica hoy en El Sol un folletón titulado «Delenda est Monarchia», que es como la esquela de defunción del régimen. En el mismo periódico se publica también la noticia de haberse constituido una Agrupación al servicio de la República, en la que ya figuran el filósofo Pérez de Ayala, el doctor Marañón, y Antonio Machado [...]. Son los sepultureros de la Monarquía (259).[9]

 

El 14 de abril de 1931 llega la República: «Abrió como una rosa roja en este mes Floreal. El rey huyó, amparado por los republicanos generosos. Y el pueblo se lanzó a la calle, celebrando su triunfo» (260). Muchos han contado este acontecimiento ponderando sobre todo la alegría general reinante[10]. Cansinos repara también en los aspectos groseros de la celebración:

 

El espectáculo que ofrecen las calles, invadidas por el populacho, aflige y abochorna a los mismos republicanos. Como en una mascarada indigna, desfilan camiones ocupados por prostitutas conocidas, que profieren gritos obscenos contra la Reina. En uno de ellos, un hombre de facha soez, enseña a la multitud un conejo muerto y dice: — El conejo de la reina.

 

Todo va mezclado y en torrente:

 

Lo rojo abunda por todas partes en esta jornada de abril como una eclosión de amapolas revolucionarias.

Viejos republicanos, de los que encanecieron esperando a la Niña, van y vienen entre la muchedumbre, luciendo gorros frigios, guardados en su cómoda para esta ocasión [...].

Todos los torrentes humanos afluyen a la Plaza de Oriente, ante el Palacio vacío. Las viejas estatuas de reyes y reinas ostentan ya banderines rojos [...]. Las mujerucas ríen: — Las reinas están con el mes...

La plaza de Oriente en la noche es una verbena. Una chiquillería sucia y desarrapada invade el redondel, vociferando sus monótonas aleluyas.

— Cinco, seis, siete, ocho, el rey estaba pocho...  (260)

 

 La proclamación ha sido incruenta y no hay mayores altercados. «Todo se reduce a cambiar los rótulos de algunas calles, poniéndoles nombres de revolucionarios y a derribar estatuas» (261). Unos jóvenes con brazalete rojo evitan que algunos derriben la estatua ecuestre de Felipe IV en la Plaza Mayor, pero otro grupo ha derribado la de Isabel II «y a empellones la va empujando hasta el evacuatorio de la Puerta del Sol, como instintivo castigo a la lúbrica dama. Los guardias civiles que presencian el hecho, se inhiben discretamente».  El pueblo puede retirarse, aunque algunos grupos como el del comunista Cimorra no piensan lo mismo: «— Camaradas, los republicanos han hecho su revolución; pero ahora nosotros tenemos que hacer la nuestra... Son los camaradas de Cimorra, que pasea por allí ufano y orondo, con su facha de líder y su puro en la boca» (261).

Cansinos charla con Cimorra que se mofa de los viejos republicanos, de los versos populares y de los altarcitos con retratos de Fermín Galán y García Hernández: «Todo eso es del género —sentimentaloide—... Cursilería republicana [...]. ¡La Revolución la hará el Partido!» (262). Es un magnífico anticipo de lo que ocurrió después por culpa de las radicalizaciones de unos y de otros, que hacen ciertas las palabras de Caro Baroja:

 

En primer término contribuyó a desequilibrar la República la actuación de grupos de derecha y de izquierdas que actuaron de modo agresivo y bajo presiones oscuras. La masa creyó en «consignas» terroríficas como en tantas otras ocasiones y estas consignas podían venir de los masones o de los jesuitas, según las tornas. Se habló de caramelos envenenados y otras cosas por el estilo, para atacar a la Iglesia. Y la gente de Iglesia respondió con truculencias no menos inverosímiles. Los periódicos no contribuyeron a calmar los ánimos, sino todo lo contrario. Manejaban los tópicos con desenfado, las ideas con mucha dificultad. Pero la gente hablaba constantemente de ideas, de ideales, como si fuésemos todos discípulos de Platón (1981: 182).

 

En La Libertad sólo hay espacio para los artículos políticos y los ecos de la calle: «La crítica queda de momento proscripta, barrida por la Revolución como otra reina destronada» (262). Cansinos sigue observando y valorando estos primeros días del nuevo régimen:

 

Ya está proclamada y constituida la segunda República española formada por trabajadores de todas clases, según la definición introducida en la Constitución, a propuesta —dicen— de Luis Arasquitáin... Por cierto que ha dado mucho que hablar esa frasecita, de indudable tufillo marxista. La candidatura de don Niceto Alcalá Zamora, quedó victoriosa, sobre las de Unamuno, Marañón y el viejo Lerroux  republicano histórico, que para muchos encarna el sentido verdadero del régimen (262).

 

Las sesiones de la Asamblea Constituyente han sido reñidas y se ha destacado el catedrático Gil Robles, un sacerdote navarro, señor Irunza, y un joven escritor muy cáustico llamado Pérez Madrigal, que encabeza el grupo de los llamados jabalíes, por la virulencia de sus ataques antimonárquicos. Y también se hace eco Cansinos de la intervención de Ortega y Gasset, que no ha logrado el resultado político que pretendía:

 

Ortega y Gasset ha pronunciado un discurso de altura, más propio de la cátedra que de un Congreso, exhortando a la República a apuntar alto como el sagitario mitológico, que es uno de sus símbolos predilectos. El discurso del filósofo, como era de esperar, no ha satisfecho a nadie y ese tardío republicano ha perdido la ocasión de convertirse en el Pericles del nuevo régimen (263).

 

Cansinos se hace eco no sólo de los grandes eventos nacionales sino de la reacción de sus colegas a los que sigue encontrando en redacciones, tertulias y en la calle. Adolfo Sandoval, tradicionalista empedernido, está también contento porque Alfonso XIII era un mal marido que engañaba a su mujer con pelanduscas, no como él, que es hombre fiel. Cada quien tiene sus razones más o menos subjetivas para estar contento con el nuevo régimen en estos primeros días, en los que el presidente provisional, Niceto Alcalá Zamora, inaugura las sesiones de la Asamblea Constituyente:

 

Día espléndido. Gran bullicio en las calles. Los altavoces trasmiten a rachas el discurso de su Excelencia a los diputados...

— Tenéis la plenipotencia... Representáis la voluntad del pueblo... la República ha salido de las urnas...

En tanto los asambleístas celebran su primera sesión, el general Queipo de Llano, a la cabeza de un piquete de caballería, patrulla por los alrededores del Congreso, caracoleando en su corcel, como un arcángel custodio de la joven República (264).

 

La efervescencia política afecta especialmente a los periódicos, a cuya edición vespertina se forman colas tan bulliciosas que a veces los guardias tienen que disolverlas. Así, en El Heraldo y La Tierra, periódico comunista dirigido por Canovas Cervantes, Nini, «ese hombre de facha vulgar y de no menos vulgar espíritu», que «se apartó de la República porque ésta no accedió a sus exigencias, y ahora la ataca sin piedad» (265). Cansinos identifica a propósito uno de los puntos débiles de la República: «traída en parte por escritores, con Azaña a la cabeza, no tiene un periódico propio que pueda ser su órgano» (265).

O Seculo, periódico portugués, envía al escritor Ferreira de Castro para que Cansinos le informe sobre las Cortes Constituyentes. El maestro lo integra en su tertulia, donde puede disertar sobre la saudade hasta la madrugada, que acaba en el Viaducto. Y es que a pesar de las circunstancias y del protagonismo de la política, el interés de Cansinos es mayor por lo literario y por lo humano que por lo político, aunque esto último está siempre presente también. Y, en todo caso, siempre aparece todo hilado y entremezclado, todo en interrelación constante: lo personal, lo político, lo literario, lo humano.

Clarita Campoamor pasa por La Libertad, donde se discute si debe darse el voto a la mujer. Lo que sorprende es que, salvo Cansinos, que le da la razón, el resto de redactores muestren casi unánimemente su desacuerdo: «Pero, Clarita, tenga usted en cuenta que la mujer española no está todavía capacitada políticamente, está en manos del cura, del confesor, del director espiritual... empleará su voto contra la República» (267). El maestro admira la entereza con que Clarita, «esa mujer abogada, diputada, escritora y sin embargo muy mujer» (266), defiende la igualdad femenina entre tanto demagogo.

Aznar designa a Cansinos miembro del jurado para otorgar el Premio Zozaya a la mejor crónica. Es tema que aprovecha el autor tanto para ponerse en la piel gozosa del futuro novel agraciado con el premio, como para denunciar «las terribles recomendaciones», como la que le hace su amiga Concha Espina para que apoye a su hijo Víctor de la Serna, que acaba de incorporarse a la redacción de La Libertad. Los pormenores con que se cuenta este episodio dan idea de la ética de Cansinos y su incapacidad para la corrupción. También nos da una idea de la madurez y del tino literario de Cansinos, que fantasea con la felicidad que recibirá el novel agraciado: «pues sin duda es un joven quien escribe así con ese lirismo ingenuo y esa inocencia que sólo tiene un joven... Así escribía yo de joven..., así hemos escrito todos una vez en la vida» (273).

La Libertad pierde lectores, y don Santiago Alba y don Juan March han dejado de interesarse en él: «La actitud templada y ecléctica del periódico, abierto a todas las opiniones, ha hecho bajar la tirada en estos tiempos de fiebre extremista. La caja se resentía y precisa la aportación de nuevos capitales» (274). Don Antonio Hermosilla con un grupo de capitalistas se hacen cargo. Como subdirector, el hijo de Concha Espina, Víctor de la Serna, «ese acróbata del periodismo, que en poco tiempo ha pasado como un meteoro por las redacciones de El Debate y El Sol» (274). Bajo la inspiración de Hermosilla cambia la fisonomía del periódico:

 

Grandes titulares, caricaturas de aguda intención política de Bluff —un chico bajito, miope, que está empleado no sé dónde y mantiene relaciones con las células comunistas. Con él rivaliza en extremismo, ese otro redactor, Guzmán, que escribe artículos de una virulencia terrible. Con esos elementos Hermosilla da la batalla al gobierno híbrido de Lerrroux-Gil Robles, se pone de parte de los sublevados de Asturias y en cuanto se lo permite la Censura, critica la represión oficial y aboga por la formación del frente popular. Tiene fe absoluta en el triunfo del pueblo que será también el de su periódico (275).

 

Aunque el nuevo director está amable con Cansinos y a éste no le falta su crítica dominical, el periódico ha quedado escindido:

 

Los antiguos, nombrados por Aznar, como su fraternal amigo Eduardo Haro, Darío Pérez, etc., permanecen fieles al republicanismo moderado del exdirector y miran con desconfianza el peligroso rumbo populachero tomado por Hermosilla. Pero se someten a  él porque es quien aporta el dinero (275).

 

Aznar invita a Cansinos a sus domingos en su lujosa casa de la calle del Pez, donde hay tertulia entre los más moderados de La Libertad y otros escritores. Alguno,  sorprendido del lujo del pisito, comenta con esa malicia que puebla casi todas las reuniones: «Así ya se puede estar diabético» (276).

Fombona se hace viejo y también entona como Juan Ramón Jiménez la elegía de la insatisfacción por lo poco que le reconocen los jóvenes poetas: «Estamos asistiendo al Crepúsculo de los dioses», dice sobre su futura desaparición, mientras lo que predomina en él es la preocupación económica.

La República funda un Premio Nacional de Literatura: «La vida literaria se va calcando entre nosotros sobre el modelo europeo» (280). Se le otorga ese año a título póstumo al malogrado Mauricio Bacarisse.  Enrique Díez Canedo retira su candidatura a la Academia ante la de Unamuno.

Unos periodistas, como Pedro de Répide, han estado en la URSS y hacen apologías de los progresos soviéticos o se pasean con una rubaschka rusa por todo Madrid. Otros son más hampones, como Sánchez-Rojas, que lo es al modo de Cubero y Pedro Luis de Gálvez: «sablista, practicante de todas las técnicas de la picaresca» (283). Pero «es amigo de todos los escritores famosos, empezando por Unamuno y concluyendo por Azaña, e introduce en todos los periódicos sus artículos en loor de Salmanca, de Ávila y demás ciudades vetustas de Castilla, y de Santa Teresa, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, cuyo estilo imita con no peor estilo que Ricardo León» (284). Sánchez-Rojas va sucio y maloliente, «hasta el punto de que en algunos sitios le niegan la entrada» (284), como en La Libertad, donde Aznar tiene encargado al portero que le recoja las cuartillas pero no le dejen subir, porque además es cleptómano: «Cuando aparece en nuestra tertulia, desplómase en el diván, donde todos le hacen sitio, rehuyendo su pestilencia, y en seguida pregunta si puede tomar café con media tostada. Y vale la pena convidarlo, por verle la gula infantil con que devora el obsequio» (285). Entonces les cuenta que una novia le manda de todo, hasta paquetes de ropa: «— Eso es una madrina de guerra —observa Pepín— ¿Y no te manda jabón? (285); pero Sánchez-Rojas se sacude la indirecta y cambia de tema. Cansinos se pregunta:

 

¿Cuánto tiempo hará que no se lava Sánchez-Rojas?... ¿Cuánto tiempo que no se muda de ropa? Sus trajes están tiesos, como almidonados de cochambre... huelen a lona requemada por el sol, de las barracas de verbena... a sudor rancio, a orines de perro, a intemperie... y siempre manchado de polvo, ceniza de cigarro y salpicaduras de vino y café (287).

 

Daguerre quiere sacar una revista teatral, La Farsa, desde la redacción del café Universal, cuando no le quitan el sitio. Parapar es su redactor jefe. Y por fin sale La Farsa después de una gestación muy larga. No pasó del segundo número y los únicos ejemplares que se leyeron fueron los que se repartieron entre amigos.

Más suerte tienen los que se convierten a la derecha. Así González Ruano, colaborador de El Heraldo de Madrid, que se pasa al ABC de Luca de Tena, con una «fervorosa profesión de fe monárquica» que le explica a Cansinos en el café Gijón, donde coinciden por casualidad:

 

— Fue un impulso emocional, que sacudió mi alma, ante la caída de la monarquía. Una súbita nostalgia por el régimen derrocado, por los reyes en el exilio... y una repugnancia instintiva a la plebe que vociferaba en las calles insultos contra la reina... Me sentí de pronto caballero monárquico y católico.

Lo cierto es que Ruano vive ahora en un gran piso de Recoletos [...] ¡Lo que  vale a veces un impulso sentimental! (292)

 

En casa de Concha Espina conoce Cansinos a un grupo de escritoras de las que llaman «deleitantes», porque hacen literatura por puro placer: «Todas tienen su librito comenta irónica y picada Concha Espina, que no ve con mucha simpatía a estas opulentas rivales» (293), a pesar de invitarlas a su casa. Entre esas damas se cuentan Pilar Valderrama y Ernestina de Champourcin, «alta y desgarbada como una jirafa, que hace poco apareció en Madrid, en compañía de un viejo tío con fama de millonario» (293). Y también en casa de Concha Espina se comenta la extraña demanda que el marqués Dos-Fuentes ha puesto a la Academia de la Lengua por no haber votado su candidatura.

Algunos antiguos bohemios triunfan con la República y ocupan ahora cargos políticos, como Emilio Palomo o Marcelino Domingo, que como ministro se muestra desagradecido y hasta sádico con sus antiguas amistades, además de haber abandonado a la novia planchadora que lo mantuvo y haberle quitado la mujer a un médico amigo suyo: «la historia de siempre. El político triunfante se olvida ahora de aquellos tiempos en que no era más que un simple maestrito de escuela, un periodista batallador y un orador de mitin. Un caso más de arribismo político» (296).  O como Melchor Fernández Almagro, que «Tiene la suerte de no tener ideas, y eso, unido a una buena pluma, le permite entrar en todas partes. Abandona a la República  y la República lo coloca en esa canonjía de la Dirección de Turismo»: «Esta es una República de monárquicos y cavernícolas —grita en el café Ernesto López» (297).

Cansinos da cuenta de cómo ha afectado la República a los escritores:

 

Es curioso observar la reacción que el advenimiento de la República ha provocado en los escritores; una verdadera reacción. Casi todos los que el día antes eran, por lo menos, liberales, como Marquina, ahora estrenan obras pietistas en competición con Pemán: Otros coquetean con José Antonio y Ledesma Ramos. La República abre un concurso para premiar un himno nacional republicano y tiene que declararlo desierto, y contentarse con ese Himno de Riego, tan chabacano de letra como de música. Ortega y Gasset declara en el Parlamento que la República es agria y triste, se inhibe y se dedica a flirtear con duquesas en salones del barrio de Salamanca... Pérez de Ayala se va a Londres, de embajador y ahí queda eso... La República mima a sus enemigos (298).

 

Otro que se ha cambiado de chaqueta, Francisco Lucientes, ha dejado de hacer reportajes en El Heraldo y La Linterna y escribe ahora para Ya; «otro caso de reacción sentimental», comenta Cansinos, que añade:

 

Es notable y en el fondo explicable esta deserción de jóvenes escritores de talento, del campo de las izquierdas, en el preciso momento en que la República triunfa. Estos jóvenes de ahora siguen el mismo camino que los de principios de siglo, los Martínez Ruiz, los Maeztu y tantos otros. Se daban a conocer en la prensa de izquierda, más accesible, pero mísera y luego se pasaban a los periódicos de derecha, bien retribuidos. Ahora la República ha triunfado, pero el dinero sigue siendo de los monárquicos. Y un gobierno republicano, presidido por un literato como don Manuel Azaña, no hace nada por atraerse o conservar a los escritores de su filiación. Ni una gran editorial ni un gran periódico, capaz de competir con ABC o El Debate  (298).

 

Así es normal que unos por arribismo y otros por necesidad se pasen al enemigo: «Por sus aspiraciones que son infinitas, o por su situación siempre precaria, el escritor es un indigente, que necesita protección» (299).

Más curiosas son las conversiones a la izquierda, como las de los redactores de El Debate, Manolo Prats y Eduardo Guzmán, que «han ingresado en La Libertad abrazando su ideología republicana» (299). La República —insiste Cansinos— es generosa hasta con sus enemigos y concede la medalla de oro de Madrid a Fernández Flores y Ortega y Gasset. En cambio el modernista español Salvador Rueda muere ciego y pobre.

En casa de Concha Espina sigue Cansinos conociendo escritoras, como Victoria Kent, a quien describe con su habitual precisión para delinear retratos y etopeyas.

Cansinos se hace eco del triunfo de la coalición Lerroux-Gil Robles. Y de los problemas que se suceden:

 

Cayó en las últimas elecciones el gabinete Azaña y salió triunfante la coalición Lerroux-Gil Robles... Los derrotados no se avinieron al ostracismo y apelaron a las armas produciendo revueltas en Asturias y en Barcelona. Lerroux mostróse enérgico y reprimió militarmente esos brotes de rebelión. Azaña fue detenido y juzgado. Los elementos de orden aplauden al viejo líder, mientras los extremistas censuran duramente a Lerroux por haberse aliado con Gil Robles, que acaudilla a los fascistas españoles y se erige en jefazo a lo Mussolini... José Antonio Primo de Rivera, el hijo del general, también se pronuncia contra la República y en el teatro de La Comedia lanza un discurso, fundando La Falange, con una ideología fascista y nazi (301).

 

Las tendencias extremistas que recordaba Caro Baroja empiezan a poner a la República entre dos fuegos y cunde el desorden:

 

A todo esto, hay en Madrid huelga general, las basuras se pudren en las calles, hay tiroteos, en la Puerta del Sol han matado a un estudiante, la policía obliga a circular con los brazos en alto y, cosa insólita, no permite refugiarse en los portales.

No sale más periódico que el ABC, hecho por esquiroles [...]. La policía cachea a los diputados a su entrada en el Congreso (301).

 

«Pero este don Ale es un dictador tremendo...», comenta Cansinos para cerrar su crónica del día. Sin embargo, Alejandro Lerroux le ha venido bien a Fombona, que por fin logra a su arrimo su pretensión de ser gobernador civil de alguna provincia: «Durante unos meses, el escritor lució su bastón de borlas, ordenó y prohibió y actuó de reyezuelo en su ínsula. Pero lo hizo con tal falta de sentido político, que su jefe se vio obligado a destituirlo y además le echó una filípica cuando se le presentó en Madrid» (303).

También Zaratustra viene a Madrid con su Obdulia, al arrimo de su amigo Lerroux, que «nombrólo vocal de un comité paritario en la cercana Segovia y ésa es la base de su vida» (307), aunque sigue viviendo como un bohemio en tugurios de mala muerte. En Bilbao ha escrito algo como Las dos oligarquías que devoran España y busca que se lo editen mientras hace ya una vida de jubilado sin ganas de escribir más. Villaespesa regresa de América para morir. Su situación económica es como su salud, pero la República le asigna una pensión para que tenga una vejez decorosa, y le paga la carrera de sus hijos: «Todos compiten en lo de iluminar con antorchas de gloria sus postrimerías y el Gobierno es el primer interesado en hacer ver cómo la República  protege las Letras» (311).

La República trae también la libertad de cultos y con ello «atrae a nuestra península otro turbión de personalidades judías como en 1914 cuando la guerra europea» (311). Ello es especialmente afortunado para Cansinos, amante del tema judío, en el que lleva ya años trabajando.

Sigue conociendo escritoras en casa de Concha Espina, que las reúne a pesar de sus celos. Esta vez se discute sobre el divorcio, que todas ellas apoyan. Curiosamente, en la República proliferan los temas religiosos:

 

Sigue el resurgir más o menos sincero, de fe religiosa, o mejor dicho de esteticismo católico. Los temas religiosos están a la moda. Pemán, ese joven escritor jerezano, de familia rica y pobre de ideas [...] estrena un drama titulado El divino impaciente, que es la vida de San Francisco Javier [...]. Ortega y Gasset publica en El Sol un folletón titulado Dios a la vista. Aprovechando el momento surgen catequistas que tratan de lograr conversiones ruidosas (317).

 

Todo esto se habla en casa de Concha Espina, donde Cansinos dice que esto «Es la reacción natural de las clases aristocráticas contra la República igualitaria» (317), y Concha le da la razón: «En el fondo ese es un movimiento político... el Viva Cristo-rey es un Muera la República»(317). Y todas las señoras de la tertulia de Concha Espina se ponen de acuerdo en el exceso de beatería que reina y en la literatura ajesuitada que está surgiendo. Concha Espina no le tiene miedo al comunismo, hasta la han traducido en Rusia, y se cartea con hispanistas soviéticos. Pero la tensión es creciente. Hasta la madre de la joven escritora Hildegart asesina a su hija por sus costumbres sexuales tan liberales.

Llega el fin al gabinete Lerroux-Gil Robles; para Cansinos, de una forma bastante anecdótica, a causa del estraperlo, un juego que quería sacar un holandés llamado Strauss, para lo cual sobornó al sobrino de Lerroux y su ministro de la Gobernación, Salazar Alonso. Así lo relata Cansinos:

 

Empezó a funcionar el estraperlo, pero a la segunda noche, la autoridad lo prohibió. Reclamó el judío la devolución de sus obsequios y no le hicieron caso y entonces apeló al Presidente de la República. Don Niceto, que según parece estaba resentido con don Ale, dio el documento a la publicidad, aireándolo los periódicos contrarios y el estraperlo cayó en la opinión como una bomba. Dimitió el gabinete. Subieron al poder los azañistas y éstos que estaban resentidos con don Niceto, lo destituyeron de la Presidencia y nombraron en su lugar a Azaña, con Martínez Barrios como vicepresidente (321).

 

Esto no ha gustado demasiado y la política se polariza gravemente:

 

Esta solución no ha satisfecho a nadie y ha envalentonado a los enemigos de la República... Falangistas y comunistas se hacen la guerra a las claras. Los atentados se suceden, con víctimas de uno y otro bando... Los comunistas proclaman el frente popular... Mineros de Asturias vienen a desquitarse de la represión lerrouxista del 12 de octubre, montan gratis en los tranvías y consumen en los cafés, pagando con la contraseña de UHP, uníos hermanos proletarios... (321)

 

Cimorra el comunista se frota las manos: «Esto marcha bien y va tomando estilo ruso. Ya era hora» (321). Pero la crónica de Cansinos se siente la preocupación por la locura de unos y de otros.

En la Gran Vía se encuentra Cansinos a González Ruano, que estuvo de cronista de ABC en Alemania y «habla con entusiasmo de Hitler y sus nazis y en términos reticentes y misteriosos alude a los trabajos de nuestra Falange, atribuyéndose un papel de líder. Lleva un acólito al que maltrata visiblemente». Los ánimos están tan exaltados que Cansinos lo trasmite con su habilidad para seleccionar anécdotas que digan más que mil palabras: cuenta cómo recibe en su casa al cura Rey Soto, que va vestido de seglar, y a un sefardí, que cuando se entera de que Soto es sacerdote monta el escándalo y se va. La tolerancia es la gran desconocida en esta época.

Algunos hacen el esfuerzo de llenar el vacío de prensa republicana. Un capitalista llamado Montiel lanza el diario Ahora, de signo republicano, dirigido por Chaves Nogales, a quien Cansinos recuerda de haberle visto allá por 1918 en la tertulia del Colonial donde cenó con ellos con voracidad y se fue sin pagar. Además, se forma un club literario, el Pen-Club en Madrid, que preside Gómez de Baquero,

 

y ya se han inscrito en él nuestros escritores de primera fila... lo cual es una razón para que yo no lo haga... Me repugna todo lo que signifique reglamentación de la Literatura, pues tiende a crear castas y en adelante, habrá la aristocracia Pen-Club... condicionada como la antigua del Ateneo, por una cuota que muchos no podrán pagar (329).

 

Esta es la mítica independencia de Cansinos Assens. Y así se entiende por qué ha quedado tan ensombrecida una figura de su talla. Y de ahí el valor de rescatar su obra, toda ella, porque no tiene desperdicio.

En el café, un petardo en el baño siembra el pánico entre los presentes. Cansinos no descuida sin embargo su atención a la literatura, que es su prioridad: nos cuenta contento cómo Juan Seca, un poeta modesto y sencillo que no ha salido de su pueblo cordobés, ha triunfado con sus libros sin exponerse a la bohemia hampona. El poeta de los salmos simpatiza con el lirismo puro. Frente a ese candor, otros escritores más estrafalarios molestan al maestro, como mister Lewis, que se hace llamar el enemigo de Dios y quiere que se le dé propaganda en La Libertad por sus escritos contra la Biblia.

De gran trascendencia para Cansinos es el conocimiento de don Manuel Aguilar, un editor moderno formado en Francia, de una gran cultura internacional. Le ofrece traducir para él La Atlántida de Pedro Benoit. Poco imagina todavía Cansinos la cantidad de obras que traducirá para Aguilar a partir de este momento.

La tensión política sigue masticándose y cobra más peso en La novela de un literato: a raíz de una foto aparecida en Prensa Gráfica, Cansinos informa de un mitin comunista, de cómo se están constituyendo soviets en toda España y cómo los falangistas, por su parte también hacen de las suyas:

 

Unos y otros pintan en las paredes por las noches, esos letreros alarmantes [...]. Los comunistas son los que hacen más propaganda aparente, ponderando los progresos de la URSS. Ahora exhiben una película rusa malísima, en un local destartalado y frío y cobran unos precios carísimos... Y el público llena el local, parte por curiosidad y parte, bajo la tácita coacción de los camaradas (333).

 

El primero de mayo algunos comunistas suben en la calle Alcalá a algunos pisos y los saquean: «Esto crea un clima de miedo que a un tiempo mismo favorece y perjudica a su causa... Cimorra dice: — Hay que crear un ambiente revolucionario para que la Revolución se produzca... así lo dijo Lenin» (333).

En ese clima, el anarquista Pío Baroja se hace académico de la Lengua para sorpresa de todos, pero Cansinos lo tiene claro: «don Pío, hombre callejero que ni siquiera asiste a tertulias de café, no hará gran uso de su sillón académico. Lo cual quizá sea una lástima, porque podría en caso contrario, hacer la novela íntima de la Academia y los académicos» (334)[11]. Novela íntima como la que hace el propio Cansinos con la bohemia madrileña. Esa bohemia que se encuentra por todas partes, hasta sentada en el suelo, como Ramírez Ángel hijo, que está llorando en la Puerta del Sol por haber fundido en una borrachera el archivo de su padre, que ha malvendido a la Papelera. Y además han sido los golfantes de sus amigotes los que más partido han sacado de las cochinas cien pesetas que le dieron. Pero al hijo pródigo pronto se le pasa el berrinche y aparece ufano por las tertulias disculpándose: «¡cosas del morapio!».

La política no interrumpe la humanidad bohemia, que sigue su propio curso entre cazuelitas de callos. Entre cazuelitas capta Cansinos los mejores retratos de la bohemia y las anécdotas más aparentemente novelescas, pero reales como la vida misma. Cansinos nos trasmite el ambiente y el tono de las conversaciones, a veces discusiones violentas sobre cualquier tema: «esta tertulia del Colonial es tan política como literaria y aún más lo primero que lo segundo. Aunque también se discuten en ella los valores literarios, se ataca o elogia a García Lorca [...] se recitan versos y al salir en la alborada, Ramírez-Ángel tararea la Internacional y Alfonso Cadenas, el Cara al Sol con su oportuna frase final: — y en España empieza a amanecer» (340).

Ese es el horario habitual de Cansinos, que se acuesta al amanecer habitualmente.  En eso nunca abandonó la bohemia y no pudieron con él ni su hermana ni sus mujeres. La política no aparece en abstracto en La novela de un literato, sino que mana de las relaciones de los personajes, de su humanidad no siempre hermosa. Al falangista Cadenas le mantiene su madre a base de mucho sacrificio para que pueda llegar a ser alguien escribiendo, pero se queja de que él es un gandul que se pasa la vida soñando y fumando. La madre le pregunta a Cansisos si su hijo vale y éste le dice que su hijo Alfonso tiene mucho talento y que sólo atraviesa una crisis de juventud. «La mujer me aprieta la mano agradecida... Nunca mentira estuvo más justificada» (341).

La lucha entre comunistas y falangistas se da en las mismas tertulias, o entre dos vecinos. Cansinos se encuentra con San Germán, un viejo amigo, que por su colaboración en La Acción de Barreto, se ha afiliado a la Falange. Teme que asalten el periódico:

 

Su beligerancia con el comunismo se ha centrado en Pedro Luis de Gálvez y da la enojosa circunstancia de que ambos son vecinos en la barriada de Cuatro Caminos y suelen coincidir en el tranvía.

— Hampón, miserable, ¡como triunfen el yugo y las flechas! Le dice San Germán.

— Pues como triunfe la hoz y el martillo —le replica el hampón. (341)

 

San Germán lleva ya su pistola Star en el bolsillo. Llega la Nochevieja bajo el signo del Frente Popular:

 

Las pasiones están excitadas y la Puerta del Sol hierve en una multitud abigarrada, ruidosa y agresiva. El ambiente es demagógico y revolucionario, como reflejo del triunfo del Frente Popular. Ante la ventana de un café, unos chicos arrapiezos insultan y muestran los puños cerrados a unos burgueses que están tomando chocolate y pasteles. Ellos, al través del cristal, les hacen gestos invitatorios ofreciéndoles de lo que están ingiriendo. Los chicos les contestan con gestos despectivos y amenazantes y profieren palabras que ellos no pueden oír:

— Guárdatelo, burgués... no lo queremos... hártate que ya se te acabará... ya vendrá la nuestra y te chincharás tú y todos los cochinos burgueses (343).

 

En el Universal hay un barullo indescriptible:

 

Se ven caras tiznadas, cabezas adornadas con penachos de plumas, a lo salvaje, hombres vestidos de mujeres, individuos armados de pitos, sartenes y demás instrumentos de hacer ruido. Los camareros luchan por echar de allí a los mendigos tercos de caras siniestras. Es el espectáculo de todos los años, pero que esta vez tiene un matiz especialmente inquietante. En el fondo del café, veo las caras jubilosas del gran Cimorra y sus jóvenes amigos comunistoides (343).

 

El bando falangista está igual de exaltado:

 

Inesperadamente se presenta en el Universal el joven poeta Alfredo Marquerie seguido de un pelotón de jóvenes, que muestran ese aire inconfundible de los afiliados a Falange. Serán unos veinte por lo menos. Su llegada causa cierta inquietud a mis amigos. Marquerie me saluda con mucho respeto [...] y me explica: —Maestro estos jóvenes y yo hemos tenido la idea de dedicar cada semana, la noche del sábado, a rendir homenaje a uno de los maestros que admiramos [...] este sábado hemos querido dedicárselo a usted [...] usted, maestro, se merece este homenaje. La juventud le debe a usted mucho como orientador y alentador. Todos los jóvenes lo admiran... Lo han leído y lo leen (345).

 

Cansinos se emociona con el homenaje por venir de los jóvenes y puede verse la capacidad que tenía para estar entre unos y otros con el respeto de todos, por el momento al menos. Y esa ecuanimidad, aunque es un hombre de izquierdas, hace especialmente valiosa la crónica y la mirada de Cansinos.

Cimorra arenga por su parte a las masas para ganar adeptos comunistas. La tensión sigue creciendo:

 

La tensión política crece de día en día y de hora en hora... Todo el mundo siente que esto no puede continuar así y que hay una bomba cargada que en una u otra forma ha de estallar... Falangistas y comunistas se espían mutuamente y se matan unos a otros, cuando pueden. Se habla de marchas falangistas sobre Madrid, de sublevaciones militares... de inteligencias entre falangistas y ácratas [...]. Por la Puerta del Sol y la calle de Alcalá, en la noche, se ven jóvenes de andar sigiloso, que se siguen a distancia, con la mano metida en un bolsillo, donde sin duda llevan la Star. La Star es la estrella que guía (347).

 

Cimorra, redactor de Mundo Obrero, dice que recibe amenazas de muerte y se lamenta de que él no tiene pistola porque no se lo permite la policía, que es fascista. El caso es que aunque no reconoce su miedo, se queda en el café hasta que se hace de día para evitar la calle. Pero en el café también hay un ambiente de temor y recelo: «Entran y salen jóvenes de aire provocador, que miran con impertinencia. A veces se sientan junto a nuestra mesa individuos sospechosos, que, según Cimorra, son espías [...]. No se está seguro de nadie. Estamos en una guerra civil sorda: Media España está contra la otra media. Hasta las mujeres de la calle están divididas por la idea política (348). Y cuenta Cansinos el caso de las dos busconas amigas, Lola y Carmen, que son enemigas políticas, comunista y fascista, y el guiño siempre de humor: que se da el caso de que a Cimorra le gusta la fascista. El guiño de humor que no cede nunca en la pluma de  Cansinos, mientras la vida se muestre tragicómica.

En la placita de Isabel II Zaratustra recuerda todo lo que ha vivido:

 

Dos modas literarias, una gran guerra mundial, tres cambios de régimen, revoluciones en todo el mundo, inventos portentosos, la aviación, la radio, el cine sonoro, y esos hombres extraordinarios, Charlot, Lenin, Hitler, Moussoli... ¿qué  tendremos todavía que ver?... Y la vida sigue pujante, arrolladora... Las mujeres son más hermosas y felices, el desnudo triunfa en las piscinas... ¡Qué revolución tan profunda de costumbres, cuyo fruto ya no hemos de recoger! ¡Y pensar que esa revolución la hemos operado nosotros, los antiguos modernistas, tan desdeñosos entonces y que traían una bomba en sus versos! (351)

 

Cansinos encuentra en la Gran Vía a González Ruano, que ha decidido marcharse a Italia: «A mí no me importan rojos ni negros... sino César González Ruano. Yo soy un artista y nada más» (352). Lezama, que acompaña a Cansinos comenta: «— Ese Ruano es un cobarde... No le haga usted caso... Aquí no pasa nada. El Frente Popular no hay quien lo mueva... Ya lo ha dicho Azaña: ¡Ay del que le toque a la República!» (352). Pero el miedo de Ruano tenía razones sobradas.

En estos días muere Valle Inclán, y Cansinos se hace eco de la pérdida trazando la habitual semblanza del personaje, al que admira a pesar de que le ha tratado poco: «Su carácter irascible lo rodeaba de una barrera, que yo nunca intenté saltar. Sólo hablé con él un par de veces, ¡qué lástima! Pero le admiré siempre de lejos... ¡Así es la vida!» (354). Y también muere Villaespesa, cuya personalidad se nos muestra con esa precisión radiográfica a que nos tiene acostumbrados Cansinos:

 

Es evidente que a Villaespesa, el campeón del modernismo, nunca se le tomó completamente en serio, como a Juan Ramón o los Machado, porque él no fue nunca —dicho sea en su honor— un hombre serio. Su bohemia pintoresca y a veces hampona, sus lapsos literarios [...], su  vanidad pueril, su ignorancia absoluta de todo lo que no fuera su literatura, todo eso echaba una sombra de ridículo sobre sus fulgurantes aciertos y chispazos geniales [...]. Pero precisamente esa espontaneidad, esa fatalidad de su lírica, ese su reunir todas las virtudes y vicios del Poeta, grotesco y sublime —después de todo como Zorrilla— era lo que le hacía para nosotros simpático y dilecto, cual encarnación perfecta de ese ser extraño, escándalo y asombro del hombre normal y del sabio, incapaces de comprender ese problema psicológico, y la fórmula de ese encanto al que, pese a todo, se rinden (355).

 

Las turbas populares han asesinado a una señora de la que decían que vendía caramelos envenenados. Las turbas enfebrecidas casi linchan al comunista Cimorra por intentar contenerlas, aunque éste no pierde la fe en que el Partido Comunista los «meterá en cintura» cuando gobierne, ya que la Dictadura del Proletariado la ejercerán los líderes en nombre de los proletarios, que no están capacitados aún para gobernarse.

Todo se está precipitando. En la tertulia de verano de Recoletos se comenta el asesinato de Calvo Sotelo:

 

La execración de las gentes pacíficas contra el crimen político es unánime. La ciudad presenta un aspecto torvo, alarmante. Todo el mundo teme la réplica de los jóvenes extremistas, que seguían al político asesinado. Las sillas de Recoletos se quedan vacías desde que anochece. La gente tiene prisa por reintegrarse a sus casas (356).

 

Sólo Cimorra parece celebrar lo ocurrido; ahora dice que no tiene miedo porque por fin lleva su pistola en el bolsillo.

Suenan petardos en la noche, puestos por los huelguistas para asustar a la gente. «Se habla de conspiraciones militares, suenan nombres de generales conocidos y los periódicos de izquierda excitan al Gobierno a tomar medidas enérgicas contra ellos...» (357). En la redacción de La Libertad  también se temen atentados:

 

En La Libertad se instala por las noches alrededor del botijo un retén de guardias de asalto, en previsión de algún asalto de los jóvenes falangistas. Hermosilla, el director, ha puesto pistolas a  disposición  de los redactores y se muestra muy nervioso y agitado [...]. Todos están dispuestos a hacer frente a los falangistas si llegan a venir [...]. El periódico extrema cada día más la nota revolucionaria y hasta las caricaturas de Bluff [...] son de una demagogia explosiva (357).

 

En la calle, otro tanto:

 

En la calle Montera, un ciego toca en su acordeón la Internacional y un público compacto lo escucha y le llena de monedas el platillo...

La puerta del Sol es un hervidero de gente sospechosa. Con aire retador suenan los pregones de Aurora Roja, periódico obrero y campesino, órgano ofical del Partido Comunista... —a los que contestan en el mismo tono otros de Rebelión. ¡Ha salido Rebelión!, órgano de Falange española y tradicionalista de las Jons... (358).

 

Cansinos y sus colegas están impregnados de la agitación colectiva: «Llegamos al café, involuntariamente enardecidos por esos gritos bélicos y en disposición nada propicia para hablar de Literatura... Hablamos sin embargo, porque al fin todos somos escritores. Pero lo hacemos en tono menor, y en seguida pasamos de la literatura a la  política» (358). Para Cimorra sólo cabe ya el arte de masas y no los poetas sentimentaloides. El extremismo de izquierda también empieza a preocupar incluso a los hombres de izquierda. Cansinos relata el muy significativo encuentro con el socialista Fabra Ribas que, asustado por el desbordamiento de las masas, pide un freno religioso para contenerlas:

 

La situación es tal que a los mismos hombres de izquierda los intranquiliza... Ven ya la bandera roja del comunismo, ondeando en los edificios públicos. ¿Qué va a pasar aquí?... Por reacción natural, esta noche el líder socialista, Fabra Ribas [...], me hablaba de la necesidad de un freno religioso para las masas [...]. Fabra Ribas tiene una larga historia de luchador socialista y representa ahora en España a la Oficina Internacional del Trabajo. La evolución de sus ideas es un síntoma significativo de la hora (359).

 

Efectivamente, la anécdota trasmite mejor que mil palabras el clima de extremismos que se vivía y la preocupación entre los hombres de paz por el ritmo de los acontecimientos.

El maestro se ha cambiado de casa a la calle Ramón y Cajal. Algunos de sus amigos se sorprenden de que vuelva a casa solo, a altas horas de la madrugada. Por la nueva zona, donde hay edificios sin edificar, hacen guardia los falangistas por la Basílica de Atocha, y también los comunistas amigos de Cimorra. Cansinos contempla la noche desde su balcón y un grupo de extremistas quiere apedrearlo, pero él se queda en el balcón.

El gobierno de Azaña encarga conferencias a algunos escritores, como Juan Ramón Jiménez y Gómez de la Serna. A Cansinos le parece un gesto tardío. «Algo tardía resulta esta propaganda republicana... cuando las pistolas de unos y de otros están apuntando al régimen» (360).

En la tertulia de Recoletos le llega a Cansinos la noticia de que los militares se han sublevado en Marruecos y de que los falangistas tienen acordada una marcha sobre Madrid para esa noche. El actor Galiano, que es quien les ha llevado la noticia que ha escuchado en la radio, les dice además que Lerroux «ha salido pitando para Lisboa». Todos se van, Cimorra y los suyos a seguir instrucciones del Partido Comunista, Cansinos de mala gana porque «hace una noche tan hermosa. ¡Y se está tan bien en Recoletos!» (361). En la redacción de La Libertad todo está más tranquilo de lo que espera encontrar Cansinos. Los redactores no saben nada de lo que ha pasado en África ni de lo que se espera y teme que pase en Madrid. Pero Hermosilla, que llega en aquel momento, se alarma y pide las pistolas. Hace llamadas a la Dirección de Seguridad y parece que se tranquiliza, pero de todos modos insiste en que hay que escribir con la pistola al lado. Cansinos, como siempre, es contundente con su ironía para apreciar la situación: «En medio de aquella agitación, dejo mi artículo en manos de Hermosilla y me despido. Entre tanto héroe, ¿qué falta hago yo?» (362).

La noticia de la sublevación militar se confirma. El público del café sale a escuchar la radio al Bar Flor mientras patrullan los guardias de asalto. La radio anuncia un gobierno provisional presidido por Martínez Barrios, que tratará de entenderse con los militares. «Un abucheo general acoge la noticia» (263); algunos gritan que prefieren ir a la guerra. Vuelven al café y vuelven a salir a escuchar la radio: «La Radio anuncia otro gabinete presidido por Giralt, con Largo Caballero como ministro de la Guerra. El público aplaude. — ¡Eso ya es otra cosa!... Largo Caballero es el hombre que hace falta... Un verdadero líder popular... el que se lleva tras de sí a las juventudes socialistas... ¡el abuelo! ¡Ese es otro Lenin!» (363), aunque para Cimorra  es «Ese viejo idiota y traidor que colaboró con la Dictadura de Primo de Rivera!»; de todos modos, piensa que hay que apoyarlo de momento hasta que el Partido Comunista asuma el poder. Daguerre está pesimista y cree que la República ya ha firmado su sentencia de muerte ese día, pero otros se crecen porque la República está armando al pueblo y en la puerta de la Gobernación hay una camioneta cargada de armas que la UGT va repartiendo entre sus afiliados.

El poeta republicano Exposité se asusta de que se esté armando al proletariado. «Esto es la revolución comunista... Los republicanos estamos ya de más... Querido maestro, ¡la República ha muerto!». Y Cansinos, contundente como siempre, contesta a  su amigo Exposité: «Sí —digo con tristeza— ¡Y la literatura también! Y ambos nos estrechamos las manos en un gesto de pésame» (365).

Así termina La novela de un literato. República y literatura morían juntas y para el maestro así sería, por desgracia, para el resto de su vida en este su querido país que no quiso de todos modos abandonar.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

m. azaña (2000), Diarios Completos. Manarquía, República, Guerra Civil, introd. S. Juliá, Barcelona, Crítica.

r. cansinos assens (1996), La novela de un literato. (Hombres-ideas-Efemérides-Anécdotas... 1923-1936), Madrid, Alianza Tres.

r. cansinos assens (2002), Bohemia, ed. R. M. Cansinos, Madrid, Fundación Cansinos Assens.

j. caro baroja (1981), «La República en anécdotas: ¿O más que anécdotas?», Revista de Occidente, extraordinario I (noviembre), pp. 175-187.

e. morales de giner de los ríos (1981), «La Proclamación», Revista de Occidente, extraordinario I (noviembre), pp. 7-16.

e. murger (1967), Escenas de la vida bohemia, Madrid, Ediciones Alonso.

j. pérez villanueva (1991), Ramón Menéndez Pidal. Su vida y su tiempo, pról. R. Lapesa, Madrid,  Espasa-Calpe.

l. m. vicente garcía (2005a), «Bohemia: un eslabón de la gran obra memorialista de Cansinos Assens», en La República de las Letras y las Letras de la República, ed. F. López Criado, La Coruña, Universidad, pp. 113-119.

l. m. vicente garcía (2005b), «La mirada de Cansinos Assens en Bohemia: literatura, periodismo y diario personal», Analecta Malacitana, 23, pp. 715-739.

l. m. vicente garcía (2008), «El germen de Max Estrella: Sawa, Valle Inclán y Cansinos Assens», en Valle-Inclán: Ensayos críticos sobre su obra y su trayectoria literaria, ed. F. López Criado, La Coruña, Hércules de Ediciones, pp. 357-365.

l. m. vicente garcía (2009), «La República en la obra memorialista de Cansinos Assens», en La República y la cultura. Paz, guerra y exilio, ed. J. Rodríguez Puértolas, Madrid, Akal, en prensa.

 


 

[1] El presente estudio se refiere sólo al tomo 3 de La novela de un literato (Cansinos Assens 1996), con referencias también a Bohemia (Cansinos Assens 2002), obra ésta de la que hemos tratado anteriormente (Vicente García 2005a y 2005b).

[2] La República aglutinaba, para bien y para mal, una herencia muy variada que también podemos resumir con las palabras de Caro Baroja: «A la República había que darle un contenido y lo malo es que se lo quisieron dar no uno ni dos partidos, sino muchos más, con programas que pecaban de vagos e imprecisos por una parte, de enfrentados en extremos por otra [...]. En España había un viejo partido republicano que era el Radical de Lerroux. Este tenía muchos afiliados: el jefe, hombre de brío en su juventud, estaba ya en edad muy madura y con poco prestigio intelectual. Era el radicalismo un eco del pasado. Otros republicanos se hallaban unidos bajo un modelo también francés más moderno: El Radical Socialista. Tampoco tenían personas de mucho brío, según demostró la experiencia. En el partido socialista, con base amplia y sólida, había diversidad de criterio en las alturas. La función de gobernar se presentó difícil, pese a que el tránsito sorprendió y admiró porque había sido incruento» (1981: 179-180).

[3] Es constante en los diarios de Azaña la sorpresa del político ante la distorsión constante de noticias en los diarios. Así lo recordaba Caro Baroja: «Los periódicos en vez de ser instrumentos de información, lo fueron ante todo de opinión o de opiniones» (1981: 183).

[4] Cansinos Assens (1996: 12). Todas las referencias al tomo 3 de La novela de un literato se harán en adelante indicando sólo la(s) página(s) entre paréntesis de esta edición.

[5] Otras revistas y periódicos mencionados en este tercer tomo de La novela de un literato son: La Novela de Hoy, de Artemio Precioso, La Semana Gráfica, La Novela Gráfica, La Corres, Los Lunes, La Libertad, Informaciones, El Heraldo, ABC, El Debate, La novela Mundial, El Sol, La Voz, El Socialista, Castilla Gráfica, Revista Crítica (Colombine), Cosmópolis, La Tribuna, Cascabeles, Revista de Occidente, La Mañana, La Nación, Alas, Norte, Mundo Gráfico, La Esfera, Nueva España, La Pluma, El Liberal, La Tierra (comunista), O Seculo, La Farsa, La Linterna, Ahora (republicano), La Acción, Mundo Obrero, Aurora Roja (órgano oficial del PC), Rebelión (órgano oficial de Falange).

[6] Evoca Cansinos aquellos tiempos añorados: «¡Cuánto nos divertíamos allí, no precisamente por las obras, ni la gracia de los actores, sino por su insulsez y sus gestos de payaso!... ¡Y sobre todo, por su candoroso engreimiento, la seriedad que daban a su trabajo y la emoción patética con que acogían nuestros irónicos elogios!».

[7] «Una visita a la Feria de libros es en cierto modo como una visita al Depósito Judicial. Allí se encuentran cadáveres de libros, muchos de los cuales nacieron ya muertos. Y también viene a ser la Feria como un vertedero, en el que yacen libros olvidados, perdidos como hombres desdichados, arrastrados por el torbellino de la vida» (113).

[8] Recuérdese cómo se refiere a este tipo de periodismo Galdós al comienzo de Nazarín.

[9] «Ortega y Gasset, que desde 1931 se había despedido de los lectores de El Sol y venía intentando la «Rectificación de la República», en artículos tesoneramente publicados en dos periódicos, Crisol y Luz, no logró que los políticos escucharan sus advertencias; y desilusionado por falta de eco y por el sesgo de los acontecimientos, dio cuenta, el 29 de octubre (de 1932) de que la Agrupación al Servicio de la República quedaba disuelta. Desde entonces no volvió a escribir una sola línea de carácter político» (Pérez Villanueva 1991: 327).

[10] Véase la carta de Elisa Morales de Giner de los Ríos (1981), dirigida a su familia, en la que la euforia por el triunfo de la República es absoluta.

[11] Menéndez Pidal deja constancia de que la candidatura de Baroja dio algunos problemas, como escribe en carta a Marañón: «He hablado con los censores del discurso de Baroja y me dicen que convendría atenuar algo la nota de desinterés por la labor académica que en muchas páginas expresa, pues no es oportuna en el momento preciso de la entrada en la Corporación» (cit. en Pérez Villanueva 1991: 330).